La escapada - MundoPalabras

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La escapada
8 de septiembre de 2012 a la(s) 19:49
Quedaron aquella madrugada.
Las mimbres los echarían de menos por la tarde y el camino empolvado que
conducía al recoveco del bañadero no dibujaría la huella de sus pisadas sobre
aquella arena limosa con puntitos que brillaban al reflejarse los rayos que venían
del cielo azul y caluroso de Malenia.
Era feria de Santiago.
Los últimos restos de la noche daban paso a los primeros claros del día cuando se
encontraron en el apeadero para coger el tren que los llevaría en primera instancia
a Granada. La estación estaba desierta. Los raíles iban al infinito, pero , eso sí, uno
junto al otro.
Se ocultaron dentro de la caseta como dos delincuentes mientras hacía acto de
presencia la locomotora de vapor que los llevaría a un mundo desconocido. Sus
miradas en aquella espera larga y ansiosa se dirigían hacia un horizonte misterioso
por encima de la vista de Los Llanos y de Los Carboneros a un lado y a otro del
apeadero, que inmediatamente se les ofrecía, sin ver los límites del paisaje que
tenían ante sí.
La frescura del amanecer los despabiló y les hizo conscientes, como si hasta ahora
hubiera estado oculto por un velo, de un estado de excitación desconocido ante la
aventura de dejar los paisajes entre los que se habían criado, testigos de cómo se
habían amado en los rincones de aquellos lugares secretos; rodeados por unos
límites que marcaban el comienzo y el final del mundo habido y por descubrir.
Muchos ojos que los habían mirado durante tantos años dentro de poco se
preguntarían hacia dónde habían ido por separado, para luego caer en la cuenta
que los dos habían desaparecido al unísono. El interrogante se abriría desde El
Barrio hasta Las Peñas. Los postigos de las casas por más que se abrieran
clandestinamente no verían al uno ni a la otra.
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Malenia vio temerosamente cómo se convirtieron en amantes mientras se
sucedían las estaciones y los años en aquellos paisajes secretos. Como una madre
secular los había protegido hasta donde había podido de aquellos sentimientos
poseídos de una fuerza incontrolada e inopinados. Pero como una madre se sentía
apenada por no haber podido evitar la salida de su manto protector, por un
sentido de culpabilidad parecido a aquel que se experimenta cuando alguien cree
que es la causa de un desenlace lleno de incertidumbres.
Como una riada de aquellas que temía Malenia durante los inviernos cuando el
cielo se ennegrecía, se extendería el rumor de su marcha. Subiría como la espuma
desde la calle Acera hasta la calle Alta donde las cabras, libres ya de la piara, una
vez acabado el día de verano lamían con fruición, como si fueran inmensos
pasteles de merengue, las fachadas encaladas de las casas.
Mientras, en la puerta del Bar de Aguayo, las gentes de Malenia se sentarían al
fresco en las mesas que sacaba el tabernero en aquellos días de feria. La música y
el ambiente festivo ocultarían todavía la noticia de su marcha.
- “Se la ha llevado” - dirían como si hubiera sido cosa de él y, por supuesto, como
si hubiera cometido un delito en medio de la noche. Lo comentarían con avidez
mientras se tomaban un vaso de cerveza bien fría o, para celebrar la ocasión, un
cuba libre. Y esa frase resonaría toda la noche de corro en corro , desde la calle
Real hasta la Verbena , montada ese año en la calle que iba desde la Plaza del Cine
hasta la Calle Alta , la que era perpendicular al callejón que daba al corral de
Atiza.
El conjunto músico vocal por la noche, como la anterior, tocaría un pasodoble para
que lo bailasen las parejas que se sentían seguras y contentas de estar unidos hasta
que la muerte los separase.
Las aguas del Genil no los verían bañarse aquella tarde cuando el Sol se situaba
ya próximo a la altura de Las Eras. Pasarían de largo extrañadas de su ausencia y
seguirían su curso con el ánimo de encontrarlos en otro recoveco más abajo en su
lenta marcha hacia la lejana desembocadura. Pero más abajo se encontrarían con
las zambullidas de los de siempre a la altura del gavión temerosos de que
apareciese el cura y los cogiese en pelotas.
Una vez pasada la trampa , todavía les quedaría a aquellas aguas que cogían el
verde de las mimbres y de las choperas a su paso por el pueblo la esperanza de
encontrarlos más abajo a la altura de la junta de los ríos, no sin antes ver el
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habitual corte de mangas de Forgas que ensimismado lucubraría cuándo meterse
en sus aguas para llevarse algo para la cena.
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“No solo de telefunken vive el hombre”
Estaría, como todas las tardes a esas horas, medio dormido en una silla de anea
debajo de la higuera de la puerta de su casa con un celtas largo consumiéndose
lentamente en sus labios mientras recordaba aquel año que vino caminando desde
Madrid hasta Malenia. Aquella expedición le sirvió para comprender el mundo
que había fuera de los límites del pueblo y concluyó que todo lo que necesitaba lo
tenía allí en aquel tajo. La aventura de vivir próximo a aquella curva del río era
algo que le hacía pensar en la fugacidad del acontecer de los días.
“Todo pasa, como pasan las aguas de este río hasta llegar hasta su destino. Quien
quiera peces que se moje el culo. El tiempo es como el agua que lleva la corriente
por el cauce de este río: parece la misma, pero siempre es distinta. Hice cosas cuando
era joven, aunque todavía me quedan fuerzas para bajar al Genil por este tajo que
hay entre mi casa y el río, cuando bajo a por un pez para mi cena, pero me siento
cada vez con menos fuerzas, por eso me siento debajo de esta higuera y veo sin
preocupaciones cómo pasa la corriente describiendo múltiples figuras y formas : por
ejemplo , esas líneas que se hunden en el agua cuando se les atraviesa la rama seca
de una mimbre.
Es duro ir contracorriente.
Algún día, no veré esta corriente y entonces no seré ni una cosa ni la otra. Me iré y
dejaré este lugar y nadie llorará por mí, nadie notará mi ausencia. Aunque una vez ,
cuando se acabe todo , qué más da”.
Las aguas del Genil pasaron por la casa de Forgas adaptándose a la curva del tajo
donde estaba construida. Seguía con la colilla pegada a sus labios sin percatarse de
que ya estaba apagada. El encendedor de yesca se había quedado sin la piedra y la
chispa no saltaría la próxima vez que intentara cucarachear.
La corriente no los encontró y ya no había esperanza de que los encontrase
después de pasada La Verdeja.
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