Ámnemar - Templo “Templo” no es sino un título respetuoso para este lugar, el cual dista mucho de tener la imponencia de un monasterio; no es sino una red de túneles con habitaciones ceremoniales y depósitos de provisiones que cada vez escaseaban mas. Solo los trabajos de orfebrería que representan al Orden Primordial, adornan los toscos y estrechos pasillos que interconectan las habitaciones del templo. A pesar de la adversidad, los adoradores viven de forma cómoda si se les compara a los demás. Ellos son el último vestigio del orden en una sociedad rota, siguiendo los crípticos edictos de su maestro; algunos no son capaces de interpretarlos, y no han sido pocos quienes han sucumbido a la insanidad por las visiones y los susurros. Los adoradores son liderados por el diácono, una figura de autoridad que no se vale de ornamentos monárquicos ni adornos señoriales para imponer su mandato. Quienes siguen sus designios, saben que el diácono es el medio a través del cual el Orden Primordial habla; porta una capucha que cubre su cabeza, a fin de evitar interferencias externas que frustren su comunión. Sus ojos vendados le permiten ver con claridad el conocimiento destinados para los mortales. El rol del diácono no se elige por medio de elecciones. La deidad escoge a su heraldo, aunque los criterios de su elección permanecen como un misterio no descifrado. Nadie cuestiona el designio del Orden Primordial, lo obedecen. Sin embargo, el diácono Edler ha permanecido en silencio durante mucho tiempo. Varios meses han pasado desde que el anciano pronunció una frase. El señor había renunciado a comer y beber agua, aislándose de los miembros de La Orden; la incertidumbre se acrecentaba entre los adoradores, pero sus corazones agobiados por la duda se mantenían firmes por obra y gracia de su fe. ¿Cuánto duraría su confianza, mientras siguieran actuando por inercia?, enfrentaban a las aberraciones que se manifestaban y garantizaban su propia supervivencia. Mientras tanto, la fachada de rectitud de los adoradores ocultaba la ausencia de un norte al cual seguir. El diácono permanecía recluido dentro del segundo cuarto mas amplio en el templo, una habitación circular que solo podía abrirse desde afuera, empujando las pesadas puertas metálicas cuyas bisagras rechinaban al moverse. Ahí permanecía, hincado delante de la mirada vendada del Orden Primordial; una estatua que representaba su avatar, la forma a través de la cual los mortales le reconocen. La estatua le representa con dos pares de alas a su espalda, formadas por huesos curvos que se expanden hacia los lados. Siete dedos surgen de cada una de sus manos, sosteniendo con la zurda una balanza que nunca estará en equilibrio: la balanza de tres pesos. El cabello de la figura tallada en piedra es largo, lo suficiente como para que le caiga por la cintura. Sus rasgos son finos y serenos, y sus ojos vendados se posan por encima del diácono Edler, tal como ha sido desde el inicio de su reclusión. El diácono trata de establecer contacto con la deidad, buscando las respuestas que le permitan a su gente, poder superar el trágico destino al cual deben enfrentarse día tras día. Su estado físico degeneró durante todo ese tiempo, volviéndose una sombra de lo que fue en otros tiempos; la piel se le pegaba tanto a los huesos, que las estrías lo trazaban en un patrón que cada vez se hacia más extenso. Con toda seguridad, los ojos del anciano ya no funcionarían para ver el mundo, pues mucho tiempo había pasado desde que se los vendó, renunciando a la visión de la realidad para poder contemplar los conocimientos del Orden Primordial, cuyo nombre susurra en pensamientos: —Tal’Mael. Tal’Mael. Tal’Mael. El resto de adoradores se veían abrumados por ver con vida a su líder, quien a pesar del ayuno, no colapsaba por la inanición. Meses sin comer, y su cuerpo, aunque fracturado y marchito, resistía. El hecho de que permaneciera con vida, hacía pensar a los seguidores del Orden Primordial que semejante hecho era un faro de esperanza; la representación de una gran revelación que estaría por llegar. Otros, en cambio, se mostraban escépticos o confundidos ante la “voluntad” de la deidad. Pero ningún pensamiento o creencia de las anterior mencionadas, le resultaba relevante a Edler. Pocos eran quienes irrumpían en el cuarto para comprobar su estado, siendo Aldreck, uno de los adoradores más devotos; y Lorian, el hijo del propio Edler, quienes lo visitaban con mayor frecuencia. La presencia de otras personas le era irrelevante al Diácono, quien permanecía en un estado de trance perpetuo. Hasta ahora. En el templo, los adoradores cumplían con las tareas básicas, como reabastecer las despensas con lo que pudieran encontrar o hacer el mantenimiento de las armas de talmatita. El día parecía transcurrir de la misma forma en la que siempre lo hace, donde los adoradores se preocupaban por mantenerse con vida mientras permanecían en constante estado de alerta ante una posible aberración que apareciera, o para plantar cara a un grupo de osados -e imprudentes- bandidos. Sin embargo, un grito áspero hizo pegar un salto a los presentes, quienes inmediatamente desenvainaron sus armas y pusieron pies en polvorosa para llegar a la fuente de aquel ruido. Los adoradores se empujaban los unos a los otros, tratando de abrirse paso a través de los estrechos pasillos del templo. Aldreck era quien llevaba la delantera, apresurando el paso en proporción a la intensidad y duración de aquel grito, el cual se transformó en un alarido desgarrador. El alarido de un anciano. Al menos una docena y media de adoradores, viejos y jóvenes, se encontraron delante de aquella pesada puerta que mantenía bloqueada la habitación en la cual se hallaba el diácono. Entre ellos, Lorian se asomaba desde detrás de todo, empuñando su espada mientras le temblaban las piernas. Nadie se atrevía a espetar palabra alguna; aquellos hombres guardaban frío silencio mientras el anciano vociferaba su agonía hasta l0 que sus cuerdas vocales le permitieran. Tenían miedo, pues imaginaban que al diácono le estaba atacando un horror de extrarrealidad, el cual lo sorprendió en una situación desfavorable. Los rostros de inquietud de aquellos hombres intercambiaban miradas de incertidumbre; cada uno de ellos esperaba que otro tomara la iniciativa. Aldreck fue quien se anticipó. Las palmas de sus enguatadas manos se apoyaron sobre las dos puertas. El sujeto de barba cana empujó con fuerza y al hacerlo, el estruendoso rechinar de la puerta casi opacaba los gritos del diácono. Un empujón bastó para dar apertura a la recámara, y lo que encontraron dentro de la misma fue desgarrador. El cuerpo de Edler se encontraba de rodillas, con la mirada elevada hacia la silueta del Orden Primordial, quien se alzaba delante de este con total indiferencia. Los adoradores contemplaron cómo la carne del viejo se rasgaba; de sus aberturas salían picas líticas de color blanco, manchadas con la sangre del anciano quien todavía permanecía consciente mientras el tormento continuaba. A cada alarido le sucedía otra rasgadura en su carne, la cual venía desde sus adentros. Las picas brotaban de cada poro de su piel, algunas del tamaño de espadas, otras tan finas como agujas. Los huesos del diácono crujían como ramas cuando las agujas de aquel mineral se abrían paso a través de estos; los gritos de Edler continuaron, hasta que su piel comenzó a palidecer con la misma tonalidad de aquel mineral que lo perforaba desde el interior de su cuerpo. Se estaba petrificando ante la hórrida mirada de los demás adoradores, quienes observaban la escena con impotencia y espanto en iguales cantidades. Lorian era quien más sufría por aquella visión. Su arma cayó al suelo; irónicamente, el muchacho había quedado paralizado, igual de petrificado que su padre, pero a diferencia de este, aquello era producto del horror absoluto al que veía de frente. Los minutos pasaron, hasta que los alaridos del anciano callaron de forma abrupta. Lo único que quedó del diácono fue su silueta, postrada ante el Orden Primordial mientras le miraba con ojos ciegos, buscando la piedad de la muerte para ponerle fin a aquel sufrimiento. Solo Aldreck entró a la habitación, mientras las miradas de espanto se posaban sobre él. Muchos de los presentes sintieron un vuelco en el corazón, no tanto por el hórrido fenómeno que presenciaron; semejante suceso fue interpretado por algunos como la prueba de que el Orden Primordial los había abandonado. ¿Acaso le habían fallado a Tal’Mael? Aldreck, en cambio, era el único que no parecía dudar. —¡Observen lo que se halla delante de ustedes! —exclamó Aldreck, caminando alrededor de la estatua— El Orden Primordial ha hablado a través del cuerpo del diácono, manifestándonos su voluntad. Lorian no se tomó bien aquella afirmación. A pesar de querer gritar, las palabras no le salían de los labios. Mechones de su cabello le cubrían la expresión afligida tatuada sobre su rostro, cuyos ojos abiertos lagrimeaban constantemente. —¿¡Cómo puedes interpretar esta barbarie como un acto de fe!? —uno de los adoradores rompe el silencio— Maldito loco; ¡el Orden Primordial nos ha abandonado! —¡Retracta tus blasfemas palabras! —Aldreck le plantó una mirada furiosa al sujeto que dijo aquellas palabras—; ¿acaso no ves lo que ha hecho el Orden Primordial por nosotros? Hubo silencio. La conmoción anterior no era nada, comparada con la creciente tensión que se gestaba en aquel momento. —Tal’Mael nos ha bendecido —Aldreck señala el cuerpo del diácono—. Nos ha ofrecido su regalo; este ha sido el honorable sacrificio del diácono Edler. ¡Es el mineral en su forma pura! El cuerpo del diácono ahora estaba formado por “el mineral”; los adoradores del Orden Primordial le conocen como “talmatita”, el único material con el que podían lastimar a las aberraciones. Los primeros adoradores consiguieron este mineral hace mucho tiempo, y aprendieron a aprovecharlo para crear armas tan ligeras como una pluma y tan letales como cualquier aleación de metales fuertes. Desde aquel entonces nadie había encontrado depósitos de este mineral; las armas fabricadas a partir de este material, contaban con la propiedad de ser resistentes, aunque al igual que otras armas, estas no eran imperecederas. Las espadas perdían el filo, las flechas se partían y las alabardas se quebraban. Ahora, delante de ellos, se encontraba un pesado depósito de talmatita, el cual se formó a partir del cuerpo de Edler. —No lo entiendo —esta vez fue Lorian quien rompió el silencio; su tono de voz quebradizo solo se pudo escuchar por el silencio en el ambiente—, ¿para qué necesitamos mas armas?, ¿por qué padre sufrió este destino? El rostro del chico mostraba una aflicción reprimida, sepultada por la confusión y el furor. —Suenen la campana —ordenó Aldreck, sin prestarle atención al muchacho—. Necesito a todos aquí presentes. —Aldreck, tú no eres nuestro líder —protesta el mismo sujeto que le cuestionó con anterioridad—. ¿con qué autoridad vienes a darnos esas órdenes? —¡No voy a repetir la misma orden! —su voz comandante hizo que los adoradores corrieran a cumplir con su designio. Lorian fue el único que no partió. Cuando los demás adoradores abandonaron el lugar, el muchacho entró en la recámara donde se encontraba el pedrusco en el que su padre se había transformado. Aldreck le observaba con compasión; su mirada seria se había tornado en una expresión solidaria para con el chico. —No soy capaz de entenderlo —los labios de Lorian tiemblan —. ¿Por qué? —Lorian, tu padre cumplió con el propósito de su cargo —la mirada de Aldreck no se apartaba del cuerpo de Edler, formado ahora por roca ensangrenta cubierta por los harapos que anteriormente formaban su vestimenta—. El Orden Primordial nos ha contactado por primera vez en mucho tiempo; debemos hacer su voluntad. Lorian no podía observar los restos de su padre. Quería llorar, pero las lágrimas no le escapaban. —¿Cuál es el propósito de todo esto? La mano izquierda de Aldreck se posó suavemente sobre el hombro de Lorian. —Ya tendremos las respuestas, Lorian. Por ahora refuerza tu fe; haremos que el sacrificio de tu padre cumpla con su propósito —sus labios esbozaron una sonrisa compasiva— y con el designio de Tal’Mael. Por ahora recoge tu arma y espera en el salón junto con los demás. —Bien —murmuró el chico de cabello oscuro, aunque no muy convencido. Aldreck vio a Lorian recoger su espada y marcharse del lugar. Su mirada ahora se posaba sobre la estatua del Orden Primordial; la expresión de su rostro se volvió seria. El tañido de una campana hizo eco entre las estrechas paredes del templo, a lo cual Aldreck saca una venda que llevaba amarrada a una de sus muñecas. Observó el rostro de la estatua, y mientras se amarraba la venda alrededor de los ojos, dijo en voz baja: —Padre del Orden; te imploro para que me muestres el propósito de este obsequio… * Tal’Mael: El Orden Primordial es una deidad enigmática para quienes le desconocen. Su avatar es representado por una imagen que los mortales asocian con el equilibrio y el ordenamiento. El culto hacia su figura es un medio para enfrentar a las aberraciones; aunque como todas las cosas, nada es completamente gratuito.