Meg Meeker Padres fuertes, hijas felices 10 Secretos que todo padre debería conocer ciudadela Madrid, 2008 Tercera edición: febrero de 2008 © Título original: Strong Fathers, Strong Daughters © Regnery Publishing Inc., 2007 © De la traducción: Mariano Vázquez Alonso © De la presente edición: Ciudadela Libros, S.L. C/ López de Hoyos, 327 28043 Madrid Teléf.: 91.185.98.00 www.ciudadela.es Diseño de cubierta: Masterfile/Latinstock ISBN: 978-84-96836-20-4 Depósito legal: M-2 032-2008 Fotocomposición: IRC Impresión y encuadernación: Cofás Impreso en España - Printed in Spain Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra en cualquier tipo de soporte o medio, actual o futuro, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. Este libro está dedicado a todos los grandes hombres que ha habido en mi vida. A Walt y a «T», que sois mucho más de lo que yo me merezco. A mi padre, Wally; gracias por haberme dado la vida y por hacer de ella lo que es hoy. A mis hermanos Mike y Bob; sois unos hombres extraordinarios y os quiero mucho. Índice Agradecimientos. Quisiera manifestar mi agradecimiento a las maravillosas personas que me ayudaron a hacer este libro. En primer lugar deseo dar las gracias a Doug y Judy por la forma extraordinaria en que vivís vuestras vidas. Vuestro ejemplo es contagioso y vuestra fe resulta ejemplar. También quisiera expresar mi agradecimiento al magnífico equipo de Regnery. Gracias, Marji Ross, por tus ánimos y tu ejemplo de cómo vive una mujer fuerte. A Karen Anderson, gracias por tu entusiasmo e inteligencia, y por haberme lanzado a mi carrera de escritora. A mi editor, Harry Crocker: gracias por ser tan sabio, paciente y tan buena persona. A Paula Curral y a Kate Morse, gracias por vuestro experto trabajo de edición final. A Ángela Phelps, gracias por tu entusiasmo y rigor. Y gracias a Hill Pardini, mi fenomenal ayudante en la investigación. Finalmente, quiero expresar mi agradecimiento a mi gran amiga Anne Mann, por su dedicación, sorprendente paciencia y cariño. Introducción. En septiembre de 1979 mi padre pronunció una frase que cambió mi vida. Yo acababa de graduarme en el Holyoke College a principios de aquel año y, como había sido rechazada por distintas facultades de Medicina, seguía viviendo en casa y pensando en el plan B. Una noche, cuando subía las escaleras, oí que mi padre estaba hablando por teléfono con un amigo. Esto no era muy corriente, pues no era un hombre muy sociable, por lo que una conversación telefónica con un amigo resultaba un hecho notable. Me detuve ante la puerta de su estudio, que estaba ligeramente entornada, y escuché: —Sí —estaba diciendo—. Realmente crecen deprisa, ¿verdad? Me alegra decirte que mi hija Meg está a punto de entrar en la Facultad de Medicina, aunque todavía no está muy segura de dónde lo hará. Sentí que me ardía la cara. Creí que me iba a desmayar. ¿Pero qué estaba diciendo? ¿Facultad de Medicina? Si acababa de ser rechazada en no sé cuántos sitios... ¿Que estaba a punto de entrar en la Facultad de Medicina? ¿Cómo podía decir una cosa así? ¿Qué sabía él que yo ignoraba? No fueron solamente sus palabras las que cambiaron el curso de mí vida. El tono en el que las pronunció, la inflexión de su voz y la confianza con que las había dicho también me produjeron un impacto sorprendente. Mi padre creía algo de mí que yo no podía creer. Y no sólo lo creía, sino que, al ser él médico, acababa de poner su reputación en juego ante su amigo. A medida que me alejaba de la puerta, mi corazón empezó a latir con fuerza. Me sentía asustada y excitada a la vez, porque la confianza que mi padre había puesto en mí me daba cierta esperanza. Estudiar Medicina había sido mi sueño desde que era una adolescente. Y, con una nueva confianza en mí misma, a finales de 1980 empecé a estudiar Medicina, tal como mi padre había dicho. El revisaba las materias y me hacía preguntas específicas sobre las clases. ¿Entendía los temas de Anatomía? ¿Dedicaba tiempo suficiente a la Histología? ¿Necesitaría diapositivas, aunque sólo fuera por pura diversión? No importaban las respuestas que yo pudiera darle; hacía un paquete y me lo enviaba a mi apartamento para que tuviera algo interesante que hacer las noches de los viernes; las cuales, evidentemente, se convertían en noches de estudio. No me interpreten mal. Mi padre no era un hombre que viviera su vida exclusivamente a través de la de sus hijos. De hecho, muchas veces había intentado desanimarme en mi empeño de estudiar Medicina, porque preveía, de forma muy acertada, los problemas que eso comportaría. Yo quería estudiar la carrera. Pero, ¿quería hacerlo sólo por complacerlo? No era eso; yo no necesitaba una cosa así. Si realmente deseaba ir a la facultad era porque quería ser lo que era su amigo: un cirujano ortopédico. Este hombre me dejo asistir a sus operaciones y me pasé horas en el quirófano. Aquello fue lo más interesante que había visto en mi vida y deseé ardientemente poder hacerlo algún día. Lo que mi padre me dio fue confianza. Como yo lo consideraba una especie de gigante en el campo médico, y un coloso también en nuestra casa, nunca dudé de él. No importaba lo que pudiera decir, para mí siempre tenía razón. También logró que creyera en mí misma. Me transmitió, no recuerdo exactamente cómo, que podía hacer lo que deseara. Me dijo que cuando él estudiaba no había muchas mujeres, pero que los chicos habían sido buenos estudiantes. Y si ellos lo habían sido, yo también podría serlo. Mi padre siempre procuró que yo supiera que me quería. Era un hombre muy especial, callado, poco sociable y muy inteligente. Publicaba trabajos clínicos en diferentes idiomas y bromeaba diciendo que sólo los tipos un poco raros se hacían patólogos, como lo era él. Pero me quería. Yo era su hija, y eso significaba algo importante. ¿Me lo decía a menudo? No hablaba mucho. Entonces, ¿cómo es que yo lo sabía? Pues lo sabía porque le había oído decir a mi madre que estaba preocupado por mí. Yo le vi llorar cuando mi hermano y yo nos marchamos de casa para ir a estudiar nuestras carreras. Asistió a muchas de mis pruebas atléticas, y también faltó a muchas otras. Pero eso no tiene importancia. Sabía muy bien que yo era muy buena en los deportes. (De hecho, pensaba que mucho mejor de lo que en realidad era, pero yo no tenía ganas de disuadirlo). Sabía que me quería porque hacía que toda la familia fuera unida de vacaciones. La mayoría de las veces yo detestaba ir, en especial cuando era una adolescente, pero él me obligaba a ir de todos modos. Sabía algo que yo no sabía. Sabía que necesitábamos estar juntos. Compartir las mismas cosas. Mi padre me protegía mucho; hasta el punto de que yo me sentía un poco cohibida para salir con un chico. Él era cazador y quería que mis amigos lo supieran. Al entrar en casa lo primero que veían era la cabeza de un alce en la pared; y mi padre quería asegurarse de que los muchachos supieran que era él quien había cazado al animal. No era un buen conversador, y a menudo tampoco prestaba demasiada atención a lo que se decía. Algunas veces estaba distraído y como ausente. Cuando yo estaba en la facultad solíamos ir a correr, y mientras lo hacíamos me preguntaba siempre lo mismo; y nunca escuchaba las respuestas, porque siempre, siempre, estaba pensando en otra cosa. A mí no me importaba. Mi madre escuchaba nuestros problemas mucho mejor que mi padre, pero yo sabía a quién tenía que recurrir si mi vida o mi salud se veían amenazadas: a mi padre. Él era seco y serio, pero amaba profundamente a su familia; y para él lo más importante en este mundo era asegurarse de que su familia estaba cuidada. Y, de hecho, estábamos muy bien cuidados. Actualmente mi padre es un anciano y me paso más tiempo cuidando de él que él de mí. Pero conozco muy bien cuáles son los lazos que nos unen, porque él me los supo mostrar en su momento. Ya no corremos juntos porque su escoliosis le obliga a caminar muy despacio y su espina dorsal parece una C mayúscula; también me repite las mismas preguntas, y no porque esté pensando en otras cosas, sino porque le falla la memoria. Todavía le quedan algunos mechones de cabello blanco, pero su carácter peculiar y su amor por mí continúan iguales. Es una buena persona. La mayor parte de ustedes también son buenas personas, pero lo son pese a que han sido despreciados por una sociedad que no les tiene en cuenta, que, en cuanto miembros de una familia, ha ridiculizado su autoridad, negado su importancia y tratado de llenarles de confusión respecto al papel que desempeñan. Yo les digo que los padres cambian las vidas de sus hijas, como mi padre cambió la mía. Ustedes son líderes naturales, y sus familias buscan un tipo de cualidades que solamente tienen los padres. Usted fue hecho hombre por una razón, y su hija busca en usted la guía que no puede conseguir en su madre. Lo que usted diga con una frase o transmita con una sonrisa tiene infinita importancia para su hija. Quisiera que se viese a sí mismo a través de los ojos de su hija. Y no sólo por el bien de ella, sino por el de usted; porque si pudiera verse como ella lo ve, aunque sólo fuera durante diez minutos, su vida nunca volvería a ser la misma. Cuando era niño, sus padres constituían el centro de su mundo. Si su madre se mostraba contenta, ese día era bueno para usted. Si su padre estaba cansado, a usted se le ponía un nudo en el estómago durante todo el día. El mundo de su hija es más pequeño que el suyo, no sólo física sino también emocionalmente. Es más frágil y tierno porque su carácter ha sido amasado como un bollo de pan recién hecho. Cada día que ella se levanta, las manos de usted la recogen y la ponen sobre la tabla del hogar para empezar el amasado. Ese trabajo diario irá cambiándola para convertirla en lo que un día será. Tanto usted como yo hemos pasado por el horno y tenemos una envoltura crujiente. La vida nos ha dañado unas veces, nos ha mostrado su lado sonriente otras, y en algunas ocasiones casi nos ha matado. Pero hemos sobrevivido; y no porque nuestros padres siguieran queriéndonos, sino porque en nuestra vida, cuando lo hemos necesitado, ha habido una persona —un amigo, un cónyuge o un hijo— que ha cuidado de nosotros. Y gracias a que existe esa persona que nos cuida, podemos seguir levantándonos cada mañana. Su hija se levanta todas las mañanas porque usted existe. Usted ya estaba en este mundo antes que ella y a usted le debe ella su ser. El epicentro de su pequeño mundo es usted. Los amigos, los familiares, los maestros, los profesores o tutores influirán en distintos grados, pero no habrán forjado su carácter. Usted sí. Porque usted es su padre. Padres, son ustedes mucho más fuertes y poderosos de lo que creen. La razón que me impulsó a escribir este libro fue la de mostrarle a usted la forma de utilizar su poder para mejorar tanto su vida como la de su hija, y al hacerlo así conseguir que su vida se vuelva más rica, más gratificante y más beneficiosa para aquellos seres a los que quiere. Las ideas que se presentan en estas páginas son muy sencillas. Pero todos sabemos lo difícil que es llevar a la práctica las verdades sencillas. Sabemos que debiéramos amar mejor. O ser más pacientes, o ser más valientes, diligentes o leales. Pero, ¿podemos serlo? En parte, es una cuestión de perspectiva. El querer de una manera mejor a su hija puede parecerle complicado, pero para ella es una cosa muy sencilla. Ser un héroe para su hija quizás le suene a usted a algo abrumador, pero en realidad puede ser algo muy fácil. Protegerla y enseñarle principios religiosos, informarla sobre el sexo y la humildad no requiere una licenciatura en Psicología. Simplemente significa ser un buen padre. No he seleccionado atributos paternos para debatirlos al azar. Me he limitado a observar y a escuchar a sus hijas durante muchos años, y he tomado nota de lo que dicen sobre ustedes. He hablado con innumerables padres. He tratado a hijas y aconsejado a familias. He leído textos de Psiquiatría, trabajos de investigación, revistas de Psicología, estudios religiosos y publicaciones pediátricas. En eso ha consistido mi trabajo. Pero le diré que ningún trabajo de investigación, ni texto sobre diagnósticos o manual de instrucciones puede cambiar la vida de una joven de forma tan profunda como la relación con su padre. Nada. Desde la perspectiva de su hija, nunca es demasiado tarde para fortalecer la relación que mantiene con usted. Por tanto, sea valiente. Su hija necesita la guía y el apoyo que usted puede darle; desea y quiere mantener un lazo fuerte con usted. Y, como bien saben los padres que han tenido éxito con sus hijas, también usted necesita mantener unos fuertes lazos con ella. Este libro le enseñará a fortalecer esos lazos, o a rehacerlos, y a saber utilizarlos para modelar mejor la vida de su hija. Y la suya. Capítulo 1. Usted es el hombre más importante de su vida. Hombres, hombres buenos: los necesitamos. Nosotras —las madres, hijas y hermanas necesitamos su ayuda para criar saludablemente a nuestras jóvenes. Necesitamos cada gramo del valor y de la inteligencia masculina que poseen, porque ustedes, padres, en mayor medida que cualquier otra persona, son los que marcan el curso de la vida de nuestras hijas. Su hija necesita lo mejor que hay en usted, su fortaleza, su valor, su inteligencia y su audacia. Necesita también su empatía, firmeza y autoconfianza. Ella le necesita. Nuestras hijas necesitan el apoyo que sólo los padres pueden proporcionarles; y si usted quiere ser el guía de su hija, si desea ser un baluarte entre ella y esa cultura tóxica que nos rodea, si pretende instalarla en un lugar más sano y mejor, sin duda se verá ampliamente recompensado. Experimentará el amor y la adoración que sólo pueden llegar de una hija. Sentirá el orgullo, la satisfacción y la alegría que no podrá encontrar en ninguna otra fuente. Después de escuchar a las hijas durante más de veinte años —y de recetar antibióticos, antidepresivos y estimulantes a jóvenes que habían carecido del amor paterno — sé muy bien lo importantes que son los padres. He escuchado, hora tras hora, a jóvenes que me contaban cómo iban a vomitar para poder mantenerse delgadas. He oído a adolescentes de catorce años decir que habían tenido que prestarse, con mucho desagrado por su parte, a hacer felaciones a sus novios para mantenerlos a su lado. He visto cómo chicas jóvenes se saltaban los entrenamientos de tenis y se escapaban del colegio para ir a tatuarse en el cuerpo las iniciales o las imágenes de sus personajes favoritos, simplemente para ver si sus padres las tenían en cuenta. Y también he escuchado muchas conversaciones mantenidas entre hijas y padres. Cuando usted está presente, ellas cambian. Todo se modifica en ellas: sus ojos, sus bocas, sus gestos y su lenguaje corporal. Las hijas nunca se muestran indiferentes en presencia de sus padres. Quizás no tengan muy en cuenta a su madre, pero a usted sí le consideran. Se les ilumina la cara, o bien ponen a llorar. Le observan muy de cerca. No se pierden ninguna de sus palabras. Esperan que usted les preste atención; y a veces lo esperan con frustración o, incluso, con desesperación. Necesitan un gesto de aprobación, un ademán que las estimule o, simplemente, una mirada que las persuada de que usted se preocupa por ellas y quiere ayudarlas. Cuando está con usted, su hija trata de superarse. Si le enseña algo, lo aprende más deprisa que otras cosas. Si usted le sirve de guía, ella adquiere más confianza. Se asustaría o se sentiría abrumado —tal vez las dos cosas— si llegara a comprender cuán profundamente influye sobre la vida de su hija. Ni los novios, los hermanos, o incluso los maridos pueden modelar su carácter de la manera que usted lo hace. Influirá en toda su vida, porque ella le concede una autoridad que no puede darle a ningún otro hombre. Muchos padres (en especial padres de adolescentes) creen que tienen una escasa influencia sobre sus hijas —indiscutiblemente, menos influencia de la que tienen sus compañeros o los líderes de la cultura que las rodea— y piensan que ellas necesitan vivir la vida a su manera. Pero su hija se enfrenta a un mundo notablemente distinto de aquel en el que usted se crió: un mundo menos amistoso, de sospechosa moral e, incluso, claramente peligroso. Es difícil encontrar vestidos de «niña pequeña» a partir de los seis años. Las tendencias de la moda se inclinan por los modelos que convierten a las adolescentes de trece o catorce años en jovencitas que puedan atraer a muchachos mayores que ellas. Entran, pues, en la pubertad mucho antes que lo hicieron las chicas de una o dos generaciones anteriores (y los chicos se fijan en cómo se les va desarrollando el pecho a niñas que no tienen más de nueve años). Antes de los diez, esas niñas ya han visto en las revistas o en programas de televisión escenas insinuantes o de abierta sexualidad, aunque tal cosa pueda disgustarle a usted. Se enterarán de lo que es el sida en primaria; y, muy probablemente, sabrán cómo y por qué se transmite la enfermedad. Cuando mi hijo estaba en cuarto de primaria, la profesora decidió dar a su clase un cierto aire científico. Los escolares tenían que hacer un trabajo sobre alguna de las enfermedades infecciosas que figuraban en una lista que ella les había proporcionado. Mi hijo eligió escribir sobre el sida (se trataba de una elección muy popular por lo mucho que se hablaba del tema). Se puso a estudiar las características del virus y de los medicamentos que se utilizaban para combatir la enfermedad. Un día, después de recogerle en la escuela, nos paramos en el supermercado para hacer unas compras. Mientras estaba aparcando, él empezó a hablarme de los descubrimientos que había hecho sobre el tema. Y entonces me dijo: —Mamá, no acabo de entenderlo. Sé que el sida es muy grave y que las personas que lo tienen se mueren. Y ya entiendo que los hombres se lo pueden transmitir a las mujeres, ¿pero cómo es posible que unos hombres se lo transmitan a otros hombres? No entiendo cómo puede suceder eso. Tuve que respirar profundamente. Ahora bien, yo no soy una persona aprensiva. Soy médico. Estoy acostumbrada a hablar con pacientes sobre los riesgos que entrañan las relaciones sexuales. Y creo firmemente que se debe tratar a todos los pacientes por igual, ya sean heterosexuales u homosexuales. Pero en este caso yo sabía que mi hijo era demasiado pequeño, era muy pronto para explicarle detalles específicos sobre determinados actos sexuales que van más allá de lo que es un coito normal. Una cosa es explicarle cómo se concibe un hijo y otra muy distinta es hablarle de actos sexuales que no puede entender y que no deberían formar parte de los conocimientos propios de su edad. Me sentí como si se estuviera violando su derecho a la intimidad. Nunca me he reservado ningún tipo de información ante mis pacientes, porque creo que saber cómo funcionan las cosas es importante, pero también estoy convencida de que hay que respetar las distintas edades. Asombrar a los niños rompe su saludable sentido de la modestia. Una modestia que desempeña una función protectora. Así pues, allí, en el parking del supermercado, le expliqué a mi hijo, lo más delicadamente que pude, la esencia de los hechos; pero él no salía de su asombro. Ese conocimiento y las imágenes mentales que pudo crear le mostraron algo que no necesitaba saber y para lo que no estaba preparado a su edad. En el mundo de hoy, los adultos tenemos un ímprobo trabajo si queremos que nuestros niños sigan siendo niños. Porque nuestros hijos se ven forzados a entrar en un mundo de adultos de manera prematura; un mundo que nuestros padres, por no mencionar a nuestros abuelos, hubieran considerado pornográfico. Cuando su hija tenga doce o trece años se enterará de lo que es el sexo oral y no le faltarán oportunidades de ver en alguna película a alguien que lo practica. Se sentirá cómoda empleando la palabra «preservativo» y sabrá cómo es ese artilugio porque lo habrá visto en la televisión o en la escuela. Muchos profesores bienintencionados, y convencidos de que hay que romper los tabúes que disponen que los adultos no deben hablar a los niños sobre el sexo, se enorgullecerán de hablar con ella sobre ese tema de forma abierta y sincera. El problema radica en que, lamentablemente, muchos educadores sexuales se han quedado notablemente anticuados, en que la información que poseen está obsoleta. Y además, algunos de los personajes llamados «famosos» tampoco ayudan demasiado. Sharon Stone, por ejemplo, indicaba recientemente a los adolescentes que deberían practicar más el sexo oral que el coito, porque, me imagino yo, creía que esas prácticas sexuales eran más seguras. Pero ¿es que acaso no sabe que cualquier enfermedad de transmisión sexual1 que un chico pueda contraer en el coito, también puede contraerla en el sexo oral? Lo dudo. Seguramente cree que sus recomendaciones son el no va más de la nueva era de la educación sexual; pero el problema estriba en que sus especulaciones están trasnochadas y no ha tenido tiempo de leer los nuevos descubrimientos científicos. Ella no ve lo que vemos los médicos. No obstante, sus palabras, y las de otras figuras como ella, llegan a millones de adolescentes, enviándoles un mensaje sobre el «sexo seguro» que, desgraciadamente, no es seguro. Imagínese estas dos escenas: En la primera, usted regresa al final de su jornada de trabajo, entra en casa y allí está ella. Tiene doce años y está chillando y corriendo detrás de su hermano de nueve, porque éste le ha quitado alguna cosa. Cuando le ve a usted, deja de llorar y de correr, porque no quiere que la vea comportándose de ese modo. En la segunda, llega a casa y la ve mirando la tele. En el momento en que usted entra en la sala, ella coge inmediatamente el mando a distancia y empieza a hacer zapping. ¿Por qué? Porque no quiere que usted se entere de lo que estaba viendo y teme que se disguste con ella. ¿Por qué? Pues porque lo que veía no era precisamente un programa inocente. Los programas que hoy se ven en la tele no son los que usted veía cuando era un muchacho. Han cambiado drásticamente sin que nos diéramos cuenta. Los estudios muestran que el contenido sexual de los programas ha pasado del 67 por ciento en 1998 al 77 por ciento en 20052. Si usted creció en la década de los sesenta o de los setenta, la cantidad de componentes sexuales que había en los programas de entonces era prácticamente inexistente. Nos ocuparemos de este punto más adelante, pero consideremos ahora un detalle: tres cuartas partes de los programas que ve su hija tienen un componente sexual (a menos que siga viendo programas juveniles inocentes, cosa que dudo). Por si esto fuera poco, la intensidad de esos elementos sexuales se ha vuelto más fuerte3. En la década de los sesenta, los componentes sexuales en televisión eran prácticamente inexistentes. En los años ochenta, los programas de máxima audiencia ya incluían besos y alusiones a caricias sexuales. Pero eso debió resultar demasiado aburrido. Ahora, en esos mismos programas se pueden ver alusiones al coito y al sexo oral. Para sus hijos —especialmente para los que se hallan en la pre-adolescencia— semejantes imágenes y conversaciones cargadas de un componente sexual pueden resultar traumáticas. Recuerde que su hija llegará a la pubertad muy probablemente antes que sus amigos varones. Esto quiere decir que a partir de los nueve o diez años tiene que vigilar con sumo cuidado los estímulos a los que se encuentra expuesta. Mientras usted y yo ni siquiera prestamos atención a una escena en la que una pareja se mete bajo las sábanas, puede estar seguro de que esa misma escena fomenta toda clase de preguntas en la mente de su hija. Ella está formando sus propias impresiones sobre el sexo y pensando en cómo se comportan los jóvenes y los adultos en ese campo. Si se la obliga a formar semejantes impresiones cuando todavía es demasiado joven, lo que ahora resulta muy frecuente, tales impresiones la abrumarán de forma negativa. *** Cuando Anna tenía diez años, su madre la trajo a mi consulta para su reconocimiento anual. Era una magnífica estudiante, buena deportista y una niña muy centrada. No obstante, su madre me dijo que últimamente había mostrado un notable afán de enfrentamiento con su padre. Ella no tenía la menor idea de los motivos de tal comportamiento. El padre de Anna había hablado mucho con su hija, buscando tiempo para dedicárselo y poder mostrarse amable y atento. Pero esto no había servido de nada. Ni su madre ni yo podíamos imaginarnos qué estaba pasando. Anna se limitaba a encogerse de hombros cuando se le preguntaba por qué se mostraba tan enfadada con su papá. Su madre y yo pensamos que quizás estaba viviendo una temprana «rebelión» de la pubertad. (Tenga mucho cuidado cuando escuche este término, porque nueve de cada diez veces no se trata de algo normal. Hay muchas cosas que se pueden estar fraguando bajo ese comportamiento). Al cabo de dos meses, Anna y su madre volvieron a presentarse en mi consulta. Las cosas habían empeorado en casa. Anna no quería saber nada de su padre, y la madre estaba a punto de volverse loca. ¿Es que la chica echaba algo en falta? ¿Habría abusado su padre de ella? El simple hecho de pensar en esto la hacía sentirse culpable, pero estaba tan preocupada por el comportamiento de su hija que incluso esas terribles posibilidades habían pasado por su cabeza. Después de conversar las tres, yo hablé con Anna a solas. Intentamos repasar los hechos más recientes de su vida, para tratar de descubrir dónde había podido empezar su enfado. En el colegio no había el menor problema. Siempre se había entendido muy bien con su padre y con su hermano. No había tenido ninguna gresca con los compañeros de clase. Con mucho cuidado tanteé la posibilidad de que hubiera sufrido algún abuso físico o sexual por parte de alguien. Ella dijo que no. La creí. Finalmente se echó hacia delante y hundió la cabeza entre los hombros. —Vi ese programa de la tele —empezó a decir. Agucé el oído. —No quería que mis padres lo supieran, porque se habrían enfadado mucho conmigo. —Anna, ¿qué tipo de programa era? —le pregunté. —No sé su nombre ni nada. Yo sólo estaba haciendo tiempo antes de cenar. Ya había terminado mis deberes y mamá dijo que podía ver la tele, así que me puse a verla. Al hacer zapping en los canales, vi que estaba pasando esa cosa. Sabía que no debía verlo, pero no pude evitarlo. Se detuvo, esperando sin duda que yo permitiese que las cosas se quedaran en ese punto. Estaba claramente trastornada. Se sentía culpable, furiosa y enferma. Esperé un rato. Como supuse que ella no iba a seguir hablando, lo hice yo. —Anna, ¿quiénes eran los que estaban en ese programa? —No lo sé; sólo ese chico y esa señora. ¡Qué asco! Ella estaba, bueno ya sabe, medio desnuda. —Ya veo. ¿Qué estaban haciendo? —Humm. No estoy muy segura, pero era algo que no me gustó nada. La mujer tenía unas tetas muy grandes y ese tipo estaba encima de ella. Pero, mire, yo ya lo sé todo sobre eso, porque mi mamá me lo dijo. Pero era muy feo. Quiero decir que ese tipo le había roto la blusa y se había puesto encima de ella. La pobre quería levantarse, pero él no la dejaba. Él era muy fuerte y la sujetaba con fuerza para que no pudiera moverse. —Anna, siento que hayas visto una cosa así. Debiste sentirte muy mal. —No lo sé. Supongo. Quiero decir que ya sé que sólo era una película y todo eso. No se lo dirá a mis padres, ¿verdad? No me volverían a dejar ver la tele en mucho tiempo si se lo cuenta. Preferí cambiar de tema, porque estaba claro que sus padres tendrían que enterarse de aquello si querían ayudarla. —Anna, ¿por qué estás tan furiosa con tu padre? ¿Tiene eso algo que ver con lo que viste en la tele? Yo sabía muy bien que era así, pero quería que ella encontrase la relación entre una cosa y otra. —Bueno, creo que nunca pensé que eso fuera así. Quiero decir que ya sé que papá y mamá tuvieron que hacer el sexo una vez, ya sabe, para que yo naciera. ¿Cree que papá se portó así con mamá? He estado pensando que si ella tuvo que aguantar todo eso fue por mi culpa. Porque si no me hubieran tenido, entonces mi padre no hubiera sido tan malo con mi madre. ¿Cree que le habrá hecho tanto daño? Se mostraba sumamente preocupada. —No, en absoluto. Tu papá jamás haría una cosa así a tu mamá. Cariño, lo que has visto no es normal. Son cosas de la televisión. El sexo es algo verdaderamente maravilloso y no tiene nada que ver con eso. Estoy totalmente convencida de que tu padre jamás haría una cosa así a nadie. Tuve que repetírselo muchas veces para que me creyera. Anna había estado pasando por unos días amargos, pensando en su pobre padre. A lo largo delos dos meses últimos, él había sido para ella un violador y un agresor de mujeres. Y el pobre hombre no había tenido el más leve indicio de lo que estaba pasando. ¿Ejerce la televisión un papel importante sobre la mentalidad de su hijita? Esté seguro de que sí. Pero usted puede controlarlo. *** Tal vez llegue a casa y advierta que ella no está en su cuarto. Está agotado y, aunque se imagine que su hija está viendo programas de televisión que usted no aprueba, se siente tranquilo porque, al fin y al cabo, ella está en casa y bien segura, y usted se encuentra demasiado cansado para intervenir. (Una advertencia para que su vida no se complique: no permita que su hija vea la tele o utilice el ordenador en su habitación. Trate de que la televisión se vea en plan familiar, cuando usted o su esposa están presentes y puedan decidir qué programas ver). Se siente muy cansado. Pero si está leyendo estas páginas será una prueba de que es un padre motivado, sensible y cariñoso. Es usted una buena persona, pero, posiblemente, se siente agotado. Bien, tengo que darle buenas y malas noticias. La buena noticia es que para vivir una vida más rica y hacer que su hija tenga una magnífica educación no es necesario que usted modifique su carácter. Solamente ha de permitir que salga a flote lo mejor que tiene dentro. Ya posee todo lo que necesita para mantener una mejor relación con su hija. No es necesario que «encuentre su lado femenino», o deje de ver los partidos de fútbol, de beber cerveza o de hablar con su hija sobre el sexo, el control de natalidad y los preservativos. Naturalmente, ella necesita que usted la guíe, le preste atención y la instruya; y hablar con ella sobre estos temas tan serios es más fácil de lo que usted piensa. Y ahora viene la mala noticia. Es imprescindible que haga un alto, abra más los ojos y vea a qué se enfrenta su hija hoy, mañana y al cabo de diez años. Esto es duro y asusta, pero así están las cosas. Aunque usted desee que el mundo sea prudente y amable con ella, el hecho cierto es que es más cruel de lo que uno pueda imaginarse. Y aunque sólo sea una adolescente y lleve la vida inocente y sana propia de su edad, la agresividad del mundo la rodea: la promiscuidad sexual, el abuso de alcohol, las palabras groseras, las drogas ilegales y los muchachos y hombres que son auténticos depredadores y que solamente desean aprovecharse de ella. Para mí es lo mismo que sea usted dentista, camionero, policía o maestro; que viva en una casa con un gran jardín o en un apartamento; la suciedad está en todas partes. Hubo un tiempo en que esa agresividad y esa promiscuidad se hallaban «contenidas», en cierto sentido; en las bandas de delincuentes, en los traficantes de drogas, y en «las malas gentes» que se encontraban bien delimitadas en barrios o centros que todo el mundo conocía. Eso se acabó. Hoy está en todas partes. Lo crea o no, yo no soy uno de esos médicos especializados en presagiar desastres. Siempre quiero pensar que los chicos sabrán apartarse de esa suciedad, o que serán lo suficientemente espabilados para olfatear el peligro. Muchas veces —especialmente durante los últimos diez años—, he tenido en mi consulta a una encantadora chiquilla de trece o catorce años y me he dicho si debería preguntarle por su actividad sexual. No he querido hacerlo. Sé que si descubro que mantiene relaciones sexuales me llevaré un gran disgusto. Es demasiado joven. Los riesgos que está corriendo son demasiado grandes. Finalmente vence la parte más sabia y más clínica de mi cerebro. Y le pregunto: —¿Tienen tus amigas relaciones sexuales? (Ésta es la manera más fácil de descubrir si ella también las tiene). —¿Tienes novio? —¿Has pensado alguna vez en el tema del sexo? ¿Lo has hecho? Y aquí es donde entramos en la zona más complicada. Porque para los adolescentes la palabra «sexo» quiere decir coito. Por tanto, no puedo dejar las cosas así. Desgraciadamente, he de hacer preguntas más específicas sobre su conducta sexual. Mi experiencia es ésta: durante los últimos diez años he sostenido cientos de conversaciones de esa índole, y puedo decirle que en muchas ocasiones una «buena chica» bajó la cabeza y afirmó que tenía relaciones. Por triste que esto sea, es necesario estudiar el tema; por ello entraremos en detalles, en un capítulo posterior, sobre las causas que motivan estas conductas. Pero, padres: es necesario que sepan que sus hijas están creciendo en una cultura que está robándoles sus derechos más preciados. ¿Creen que exagero al hablar así del mundo al que se enfrentan? Ustedes deciden. Echemos un vistazo a los datos que se han publicado en Estados Unidos sobre estos temas. Actividad sexual. •Uno de cada diez chicos americanos de doce años de edad da positivo en la prueba de herpes genital.4 •Las infecciones por herpes tipo 2 aumentaron en un 500 por ciento durante la década de 1980.5 •El 11,9 por ciento de las mujeres sufrió una violación.6 •El 40,9 por ciento de las chicas de catorce a diecisiete años experimentó sexo no deseado, accediendo a él por temor a que sus novios se enojasen.7 •Si una adolescente ha tenido cuatro compañeros sexuales, y su novio ha tenido cuatro compañeras, y los dos mantienen relaciones sexuales, es como si la joven hubiera tenido quince parejas.8 •Si el número arriba mencionado aumenta a ocho parejas por parte de cada uno (cosa que nada tiene de inusual, sobre todo en el bachillerato superior), su hija estará expuesta a 255 parejas.9 •El 46,7 por ciento de los estudiantes (chicas y chicos) habrá tenido relaciones sexuales antes de que terminen el bachillerato.10 •Se producen de cinco a seis millones de nuevos casos de infecciones por papilomavirus (HPV) anualmente.11 •El HPV se produce por contacto sexual. Algunos de estos HPV pueden producir cáncer, y otros no. El HPV es el causante de aproximadamente el 99 por ciento de todos los casos de cáncer de útero en la mujer.12 •Las chicas adolescentes corren mayor peligro de contraer enfermedades de transmisión sexual, porque la membrana que recubre el cuello del útero es todavía inmadura. Durante la adolescencia, su útero está recubierto con una capa llamada «epitelio columnar». A medida que la joven crece y llega a la veintena, esta capa es reemplazada por el «epitelio escamoso», que es más resistente a los virus y a las bacterias. •Si una joven toma contraceptivos orales durante más de cinco años, es cuatro veces más propensa a desarrollar cáncer de cuello uterino (cáncer cervical).13 Esto se debe probablemente a que aumenta el número de parejas y a una utilización deficiente del preservativo. •El 90 por ciento de las personas infectadas con herpes tipo 2 no saben que lo están.14 •En Estados Unidos hay 42 millones de personas infectadas con herpes tipo 2, y cada año se infecta un millón más.15 Depresión. •El 35,5 por ciento de las jóvenes que cursan bachillerato han tenido pensamientos de tristeza y desesperación durante periodos superiores a dos semanas. Muchos médicos denominan a estos síntomas «depresión clínica». El 12,4 por ciento de las mujeres afroamericanas, el 18,6 de las caucásicas y el 20,7 de las hispanas han pensado en el suicidio durante el año pasado.16 •Las relaciones sexuales favorecen notablemente la depresión en las jóvenes.17 •El 11,5 por ciento de las mujeres intentó suicidarse el año pasado.18 Alcohol. •El 27,8 por ciento de los estudiantes de bachillerato (chicos y chicas) bebe alcohol antes de los trece años.19 •El 74,9 por ciento de los estudiantes de bachillerato (chicas y chicos) ha bebido una o más veces diarias durante varios días.20 •El 44,6 por ciento de las chicas de bachillerato ha bebido diariamente una o más 21 veces. •Durante el mes pasado el 28,3 por ciento de los estudiantes de bachillerato (chicos y chicas) ha bebido más de cinco veces seguidas más de un día.22 Drogas. •El 8,7 por ciento de los estudiantes de bachillerato ha consumido cocaína en distintas formas.23 •El 12,1 por ciento de los estudiantes de bachillerato ha utilizado inhaladores, una o más veces.24 Utilización de elementos electrónicos (televisión, ordenadores, DVD, juegos de vídeo y música). •Los niños se pasan seis horas y media al día, como promedio, usando elementos electrónicos.25 •Durante el 26 por ciento del tiempo utilizan más de un aparato.26 Esto significa que seis horas y media diarias de permanencia ante pantallas electrónicas equivale a ocho horas y media (lo que viene a ser la duración de un día de trabajo a jornada completa). •Los niños pasan más de tres horas diarias viendo la televisión.27 •Leen un promedio de cuarenta y cinco minutos diarios.28 •Los niños que tienen un televisor en su dormitorio ven diariamente una hora y media más la televisión que los que no lo tienen.29 •El 55 por ciento de los hogares tiene canales por cable.30 •Las cadenas HBO y Showtime ofrecen un 85 por ciento (la cantidad más elevada de todos los canales) de programación violenta.31 Aunque podríamos seguir con estos datos abrumadores, parece que ciertas tendencias están cambiando. Muchos colegios tienen programas «anti-gang» (antiviolencia), y para apartar a los chicos del consumo del alcohol, el tabaco o las drogas ilegales. El número de embarazos en las adolescentes y el promedio de actividad sexual en esas mismas edades parecen estar reduciéndose. Pero, sean cuales fueren los indicios de progresos en este campo, todavía no es suficiente. Las hijas se encuentran expuestas a un riesgo terrible y son los padres los únicos que pueden interponerse entre ellas y ese mundo tóxico que las rodea. No crea que usted no puede luchar contra los elementos que rodean a su hija, porque, en realidad, sucede todo lo contrario. Sí, es cierto que tanto la televisión como la música, las películas y las revistas ejercen una enorme influencia sobre las chicas, marcando las pautas de lo que deben pensar y vestir, e incluso influyendo en su nivel escolar; pero su influencia no llega ni con mucho a la que puede ejercer un padre. Se han realizado muchos estudios sobre el tema, y los padres siempre ocupan el primer puesto en el escalafón. El efecto que producen los padres cariñosos y atentos en la vida de sus hijas se puede apreciar en las chicas de todas las edades. Chicas jóvenes. •Las chicas que se sienten unidas a sus padres resuelven mejor sus problemas.32 •Los bebés de seis meses muestran en las pruebas realizadas un mayor nivel de desarrollo mental si los papás se ocupan de ello.33 •Los niños tienen menor estrés escolar si los padres están presentes en el hogar.34 •Las chicas cuyos padres les proporcionan cariño y control consiguen mayores éxitos académicos.35 •Las chicas que se sienten más cerca de su padre muestran menos ansiedad y comportamientos más controlados.36 Chicas mayores. •La vinculación con los padres constituye el factor más importante a la hora de impedir que las chicas se entreguen al sexo prematrimonial y caigan en las drogas y el alcohol.37 •Las chicas que tienen padres cariñosos muestran un carácter más enérgico.38 •Las hijas que perciben que sus padres se preocupan por ellas y que se sienten unidas a ellos muestran un menor índice de intentos de suicidio y menos problemas psicológicos del tipo de la depresión, la baja autoestima, el uso de sustancias nocivas y problemas de peso.39 •Las chicas que tienen padres protectores son el doble de constantes en sus estudios.40 •El sentimiento de autoestima mostrado por una hija es la mejor prueba del afecto que siente por ella su padre.41 •Las chicas que tienen cerca la figura paterna se sienten más protegidas, poseen una mayor autoestima, son más constantes en sus estudios y es menos probable que abandonen el colegio.42 •Las chicas que tienen padres que se preocupan por ellas poseen una mayor habilidad oral y un funcionamiento intelectual superior.43 •El 21 por ciento de los chicos de doce a quince años dijo que su mayor disgusto lo constituyó el hecho no haber disfrutado de tiempo suficiente con sus padres. El 8 por ciento de los padres dijo que su mayor disgusto fue no haber tenido tiempo suficiente para dedicárselo a sus hijos.44 •Las chicas cuyos padres se divorciaron o separaron antes de que ellas cumplieran los veintiún años tienden a ver reducida la duración de sus vidas en unos cuatro años.45 •Las chicas que disfrutan de buenos padres tienden menos a coquetear para conseguir la atención masculina.46 •Los padres que ayudan a sus hijas se hacen más competentes, más capacitados para lograr los objetivos propuestos, y más exitosos.47 •Las chicas postergan el inicio de su actividad sexual si sus padres lo desaprueban; y son menos proclives a ser sexualmente activas si sus padres rechazan el control de natalidad.48 •Las chicas que tienen la protección de sus padres esperan más tiempo a iniciarse en el sexo, y muestran promedios más bajos de embarazos durante la adolescencia. Las adolescentes que viven con ambos progenitores son tres veces menos propensas a perder su virginidad antes de cumplir los dieciséis años.49 •El 76 por ciento de las jóvenes dice que los padres influyeron en su decisión de iniciar su actividad sexual.50 •El 97 por ciento de las chicas que dijeron poder hablar con sus padres sobre temas sexuales mostró unos promedios más bajos de embarazos adolescentes.51 •El 93 por ciento de las adolescentes que poseen un padre cariñoso mostró menor riesgo de embarazo no deseado.52 •Una hija de familia de clase media tiene un riesgo cinco veces menor de quedarse embarazada si su padre vive en casa.53 •Las chicas que viven con su padre y su madre (en contraposición a las que solamente viven con su madre) tienen un porcentaje significativamente menor en los retrasos del crecimiento y el desarrollo, y menos alteraciones del aprendizaje, incapacidades emocionales o alteraciones de la conducta.54 •Las chicas que viven solamente con sus madres tienen una menor capacidad para controlar sus impulsos y un sentimiento moral más débil.55 •Los niños son más propensos a confiar en su padre y buscar en él apoyo emocional cuando su progenitor se involucra en sus actividades diarias.56 •El control y el consejo paternales constituyen elementos determinantes contra el mal comportamiento de los •Los niños muestran un mejor aprovechamiento escolar sí sus padres les imponen normas y les muestran afecto.58 Su hija sigue el ejemplo de usted, que es su padre, tanto en lo que se refiere al uso de drogas, tabaco y alcohol, como a la tentación de la delincuencia, las relaciones sexuales, el concepto de autoestima, los cambios de humor y las relaciones con los chicos. Cuando usted está a su lado, ya sea comiendo juntos, haciendo las tareas domésticas, o incluso cuando está presente pero no habla mucho, la calidad y la estabilidad de la vida de su hija —y podrá apreciarlo fácilmente— mejora en gran medida. Incluso si piensa que tanto usted como ella se mueven en planos diferentes, incluso si cree que dedicarle tanto tiempo no va a servir para nada, o duda de que su actuación pueda ejercer algún impacto sobre ella, el hecho comprobado clínicamente es que está haciéndole a su hija el mayor de los regalos. Y, al mismo tiempo, también se está usted beneficiando. Porque las investigaciones demuestran que el cuidado prestado por los padres a los hijos puede aumentar el crecimiento emocional y los valores morales y psicológicos del hombre.59 Su hija verá este tiempo que usted le dedica de una manera muy diferente a como lo ve usted. A lo largo de los años, ya sea en momentos puntuales o en la vida cotidiana, ella irá absorbiendo su influencia y observará cada uno de sus movimientos. Quizás no entienda por qué está usted alegre o disgustado, molesto o afectado de alguna manera, pero seguirá siendo para siempre el hombre más importante de su vida. Cuando ella tenga veinticinco años, comparará a su novio o a su marido con usted. Cuando tenga treinta y cinco, el número de hijos que tenga se verá influido por la vida que tuvo a su lado. La ropa que lleva reflejará algo de usted. Incluso cuando tenga setenta y cinco años, la manera en que se enfrente al futuro dependerá de algún lejano recuerdo del tiempo que pasaron juntos. Tanto si fueron felices como dolorosas, las horas que usted pasó a su lado, o que no pasó, habrán resultado muy significativas para ella. *** A los dieciocho años, Ainsley dejó su hogar en una pequeña población del Medio Oeste y empezó su vida en un colegio de Ivy League.60 Durante el primer curso todo marchó bien, pero en el segundo algo cambió en su interior. Ahora, a sus cincuenta y un años, todavía no sabe explicar qué fue lo que cambió. Durante ese segundo año de estudios, Ainsley empezó a rebelarse. Bebía demasiado y faltaba con frecuencia a clase. Finalmente tuvo que llamar a sus padres para decirles que regresaba a casa. Empaquetó sus posters, sus libros y su desencanto, y se puso al volante de su coche. Ainsley se pasó las siguientes veinticuatro horas montada en su Jeep, asustada, liberada y ansiosa. ¿Qué dirían sus padres? ¿Se pondrían a gritar, a llorar, o harían ambas cosas? En medio de su incertidumbre, le pareció sentir algo bueno. Sin saber todavía cómo o por qué, creía necesitar la ayuda de sus padres, al menos durante el medio año siguiente. Cuando finalmente aparcó su vehículo en la acera de la casa paterna, vio el Chevrolet de su padre en el garaje. Nadie había salido a recibirla. Subió los escalones y, como si fuera una extraña, atisbó por los cristales de la ventana para tratar de verlos antes de que ellos la vieran a ella. Estaban bebiendo café en la cocina. Por alguna razón se sintió más culpable en ese preciso momento. La puerta no estaba cerrada. Ainsley sabía que los cinco minutos siguientes iban a cambiar su vida para siempre. En cuanto empujó la puerta abierta vio, en primer lugar, el rostro enrojecido e hinchado por el llanto de su madre. Parecía cansada, malhumorada y triste. Ainsley se dirigió hacia ella y la abrazó. Entonces observó la mirada de su padre. Y se sintió confundida por la expresión que él mostraba. Parecía extrañamente tranquilo y amable. Le abrazó y quiso llorar, pero le resultó imposible. Su madre le dijo que se había comportado estúpidamente. Había arrojado por la ventana su futuro. Había avergonzado a su familia. Ainsley permaneció callada escuchando lo que le decía. Pero entonces, en mitad de la larga perorata materna, su padre se acercó a ella y le susurró: —¿Te encuentras bien? Ella estalló en sollozos. En ese momento Ainsley se dio cuenta de que su padre la conocía mejor que ella misma. Aunque se sentía confusa, comprendió que él veía en su interior. Él se había dado cuenta, mejor que nadie, de que algo se había roto dentro de la hija que tanto quería. El padre de Ainsley no fue a cumplir sus turnos de trabajo en el McDonald's ni en la gasolinera. Aguardó, escuchó y se guardó el sufrimiento para sí mismo. No le preocupaba lo que pudieran pensar amigos y familiares. Tampoco se preocupaba por las consecuencias que aquella expulsión tendría en la vida de su hija. A él solamente le preocupaba ella en ese momento. —No se puede imaginar cómo me afectó aquello —me dijo Ainsley—. Eso pasó hace treinta años. El amor que siento por él en este momento es algo tan fresco y tan reciente como lo fue entonces. Supe que me quería. Seguramente se sentía orgulloso de mí, pero eso siempre estaba en la periferia de nuestra relación. Él no quería permitirse que la ira o el disgusto superaran su amor. En esos momentos, una vez que hube traspasado la puerta del cuarto, tuve la impresión clara de lo que yo significaba para él. Supe entonces que era a mí, y no a los logros que pudiese alcanzar, a quien realmente amaba. Ainsley se calló bruscamente mientras enrojecían sus mejillas y su nariz. Sonrió a través de las lágrimas y sacudió la cabeza, maravillándose todavía ante la calidad humana de aquel hombre al que ella tanto quería y echaba de menos. Su padre había marcado la diferencia en su vida. Usted también marcará la diferencia en la vida de su hija. Tendrá que hacerlo así porque, desgraciadamente, vivimos en una sociedad que no es saludable para las chicas; y solamente hay una cosa que se interpone entre esa lamentable sociedad y su hija: usted. Los padres cambian de forma inevitable el curso de la vida de sus hijas, y de este modo incluso pueden salvarlas. El reloj empieza su tictac en el momento en que usted pone los ojos en sus primeros instantes de existencia, y no deja de funcionar hasta que ella abandona el hogar. Es el reloj que marca las horas que pasó a su lado, las oportunidades que se le presentaron para influir en ella, para forjar su carácter, y para ayudarla a encontrarse a sí misma y a disfrutar de la vida. En los próximos capítulos veremos de qué modo pueden ayudar los padres a sus hijas: física, emocional, intelectual y espiritualmente. Capítulo 2. Ella necesita un héroe. «¿Qué vas a ser de mayor?». Es posible que usted empezara a oír esa pregunta cuando tenía ocho años. Lo más probable es que sus primeras ideas se centraran en el sueño de ser Superman, o en querer ser un vaquero, un bombero, un caballero medieval o una estrella del fútbol. En cualquier caso, en realidad lo que usted quería era ser un héroe. Bueno, pues tengo noticias: su hija necesita un héroe, y le ha escogido a usted. Pensemos por un momento en los héroes: son personajes que protegen a la gente, son perseverantes, muestran un tipo de amor altruista, son leales a sus convicciones íntimas, saben distinguir lo que está bien de lo que está mal y actúan de acuerdo con ello. Ningún bombero piensa en las posibilidades que tiene de salir con vida cuando se mete entre las llamas y las ruinas ardientes para salvar a una persona que se encuentra aislada y aterrorizada. Los héroes son humildes; pero para aquellos a los que salvan son los personajes más grandes del mundo. Así pues, ¿cómo se puede convertir usted en un héroe para su hija? Para empezar, digamos que usted debiera saber que ella no puede sobrevivir sin tener uno. Necesita un héroe para poder abrirse paso por esta traicionera sociedad. Y también debiera saber que convertirse en héroe en este siglo xxi no es nada fácil. Se requiere fortaleza emocional, autocontrol y aguante físico. Es necesario saber manejarse en situaciones embarazosas, incómodas o incluso amenazadoras para la propia vida, a fin de poder rescatar a su hija. Quizás necesite aparecer en una de esas fiestas en las que los amigos de su hija —y tal vez ella misma— han estado bebiendo demasiado, para llevársela a casa. Tal vez necesite hablar con ella sobre la ropa que viste y la música que oye. Y, sí, también es posible que tenga que coger el coche a altas horas de la madrugada para ir a casa de su novio e insistir en que ella debe regresar a casa. He aquí lo que su hija necesita. Liderazgo. Cuando su hija nació reconoció su voz porque usted tenía el tono más grave que el de su madre. De pequeña miraba su figura, que le parecía enorme, y se daba cuenta de que usted no era sólo grande, sino también listo y fuerte. Durante sus años escolares, acudía a usted en busca de orientación y dirección. Al margen de cualquier impresión que pueda ofrecer, la vida de su hija se centra en descubrir lo que a usted le gusta de ella y lo que desea de ella. Sabe que es más listo. Le concede autoridad porque necesita que usted la quiera. No puede sentirse bien consigo misma hasta que sepa que su padre está satisfecho de ella. Por consiguiente, es necesario que usted sea prudente y sepa utilizar su autoridad de forma cuidadosa y sabia. Su hija no quiere verle como un igual. Quiere que sea su héroe, alguien más sabio, más fuerte y más firme que ella. La única forma en que, a la larga, llegará a distanciarse de su hija es perdiendo su respeto, fallando en la dirección o en la protección que le debe. Si usted no sabe cubrir sus necesidades, ella buscará a otro que lo haga; y ahí es donde comienzan los problemas. No deje que eso suceda. Hoy en día la idea de tener que asumir la autoridad paterna resulta incómoda para muchos hombres. La cosa suena políticamente incorrecta. Algunos psicólogos y educadores demasiado modernos nos han dicho que la autoridad resulta sofocante, obstructiva y que dañará el espíritu infantil. Los padres se quejan de que si obligan a sus hijos a seguir demasiadas normas, los chicos se rebelarán. Pero el mayor peligro procede de los mismos padres que deponen su autoridad, particularmente durante los años de adolescencia de sus hijos. La autoridad no constituye una amenaza para la relación que mantenga con su hija; por el contrario, es lo que más le acercará a ella y lo que hará que le respete más. De hecho, las chicas que terminan yendo a las consultas de los psicólogos, o incluso a los centros de detención o de internamiento, no son precisamente aquellas que han tenido unos padres con autoridad. Todo lo contrario. Son muchas las jóvenes que pasan mucho tiempo en las consultas, contando el daño que ha representado para ellas el abandono de sus padres, el hecho de que no se hayan preocupado por ellas o, simplemente, que las hayan ignorado. Hablan de padres que han fracasado —o no se han atrevido—a establecer sus reglas. Mencionan a padres que se han centrado más en sus propios conflictos personales que en los de sus hijas. Hablan de padres que quisieron evitar a toda costa cualquier tipo de conflicto, y que, por consiguiente, no han querido comprometerse hablando con sus hijas, o enfrentándose a ellas cuando se equivocaban en sus decisiones. Su instinto natural es el de proteger a su hija. Olvídese de lo que la sociedad del momento o los psicólogos más vanguardistas le puedan aconsejar. Hágalo. Y hágalo pronto. Ella quiere que usted sea una figura con autoridad; y, a medida que vaya madurando, es probable que le ponga a prueba para comprobar si es usted una persona seria. Como norma, los padres saben que los adolescentes empezarán a retarles. El baloncesto a dos se volverá más competitivo, y el hijo pronto empezará a rebelarse contra la autoridad del padre. Deje que le diga un secreto: muchas hijas también desafían a sus padres. Se lanzarán a una confrontación de poder con usted, no para ver lo fuerte que es, sino para comprobar hasta qué punto se preocupa por ella. Por tanto, recuerde que cuando su hija se enfrenta directamente a las reglas que usted ha fijado, alegando y gritando que no es justo, en realidad lo que está haciendo es formularle una pregunta: ¿Sirvo para enfrentarme a ti, papá? ¿Eres lo suficientemente fuerte como para poder controlarme? Tenga por seguro que ella sabe que la respuesta es un sí. Cuando yo estaba en el colegio, mi padre era tan protector que llegué a pensar si no estaría rozando un estado psicótico. Yo asistía a un colegio sólo para chicas (eso había sido una decisión mía) y, en realidad, no causé a mis padres muchos problemas. Era la hija mayor y tenía un claro sentido de la responsabilidad, como le corresponde al primogénito. Una noche de verano, en el año anterior a mi graduación, me invitó a cenar un chico muy guapo que se había graduado recientemente y que ya tenía un empleo muy respetable. Cuando llegó a casa para recogerme, mi padre se presentó en la sala. Por desgracia, o por suerte para mí, vio algo en aquel muchacho que no acabó de convencerle. Pude apreciarlo fácilmente, porque, en realidad, a mí el chico me parecía encantador. Mi padre me preguntó a qué hora regresaría. Y me recordó que estaba viviendo en su casa durante aquel verano y que eso incluía una especie de toque de queda. Le respondí que estaría de vuelta a medianoche. Fuimos a cenar a un restaurante muy agradable y, después, fuimos a otro para tomar el postre y beber algo (por entonces había que tener dieciocho años para poder tomar una copa en un establecimiento público). No es necesario decir que yo estaba tan encantada con aquel chico que me olvidé de la hora. Eran ya las doce y media. De repente, en la tranquilidad de aquel delicioso restaurante oí que me llamaban por megafonía para avisarme de que tenía una llamada telefónica. Me sentí verdaderamente mortificada. Sabía muy bien quién me llamaba. Estaba tan avergonzada que le pedí a mi acompañante que me llevara a casa. Estaba furiosa con mi padre. Él me estaba esperando en el porche, con las luces de la casa encendidas. Mi chico me acompañó hasta las escaleras. El pobre muchacho necesitaba ir al lavabo, pero antes de que pudiera hacerlo, mi padre le dijo que no le importaban en absoluto los motivos por los que me había retenido hasta tan tarde, sobre todo cuando sabía muy bien que yo tenía que estar en casa una hora antes. Y siguió diciendo al pobre muchacho que no volviera por aquella casa, porque no había sabido respetarme. Mi acompañante se quedó tan impactado con lo que oyó que se fue sin ni siquiera pasar al lavabo. Yo estaba roja de ira y dispuesta a tener una auténtica disputa con mi padre. Le dije que ya tenía veinte años y que sabía muy bien cuándo debía regresar a casa. Me negaba a ser tratada como una adolescente descontrolada. Le grité. Pero él también me gritó, haciéndome saber tajantemente que estaba en su casa y que tenía todo el derecho a decirme cuándo había de estar de regreso en su hogar. No le dirigí la palabra durante dos días. No estaba tan fastidiada por lo de las normas paternas como por haberme llamado al restaurante. Y lo peor, haber echado de casa a mi acompañante con cajas destempladas. Tuve unas cuantas citas más con aquel chico (como no volvió por mi casa, nos encontrábamos fuera), y seguí pensando que era una persona maravillosa. Siempre se mostraba inteligente y amable conmigo, y era muy agradable estar con él. Además, también era muy correcto, y aunque mi padre pensara lo que quisiera, yo pude comprobar que me trataba con mucho respeto, cosa que me agradaba. Un día me pasé por su casa sin avisarle. Me sentía muy cómoda con él y me apetecía darle una sorpresa. Cuando llamé a su puerta me abrió una espléndida rubia veinteañera. Creí que me ponía mala. Y mucho más cuando descubrí que el muy zorro no solamente salía con ésta sino también con otras mujeres. Entonces me di cuenta de que mi padre había visto en aquel hombre algo que yo no había sabido percibir. Aquel padre adusto, que insistía en marcar horarios aunque yo ya no fuera una adolescente y que me había dicho lo que pensaba sobre el hombre con el que yo salía, tenía razón esta vez, como la había tenido en otras muchas ocasiones. Nunca dimitió de la autoridad que él sentía que debía ejercer como padre; y ahora puedo decir que nada le sienta mejor a una adolescente o a una chica joven que verse protegida por los fuertes brazos de su padre. Su autoridad me alejaba de todo problema, hacía que me sintiera amada y, por encima de todo, me hacía sentirme orgullosa de que él fuera mi padre. Su hija necesita la guía que usted pueda fijarle sobre lo que está bien y lo que está mal, lo que es una conducta adecuada y lo que no lo es. Cuando termine primaria, o el bachillerato, o se case —todas ellas experiencias que le son nuevas— necesitará saber lo que usted cree que es mejor para ella. Y ahí tendrá que estar usted presente. Ella confía en su opinión. Por tanto, hágasela saber. No tenga miedo. Y no trate de escurrir el bulto de las grandes cuestiones que presenta la vida. Su hija necesita saber qué piensa usted de sus propósitos: si cree que ella debe permitirse sus propias pasiones o dedicarse a ayudar a otros. *** Cuando Ellie tenía quince años, vino a mi consulta para un reconocimiento. Se sentía excitada, y al cabo de unos pocos minutos de charla me dijo el motivo. —Mi padre y yo acabamos de regresar de Perú —comentó—. Fue un viaje muy guay. No se puede imaginar lo hermosas que son allí las montañas y lo sorprendente que es la gente que conocimos. —Qué bien, Ellie. ¿Y quiénes fuisteis en ese viaje? —Solamente mi padre y yo. —¿Y qué pasó con tu madre y con tus hermanos? ¿No les apetecía ir de vacaciones con vosotros? —¡Oh, no! No fuimos de vacaciones —dijo—. Fuimos a llevarle medicamentos a la gente de los Andes, que carece de todo. Mi padre y yo habíamos proyectado este viaje hacía un año, y supongo que era algo que él quería hacer conmigo. —Tuvo que ser muy divertido. —Bueno, yo no lo llamaría así. Resultó sumamente duro. Todos los días teníamos que subir montañas de tres y cuatro mil metros de altura y montar clínicas en cuartos vacíos y, a veces, al cielo raso. Yo tomaba la tensión y daba tratamientos de flúor a los niños, y mi padre trataba sus enfermedades. Yo dejé de examinarla por un momento, imaginándome a aquella encantadora muchacha escalando montañas para poder poner flúor en la boca de chicos desconocidos, y durmiendo en pleno campo. —¿Me puedes decir qué impulsó a tu padre a llevarte en ese viaje? —Bueno, no lo sé. Él siempre fue de esa clase de personas que se preocupan por los pobres o por los enfermos. Incluso aquí, en casa, siempre me llevó con él desde que yo era muy pequeña, cuando iba al dispensario y al comedor social. Recuerdo que un día mi madre se enfadó mucho con él porque habíamos ido a comprar comida china para la cena. Cuando volvíamos a casa, vio a una persona que estaba revolviendo en un depósito de basura del parque. Paró el coche, cogió el paquete de comida china y le preguntó al hombre qué le gustaba más de lo que allí había. El hombre escogió los rollitos de huevo, que son los favoritos de mi madre. Por eso ella se enfadó tanto. Mi padre nunca le dijo a mi madre que se los había dado al tipo del parque, simplemente que los había olvidado. Así que imagino que llevarme a Perú fue una cosa muy natural para él. Le encanta ocuparse de los demás. —¿Y tú qué piensas? —le pregunté—. ¿Te gustó lo que hiciste en Perú? —Oh, sí, me encantó. Fue increíble. Yo quería ir. Ya sabe. Ver cómo mi padre, que es un médico tan importante, se entrega a ayudar a la gente que no tiene nada y que se muere de enfermedades y de miseria, me animó a hacer lo mismo que él. Pero mi padre es un tío sorprendente. Siempre está pensando en lo que necesitan los demás, sin preocuparse de lo que necesita él. Creo que eso es muy guay, y quiero hacer lo mismo. Por eso fui con él. El hecho de que el padre de Ellie viviera plenamente sus convicciones sirvió para que su hija siguiera su ejemplo. Reconsidere sus propias convicciones y piense en qué tipo de mujer quiere que se convierta su hija. Porque ella aprenderá no solamente de lo que usted diga, sino también de lo que haga. Una de las mejores cosas que pueden hacer los padres es cuidar las expectativas que sus hijas han puesto en la vida. Las grandes y las pequeñas. Su forma de hablar, su forma de vestir, de comportarse en el colegio, e incluso los deportes que practican o los instrumentos musicales que escogen para estudiar. Un padre puede ayudar a su hija a conseguir sus objetivos, a definir las metas más elevadas en su vida; el resultado será que su autoestima se afianzará enormemente. Y eso hará que se acerque más a usted, porque reconocerá en usted a un líder y un aliado que le ayuda a dirigir mejor su vida. Mis pacientes adolescentes saben muy bien que soy una firme defensora de que las chicas retrasen lo más posible su actividad sexual. Saben que hablaré con ellas sobre el sexo; y saben también lo que voy a decirles. Y aunque no quieran hacerme caso, casi siempre responden de manera positiva, porque saben que yo estoy de su parte, que me preocupo por su futuro. Los padres deben ser estrictos, pero también han de ser cariñosos y amables. Es una cuestión de equilibrio. Los errores son muy fáciles de exponer: No deje que su hija lo considere un enemigo. No utilice su autoridad de modo cruel o dañino. No pretenda vivir su propia vida a través de ella. No trate de convertirla en un robot. Pero no deje de dirigirla. Si no consigue que ella acepte la autoridad que le corresponde a usted como padre, si no establece unos criterios elevados, si no actúa para proteger a su hija, si no le proporciona unos principios morales, su hija sufrirá, como sufrió mi paciente Leah. *** Conocí a Leah cuando ella tenía dieciséis años. Cuando abrí la puerta de la sala de espera, la vi sentada al lado de su madre. Las dos tenían un aire muy solemne. Estaban leyendo revistas, hablando o comentando los cuadros de las paredes. —Hola Leah, soy la doctora Meeker. Encantada de conocerte—y le tendí la mano. —Hola. No levantó la vista. Esperé. Siguió sin alzarla. La madre rompió el incómodo silencio. —Soy la madre de Leah, doctora Meeker. En realidad ella no quería venir, pero yo la obligué porque hay algo que no marcha bien. Estoy muy preocupada por su depresión. Mientras me hablaba la madre, no dejé de observar a Leah. Todo cuanto pude ver de ella fue la coronilla de su cabeza. Estaba encogida en su asiento, las manos cruzadas metidas en las mangas de su camisa y las piernas asimismo cruzadas bajo la silla metálica. Durante el tiempo que hablaba su madre, Leah ni se movió. —¿Cuándo cree que empezó su depresión? —Bueno... verá doctora Meeker, es algo un poco embarazoso. Leah miraba a su madre moviendo la cabeza, como si quisiera hacerla callar. —Leah, tenemos que hablar de esto. Sé que es muy duro, pero es muy importante. La mirada de Leah volvió a fijarse en la alfombra. —Verá, hace cosa de un par de meses Leah fue a casa de un amigo. Él era su mejor amigo. Se conocían desde que cursaban primaria. En cualquier caso, pasaban mucho tiempo juntos. Ya sabe, nada de encuentros sentimentales ni cosas de esas. En realidad, Leah había empezado a salir con otro chico que se llama Jeremy. La madre hizo una pausa y Leah empezó a revolverse en su asiento. —Bueno, de todos modos este amigo, «su amigo», no Jeremy, le pidió a Leah que le ayudase con un trabajo que estaba haciendo. Ellos estudiaban juntos todo el tiempo, doctora Meeker. Ese día concreto, creo que era martes, ¿o era jueves, Leah? Yo me estaba poniendo un poco impaciente, pero esperé. —Bueno, no importa. Ella le dijo que sí, que le ayudaría, y ambos se fueron a su casa después de clase. Al parecer, corrígeme Leah si me equivoco, al parecer estaban sentados en un sofá estudiando cuando, de repente, él se lanzó encima de ella. La madre se calló un momento. Leah empezó a sollozar. —Leah —dije yo—. ¿Fue eso lo que pasó? Ella asintió con la cabeza. Su madre continuó: —No sé todo lo que pudo pasar, ya sabe usted, sexualmente. Pero fuera lo que fuese, eso la trastornó. Lea se puso a llorar más fuerte. Durante los cuarenta y cinco minutos siguientes me enteré, por las palabras de aquella tímida chica de dieciséis años y por las de su madre, de que el amigo de confianza de Leah se había «vuelto contra» ella y la había obligado a participar en muchos actos sexuales. —Leah, ¿te das cuenta de que lo que hizo ese muchacho es ilegal, que debería estar en la cárcel ahora mismo? ¿Qué hizo tu padre? Entonces me comentó con una voz monótona cuál había sido la respuesta de su padre: —Mi papá me dijo: «Los chicos siempre serán chicos». Y se fue a jugar al golf. *** El ataque sexual sufrido por Leah fue un hecho devastador para ella, pero el golpe que terminó de hundirla fue el hecho de que su padre no le diera importancia y no la defendiera. Habría podido convertirse en su héroe. Hubiera podido ir en tromba a la casa del joven y exigirle una sería disculpa. Incluso hubiera podido decidir que el asunto pasase a manos de la policía. Pero, en lugar de eso, se fue a jugar al golf. Si su padre hubiera hecho alguna cosa para defenderla —incluso una simple y airada llamada telefónica al joven— hubiera podido ahorrarle a su hija meses de angustia. En lugar de ello, fueron necesarios dieciocho meses de tratamiento para poder curar la depresión sufrida por la chica. Constituye un principio fundamental del comportamiento humano que el hecho de saber que hay una autoridad por encima de nosotros hace que nos sintamos bien. Sí. Aunque queramos evitarla de forma instintiva cuando tenemos un grave problema, siempre recurrimos a ella. En el momento en que nos vemos obligados a enfrentarnos a un problema, a un desafío, a un lío del que no podemos salir, necesitamos a alguien que nos dé una respuesta; a alguien que nos pueda ofrecer ayuda; a alguien que nos pueda tender una mano y que sepa lo que se ha de hacer. Padre: eso es lo que su hija necesita y quiere de usted. A su hija no tienen por qué gustarle sus manías, sus reglas, su ropa o sus opiniones políticas, pero usted no debe perder nunca su respeto. Y no lo perderá si vive con dignidad y actúa con autoridad. Si lo hace, se convertirá en un héroe a sus ojos. Es lo que ella quiere que usted sea. Y, como médico que soy, puedo decirle que no le dé la espalda. Por favor. Ella le necesita, posiblemente más de lo que usted se imagina. Son muchos los psiquiatras que piensan que la respuesta del padre es el factor más importante para una rápida recuperación mental de un ataque sexual. De hecho, la respuesta de un padre al ataque sexual sufrido por su hija puede constituir un punto de inflexión tan importante en su vida como el propio ataque sufrido. Piense en esto durante un momento. Un ataque sexual puede representar el suceso más traumático experimentado por una chica. Ahora bien, tenga en cuenta que muchos psicólogos y psiquiatras dicen que la respuesta de usted a la agresión que ha sufrido su hija es tan importante como el propio hecho. Es decisiva para que ella pueda tener en el futuro una buena salud emocional. Esto es algo que tiene mucho sentido, y vamos a decir por qué. Cuando un niño (o un adulto) es humillado o dañado, su instinto natural es volverse contra el ofensor, luchar y defenderse. En este caso, todo el cuerpo de la joven está pidiéndole luchar, correr, hacer algo; pero ella es físicamente más débil que su atacante. Y entonces piensa en usted. A sus ojos, usted es mayor, más fuerte e inteligente. Su interior le está diciendo: «Él puede ayudarme. Él es la respuesta. Mi padre hará las cosas bien porque me quiere. Mi padre le matará. Él me defenderá». Incluso antes de que usted se haya enterado de lo que pasó, ella ya se ha imaginado su heroica respuesta. Su madre no puede hacerlo, pero usted sí. Si usted hace lo que le dice su instinto, si se muestra ofendido y actúa, ella se sentirá reafirmada. Se sentirá querida. Se sentirá defendida. Ella sentirá que se ha hecho justicia. Sentirá que debe cerrar ese horrible incidente. Cuando usted responde como un héroe, ambos, ella y usted, salen ganando. Pero si responde como lo hizo el padre de Leah, conseguirá justo todo lo contrario. Su hija se sentirá desacreditada, no querida e indefensa. Pensará que su padre no es lo que ella había pensado. No sentirá la necesidad de cerrar el penoso incidente, creerá que no se le ha hecho justicia; e incluso llegará a pensar que ese tipo de ataques es todo cuanto le cabe esperar de los chicos. Y el resultado será una depresión profunda y duradera. Leah fue traicionada por su amigo y su padre le falló; por eso cayó en la depresión, en la confusión mental, y en un sentimiento de indefensión y de ansiedad que los cuidados de una madre no pueden aliviar si no hay dieciocho meses de tratamiento. ¿Se habría recuperado antes si su padre hubiese actuado como un héroe? Sé que la respuesta es que sí, porque he visto a cientos de Leahs. Y creo que si su padre hubiese actuado como debiera, y no se hubiera encogido cómodamente de hombros, habría podido evitar la depresión de la chica. Padre: esto no es una opción; no hay vuelta de hoja, su hija necesita que usted sea su héroe. Perseverancia. Uno de los aspectos más difíciles de ser un héroe no es precisamente el de decidir qué es bueno y conveniente para su hija, sino el de saber qué pasos está dando ella. Es muy duro mantenerse siempre firme. Los padres se cansan. Las hijas pueden volverse desafiantes y manipuladoras, y terminar agotando a sus padres. Y aquí es donde entra en juego la perseverancia. Yo he podido comprobar esto en mi propio hogar. Mi marido y yo trabajamos juntos. Con los pacientes, él es claro y determinante, y espera que sigan sus consejos. Después, viene a casa. Cuando nuestra hija de diecisiete años insiste en ir con los amigos a una fiesta en la playa hasta la una de la madrugada, él la escucha atentamente. Son las diez de la noche y ambos nos encontramos agotados. Como la chica no lo está, mira a su padre y le dice: «Por favooooor, papi». Entonces sucede algo peculiar. Las convicciones racionales se borran de su cabeza. Este hombre que tan sólo hace unas horas fue claro y firme sobre lo que es mejor para sus pacientes, cae en la más completa de las sensiblerías. —Bueno, cariño; supongo que si me prometes que estarás de vuelta a la una, podrás ir. —¿Estás loco? —digo yo—. ¿Chicos y chicas de diecisiete años en una playa hasta la una de la madrugada? No me lo puedo creer. Con demasiada frecuencia los padres ceden ante las hijas y después tratan de justificarse diciéndose: «Todos los chicos prueban el alcohol, el sexo, y un poco las drogas; no puedo impedírselo a ella indefinidamente». O bien, se dicen: «Ahora ya tiene diecisiete años y es lo suficientemente madura para saber manejarse». Pero ésta es la misma hija a la que, cuando tenía diez años, usted prometió proteger de todas esas cosas, aunque no había peligro. Y ahora ese peligro es mucho mayor. Claro que otros chicos prueban el sexo, las drogas y el alcohol; pero los otros no son su hija. Y ella le respetará más si usted no cede. En el momento en que ceda en sus convicciones, pierde talla ante los ojos de su hija. Ella piensa que usted es más inteligente que los otros padres y más fuerte que su novio; y que la cuida y sabe lo que le conviene mejor que otras personas. Permítame que le cuente un secreto sobre las hijas de todas las edades: les gusta presumir de lo duros que son sus padres, no sólo físicamente, sino también de lo estrictos y exigentes que son con ellas. ¿Por qué? Porque esto les permite «darse tono» sobre lo mucho que ellos las quieren. Se daría cuenta de esto sí pudiera estar al tanto de las conversaciones privadas que tienen las amigas. Si sólo tuviera que pelear por ella una, dos, o incluso diez veces, la cosa no sería tan grave. Pero es posible que tenga que luchar doscientas veces. Usted sólo dispone de dieciocho breves años antes de que su hija pueda decidir por su cuenta. Si no le muestra el camino recto ahora, ella no lo encontrará más tarde. La perseverancia para poder mantenerla en ese camino no es tarea fácil. Puede mostrarse molesta con sus intervenciones. Puede enfadarse. Incluso puede decirle que le odia. Pero usted ve lo que a ella no le es posible ver. Usted sabe cómo reaccionan los muchachos de dieciséis años cuando advierten su seriedad. Sabe también que incluso una sola cerveza puede bastar para que ella no conduzca con seguridad. Usted sabe mucho más que ella; y aunque le resulte muy duro perseverar en llevarla por el buen camino, tiene que hacerlo. Y esa labor no se limita a establecer normas de conducta, sino a saber dirigirla mediante el ejemplo. Cuando usted persevera, ella aprenderá la lección. Le verá como un héroe; y si admira lo que hace su héroe, hará lo mismo. Vamos a tocar ahora un asunto muy delicado: el divorcio. Es muy importante que todo buen padre conozca el impacto que tiene el divorcio sobre la hija. Sólo de ese modo podrá ayudarla. Montañas de investigaciones hechas sobre hijas e hijos revelan de forma irrefutable que el divorcio daña a los chicos. Las cosas son así. Las hijas a menudo se sienten abandonadas, culpables, tristes y enojadas. Con frecuencia caen en la depresión. Por mucho que el padre trate de convencer a su hija de que no es culpa suya, eso no servirá de nada. En la adolescencia, los jóvenes suelen considerarse el centro de su familia y de sus amigos; y creen que cuanto pueda sucederles ocurre en gran medida por ellos. Así pues, puede que su hija no sólo se sienta responsable de su divorcio, sino que también se sienta desolada y culpable por no poder cambiar las ideas de usted, o las de su madre. Estos sentimientos aflorarán por mucho que usted haga para evitarlo. Solamente con el tiempo y la madurez logrará superarlo. Su hija también se sentirá abandonada. Se dirá: «¿Qué hice mal? ¿No valgo lo suficiente para que se quede en casa? Si mamá me quisiera verdaderamente no se habría ido». Y aquí es en donde usted tiene que empezar a ayudarla. Su hija espera que el matrimonio de sus padres dure. Si ella ve que sus padres rompen su compromiso, se siente confundida. Para ella, los héroes luchan. Aunque, en la realidad, algunas veces usted no pueda hacerlo. Porque si mamá se marcha, tiene una aventura o abandona la familia por la bebida, la lucha que usted puede sostener es muy limitada. Pero siempre que, por amor a su hija, pueda luchar, deberá hacerlo. La intensidad de su lucha, de su perseverancia, del valor que muestre influirá siempre en su hija. Algunas veces esa perseverancia que usted va a mostrar por amor a ella exigirá continuar viviendo con su alocada madre. Tal vez signifique sacrificar su propia felicidad en favor de la de ella. Esto es lo que hacen los héroes. Es lo que espera su hija de usted. Tomar la decisión heroica en el trabajo, en el matrimonio y en todo lo que tenga que ver con su vida dará forma a su hija, a lo que es ahora y a lo que será en el futuro. Usted necesita guiarla sabia, consistente y heroicamente. Y, a veces, el heroísmo proporciona una segunda oportunidad. *** Doug se volvió para mirar por la ventanilla. El único motivo que había tenido para pasar unos días de vacaciones en Florida era la celebración de los veinticinco años de matrimonio con su esposa, Judy; recuperarla y llevar un soplo de aire fresco a la relación. Lo último que quería oír eran las quejas de Judy sobre las críticas que muchos amigos de ella le habían hecho por volver de nuevo con su marido. De repente, sus ojos se cegaron. Oyó unos chirridos metálicos. Los cristales saltaron en pedazos y los neumáticos reventaron. Sintió que su cuerpo era lanzado por el aire. No podía darse cuenta de lo que había sucedido. ¿Había explotado una bomba? ¿Se estaba muriendo, estaba ahogándose? Después siguió un silencio terrible. Doug se esforzó por mantener la calma. Su mente de ingeniero se impuso. «Respira hondo. Trata de imaginarte cuál es el problema. Enfréntate a él y busca una solución». Empujó la puerta de su destrozado coche tratando de abrirla. Doug hizo una pausa en su relato. Me estaba contando el terrible accidente que había tenido hacía más de diez años. El gran miedo que entonces sintió fue que, mientras empujaba la puerta para escapar del coche y salvar a Judy, no lograba oír nada: ni gritos, ni chillidos, nada. Entonces vio el zapato de Judy. Mientras hablaba, sus negros ojos miraron hacia otra parte; y se echó a llorar. Continuó hablando con los ojos llenos de lágrimas. El accidente había ocurrido en la carretera de Florida que va hacia los Cayos. Un coche que venía en dirección contraria se saltó la línea continua y se estrelló contra el lateral en el que estaba Judy. Ella estuvo en coma. Pasó semanas en la UCI de un hospital desconocido. Los médicos le dijeron a Doug que la mujer iba a morirse. Pero no murió. Mientras aguardaba en el hospital, Doug le pidió a un amigo que tratase de buscar su agenda entre los restos del coche alquilado. Necesitaba poner de nuevo orden en su vida. Al fin y al cabo, él era ingeniero. Su amigo regresó con la agenda. Para Doug, aquello fue como una revelación. Me dijo: —Si Dios hizo que recuperara mi agenda de entre los restos de aquel coche destrozado, seguramente también podría devolverme a mi esposa. Se puso a rezar. Siguió manteniendo la esperanza de que algún día Judy abriría los ojos, que abandonaría la cama del hospital y saldría de allí por su pie. Y llegó el día en que Judy abrió los ojos. Fijó la mirada en Doug y en los médicos. Pero tras aquellos ojos estaba el vacío. No reconocía a nadie, no recordaba nada. Mindy, la hija de Doug, retoma el relato. —Cuando mi padre trajo a mi madre a casa desde Florida, yo tenía diecinueve años y estaba muy asustada. La mami que yo conocía había muerto, y otra persona se había puesto su ropa. Parecía delgada y enferma. No podía recordar las películas que habíamos visto juntas ni las interminables noches que se había pasado a mi lado, ayudándome con los deberes. Yo me sentía desolada. La vida se volvió realmente dura, muy dura. La madre que yo conocía se había ido. La esposa de mi padre era otra. Me sentí muy protectora con mi hermana pequeña y también con mi padre. Nuestra relación se volvió muy especial. Comencé a desempeñar el papel de mi madre, por más que no lo deseáramos ni mi padre ni yo, llevando el gobierno de la casa y ocupándome de mi hermana. El lenguaje corporal de Mindy hablaba por sí solo. No se sentía ni cansada ni incómoda; por el contrario, era atenta conmigo y clara en sus explicaciones. Mientras hablaba me miraba directamente a los ojos. En ocasiones se echaba a llorar, y en otras reía. Antes del accidente había querido y respetado profundamente a su padre. Después del accidente, su amor y respeto por él se vieron incrementados. Él se convirtió en su héroe. —Cuando trajo a mamá a casa, ella no podía recordar nada. Mi padre sacó los álbumes de fotos y contrató a un monitor para que la ayudase. Aunque mi padre nunca había sido una persona paciente, se puso a trabajar con ella semana tras semana, mes tras mes. Y no dejó de ayudarnos, tanto a mí como a mis hermanos pequeños. »Quizás otro padre no hubiera sido capaz de hacerlo: despertar cada mañana a una esposa que no te conoce y volver a enseñarle los componentes de veinticinco años de vida. Pero él nunca se rindió. Sabía, por supuesto, que mi madre ya no volvería a ser la misma. Ignoraba también lo que le depararía el futuro. Y era precisamente ésa la parte más sorprendente de su actuación: que siempre estaba mirando hacia delante. »Cambió su plan de vida. Se jubiló anticipadamente y trasladó a mi madre al norte, en donde la vida podría resultar más tranquila y más sencilla. Sé que todavía sigue preocupándose mucho por ella». —¿Cuál fue la lección más importante que te enseñó tu padre? —Una plena lealtad —los ojos de Mindy resplandecen—. Nunca se desmoronó. Siguió adelante. Depositó su vida en las manos de Dios y luchó por mi madre. Ahora, de adulta, Mindy se da cuenta de que su padre no sólo estaba luchando por Judy; también lo hacía por ella. Quería que su hija gozara de estabilidad. Quería que ella compartiese la fortaleza de su fe. Deseaba que su hija mayor lograse encontrar su propia fuerza. ¿Fue un héroe? Mindy me dijo que lo fue, plenamente. Nadie podría llegarle a la suela de los zapatos. *** Doug es un héroe. Estoy segura de que él no lo cree así. Los héroes nunca creen serlo. Pero Doug es lo que un padre debiera ser. Todos los hombres son capaces de hacer lo que hizo Doug. Quizás usted no piense así. Tal vez piense que la vida de esa persona fue muy triste. Incluso puede llegar a pensar que fue un tonto por haber seguido en la brecha. Pero usted no ha visto el rostro de Doug cuando hablaba. Usted no ha oído cómo hablaba serenamente, impartiendo la sabiduría alcanzada con esa experiencia. Era algo extraordinario. Doug tiene algo que yo quiero para mí, y que posiblemente usted también quiera tener. Es esa paz indescriptible, esa alegría que llega sólo cuando se persevera y se hace lo que está bien, incluso en medio de la angustia. Doug es un gran héroe porque salvó a su familia. Eso es lo que hacen los héroes. Conocen las necesidades más profundas del corazón humano. Esto es algo muy serio y no quisiera hablar de ello sin concederle la importancia que tiene. Es difícil, pero es también una gran verdad, y alguien tiene que decirles a los padres que reivindiquen su masculinidad. En gran parte de la sociedad, la masculinidad o bien ha sido menospreciada (a menudo por las feministas) o mostrada de forma equivocada (como en la música rap). La auténtica masculinidad es el ejercicio moral de la autoridad. Y su hijita la necesita. He aquí algunos consejos que todos los padres deberían tener en cuenta: 1.Trazarse un plan: las aspiraciones que usted tiene para su hija serán más claras cuando ella es joven. Cuando es muy pequeña, usted sabe con claridad meridiana lo que espera de ella: escríbalo ahora y téngalo presente en su mente y en la de ella. A las adolescentes les encanta enredarle a usted con su forma de pensar. Así pues, tenga escritas sus normas como si fueran los Diez Mandamientos, y no se aparte de ellas. 2.Mantenga el valor cuando esté bajo el fuego enemigo: sí, con toda seguridad que tendrá que soportar los disparos de los amigos, de los psicólogos vanguardistas, de los programas televisivos, de su esposa y de su hija. Sea agradable, pero manténgase firme. En las mejores personas van unidas la amabilidad, la fuerza y la perseverancia. 3.Sea el líder: recuerde que usted tiene mucha más experiencia que su hija. Aunque el cociente intelectual de ella sea más elevado que el suyo, no sabe tomar decisiones tan bien como puede hacerlo usted. Usted puede ver las cosas en su justa perspectiva y sopesar las consecuencias de las acciones de un modo que ella no puede hacer. Los hijos jóvenes, en especial los que son inteligentes, tienen una sorprendente habilidad para manipular a sus padres. Así pues, querido hombre, mucho cuidado. Cuando su hijita de dos años tenga una rabieta póngala en dique seco e ignórela hasta que se tranquilice. Cuando su hija tenga dieciséis años, haga exactamente lo mismo. Y si tiene que mantener su postura durante una semana o un mes, hágalo. Y nunca tome como ataque personal el veneno que sale de su encantadora lengua. Todavía es una niña. Así que diríjala, no la deje ir. Ya tendrá ella tiempo de desempeñar su papel durante el resto de su vida, cuando tenga su propio hogar. 4.No se hunda, persevere: los héroes continúan en la batalla hasta el final; jamás huyen. Por tanto, siga en la lucha; continúe comprometido con su hija y su familia; pase con ellos todo el tiempo que le sea posible y manténgase firme, amoroso, amable y paciente, y recuerde que usted es más resistente que su hija. Con frecuencia los padres dicen que los hijos se muestran muy reacios en las crisis de divorcio. Pero no lo son; los chicos no tienen alternativa. Usted sí. Usted puede optar por no salir corriendo cuando las cosas se complican. Como su hija no puede decirle esto, se lo diré yo: si existe alguna posibilidad de continuar con el matrimonio, hágalo. Incluso si su matrimonio parece condenado al fracaso, continúe; siga en el hogar con sus hijos mientras le sea posible; hágalo por ellos. Divorciarse cuando su hija tiene veinte años es mejor para ella que cuando tiene catorce. Y quizás se dé cuenta de que el mejor remedio para un mal matrimonio es hacerse notar. Las cosas pueden mejorar. No se doblegue por los comentarios y las presiones de sus allegados. Tendrá amigos (probablemente la mayor parte de ellos) que se mostrarán mucho más tolerantes con sus hijas. ¿Y qué? Los riesgos que se corren así son muy grandes. Yo los compruebo todos los días en mi consulta; y siento aprecio —y las hijas y las esposas también lo sienten— por los padres que se comportan como héroes; padres que no se relajan hasta que la batalla se aleja del hogar (y ni siquiera entonces). Es una advertencia que tiene mucha trascendencia; pero he visto a bastantes padres heroicos que saben muy bien que se trata de una advertencia que todo hombre honesto debe cumplir. Lo único que se requiere es que usted sea un hombre, todo un hombre: lo cual quiere decir un hombre de valor, de perseverancia y de integridad. Fue creado hombre por una razón: para ser un esposo amante y fuerte y un buen padre. Así pues, hágale caso a su corazón y actúe rectamente. Sea un héroe. Capítulo 3. Usted es su primer amor. Santo Tomás de Aquino consideraba el amor como la raíz de todas las demás pasiones: odio, celos y miedo. Cuando hablo con las hijas acerca de sus padres, las conversaciones suelen estar cargadas emocionalmente. Ellas adoran a sus padres o los odian; y, algunas veces, las dos cosas al mismo tiempo. Su hija desea asegurarse su amor, y a lo largo de su vida necesitará que usted se lo demuestre. Una hija se identifica fácilmente con la madre, pero usted constituye un misterio para ella. Usted es su primer amor; por tanto, los primeros años de su relación con ella son cruciales. El amor que usted le proporciona es el punto de partida. Usted tendrá otros amores en su vida, pero ella no. Todo hombre que entre en su vida será comparado con usted; toda relación que tenga con un hombre será filtrada a través de la relación que tenga con usted. Si usted mantiene una buena relación con ella, escogerá novios que la traten bien. Si le ve a usted como un ser abierto y cálido, confiará en otros hombres. Si, por el contrario, se muestra frío y poco cariñoso con ella, le resultará difícil expresar su amor de una manera saludable. Naturalmente, usted sentirá amor por su hija —especialmente en esos primeros años de su vida—, pero eso no garantiza que ella se sienta amada por usted. Las reacciones de las hijas a las palabras, a las acciones y situaciones son más complejas, reflexivas y diversas que las de los padres. En cualquier cosa que usted haga ella podrá ver una larga serie de posibles significados. Cuando le compra una pulsera por su cumpleaños, usted cree que le ha hecho un simple regalo. Pero ella puede pensar que es algo cargado de significado, ya sea tal significado bueno o malo. Una de mis preguntas habituales cuando estoy analizando a una chica es: «Dime a quién quieres en tu vida». Casi la mitad de las chicas responden: «A mamá y a papá, supongo. Ya sabe, hay que quererlos». Una cuarta parte me mira suspicazmente. Y la otra cuarta parte se encoge de hombros y dice: «No sé». Mis observaciones no son únicas. Una encuesta a escala nacional realizada por la National Commission of Children (Comisión Nacional del Niño) descubrió que cuando se les preguntó a los niños si sus padres «cuidaban realmente» de ellos, el 97 por ciento de los chicos de entre diez y diecisiete años, pertenecientes a familias en las que no había habido separación de los padres, contestó que creían que sus padres cuidaban de ellos. En el caso de familias de padres separados, el porcentaje bajaba al 71 por ciento. En familias de uno solo de los progenitores, la cifra seguía bajando hasta llegar al 55 por ciento. Si usted mantiene una familia estable le habrá hecho un gran favor a su hija. Pero tal como está la sociedad en nuestros días, necesitará mantenerse muy vigilante. Para estar seguro de que su hija se siente querida por usted, veamos seguidamente algunos puntos prácticos que debe tener en cuenta. Palabras. Utilícelas. Una de las mayores diferencias entre los hombres y las mujeres es su utilización de las palabras. A las mujeres les gusta hablar; a los hombres, no. Así están las cosas. Usted puede pasarse tres horas viendo un partido de fútbol con su hijo, sin decir una palabra, y seguro que ambos se sentirán muy a gusto. Pero su hija no está hecha de la misma pasta. Tiene que hablar con ella. Una buena regla es emplear el doble de las palabras que normalmente utilizaría, incluso si eso implica decir las cosas por duplicado. Las hijas pueden tender a la duda. Repítale los cumplidos para que ella sepa que usted es sincero. Cuando ella habla quiere que usted le conteste. Su hija es sensible, no solamente consigo misma sino también con los demás; y siempre se está preguntando: «¿Le gustará que esté con él? ¿Está callado porque estará pensando en algo? ¿Estará enfadado? ¿Estará deprimido?». Ella quiere que usted sea feliz porque de ese modo su vida será mejor. A menudo actúa como su ayudante personal, haciendo lo que puede para mejorar las cosas. Usted es el centro de su mundo. En justa reciprocidad, usted debe, en primer lugar y sobre todo, decirle que la quiere. Y no solo decírselo en ocasiones especiales, sino de forma regular. Eso puede resultar fácil cuando tiene cinco años; pero necesita oírlo todavía más cuando tiene quince. Necesita que usted se lo diga todo el tiempo. Cuando una hija oye decir «te quiero» a su padre, se siente completa. Pero su trabajo no termina aquí, porque la pregunta siguiente puede ser: «Yo también te quiero, papá, pero, ¿por qué? ¿Por qué me quieres?». Tal vez encuentre esto exasperante, pero ella necesita oír esas palabras. Necesita saber por qué usted siente de ese modo, desea comprobar su sinceridad. Los hombres pueden encontrar esto frustrante, pero yo le haré una advertencia. Las niñas de siete años pueden quedarse contentas con un «te quiero». Las chicas de diecisiete querrán una explicación. Y no es que esté tratando de presionarle. Sencillamente necesita saberlo. Por tanto, es necesario que usted sea rápido. Reflexione sobre el carácter de su hija; elogie sus mayores virtudes; háblele de su sensibilidad, de su compasión o de su valor. Su hija dibujará un cuadro en su mente de cómo la ve usted, y de la persona que querrá ser. Sea extremadamente cuidadoso. Muchas veces los padres hacen comentarios inocentes que lastiman a sus hijas. Si usted comenta su peso, su físico, su capacidad deportiva o sus logros académicos, ella centrará tales comentarios en su «yo externo», y se preocupará por retener su cariño por medio de esos logros y de ese físico. Pero su hija prefiere que la admire por sus cualidades profundas e intrínsecas. Trate de que sus comentarios sean positivos, de que se refieran a esas cualidades, y no se equivocará. En vez de decir, «te quiero porque eres muy guapa», dígale que la quiere porque no hay nadie en el mundo como ella. Expresar las emociones puede resultar difícil para los hombres. Pero las personas amorosas no son gente fácil. Si usted no se siente cómodo verbalizando su cariño, puede escribirle una carta. Las chicas de todas las edades adoran las cartas y las notas. Quizás piense que eso es un poco sensiblero, pero le garantizo que a ella no se lo parecerá. Manifiéstele razonadamente el cariño que siente por ella, escríbaselo de forma sencilla y deje la carta en su cama, en su mochila o en su escritorio. Eso no importa. Se sentirá admirada por usted. Si no está convencido de lo que le digo, haga una prueba. Escríbale una nota resaltando sus cualidades de diversas formas. Déjela en donde pueda encontrarla. Después, seis meses o un año más tarde, vaya a ver dónde está. Le aseguro que la encontrará guardada en un sitio muy especial. La habrá conservado porque ella siempre necesitará estar unida a usted y sentirse querida por usted. Incluso si los sentimientos recíprocos cambian a medida que ella se haga mayor, las palabras escritas en ese papel no habrán cambiado. Y ella necesita esas palabras. Vallas. En general, los hombres son más hábiles para construir vallas que las mujeres. No me refiero a las vallas físicas, sino a los muros y límites que deben rodear el mundo de su hija. Cuando ella tiene dos años, usted sabe definir muy claramente el territorio de su hija entre lo que es seguro para ella y lo que no lo es. Establece las normas de su comportamiento, y crea los límites de su actuación, de su lenguaje y de su conducta, porque no desea que algo pueda hacerle daño. A medida que ella va creciendo, usted elimina algunas de esas vallas o les concede más margen. Amplía el territorio en el que ella puede moverse, pero sigue manteniéndola bajo custodia. Cuando llega a los trece años, es necesario reforzar algunas de estas defensas, especialmente porque ella puede intentar romperlas. Usted no puede permitírselo, porque todavía es una niña. Y porque esas defensas y vallas le hacen sentirse querida. Las hijas que tienen un horario de salida restringido saben que se las quiere tener en casa y que, probablemente, se las está esperando. Las chicas que no tienen estas limitaciones se sienten muy sorprendidas. Las chicas a las que sus padres les dicen que cuiden su lenguaje saben muy bien que lo que ellos quieren es que se conviertan en mujeres bien habladas. Las que, por el contrario, pueden decir tacos en presencia de sus padres no piensan eso. Las adolescentes tratan a menudo de manipular a sus padres, reprochándoles que no confíen en ellas. Y, a veces, este tipo de manipulación resulta eficaz. Dígale, por tanto, a su hija que los límites y vallas que ha establecido no son por falta de confianza, sino para mantenerla a salvo y para que se mueva en la dirección correcta. Todos tenemos límites a nuestro alrededor que respetamos, porque de este modo la vida es más segura. Hace poco estuve hablando con Steve, un policía de California. Me pudo contar historias y más historias de jovencitas que tenían problemas porque sus padres, o bien se encontraban ausentes, o no sabían ponerles los límites adecuados. Hablamos de lo difícil que les resulta a los padres ser realistas en lo que se refiere a sus hijos. Como queremos que obren bien, suponemos que así lo hacen. Queremos pensar que nuestros hijos son más fuertes, más maduros y que están más capacitados para resolver situaciones comprometidas que los demás chicos. Y ahí es donde está el error. Steve me dijo que recordaba cuando su hija Chelsea, que por entonces tenía dieciséis años, quiso ir al cine con su novio de diecisiete. —Yo le conocía a él —continuó diciendo—. Era un buen chico. Los dos lo eran. Le dijo a Chelsea que podía ir, pero que antes quería tener una charla con ella. —Puso los ojos en blanco y protestó un poco —me dijo riendo—. Supongo que pensó que iba a echarle todo un sermón. Pero le dije que solamente quería hacerle unas cuantas preguntas. Nos sentamos un momento y entonces le pregunté qué haría ella si su novio en vez de llevarla a un cine corriente la llevaba a un autocíne.61 —Pues iría al autocine —dijo ella. —Okay —dije yo—. Digamos que vas al autocine y en un momento dado él se baja del coche, abre el maletero y saca una caja de cerveza. ¿Qué harías tú? Chelsea me dijo que ella no bebía. La noté un poco agitada. Siguió diciéndome que yo la conocía bien, y que había dado muchas muestras de que podía confiar en ella. Ya empezaba a levantarse de la mesa, pero yo le dije: —Un momento más, Chelsea; ya casi hemos terminado. Sólo un par de preguntas: ¿Le dejarías que te trajese a casa? —Bueno —dijo ella—. No quisiera que se emborrachase, pero si veo que está bebido te llamaría para que me vinieses a buscar—. Sonrió y me miró dando la cosa por resuelta. Pero yo le dije: —Muy bien, confío en que me llames siempre que lo necesites. Pero, dime, ¿cuántas cervezas tiene que tomarse Tom para que tú consideres que no debe conducir? —¡Vamos, papá! —dijo—. Eso no es difícil de saber: tal vez seis o siete. Tuvo que admitir que la respuesta de Chelsea le cogió desprevenido. Le había contestado adecuadamente a todas las preguntas. Pero entonces recordó que ella solo tenía dieciséis años y que era necesario que él siguiera manteniendo las vallas protectoras. Querer a Chelsea implicaba no dejarla ir a un autocine y que no hubiera alcohol de por medio, sino una simple película en un cine convencional, y después un rápido regreso a casa. Con frecuencia los padres sobrestiman la madurez de sus hijas. A todos se nos ha contado que las chicas maduran antes que los chicos, lo cual es parcialmente cierto. Pero los investigadores saben ahora que algunas chicas no desarrollan plenamente su capacidad cognitiva hasta que se encuentran en la veintena. Así se explica en un artículo publicado por The Medical Institute. El doctor Jay Gield, jefe del departamento de Psiquiatría Infantil del National Institute of Mental Health, se ha pasado más de trece años desarrollando métodos de diagnóstico y estudios del cerebro de más de mil ochocientos chicos. Mediante aparatos de resonancia magnética de alta tecnología, ha descubierto que el cerebro de los adolescentes, aunque ha desarrollado todo su tamaño, se encuentra muy lejos de su plena madurez. Bastante después de que se haya estabilizado el tamaño del cerebro, continúa su desarrollo en niveles más importantes. Una de las zonas cerebrales que tarda más en madurar es el córtex pre-frontal —sede de las llamadas funciones «ejecutivas»—, encargado de planificar, establecer prioridades, organizar los pensamientos, suprimir los impulsos y sopesar las consecuencias de las propias acciones. Esto quiere decir que una parte del cerebro de los jóvenes, la que es necesaria para tener buen juicio y saber tomar decisiones, es la última en desarrollarse. Según estudios que se han llevado a cabo recientemente, el córtex pre-frontal no alcanza su nivel de auténtica madurez hasta que la persona llega a la mitad de la veintena. Es muy poco justo esperar que [los adolescentes] tengan los niveles de los adultos a la hora de mostrar capacidades organizativas o decisorias, antes de que su cerebro haya concluido su etapa de pleno desarrollo. Es ésta otra razón que avala la idea de que los padres necesitan mostrarse protectores con sus hijas. Muchos temen que reforzar las normas fijadas sirva tan solo para hacerlas rebeldes. Cierto es que algunas hijas se muestran rebeldes, pero no por culpa de las reglas. Lo hacen así porque tales reglas no están debidamente equilibradas con otras cosas. Las reglas no han de constituir el centro de la relación con su hija. Y ahí es en donde interviene el cariño. Pero usted necesita imponer esas reglas. He visto a chicas cuyos padres no les pusieron ningún tipo de cortapisa y que terminaron en reformatorios para jóvenes. Y sé que la mayoría de padres (y madres) muy concienzudos se equivocan plenamente al mostrarse demasiado laxos. Los riesgos para su hija pueden encontrarse muy cerca de su propio hogar. Por ejemplo, ninguna chica de diecisiete años —sin que importe para nada su buena conducta— debería estar sola en casa pasada la media noche. ¿Por qué? Pues porque otros chicos descubrirán que está sola y acudirán a visitarla. Hay ocasiones en las que ella no querrá llamar a ningún adulto para pedirle ayuda, dejando aparte a la policía. Y ninguna chica de diecisiete años tiene la capacidad necesaria para establecer juicios adecuados en algunos casos. Esto nada tiene que ver con el carácter o la inteligencia. Lo que pasa, sencillamente, es que resulta fácil para una chica pensar que tener a unos cuantos amigos en casa no es nada del otro mundo. Seguramente no pasará nada. Pero, ¿y si pasa? Ella no debería correr ese riesgo. Silencio. La mayoría de las hijas me cuenta que sus padres las saben escuchar mejor y las sermonean menos que sus madres. Pero esto puede ser una trampa. Es más difícil lograr la atención del padre. Las madres son más capaces de conocer el humor de las chicas, y les resulta más fácil preguntarles cosas. Pero lo que ella busca es que usted le preste atención, porque intuye la fuerza y la preocupación que palpitan tras su silencio. Se da cuenta de que usted está profundamente interesado en lo que ella tenga que decir; y eso hace que una hija se considere importante, madura, tenga confianza en sí misma y se sienta querida. Muchos padres se quejan de que sus hijas adolescentes no quieren hablar con ellos. Por lo general están equivocados. Lo que sucede es que tales padres las han desanimado. Las hijas no querrán hablar con sus padres si saben que el resultado será solamente una reprimenda constante por su parte. Ellas quieren que sus padres les presten atención cuando les muestran sus sentimientos y creencias más complejos. Si una hija tiene confianza en que su padre la escuchará, vendrá una y otra vez a hablar con él. Escucharlas no es cosa fácil, especialmente cuando parece que sus palabras carecen de sentido y que las ideas manifestadas son superfluas. Pero escúchela de todos modos. Siéntese con ella. Mírela a los ojos. No deje que su mente se vaya por otros derroteros. Y ya verá como se ve recompensado con la confianza, el cariño y el afecto de su hija. Tiempo. Ser padre significa que usted tendrá que prescindir de parte de su tiempo sin resquemor. No es cosa fácil, lo sé. Los hombres se pasan la mayor parte del tiempo trabajando para otros. Cuando usted regresa a casa y todavía aparecen más demandas de uso de su tiempo, tal vez sienta la necesidad de desinteresarse de su propia familia. Su hija se da cuenta de esto; y como quiere complacerle, tal vez no le diga hasta qué punto tiene necesidad de su tiempo. Así que es usted quien ha de tomar la iniciativa para estar a su lado. Me doy cuenta de que muchos buenos padres se sienten presionados en lo que al tiempo se refiere. No hay bastante para ninguno de nosotros; y esa falta de tiempo, o su mala utilización, nos produce una gran ansiedad. Hemos de buscar algunos huecos para dedicarnos a nuestros hijos, y no deseamos perder el tiempo en eso. Queremos emplearlo en lo que nos parece más productivo e importante. Y aquello otro solamente sirve para incrementar la presión que padecemos. Pero pasar algún tiempo con nuestra hija no debiera producir presión alguna, porque ella no necesita que usted haga nada. Lo único que ella necesita es estar con usted. Por tanto no se dedique a buscar actividades que la puedan distraer. Ella no quiere que le dé una vuelta en su carrito de golf. (Y seguramente tampoco quiere ver la tele con usted). Lo que desea es tener su atención. Y la necesita de forma regular. Muchos padres se sienten incómodos al estar a solas con sus hijas. Estar mano a mano con ellas puede resultarles un poco difícil. Pero si usted empezó a hacerlo cuando era una niña, le será más fácil cuando se convierta en una adolescente. La recompensa puede ser muy grande. Las hijas dicen a menudo que las conversaciones más importantes de su vida han sido las mantenidas con sus padres. Hágalo así, y de modo sencillo. Evite todo tipo de actividad que implique competición con su hija. Emplee siempre ese tiempo para establecer un equilibrio emocional, para relajarse con ella y pasarlo bien. Ya tendrá ocasión más tarde para enfrentarse a los problemas que inevitablemente acompañan a la existencia. Si cree que eso es una pérdida de tiempo, recapacite sobre ello. Uno de los principales tratamientos para las chicas que tienen problemas de anorexia es pasar ratos como los descritos con sus padres. De esta manera los padres aprenden, no a hurgar en el problema, sino a pasarlo bien juntos; y eso ayuda a las hijas a centrarse en esa relación saludable y a separar su enfermedad de lo que ellas son realmente. Los problemas de alimentación pueden convertir a las chicas en seres manipuladores y volubles; pueden hacerlas mentirosas, chillonas, lloronas e irrespetuosas. En pocas palabras, personas muy difíciles de tratar. Así pues, decirle a un padre que pase tiempo a solas con su hija tal vez no sea lo que él prefiera escuchar. Pero hacerlo, es decir, disfrutar unos momentos agradables con ella puede servir tanto al padre como a la hija para que ambos sepan que, bajo la máscara de la enfermedad y de los trastornos que ella causa, la chica todavía es una muchacha que merece ser querida, y que ése es el primer paso que hay que dar para su recuperación. Como veremos en los siguientes capítulos, «el tiempo familiar» ha ido disminuyendo en estas últimas décadas. Una de las consecuencias de tal situación es que la comunicación entre los diferentes miembros de la familia es peor. A lo largo de los últimos cuarenta y cinco años, la suma del tiempo que los padres pasan con sus hijos ha bajado en un promedio de diez a veinte horas semanales. Al final, eso significa que los padres han perdido casi tres horas diarias de comunicación con sus hijos. Para los padres divorciados, el desafío es todavía mayor. Y para los padres que no tienen la custodia de los hijos, el tiempo perdido puede ser enorme. Pero usted necesita encontrar esas pequeñas bolsas de tiempo para poder emplearlas con su hija. Esos momentos pueden marcar una gran diferencia para ella. Bastará su sola presencia física para que pueda sentirse protegida. Algunos de los mejores trabajos médicos sobre la manera de alejar a los chicos de los problemas proceden del Add Health Study.62 Basándose en una enorme cantidad de pruebas, el estudio muestra que los niños que se sienten unidos a sus padres (y que pasan más tiempo con ellos) disfrutan mucho más que los que no lo hacen. Los padres alejan a los chicos de los problemas. Concretamente, las hijas que pasan más tiempo con sus padres son menos proclives a la bebida, a tomar drogas, a tener relaciones sexuales en la adolescencia o a tener hijos de solteras. El tiempo que usted pasa con ellas, cuenta. Voluntad. «Si el amor no hace trascender al hombre, es que no es amor. Si el amor es siempre discreto, siempre prudente, siempre sensible y calculador, y no se deja llevar más allá de sí mismo, no es amor en absoluto. Podrá ser afecto, podrá ser calidez de sentimientos, pero no tiene en sí la verdadera naturaleza del amor». Así se expresaba el pensador Oswald Chambers a finales del siglo XX. El amor, pensaba él, es un sentimiento apasionado que necesita llenar por completo nuestra relación con los demás. No puede ser algo calculado, algo que se quita y se pone, sino que tiene que estar presente de forma permanente en la relación con su hija. Pero, como padre que usted es, ya sabe que el amor también requiere trabajo y esfuerzo de voluntad. Los sentimientos románticos experimentan muchos altibajos entre los amantes. Incluso el amor más perfecto necesita un acto de voluntad. Si se quiere que perdure, el amor ha de ser nutrido, cuidado, desarrollado y practicado. Y ha de vivir en el mundo real. El auténtico amor es resuelto. Requiere esfuerzo; le obliga a que reprima su lengua cuando usted está enojado y quisiera decir una barbaridad; y obliga a muchos hombres a que realicen auténticas hazañas. Por muy natural que sea el amor que usted sienta por su hija, siempre se presentarán retos: desde llantos intempestivos cuando es todavía un bebé o las rabietas del jardín de infancia, hasta otras manifestaciones estresantes propias del crecimiento, que pueden traducirse en sueño interrumpido, malhumor y lenguaje inapropiado. Su hija, tenga la edad que tenga, reacciona al estrés de forma distinta a usted. Si usted se encuentra agobiado, siempre tiene la posibilidad de ir a un partido de fútbol, a dar un paseo, o a irse de pesca. Su hija no. Ella quiere solventar sus tensiones con usted. Eso le hace sentirse mejor. Por consiguiente, esté preparado y no se sorprenda si se comporta así desde una edad temprana. Muchos padres me preguntan si sus hijas pueden experimentar el síndrome premenstrual antes de la pubertad. Mi respuesta es que sí. No parece que esto tenga mucho sentido médico, pero yo lo compruebo repetidamente. También resulta inevitable que su hija pase por distintas fases. Ahora estará muy cerca de usted, y más tarde se alejará; ahora le adorará, y poco después no querrá saber nada de usted. Y tendrá que quererla no solamente cuando se muestra dulce y cariñosa, sino también cuando se haya convertido en un auténtico dolor de muelas. Incluso cuando muestre ese carácter variable necesitará comunicarse con ella; y habrá de reprimirse cuando se comporte de un modo desagradable. ¿Cómo podrá conseguirlo? Con disciplina. Con aguante. Con voluntad. Si necesita separarse emocionalmente de ella durante un tiempo, hágalo. Si necesita una momentánea separación física, de acuerdo. Pero vuelva siempre. La voluntad, la paciencia, la calma y la perseverancia son cosas que valdrán la pena en la relación con ella. Nada expresará mejor el auténtico amor que esta combinación de cualidades. Hágale saber que nada de lo que ella pueda hacer, tanto si se va de casa, como si se queda embarazada, si se hace un tatuaje en el tobillo o se pone un piercing en la lengua, nada impedirá que siga queriéndola. Dígaselo si es necesario. El amor del que habla Chambers tiene que hacernos trascender. Nos golpeará en lo más sensible y nos pondrá cabeza abajo. Los hijos conflictivos constituyen un gravísimo problema porque su cuidado nos obliga a andar con el corazón en la mano. Toman el colegio a broma. Se van en coches a toda velocidad. Tienen accidentes y resultan heridos. Pero el amor es un sentimiento voluntario. Su hija no puede obligarle a usted a que la quiera o a que piense que es maravillosa. Lo haría si pudiera, pero no puede. Su forma de quererla, y cómo se lo demuestre, depende de usted. La mayoría de los padres se apartan bruscamente de sus hijas adolescentes pensando que necesitan más libertad y más espacio para desarrollar sus actividades. Pero, en realidad, su hija adolescente le necesita a usted más que nunca. Así que manténgase a su lado. Si usted no lo hace, se preguntará por qué la ha abandonado. Sé que éste es un tema muy delicado. Pero vale la pena plantearlo y afrontarlo. He aquí la historia de un padre que mantuvo el amor a su hija en momentos muy difíciles, y venció. *** Cuando Allison tenía trece años cambió de colegio. Su familia se había mudado recientemente, y ella odiaba los cambios. Al llegar al nuevo colegio, se encontró con algunas compañeras que compartían su misma deteriorada visión del mundo. El padre de una chica bebía demasiado, la madre de otra se había escapado de casa. Ella y sus amigas se metieron en una serie de problemas, bebiendo y fumando drogas. Tras varios meses de trabajo intenso y de consejos constantes, los padres de Allison pensaron que debía dejar el colegio —incluso el hogar— y recibir tratamiento en un centro para chicas. Ella se puso furiosa. Empezó a mentir a sus padres y a robar. Esto resultó especialmente duro para su padre, que era un hombre de negocios muy respetado en la comunidad. Él me dijo que se sintió terriblemente culpable por haber hecho cambiar de residencia a su familia; y se preguntaba en voz alta en qué había fallado a Allison. El fin de semana antes de que ella ingresara en un centro para seguir un programa de rehabilitación, John hizo algo soberbio. Doloroso, pero soberbio. Le dijo a Allison que ellos dos iban a irse de camping a una isla, en la que habría muy poca gente. Estoy segura de que no resultaba precisamente divertido pensar en cómo lo iban a pasar los dos; milagrosamente, Allison empaquetó sus cosas, aunque John había pensado que tendría que hacerlo él. La chica incluso metió su equipo en el coche, y ambos se fueron. Ninguno de los dos dijo una palabra durante las casi cuatro horas que duró el viaje. Tomaron el ferry hasta la isla y montaron la tienda. No hablaron mucho de lo que harían en aquel fin de semana. Hicieron caminatas, prepararon tortitas y leyeron (apostaría a que John escogió una isla porque sabía que así ella no podría escaparse). No hubo entre ellos conversaciones turbulentas. De hecho, John dijo que ni siquiera tocó el tema del malhumor de ella, ni tampoco hablaron del programa de tratamiento. Se limitaron a hacer camping. Tras regresar a casa, Allison se marchó al cercano centro de rehabilitación para su estancia de ocho meses. Mejoró, se recuperó de la depresión y pudo volver a casa para reemprender la vida familiar. Aun así, sus primeros años de bachillerato fueron revueltos y la relación que John mantuvo con su hija siguió siendo tensa. Pero cuando ella cumplió dieciocho, las cosas habían cambiado mucho. Y cuando terminó sus estudios, según me dijo él, sus amigos sentían envidia de la relación que tenía con Allison. Cuando ella ya tenía veintitantos, habló con sus padres de aquellos años difíciles. Se sentía culpable por haberles hecho tanto daño. Les dijo que lo lamentaba mucho y que no sabía qué le había podido pasar entonces. Yo le pregunté qué le había hecho cambiar. Sin dudarlo, me respondió que habían sido aquellos días de camping que había pasado con su padre. —Aquel fin de semana me di cuenta de que él era inquebrantable. Por supuesto que tenía que sentirse muy mal; pero vi entonces que, hiciera yo lo que hiciese, nunca podría apartarlo de mi vida. No puede imaginarse el bien que me hizo eso. Naturalmente no quise decírselo entonces. Pero aquellos días de camping lo cambiaron todo. Creo que me salvó la vida. Yo estaba muy cerca de caer en la autodestrucción. Usted siempre será el primer amor de su hija. Y eso constituye el gran privilegio y la oportunidad de convertirse en un héroe. Palabras, vallas, silencio, tiempo y voluntad: ¿cuál es la diferencia que realmente establecen? En el capítulo 1 hemos descrito una serie de problemas a los que tendrán que enfrentarse todas las chicas. Seamos ahora más concretos. Antes de que su hija termine el bachillerato (quizás incluso mucho antes), ella o muchas de sus amigas empezarán a dar vueltas al tema de la dieta. La mayoría de las adolescentes pasan por un periodo de obsesión con el peso, y muchas caen en auténticas alteraciones de la alimentación. Según mi experiencia, las madres comprenden por qué y cómo sus hijas se ven atrapadas en esta peligrosa moda. Los padres, por lo general, se rascan la cabeza —aunque ellos constituyan un elemento crucial en el proceso de recuperación— y se preguntan: «¿Pero cuál es el problema? Métete un poco de comida en la boca y trágala». Pero ustedes, hombres, lo ven todo muy fácil. A su hija, atormentada por sus demonios interiores (en esa vida interior tan activa que tiene toda chica) no le es posible «tragarla». Las alteraciones alimentarias han alcanzado el rango de plaga. Esta patología incluye la anorexia nerviosa, la bulimia, los atracones y la obesidad. El elemento común en todas estas alteraciones es una obsesión por la comida; ya sea por reducirla, por huir o por entregarse a ella. Hay magníficas oportunidades para que su hija caiga en una de estas patologías antes de que termine el bachillerato. Por tanto, ¿qué va a hacer usted para impedir que pase algo de esto? En primer lugar, le será de ayuda tener un conocimiento básico de la etiología de estas enfermedades. No es necesario que usted se convierta en un psicólogo o en un experto, pero le ayudará intentar observar la vida a través de los ojos de su hijita; ver lo que ella ve, oír lo que ella oye y entender lo que ella siente. ¿Es eso realmente necesario? Sí, es realmente necesario; porque, según las mejores investigaciones científicas, nadie tiene un efecto más poderoso que usted en la prevención y en la ayuda para que ella pueda recuperarse de estas alteraciones de la comida.63 La anorexia y la bulimia nerviosas son enfermedades complicadas. Son sumamente penosas para los padres y frustrantes para los médicos. Para ayudar a que usted tenga un atisbo de lo que pasa por la cabeza de una chica, voy a tratar de simplificar un tema muy complejo con unos conceptos útiles y unos consejos sobre las formas de proteger a su hija. Según la National Eating Disorders Association, los factores más significativos causantes de estas alteraciones dietéticas son la baja autoestima, los sentimientos de inadecuación, la depresión, la ansiedad, la dificultad para expresar las emociones, problemas en las relaciones familiares, la presión social que ensalza la delgadez y algunos factores físicos o genéticos. Naturalmente, otros factores pueden contribuir también, y es importante darse cuenta de que cada alteración es diferente de otra; son tan distintas como puedan serlo las personalidades de las muchachas. Por desgracia, el 90 por ciento de las alteraciones dietéticas (la anorexia y la bulimia) tienen lugar en las chicas y mujeres de edades comprendidas entre los doce y los veinticinco años, cuando el desarrollo de sus mentes y de sus cuerpos las hace más vulnerables. Es imprescindible comprender que cada una de estas enfermedades debe ser tomada muy en serio, porque constituyen auténticas amenazas para la vida. La anorexia (que literalmente significa pérdida del apetito) nervosa (que quiere decir neurosis) puede producir un descenso de la presión arterial y del ritmo circulatorio, deterioro cerebral y fallo cardíaco. La bulimia nervosa se caracteriza por un deseo imperioso de comer, seguido de maniobras tendentes a evitar el aumento de peso consiguiente: vómitos voluntarios y abuso de laxantes o enemas. Aunque resulte difícil de reconocer desde el exterior, la bulimia puede resultar igualmente devastadora. Llevará a la rotura de dientes, erosión de los epitelios del esófago, problemas gástricos, desequilibrios químicos, fallos cardiacos y, finalmente, la muerte. Por tanto, si usted sospecha que su hija puede padecer alguna de estas alteraciones, o su instinto le dice que se encuentra a punto de sufrirlas, busque la ayuda oportuna inmediatamente. Las alteraciones dietéticas forman parte, por lo general, de un proceso que empieza con cambios en su forma de pensar, después en sus sentimientos y, finalmente, en su comportamiento. Por consiguiente, trate de penetrar en su mente y de ver lo que ella pueda ver en un día normal, tal como lo manifiesta en su diario. Voy al colegio para la clase de álgebra de primera hora. Me encuentro nerviosa porque no estoy segura de haber respondido bien a las preguntas de los ejercicios. El profesor me saca a la pizarra para que diga las respuestas y siento que me hundo. Me quedo helada en la silla. Tim se sienta a tres puestos de mí, y sé que está pensando ahora que soy una tonta. Y si no es ahora, lo pensará dentro de unos minutos. ¡Uf! Y lo fea que es mi blusa. No quiero que se fijen en ella. Me levanto y doy las respuestas. La mayor parte eran correctas. Dos estaban equivocadas y todos se rieron. ¿Por qué lo hicieron? Soy más lista que todos estos imbéciles. Me alegro de haber terminado con las respuestas. Anna y Jessie se sentaron conmigo en el almuerzo. Son mis mejores amigas. Puedo hablar con ellas de cualquier cosa. Anna está en mí mismo equipo de fútbol. Jessie me fastidia porque solamente come ensaladas en el almuerzo y, además, no les pone nada. Me siento culpable porque yo sí le pongo, y porque ella es más delgada y es más bonita que yo. Usa ropa de talla O. ¡Qué suerte tiene! A mí no me gusta ir de tiendas con ella porque hace que me sienta gorda. Supongo que lo estoy. Uso una talla 2; pero creo que podría bajar hasta la O si me lo propusiera. También odio sentarme al lado de Anna, y eso también me hace sentirme culpable. Todos los chicos se van con ella. Es un fastidio. Quiero decir que Anna es mucho más divertida y mona que yo. Quizás es debido a que es fuerte y atlética. Es posible que piensen que es fea. Seguro que lo piensan. Pero no me hablan mucho de eso. Detesto ser tímida. No puedo dejar de pensar en los chicos y en Jessie. Debería empezar a comer más ensaladas. Me sentiría mucho mejor si perdiese un par de kilos. Empezaré a correr. Eso ayuda. Echemos un vistazo a ese mismo diario, un mes más tarde: ¡Qué bien! He perdido cuatro kilos en sólo tres semanas. No está mal. Corro todos los días. Ya casi estoy en la talla O. Mis amigas me dicen que estoy fenomenal. Sigo teniendo algunos problemas con el álgebra pero, ¿a quién le importa eso? Al leer Cosmo hoy saqué una serie de buenas ideas sobre lo que realmente les gusta a los chicos, y me sentí muy bien. Me encantan los vestidos de Cosmo. Quiero ser actriz, pero necesito vencer mi timidez y perder algo más de peso. Voy a estar muy bien, lo sé, y voy a llevar una ropa guay. Sé que esto parece un poco estúpido, pero a veces me imagino que estoy en las páginas de Cosmo y que me entrevistan. Pero nunca lo conseguiré si sigo así. No hay manera; ellas son mucho más flacas y esbeltas que yo. Tengo que continuar con esto. Dos meses más tarde: Estoy confundida y me siento culpable. He estado en esa página de Internet y me he enterado de que si vomito puedo perder peso más rápidamente. Lo intenté. Fue algo de mal gusto pero funciona, así que continuaré haciéndolo. También sigo corriendo. Ya estoy en siete kilómetros diarios. A veces me encanta correr, otras lo detesto. Mi padre empieza a meterse en mis cosas. Me pregunta qué me está pasando. Dice que estoy irritable. Quizá sea gracioso, pero ya no tengo el período. No sé. Me mira divertido. No solemos estar juntos mucho, y yo trato de evitarlo porque no quiero que se entere de lo de los vómitos. ¡Ni pensarlo! Nadie tiene que saberlo. Cuatro meses más tarde: El colegio marcha fatal. La gente me vuelve loca. Me ponen de los nervios. No quiero ir al colegio, pero mi padre me obliga. Piensa que tengo cáncer o algo así. Odio hacer mis deberes. No sé cuál puede ser el problema, simplemente no puedo concentrarme. Finalmente he con seguido la talla O. La comida sabe horrible. No puedo soportarla. Todos los días me voy de casa antes de que mis padres puedan enterarse de que no he desayunado. No quiero ir al colegio. Anna y Jessie se están volviendo muy raras y me parece que no quieren saber de mí nunca más. Quizás se sienten celosas, pero, ¿por qué? Quiero decir que ellas están mucho más delgadas que yo. Es decir, ya he perdido algo de peso; si me desaparecieran esos bultos de los muslos creo que empezaría a comer de nuevo. No puedo concentrarme en mates ni en ciencias porque las tengo por la mañana, y después viene el almuerzo. No puedo dejar de pensar en lo que voy a comer. ¿Tomaré algún acompañamiento con la ensalada? Jessie no lo toma. No, no puedo. He de hacerlo mejor que ella. Tomaré solo agua. Llegó la hora de la comida. Anna y Jessie se me acercaron. Yo quería salir corriendo. Odio ver cómo come la gente. Tienen mucha suerte. Ellos pueden comer, pero yo no. Quiero decir, creo que yo también podría pero quiero ser diferente. Tomé un poco de agua, y como tenía tiempo libre me fui a correr. Mi profesor se puso como loco y me hizo ir al despacho del director porque llegué media hora tarde a clase. ¿Qué me importa? Seis meses más tarde: Mi padre y yo nos hemos peleado. No sé qué puede pasarle. No entiende las cosas. Quiero decir, ¿qué hay de malo en perder unos kilos? No me va a pinchar más; qué gracioso, dice que eso le fastidia. Yo ya sé por qué: porque estoy demasiado gorda. El otro día me salté el examen de francés. Odio el francés. No puedo aguantar hasta que terminan las clases. Lo único que quiero es poder dormir todo lo que me dé la gana. ¡Estoy tan cansada! Será mejor que tome vitaminas o algo. Me está sucediendo algo raro. Cuando me ducho se me cae un montón de pelo. El estómago me duele continuamente. Me parece que esto es muy gracioso, porque la verdad es que estoy comiendo demasiado. Hace dos días me comí una ensalada, y ayer comí judías. Sé que no debí hacerlo. Me producen dolor de estómago. También me pongo nerviosa cuando corro. Antes podía correr hasta diez kilómetros, pero he bajado a cuatro porque sentí esa hinchazón en el cuello, como si el corazón se me fuera a salir por la boca. No le puedo decir a nadie que ahora corro menos porque me dirían que soy una perezosa. Sé que piensan que debiera perder algunos kilos más, y no quiero que crean que no lo estoy intentando. Esto me hace sentir unas veces bien y otras horriblemente. No puedo dejar de pensar en que tengo que correr más. Tampoco dejo de pensar en lo que no debo comer. Es como si tuviera un monstruo que no dejara de estar zumbando en mi cabeza. Necesito sentarme en mi cuarto y quitarme todo eso de la mente. Siete meses más tarde: Creo que todos los que me rodean están locos, lo juro. Quiero decir que todo el mundo reacciona de forma exagerada, especialmente mi padre. Está en el hospital conmigo todos los días, y siempre que ve el tubo en mi nariz yo diría que hace esfuerzos para no llorar. Esto es muy estúpido, ¿por qué no me sacan de aquí? Cuando se vayan me quitaré el tubo. Me están matando. ¿No se darán cuenta? Solo tengo que perder un poquito más de peso. Mi estómago es demasiado grande. Me sentiría mucho mejor si solamente me dejaran comer lo que yo quiero. Quisiera decirles: dejadme sola un par de días y comeré. ¿Qué le pasa a esta gente? No sé lo que me sucedió, pero de repente lo vi todo negro, los oídos empezaron a vibrar y la cabeza me dolió mucho. Mi padre dice que me desmayé y que me caí de la cama. Cuenta que los médicos me llevaron corriendo y me metieron en una máquina. También me metieron algo en la boca para que pudiera respirar. Había muchos timbres y muchas voces que susurraban, muchos tubos y cables. Alguien le gritó a otro algo sobre una inyección de algo. Realmente no puedo acordarme mucho. Lo único que sé es que todos están locos, todos locos. ¿No se darán cuenta? Así es como suele suceder. Al principio su hija oirá ciertas cosas. Empezará a pensar que su vida podría ser mucho mejor si fuera un poquito más delgada. Sopesará el tema y pensará en modos de lograrlo. Esos pensamientos no desaparecerán porque sus amigas quieren tener una talla menos (pesen lo que pesen), y ella querrá hacer lo mismo. Cree que si estuviera más delgada llamaría la atención de más gente y se sentiría mejor consigo misma. Sucede también que muchas chicas fantasean sobre el sueño de convertirse en modelos, posar para las revistas, actuar en la televisión o en el cine, y consideran algo magnífico volverse más delgadas y más bonitas. Seguirán haciendo dieta y ejercicio, esperando poder realizar sus fantasías o, al menos, parecerse a las modelos y a las actrices que admiran. Hacia cualquier parte que miren, en el colegio, en los deportes o en casa viendo la televisión, esos pensamientos se verán reforzados. Ahora bien, nada malo hay en comer adecuadamente y en hacer ejercicio, siempre que esto se haga con moderación y por buenas razones. Pero estas chicas de riesgo lo llevan a los extremos. Y aún más: cambian su carácter. Una chica de riesgo se vuelve sumamente celosa de otras chicas que son populares y que atraen la atención. Piensa que ella no es popular porque es gorda, o porque hay algo que no funciona en ella. Duda de sí misma y está llena de ansiedad; y es muy poco probable que, de ese modo, pueda hacerse popular. En su afán por sentirse mejor, más mona y más sexy, por volverse más popular y llamar más la atención, continúa con su dieta y sus ejercicios. Poco a poco, su dieta se vuelve más estricta; y entonces empieza a pasar hambre y se obliga a vomitar. Los investigadores creen que las alteraciones alimentarias son difíciles de detectar porque la mayoría son subclínicas.64 Las chicas saben ocultar esas alteraciones muy bien. Aunque se encuentren metidas en una trampa mental y emocional, aferradas a sus pensamientos y a sus conductas obsesivas, procuran ocultarlo. Para los padres resulta especialmente difícil comprender que la adicción a pasar hambre que padecen sus hijas les hace sentirse muy bien. No es lo mismo que las adicciones al alcohol o a las drogas, que muestran de forma inmediata señales de alarma como los estados de decaimiento, de resaca, de «malos viajes», y de hundimiento cuando desaparece el efecto de los chutes. Por el contrario, pasar hambre, al menos al principio, ofrece recompensas. La gente comenta la pérdida de peso de la chica y lo bien que se la ve ahora. He aquí la buena noticia: los investigadores ponen también de manifiesto que ustedes, padres, si se involucran en el problema de sus hijas, pueden jugar un papel muy importante a la hora de impedir que se desarrollen esas horribles enfermedades; y esa intervención también resulta crucial para que ellas puedan curarse.65 Permítaseme que diga, antes de nada, que este tipo de alteraciones no son culpa del padre. Son muy complicadas y en su aparición intervienen muchos factores. Pero recuerde siempre que la fortaleza de la relación con su hija puede tener un efecto profundo para prevenir estas alteraciones, para impedir su progresión o para curarla en el caso de que ya esté inmersa en la enfermedad. Veamos algunas cosas prácticas que puede hacer usted. Dedíquele tiempo. El propósito del tiempo que usted le dedica es ayudarla a que deje de querer sentirse mejor siendo distinta de lo que es. Las investigaciones demuestran que las hijas que sienten una profunda conexión emocional con sus padres también se sienten más unidas a ellos. Y cuanto más unida se sienta a usted, menor es la probabilidad de que se deprima o que caiga en alteraciones de la comida.66 Uno de los trabajos realizados sobre este tema afirma: «El grupo asintomático mostró los niveles más bajos de depresión y los más elevados de vinculación de seguridad paterna»67. Así pues, ¿cómo puede establecer usted esa fuerte vinculación? En primer lugar: préstele atención cuando está con ella. No desconecte y piense en cualquier otra cosa mientras ella le habla; no la ignore cuando se sienta a su lado en el partido de béisbol, y no piense que ella no se dará cuenta de que no le presta atención. Practique actividades con las que puedan disfrutar juntos. Por supuesto que habrá ocasiones en las que le arrastrará a ver tiendas, y otras en las que usted la llevará a una exposición de coches. Eso es normal. Pero esté donde esté, asegúrese de que ella percibe que usted se da cuenta de que está a su lado. Hágale preguntas y escúchela. Las chicas odian sentirse invisibles. Sin su atención se sienten inseguras y no queridas. No corneta el error de pasar muy poco tiempo o de prestar muy poca atención a su hija. Es posible que lo lamente durante toda su vida. No se preocupe si el tiempo que pasa con ella no es muy agradable. Llévela a dar un paseo por el parque. Si termina discutiendo sobre su novio no estará mal, porque incluso la discusión es una forma de unión entre ustedes. No tendría ocasión de discutir si no se preocupase por ella; cosa que su hija reconocerá, tanto si lo confiesa más tarde como si no. Esas discusiones no son necesariamente lo mejor que puede pasar entre usted y su hija, pero no tienen por qué dañarles. La única norma que debe seguirse es que cuando se termina una discusión, se ha terminado. No vuelva a ella. Póngale fin y pase a otra cosa antes de que se acabe el día. Y la próxima vez vuelva a invitarla a salir. Cuando la saque, no la lleve muy lejos. Pídale que se siente con usted en el porche, que le ayude en la cocina o que trabaje con usted en el garaje, aunque sea durante un rato. Lo que importa es que cuando usted muestra auténtico interés en estar con ella, su hija se siente más unida a usted. Así pues, concédale tiempo y atención, y pronto verá cómo ella siente que su padre la quiere. Préstele atención. A las chicas les gusta hablar más que a los chicos, y más que a los padres. Para ellas es saludable hablar mucho; pero eso puede ser un problema para usted, porque los hombres son expertos en desconectar. Usted tiene un montón de cosas en la cabeza, es menos oral que las mujeres y, además, todos nosotros, cuando estamos preocupados por algo, tendemos a no prestarle mucha atención a los demás. Por consiguiente, cuando estén juntos probablemente sea ella la que hable más. Limítese a escucharla pacientemente, pero de verdad, no trate de fingir interés. Las hijas se dan cuenta inmediatamente cuando los padres no las atienden. Lo que ha de evitar —para que ella no se vea frustrada y emocionalmente distanciada— es precisamente aquello que sucedería si ella pensase que usted no la está escuchando. Su tarea consiste asegurar los vínculos que los unen. Y eso lo conseguirá si pasa tiempo con ella y le presta atención. Puedo garantizarle una cosa: si presta atención a su hija durante diez minutos diarios, al cabo de un mes habrá conseguido establecer una nueva relación con ella. Haga lo que haría naturalmente, como hombre que es: pase más tiempo escuchando que hablando. Sí la escucha, ella se sentirá querida. Usted se convertirá en algo especial para ella, porque su hija sabe mejor que nadie que la mayoría de la gente no escucha. La vida emocional de los niños es egocéntrica, y eso es precisamente lo que desarrollan muy bien sus amigas. Por ello su hija se muere por que la oigan. No es necesario que usted esté de acuerdo con ella; ni tiene tampoco por qué darle unas réplicas inmediatas. Y no se preocupe si le pide que le aclare algún pensamiento enrevesado. El simple hecho de que usted esté allí y le dedique un poco de tiempo significa mucho más que lo que probablemente podría resolver ella mediante su confusa lógica. Si está a su lado, la mira y la escucha, ella querrá que esos ratos se repitan. De este modo su autoestima se fortalecerá, desaparecerá su sentimiento de soledad y se sentirá más cómoda al expresar sus sentimientos. Finalmente, y gracias a usted, que es el hombre más importante de su vida y que, evidentemente, está a gusto en su compañía, ella se sentirá más atractiva. Pensará que aquellos chicos que no quieran estar con ella tendrán algún problema (porque usted es mucho más listo y más maduro que ellos). Ésta es, pues, una buena actitud; una actitud que habrá de proteger a su hija a largo plazo. Póngale límites. Las limitaciones siempre constituyen una obligación para las chicas, especialmente durante sus años de adolescencia. Tenga presente que, diga lo que diga, el mismo hecho de que usted mantenga firmemente las normas de comportamiento que ha establecido hará que ella se sienta más querida y valorada. Su hija sabe muy bien que esas normas son una prueba de que usted se preocupa por ella. Y lo que es igualmente importante: con ellas, su hija se prepara para establecer normas por sí misma, al demostrarle que ese proceder es necesario. De las reglas que usted marque (y de su propia conducta) ella sacará la lección de lo que es aceptable y de lo que no lo es; de lo que es bueno y de lo que es malo, y de lo que debe y no debe hacer. Muchas de las chicas que padecen alteraciones alimentarias son amables, listas y desean complacer a los demás. Hágale saber a su hija que la persona a la que tiene que complacer es a usted. Hágale saber también que le gusta tal como es, y que ha de seguir siendo así sin que le importe lo que hagan o piensen sus amigas. Guíela y ayúdela a rechazar comportamientos dañinos. Si hace una norma de esto para usted, ella también lo hará. Las chicas que se han esforzado en ser fuertes, ya sea en los deportes, emocional, intelectual o físicamente, han aprendido a saber estimularse para lograr el éxito. No tienen arrebatos de última hora o se vuelven débiles de voluntad. Lo mismo sucederá con el carácter de su hija. Ella hará suyas la disciplina, las reglas y los límites que usted haya puesto en su vida. La importancia de las palabras. Hemos hablado de la importancia de saber escuchar; igualmente importante es lo que usted pueda decir. Lo que usted diga a su hija puede ayudarla a alejarse de esas alteraciones dietéticas. La clave está en saber escuchar intensa y largamente. Y después, siga escuchando. Procure comprender a lo que ella se enfrenta, lo que está en su interior y los conflictos que vive. Recuerde que cuando usted era niño, pequeñas cosas podían parecerle grandes problemas. Los padres desempeñan un papel importante para sus hijas a la hora de establecer la verdadera perspectiva de las cosas. Es posible que, como padre, considere que su primera obligación es satisfacer las necesidades básicas de su hija, pero no se olvide de que también debe desempeñar un importante papel como maestro. De hecho, éste es su papel principal. Por consiguiente, no guarde para sí sus conocimientos, compártalos con ella. Impártaselos poco a poco, cuando usted estime que está preparada para recibirlos; cuando sean importantes para enfrentarse al conflicto en el que se encuentre sumida en ese momento. Muéstrese sereno, paciente y sincero. Dígale que las mujeres que aparecen en las revistas no son los mejores modelos a seguir, y que la gente que juzga a los demás por su apariencia probablemente tiene serios problemas de autoestima. Dígale que lo que realmente importa no es lo delgado que uno pueda estar, sino su carácter. Y señálele también las mejores cualidades que ella tiene, lo que más le gusta de ella y lo que espera de ella. Veamos a continuación algunas recomendaciones sumamente importantes. Se pueden aplicar tanto a usted como a cualquier amigo íntimo o familiar que tenga relación con su hija; así pues, no se sienta incómodo al decirles a otras personas adultas lo que pueden, y lo que no deben, decirle a su hija. Está usted en su derecho. 1.No le comente a menudo el aspecto que tiene. 2.No hable de la necesidad que usted tiene de hacer dieta. 3.No haga comentarios sobre el cuerpo de su hija. Muchos padres piensan que obran bien cuando les dicen a sus hijas lo bonito que tienen el cuerpo, las piernas, etc. Algunos incluso son muy toscos y mencionan las zonas corporales de su hija de una forma vulgar. No lo haga. Eso solamente serviría para crear obsesiones en usted y en ella. 4.No le haga frecuentes comentarios sobre su ropa. Por supuesto que usted tiene sus propias ideas sobre lo que ella debe llevar, y sobre cómo ha de arreglarse. Pero no ha de decirle que la apariencia tiene gran importancia. (Esta es una buena razón para justificar los uniformes de los colegios. Establecen un estándar común de limpieza y de apariencia, y afirman la igualdad de todos y el concepto de que los vestidos y las modas carecen de importancia). Su hija es una niña y quiere que usted esté a gusto con ella. Demuéstrele que lo está, y que lo que importa es ella y no la ropa que lleve. 5.No insista en la importancia de hacer ejercicio. Sí, por supuesto, en que el ejercicio saludable es importante, pero no conviene que su hija saque la conclusión de que es beneficioso sólo porque mejora su aspecto. Tenga mucho cuidado con eso. 6.No le haga sentir la necesidad de que tiene que hacer cosas para llamar su atención. Compórtese con ella naturalmente, como la persona que forma parte de su vida cotidiana. Su hija reclama su atención y hará lo que sea para lograrla. Si usted le habla constantemente de algo, ella lo tendrá muy en cuenta. Por tanto, sea cuidadoso con los temas que le reitera; piense en cómo puede influirle eso. Su hija le observa, y quiere que usted también esté pendiente de ella. La importancia de la voluntad. Querer a los hijos puede representar un trabajo. Al principio resulta fácil; pero los hijos difíciles, enfermos, las hijas con problemas de atención o alteraciones alimentarias pueden convertir ese amor en algo penoso que requiere toda la determinación y fuerza de voluntad que se puedan atesorar. Inevitablemente, habrá momentos en los que su hija le vuelva loco; esos momentos en los que usted no puede entender por qué no controla sus emociones; o si tiene una alteración alimentaria, por qué no deja de pasar hambre, de vomitar, de hacer ejercicio de forma obsesiva, de mostrarse huraña. La fuerza de voluntad le aconsejará que guarde su enfado y su frustración; del mismo modo que también le dice que se guarde sus lágrimas cuando ve a su hija vestida con su primer traje largo, en su primer recital de piano, o cuando otra chica la llama «gordita» en el patio del colegio. Para querer bien a su hija, para tenerla cerca, para fortalecer los lazos que les unen, usted ha de tener una voluntad de acero. Habrá momentos en que querrá alejarse de ella. No lo haga. En lugar de eso, tómese un descanso. Habrá momentos en los que querrá gritar. No lo haga. Trácese un plan para aplicarlo cuando crea que puede perder los estribos, y póngalo en práctica. Habrá momentos en los que no sepa cómo expresar a su hija el cariño que siente por ella. Pero hágalo. Les hará sentirse mejor a los dos. Piense en el tipo de padre que quisiera ser. Seguramente, lograrlo constituirá un gran trabajo para usted. Pero el amor no es simplemente sentirse bien. Es hacer lo que a veces uno no quiere hacer, una y otra vez, si ello es necesario para el bien de otra persona. El amor es realmente sacrificio. En los primeros años de su existencia ella sentirá su cariño. Al final de su vida, usted estará en su recuerdo. Y lo que suceda en el ínterin dependerá de usted. Quiérala extraordinariamente. En eso consiste la esencia de la paternidad. Capítulo 4. Enséñele humildad. Muchos padres ponen los ojos en blanco al oír la palabra humildad. La asociamos a debilidad, y por eso no queremos que nuestras hijas sean débiles o fácilmente manipulables. Queremos que sean fuertes, autosuficientes e independientes. Queremos que tengan autoestima. En los tiempos que corren, la humildad es una virtud políticamente incorrecta. Pero la auténtica humildad es el punto de partida de todas las demás virtudes. Humildad significa tener una adecuada perspectiva de nosotros mismos, vernos tal y como somos. También significa comprender que todas las personas tienen el mismo valor. Enseñar humildad a su hija es algo vital, pero delicado. Usted no puede decirle sencillamente que es igual que su hermano, que es como todos los demás, porque ella necesita sentirse única e importante ante sus ojos. Enseñarle humildad exige de usted, como padre, más que eso. La humildad carece de sentido si no se sabe moldearla. Si quiere que su hija ame la lectura, usted tendrá que leer. Si quiere que sea deportista, váyase a correr. Pues lo mismo pasa con la humildad. Si usted la vive, ella la aprenderá. Recuerde, ella es como una esponja que le sigue por todas partes; que espera a ver lo que usted piensa, siente y hace. Asumir la humildad puede resultar difícil a muchos hombres. Pero no hacerlo constituye un peligroso juego de auto-decepción. Usted y yo conocemos a hombres que carecen de humildad. Sus vidas se han convertido en depósitos fútiles de las cosas sin valor a las que se entregan. He conocido a muchos hombres de éxito que encierran una extraordinaria humildad. Han tenido éxito profesional, intelectual y emocionalmente, porque han comprendido que la vida es más importante que ellos. Su trabajo y su propio ser forman parte de un cuadro mucho más grande. Sus éxitos no solamente les benefician a ellos, sino que también ayudan a los que les rodean. La humildad del padre es un don para su hija. En cierta ocasión le preguntaron a la escritora inglesa Alice Thomas Ellis: «¿Cuál es el momento más importante en la historia de la mujer?». Ella contestó: «La Anunciación». ¿Por qué necesita su hija humildad? ¿Qué tiene que ver con su felicidad, con su autoestima y con sus éxitos en la vida? Veamos seguidamente algunas respuestas. La humildad la hará sentirse importante. Sé que parece una contradicción decir que la humildad hará que su hija se sienta más importante, pero es cierto. Para desplegar plenamente sus capacidades su hija necesita comprender quién es, de dónde viene y adónde va. Y esa comprensión necesita ser precisa. Tal vez tenga talento para la música. Tal vez sea lista o deportista. Como cualquier padre entusiasta, usted se siente orgulloso de sus logros; gasta tiempo y dinero para que sus talentos puedan desarrollarse plenamente. Y la anima a que asista a reuniones sociales, a conciertos de piano o a partidos de baloncesto. Su apoyo y los ánimos que le da son importantes para ella. Pero también ha de ser cuidadoso. Si todo lo que usted hace es estimular su autoestima con aplausos y halagos, ella terminará por verse solamente a través de ese espejo y puede llegar a albergar sentimientos de frustración. Si no logra comprender la virtud de la humildad, empezará a mirarse en los modelos equivocados tratando de sentirse mejor consigo misma. La humildad consiste en vernos de forma sincera. Nos coloca en el mundo real. Si pretendemos que nuestras hijas sobresalgan en todo lo que hacen, que sean más bonitas, más listas, mejores que los demás, podemos confundir nuestras prioridades y las suyas. Nuestras hijas no necesitan demasiados halagos para sentirse bien consigo mismas. En lo profundo de su ser, su hija sabe que es buena para algunas cosas y no tan buena para otras. A menudo ve sus capacidades de forma más realista que sus padres; y cuanto más la alaben ellos, más se preguntará: «¿Por eso me quieren tanto mis padres? ¿Porque toco muy bien el violín?». Otro problema es el egocentrismo. Cuando las actividades familiares giran en torno a lo que creemos que «necesitan» o «quieren» nuestros hijos, a fin de hacerles sentirse mejor consigo mismos, estamos fomentando su egocentrismo. Muchas veces, las chicas que sobresalen en algo adquieren un sentimiento de superioridad sobre sus camaradas. Y cuando sucede esto se aíslan de sus amigos y de su familia. Empieza a aparecer la competitividad. Su sentido de superioridad hace que su mundo les resulte pequeño. No encuentran la menor alegría en lo que les rodea. Se centran en el éxito, no en los amigos. El escritor Henry Fairlie estaba en lo cierto al apuntar: «El orgullo nos incita a complacernos exageradamente con nosotros mismos, no nos anima a que nos complazcamos con la humanidad y con aquello que compartimos generalmente con todos los demás, como seres sociales». El orgullo es lo opuesto a la humildad. Recuerde lo que Dante escribió sobre el orgullo en la Divina comedia. Los orgullosos arden en sus propios placeres, solos y aislados para toda la eternidad. En cuanto Dante abandona su círculo, el Ángel de la Humildad se le aparece llevando consigo esplendor, paz y contento: «Lo envolvía tal auténtica umilita que parecía estar diciendo: estoy en paz». La humildad trae consigo un profundo gozo y una gran satisfacción, porque nos impide caer en la manía del egocentrismo. No permita que eso le pase a su hija. Haga que su mundo sea más grande que ella misma y que el talento que pueda tener. Guíela suavemente para que reconozca su fuerza, y también sus limitaciones. Déjela que falle. Hágale saber que usted sigue queriéndola a pesar de sus posibles fallos. Dígale que ella es importante para usted, no por lo que hace sino por lo que es. Esta es una magnífica oportunidad para enseñarle una de las lecciones más importantes de la vida: las personas son valiosas porque son humanas, no por lo que hacen. Pero si, por el contrario, le enseña a que desarrolle solamente su talento, su inteligencia o su belleza, estará aumentando su autoestima y la estará preparando para que otros puedan explotarla. Cuando ella va de tiendas, ¿qué ve?: millones de productos que le prometen que se va a sentir mejor. Cuando compra las revistas de moda, no ve más que mujeres sexys en las portadas, como modelos a emular. Cuando sigue una dieta, espera volverse más bella, más popular y famosa. A todas horas, su hija se ve incitada a comprar cientos de productos para cambiar su imagen, todos los cuales se preocupan de lo superficial, no de lo que es verdaderamente real e importante. Las investigaciones han demostrado que, por ejemplo, la gente compra ropa de determinadas firmas sólo para aparentar frente a los demás. Los anunciantes dirán a su hija que su vida será más completa, excitante y agradable si compra sus productos, porque saben que la invitación a darse tono es funcional, es un buen reclamo publicitario. Y funciona porque a demasiadas de nuestras hijas se les ha metido eso en la cabeza. Cuando los padres no enseñan humildad —es decir, que todos hemos sido creados iguales y que somos igualmente valiosos— los anunciantes, las revistas y los llamados «famosos» le enseñarán otra cosa muy diferente. Vogue y Cosmopolitan le dirán a su hija de dieciocho (o de diez) años que su valor e importancia se basan en tener una figura esbelta y un pecho atractivo, en llevar vestidos caros y a la moda y en ser una de esas chicas en las que se fijan los hombres. Paris Hilton —un producto del dinero, el marketing y la dieta— será para ella la quintaesencia de la belleza. Su hija se verá influenciada por todo cuanto Paris pueda hacer, y tratará de imitarla. Se servirá de Paris Hilton para llenar el vacío emocional, social y espiritual que pueda sentir. Eso puede ser muy peligroso. Porque el anhelo por seguir la carrera y la aparente clase de esa modelo hará que su hija odie no ser tan bonita, tener tanto dinero o una figura tan esbelta como ella. Y de ese modo se estará alejando cada vez más de una vida en la que reine la humildad. ¿Puede ser una mujer hermosa y, al mismo tiempo, humilde? ¿Puede ser su hija una persona brillante que busque apasionada mente el éxito en su profesión, y que al mismo tiempo sepa darse cuenta de que no es ella solamente la única responsable de su éxito? Por supuesto. La humildad hará que los logros de su hija sean más espléndidos todavía; y se sentirá más satisfecha y más feliz que si hubiera tratado de imitar la vida de Paris Hilton. El marketing, la publicidad y las modelos del momento sólo conseguirán ofrecer a su hija una vida dominada por la vacuidad. Pero usted puede encauzarla en otra dirección enseñándole que ella es valiosa simplemente por lo que en realidad es, y porque usted la quiere. Su vida tiene el mismo valor que la de los demás. El talento, la inteligencia y la belleza son cosas maravillosas, pero nunca lograrán que su vida tenga más significado ni le darán más relieve como mujer. Eso sólo se lo proporcionará la humildad. La humildad fortalecerá sus relaciones. Resulta difícil pasar por la vida sin encontrarse con alguien que no presuma de alguna cualidad de la que uno carece; o asistir a una reunión en la que la conversación se centre en una persona o un tema que uno desconoce; o no verse humillado jamás por un jefe, un profesor, un pariente o, incluso, un amigo. Todos nos hemos sentido alguna vez estúpidos, débiles o insignificantes; y, por lo general, en algún momento de nuestra vida nos hemos visto menospreciados por alguien que se considera superior a nosotros. Les decimos a nuestras hijas que las chicas inseguras suelen poner motes a sus compañeras en el colegio. Y, con frecuencia, es cierto. Chicas que son gordas suelen llamar «gordas» a otras; chicas torpes llaman estúpidas a otras; y muchachas que no tienen el menor encanto llaman «feas» a algunas compañeras. Las peleonas tratan de sentirse superiores a las demás y proclaman las debilidades de las otras para afirmar su propia superioridad. Sin embargo, la humildad impide intimidar y sentirse intimidada. Cuando su hija reconozca que todos los seres humanos tienen el mismo valor y no se considere por encima de las demás, no se preocupará por afirmar su superioridad, ni tomará en cuenta las intimidaciones de las necias. Ha de saber que nuestro valor no está en lo que hacemos, en lo que tenemos o en lo que somos capaces de ser, sino en el hecho de que somos seres humanos. Y los matones no pueden sentirse superiores sobre aquellos a quienes consideran inferiores. La humildad nos iguala a todos. Incluso puede hacer que el matón inseguro se sienta intimidado. Esto es cierto. La humildad hace que vivamos en la realidad. Nos impide ser absorbidos por una vida de rencor y autodestrucción. Las chicas que poseen la virtud de la humildad tienen más posibilidades de mantener amistades más profundas y duraderas. Con humildad, su hija es libre para disfrutar de otras personas por lo que éstas son; no deseará apartarse de otras chicas. Y esto es sumamente importante, porque ella es una criatura social. Necesita a los demás. Necesita a los adultos para hablar con ellos, a sus amigas para estar con ellas y a los muchachos para aprender lo que son las relaciones. Nadie puede ser feliz en el aislamiento. No fuimos hechos para ello. La humildad es el fundamento de todas las relaciones sanas. Hace que cada parte de la relación se muestre respetuosa, sincera y relajada. Si su hija vive con humildad, descubrirá quién es realmente y lo que es verdaderamente importante en su vida. Experimentará alegría y satisfacción. Su hija fue creada para vivir en una intrincada red de relaciones. La humildad la mantiene dentro de esa red. El egoísmo y el orgullo la arrojarán fuera. Para muchas personas la humildad es un fundamento de las enseñanzas de la tradición judeocristiana, en la que todos son iguales a los ojos de Dios porque Él nos creó y nos quiere a todos y a cada uno de nosotros. Comparados con Dios, que nos hizo del barro, podemos sentirnos esencialmente insignificantes. Pero (mi frase favorita en la Biblia) «Dios nos hizo»; así pues tenemos un sitio y un propósito, y Él quiere llenarnos con todas las cosas buenas. Todo lo que tenemos que hacer para huir del sofocante entorno de nuestras vidas, para vernos con humildad, es reconocer que no somos el origen del poder, del talento y de la inteligencia. Como se dice en los Evangelios: «Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el Reino de los Cielos». El gran teólogo Oswald Chambers dijo: «No se trata de lo que poseemos sino de nuestra pobreza; no de lo que llevemos con nosotros, sino de lo que Dios puso en nosotros». Dios ha llenado a su hija con dones inimaginables. La humildad le enseña que son, de hecho, «dones» por los cuales se ha de sentir agradecida, y no orgullosa. Veamos seguidamente el caso de un padre que supo gozar de la humildad. *** En un principio, Andy quería ser sacerdote. Ingresó en el seminario, pero pronto se dio cuenta de lo mucho que deseaba casarse. Así que abandonó el seminario, ingresó en la Facultad de Medicina y ahora es un médico muy reconocido, que da clases en un importante hospital de Pennsylvania. Aunque Andy abandonó la idea de hacerse sacerdote, jamás perdió la fe. Su amor a Dios y sus oraciones siguieron muy vivos en él. Tenía tres hijas, y llegó un día en que decidió hacer un viaje con Amy, su hija mediana. Estaba convencido de que ambos tenían que hacer algo juntos. Cuando Amy cumplió los diecisiete años, la llevó a la República Dominicana como miembro de un equipo médico compuesto por quince voluntarios. Era verano. La temperatura rozaba los treinta y ocho grados. Cogieron un viejo autobús escolar para llegar a la aldea en la que iban a prestar gratuitamente sus servicios médicos. Los médicos se instalaron en un cuarto de bloques de cemento, prepararon mesas de camping como mesas de exploración y organizaron su equipo. Los otros voluntarios del equipo se dedicaron a desinfectar el lugar, barrer el suelo y preparar las lámparas. Yo también estaba allí, y pude observar el trabajo de Andy. Era profundamente paciente y amable; hablaba siempre en tono bajo, sin que le importaran las incomodidades del precario hospital. Una tarde vi que estaba hablando y rogándole algo a una mujer. Ella, a punto de llorar, le contestaba de forma brusca, y terminó saliendo violentamente del cuarto. Andy se repuso y terminó de ver al resto de los pacientes; después se subió al destartalado autobús escolar, antes de que los demás terminaran su jornada de trabajo. Amy iba con él. Andy —que es un hombre alto y fuerte— se sentó y se cubrió el rostro con las manos. Sentada un poco más atrás, pude escuchar su conversación. —Lo dejo —dijo a su hija—. Es hora de regresar a casa, Amy. Esto fue un craso error. Entonces le contó a Amy por qué se había marchado la mujer del centro. Ella había llegado quejándose de dolores en el pecho. Aunque Andy es un médico especialista en neumología, no encontró nada anormal en los pulmones de aquella mujer. Finalmente se dio cuenta de que el problema no era que padeciese del corazón o de los pulmones, sino que su novio la golpeaba sistemáticamente en el pecho. Andy le dijo que tenía que librarse de aquellos abusos, que tenía que decirle a su familia que la llevase a otra población. Eso era imposible, le dijo la mujer. No tenía coche, ni bicicleta, ni dinero, ni familia (ninguno de los habitantes de la aldea tenía coche o bicicleta). Andy se dio cuenta de que no podía hacer nada. No había medicina que pudiera curar a aquella mujer. Tampoco podía protegerla de la brutalidad de su novio. Andy había visto a aquella pobre y ultrajada mujer como un ser precioso, quizás más precioso que él mismo. Aquel día, en el autobús y bajo aquel calor, no pudo evitar el llanto. Se había visto cara a cara con sus limitaciones de un modo que jamás se había podido ver en su cátedra del hospital de Pennsylvania. En aquel centro disponía de un equipamiento de millones de dólares que podía utilizar siempre que quisiera; tenía un magnífico equipo médico y toda una perfecta infraestructura a su servicio. Allí podía palpar el poder y el éxito. Pero aquel día en la aldea sólo se tenía a sí mismo, y sus limitaciones. Andy pensó en dejar el país al cabo de una semana. —¿Qué sentido tiene quedarse aquí? —se preguntó En realidad no podemos ayudar a esta gente. No tenemos suficientes medicinas ni recursos; y, aunque los tuviésemos, en cuanto nos marcháramos aquí todo volvería a ser como antes. No tenemos nada que ofrecerles. Necesitan demasiado y nosotros no somos bastante para ellos. Ninguno de nosotros lo es. Pero Amy le dijo: —De acuerdo, papá, ¿pero qué podemos decir del amor a Dios? Siempre podríamos entregarles eso. —Eso no les serviría de mucho. Lo que a ellos les hace falta es agua, alimentos y electricidad. No necesitan que venga alguien a hablarles de un Dios invisible que les ama. ¿Dónde está ese Dios? Creerán que es un Dios cruel y que les ha abandonado. Andy se sentía en esos momentos más enfadado que triste. El antiguo seminarista se cuestionaba la existencia de Dios. Después de cenar, les pregunté sobre la conversación que habían mantenido. —¿Qué es lo mejor que podemos dar a los demás? —les pregunté. Finalmente llegamos a la conclusión de que todo lo que podíamos dar era esperanza; y que la única forma de encontrar esa esperanza estaba en Dios. Así pues, nuestro objetivo era mostrarles la luz divina mediante nuestro trabajo. Nuestra fe nos había llevado hasta allí, y teníamos que actuar de acuerdo con ella. Las conversaciones que siguieron entre padre e hija les llevaron a la gran pregunta de la vida. En esas conversaciones, Andy nunca mencionó la necesidad de vivir humildemente ni el reconocimiento de los valores que existen en todos. Eso se daba por supuesto. Sus acciones hablaban por él. Él simplemente vivía su fe. Y su hija Amy seguía sus pasos. La humildad la hará equilibrada. Los padres dicen siempre que a ellos no les importa lo que hagan sus hijos mientras sean felices. Yo, que soy madre de cuatro hijos, pienso lo mismo. Soy increíblemente egoísta. Si mis hijos son felices duermo mejor por la noche y disfruto más por el día. Pero pensemos un momento: ¿es eso lo que realmente queremos usted y yo para nuestras hijas? ¿Será la felicidad la meta hacia la cual tiendan? Todos buscamos la felicidad. Es nuestro derecho constitucional. Y la felicidad es un gran estado vital. Pero si usted le enseña a su hija que la felicidad es su «meta de llegada», podría hacerla desgraciada. Veamos por qué. Si hace de la felicidad su meta, tanto ella como usted descubrirán que hay miles de cosas que podrían hacerla feliz. Quizás conseguir una plaza en el mejor centro educativo. O tener un hijo a los quince años. O expresar sus creencias con total libertad, como, por ejemplo, poniéndose una sudadera que diga: «A la mierda la autoridad». El problema que se presenta al hacer de la felicidad la meta de todo es la falta de barreras de contención. La búsqueda, sin más, de la felicidad puede justificar la autocomplacencia. Puede estimular el egoísmo. Yo he visto cómo se «estropeaban» hijos. Y lo que es más importante: en realidad ese deseo puede llevar a la desgracia, puesto que no hay límites para «los deseos» de un niño —ni de un adulto—. Y tales deseos y necesidades nunca llegan a satisfacer otra necesidad más profunda. De modo que la felicidad siempre permanece fuera de nuestro alcance. La paradoja está en que la felicidad se encuentra de forma plena sólo cuando se la rechaza de forma rutinaria. Según puedo ver en mi profesión, las chicas más felices son siempre aquellas que viven con humildad. Y las más desgraciadas son las más autocomplacientes en su búsqueda de la felicidad. Si lo piensa bien, esto tiene un sentido perfecto. La autocomplacencia resulta fácil y no requiere fuerza de carácter. Comerse cuatro pasteles le sienta bien mientras los está comiendo, pero eso le puede producir malestar de estómago y, desde luego, le va a hacer engordar. Ver telenovelas en vez de hacer las tareas caseras tal vez le parezca agradable, pero eso no va a prepararla para la vida cuando termine el bachillerato. Practicar el sexo siempre que le apetezca y con quien más le guste, puede resultarle agradable durante un rato, siempre que no contraiga una enfermedad de transmisión sexual, se quede embarazada, o termine sintiéndose profundamente deprimida. (Yo considero la depresión en las chicas adolescentes como una enfermedad de transmisión sexual, porque casi siempre va unida al sexo precoz). La humildad nos enseña reglas y autocontrol; porque somos parte de una comunidad mucho mayor, y necesitamos trabajar juntos para el bien de todos. La humildad nos enseña responsabilidad, y a tener en cuenta las necesidades de los demás. Nos enseña a mirar hacia fuera en vez de centrarnos de forma obsesiva en nosotros; y nos recuerda que no somos los únicos que contamos. El resultado de todo esto es que las chicas que actúan con humildad viven la auténtica felicidad y esa verdadera alegría que únicamente puede proceder de unas magníficas relaciones con la familia, los amigos y todos los demás. Disponemos de normas para hacer que nuestras relaciones sean saludables. Y entre esas reglas está la de privarnos en ciertas ocasiones de algunas cosas para poder ayudar a los demás. Pero, sea cual sea el modelo hacia el que se vuelva su hija, siempre encontrará a alguien que le diga que sea complaciente consigo misma. Oirá esas voces en la radio, en la televisión, en la tienda o de boca del amigo poco aconsejable. Todos ellos tienen sus razones para vivir bien. Y tratan de apartarla de lo que verdaderamente es real. Le dicen que no es necesario sacrificio alguno, que tome lo que le apetezca; que no se requiere disciplina, que disfrute, simplemente. Complácete hasta que estés llena... o hasta que estés vacía. Todo lo que un padre necesita hacer para ver esto de primera mano es darse un paseo por los comercios de modas y estudiar 105 rostros de las jóvenes que los frecuentan. La expresión de muchos de esos rostros es de cansancio, de aburrimiento, de falta de compromiso, de falta de propósito. Pero ellas creen que van a encontrar la felicidad yendo de compras, o con las drogas y el sexo; con cualquier cosa que pueda colmar su sensación de vacío. Usted no querrá que a su hija le suceda algo así, ni ahora que tiene seis años ni, por supuesto, cuando tenga dieciséis. Pero ése podría ser su futuro, a menos que le enseñe lo que es verdaderamente importante, de dónde proceden los auténticos valores y por qué ella los necesita. Ese podría ser su futuro a menos que le enseñe la humildad que la asentará en la verdad. La humildad la preparará para una vida que tiene auténtica profundidad, porque incluye servicio y enfrentamiento a las dificultades. Proporcionará gozo porque le enseñará a mirar hacia afuera, y no solamente hacia sí misma. Le dará la sabiduría necesaria para discernir lo que está bien y lo que está mal. Como padre, usted debe enseñarle las normas que le serán útiles para que no se perjudique a sí misma ni a los demás. Y esas normas le servirán de pauta para el resto de su vida. La humildad la hará vivir en la realidad. Todo niño nace con un mecanismo natural de supervivencia que le obliga a ser territorial. «Mío» es una de las palabras más simpáticas, pero también más frustrantes, que cualquier pequeño de dos años repite insistentemente. A medida que su hija va pasando del jardín de infancia a la primaria, y de ésta al bachillerato, es probable que viva periodos en los que se muestre más egoísta y más territorial que las otras. Naturalmente, hay chicas que son menos egocéntricas que otras, menos interesadas en luchar por dominar un terreno personal que otras. A algunas niñas les resulta muy duro compartir y no quieren otra cosa que arrancarles a sus amiguitas los juguetes que tienen en la mano. Este comportamiento llena de frustración a muchos padres, especialmente si son personas generosas. Pero todos hemos de esperar estos comportamientos egoístas cuando nuestras hijas son jóvenes, porque forman parte de su etapa de crecimiento. Las niñas que insisten en hacer lo que les place, y que siempre quieren ser las jefas en el patio, resultan unas personitas muy difíciles. Pueden llegar a ahuyentar a las otras niñas. El egoísmo es un mal hábito. Pero intentar quitárselo a las chicas (o a cualquier adulto) es un arduo trabajo. Es necesario emplear tiempo, disciplina y mantener una lucha constante contra una sociedad que promueve el egoísmo como virtud. Nuestras hijas se ven bombardeadas por anuncios que estimulan la vanidad y el ego. Nuestras hijas estudian —y admiran— a las estrellas del pop que son famosas por su egocentrismo. Nuestras hijas van al colegio y hablan con sus amigas del nuevo modelo, del nuevo bolso o del nuevo peinado. Y se van a la cama todas las noches pensando que no tienen cosas que podrían hacerlas más felices. Y lo irónico del asunto es que, cuanto más tienen, más quieren. Lo más destructivo de nuestra sociedad es esa idea que penetra en las mentes de nuestras hijas y que les dice que ellas merecen más. Creen que tienen derecho a una serie de cosas; y que, como padre, usted tiene la obligación de proporcionárselas. Ella piensa que unos buenos padres del siglo XXI deben obrar así. Hace poco me encontraba viendo un partido de fútbol y escuché lo que un padre decía de su hija, que iba a dejar el colegio en otoño. Durante los dos últimos años la chica les había hecho pasar muy malos ratos. A los dieciséis empezó a salir con un chico de veinte que no tenía trabajo fijo. Su padre decía que «había sido un gran error permitir que aquella relación continuara». Al cabo del año, la factura de su teléfono móvil ascendía a trescientos dólares. Los padres se lo quitaron. Ella se puso furiosa. Después tuvo dos o tres accidentes de coche y la compañía de seguros puso el precio de la póliza por las nubes. Muy acertadamente, los padres la obligaron a que pagara el incremento de precio de la póliza. El padre se sentía muy mal porque la chica se metía continuamente en problemas; pero, aunque tanto él como su esposa la ayudaban. La actitud de la chica no cambiaba. Estaba muy enojada porque sus padres no le permitían usar el coche para ir al instituto y le hacían pagar parre de la matrícula. —Pero creo que lo que más me molesta —decía el padre— es que cree que nuestro deber es pagarle todos los gastos del colegio. Como somos sus padres, hemos de costear su educación, su teléfono móvil y su coche. Cree que éstos son sus derechos. Yo podía notar la frustración que le dominaba. No era solamente que su hija estuviera pasando por la crisis de la adolescencia, Mostraba una mala actitud que tenía que cambiar, si no quería comportarse así para siempre. Tenía unos buenos padres a los que juzgaba ahora muy duramente. Ellos se cuestionaban todo lo que su hija hacía —todo cuanto había hecho a lo largo de sus dieciocho años de existencia— y se preguntaban qué habían podido hacer para tener una hija tan egoísta. —En realidad es una buena chica —decía su padre moviendo la cabeza—. Es dulce, lista y muy afectuosa. Pero algunas veces la detesto, porque no parece apreciar nada de lo que hacemos por ella. La mayoría de las adolescentes no suelen apreciar los sacrificios el trabajo de sus padres. Eso es normal. Lo que ya no es norma: es la idea de esta chica de que «se merece» lo que tiene, y que es «su derecho» seguir teniéndolo. Ahora bien, muchos padres al conocer su actitud se dirían «¡qué mocosa tan consentida!». Y creo que eso es lo que justamente piensan sus padres. Pero, en realidad, ella tiene una peligrosa idea que comparten muchos jóvenes. La única diferencia es que ella la expresa. Su problema es que no tiene humildad. No sabe considerar las necesidades de los demás. La cosa es así de sencilla. Desde que nació, su intuición le dijo que tomara cuanto necesitase, que todo era suyo y que podía conseguir más. Tales fueron los deseos que gobernaron su conducta. Y todo lo que la rodea potencia esa forma de pensar. Las tiendas alimentan sus aspiraciones mostrándole cada día nuevos productos. El colegio hace lo mismo, al no proporcionarle unas adecuadas normas de comportamiento. Y sus padres también caen en el mismo error porque desean a toda costa ser unos buenos padres y darle cuanto creen que necesita o desea. Evidentemente, no hay nada malo en que proporcionemos a nuestras hijas todas las oportunidades que sean necesarias para que descubran su talento, facilitándoles una buena educación y dándoles las cosas materiales que realmente necesitan. Se las proporcionamos porque las queremos. El problema surge cuando, año tras año, nos centramos en sus necesidades y en sus deseos y sólo pensamos en la manera de complacerlas, de modo que así fomentamos su conducta. Nuestras hijas se convierten en el centro de nuestra vida, que ya les pertenece. Este egoísmo intenso estropea y hace desgraciada a una hija. La humildad es una virtud difícil, y lleva toda una vida aprenderla; por tanto, empiece a enseñársela va. Recuerde que, si no lo hace, ella sufrirá mucho. Usted debe enseñarle, cuanto antes mejor, cuáles son las prioridades de su familia. ¿Quiere que el centro de la vida familiar sean los hijos? ¿O cree que debiera serlo usted, o usted y su esposa, o Dios? Si no establece con claridad las prioridades de su familia, sus hijos lo harán por usted. Por lo que he podido ver en mi consulta, la evidencia es aplastante: las chicas que muestran una solidez emocional y una consistencia intelectual y moral son chicas humildes, que entienden el papel que deben desempeñar en el ámbito familiar y que saben que la familia no debe girar en torno a ellas. Lo que muchos padres ignoran es que, al ceder ante el egoísmo de su hija, hacen recaer sobre ella una gran presión. Cuando ella es el foco de atención; cuando tiene poder suficiente para manipular la estructura familiar, las vacaciones o la economía; cuando es ella la que decide las innumerables posibilidades que pueden hacerla más feliz, se vuelve no sólo egoísta sino también neurótica. En realidad, su hija no necesita todo ese poder. Todavía es una niña. Y usted es su padre. Es usted quien tiene que decidir. Es usted quien tiene que establecer las prioridades. Cuando usted pone realismo en su vida, le facilita las cosas, porque le fija límites. Cuando le enseña a que piense en los demás, a que se ponga en su lugar, a que sepa conocer a todo el mundo —a sus amigos, vecinos, a su hermana y a su hermano— está realizando algo importante para ella, porque le está mostrando el don de la amistad y el de vivir plenamente como el ser cariñoso y sociable que es. Si enseña a su hija a que sea buena, más que simplemente feliz, terminará siendo las dos cosas. Enseñarle a su hija humildad es un magnífico regalo que le hace. Y solamente se la puede enseñar con el ejemplo. Capítulo 5. Protéjala y defiéndala. Imagínese que ha salido a una excursión de caza con unos cuantos amigos. El grupo se interna en el bosque y descarga el equipo en la cabaña, que está a un par de kilómetros del sendero, y las primeras nieves han cubierto los árboles y el suelo del bosque. Usted come un sándwich y bebe un par de cervezas, enciende el fuego de la chimenea y se sienta para charlar un rato con su compañero. Decide acostarse pronto para salir temprano por la mañana y sorprender los ciervos cuando pasten en la fresca nieve. Cuando se echa en la cama, ve que hay unas cuantas revistas en el suelo. Se siente relajado, pero todavía no tiene sueño, así que coge una. Es Playboy, que tiene las páginas arrugadas por haber sido bastante hojeada. Como su compañero está en la ducha. Decide echarle un vistazo. Lo primero que ve en la revista son las llamativas fotos de esas espléndidas mujeres de pechos exuberantes. Las mira un instante y va pasando las páginas. Le gustan las fotos, pero no constituyen una buena ayuda para conciliar el sueño. Por último llega a la página central y siente cierta curiosidad por ver a la modelo que figura allí. Desdobla la página. Y admira aquel magnífico cuerpo. Pero entonces se fija en la cara de la modelo. ¡Dios! ¡Es su hija! Usted se queda tan atónito que no es capaz de cerrar la revista. Quisiera vomitar, pero no le es posible porque está dominado por la ira, el disgusto, el dolor y una enorme pena. Su amigo está secándose todavía en el baño, y antes de que pueda ver la revista (que se imagina que ya habrá visto un millar de veces), se levanta silenciosamente y la arroja a la estufa. Fuera con ella. Quisiera encontrar todos los ejemplares para poder quemarlos también. Pero eso es imposible. No quisiera que una cosa así le sucediera a ningún padre. Pero es importante comentarlo porque sirve para que usted se dé cuenta de que es necesario definir claramente los códigos morales referentes al sexo. Cuando afecten a su propia hija, los criterios deben estar muy claros. Y también es importante porque no puedo dejar de insistir lo suficiente sobre la poderosa y seductora fuerza que tiene la sociedad en la que vive su hija. La campaña más agresiva dirigida contra su salud emocional y física se refiere a su sexualidad. Ella confía en la defensa que usted pueda hacer contra esa campaña. Y los padres debieran saber que los mensajes sexuales que ven y oyen sus hijas hoy día en la sociedad en la que viven son mucho más persuasivos, poderosos y gráficos que hace treinta años. Por muy incómodo que pueda sentirse pensando (y hablando) sobre la actividad sexual de su hija, tiene que hacerlo. Muchos padres no hablan con ellas porque se sienten culpables. Con frecuencia escucho: «¿Cómo le voy a decir a mi hija que no tenga relaciones durante el bachillerato, si yo las tuve?». Tenga presente que lo que usted haya podido hacer no le descalifica para que ahora sea un buen padre. Su hija corre peligro. Usted tiene que protegerla. Y, sinceramente, ella no necesita oír hablar de la vida sexual que usted haya podido tener. Es un tema delicado, pero tiene que hacerlo. Todos los días ella escucha, alto y claro, los mensajes equivocados. Es necesario que usted le hable todavía más alto y más claro. Y su voz es la única que ella quiere escuchar. Conozcamos las buenas noticias. Las conversaciones que pueda tener con ella no tienen por qué ser descripciones detalladas de las enfermedades que se transmiten sexualmente, o de cómo utilizar las píldoras anticonceptivas, o de la calidad de los preservativos. Lo que ella quiere que le diga es cuáles son las normas establecidas. Cuándo es apropiado tener relaciones sexuales y por qué. Bastará con que le hable de ello cuidadosamente. No es necesario que sea un experto en nada; y mucho menos cuando se toca el tema de la píldora, de los preservativos o de las peculiares actividades sexuales de las quinceañeras. Sea simplemente su padre. Proteja su sexualidad y defienda su derecho a la modestia. Insístale en que el sexo es tan sólo una sencilla función corporal que está íntimamente unida a sus sentimientos, a sus pensamientos y a su carácter. Dígale que mucho de lo que oiga y vea sobre el sexo está equivocado. Háblele franca, amorosamente, y con respeto. Establezca un plan de defensa. Los padres constituyen la influencia más importante para las decisiones que las adolescentes puedan tomar sobre el sexo.68 Las investigaciones no se refieren «solamente a los padres que son buenos, amables o magníficos comunicadores». Aluden, tan sólo, padres (ya sea el padre o la madre). Pero el padre, en particular, tiene un enorme impacto sobre su hija. Ella compara a todos los demás muchachos y hombres usted. Usted es el responsable de enseñarle lo que debe espera: qué tipo de comportamiento debe adoptar ante las exigencias de sus amigos varones. Así pues, ¿cómo va a desarrollar esta inmensa tarea? Piense seriamente en su hija, pues a medida que ella se va convirtiendo e n mujer, se convierte también en un ser sexual. Píense, cuando su tiene tres años, en lo que quiere que sea cuando tenga veinte. Debe hacerlo, porque incluso cuando tiene tres años usted le envía mensajes sobre su cuerpo, sobre si es bello o regordete. Y todos esos mensajes tienen su importancia. Su hija necesita que usted la abrace a menudo. Y si usted es ama respetuoso y cariñoso, eso mismo es lo que ella esperará de los muchachos. También necesita saber — todo el tiempo— que usted la quiere. Todas las chicas a partir de los once años creen estar gordas. Se sienten feas, gorditas, con granos y poco atractivas. Vigile comporta su hija. Muchas chicas andan con aires desgarbados si creen que son altas. Si son bajas, querrán usar zapatos con plataforma. Las chicas, por lo general, no confían en su aspecto. Así que debe abrazarla mucho. El efecto de esos abrazos puede ser muy intenso. Pocos son los padres que se dan cuenta de lo importante que es abrazar a sus hijas. Innumerables chicas me dijeron que habían tenido relaciones sexuales con un muchacho (que ni siquiera era su novio) sencillamente por el contacto físico; porque sus padres nunca las abrazaron ni les mostraron afecto. Esa necesidad es especialmente acuciarte durante la adolescencia. A menudo los padres piensan que sus hijas adolescentes quieren que se las deje solas, y que no les gusta que las abracen. Eso no es verdad; y de hecho, podría constituir una gran equivocación. Ella necesita que usted la toque durante esos años, incluso más que cuando tenía cinco. Sé que la opinión popular es que las adolescentes «necesitan su espacio», que son muy pícaras y pueden confundirle, que es mejor dejarlas tranquilas y no hacerles caso. Pero eso no es cierto. Su hija adolescente lo necesita. Es mucho más difícil abstenerse de formar parte de la vida de su hija que integrarse directamente en ella y saber exactamente lo que hay que hacer. Sea su padre: defiéndala, sea su apoyo y no se abstenga de abrazarla. Demuéstrele que la ve, que la tiene en cuenta, que la encuentra bonita. Hágale saber que la modestia es otra forma de respeto —para ella, para usted y para lo que espera de los chicos—, y que no debe seguir las corrientes de la moda ni alardear de su sexualidad sólo porque sus amigas lo hagan. Todo esto puede constituir una dura batalla. Los anuncios de la televisión sobre un champú «muy estimulante» quizás no signifiquen nada para usted; pero debe recordar que a su hijita de siete años ya se le está diciendo que ser sexy es muy importante. La marea de los mensajes que le llegan es rápida y agresiva. A medida que se va desarrollando su atención, así va creciendo también la fuerza de los mensajes que destruyen su inocente sexualidad. Para cuando ella sea una adolescente, usted tendrá tentaciones —como tantos otros padres— de llevarse las manos a la cabeza y desentenderse del asunto. Pero no puede hacer eso. Su hija se merece algo mejor que una vida de promiscuidad, o de modelo de revistas porro, que es exactamente la clase de existencia para la que la están preparando los medios. Usted tiene que intervenir. Quizás le resulte difícil creer que este proceso devastador pueda afectar a su encantadora niña que salta del asiento para abrazarle cuando usted llega a casa del trabajo; o a su hija de tercero, que promete ser una concertista de plano; o a su jovencita de bachillerato que tiene la posibilidad de una beca para Yale. Quizás no lo vea, pero está ahí. La industria textil actúa como si la edad de la inocencia terminara a los siete años. Mucho antes de que llegue a la adolescencia, su hija verá películas para mayores; y si no es en su casa, las verá en casa de alguna amiga. Cuando tenga nueve o diez años, habrá oído hablar del sexo oral, y ya sabrá cómo se propagan el herpes genital y las enfermedades de transmisión sexual. Sus amiguitas le enseña7an revistas gráficas. Leerá Cosmo y otras revistas en las que las modelos posan de modo seductor en ropa interior y en medias con lizas, Cuando tenga once o doce años, tendrá clase de educación sexual en el colegio, y oirá palabras como preservativo, abuso sexual, heterosexual, homosexual, bisexual y masturbación. Pero más importante todavía será el tiempo que pase viendo la televisión, oyendo música o navegando por Internet. Un tiempo que cada vez se hará más largo y, por consiguiente, también más larga será su exposición al material sexual. «¿Entonces, qué se puede hacer?», preguntará usted. La mayoría de los padres quieren creer —con cierta desesperación— que tales influencias no van a dañar a sus hijas. Como pediatra, puedo decirle que están equivocados. Muchas chicas adolescentes me dicen que creen que tienen que practicar el sexo para ser aceptadas, atractivas, deseables y sofisticadas. No piensan así porque sean adolescentes, sino porque eso es lo que se les ha venido diciendo, con nauseabunda repetición, en las revistas, en las películas, en la música y la televisión, desde que eran pequeñas. Lo veo continuamente en las jóvenes. Cuando practican el sexo por primera vez — no tiene que ser necesariamente un coito— se muestran curiosas y, por lo general, se quedan muy a disgusto. El desagrado les hace pensar que hay algo en ellas que no funciona, porque todo el mundo les dice que el sexo es magnífico. Así que vuelven a practicarlo una y otra vez. En poco tiempo se tornan emocionalmente frías. El instinto les dice que han tenido intimidad con otra persona, pero en su interior sienten que no hubo amor, que no existió verdadera entrega, ni se produjo un momento de profundidad emocional. Se les crea gran confusión sobre las relaciones amorosas porque el sexo llegó antes que el amor. El sexo separado del amor origina un sentimiento de gran vacío, y una notable confusión sobre la manera de amar. La repetición de actos sexuales como algo mecánico hace que el amor y el sexo no logren encajar. La consecuencia de todo esto es que la satisfacción se hace imposible y las chicas se sienten hastiadas. Lo bueno de esto es que cuando usted le hable a su hija de que el sexo está íntimamente unido a todos los aspectos de su vida, ella le creerá, porque lo que le dice tiene, de forma intuitiva, sentido para ella. Cuando usted le asegura que el pudor es una forma importante de protegerse y de honrar su integridad, también lo entenderá, porque los niños tienen un innato sentido del pudor. Usted deberá ser el protector de su hija, y deberá luchar contra una sociedad que le miente sobre el sexo y le niega su derecho al recato. Usted puede evitarse peleas diarias sobre ropa, revistas de moda, música o televisión, estableciendo algunas reglas generales. Si la sociedad obliga a su hija a crecer deprisa, prolongue el periodo del crecimiento usted. Cuando llegue el momento de escoger su ropa, haga que la elija dentro de unas normas. Si necesita algunas pautas, adopte las establecidas en el colegio de mi hija: blusas de cuello cerrado y faldas por debajo de la rodilla. Dígales que el motivo de esas normas no es que deba avergonzarse de su cuerpo, sino que ha de ser respetuosa con él. ¿Debe leer revistas para mujeres adultas a los ocho años? No. Quíteselas. Si su madre las tiene, manténgalas fuera de su alcance. ¿Debe ir su hija a pasar la noche a casa de amigas cuyos padres les permiten ver películas para mayores? No. Haga que otros padres —y también su hija— conozcan las normas que usted ha fijado. Y haga que su hija llame a casa si se violan esas reglas. Tal vez ella se sienta avergonzada, pero lo superará. Defienda el derecho de su hija a seguir siendo una niña. Defenderla de esta sociedad contaminada constituye todo un reto cuando ella tiene ocho, nueve o diez años. Esos retos pueden intensificarse a medida que se va haciendo mayor. Observe que digo «pueden». Y lo hago así porque he descubierto que chicas cuyos padres son razonables y firmes en sus normas y no las abruman, entienden rápidamente que ellos están de su parte y saben lo que está pasando en su mundo. Eso reduce las batallas sobre el tema de las películas, vestidos y todo lo demás. Sin embargo, cuando las batallas suban de tono, tendrá que recurrir a otros métodos. De todos modos, no sea mezquino, no le grite ni se muestre agresivo. La amabilidad y la fortaleza en sus ideas actúan mejor. Cuando su hija de dieciséis años se ponga un bikini que a duras penas le tapa el pecho y la zona púbica, sonría y dígale que el color es precioso, pero que el conjunto le parece un poco escaso parra su bonita figura. Dígale que le quedaría mejor un bañador más discreto para que sus amigas no se sientan celosas. Cuando ella tenga veinticinco años, se lo agradecerá. Mantenerse en guardia respecto a la sexualidad de su hija es difícil. No es una guerra corta. Pero el hecho de enseñarle pudor y recato constituye una prueba de fortaleza y no un mero producto de padre gazmoño. Con ello obtendrá magníficos beneficios. Protéjala de la actividad sexual. Según el Medical Institute for Sexual Health, durante la década de 1960 los médicos tuvieron que enfrentarse básicamente a dos infecciones transmitidas sexualmente: la sífilis y la gonorrea. Yo me encontraba entonces en primaria. En la década de 1970, cuando ya estaba estudiando bachillerato, la infección por chlamydia era muy corriente. Pero, en realidad, nadie le prestaba demasiada atención, porque la revolución sexual estaba en auge, y lo último de lo que querían oír hablar los estudiantes era de eso. A principios de los años ochenta, cuando ya estaba estudiando Medicina, apareció el sida, aunque tampoco se le dio mucha importancia al principio.69 Después, el herpes simple tipo 2 (el herpes genital) aumentó de forma salvaje en Estados Unidos.70 Tampoco en este caso leería usted nada al respecto en los periódicos. Recuerdo que me enseñaron que el cáncer de cuello de útero estaba probablemente causado por una infección transmitida sexualmente. Se llegó a tal conclusión porque se observó que las monjas nunca tenían esa enfermedad. En los años noventa se obtuvieron pruebas de lo anterior, cuando los investigadores descubrieron que el cáncer cervical de las mujeres estaba causado casi exclusivamente por el papilomavirus humano, una enfermedad transmitida por vía sexual.71 Se apuntó que la pornografía, que estimula los comportamientos sexuales, había ayudado a extender la enfermedad. Un estudio había mostrado que con el incremento del sexo oral entre los adolescentes, el herpes simple tipo 1 causaba más infecciones genitales que el herpes tipo 2.72 En los últimos cuarenta años, los médicos han pasado de tratar dos tipos de enfermedades de transmisión sexual a más de veinticinco. Las cifras exactas dependen de cómo se cuenten estas enfermedades. Por ejemplo, ¿cuenta el virus del sida (VIH) como una o como dos infecciones, puesto que hay dos tipos de virus? Y en el caso del papiloma hay de ochenta a cien tipos. Por fortuna, solamente doce causan infecciones genitales que pueden producir cáncer cervical. Por tanto, ¿se debe considerar el papiloma como uno o como doce tipos de infección? La respuesta más sencilla es que, las cuente usted como las cuente, nuestras chicas se enfrentan a una epidemia de enfermedades de transmisión sexual. De los entre quince y dieciocho millones de nuevos casos de enfermedades de transmisión sexual que se producen cada año, dos tercios tienen lugar en jóvenes de edades inferiores a veinticinco años.73 Esto es algo que me disgusta, y como padre que es, también debería disgustarle a usted. No se crea que porque su hija estudie en un colegio privado, en uno religioso o en una escuela pública de una población pequeña y tranquila se encuentra a salvo de todo esto. No lo está. El problema de los microbios es que no hacen discriminaciones. Este tipo de infecciones cruza todas las barreras socioeconómicas, raciales y religiosas. Quizás no lo hicieran hace diez años, pero ahora vivimos en otros tiempos. Soy pediatra y he visto cómo se desarrollaba esta epidemia: aunque yo, como la mayoría de mis colegas, no la reconocí inmediatamente. Al igual que muchas madres y padres de mi generación, crecí viendo la televisión y los cambios surgidos en los medios de comunicación como Internet, y las modas de la mercadotecnia que empezaron a utilizar el sexo para vender cosas a los chicos. Algunos de estos cabos me molestaron, pero mi generación creció sin tener en cuenta las protestas paternas (incluyendo las de nuestros propios padres) nociva influencia de la televisión y de cierta música, sobre lo radicales y poco respetuosos que eran los chicos y sobre la caída de los principios morales. Así que, cuando se produjo todo esto, debo decir no le presté mucha atención. Los cambios forman parte de la vida. En mi época de médico residente atendí a muchas adolescentes a sus bebés. Me gustaba mi trabajo. Como había estudiado en Holyoke, un colegio femenino, me atraían mucho los temas de higiene para las madres jóvenes. Se nos había enseñado que la mejor forma de ayudarlas era mediante una vigilancia en la facultad y haciéndolas responsables del control de natalidad, a través de anticonceptivos orales o insertándoles bajo la piel un óvulo de Norplant. Prevenir el embarazo es clínicamente muy sencillo; pero aun así yo me quemaba trabajando con chicas que, de todos modos, se quedaban embarazadas. Así que decidí tomarme un descanso. Entretanto, mi marido y yo nos ocupamos de educar a nuestras tres hijas. A medida que fueron creciendo, les gustaba ir de tiendas para comprarse vestidos. Como su padre nunca las acompañaba, lo hacía yo. Cuando llegaron a la adolescencia quisieron ir a comprarse los vaqueros a Abercrombie & Fitch74, donde los compraban sus amigas. Nada más entrar en la tienda pudimos ver un enorme póster de un atractivo joven de unos veintitantos años, aparentemente desnudo. Pronto pude advertir que ese tipo de marketing sexualizado, dirigido a los adolescentes, estaba por todas partes. No le concedí mucha importancia hasta que advertí los cambios que se estaban produciendo en mis pacientes. Las chicas iniciaban su actividad sexual cada vez más jóvenes. En los años noventa, yo tenía pacientes que ya eran activas en el campo sexual a los catorce o quince años. Pronto pude comprobar un incremento del herpes genital. Y empecé a ver algunas lamentables consecuencias de esto. Una joven madre tuvo a su hijita sin saber que había contraído herpes, porque ella nunca había tenido dolores causados por la enfermedad. Poco tiempo después de su nacimiento, la niña, que en un principio parecía sana, empezó a mostrar una seria patología. Se puso azul, temblaba continuamente y su respiración era tan irregular que parecía que se iba a morir. Una resonancia magnética mostró que todo su tejido cerebral tenía perforaciones. La pequeña estaba sufriendo las consecuencias del herpes materno. Y aquí estaba lo más sorprendente: no sólo la madre jamás había sabido la infección que tenía, sino que su marido, que había contraído el herpes muchos años antes de una antigua novia, no había querido decirle nada a su esposa para no asustarla. Abundan este tipo de casos. Tuve a una adolescente de trece años con un cáncer cervical avanzado. Poco antes de que cumpliera catorce, su ginecólogo le extirpó gran parte del útero para evitar el desarrollo de la enfermedad. Si esa pobre criatura se quedara encinta, tendría un embarazo sumamente peligroso, porque su útero se vería casi imposibilitado para albergar al feto. He visto la presión que ejerce el afán de tener relaciones sexuales en las chicas, en todo tipo de chicas. A los padres les cuesta, algunas veces, darse cuenta de cómo han cambiado las cosas; pero tienen que reconocerlo, antes o después, y a menudo de forma dramática. En los años setenta, la mayoría de las chicas adolescentes no eran sexualmente activas. Hoy en día, la mayoría lo son. Las estadísticas nos hablan de la importancia de este problema. No se puede relegar. La epidemia de enfermedades de transmisión sexual constituye una continua amenaza para su hija. La presión ejercida por el entorno social para que tenga un comportamiento que conlleva altos riesgos es enorme. Si una adolescente no es sexualmente activa, es muy posible que se la considere como un ser marginado, como una chica poco a la moda, o una cretina anormal. Usted tendrá que equilibrar esta presión a la que la someten sus compañeras y compañeros. Si no le enseña las razones por las que debe retrasar las relaciones sexuales, empezará a tenerlas. Será necesario que le enseñe cuáles son sus reglas. Es la única forma de actuar, porque sus amigas tienen relaciones sexuales; y sus amigos, incluso los mejores, esperan tener relaciones con ella poco después de empezar a salir. También advertí otra tendencia en mi práctica médica. El prematuro inicio de la actividad sexual no sólo incrementa los casos de enfermedades de transmisión sexual, sino que muchas de mis pacientes tienen, en edades tempranas, múltiples parejas. Y también observé otra cosa: un rápido incremento en el número de chicas que padecen depresión. Al igual que a mis colegas, no me enseñaron el tratamiento de los estados depresivos mientras estuve en la facultad. Dejamos ese tema para los psiquíatras. No teníamos medicación antidepresiva, ni siquiera un pleno conocimiento de las raíces de la depresión, como lo tenemos ahora. He llegado a ver a niñas de tan solo nueve años a las que sus padres trajeron a mi consulta porque sabían que algo terrible les estaba sucediendo. Con el tiempo encontré una evidente correlación en mis pacientes: si eran sexualmente activas, corrían el riesgo de caer en la depresión. Y esto llegó al punto de que tuve que considerar la depresión como otra enfermedad de transmisión sexual. Los estudios no podían confirmar lo que yo estaba viendo en mi práctica médica, por la sencilla razón de que no se habían hecho (aunque terminaron haciéndose, como veremos más adelante). Nadie prestaba atención a nuestras chicas. Todos los días, cuando dejo mi consulta, me sorprende la desconexión social y cultural reinante. En mi práctica veo cada vez con mayor frecuencia muchachas muy jóvenes que padecen depresiones y enfermedades de transmisión sexual. Y compruebo que en tiendas, revistas y televisión existe una cultura popular que no parece preocuparse por ello. Programas de marketing de productos bien conocidos y famosos seducen a las jovencitas para que se entreguen a la actividad sexual. El sexo sirve para vender ropa, champú. discos CD y hasta bolígrafos. Se les vende el sexo en atractivos mensajes de los medios de comunicación. Pero, al margen de ese mundo ficticio, yo veo cómo ese mismo sexo produce en chicas muy jóvenes una infección tras otra. Veo cómo caen en la depresión; y las veo también intentando suicidarse. Pero todo el mundo se callaba. Nosotros, los médicos, nos callábamos. Los sacerdotes nunca hablaban del sexo; jamás lo mencionaban en sus homilías. Los padres no querían sacar a colación el tema. No supimos proteger a nuestros hijos. Dábamos por supuesto que ellos terminarían viendo películas no autorizadas en las que el sexo era el protagonista. Dejamos que fueran los profesores los que les hablaran del tema de los preservativos, como si eso fuera la respuesta para prevenir la depresión, o incluso el creciente número de enfermedades de transmisión sexual. Finalmente, empecé a hablar del tema con mis colegas: «¿Les decís a las chicas los riesgos del papiloma, o que la chlamydia puede producirles esterilidad, o lo que el herpes puede causar a sus bebés?». No, ellos no les hablaban de eso. Y no porque fueran malos médicos, sino por dos razones principales. En primer lugar, porque no tenían tiempo para entrar en largas conversaciones. Las compañías sanitarias presionan a los médicos para que vean muchos enfermos al día. En segundo lugar, porque muchos creen que hablar de esto con los jóvenes no sirve para nada. Continuamente oía: «Ahora todos los chicos son sexualmente activos. Mira a tu alrededor, no se puede hacer nada al respecto». Así que muchos se limitaban a utilizar métodos anticonceptivos, a entregarles cajas de píldoras, o a decirles a las chicas que insistieran para que sus novios utilizaran el preservativo. Yo comprendía las razones que tenían mis colegas para obrar así. Se sienten abrumados. Y yo también. Pero lo cierto es que muchos de nosotros —médicos, profesores y enfermeras— no hacemos bien nuestro trabajo. Nos preocupamos por paliar los daños que ya se han producido, en vez de procurar que los muchachos vayan por buen camino. Los preservativos sirven para controlar el peligro. Para mí, eso no es suficientemente bueno. He estudiado los datos clínicos. He pensado mucho e intensamente sobre mis pacientes. He hablado con los chicos y con sus padres. He consultado con mis colegas. Existe una solución para el problema de las chicas que tienen relaciones sexuales muy tempranas, y con muchos chicos. La respuesta es: USTED. Los padres pueden conseguir que sus hijas crezcan con ideas saludables sobre la sexualidad. Usted puede hacer que su hija tome las decisiones correctas sobre el sexo. Usted sabe muy bien que su hija adolescente no debería tener nada que ver con las píldoras anticonceptivas, con el uso de los preservativos o con las enfermedades de transmisión sexual. Ella se merece cosas mejores que ésas. Si usted viera lo que yo veo todas las semanas en mi consulta, sabría lo que tiene que hacer. Y tendría éxito. Es necesario que conozca algunos datos, porque su hija necesita que la ayude. Échele un vistazo a lo que indican las investiga iones médicas sobre lo que le pasa a su hija y a sus amigas: •Si continúan los actuales niveles de actividad sexual entre los jóvenes, para el año 2025 (menos de veinte años a partir de ahora) el 39 por ciento de los hombres y el 49 por ciento las mujeres darán positivo en la prueba de herpes genital. 75 •Entre tres y cuatro millones de adolescentes de Estados contraen cada año una enfermedad de transmisión sexual. Eso significa que unos diez mil chicos contraen una enfermedad de ese tipo cada día.76 •A escala nacional, los índices más altos de gonorrea se chicas de quince a dieciocho años.77 •Entre las enfermedades más frecuentes de Estados Unidos. en 1995, las de transmisión sexual representaron un 87 por ciento del total.78 •Cerca de uno de cada cuatro adolescentes americanos sexualmente activos padecen en estos momentos una enfermedad de transmisión sexual.79 •Aunque los adolescentes representan tan solo el 10 por ciento de la población, contraen el 25 por ciento de las enfermedades de transmisión sexual.80 •El papilomavirus causa entre el 95 y el 99 por ciento de los cánceres cervicales. 81 •Algunas modalidades de papilomavirus se han vinculado a cánceres de cabeza y cuello de útero. 82 El 45 por ciento de las adolescentes afroamericanas y de las jóvenes adultas dan positivo en la prueba de herpes genital. 83 Quizás, como padre que usted es, se sienta impresionado por estas estadísticas. Bien. Hemos de reconocer que tenemos un problema serio entre las manos. Eso fue lo que le pasó al padre de Ángela. Si hubiera sabido lo desgraciada que su hija iba a sentirse —me dijo él más tarde—, la habría ayudado; quizás antes de que la depresión quedase fuera de control. Cuando Ángela tenía dieciséis años, empezó a salir con un chico que ella creyó que iba a ser «el único» (las chicas suelen pensar así). Tack era mayor que ella y se preparaba para graduarse en el instituto e ir a la universidad. Puesto que ya llevaban saliendo un mes, Ángela creyó que ya era tiempo de concederle a Tack lo que él quería. (Un mes, según el criterio de muchas adolescentes, es tiempo suficiente de relación; significa que la cosa es seria). Ella tenía dudas porque era virgen. Había oído hablar a sus amigas de sus experiencias sexuales y de lo desagradables que habían sido, y prefería esperar. Pero dijo que no quería perder al chico con el que pensaba que podría casarse. (Padres: ésta es exactamente la clase de pensamiento común en las adolescentes que ustedes tienen que corregir). Un día se fueron al cine y después a cenar. Camino de regreso a casa, Ángela le hizo saber a Tack la decisión que había tornado. Él se puso muy contento. Pero antes de que se excitara demasiado, ella le dijo que existían ciertas limitaciones. Quería tener sexo con él, pero al mismo tiempo quería seguir siendo virgen. Y también le dijo que quería estar a salvo de cualquier infección, por lo que harían sexo oral. A Tack eso le pareció bien, al menos de momento, según le dijo. Así pues, lo hicieron. En el asiento trasero de su coche intercambiaron sexo oral. Al cabo de un par de días, él se lo contó a sus amiguetes. Y como suelen hacer chicos y chicas, unos se lo contaron a otros. Muy pronto, la mayoría de los amigos sabían lo que Ángela había hecho me dijo que se quedaron muy sorprendidos porque todo el mundo en su clase daba por sentado que ella era la única chica que nunca se sentiría presionada por el sexo. Era una joven de principios Cuatro semanas más tarde, Ángela empezó a sentir dolores en la zona genital, que se hacían sumamente intensos al orinar que incluso le causaban molestias al sentarse. Tenía una intensa infección de herpes genital, que no estaba causada por el herpes tipo 2 sino por el de tipo 1 (herpes oral). Los fuertes, dolores le duraron cuatro días y requirieron el uso de fármacos muy potentes para poder controlarlos. Pero para Ángela lo más doloroso fue lo que hizo Tack; pues el joven no solo les dijo a los amigos que la chica había contraído herpes, sino que la apodó «la señorita herpes», haciendo que Ángela fuera rápidamente rechazada por todos sus compañeros. La joven se sintió humillada y cayó en una fuerte depresión. Y téngase en cuenta que, mientras sufrió todo esto, ella seguía considerándose virgen. Seis meses más tarde, en el baño de su casa, se tomó dos frascos de Tylenol. Ya no podía soportarlo más. Y como la vida carecía de valor para ella, decidió quitársela. Sus padres no salían de su asombro. Su hija tenía buenos amigos, excelentes notas y un futuro prometedor. Nunca relacionaron su intento de suicidio con Tack, porque le consideraban un chico magnífico y respetable. Estaban convencidos de que jamás se habría aprovechado de ella. Para esos padres, la pareja nunca había tenido relaciones sexuales. Jamás dé por seguras semejantes suposiciones en la vida de su hija. Son muchos los padres que lo hicieron y tuvieron que pagar por ello un precio terrible. He aquí otro hecho médico muy importante: cuantas menos parejas tenga una muchacha, es menos probable que contraiga una enfermedad de transmisión sexual.84 Y cuanto más espere para iniciar las relaciones sexuales, más probable será que tenga menos parejas.85 Por tanto, padres, debéis ayudar a vuestras hijas, enseñándolas a que sepan esperar. Incluso lo dice la doctora Julíe Gerberding, jefa del Centro para el Control y Prevención de las Enfermedades. Recientemente, esta doctora envió una carta al Congreso sobre el tema de la prevención de las infecciones por papilomavirus en las jóvenes. ¿Por qué? Porque las infecciones están descontroladas y las mujeres (especialmente, las mujeres jóvenes) sufren la mayor parte de los problemas causados por estas epidemias. Tuve el honor de testificar en una sesión del Congreso en la que la doctora Gerberding dijo que el papilomavirus causa cáncer cervical en las mujeres, y que es necesario evitar la proliferación de este virus. Afirmó que el mejor sistema es que las mujeres reduzcan al mínimo el número de sus parejas y que retrasen el inicio de su actividad sexual todo lo que puedan. Dijo también que las mujeres deberían evitar contacto sexual con una persona infectada. (El problema que se presenta en estos casos es que el papilomavirus no presenta síntomas, a menos que las tensiones produzcan verrugas; si bien esas tensiones no causan cáncer. Además, sólo un 1 por ciento de las infecciones por papilomavirus produce verrugas). Ahora bien, usted puede preguntarse cuál es el mejor plan de seguridad. Pues, al parecer, la panacea de todas las panaceas es el preservativo. Pero, ¿por qué la doctora Gerberding no insiste en la importancia de usarlo para prevenir las infecciones por papiloma? La cosa es sencilla: los preservativos no protegen adecuadamente contra la infección, porque ésta se extiende por contacto cutáneo. Por más que los médicos, las clínicas de salud y los profesores de programas de sexualidad hayamos pedido a los adolescentes que usen preservativos, e incluso se los hayamos facilitado gratuitamente, la triste realidad es que no protegerán a su hija de todos los riesgos a los que se enfrente en la actividad sexual, incluida la depresión. Cuando los padres y los chicos me preguntan si los preservativos son efectivos, les doy la mejor respuesta que tengo. La respuesta más acertada médicamente que puedo dar es: depende. La eficacia de los preservativos para prevenir el embarazo y las infecciones de transmisión sexual depende de muchos factores. En primer lugar, para que sean eficaces deben ser utilizados una sola vez en cada episodio de coito, y deben estar colocados de forma correcta mientras son utilizados. Los estudios realizados al respecto que frecuentemente se utilizan de forma incorrecta.86 Además, depende del tipo de infección. Se aprecia una gran eficacia del uso del preservativo en la prevención del sida; sin embargo, su eficacia es bastante menor en la prevención del papilomavirus.87 Las infecciones se trasmiten de modo muy diferente. El virus del sida reside en fluidos corporales, y es natural que una pieza de goma constituya una barrera bastante eficaz contra los fluidos. Pero un herpes. Como una herida de sífilis, puede encontrarse en una zona de la piel que no protegida por el preservativo. Otros factores de riesgo son los problemas que se presentan por roturas o filtraciones de los preservativos, la forma de utilizarles momento en que se utilizan. Los estudios demuestran que cuanto más practique el sexo un adolescente, menos probabilidades hay de que use el preservatívo.88 Creo que existen dos razones para esto. La primera es que los adolescentes no piensan como lo hacen los adultos. Creen que las desgracias no les van a suceder a ellos. Por tanto, piensan que si han tenido relaciones sexuales unas cuantas veces y «no han cogido» una infección, es que no la van a coger nunca. Y, con frecuencia, muchos no saben que están infectados. Hay que recordar que entre el 70 y el 80 por ciento de las veces, una persona infectada no presenta síntomas. Dicho porcentaje es válido para el herpes, la clamidia y muchas otras infecciones, cuyas consecuencias aparecerán más tarde. Por tanto, las adolescentes pueden llegar a pensar que se encuentran perfectamente hasta que dan a luz un bebé cuyo cerebro está dañado a causa del herpes. En segundo lugar, veo que hay algo en el interior de los chicos —tanto de ellos como de ellas— que cambia tras haber mantenido un tiempo de relaciones, ya sea con una o con varias parejas. Parece como si ya no se preocupasen del mismo modo. Muchos adoptan la actitud de «por qué molestarse». Creo que dejan de usar el preservativo porque no piensan que corren peligro; y si lo corren, les da igual. Esta es mi opinión personal. El punto capital para ustedes, padres, es que los preservativos, por sí solos, no son prevención suficiente para sus hijas. Al menos, a largo plazo. Así pues, necesitan ayudarlas de un modo que sus padres no llegaron a ayudarles a ustedes, cuando tenían su misma edad. Pero hoy la vida es diferente, realmente distinta. La depresión como enfermedad de transmisión sexual. En mí profesión paso mucho tiempo escuchando y aconsejando a las adolescentes. Y veo muchas depresiones. Las padecen tanto chicas como chicos, y su gravedad tiene diferentes grados. La vinculación entre la actividad sexual de las adolescentes y la depresión es tan fuerte que hace varios años empecé a decirles a mis pacientes que no podría tratar su depresión si no dejaban de mantener relaciones sexuales, al menos durante un tiempo. Muchos de los chicos que habían mantenido relaciones durante largo tiempo pensaron que les resultaría imposible dejarlo durante más de unos pocos meses. Al principio se resistieron, y dijeron que no podían o que no querían. Les pedí que, al menos, tratasen de dejarlo durante una semana, y que después viniesen a verme. Por lo general, accedieron. A la visita siguiente les dije que «el sexo ensucia sus cabezas». No obstante, tuve que escuchar a alguna adolescente que aseguraba que eso no era cierto. Entonces les dije que me resultaría imposible tratar su depresión de forma adecuada a menos que dejasen de tener relaciones. Hace mucho tiempo que los investigadores saben que las relaciones sexuales de los adolescentes y la depresión están muy relacionadas; pero la pregunta es cuál de las dos se produce primero, la actividad sexual o la depresión. Los jóvenes deprimidos son mis susceptibles a incurrir en comportamientos de alto riesgo, el sexo es uno de ellos. El año pasado se publicó un excelente trabajo sobre los adolescentes, el sexo y el carácter. Los investigadores concluyeron que «tener relaciones sexuales y consumir drogas sitúa a los adolescentes, especialmente a las chicas, en peligro de caer en depresión». Concluyeron también que «debido a que las chicas pueden tener una sensibilidad interpersonal mayor, y que ello mantener niveles más elevados de estrés durante la adolescencia, la actividad sexual probablemente inducía a dicho estrés».89 Las evidencias eran tan claras que los autores dijeron que a las chicas que mantenían relaciones sexuales deberían investigárseles posibles depresiones. Estas conclusiones confirmaban mi experiencia clínica. En realidad, esto es de sentido común. Las jóvenes se deprimen cuando experimentan una pérdida que no pueden expresar mediante una emoción sana. Es algo muy común en la actividad Cuando una chica practica el sexo pierde su virginidad y, muy frecuentemente, pierde también el respeto por sí misma. Su novio puede obligarla a hacer algo que ella no desee hacer, o dañar sus sentimientos, o dejarla por otra chica, o despreciarla porque no es buena en el sexo. Se quedaría sorprendido si supiera cuántas adolescentes me han dicho que han dejado de creer que el sexo sea alzo agradable. El sexo se les vende como algo maravilloso. Pero ellas se sienten casi siempre desilusionadas con la realidad: y en vez de creer que todo cuanto les contaron los medios de comunicación estaba equivocado, piensan que son ellas las que no están bien. Así que practican el sexo con diferentes parejas, una y otra vez. Pero la intimidad y el romanticismo que, lógicamente, esperaban encontrar nunca llegan. Y todo lo que consiguen es hastiarse y deprimirse. Pierden la autoconfianza y la autoestima. Y muchas sienten que también han perdido una parte de sí mismas que ya nunca podrán recuperar. Son chicas que han crecido viendo en la televisión programas con un fuerte componente sexual. Son muchachas que leen revistas de moda que las inducen a mostrarse apetecibles y que las incitan a mantener relaciones sexuales. Son chicas que ven vídeos y escuchan discos que no hablan más que de sexo. Y cuando lo experimentan realmente, y ven cómo fracasan las expectativas que tenían puestas en ello y se sienten mal, creen que han fracasado como seres humanos. Nosotros, los adultos, hemos de procurar que eso no les suceda. Hace algunos meses me llamaron de un laboratorio farmacéutico que estaba trabajando en una vacuna contra el papiloma que iba a comercializarse en breve. Se quería que los médicos recomendaran dicha vacuna a las chicas antes de que llegaran a la pubertad. Poco después de que se produjese esa llamada telefónica, también se pusieron en contacto conmigo los realizadores de un programa de televisión que querían que les comentase si estaba bien que las chicas llevaran un tipo de ropa sexualmente sugestivo, adornado con frases publicitarias como «Soy sexy» o «¿Necesitas algo?». ¿Se puede imaginar usted qué sucedería si una compañía tabacalera fabricase camisetas para los adolescentes con frases como «¿Quiere pasárselo bien? ¡Fume!», o «¡Vivan los cigarrillos!»? ¿Y qué sucedería si mientras se hiciese eso, un laboratorio médico estuviese preparándose para lanzar al mercado una vacuna contra el cáncer de pulmón para las jovencitas, una vacuna que el Gobierno recomendase poner a toda niña, a partir de los nueve años de edad? El hecho es que en nuestra sociedad se está vendiendo el sexo a nuestras adolescentes; y como consecuencia de ello, se están alcanzando porcentajes astronómicos de enfermedades de transmisión sexual y de depresión clínica en los adolescentes. Y no confíe en que alguien va a hacer algo para impedirlo. La única persona que puede proteger a su hija de esta nefasta cultura de la moderna mercadotecnia es usted. Y ahora las buenas noticias. Usted es, con mucho, un protector más eficaz de su hija que cualquier preservativo, profesor de sexología, enfermera o médico. Es lo que nos dicen las chicas todos los días. Quieren que sean sus padres quienes hablen con ellas. Quieren que se les diga qué está bien y qué está mal, y lo que deben hacer. Si quiere que su hija no tenga relaciones sexuales demasiado pronto, necesita hablar con ella claramente. Necesita luchar por su inocencia y por su salud física y mental. Es una lucha que puede —y que debe— ganar. No puede confiar en lo que le digan a su hija en el colegio, como suelen hacer tantos padres. A lo largo de estos años hemos visto cómo, tanto en los colegios como en los medios de comunicación, enseñaba a los chavales a utilizar el preservativo, y cómo esto ha coincidido con el rápido aumento de las enfermedades de transmisión sexual. La conclusión es clara: los preservativos no son la solución. La segunda opción es enseñar a chicos y chicas a retrasar la actividad sexual hasta que sean mayores. Algunos educadores constan que esta opción es imposible; pero el movimiento abstencionista que está tomando auge entre los jóvenes en todo el país es un signo esperanzador. La popularidad de estos programas entre los adolescentes demuestra que están buscando ayuda y estímulos para poder retrasar el momento en que tengan sus relaciones sexuales. Nunca olvidaré lo que decía la participante de una conferencia a la que asistí hace algunos años. Estaba interviniendo con un grupo de adolescentes que debatían sobre el sexo. Una de las chicas hablaba sobre el hecho de ser madre adolescente. Otra mencionaba los motivos que la habían llevado a dejar las relaciones sexuales para convertirse en una «virgen de segunda clase». Pero esta chica, que probablemente tendría diecisiete o dieciocho años, dijo en aquella sala llena de médicos: «Nos sentimos confundidas. Hemos oído toda clase de cosas de nuestros amigos y de nuestros profesores. Resulta duro, va saben, imaginarse estas cosas. Pero, en realidad, es lo que me pasó a mí y a muchas de mis amigas. Queremos y necesitamos ayuda, pero no siempre la tenemos. Tenemos un auténtico problema; ¿y saben cuál es ése problema? Ustedes. Ustedes son el problema. Ustedes, los médicos y otros adultos. ¿Acaso no creen que podemos hacer algo? Estoy cansada de oírles decir que estamos descontroladas. Pues oigan esto: ¡no lo estamos!». Y después de decir eso, se bajó del estrado. Por muy estridente que se hubiera mostrado aquella chica, tenía razón. Les hemos fallado a nuestros hijos. No les hemos proporcionado normas. Nos hemos encogido de hombros ante la epidemia de enfermedades de transmisión sexual que hay entre los adolescentes y nos hemos limitado a decir que no se puede hacer nada, excepto proporcionarles preservativos e inmunizar a niñas de nueve años contra el papiloma. Pero mientras los adultos hemos renunciado a hacer algo, ¿adivinan lo que está sucediendo con la actividad sexual de los adolescentes en todo el país? Pues que está empezando a declinar. Lo veo en mi práctica profesional, y en las amigas de mis hijas. Hablan abiertamente de sexo (no de los detalles, por supuesto). Tal vez usted debiera saber que muchas de las amigas de sus hijas no quieren tener relaciones sexuales, algunas no las tienen, y muchas otras están buscando ayuda paterna para no ser sexualmente activas. Acusan la presión de sus compañeras, tratan de evitarla y buscan desesperadamente que sus padres les presten ayuda. Realmente, los hijos nos escuchan y buscan información sobre la abstinencia sexual porque saben de forma instintiva que es buena. Si mi propia experiencia clínica puede servir de referencia, ella explicaría por qué la incidencia de la actividad sexual en las adolescentes ha empezado a reducirse. Recapitulando. No quisiera atacar la educación sexual que se imparte en los colegios, pero es necesario que usted sepa que a su hija se le está dando un mensaje contradictorio, porque si por un lado se le aconseja que se abstenga del sexo, por el otro se le dice que si lo practica debería insistir en que su novio use el preservativo. Una paciente mía de trece años me dijo que durante las clases de educación sexual su profesora les animó a que se abstuvieran del sexo hasta que fueran mayores, porque era peligroso y porque las enfermedades que se podían contraer eran muchas. Pero no les explicó cómo podían evitar el sexo. Después, ante el asombro de esta chica, la profesora cogió un plátano y mostró a la clase cómo debía utilizarse el preservativo. Fue pasando el plátano con el correspondiente preservativo de chica en chica, para que todas las alumnas hicieran prácticas. —¿Qué he de hacer? —me preguntaba mi paciente—. ¿Debo esperar, o no? Mi novio quiere que tengamos relaciones sexuales. Supongo que todo el mundo lo hace, porque mi profesora nos dijo que nos aseguráramos de que usan el preservativo. Estoy confundida. Esto es lo que veo y oigo todos los días: adolescentes que están recibiendo mensajes confusos en sus colegios, en las iglesias, en los grupos cívicos. Esté bien seguro de que su hija oye mucho más sobre sexo, sobre control de natalidad, sobre el aborto, las enfermedades de transmisión sexual y el sexo oral de lo que usted jamás oyó a los trece años. Algunas de las cosas que oye están bien, otras están equivocadas, pero en cualquier caso puedo garantizarle dos cosas. La primera es que usted puede oponerse a lo que le enseñan; y la segunda es que su hija quiere saber lo que usted piensa sobre el sexo. Lo crea o no, usted tiene más influencia sobre ella que sus profesoras, que revistas y que las tiendas de moda. Y debe usar esa influencia. Si cree que su hija tiene que esperar para mantener relaciones sexuales, es muy probable que ella se reserve. Los trabajos realizados sobre el tema demuestran que las chicas que perciben que sus padres quieren que sean sexualmente activas, o que utilicen anticonceptivos, son menos propensas que otras chicas a tener relaciones sexuales en la adolescencia. Yo soy una decidida partidaria de ayudar a las chicas a que retrasen las relaciones sexuales, por muchas razones. Yo he suministrado anticonceptivos, incluyendo preservativos, y no creo que eso ayude a las chicas a tener una vida más saludable. Se pueden evitar los embarazos, pero la depresión, las infecciones y la baja autoestima se convertirán en problemas mayores cuando les enseñemos a nuestras hijas que la solución radica en los métodos de control de natalidad. Usted debe decidir lo que quiere para su hija y debe desarrollar un plan que la proteja. Si no lo hace, los chicos llenos de testosterona que hay en su colegio trazarán para ella planes completamente diferentes. Qué hacer. He aquí un modelo de planificación basado en lo que he visto —tanto en las investigaciones como en la propia experiencia— que funciona bien con los padres: 1.Enséñele pronto el respeto a sí misma. Cuando tenga tres años, empiece a decirle que su cuerpo es especial. Es hermoso y ella necesita mantenerlo como algo especial. A medida que vaya creciendo hágale saber que las partes de su cuerpo que cubre el bañador son muy íntimas y que sólo un médico, usted o su madre pueden verlas. Hágale saber también que si alguien le toca esas partes íntimas debe decírselo a usted. No deje que ande desnuda por casa. Háblele de los vestidos antes de que ella los compre. Incluso sí está divorciado y su ex-mujer no está de acuerdo con usted, mantenga su postura por el bien de su hija. Le garantizo que, a la larga, enseñarle recato le hará sentirse mejor consigo misma. 2.Cuando salga con un chico, controle la situación. Si hace falta, barra el garaje. Todo chico que salga con su hija ha de saber que necesita ser responsable a los ojos de usted. No importa si la lleva solamente a tomar un café o al cine. Tampoco importa si sólo es «un amigo». Hágale saber que usted estará esperando. Y cuando la traiga a casa, asegúrese de que le ve. Muchos padres cometen el error de quedarse dentro de casa. Tienen miedo de que se les considere demasiado controladores o sobreprotectores. No quieren avergonzar a sus hijas. Pero ellas me han dicho que se sienten más queridas cuando su padre insiste en que se limiten a darles la mano a sus novios como gesto de despedida; y también cuando el padre hace acto de presencia en las fiestas que ella da a sus amigos. Si su novio va a buscarla, dígale a su hija que no le haga esperar abajo, que suba a casa a buscarla. Antes de que se vayan, pregúntele a su hija a qué hora piensa volver. (Por supuesto. usted ya lo sabe, porque ha establecido con ella un horario de antemano. Simplemente, lo que usted pretende es que el muchacho sepa cuándo tiene que estar ella en casa). Después diga al novio que espera volverle a ver a las nueve, a las diez, o a la hora de regreso que hayan establecido. Cuando mis hijas salían con sus novios, mi marido acostumbraba a hacer algún trabajo en el exterior de la casa, incluso por la noche. Quitaba la nieve del jardín, o barría el garaje. Por lo general, se ponía a hacer esas tareas un poco antes de la hora en que se suponía que regresarían las chicas. Aseguraba que no lo hacía conscientemente le creía. Porque para sus tareas nocturnas siempre encendía las de la entrada. ¡Nada de románticas despedidas en la puerta!. Tal vez piense que todo eso es innecesario. Después de todo su hija es buena chica. Y lo es. Pero las buenas chicas, a veces, pueden ser demasiado buenas. Una y otra vez, esas buenas chicas me cuentan cómo salen con chicos que no les gustan y cómo tienen relaciones sexuales con los chicos, sólo porque no quieren ofender sus sentimientos. Por eso, usted deberá proteger a su hija de sí misma. Tenga en cuenta que los chicos con los que ella salga han de ser para usted —no solo para su hija— dignos de confianza. 3.Establezca un plan con ella. Enseñe a su hija a dejar el sexo para más adelante. Dígale que su cuerpo no está todavía preparado, como tampoco lo están sus emociones. Algunos padres animan a sus hijas a que esperen a terminar el bachillerato. Otros a que esperen a casarse. Desde un punto de vista médico, el peligro de una infección está en relación directa con el número de parejas que pueda tener. Cuantas menos tenga, mejor. Una, sería lo óptimo. Desde un punto de vista psicológico, también eso sería lo mejor. Las chicas que han evitado compromisos sentimentales durante sus años de adolescencia han tenido un porcentaje menor de problemas emocionales. Las chicas que han evitado la actividad sexual en esos años han tenido menos depresiones. Hágale saber que cuanto más espere, mejor. Muchos padres dan a sus hijas un anillo o un collar para recordarles su compromiso de retrasar las relaciones sexuales. Sé que hay personas que dicen que esto no sirve para nada, porque las chicas romperán esa promesa y hasta la criticarán más adelante. Pero están equivocados. Dar a su hija una prenda como recuerdo de lo mucho que la quiere puede tener un importante efecto. Es un recuerdo de lo que usted espera de ella y de lo mucho que la valora. Fortalecerá su autoestima y su valor. Es una promesa tangible. Y aunque ese anillo o ese collar sólo sirvan para retrasar uno o dos años el inicio de las relaciones sexuales, habrá valido la pena. Cuanto más espere, menos parejas sexuales tendrá. Y cuantas menos parejas tenga, menos probabilidades tendrá de coger una infección. Hace algunos años, Hattie vino a mi consulta para hacerse una revisión. Tenía dieciséis años y la vida le sonreía, según me contó. Le pregunté si tenía novio. Me contestó rápida y decididamente que no. Como me llamaba la atención que una chica de dieciséis años se mostrara tan inflexible, le pregunté por qué. —No se trata de que no me gusten los chicos; es que he tenido mucho lío en la cabeza. Y cuando se tiene novio, se hacen cosas que realmente no quieres hacer. Sentí que mi curiosidad se incrementaba. —Cosas, ¿cómo cuáles? —le pregunté. Pareció sobresaltarse un momento, y después me dijo: —Bueno, ¿ve este anillo? —y me mostró el dedo anular de su mano derecha—. Mi padre me lo dio hace tres años, antes de que él y mi madre se divorciaran. Desde entonces no lo veo mucho porque vive en Carolina del Sur. De todos modos, casi me metí en un lío en una ocasión, y este anillo me ayudó. Y continuó: —El año pasado estuve saliendo con un chico muy majo. Es un año mayor que yo. Salimos durante unos cuantos meses y hablamos de sexo y de todas esas cosas. Él no sabía lo que significaba este anillo, y yo tampoco quise decírselo porque es una cosa muy especial entre mi padre y yo. Bueno, una noche en que era bastante tarde, ya sabe, empezamos a tener sexo. A mí me apetecía. Así que seguimos. Pero, de pronto, al levantar la mano vi el anillo. Entonces sentí algo raro. Me sentí culpable y confundida. Yo quería seguir. pero cuando vi el anillo pensé en mi padre, y me detuve. Su tono era insistente. —Te creo, Hattie. Y nada más contarme esa anécdota cambió de conversación pasó a otra cosa. No admita que alguien le diga —o que le diga a ella— que es posible esperar. Es algo que se puede hacer perfectamente. Convénzala de que es lo que espera de ella. Y si le parece bien, regálele un anillo un collar como recordatorio. Hable con ella. Los padres se sienten muy violentos ante la idea de hablar de sexo con sus hijas. Inténtelo y verá cómo no es tan difícil. De la misma manera que habla con ella de otros asuntos, háblele de esto. Dígale que acuda a usted siempre que quiera saber algo sobre este tema. Cuando empiece el bachillerato, pregúntele qué hacen sus amigas y las demás chicas, incluso aquellas que no le gustan a ella. ¿Beben? ¿Tienen relaciones sexuales? Hágale ver los puntos de vista que tiene usted. Continúe con estas conversaciones a lo largo del bachillerato. Observe su comportamiento, cómo les habla a los chicos por teléfono, cómo se viste, dónde va. Si es una chica muy atractiva, ya tiene usted un buen motivo para preguntárselo. Hable con ella. Lo más importante de todo es que sepa lo que usted sueña para su futuro; para ese futuro que quisiera que fuese feliz, saludable y seguro. Hable con ella en privado, cuando ambos se encuentren relajados. Las excursiones en coche son buenas para eso, incluso las horas nocturnas. Muchas chicas de bachillerato me dicen que les encanta ver cómo entran sus padres en la habitación para darles las buenas noches. Eso les hace sentirse queridas y seguras. Y la influencia de esos momentos puede durar toda una vida. Mary, que ahora tiene cuarenta y dos años, es madre de cuatro niños. Me dijo que desde donde guarda recuerdo y hasta que terminó los estudios, recuerda que su padre entraba todas las noches en su cuarto para darle las buenas noches. Su padre, Brett, era médico de familia en una ciudad pequeña, y Mary recuerda que el teléfono sonaba constantemente. Por lo general, él salía todas las noches de casa para atender a algún enfermo. Su madre lo esperaba durante horas, por la noche, para poder cenar con él. Me dijo Mary que lo echaba terriblemente de menos, pero que en el fondo admiraba el compromiso que él tenía con una profesión que consideraba noble. Se preocupaba mucho por sus pacientes. Pero ella siempre supo cuánto la quería, a ella y a toda la familia. —Sé por qué era algo tan especial para mí que viniera a darme las buenas noches — me dijo—. Yo no le veía tanto como hubiera querido, y aquellos pocos minutos que pasábamos juntos representaban un momento muy íntimo. Era solamente nuestro. Mary sigue diciéndome: —Algunas noches estaba a punto de quedarme dormida cuando se encendía la luz del pasillo y él entraba en mi dormitorio. Se acercaba con mucho cuidado y se sentaba en el borde de la cama. Como era muy grande, el borde se hundía y yo me iba hacia él. A veces se sentaba allí y hablábamos. Otras veces, si yo estaba demasiado cansada, me daba cuenta de que se ponía a rezar. El nunca rezaba en voz alta, lo hacía mentalmente. Me decía que daba gracias a Dios por mí, porque yo era un ser especial. Después, siempre se inclinaba para besarme antes de marcharse, susurrándome palabras al oído que se me hacían entonces un poco raras. Me decía: «Recuerda, Mary, tu noche de bodas. Será un momento muy especial, y tú también lo eres». No puede imaginarse cuánto bien me hizo aquello. Cuando estaba estudiando el bachillerato y después, en la facultad, conocí a diferentes chicos. Me preguntaba si ellos sentirían y se comportarían como mi padre. Si no fuera así, los apartaría de mi camino. Mi padre era un verdadero gigante a mis ojos. ¿Qué hice durante mis estudios con referencia al sexo? Puedo decirle que pensé mucho en eso. Y siempre que lo hacía, me parecía estar escuchando sus palabras, que nunca me hicieron sentir mal ni culpable. Por el contrario, hacían que me sintiera fuerte y con dominio sobre mí misma. Y por ellas me pude alejar de muchos chicos que querían sexo. *** Ésta es la protección que sólo usted puede proporcionare a su hija. Una protección que servirá para acercarlos a ambos. Y ella adquirirá un sentimiento de autoridad sobre su cuerpo, su sexualidad y su vida. Ningún actor de televisión, estrella pop o revista del corazón podrán ofrecerle eso. Usted sí puede. Y aunque ellos traten de empujarla hacia la promiscuidad, usted podrá frenarlos en seco. Permítame que se lo diga de este modo. Si no quiere que tenga relaciones sexuales en el bachillerato, debe hablar con ella, debe enseñarla. De otro modo, las tendrá. La sociedad trata de llevar a nuestras hijas hacía una vida de promiscuidad. Todas las modelos de Playboy son hijas de alguien. No deje que la suya sea igual. Proteja su hermoso cuerpo como sólo puede lo usted. Al principio, tal vez ella lo deteste, pero cuando sea adulta se lo agradecerá. Y ese agradecimiento llegará antes de lo que cree. Siga en la batalla. Capítulo 6. Pragmatismo y firmeza. Kelly se encuentra en la lista preferente de mis pacientes más agradables. Tiene diez años. Posee un encantador rostro pecoso y un cabello brillante, rojo y rizado. Pero la cualidad más sobresaliente de Kelly es su energía. En ella todo rebosa energía: sus inflexiones de voz, su conducta y sus movimientos. Sus padres, Mike y Leslie, son unos padres excelentes: tranquilos, preocupados, entusiastas y amigos de la disciplina. Cuando su hijo, (que ahora ya cursa estudios superiores) era pequeño, decidieron aumentar la familia adoptando una niña. Escogieron a Kelly. Sin embargo, Kelly resulta, a menudo, difícil de educar. Tiene una fuerte voluntad y desafía todo cuanto Mike y Leslie le dicen. Cuando la corrigen, insiste en que no la entienden; y, a veces, ellos piensan que tiene razón. Una tarde, Mike y Leslie vinieron a mí consulta para hablarme de su hija. Ambos tienen profesiones liberales y venían perfectamente vestidos. Cuando les pregunté cómo marchaban las cosas por casa, Leslie se echó a llorar. Mike se sentó tranquilamente. —Están descontroladas —dijo Leslie, entre lágrimas- algo le está pasando a Kelly, pero no sabemos qué es. No para de discutir con nosotros. Todo cuanto hacemos Mike o yo está mal. Mike afirmó con la cabeza. —Leslie tiene razón. Cuando obra mal solemos quitarle alguna cosa, pero ahora ya no tenemos nada que quitarle. Como deseaba tanto tener un caballo, le alquilamos uno; supongo que también podríamos quitárselo, pero es lo único que le sirve para hacer ejercicio y relajarse. —¿Qué hemos hecho mal? —se lamentaba Leslie—. Hicimos todo lo que estaba en nuestra mano. ¿Obrará así porque está resentida con nosotros, porque yo trabajo o porque es una niña adoptada? No lo entiendo. Nunca tuvimos ese problema con su hermano. Supongo que los tratamos de manera un poco diferente, porque ellos también son diferentes. No sé. ¿Deberíamos consultar con un psiquiatra, con un consejero? ¿Cree usted que tiene problemas de aprendizaje? ¿Podría tener un problema de bipolaridad? ¿Por qué está tan tensa en casa? Por favor, dígame dónde hemos fallado. Mike observaba a su esposa. El cariño y la preocupación que sentía por Kelly eran palpables, igual que lo que sentía por Leslie. La madre estuvo hablando durante casi cuarenta y cinco minutos, mientras Mike y yo la escuchábamos. Ella lloraba, nosotros esperábamos. Mike afirmaba con la cabeza ante lo que ella decía y, de vez en cuando, hacía un par de comentarios. Finalmente, dijo algo que pareció irritar a Leslie: —Así pues, doctora Meeker, ¿qué podemos hacer? Leslie saltó. —Usted no lo comprende, ¿verdad? Necesitamos entender qué es lo que está mal. ¿En qué le hemos fallado? ¿Por qué no nos quiere? Leslie tomaba la conducta de Kelly a título personal, como si fuera culpable. Quería saber por qué obraba de ese modo; quería empatizar con ella y comprenderla. Ésta es la forma en que suelen enfrentarse las mujeres a los problemas. Estaba claro que Mike entendía las cosas de modo distinto. Yo le observaba —con su traje impoluto, su camisa blanca, su corbata perfecta— mientras él calculaba, razonaba y planteaba su forma de ver el problema. Buscaba una solución. Y así, mientras Leslie asumía una responsabilidad personal por los problemas de su hija, Mike no lo hacía. Las cosas estaban de ese modo y había que solucionarlas. Leslie se enfrentaba al problema llevada por profundos sentimientos. La respuesta de Mike era pragmática. —¿Qué podemos hacer? —repitió nuevamente. Los tres nos quedamos callados. Debo reconocer que, como mujer, mis sentimientos hacia Kelly eran muy parecidos a los de Leslie. Pero mientras estábamos allí, sentados en silencio, comprendí que el punto de vista de Mike era el más acertado. Hice unas anotaciones. Escribí una serie de cosas referentes al carácter de Kelly —se le había diagnosticado un «déficit de atención por alteración hiperactiva» (ADHD)— y a su personalidad. —Leslie —dije—, Kelly se comporta de un modo diferente debido a que padece déficit de atención por ser hiperactiva; su mecanismo de actuación trabaja de forma muy intensa, y ella no puede controlarlo. Ni usted ni Mike le proporcionaron ese mecanismo. Ustedes han sido unos padres excelentes, pero no pueden cambiar su diagrama interno. Ella pareció serenarse por un momento. Yo continué. —Ya saben que yo no creo que se deba medicar a los chicos con déficit de atención, pero el caso de Kelly es muy serio, pienso que le vendría bien alguna medicación en pequeñas dosis. Creo que se conseguirían magníficos resultados. —Lo sé, doctora Meeker, pero a Mike y a mí no nos gustan los fármacos. Creo que podremos ayudarla sin eso. Decidí atacar por otro flanco. —Leslie, supongamos que es culpa suya. Supongamos que la hiperactividad de su hija de diez años, que se comporta como una charlatana compulsiva y una niña de mucho carácter, es debida a que usted no la educa bien. ¿Podría ser cierto eso? Mike me echó una mirada terrible. Por un momento pensé que iba a saltar y darme un golpe. Leslie, asombrada, afirmaba con la cabeza. —Sí, en el fondo es lo que he llegado a pensar. Creo que la he fastidiado bastante. —Mike, ¿cree usted que es un mal padre? —No, en absoluto. Lo he hecho lo mejor que he podido. Quiero a Kelly. Ella es como es. Mike y Leslie eran creyentes y participaban de forma activa en actividades parroquiales; por consiguiente, apelé a la imagen de Dios en busca de ayuda. —De acuerdo, Leslie. Sé que usted cree en Dios. ¿Y qué podríamos decir de Él? Es un padre perfecto, ¿no? ¿No lo cree así? —le pregunté. —Sí —respondió. —Muy bien. Pero ahora echemos un vistazo a las criaturas tan rebeldes que Él tiene. Creo que mis palabras hicieron recapacitar a Leslie. Pensó que hasta Dios, el padre perfecto, tenía hijos que obraban fatal. Mi amiga Bonnie —enfermera y diácono de la Iglesia Episcopaliana— me hizo ese comentario hace años, tras descubrir que su hija adoptiva se había quedado embarazada a los diecisiete años. Bonnie quería fundar lo que ella llamaba el club «de las peores madres de América». Entonces recordó que también Dios tenía un buen ramillete de hijos rebeldes. Mike creía que Kelly necesitaba un esquema de actividades diarias en el que no faltara tampoco un poco de diversión; y que no estaría de más algo de la medicación que yo prescribía. Así que, mientras Leslie seguía lamentándose, él optó por la acción. Convinimos en que Kelly debería medicarse. Un mes más tarde, Leslie me llamó para decirme que Kelly estaba muy bien, y que ella también se sentía mejor. La chica reía, estaba controlada y ya no tenía problemas en el colegio. Leslie y Míke volvían a sentirse muy bien con ella. Soy de la opinión de que, a menudo, los únicos que actúan de una forma pragmática, aportando soluciones a los problemas familiares, son los padres. Los hombres ven los problemas de una forma distinta de las mujeres. Estas analizan las cosas y quieren entenderlas; los hombres desean resolverlas, quieren hacer algo. Esta forma de obrar suele molestar a esposas e hijas, que no pueden evitar que las dominen pensamientos y emociones, y terminan creyendo, como Leslie, que usted «no lo entiende» o que, incluso, se muestra poco cariñoso. Pero eso es debido solamente a que usted está menos interesado en hablar del problema que en buscar una solución para él. Durante más de veinte años he visto cómo los padres cogen por los cuernos los problemas de las hijas, los analizan (a veces, de una manera casi mecánica) y los resuelven. Por supuesto, no estoy diciendo que todos los padres sean analíticos o pragmáticos, o que lo hagan mejor que sus esposas, sino que por lo general tanto madres como padres tienen puntos de vista complementarios a la hora de enfrentarse a un problema; los padres buscan soluciones inmediatamente, mientras que las madres se esfuerzan en comprender. Y su hija necesita que usted sea esa voz pragmática y razonable. Por qué su hija necesita su pragmatismo. Una amiga mía suele bromear diciendo que en el mundo hay dos tipos de mujeres: las princesas y las «currantes». Las princesas creen que se merecen una vida mejor que la que tienen, y esperan que los demás las sirvan. Las currantes suponen que cualquier mejora que pueda producirse en su vida será debida a su esfuerzo y a su trabajo; que son ellas las únicas artífices de su felicidad. Para la mayoría de nosotros, las princesas son seres que están muy equivocados; pero cada vez que decimos a nuestras hijas que «se merecen lo mejor de la vida» estamos creando princesas. No obstante, las princesas se suelen deprimir, porque no siempre consiguen «lo mejor de la vida». Se les ha enseñado a ser egocéntricas. Sus vidas están centradas en sus necesidades y en sus deseos; y esperan que los demás —ya sean sus padres, los profesores, los amigos y, finalmente, sus cónyuges-- se preocupen de esas necesidades y de esos deseos suyos. Las princesas utilizan el pronombre «yo» de forma tan habitual que sus vidas se vuelven muy mezquinas. Y su incesante búsqueda de «lo mejor de la vida» se vuelve desesperada, porque siempre hay algo mejor que no está a su alcance. Le ponemos mala cara a la niña de nuestro vecino porque no para de gritar «¡Yo lo quiero!», pero ¿acaso se diferencia de la joven profesional de veinticinco años que no para de referirse a sí misma en cualquier conversación, y que piensa que los demás no son más que objetos que ella puede manejar a su gusto para lograr sus fines? Las jóvenes piensan, sienten y se preguntan sobre sus propios pensamientos y sentimientos. Y, debido a que muchas chicas (y probablemente su misma hija) poseen la suficiente sutileza psicológica como para saber lo que sienten y lo que quieren, están muy bien dotadas para intentar conseguirlo. Pero es ahí en donde interviene el padre. Cuando ella se entrega a sus ensoñaciones sobre el tipo de chica que quiere ser y lo que espera conseguir de la vida, está siguiendo las pautas que usted le marcó. Si enseñó a su hija —aunque fuera de forma inadvertida—que existen otras personas que están a su servicio para atender a sus necesidades y deseos, esperará que los demás cumplan ese papel. Si, por el contrario, le enseñó que la vida tiene límites y que no todas sus necesidades o deseos pueden conseguirse, ella aceptará esta visión realista y no vivirá confiando, o esperando, que los demás sean los servidores de la princesa. La actitud que su hija pueda tener consigo misma procede directamente de usted. Sus expectativas, sus ambiciones y su aceptación de la propia capacidad proceden de lo que usted cree, de lo que dice y de lo que hace. Como padre, tiene que preguntarse en qué clase de mujer quiere que se convierta su hija. Todo padre que adore a su hija de cuatro años quiere que sea su princesa. Vestimos a las niñas, las colmamos de atenciones, y nos derretimos cuando nos dicen «te quiero». Incluso a los catorce, o a los veinticuatro años, las hijas tienen bien asegurado un rinconcito en el corazón de su padre, que les pertenece a ellas solas. En la mente del padre están siempre presentes las necesidades de la hija. Las ambiciones que ella tiene se convierten en los objetivos de él. Todo esto resulta maravilloso y saludable. Pero tenga cuidado. El daño se produce cuando un padre amante tolera los deseos de su hija hasta el punto de que ella siempre espera ser el blanco de las miras paternas, y piensa que alguien se ocupará de todas sus necesidades materiales, físicas o emocionales. Lo mucho o poco que usted pueda darle no es tan importante como la forma en que lo da. He visto a muchas chicas ricas que crecieron sin estropearse lo más mínimo; y, por el contrario, a muchachas pobres que se volvieron muy exigentes y egoístas. El truco consiste en enseñarle que los regalos, el cariño y la atención son cosas maravillosas, pero que ella no es el centro del universo. Debe enseñarle a que sepa apreciar esas cosas y también a que sepa agradecerlas con humildad. Usted no quiere que su hija se muestre egoísta ni se sienta con derecho a todo porque sí. Las princesas toman. Las princesas quieren más. Las princesas demandan. Esperan lo perfecto y carecen de pragmatismo. No actúan, excepto para decirles a los demás lo que ellas quieren. Pero las currantes, las laboriosas, saben muy bien que la vida es como es, y confían en sí mismas para progresar. Todo lo que tiene que hacer usted, como padre, cuando se enfrente a una situación problemática, es hacerle a su hija esta simple pregunta: «Entonces, ¿qué puedes hacer tú en este caso?». Vale la pena hacer esta pregunta en todas las situaciones complicadas que nos presente la vida. Inevitablemente, su hija tendrá que enfrentarse al sufrimiento. La gente se muere, y los seres queridos enferman de cáncer. Tal vez a ella no la inviten a salir sus amigos. Quizás se quede embarazada a los dieciséis años. Es posible que caiga en alteraciones alimentarías. Sin duda tendrá que enfrentarse a problemas, como le pasó a usted. Algunos pueden resolverse, otros no. Pero si ella ha de vivir una vida saludable y plena, necesitará decidir cómo va a enfrentarse a sus problemas. Las princesas también se encuentran con problemas, pero esperan que otros se los resuelvan. Cuando las princesas tienen malas notas, o se quedan embarazadas a los dieciséis años, o son expulsadas del colegio, siempre es por culpa de otros, que obraron mal; siempre es culpa de los demás. Ellas confían en que los otros —por lo general, sus seres más allegados, especialmente mami y papi— trabajen intensamente para resolver sus problemas. No permita que su hija crezca para ser una víctima de la vida. Nuestra sociedad ya se esfuerza demasiado en querer que haya víctimas. Por ese motivo forjamos personas desvalidas, incapaces y terriblemente necesitadas. Pero usted, como padre, puede impedir eso. Usted puede enseñar a su hija a hacer, no a necesitar. La acción ayuda, la acción puede curar. Y los padres son expertos en analizar un problema y buscar la solución. La acción que emprende su hija puede variar, desde la manera de hacer amigos, a cambiar de colegio o, incluso, pensar de forma diferente. Esa acción compromete la voluntad y le proporciona energía. La acción significa que su hija sabrá que es ella, y no los demás, quien establece su propio destino. He visto a muchas jóvenes con trastornos alimenticios. No pueden empezar a recuperarse hasta que se comprometen a trabajar duramente en un programa de curación. Esto es así también en la depresión, en el alcoholismo y en otras muchas circunstancias. Como médico, mi trabajo es diagnosticar problemas, establecer un plan de tratamiento y dar instrucciones a mis pacientes. En este sentido, y en gran medida, el padre también es un médico para su hija. Permítame que le hable de cómo Bill ayudó a Cara en su anorexia nerviosa. Cuando Cara tenía dieciocho años, vino a verme —por su propia voluntad— porque se sentía triste, confusa y aturdida. Y lo que todavía era peor, los dedos de manos y pies se le estaban poniendo azules. No tenía ni idea de que padecía una alteración alimentaría. Su cerebro estaba tan confundido que sus pensamientos se encontraban enmarañados y equivocados. Le diagnostiqué una anorexia nerviosa grave. Estaba a punto de necesitar hospitalización. El ritmo cardiaco se había ralentizado, se le caía el cabello y su circulación sanguínea era tan pobre que estaba rozando un estado de hipotermia (de ahí que sus dedos se tornasen azulados). Sus padres, Bill y Cheryl, estaban muy asustados. Cheryl lloraba a mares; Bill guardaba silencio. En casa amenazaba a Cara si ésta no comía. Pidió días de permiso en su trabajo para poder quedarse con su hija y obligarla a comer. Cheryl le increpaba por tratar a Cara de ese modo; y Cara le daba la razón a su madre, enfrentándose ambas al padre. Así pues, la vida en casa era tensa, desgraciada y deprimente. Después de mantener unas cuantas entrevistas con Cara, hablé con sus padres. La conversación la llevó casi en su totalidad Bill, porque su mujer no paraba de llorar. Cheryl no podía entender por qué su hija estaba actuando así, cuáles eran las razones que la obligaban a no comer, o qué habían hecho ella v su marido para causar su anorexia. Bill dijo que no podía entender nada. Se consideraba un absoluto fracasado. Me dijo que ni amenazando a su hija ni premiándola lograba que comiera. Tanto él como su mujer se encontraban agotados. Ya casi no les quedaban fuerzas para continuar. Pero Bill quería un plan de acción. No era necesaria toda una planificación; bastaba con que le sugiriese los primeros pasos. Cara ingresó en un centro de tratamiento y fue sometida inmediatamente a un severo plan de comidas. Si no lo seguía, se le pondría un tubo nasal para obligarla a alimentarse. Se le explicó lo que era la anorexia nerviosa. Los psicólogos la ayudaron a examinar sus propios sentimientos, hablando de la forma en que se relacionaba con sus padres y amigos. Los consejeros siempre le preguntaban: «¿Qué puedes hacer hoy para enfrentarte al monstruo que hay en tu cabeza?». El tratamiento de la anorexia nerviosa requiere muchas veces interrumpir y cambiar o reemplazar los feos y denigrantes pensamientos que pueblan la mente alterada de la paciente. Se trata de un proceso repetitivo y continuo: interrumpir los pensamientos y reemplazarlos; volverlos a interrumpir, encontrar las causas que los originan y reemplazarlos. Con un problema como el de la anorexia no basta la comprensión. Hay que estimular a cada joven para que se prepare para afrontar un desafío. No puede esperar a que lo hagan los demás, ni sentir pena por sí misma y enfangarse en los sufrimientos que la vida trae. A fin de poder encontrar una salida a la enfermedad es necesario hacer algo. Las esposas pueden sentirse frustradas ante unos maridos que saben establecer planes de acción, que se fijan metas y unos medios adecuados; pero es necesario que sepan que los hombres poseen estas cualidades por una sola razón: porque ese programa que se fijan, esas metas y esas acciones serán las que resuelvan los problemas de la hija. Enséñela a tener valor. Cuando hablamos de los hombres, nosotras (mujeres, al fin y al cabo) les vemos dotados con una cualidad sobresaliente: la dureza del acero. Nada consigue que se derrita el corazón de una mujer como el valor y la determinación del hombre. Admiramos a aquellos que arriesgan sus vidas para ayudar a que triunfe el bien sobre el mal, y que tienen el talante moral de saber distinguir entre uno y otro. La masculinidad significa fuerza. Usted puede observarlo en la forma en que trabajan los hombres. Los obreros que trabajan en la construcción inician la faena en horas tempranas y la concluyen tarde. Los pobres soldados de Irak arriesgan su vida todos los días. Los pilotos continúan con sus vuelos a pesar del miedo que puedan sentir. Los hombres que se ocupan de las altas finanzas se encuentran con frecuencia muy estresados, y tienen que entregarse a un trabajo muy duro si quieren tener éxito en sus negocios. Los hombres trabajan con semejante intensidad porque tienen valor. Algunas veces también usted puede tener ese mismo valor, ese mismo ímpetu, esa misma forma de saber silenciar esa frustración y ese estrés que, de otro modo, podrían llegar a matarle. Pero todo ello se refiere al lugar de trabajo. Ahora estamos hablando de la vida en su entorno familiar, que es su lugar de solaz y tranquilidad: una familia cariñosa, una esposa y unas hijas amantes. ¿No las quisiera usted así? Pero el hogar también es un lugar de trabajo, porque de la misma forma que sus compañeros requieren que usted haga cosas y tome iniciativas en la oficina, su esposa y sus hijas necesitan igualmente que usted haga cosas en casa. No sólo que arregle lo que se haya podido estropear, sino mostrándose también como el hombre que ellas necesitan que sea. Y eso puede significar que algunas veces se vea obligado a intervenir en las discusiones para ayudarlas a resolver sus problemas. El pragmatismo ayuda a los hombres a encontrar soluciones a los problemas; y el valor le permitirá a usted adoptar soluciones, día tras día, y año tras año. Estas dos cualidades les enseñarán a sus hijas a hacer lo mismo. •* * Tras los dos primeros meses de primaria, Doug advirtió que se había desvanecido el entusiasmo que anteriormente sentía Gretchen por el cole. Dejó de hacer a gusto sus prácticas de lectura. Lloraba cuando, por las mañanas, tenía que ir al colegio. Doug buscó un momento para hablar de todo esto con su profesora. —Es una niña encantadora —le dijo ella—. No entiendo qué le pasa. Antes hacía las cosas muy bien en clase. Doug se quedó muy perplejo. Siempre que hablaba con Gretchen sobre el cole, ella decía que lo odiaba. No le gustaba su profesora. Era mala. Hacía leer a los niños en alto tanto si querían como sí no, y no les dejaba ir al baño cuando lo necesitaban. Doug pensó que se trataba de pequeños problemas, pero que no eran lo suficientemente importantes como para que una niña no quisiera ir al colegio. Su esposa, Julie, estaba preocupada porque pudiera estar sucediendo algo más serio. —Tal vez se sienta deprimida; quizás tenga dislexia o le suceda algo que la humille en el colegio —le dijo a Doug. La madre quería llevar a la niña a un psiquiatra. Discutieron sobre lo que deberían hacer. ¿Cuál sería en realidad el problema? ¿Sería el colegio, sería la profesora, habría alguna chica abusadora en su clase, se estaría enfrentando la niña a algún problema de hiperactividad o de depresión? Consultaron en Internet. Julie estaba convencida de que Gretchen estaba deprimida y que necesitaba ayuda; quizás, incluso, medicación. Doug decidió llevar a cabo un poco de labor detectivesca. De forma periódica, durante la hora de la comida, iría al colegio de su hija y se pasaría por su clase. Observaría lo que pasaba allí. De este modo oyó a la maestra decirle de forma brusca a una niña que se callara, y gritarle a otra que se sentase y se estuviese quieta: o «alguna cosa» por el estilo. Fue a quejarse al director. Julie también fue a hablar con la maestra y le recriminó que se portase así con los niños. La profesora se mantuvo en sus trece y no cambió su forma de actuar. Al parecer, también se habían quejado otros padres, sin conseguir el menor resultado. Julie quería enviar a Gretchen a otro colegio. Por su parte, la niña también deseaba marcharse. Pero Doug le dijo a Julie que, antes de tomar una decisión, él quería intentar algo. Le pidió que le diera seis semanas. Tulle se tranquilizó. Doug le dijo a su hija que en adelante la llevaría personalmente al cole en su coche, y que ya no tendría que coger el autobús escolar. A ella la idea le gustó. —Necesitaba un poco más de tiempo con ella, antes de que abandonara el colegio —me dijo el padre—. Pero yo pensé que se guardaba algo en la manga. Mientras llevaba a la niña al colegio, padre e hija charlaban. —Cariño —le decía Doug—. Realmente tienes una mala profesora en tu clase. Eso es algo que tiene que fastidiarte y asustarte un poco. —Es horrible, papi. No sé por qué me obligas a seguir yendo al cole. Mami dice que no tengo por qué ir. Llévame a casa, no quiero ir al cole. Esto es lo que decía Gretchen. Las conversaciones entre ambos transcurrieron por estos cauces, día tras día. Doug era la voz del realismo, y aceptaba la idea de que la vida no siempre puede ser perfecta. Ciertamente, la profesora no hacía bien las cosas con sus niñas de primero. Por supuesto, tenía mucho carácter y decía cosas que no debería decir, le comentó el padre a Gretchen; pero seguramente ella podía dominar la situación. —Ya sé que es una señora mala —le dijo a su hija—, pero has de pensar en lo que puedes hacer tú para que las cosas vayan mejor en tu clase. Al principio, Gretchen no quería ni contestar a su padre cuando le hablaba así. Pero él siguió con su táctica; y de forma muy suave continuó diciendo a su hija durante las siguientes semanas que dependía enteramente de ella que las cosas mejorasen en la clase. Finalmente, la niña empezó a tener sus propias ideas. —Tal vez podría levantar menos la mano, papi. ¿Pero no crees que eso podría molestarla? O, tal vez —continuó diciendo la niña—podría ir a clase de recuperación mientras dan la clase de mates. Gretchen y Doug establecieron sus propios planes. Pensaron en cosas serias y en cosas tontas. A Gretchen le divertía tener nuevas ideas. Esto es lo que hay que hacer. Mientras Julie quería retirar a su hija de la clase, con lo cual la niña perdería el puesto privilegiado que había conseguido, Doug quería enseñar a Gretchen a ingeniárselas para abordar el problema. Quería que su hija supiese que, cuando se presentan las situaciones problemáticas, hay muchas cosas que no se pueden cambiar. Le dijo que no era realista esperar que su profesora dejara de gritar, o que se convirtiera en una persona más agradable. Pero siempre había algo que ella podía hacer para mejorar la situación. Él quería que su hija —aunque fuera una niña de primaría— comprendiese la conocida plegaria: «Señor, concédeme la serenidad para que acepte las cosas que no puedo cambiar, el valor necesario para cambiar las cosas que puedo cambiar, y la sabiduría para conocer la diferencia». Gretchen empezó a hacer eso. ¿Le gustaba su clase? No. Pero eso le permitió desarrollar el carácter. Aprendió a permanecer en un sitio incómodo y a actuar; y a no ser una mera víctima. ¿Le dijo su padre de forma tajante que se limitara a cerrar la boca, a dejar de quejarse y a portarse mejor? No. Escuchó a su hija, se dio cuenta de cuál era la situación y comprendió cómo se sentía. Le dijo que tenía razón al sentirse tan molesta. Pero la ayudó a encontrar soluciones. Ambos trabajaron conjuntamente, y la pequeña Gretchen aprendió a soportar, a saber comportarse en los momentos difíciles. Por supuesto, las cosas hubieran resultado más fáciles sí Gretchen hubiera abandonado el colegio. Pero Doug le dedicó tiempo y trabajo para poder construir el carácter de su hija, porque sabía que eso era lo que ella necesitaba. Muchos de ustedes, hombres, que se muestran extraordinariamente activos a la hora de trazar, de pensar y razonar en su trabajo, llegan agotados a casa, y todas aquellas habilidades que han practicado a lo largo de la jornada laboral se evaporan nada más traspasar el umbral del hogar. Mientras que en su trabajo el valor les impulsa a seguir adelante, en su casa los hombres pueden convertirse en seres débiles y despreocupados. Pero, padres, también deben mostrar valor y coraje en sus casas. La vida de hogar requiere un compromiso tan grande y tenaz como el del trabajo. Así pues, ahorren un poco de la energía laboral para emplearla en el doméstico. Estoy convencida de que si los padres reservaran nada más que un veinte por ciento de la energía intelectual, física, e incluso emocional que emplean en su trabajo, y la aplicaran a sus relaciones familiares, viviríamos en un país completamente distinto. Y no me estoy refiriendo a que se llegue a casa y se ponga uno a hacer domésticas o a revisar los trabajos escolares de los hijos. Hablo de entregarse un poco más a la familia como esposo y como padre. Mucho de lo que usted puede hacer por su hija no es más que involucrarse en su conversación y escucharla. Por lo general, los hombres hablan poco, pero saben escuchar. Su cerebro resolutivo puede analizar lo que le dice su hija, y usted puede ayudarla a pensar formas de salir de situaciones conflictivas. En ningún sitio es más necesaria su fortaleza masculina y su valor que en su propia casa. Las mayores dificultades, las alegrías y las penas de la vida, brillan o pierden su lustre precisamente en el hogar; y lo que usted haga en él puede establecer la diferencia entre mantener unida a una familia o hacer que se disperse y se hunda. Usted no puede mantener una buena relación con su esposa ni con sus hijas si nunca está en casa. No podrá mantenerla a menos que esté a su lado. Es posible que no le apetezca, pero es ahí donde se ha de mostrar su valor. Es necesario que esté a su lado, las escuche y conozca las frustraciones y la hostilidad femeninas. Nosotras —las hijas, madres y esposas— necesitamos que ustedes estén ahí, que nos aporten su coraje y ese raciocinio bien orientado que resuelve las situaciones. Muchos de ustedes, padres, pueden encontrarse en el justo medio de un conflicto entre su hija y su esposa. Cuando las mujeres discuten, las emociones emergen a flor de piel, las puertas se cierran con portazos y las conversaciones se pueden envenenar. Y usted se siente desgarrado entre el amor que siente por su esposa y el que siente por su hija. Pero en tales conflictos los padres son frecuentemente los árbitros perfectos, al saber apartar las emociones y convertirse en la voz de la razón. Sé que esto no siempre es cosa fácil. Algunas veces las situaciones son muy complejas y hacen vibrar sentimientos poco estables. Por ejemplo, cuando una madre muere o abandona el hogar, y es el padre el que deberá educar por su cuenta a las hijas, le resultará muy difícil imaginarse lo que debe hacer y lo que ha de decir en los retos diarios que le presente la vida. Pero todavía resulta más difícil el desafío que constituye ayudar a su hija a sobrellevar la pena por la pérdida de la madre, cuando también él ha de soportar la pérdida de su propio matrimonio. Si finalmente usted vuelve a casarse, las tensiones de su relación pueden redoblarse. Los problemas que las madrastras tienen con sus hijas suelen ser cosa muy corriente. Veamos algunas cosas que se deben tener en cuenta para que los padres puedan resolver este tipo de situaciones particularmente conflictivas. En primer lugar, recuerde que usted y su hija ya estaban juntos antes de que llegara su nueva esposa. A los ojos de su hija, ella tiene más derechos que los que pueda tener esa recién llegada. Sí siente que la relación con usted se ve amenazada, volcará toda su ira hacia su nueva esposa. Por consiguiente, tenga mucho cuidado. Conceda a su hija todo el tiempo que necesite para adecuarse a la nueva relación, antes de traer a su hogar a la nueva mujer. Recuerde que su hija le necesita a usted más que ella. Usted constituye el cordón umbilical de su hija, y no el de su nueva esposa. Cuando su hija sea adulta podrá volcar su lealtad en su esposa. Pero, al menos hasta que cumpla veintiún años, las necesidades de su hija deben estar en primer lugar. Sé que es una obligación muy difícil de cumplir, pero si lo hace su vida será más sencilla y fácil; y podrá disfrutar de una hija feliz y de un buen matrimonio. En segundo lugar, respete el dolor de su hija. Algunas veces los hombres se vuelven tan pragmáticos que se olvidan de los sentimientos; y se olvidan también de que los demás necesitan elaborar sus emociones. Lamentar la pérdida de su madre es un proceso muy importante y saludable para una chica. Decirle a su hija de catorce años que levante el ánimo porque la vida sigue, cuatro meses después de que su madre se haya ido, es un comportamiento cruel que no la ayudará en absoluto. De hecho, sólo servirá para que su hija se aparte de usted y se vuelva amargada e irascible. Uno de los mayores problemas con los que se encuentran las jóvenes tras el fallecimiento de su madre, o cuando ésta se va de casa, es una pena no expresada, especialmente si el padre se enamora de otra mujer. Es algo natural que su hija se sienta enfadada por la pérdida que ha experimentado, y que hasta se enfurezca con Dios por haberlo permitido; y todavía se puede poner más furiosa porque usted no impidió la muerte o la marcha de casa de su madre. Durante un tiempo puede mostrarse airada, trastornada y amargada con todos y con todo. Esto es completamente normal y hasta saludable. Una vez pase esa etapa, volverá a su ser, si bien con una pena profunda en su interior. Llorará, se aislará quizás durante un cierto tiempo, o se volverá huraña. Sus emociones pueden hacerse confusas, pues quizás sienta ira y tristeza al mismo tiempo. Finalmente, aceptará que la vida es como es; y si usted la ha ayudado en el trance, sentirá esperanza. Será capaz de mirar hacia el futuro y hacia una nueva vida. Pero frecuentemente se producen problemas cuando aparece. En escena una nueva esposa o una novia. El proceso de duelo de su hija se ve entonces interrumpido. Esto puede resultar demoledor para las chicas, porque se sienten traicionadas. Y, sinceramente, no logran entenderse con una nueva mujer, al menos antes de que pase cierto tiempo y estén seguras de que ellas siguen siendo lo primero para usted. Si quiere volver a casarse y tener una buena familiar, ha de conceder a su hija tiempo suficiente para que complete su duelo. De otro modo, es posible que ella nunca llegue a entenderse con su segunda esposa. En tercer lugar, recuerde siempre que ella es una niña v su nueva esposa es adulta. Exíjale más a esta última que a su propia hija. Su nueva esposa deberá saber manejar la situación (y si no sabe hacerlo, descúbralo antes de casarse con ella, porque eso constituirá toda una advertencia). Es corriente que las chicas tengan celos de la nueva esposa; incluso resulta frecuente que sientan un fuerte desagrado por todo lo que se refiera a ella. Involuntariamente, su nueva esposa puede alimentar estos sentimientos. Algunas nuevas esposas no quieren ver huellas de la primera a su alrededor. Quieren constituir el centro de la familia y no desean que se las compare con la anterior. Se sienten amenazadas e inseguras. Así pues, tenga en cuenta esta advertencia, no solamente para su hija, sino también para usted: si su novia no se siente cómoda al oír hablar de su primera esposa como madre de su hija, debería dar por finalizada esa relación. Si no lo hace, podría romper la integridad de su familia. Muchos hombres se sienten tan absortos en su dolor que deciden casarse o mantener relaciones con mujeres con las que nunca lo habrían hecho en circunstancias diferentes. Así pues, concédase un tiempo para completar su duelo, y solamente entonces piense en una nueva relación. Esto es tan importante para su segunda esposa como para usted y para su hija. *** Teresa era hija única. Sus padres la adoraban. Cuando Teresa tenía ocho años, a su madre se le diagnosticó un cáncer de pecho muy agresivo. A pesar de la quimioterapia, de la cirugía y de las radiaciones, se fue deteriorando muy rápidamente. Al cabo de un año, la madre de Teresa murió. La niña tenía nueve años. En la ceremonia del funeral se mostró fría, pálida y rígida. Su padre, Brad, sentía tanto dolor por la muerte de su esposa que buscó ayuda en los amigos y en un psicólogo. También llevó a Teresa a un asesor psicológico. El tratamiento duró seis meses,-pero no pareció ser de ayuda. El asesor le dijo que Teresa no respondía al tratamiento y que Brad estaba perdiendo el dinero y el tiempo con aquellas sesiones. Teresa iba al colegio, volvía a casa, entraba en su cuarto y cerraba con llave. Allí, sobre el cobertor rosa de su lecho, lloraba, hora tras hora. Hablaba muy poco con su padre. Y jamás lo hacía de su madre. Incluso retiró sus fotografías, lo que afectó mucho a Brad. Transcurridos doce meses desde la muerte de su madre, Brad empezó a salir con una mujer. Como Teresa apenas le hablaba, Brad sentía unas enormes ganas de tener compañía. Helen era una persona organizada y animosa, que aportó un sentimiento de normalidad a su vida. Siempre que iba a casa, Teresa la miraba con extrañeza y se negaba a hablarle. Después de tres breves meses de noviazgo, el padre se casó y Helen se instaló en la casa. Tanto Brad como Helen creían que una vez que estuvieran casados y Teresa se acostumbrara a su madrastra, cambiaría de conducta y le hablaría. Se sentiría feliz de tener en casa a una mujer que podría cuidar de ella. Teresa terminó su formación primaria, pasó a secundaria y empezó sus primeros años de bachillerato sin problemas. Nunca daba la impresión de ser realmente feliz, pero al menos se portaba cordialmente con Helen y con su padre. Además, decía ella, su padre le había pedido que fuese amable con Helen. Él le había dicho que aquella era la vida que ahora tenían, y que era necesario aceptarla. Le hizo saber que él también tenía necesidades, y que podría darla mejor como padre si ambos eran felices. Pero Helen no estaba tranquila. Ella no era tan guapa como lo había sido la madre de Teresa, y se sentía incómoda cuando Brad su hija hablaban de las cosas que hacían juntos cuando vivía la esposa anterior. Guardaba silencio cuando se tocaban esos temas; e incluso, cuando Teresa se refería a su madre, Helen le recordaba que aquella vida ya había concluido. Ahora era ella la que estaba allí. Ella era la nueva mujer de la casa. Quería que se le hablase con respeto deseaba que Teresa comprendiese que sería bueno para Brad que ambas le prodigasen su cariño. Helen era impulsiva, y cuando su hijastra llegó a la adolescencia perdió los estribos con ella. Le ponía motes y le hablaba mal. Teresa llegó a odiarla. Le comentó a su padre lo que ella le decía cuando él no estaba presente. Brad intento que Helen se llevase mejor con su hija, pero su esposa le respondió criticándole por permitir que la chica fuera tan poco respetuosa con ella. El hogar se convirtió en un campo de batalla. Finalmente, durante el último año de bachillerato, Teresa se fue de casa. Odiaba a su madrastra y se juró que nunca volvería a casa mientras Helen estuviera en ella. Brad manejó aquella desagradable situación con determinación, pragmatismo y arrojo. En primer lugar reconoció que, aunque su hija pareciese toda una mujer, condujese el coche, tuviese un trabajo y pagase algunas facturas, seguía siendo, en algunos sentidos, una escolar que echaba de menos a su madre. Nunca había llegado a completar el duelo por su pérdida. Brad se dio cuenta de que Teresa necesitaba más tiempo del que él le había concedido. Así que empezó a pasar más ratos con ella. Y como la chica no quería ir a casa, se reunían en la casa de un amigo; solían tomar café, y hasta llegaron a irse juntos de fin de semana. Volvió a reencontrarse con su hija. Brad no abandonó a su esposa, pero insistió educadamente en disponer de tiempo para pasarlo a solas con su hija. Helen estaba furiosa; pero Brad le dijo que las cosas estaban así y que no iba a cambiarlas. Ella tendría que comprenderlo porque era una mujer adulta, mientras que Teresa era una chica muy joven. Muchas segundas esposas de naturaleza insegura rechazan que su marido pase tiempo a solas con los hijos del primer matrimonio. Padres: no permitan que esto les suceda a ustedes. Deben ser fuertes, como Brad; porque sus hijos necesitan estar a solas con ustedes. Poco a poco, Teresa empezó a mostrarse más cariñosa con su padre. Este comentó que, cuanto más cercana se mostraba con él, más nerviosa parecía sentirse algunas veces. Ella nunca se había portado de ese modo anteriormente, y él se sentía confuso. Su consejero le dijo que eso era un buen síntoma. Teresa se mostraba más cómoda con él, y eso significaba también más comodidad a la hora de compartir sus emociones. Se sentía más cerca de él emocionalmente y también más segura, de modo que ya no tenía miedo de que su padre pudiese abandonarla (se había sentido abandonada por la muerte de su madre) si ella le confiaba sus sentimientos. Hablaron de su madre durante dos años; lloraron y discutieron, y repasaron lo que los tres habían hecho juntos. Durante este proceso, Brad se dio cuenta de que las calificaciones académicas de Teresa mejoraban. Finalmente, ella empezó a ir a casa para cenar. Y tres meses antes de graduarse de bachillerato, regresó a casa. Nunca llegó a hacerse muy íntima de Helen, pero las cosas marchaban bien, según dijo. Ella tenía la impresión de que había recuperado a su padre. En cuanto a él, incluso llegó a decirle a su hija que si se casó tan pronto fue porque en aquel tiempo se sentía absolutamente falto de cariño, y que casi se había vuelto loco por el dolor y la pérdida, por lo que no pensó adecuadamente. Teresa lo perdonó. Brad obró bien. ¿Cometió muchas equivocaciones? Seguramente. Hizo muchas cosas mal, pero eso no importa, porque obró bien en lo más importante. Hoy día tiene una magnífica relación tanto con Teresa como con Helen. Pero eso no se consiguió fácilmente. ¿Qué fue lo que hizo bien? Supo iniciar el reencuentro con su hija. Supo moverse: no se limitó a permanecer sentado viendo cómo se deterioraba la situación. Le devolvió la confianza a su hija. Supo darse cuenta de lo que Teresa necesitaba, y se lo dio. Logró ver el mundo bajo la perspectiva de ella. ¿Se portó la chica mal, al odiar a todo el mundo? Bueno, decía él, tal vez sí, pero él sabía que en el fondo ella no era así. Tan solo era una niña pequeña que había sido marginada repetidamente. Helen y Teresa estaban tan enfrentadas y llenas de ira y de frustración que, a veces, ni siquiera podían pronunciar palabra. Sus sentimientos las sobrepasaban y las incapacitaban de tal manera que, en ocasiones, les resultaba imposible entenderse. Por otro lado, Brad, que amaba a las dos mujeres, parecía contemplar toda la situación desde una perspectiva más amplia. Su acertado punto de vista «¿Qué puedo hacer en este momento? ¿Y qué podré hacer seguidamente para suavizar esta situación?». Adoptó una posición objetiva con respecto a su hija y a su esposa; estableció un plan práctico (con la ayuda de un buen consejero) y después, día tras día, argumento tras argumento, se atuvo a él. Se mostró pragmático, fue decidido y persiguió su objetivo con arrojo masculino. Hizo las cosas bien, no solamente por él, sino también por las dos mujeres que quería. Y gracias a la forma en que supo manejar una situación muy complicada, todo el mundo salió ganando. Salvó su relación con su hija y después con su esposa. Mantenga unida a su familia. Durante más de veinte años he venido observando las relaciones entre padres e hijas, maridos y esposas, y madres e hijas. He tenido que empujar y estimular a mis pacientes. He tenido que escuchar, y también que aprender, sufrimientos psíquicos y físicos: he tenido que dar antidepresivos y, en ocasiones, he tenido que pedirle a algún paciente que abandonara mi consulta. Cuando me licencié en la Facultad de Medicina, a principios de la década de 1980, hice la firme promesa de comprometerme a trabajar por la salud de mis pacientes. La medicina ha experimentado avances científicos enormes que me permiten ver dentro del cuerpo de mis pacientes de forma tan clara como si estuviera contemplando un dibujo en un libro de texto. Puedo recetar medicamentos que tranquilizan a los niños, curar algún tipo de cáncer y prolongar la vida de otros enfermitos que padecen el sida. Pero todos los elementos de que dispongo en mi arsenal médico no pueden asegurar a mis pacientes una vida llena de éxitos. Puedo hacer que lleguen sanos hasta que se hagan adultos, pero al llegar a ese punto tal vez se desplomen. Las hijas pueden sentirse confundidas por su relación con novios que se muestran fríos. Establecen relaciones con individuos poco fiables, o se vuelven demasiado confiadas. Muchas jóvenes se sienten aterrorizadas ante la idea del matrimonio por lo que han llegado a ver —o no han visto— en su casa, mientras se iban haciendo mayores. Padres, son ustedes los que pueden establecer la diferencia. Y lo más importante para establecer esa diferencia es mantener a la familia unida. La causa más corriente de desgracia e infelicidad, la que afecta a los niños más que ninguna otra cosa, es el divorcio. El divorcio es el problema central que ha marcado a una generación de jóvenes que corren un gran peligro de caer en relaciones caóticas, de padecer enfermedades de transmisión sexual y una gran confusión a la hora de fijarse el objetivo de sus vidas. Por eso son los padres que logran mantener unidas a sus familias los que pueden establecer la gran diferencia. Pero supongamos que ya es demasiado tarde. Supongamos que usted ya se ha divorciado. Si éste es su caso, no se detenga; utilice todo su arrojo para rehacer y mejorar la relación con su hija. Si hasta entonces no ha constituido el centro de su vida, trate de que sea así a partir de ahora. Piense del siguiente modo: si hubiera perdido su trabajo ¿dejaría usted por eso de trabajar? Por supuesto que no, porque no podría permitírselo. Pues, del mismo modo, tampoco puede permitirse perder a su hija. Si ha perdido su relación con ella, preocúpese de recuperarla. Puede hacerlo. La virilidad considera la dificultad como otro problema más que hay que resolver. Sé que muchos hombres pierden la confianza en sus relaciones con las mujeres porque éstas los confunden. He comprobado que esto ocurre una y otra vez. Pero es exactamente por eso por lo que los hombres —los pragmáticos de la existencia— deben estimularse para saber hacer frente a las complejidades de las relaciones, y para simplificar la vida. La prudencia requiere con frecuencia saber esperar. Requiere también la fortaleza de la virilidad, el autocontrol y el arrojo para saber involucrarse. La furia se apaga. Los corazones se parten, pero después sobreviven, siguen su camino. Las personas maduran. Y si usted se convierte en la roca a la que puede asirse su hija, podrá superar cualquier desafío que se le presente. *** Alex y Mary tuvieron tres hijas. Mary padeció serias depresiones posparto tras cada uno de los nacimientos. Alex admitía no haber sabido llevar muy bien las depresiones de su mujer, y se preocupaba mucho pensando que tal vez ella no lograría reponerse tras los repetidos episodios de depresión. Ella permanecía días enteros en cama, llorando, incapaz de salir de su cuarto. El buscó una persona que pudiera ayudarla. Se tomó días de baja para estar a su lado. Hizo todo cuanto pudo para salvar a su familia. Ambos, marido y mujer, lo hicieron. De hecho, para cuando las chicas empezaron a cursar el bachillerato, su relación volvía a ser sólida. Mary no volvió a experimentar ningún otro episodio importante de depresión de su tercer embarazo. Cuando su hija Ada cumplió los quince años, Alex notó que empezaba a llevar vestidos oscuros. Ada era la más joven de las tres chicas; Ellie tenía diecisiete y Alyssa veinte. Ada cambió de amigos en el colegio. Asistía a una escuela especial para músicos de talento, pues era una flautista muy brillante. Pero empezó a ignorar a sus amigos y a salir con un muchacho de diecisiete años que había abandonado sus estudios y que hacía de vez en cuando trabajos ocasionales. Alex estaba asombrado. En el transcurso de seis meses. Ada había pasado de ser una concertista de flauta que disfrutaba quedándose en casa con sus padres por las noches, a convertirse en una muchacha que se negaba a tocar, a estudiar o a quedarse en casa cuando se le pedía. Alex solicitó un horario más flexible en su empresa para poder pasar más tiempo con Ada. La recogía de vez en cuando en la escuela y la llevaba a comer con él. También se la llevó al cine. La vigilaba por las noches (para asegurarse de que estaba en la cama). En cierta ocasión la llevó con él a Chicago para pasar el fin de semana. Todo esto, según me dijo, no le resultaba difícil, porque quería mucho a Ada. Lamentaba lo que le estaba pasando a la chica. Había tenido con ella una buena relación (aunque no demasiado íntima) hasta aquel momento. Alex y Mary se sentían culpables y pensaban que, en cierto modo, habían podido fallarle a su hija. Mary temía que la depresión posparto que había sufrido hubiera podido dañar emocionalmente a Ada. A los dieciséis años, Ada se escapó de casa. Alex se sintió desolado. Contrató los servicios de un detective para encontrarla. Ada había robado dinero a sus padres, había cogido primero un autobús y luego un tren, y se había dirigido a San Diego, muy lejos de su hogar en el Medio Oeste. Alex partió hacia San Diego para traer a su hija de nuevo a casa. La encontró trabajando como cajera en la tienda de una estación de servicio. Durante un rato la dejó que siguiera atendiendo a los clientes. Después, sus miradas se cruzaron. El padre esperó hasta que ella tuvo un rato libre, y entonces salieron a la calle. Ada, que ahora lucía una larga y negra cabellera, no dejó de increpar a su padre. Se negaba a volver a casa. Tenía un «amigo» con el cual compartía un apartamento. (Posteriormente, Alex descubrió que el tal «amigo» era un divorciado de treinta años). Durante tres días, Alex estuvo tratando de convencer a su hija y rogándole que le acompañara a casa. Ella se negó. —Si me obligas —le dijo— volveré a escaparme. El padre regresó a casa sin su hija. Tenía roto el corazón. Creía que le había fallado, aunque no sabía en qué; y no podía entender por qué Ada los odiaba tanto a él y a su madre. Todo cuanto ella decía era que había tenido que marcharse. Un año después —doce meses sin cartas ni llamadas telefónicas— Alex volvió a San Diego. Encontró a su hija trabajando a tiempo parcial en un negocio de lavado de coches. Parecía enferma y un poco ida. Una vez más, durante tres días, él trató de convencerla de que volviera a casa, pero la joven se negó a marcharse con él. Aunque la habían echado de su apartamento y se había separado de su compañero (por razones que se negó a comentar), prefería vivir en cualquier parte a regresar al hogar de sus padres. Pasó otro año. En el decimoctavo cumpleaños de Ada, Alex —al que el corazón se le deshacía en el pecho— regresó a San Diego. En esta ocasión la encontró viviendo en la calle. Casi no pudo reconocerla, y temió que se hubiera convertido en una prostituta. Ella lo negó, y él la creyó, aunque supuso que estaba tomando y traficando con drogas. Se pasó tres días con ella, pero tampoco esta vez quiso regresar con él. Le compró ropa y regresó a casa. Las cosas siguieron así hasta que ella tuvo poco más de veinte años. Alex le escribía cartas que no llegaba a enviar, pues ella carecía de dirección. Ahorró un dinero que puso en una cuenta a su nombre. A nadie le habló de esto, temiendo que le dijeran que estaba loco. Pero él quería a su hija y estaba dispuesto a seguir la lucha. Ada le había partido el corazón en mil pedazos, pero estaba decidido a seguir queriéndola. No podía cambiarla, pero podía quererla. Cierto día de octubre, su teléfono móvil sonó mientras se encontraba en una reunión de trabajo. —¿Papi? —era la voz de Ada. Alex no pudo hablar. Su cabeza era un torbellino. —¿Estás ahí, papi? Háblame, por favor. Ella había empezado a sollozar. —Ada, ¿dónde estás? —logró decir él, finalmente. —Estoy en la estación de tren de Grand Rapids. Papi... Estaba llorando y no lograba articular palabra. —No te muevas. Ada, no te muevas de ahí. Por favor —le rogó él. Se disculpó ante sus compañeros por abandonar la reunión, cogió el coche y corrió por la autopista a buscar a Ada. Cuando la vio la encontró totalmente demacrada; se había afeitado la cabeza. No estaba sucia, pero parecía muy envejecida. Corrió hacia ella, y la apretó entre sus brazos. Podía sentir cómo temblaba el débil cuerpo de su hija mientras sollozaba. La llevó al coche y emprendieron el camino de regreso a casa. Al principio viajaron en silencio, pero lentamente las cosas fueron mejorando. Ada se quedó en casa y consiguió un trabajo en una estación de servicio; a los veintitrés años terminó el bachillerato y empezó unos cursos en la universidad local. Incluso retomó nuevamente la flauta. Alex me dijo que, al principio, se encontraba tan aliviado que no dejaba de sentirse entusiasmado. Pero pronto empezó a sucederle algo terrible. La ira empezó a agitarse en su interior. Se sentía disgustado con Ada. Cuanto más saludable se volvía ella, más a disgusto se sentía él. Tenía pesadillas en las que se peleaba con su hija físicamente. Cuando la encontraba discutiendo con su madre, sentía ganas de pegarle. Estaba muy confundido, y decidió entregarse por entero a su trabajo. Nunca mostró su ira a su esposa ni a Ada. La guardaba para sí, y el dolor le roía. Me dijo que, algunas veces, su ira era tan intensa que tenía miedo de hacerle daño a alguien. Pero no lo hizo. Se mantuvo sereno, aunque cada día constituyera una auténtica lucha para él despertarse e irse a trabajar, guardándolo todo para sí. Los peores momentos, según me dijo, eran los que pasaba en casa. Ver a Ada se le hacía casi insoportable. Algunos días ella estaba encantadora, otros parecía que saltaran chispas. Ella nunca dijo que lo sentía. Echaba la culpa a las drogas. Dijo que había empezado a tomarlas durante el bachillerato y que la habían convertido en otra persona. Ada maduró, dejó la casa y finalmente contrajo matrimonio. Nunca llegó a terminar sus estudios universitarios, pero su talento musical le permitió encontrar trabajo en una orquesta, y se transformó. Actualmente, Ada es una joven casada y vive a un par de horas de la casa de sus padres. Llama a Alex todas las semanas por su móvil. También habla con su madre, aunque no como lo hace con su padre. Le pide consejo a él, le dice que lo quiere, le pide que la vaya a ver y le duele si a su padre no le es posible hacerlo. Nadie puede imaginarse por qué Ada hizo lo que hizo. No hay explicación para ello; simplemente, sucedió así. Pero sólo la tenacidad y el arrojo de Alex pudieron recuperarla —aunque llegara a enfurecerse en silencio—, haciendo que lograra encauzar su vida. Alex y Mary siguen casados y felices, tras años de duras pruebas. El comportamiento de Alex me recuerda los versos del poema «Ulises», de Tennyson: Ya no poseemos aquel vigor que en los viejos tiempos fue capaz de mover cielos y tierra; ahora somos lo que somos. Aquel temperamento de corazones heroicos el tiempo y el destino lo hicieron débil; pero fuerte sigue siendo la voluntad para esforzarse, para buscar, para hallar, y para no rendirse. ¿Fueron las medicinas, la psicoterapia, la fe y los amigos de Alex los que le ayudaron para que pudiese salvar a Ada y su matrimonio? Sí, todo eso le ayudó en parte. Pero, en última instancia, Alex pudo recuperar a su familia porque nunca quiso renunciar a su hija. Decidió ayudarla y apuró su voluntad para lograrlo; porque eso es lo que hacen los padres fuertes. Capítulo 7. Sea usted el hombre que quisiera para marido de su hija. Esté preparado. Un buen día, usted y su hija se encontrarán al fondo de una iglesia, de un templo o de un jardín. Estarán cogidos del brazo; y usted tendrá la mirada fija en un joven, muy nervioso, que se encuentra allá al fondo, al otro lado de las filas de invitados. El brazo de su hija se aprieta contra el suyo. Usted le susurra al oído: —No hemos llegado tarde, no te preocupes. —Lo sé, papá. Estoy bien. Usted traga saliva y se pregunta: «Cómo ha llegado mi hijita tan pronto a esto?». Y tenga presente otro importante pensamiento: el hombre que usted está mirando allá, al fondo el pasillo, será indudablemente un reflejo de lo que es usted, ya sea bueno o malo. Así son las cosas: las mujeres tienden a buscar lo que conocen. Tal perspectiva quizás le asuste. Si usted ha mantenido una relación complicada con su hija; si la ha llenado de fríos distanciamientos, de discusiones, o de continuos malos entendidos, ya puede lamentarlo. Pero siga leyendo estas páginas; porque desde la perspectiva de su hija, nunca es demasiado tarde para que ustedes dos puedan mejorar su relación; para romper ese ciclo equivocado y cambiar para mejor. Vuelva a fijarse en el joven vestido de etiqueta. Si pudiera profundizar y conocer su personalidad, ¿a quién se parecería él? Usted querría que fuera un joven que se entregara plena y fielmente a su hija. Quisiera que fuese trabajador, compasivo, sincero y valiente. Quisiera que fuera el hombre que siempre protegiera a su hija. Quisiera, en definitiva, que fuese un hombre íntegro. Antes de que su hija llegue a casarse, usted ha de ser ese hombre. Deberá preguntarse: ¿soy yo un padre íntegro? ¿Soy sincero? ¿Trabajo duramente por ella y por toda mi familia? ¿Soy cariñoso y protector con mi esposa y con mi hija? Son preguntas muy importantes; pero si desea que su hija tenga un buen matrimonio, es en ellas en donde radica todo. Un buen matrimonio se basa en el respeto. Usted quiere que su hija le respete; y si usted muestra integridad, eso es lo que obtendrá, y lo que también le enseñará a ella para que lo pida de su futuro marido. Escoger un cónyuge adecuado es una de las decisiones más importantes de la vida. A los profesionales no les gustan mucho los hijos; puede ser un hombre muy activo, o puede ser de los que desayunan en la cama. Hay esposos que son así. Y usted es el hombre que deberá enseñar a su hija cómo se comportan los hombres. Mírelo. Hágalo. Enséñelo. Permítame que le cuente un escalofriante secreto de los médicos. Mientras estamos preparándonos para hacer la especialidad, pasamos por momentos muy duros. Una semana de trabajo normal tiene entre ochenta y noventa horas de tarea, a menudo más. Sometidos a una gran tensión, pronto aprendemos a tener práctica. Se nos dice: «Míralo, hazlo, enséñalo». Puede tratarse de cualquier cosa, desde poner una inyección intravenosa o hacer una punción lumbar hasta intubar a un paciente en coma. Una vez que se nos dice cómo hay que hacerlo, se supone que lo sabremos hacer, y que se lo enseñaremos a otro médico en prácticas. Para que su hija sepa cómo es un buen hombre, tiene que conocer a alguno. Tiene que ver un modelo de masculinidad en usted. ¿Y qué significa eso? Pues significa que usted ha de ser una persona íntegra, un hombre que inspire confianza y respeto, un líder. Significa que usted ha de ser un hombre sincero, que ha de comprometerse con el bienestar de su familia y que ha de estar dispuesto a sacrificarse por ella. La sinceridad es algo más que decir la verdad. Significa no tener secretos. El secretismo no sólo sirve para aislar a unas personas de otras, sino que cuando usted oculta algo, difícilmente se trata de algo bueno. Por lo general se trata de algo que le molesta o de lo que se avergüenza. En realidad, es una debilidad. La sinceridad se asienta en la integridad; y lo estarnos haciendo mal cuando enseñamos sinceridad a los jóvenes. En realidad, nuestras enseñanzas no están calando. Lo veo en mi práctica diaria, especialmente en los chicos y chicas que toman drogas. Es un proceso. Empiezan teniendo secretos con sus padres, diciendo mentiras, ojeando revistas pornográficas (especialmente en Internet), bebiendo alcohol (posiblemente del bar de su padre), y después haciendo escarceos con la marihuana entre amigos «solo para ver cómo es». La marihuana es «una puerta a la droga» que lleva a otras drogas más fuertes, incluyendo la cocaína y las metanfetaminas. No necesito decir a los padres lo que puede ocasionar en los muchachos el uso de las drogas. Los padres saben muy bien que una mala decisión lleva a otra. Los pequeños problemas, si no se corrigen, pueden convenirse en grandes problemas. Nosotros, los adultos, conocemos muy bien esa progresión. No obstante, muchos padres están demasiado distraídos, confundidos o influenciados por un relativismo moral políticamente correcto como para poder aclarar adecuadamente lo que constituye una conducta buena o mala en sus hijos. Por eso muchos chicos optan por mentir y engañar; porque es fácil y les hace creer —al menos, superficialmente— que así tendrán más éxito. No permita que eso pase en su hogar. Párelo antes de que llegue a suceder. Y si ya se ha producido, trácese un plan para corregirlo. Para poder hacer frente al secretismo y la falta de sinceridad es necesario que usted sea un modelo de integridad y de fuerza, de sinceridad y de franqueza. Usted tiene que ser el líder de su familia. Tanto su esposa como su hija necesitan un hombre que sea fuerte, no un ser débil. Y un hombre fuerte sabe muy bien que nada bueno puede venir de secretismos; nada bueno viene de que usted se aísle de su esposa y de su hija; nada bueno viene de crear situaciones que den pie a la mentira, al abuso del alcohol o la adicción a la pornografía. Ya sé que usted se encuentra continuamente bombardeado por una imaginería sexual. Yo también tengo marido e hijo, y sé las tentaciones a que han de enfrentarse ellos. Los anuncios de índole sexual ejercen un tremendo daño en los chicos y en las chicas. Pero ese daño se multiplica por tres en el caso de los hombres. La imaginería sexual atrapa su atención de un modo que no sucede con la mayoría de las mujeres. No es que las mujeres no estén interesadas en el sexo, sino que, para ellas, los estímulos sexuales son muy diferentes. Usted se ve seducido todos los días. En su ordenador de la oficina, o en la pantalla de televisión de la habitación de su hotel, mujeres de todos los tipos y clases tratan de seducirle a escondidas. Y el problema radica en que, al principio, ese mirar a escondidas le parece agradable e inocuo, pero el modelo establecido puede convertirse en algo devastador. La pornografía aplasta su masculinidad, aunque parezca que la favorece. La va socavando poco a poco, llevándolo a un mayor aislamiento, a una mayor debilidad. De usted depende mostrarse fuerte, darse cuenta de que su familia necesita su respaldo. Su hija, su hijo, su esposa necesitan que usted viva sin secretos, ya se refieran a la pornografía o a cualquier otra cosa. La verdad cura; la verdad es la sede y el núcleo de la integridad. Amber, una joven que ahora tiene veintiséis años, me contó una historia de su padre que ilustra muy certeramente este punto. Amber recuerda que cuando tenía quince años se despertó una noche al oír gritar a sus padres. —Mis padres raramente discutían —me dijo— y yo no podía entender por qué lo hacían en esa ocasión. Pero el hecho es que mi madre estaba más furiosa que mi padre. Aparentemente, había descubierto algo que él estaba haciendo, y no dejaba de llorar y de protestar. La pobre había estado enferma todo un año, con un linfoma, y había recibido sesiones de quimioterapia y radiación para curarse. Yo sufría mucho por ella. Todos nos esforzábamos por ayudarla. Mi hermana menor y yo cocinábamos. Y, por las tardes, no hacíamos ruido para que pudiese dormir la siesta. Mi padre también se portaba maravillosamente. Trataba de ayudar todo lo que podía, pero su trabajo era bastante agotador. Además —y Amber empezó a sollozar— lo estaba pasando bastante mal con la enfermedad de mamá. La quería mucho. Creo que sentía pánico ante la idea de que ella pudiese morir. Las emociones de Amber eran muy fuertes y, a medida que avanzaba en su relato, empezó a hablar más alto y más deprisa. —De todos modos, aquella noche ambos estaban discutiendo, y yo dejé la cama y bajé por las escaleras al piso de abajo. Seguramente mi madre había visto a mí padre ante su ordenador y se había encontrado con algo raro. Supongo que él estaba viendo algo, o escribiéndole a alguien, no estoy segura. Tampoco tenía ganas de saberlo, porque fuera lo que fuese él era mi padre. Amber guardó silencio un momento y, después, su tono se suavizó. —Durante los meses siguientes ellos se gritaban mucho y discutían continuamente. No nos dijeron, ni a mí ni a mi hermana, lo que estaba pasando; pero, finalmente, un día mi padre nos llevó a todos al salón, dijo que nos sentáramos e hizo algo que nunca podré olvidar. Mi hermana y yo estábamos sentadas en el sofá, frente a mi padre y a mi madre, que había perdido el pelo por la quimioterapia y las radiaciones. Fue él quien llevó toda la conversación. «Chicas», dijo, «ya sabéis que vuestra madre y yo hemos tenido algunos problemas». Cuando dijo eso, yo creí que iba a vomitar. Estaba segura de que diría que iban a divorciarse. Le resultaba muy difícil hablar. Esperamos. Yo me puse sumamente nerviosa. Finalmente, dijo: «El problema soy yo. No lo he hecho muy bien cuidando a mamá en su enfermedad, y lo siento mucho por vosotras y por vuestra madre. No espero que lo entendáis; y ni mamá ni yo vamos a daros detalles, porque es algo entre los dos. De todos modos, quiero deciros que cometí graves errores. Me he deshecho del ordenador y, puesto que todos lo utilizamos, tendréis que decirles a vuestras amigas que no habrá más e-mails de ahora en adelante». Después, nos miró a todas, muy preocupado por lo que pudiéramos decirle. «¿Es eso todo?», le pregunté. «No vais a divorciaros mamá y tú?». «No, Amber, nada de divorcio. Mamá nos necesita: a ti, a tu hermana y a mí. Estamos pasando por unos momentos muy duros, pero hemos de hacer todo lo que podamos para mantenernos unidos. Y ya sé lo duro que es también esto para vosotras. Y eso fue todo —dijo Amber evidentemente sorprendida por la escasa explicación que su padre había dado—. Él estaba sentado allí, muy triste y callado. Nos miramos entre nosotras. Al cabo de un rato, mi hermana y yo subimos a nuestro cuarto muy confundidas por lo que pudiera estar pasando, pero tranquilizadas porque ellos no se iban a divorciar. Amber hizo una pausa. Al poco, continuó: —Me gustaría poder decir que a partir de aquel momento todo marchó bien. Ahora es así, pero durante el año siguiente mis padres tuvieron muchas discusiones. Después, mi madre empezó a mejorar y a hablar más. Por lo que pudimos deducir escuchando a escondídas sus conversaciones, tanto mi hermana como yo llegamos a hacernos una idea de lo que estaba pasando. Al parecer, mi padre había establecido una relación con otra mujer por Internet. La cosa no debió ser muy seria, y hasta pienso que ellos nunca llegaron a encontrarse. Creo que sé cuándo empezó todo eso. De todos modos, estoy segura de que una cosa condujo a la otra, y que después pudo meterse en otro lío. Resultaba evidente que Amber no quería emplear la palabra pornografía, porque nadie quiere relacionar a su propio padre con el sexo. —Pero ahora viene lo mejor —me dijo—. A partir de aquel día, oí que mis padres se prometieron que no habría más secretos entre ellos. Y en la medida en que puedo decirlo, no volvieron a tenerlos. El ordenador se fue a la basura, y ahora han vuelto a ser felices. Cuando terminamos la conversación, era evidente que Amber se mostraba orgullosa de sus padres, especialmente de su padre. Sin disculparle, se había dado cuenta de que el mundo virtual de Internet le había seducido cuando se sintió debilitado por el sufrimiento que estaba pasando. Trató de mantener en secreto su vida irreal porque sabía que aquello no estaba bien. Y mientras eso duró, su familia corrió un grave peligro. —Pero —dijo Amber— él lo consiguió. Se dio cuenta de que aquello no marchaba bien. Lo contó todo y eso hizo que le pusiera punto final. Y no se puede imaginar usted lo bien que estuvo que lo hiciera. Amber todavía no se ha casado, pero tiene un novio formal, con el cual muy bien pudiera contraer matrimonio. ¿Qué piensa usted que espera ella de ese hombre? ¿Cree que cerrará los ojos ante cualquier conducta secreta, o que, por el contrario, le animará a ser sin cero, como hizo su padre? Puesto que el padre de Amber tuvo el coraje de enfrentarse a su vida secreta y modificar su conducta, también ella espera que los demás hombres hagan lo mismo. El padre de Amber no sólo cambió su vida sino que también cambió la de ella, haciendo que ambos se sintieran más unidos. Probablemente, cuando hizo su declaración en aquella sala no se dio cuenta de que su decisión tendría un gran impacto en el futuro de su hija y en su futura felicidad. Internet puede ser un buen aliado, porque le permite trabajar en casa, en vacaciones o en cualquier sitio en donde se encuentre. Pero también puede constituir su mayor pesadilla. Utilícelo con cuidado. La pornografía resulta un elemento muy adictivo para los hombres y los muchachos, y se puede introducir en su vida sin que apenas se dé usted cuenta de ello. Es más adictiva que el alcohol y más fácil de conseguir que las drogas; pero resulta igualmente destructiva para hombres, esposas y niños. El doctor Lickona dice: «La pornografía puede destrozar su conciencia sin que usted siquiera se dé cuenta». Los hombres íntegros se dan cuenta de todo, especialmente de aquellas cosas que amenazan su bienestar y el de los seres que tienen en su entorno. Si usted advierte a su hija y a su hijo que la resistencia a la pornografía es una batalla que ha de sostener todo hombre y todo muchacho, y les indica cómo pueden enfrentarse a ella y evitarla, les habrá otorgado un inmenso poder para enfrentarse a las cosas difíciles de la vida. Y le puedo garantizar que su hija seguirá ese consejo a la hora de dárselo a su futuro esposo. Todo padre desea tener un yerno que no tenga nada que esconder y cuya relación con su hija se base en la verdad. Todos los secretos hacen daño. Así pues, hable con su esposa sobre esto. Hagan un pacto para no tener secretos entre ustedes. Y pónganlo en práctica. Después, observe a su hija. Si usted tiene una vida sin secretos, ella probablemente hará lo mismo. Si usted cree que no le oculta nada, es mucho más probable que ella hable con usted claramente sobre la bebida y sobre otras conductas peligrosas. Pero si descubre que usted (o su madre) guardan secretos importantes —y los hijos suelen descubrirlo casi siempre— es muy posible que haga lo mismo. Si tiene alguna debilidad, enfréntese a ella y busque la manera de evitar las tentaciones. Si el alcohol es su punto débil, deje de beber con sus amigos y pase más tiempo sobrio con su familia. Si su debilidad son las mujeres, establezca normas para protegerse. Billy Graham90 (incluso él, un gigante espiritual de nuestra era) se sintió tentado por las mujeres; para evitarlo se llevaba siempre a un amigo cuando viajaba, lo que le impedía estar a solas con una mujer. Tal vez la regla de él no valga en su caso. A usted le toca decidir. ¿Cuánto valor tiene su hija para usted? Si oculta cosas, su familia hará lo mismo. Tiene que poner a la familia en primer lugar. Ellos están antes incluso que su carrera. En lo que respecta a las mentiras, hable con su hija de la importancia que tiene decir la verdad. Enséñela a confiar en que los demás no mienten; prepárela para que sepa distinguir a las personas sinceras (tendrá muchas ocasiones para hacerlo en el colegio). Dígale que no podrá haber una buena relación entre ustedes si hay lugar para la mentira. ¿Por qué? Porque si usted o ella dicen falsedades, aunque sólo sea una pequeña mentira, la confianza se romperá entre los dos. Hágale saber a su hija que usted quiere mantener con ella una relación basada en la confianza; y que sólo de esa forma podrán estar unidos. También deberá observar con mucha atención su forma de pensar, de hablar y de comportarse. No es fácil, pero debe hacerlo. Su hija le observa todo el tiempo, y la verdad es que si usted le miente, aunque ella desconozca los detalles, se dará cuenta de que algo no marcha. Las hijas son así. Mi marido y yo fuimos amigos durante muchos años de otro matrimonio. Les llamaremos Bob y Hilary. Nos visitaban frecuentemente y pasaban muchos fines de semana con nosotros. Eran gente muy simpática y lo pasábamos muy bien con ellos. Parecían muy felices en su matrimonio. Cierto día mi marido recibió una llamada telefónica de Bob. Estaba muy furioso y apenado. Después de veintidós años de matrimonio había descubierto que su mujer había tenido un romance bastante serio durante cinco años. Nos quedamos estupefactos. Por desgracia hablamos de este tema una noche en la cocina. Dos de nuestras hijas, que tenían diez y doce años respectivamente, nos oyeron. Tomaron parte en la conversación y nos vimos obligados a decirles lo que había sucedido. Nunca olvidaré lo que dijo la mayor de nuestras hijas: —Mamá, papá, a mí eso no me sorprende nada. La tía Hilary siempre tuvo algo que me molestó. Era un poco horripilante. Y, sin más, dio por terminada la conversación. Ella siempre «supo» algo. No crea usted que le va a ser fácil ocultar cosas a sus hijos. Los chicos tienen una forma particular de conocer y descubrir los secretos. No es fácil encontrar hombres buenos. Los hombres que tienen integridad son honestos. Pero en el clima moral que reina en nuestros días es difícil encontrar un 'nombre honesto y sincero. Piense en que el 76 por ciento de los alumnos de bachillerato ha hecho trampa en los exámenes. Por lo que de entrada, es probable que el muchacho con el que su hija salga sea mentiroso. (Y las probabilidades también son altas, superiores al 40 por ciento, de que el chico haya tenido relaciones sexuales, y de que también le mienta sobre eso). Usted dirá que bueno. Que si todo se va a reducir a un engaño en los exámenes, la cosa no es demasiado importante. En todo caso, ella no se va a casar con ese muchacho. Tal vez. Pero su hija ya está empezando a relacionarse y a salir con hombres; y si da por sentado que los novios suelen mentir. Y que ella tiene que aceptar eso, sus niveles de exigencia serán más bajos de lo que a usted le gustaría que fueran. *** Hace seis meses, una de mis antiguas pacientes, Alicia, fue a estudiar a una universidad muy prestigiosa. Se graduó con honores consiguió, siguiendo los pasos de su padre, un magnífico trabajo en una compañía de marketing de Nueva Inglaterra. Mientras vivía allí conoció a un hombre, Jack, que era cinco años mayor que ella. Se enamoró locamente de él. Estuvieron saliendo durante seis meses , y, como ella quería que él conociese a su padre, ambos se fueron a la casa familiar para pasar allí un largo fin de semana. Mientras disfrutaban de esos días, su padre y Jack tuvieron ocasión de hablar largamente, cosa que hicieron de forma muy cordial pero no de la manera que esperaba Alicia. Al tercer día de visita, Jack anunció que tenía que marcharse inmediatamente, porque le había surgido un problema familiar. Así pues, se marchó, y a los pocos días se reunió con Alicia en Nueva Inglaterra. Tras esa visita, Jack y Alicia decidieron mudarse de casa para vivir juntos. Él quería dejar su apartamento, mientras que Alicia se sentía un poco asustada al ver que el matrimonio se hacía inminente. Jack se mudó al apartamento de ella. Los tres meses siguientes transcurrieron felices y tranquilos. Él trabajaba como abogado en una empresa que, según dijo ella, nunca llegó a saber cuál era. Al parecer, había estudiado en una facultad de Derecho pero no había hecho la licenciatura, cosa que pensaba hacer en el futuro. Mientras tanto, trabajaba en la compañía y tenía otros trabajos aquí y allá, para incrementar los ingresos. Finalmente, él le pidió que se casaran, y ella se sintió encantada. Llamó a casa para darles la noticia a sus padres, que la recibieron sin el menor entusiasmo. También llamó a su mejor amiga, que respondió de igual manera. De hecho, su padre fue a verla a su apartamento después de hablar con ella. —Alicia —le dijo en aquel fin de semana—. No puedes casarte con Jack. Hay algo que no me gusta. No confío en él. El padre no pudo precisar qué era lo que no le gustaba de aquel hombre, simplemente se limitó a decir lo que sentía. Alicia se quedó tan trastornada con aquellas palabras que le pidió a su padre que se fuese inmediatamente de su casa. Después de todo, decía ella, ya era una mujer adulta de veinticinco años. Y si tenía que escoger entre su futuro marido y su padre, se decidía por el primero. Proyectaron la boda; mientras tanto, la relación con su padre se enfrió al máximo. El siguió pidiendo a su hija, con todo respeto, que no se casase con Jack. Pero la boda ya era inminente. Ella había enviado unas preciosas invitaciones de boda a unos cuatrocientos invitados, había hecho todo tipo de fotografías y hasta había pagado la orquesta y el catering del banquete. Sólo la factura de los arreglos florales ascendió a ocho mil quinientos dólares. Dos semanas antes de la boda, Alicia recibió una llamada telefónica anónima. No pudo reconocer la voz de la persona que la llamaba. Jack estaba viendo la televisión en otra habitación. La persona que estaba al teléfono le dijo a Alicia que estaba a punto de cometer un gran error y que debía romper aquella relación inmediatamente. Alicia no pudo decir palabra. La mujer que la llamaba sólo le dijo que ella «no era la única». La joven colgó el receptor sin saber qué hacer. Al principio, maldijo a su padre por haber contratado a alguien para que hiciese aquella llamada. Pero después comprendió que su padre jamás haría una cosa así, y que tampoco le mentiría hasta ese extremo. Pensó que seguramente la informante anónima estaba mintiendo. No quería llamar a su mejor amiga, porque ahora estaban un poco distanciadas, y tampoco quería llamar a su padre, porque se sentía humillada. Así pues, al día siguiente, sintiendo que el estómago le daba vueltas, contrató los servicios de un detective privado. Bastaron veinticuatro horas para que el detective le informase de que Jack tenía otros cuatro nombres. Tenía tres esposas, nunca había estudiado Derecho, y actualmente trabajaba como pasante de un gabinete jurídico. Tenía tres hijos, de distintas mujeres, y estaba buscado en otro estado por malversación de fondos en un bufete. De alguna forma se había procurado documentos falsos en los que constaba que había estudiado en una Facultad de Derecho muy importante, y que había conseguido la licenciatura. Alicia solamente tenía un sitio al que poder dirigirse. Hizo su llamada telefónica. —Papá —dijo, llorando quedamente—. ¿Puedes venir inmediatamente? Quiero decir, ¿puedes venir esta misma noche? —Por supuesto, cariño. Pero, ¿qué pasa? ¿Necesitas dinero? ¿Te ha hecho daño alguien? El hombre no podía salir de su asombro. Cogió el coche y salió disparado hacia el apartamento de su hija, a la que encontró esperándole en la puerta. Ella estaba temblando. No quiso entrar en casa, porque Jack estaba allí. Al ver a su padre, hizo lo que hubiera hecho cualquier chica que tuviese una buena relación con él. Se echó a llorar. Había soportado ella sola toda la situación, y al ver salir del coche a su padre, se desmoronó. Él la abrazó y dejó que llorase en sus brazos durante cinco minutos, sin poder decir una palabra. —Es Jack, papá. Tenías razón. Es un sinvergüenza y un ladrón. Y le tendió el informe proporcionado por el investigador privado. —Bueno, sólo podemos hacer una cosa. —¿Qué? —Enseñarle esto a Jack, y echarlo a patadas. Vamos a llamar a la policía. Haremos todo lo que haya que hacer para alejarlo ahora mismo de tu lado. —¡No, papá! ¿Y si nos dispara, o hace cualquier locura? Ella estaba dominada por el miedo y fuera de sí. —Mira, cariño, voy a hablar con él. ¿Quieres acompañarme, o voy yo solo? — insistió él. Entraron los dos a ver a Jack. No hubo tiros. El padre de Alicia se quedó con ella los días siguientes y cambió las cerraduras de las puertas. Cuando se convenció de que su hija estaba segura, regresó a casa. —Lo más sorprendente de todo esto —me decía Alicia un año después— es que mi padre nunca me reprochó nada. Jamás me dijo: «Ya te lo había advertido», o algo parecido. Simplemente se limitó a ayudarme. Fue algo desolador. Pero he de decirle que estaba muy asustada. ¿Sabe lo que es vivir con alguien y no tener la menor idea de que esa persona tiene otra vida, o dos, o tres? De todos modos, lo mejor de cuanto me dijo en aquella ocasión viene ahora: —Pero, ¿sabe una cosa?, aunque mi padre me había advertido que tuviera cuidado con Jack, lo que más me molestó de él durante todo el tiempo de nuestra relación fue lo diferente que era de mi padre. Por supuesto que no quería decirle esto a nadie. Me refiero a que Jack hablaba de una manera diferente, y en alguna ocasión le pesqué en mentiras sin mucha importancia. Mi padre nunca lo hubiera hecho. Mi padre es una persona tranquila y sincera. Jamás hubiera hecho algo que me obligase a desconfiar de él; lo que pasaba es que yo no estaba completamente segura de sí podía confiar plenamente en Jack, o no. Pensaba a menudo si podría vivir con alguien que pudiera mentirme. En mi cabeza, comparaba cualquier cosa que hacía Jack con lo que hubiera podido hacer mi padre. En el fondo de mi corazón sabía muy bien que nunca podría casarme con alguien que fuera tan distinto de mi padre; pero no sé, supongo que estaba totalmente cegada por mi encaprichamiento. ¿Cómo pude ser tan estúpida? Me pregunto sí Alicia se da cuenta de que el hombre con el que ahora está saliendo es muy parecido a su padre. La historia de Alicia es sumamente importante para mí, no sólo como médico, sino también como madre de hijas adultas. Tenemos a un hombre, joven y brillante. Tenemos también a una joven confiada, muy bien considerada en su trabajo y sumamente íntegra. ¿Qué hay, pues, de equivocado? Ella estaba cegada por el cariño y, lo más importante, había dejado de prestar atención a lo que le decía su padre. El engaño de Jack estuvo a punto de arruinarle la vida. Las mentiras dañan. Los secretos dañan. Las vidas de la gente son mejores si viven con sinceridad e integridad. Y si usted se comporta así en su trabajo y en su vida, su hija se beneficiará de ello. Las personas están primero. Naturalmente, los hombres se preparan, desde el primer Lía en que entran en el colegio, para tener una carrera. Y la mayoría mide el éxito de esa carrera, e incluso su propia felicidad, en términos de dinero. A todos nos gusta pensar que si tenemos más serena os más felices. Así pues, son muchos los hombres que sólo piensan en función de las ganancias, de cosas materiales; cuanto más se progrese profesionalmente, mayor será la cuenta bancaria y más hermosa será la vida. Pero la lucha constante para tener más nunca lleva a la felicidad, sólo conduce a la insatisfacción. Cuando nos damos cuenta de que no necesitamos más, entonces podemos relajarnos y ser felices. El contento se produce cuando se está satisfecho con lo que uno es y con lo que uno tiene en el presente. Una persona que vive su vida con integridad poseerá ese sentimiento de contento y de libertad. Su ejemplo servirá de importante lección a su hija para que ella conozca las prioridades de la vida. Pero si usted no reconcilia sus necesidades y deseos con la honestidad, la integridad y la humildad, su hija no lo hará; y tampoco lo hará el hombre que ella escoja como marido. ¿Le gustaría que su hija se casara con un hombre que creyese que la vida que tiene con ella no es suficiente? Aunque disfrazara sus sentimientos de perfeccionismo, el caso es que siempre estaría buscando más. Y empezaría a hacerlo alejándose de ella, de los niños y de su vida hogareña a fin de encontrar esa falsa realización. Le haría daño a su hija. Como padre, usted no querrá que su hija ocupe un segundo lugar en esa búsqueda para tener más. Bien: pues si su hija ve en usted ese mismo esfuerzo constante —y me refiero a algo muy distinto a trabajar duramente y a tener un buen empleo—, terminará creyendo que esa búsqueda es necesaria para disfrutar de una vida mejor. Si, por ejemplo, usted le enseña que para ser feliz necesita una casa más grande, un salario más alto, tener varios coches e ir de vacaciones a sitios caros y exóticos, ella terminará casándose con un hombre que esté constantemente fuera de casa para conseguir todo eso. Las personas que se encuentran insatisfechas con sus posesiones materiales pueden estar también insatisfechas con lo que son, y con lo que son los demás. Cuando su hijo político haya conseguido lo que se proponía, tal vez quiera tener una esposa diferente; tal vez, una esposa que sea más brillante, más comprensiva o más atractiva. No importa lo que él busque en otra mujer, porque podrá ser cualquier cosa. No permita que su hija sufra eso. Enséñele que lo más importante de nuestra vida es la forma de relacionarnos con nuestros seres queridos. Esas relaciones constituyen el único camino que conduce al gozo y a la alegría profunda. Cuando son buenas, la vida también lo es, y sentimos que necesitamos muy poco más. Eso es lo que usted quiere que sienta su hijo político; y si usted modela ese tipo de conducta, su hija buscará un marido que haga lo mismo. Requiere un gran valor vivir sabiendo que, aunque se perdieran las posesiones materiales, se seguiría valorando la vida. Eso significa vivir sin miedo. Vivimos temiendo que nos quiten las cosas que poseemos; pero no es necesario que sintamos ese miedo. Las relaciones fuertes nos servirán de soporte. Usted no tiene por qué preocuparse por la pérdida de las cosas materiales. Su vida no va a hundirse sin ellas. Puede considerar todo esto como un regalo, y centrarse en las relaciones cariñosas que son lo verdaderamente importante, porque ellas constituyen los auténticos regalos. Si vive de esa manera, su hija se dará cuenta de que ella también es un regalo. Incluso puede decirle eso en alguna ocasión. Es un regalo que ha cambiado su vida gracias al amor. Convénzala de que ella es suficiente para usted. Su hija necesita saberlo para que, cuando escoja un marido, ese otro hombre también la considere un regalo, que la considere «suficiente». Vivir sin «nada que ocultar, nada que ganar y nada que perder» es poseer la auténtica libertad. Usted quiere que su hija viva con libertad y sin miedo. Por tanto, muéstrele cómo conseguirlo. Sea usted como el hombre con el que quisiera que ella se casase; porque hay muchas probabilidades de que cuando ella sea mayor le busque a usted (aunque sea de forma subconsciente) en otro hombre. Y si usted no tiene mucha idea de cómo es un buen padre, busque a su alrededor hasta que encuentre uno que lo haga verdaderamente bien. Entonces, obsérvelo, aprenda de él, imítelo. Y a medida que vaya practicando, irá cambiando la vida de su hija. Ella absorberá lo que es usted. Y un buen día encontrará la persona adecuada y le recompensará con un yerno al que usted podrá respetar. Encuentre la armonía, por usted y por su hija. Los padres inteligentes saben que, en la vida de sus hijas, la diferencia entre la plenitud y el desastre, entre el gozo y la ansiedad, puede depender de una decisión equivocada. Su pequeñita de tres años lleva su patinete a la calle. Su hija adolescente de catorce años deja al grupo de amigos al salir del cine y se va sola con su novio. Su hija de diecinueve años regresa a casa conduciendo, después de haber tomado «sólo» un par de copas. Como padre que es, tendrá que vivir con esa tensión. Usted quiere que su hija esté segura, pero también quiere que sea independiente. Quiere que sea valiente, pero no temeraria. Quiere que sepa amar, pero que no sea demasiado dependiente. Aunque no pueda cambiar su personalidad, o determinar todos los cambios que surjan en su vida, puede apoyarla, situarla en la dirección correcta y ayudarla a madurar. Y el modo que ella tenga de madurar dependerá de lo que vea cuando le observe a usted enfrentarse a los grandes retos de la vida, cuando muestre usted arrojo en medio de los desafíos. ¿Y dónde puede ella advertir su valor? En todas partes. Mi cuñada observaba cómo su padre, que era médico, iba a las cárceles a realizar autopsias de reclusos que habían muerto de sida, cuando ningún otro médico lo hacía. Hace poco escuché a un padre de dos gemelas de quince años decirles que podían encontrarse bien, incluso volver a ser felices, después de que su madre muriera de un cáncer de pecho. Pude ver angustia en sus ojos, pero también firmeza en su voz. Quizás su matrimonio no sea como usted hubiera querido que fuese; pero se necesita valor para mantener unida a la familia y situar las necesidades de sus hijos por delante de lo que usted pudiera creer —a menudo erróneamente— que constituiría su propia felicidad. Los hombres valerosos siempre tienen reservas, y hacen lo que deben. La integridad no está completa sí no hay humildad. Y la verdadera humildad procede de encontrar el equilibrio entre lo que usted es y lo que es el mundo. Y la gran recompensa es que los padres humildes son personas a las que gusta tener cerca; las hijas quieren a los padres humildes y se separan de los altivos. La humildad y el equilibrio también juegan su papel a la hora de conocer la diferencia entre el amor saludable y el amor agobiante. Usted querrá protegerla. Su hija lo necesita para que luche por ella y la cuide, para que sea fuerte por ella. Su hija quiere que todo el mundo sepa que si usted fracasa con ella, ha fracasado como padre. No permita que se hunda. Los padres que se encogen de hombros y se dan la vuelta destrozan los sentimientos de sus hijas. *** Conocí bastante bien al padre de Allison. Es un hombre de maneras suaves, un abogado de éxito que se esfuerza por ser un buen padre. Viven en el lago Michigan, donde Allison suele dar frecuentemente fiestas con hogueras en la playa. Durante su último año de bachillerato, dieron una fiesta que a su padre le pareció muy adecuada para conocer a los compañeros de clase de su hija. Creía, como suele ocurrirles a muchos padres, que los adolescentes necesitan tener su propio espacio. Así que, una vez que se encendieron las hogueras en la playa, él y su mujer se marcharon y dejaron que los jóvenes estuvieran a su aire. No querían molestar a Allison. Sospechaban que algunos de los muchachos beberían, pero supusieron que no podrían tener muchos problemas estando en la playa. Cuando las hogueras se apagaron, los muchachos empezaron a marcharse. Uno se ofreció a llevar en su coche a algunos amigos a casa. Era el conductor más adecuado, porque, si bien había tomado algunas copas, no estaba tan bebido como los otros. Cuando regresaban, perdió el control y dos de los muchachos resultaron muertos. A partir de ese momento, las vidas del joven, la de los padres de los chicos muertos y la de los padres de Allison ya no fueron las mismas. Los padres de Allison fueron demandados judicialmente y la chica tuvo que ir a la cárcel; y todo porque su padre no quiso molestar a su hija. Padres: ustedes tienen que intervenir. Preste atención a su instinto y proteja a su hija. Es una equivocación muy corriente dejar a las hijas a su libre albedrío demasiado pronto. Por favor, no lo haga. No va a convertirse en un padre súper protector ni autoritario porque trate de convencerla de que beber en exceso es algo muy peligroso, incluso una seria amenaza para la vida. Protéjala, pero hágalo con sutileza e inteligencia. Esté allí. Sea el hombre íntegro, con razón y con músculos, que sabe conducirla en la dirección correcta. Hace poco hablé con un padre separado que acababa de regresar de un viaje a México, a donde se había llevado a su hija y a algunas de sus amigas de dieciocho años a pasar unos días de vacaciones. Tras dos noches de descanso en el complejo turístico, las chicas quisieron vivir, como era natural, la vida nocturna de la localidad, y le preguntaron si podían ir unas horas a bailar a un club. Como él no quería parecer gazmoño ni «desconfiado», les dijo que sí. De todos modos, estableció unas cuantas normas. Primera, tenían que estar juntas. Segunda, no podían abandonar el club. Tercera, sólo dos copas por cabeza. Cuarta, tenían que regresar a casa a las once y media de la noche. Esas eran las condiciones y ellas las aceptaron. Después de cenar, las chicas se arreglaron y tomaron un taxi para que las llevara a la ciudad. Mike tomó otro taxi, quince minutos después, y las siguió. Con discreción, se puso a pasear por las callejuelas próximas, echando de vez en cuando un vistazo al club. Esperó y paseó. A las once y media regresó a la parada de taxis. No había señales de las chicas. A las doce menos cuarto empezó a preocuparse y entró en el bar. Allí estaban ellas, las cuatro, riendo a carcajadas, con las mejillas coloradas. Su hija estaba charlando con un tipo barbudo de unos treinta años. —¿Hasta qué hora se puede tomar un taxi para ir al complejo turístico? —le preguntó a un taxista. —Hasta las doce, no más tarde —fue la respuesta. Así que, al cabo de quince minutos, ya no habría taxis que las pudieran llevar a casa. ¿Sabrían ellas esto? A las doce menos cinco entró en el bar y le dio unos golpecitos en el hombro a su hija. Cuando la chica se dio la vuelta, se puso furiosa. —¿Sabes qué hora es? —le preguntó él. —Ya nos íbamos, ya nos íbamos —dijo ella con una risita tonta—. Lo siento, papá. Pero ya sabes que no llevo reloj. Reunió a las amigas, y los cinco tomaron el último taxi que salía de la ciudad hacia el complejo turístico. —Me estaba poniendo colorado —me dijo Mike—. Estaba tan alterado y tan disgustado que tuve que esperar hasta la mañana siguiente para hablar con ellas. —Así que esperé hasta después del desayuno, cuando todos nos encontrábamos sentados en la playa. Entonces les pregunté cómo había ido la noche. —Fabulosa, señor Trent —me dijo una de ellas. Mi hija permanecía callada. Sabía muy bien que yo estaba muy enfadado. —¿Os limitasteis a tomar sólo un par de copas? —les pregunté. —Todas afirmaron con la cabeza. —¿A qué hora nos marchamos de allí? ¿Alguna lo sabe? —Sí. Sobre las once y media, como usted nos pidió, señor Trent. —Verás, papá, estábamos muy a gusto —dijo Lizzie—. Yo me sentí muy avergonzada cuando entraste allí. ¿Por qué tuviste que hacerlo? —me preguntó. —Liz, o cualquiera de vosotras —volví a preguntar—. ¿Sabéis a qué hora terminaba el servicio de taxis? Lo miraron desconcertadas. Silencio. —Pues terminaba a medianoche; justo a medianoche. ¿A qué hora os saqué yo del bar? Nuevo desconcierto en sus miradas —¿A las once y media? —preguntó una de ellas. —Nada de eso. A las once cincuenta y cinco —silencio por su parte—. ¿Qué habríais hecho sí hubierais perdido el último taxi? —Papá —dijo Liz—. Nos habíamos encontrado allí con unos chicos muy agradables. Venían de Estados Unidos. Uno de ellos, que se llamaba Zach, nos dijo que tenía coche. Se ofreció a traernos a casa con su amigo. El hombre ya no pudo contenerse. —¿Te estás burlando de mí? ¿Ibas a dejar que un individuo al que acababas de conocer en un bar te trajese a casa? —Papá, no lo entiendes. Era un chico muy agradable. De verdad. (Advertencia para todos los padres: siempre que su hija le diga que un chico es «muy agradable», significa que tiene una agradable sonrisa). —Creo que lo que más me molestó —me dijo Mike— fue que estas chicas no se dieran cuenta de lo que yo les estaba diciendo. No lograba convencerlas de por qué no deberían dejarse acompañar por unos muchachos «muy agradables» a los que habían conocido en un bar. Además, se habían saltado las normas que habíamos establecido. También descubrí que una de las chicas se había pasado toda la noche bailando y bebiendo con un individuo que estaba casado y de vacaciones con su mujer y sus hijos en nuestro mismo complejo turístico; y que le había dicho que era soltero y que estaba allí por negocios. Bebieron demasiado; no se preocuparon de ser personas responsables ni de tener en cuenta la hora de regreso. Y el mayor de los errores fue que incluso mi propia hija estaba dispuesta a que un extraño la llevase en su coche. ¿Qué hubiera pasado si yo no las hubiera seguido? La pregunta de Mike es muy corriente. Conocía muy bien a su hija y creía conocer también a sus amigas. Liz es una chica inteligente, estudiante de primer año de un centro Ivy League, y jamás se había metido en problemas. ¿Qué le pasó entonces? Pues, simplemente, que el hecho de que fuera una chica inteligente, responsable y estudiara en una magnífica universidad no había cambiado su desarrollo mental. Seguía teniendo el cerebro de una chica de diecinueve años y no el de una de veinticinco. Caminaba por la cuerda floja, entre la diversión y el desastre, y no podía darse cuenta de que se tambaleaba sobre el lado malo. Por suerte para ella, tenía un padre que confiaba en su instinto masculino para protegerla. Y haciendo caso a su instinto había podido salvar a su hija. ¿Habrían pasado Liz y sus amigas aquella noche sin que les ocurriera nada? Puede que sí; pero también es posible que no. Mike no podía correr ese albur, e hizo muy bien en no hacerlo. Supo establecer el equilibrio justo entre confianza y protección. Ese equilibrio se rompe cuando la protección se convierte en una pequeña manipulación. Los pediatras usan el término «sobreprotección» cuando se refieren a padres que cuidan excesivamente a sus hijos y de alguna forma los manipulan. Las intenciones de estos padres sobreprotectores suelen ser buenas: quieren que sus hijas disfruten de las máximas oportunidades. El problema radica en que los hijos pueden sentirse presionados y sofocados por sus padres, y volverse amargados y desconsiderados. Por tanto, trate de mantener el equilibrio; establezca unos límites de protección y cuide de su hija; pero concédale también la libertad necesaria para que sepa escoger las actividades que le hagan disfrutar, y asegúrese de que sus días están llenos de oportunidades para ese tiempo de ocio. Por último, los hombres con integridad mantienen a sus hijas en un plano humano. Aunque no es necesario que le enseñe a tener miedo de los medios electrónicos y de comunicación, sea lo suficientemente cauto para que ella no centre su vida en los teléfonos móviles, en las PlayStation, y en los demás artilugios de distracción. Equilíbrelo todo. He conocido a padres que han aplastado todos esos elementos electrónicos de sus hijos bajo las ruedas de su furgoneta. Y también he conocido a otros que animan a sus hijos adolescentes a que se vayan a un campamento de electrónica o informática para que se pasen allí un par de meses. Trate de tener a su hija unida a usted el máximo del tiempo posible. Salgan a pasear juntos, vayan a cenar, a jugar al golf o a pescar. Háblele, abrácela. Internet puede crearle ciertas emociones pasajeras, pero no podrá consolarla cuando esté triste. Usted sí; por eso debe estar a su lado. ¿Y qué tiene todo esto que ver con su futuro marido? Todo. Si su hija aprende de usted a mantener el equilibrio adecuado, hará lo mismo y procurará que el muchacho con el que se comprometa observe esa misma conducta. Si, por el contrario, no aprende de usted que equilibrio es sinónimo de amor, valor y fe en un hombre, quizás se equivoque en su matrimonio. Y ese error puede llevarla a casarse con el hombre equivocado. Vigilen, padres. Individuos como éstos los hay por todas partes, y siempre hay chicas encantadoras que se enamoran de ellos. Caen en la tentación de cuidar a estos pobres seres tan necesitados, a estos «palomos» de alas rotas, y ¡rataplán! Ella se casa con él, se pone a trabajar para apoyarle hasta que él se sienta «suficientemente fuerte» para conseguir su propio trabajo, y muy pronto el peso con el que ella tiene que cargar se vuelve insoportable. O lo que todavía es peor. Tal vez un día él llegue a pegarle. La violencia entre chicos y chicas, y entre hombres y mujeres es algo terrible para nosotros, los padres. Según el Programa Nacional de Prevención de Violencia Juvenil, casi todas las estudiantes de secundaria y bachillerato han sufrido abusos físicos o psíquicos durante el noviazgo. Y más concretamente, el 9 por ciento de las estudiantes de esos mismos cursos han sido golpeadas o heridas físicamente, y a propósito, durante el noviazgo. Otro 9 por ciento dicen haber sido forzadas para mantener relaciones sexuales. Y un espectacular 96 por ciento de los estudiantes informan de que han sufrido abusos emocionales o psicológicos durante sus noviazgos. En todas las estadísticas, las chicas han mostrado ser mucho más susceptibles de correr estos peligros que los chicos. *** Tara estudiaba en un colegio de una pequeña población del sur. Estaba muy emocionada porque dicho colegio tenía un magnífico programa para aquellos estudiantes que quisieran enseñar a personas ciegas o sordas. Al cabo de varios meses de su primer año de estudios, se hizo amiga de un chico de su clase que pertenecía al equipo de baloncesto. Se había educado en una zona residencial de clase media; era todo un muchacho urbanita. Pero se mostraba agradable, simpático y muy respetuoso con ella. Le dijo que ella era la chica más guapa de todo el colegio. Por su parte, ella se pasaba horas enteras oyéndole hablar y charlando con él en las cafeterías. En varias ocasiones él le pidió que se hicieran novios, para poder ir a cenar o al cine, pero Tara no aceptó, porque quería mantener aquella relación en el terreno de la amistad. A él no le gustó su decisión, y se volvió cada vez más agresivo; la joven no quería tener novio todavía; quería concentrarse en sus estudios. La tensión creció entre los dos, pero Tara sentía pena por él, porque había tenido una vida terrible. Nunca había conocido a su padre y su madre estaba en la cárcel (por un homicidio en segundo grado, como más tarde pudo saber ella). Sus hermanos se encontraban solos, y él se preocupaba continuamente por ellos. Quería terminar su formación para conseguir un buen trabajo y poder ayudarlos. Tara admiraba ese proceder y no rompió la relación con el chico porque pensaba que él la necesitaba. Pero, aunque parezca irónico, también tenía miedo de que si rompía totalmente la relación, él pudiera hacerle algún daño. Era un muchacho grande y fuerte y a ella le asustaba enfadarlo. (Padres, tomen nota: son muchas las chicas que piensan de este modo. Tienen miedo a romper una relación con un chico por lo que él pueda hacerles). En último lugar, ella tampoco quería romper la relación porque creía que podría ayudar al muchacho a cambiar su vida. (Otra advertencia para los padres: esto también es muy frecuente entre las chicas guapas. Creen que pueden conseguir que los hombres dejen de beber, de gritarles, de comportarse mal...). Cuando se acercaba el fin de curso, Tara se dispuso a regresar a casa para pasar allí el verano, por lo que fue a despedirse de su amigo. Él se puso furioso; y esa noche, cuando la chica se disponía a acostarse, entró en su cuarto y, aprovechando que su compañera ya se había marchado y ella estaba sola, la violó. Había estudiantes en los cuartos contiguos, pero él le puso una almohada en la boca para que no pudiera gritar. Tara se quedó embarazada, y los cinco años siguientes fueron un infierno para ella. Todo porque quiso ser amable con aquel muchacho y ayudarle. *** Los alcohólicos y los depresivos necesitan ayuda. Pero la pueden obtener de un médico. Su hija necesita ser protegida, y usted es su escudo. Usted debe modelar una relación sana a su lado. Muéstrele lo que es un amor limpio. Un amor que esté debidamente equilibrado. De ese modo, ella también sabrá lo que es un amor insano y desequilibrado. Y si por desgracia llega a vivirlo, podrá alejarse de él antes de que las cosas se descontrolen. Pero si las cosas llegaran a ese punto, dispóngase a ayudarla. Si usted quiere que ella se case con un hombre íntegro, un hombre que la quiera bien, un hombre que tenga el valor suficiente para protegerla y que sea más humilde que arrogante y narcisista, entonces enséñele lo que es la integridad. Enséñele a amar la vida más que a temerla. Enséñele la integridad, que significa que usted no tiene nada que ocultarle. Muéstrele el amor, que sitúa a la familia por delante de las posesiones materiales. Muéstrele la fuerza de carácter, y ella sabrá incorporarla a su propia persona. La integridad la hará sentirse bien. Cuanto más la vea, cuanto más la viva, más confiará en ella. Y eso es lo que tratará de encontrar en el hombre con el que se case. Capítulo 8. Enséñela a conocer a Dios. Su hija necesita a Dios. Y quiere que sea usted quien le hable de Él y quien le diga lo que Él piensa de ella. Quiere creer que existe algo más que lo que ve con los ojos y oye con los oídos. Quiere saber que existe alguien que es más inteligente, más capaz y más amoroso (incluso) que usted. Si usted es un padre normal, se sentirá contento de que ella quiera creer en alguien superior, porque sabe demasiado bien que en muchas ocasiones podrá defraudarla. Tal vez se olvide de que ella daba un recital, o falte a sus partidos de fútbol por culpa de sus viajes de negocios; o quizás pierda los estribos y le diga cosas desagradables. Usted no es más que un buen padre que trata de hacerlo lo mejor que puede. Necesita, pues, alguien que le apoye, alguien a quien su hija pueda volverse cuando usted no esté. Ambos necesitan un padre mejor y más fuerte. No suelo hacer a la ligera este tipo de declaraciones. Las hago como médico, basándome en lo que he observado, estudiado y conocido por experiencia. Y también como alguien que confía en los estudios científicos, con sus correspondientes correlaciones y hechos constatables. Cuando, por ejemplo, prescribo un medicamento a mis pacientes, necesito saber que la medicación va a ser eficaz. Si receto Zithromax en un caso de neumonía, tengo que saber que hay una gran probabilidad de que ese antibiótico cure la infección. No puedo decir a un paciente: «Buena suerte. Espero que esto le funcione, pero no estoy muy segura». La Academia Americana de Pediatría me pondría de patitas en la calle si tal cosa hiciese. Por consiguiente, si hago una afirmación sobre lo que puede ir bien a los críos es porque estoy muy bien informada. Y esto es exactamente lo que pasa con lo que le voy a decir a usted. En temas referentes a nuestros hijos —lo que es bueno para ellos y lo que necesitan— la mayoría de los padres han sido embaucados por los medios de comunicación para que crean cosas que son absolutamente falsas, en especial en lo referente a la religión. Esos medios suelen tratar la religión —concretamente el cristianismo— como algo represivo, anticuado, irreal, poco inteligente y, tal vez, incluso psicológicamente dañino para los chicos. Esto es lo que dicen los medios informativos. Las pruebas estadísticas dicen algo muy diferente. Quisiera exponerle, con una mente abierta, los siguientes puntos. Todos los adultos tenemos prejuicios sobre lo que los chicos quieren y necesitan. Y esto es lo que nos dicen las pruebas. La religión protege a los jóvenes. Estudios realizados sobre adolescentes confirman este hecho con notable solvencia. Definimos aquí a la religión como la fe en Dios y la participación activa en el culto realizado en una iglesia o en un templo. Las investigaciones demuestran que la religión (algunos estudios se refieren al tema como «religiosidad», lo cual para mí equivale a religión) ayuda a los adolescentes a: •Mantenerse alejados de las drogas.91 •Evitar la actividad sexual.92 •Evitar el tabaco.93 •Tener una buena perspectiva en la vida.94 •Sentirse bien y felices.95 •Resolver sus problemas.96 •Encontrarse mejor, tanto de salud como de aspecto.97 •Postergar su iniciación sexual.98 •Ser menos rebeldes.99 •Evitar el mal carácter.100 •Ser buenos estudiantes.101 Además... •Evita que vean películas que no sean apropiadas para su edad.102 •Protege a las jóvenes de películas y vídeos pornográficos.103 •Hace que no pierdan el tiempo ante videojuegos.104 •Estimula a las jóvenes para que obtengan mejores calificaciones escolares.105 •Evita en las jóvenes los síntomas depresivos.106 •Afecta de modo positivo a la relación de jóvenes y adultos.107 •Les proporciona una guía moral.108 •Les proporciona sentimientos de seguridad mental y psicológica.109 •Contribuye a su equilibrio en el paso de la infancia a la adolescencia.110 •Les enseña a marcar límites y a alejarse de problemas.111 Otros estudios realizados principalmente entre adultos, pero con implicaciones para los chicos, afirman que la religión: •Puede reducir las tentativas de suicidio.112 •Conduce a un mayor fortalecimiento del yo.113 •Ayuda a reducir la paranoia.114 •Ayuda a reducir la ansiedad.115 •Ayuda a reducir la inseguridad. 116 Todo esto no son meras especulaciones, esperanzas o deseos sin fundamento; son hechos. Muchos de estos trabajos proceden de excelentes estudios aparecidos recientemente en Soul Searching: The Religious and Spiritual Lives of American Teenager, realizados por Christian Smith, y cuya lectura les recomiendo sinceramente. Se trata de un estudio muy agudo sobre los deseos y creencias de nuestros jóvenes. Resulta interesante comprobar que las chicas tienden a ser más religiosas que los muchachos, y que ambos sexos desean tener más conocimientos de la religión que los que nosotros les proporcionamos. Muchos padres creen que no deben fomentar en sus hijas ideas religiosas, porque han de ser ellas las que se formen sus propias opiniones en ese sentido. Por supuesto que así debe ser, pero la cuestión no es ésa. Los padres tratan de enseñar a sus hijos a que no fumen, a que no falten a clase o a que no conduzcan demasiado rápido. Enseñamos a nuestros hijos a que sean respetuosos y amables. Les enseñamos lo que consideramos que deben saber sobre matemáticas, literatura, ciencias e historia. Cuando creemos que algo es importante, tratamos de enseñárselo a nuestros hijos. Pero relegamos esa enseñanza cuando se trata de hablarles sobre Dios. Eso se debe en parte, creo yo, a que a la mayoría de nosotros no nos enseñaron religión en el colegio; desconocemos los temas religiosos y por eso no les hablamos de ello. Pero no se trata de nosotros; se trata de nuestros hijos y de lo que ellos necesitan. Es preciso que le diga a su hija lo que usted cree y piensa. Sus ideas ejercerán un profundo impacto en lo que ella llegue a creer. Y si usted siente que debe empezar esa iniciación religiosa a su lado, hágalo. Ella se lo agradecerá. La clarificación es orden. Cuando digo que su hija necesita a Dios, me estoy refiriendo a la tradición judeocristiana, que es la vivida por más de dos tercios de los adolescentes americanos (el 52 por ciento son protestantes; el 23 por ciento son católicos, y el 1,5 por ciento son judíos).117 El 84 por ciento de los muchachos entre trece y diecisiete años dicen ser creyentes, el 12 por ciento no están seguros, y sólo el 3 por ciento afirma que no cree en Dios.118 Estos porcentajes están de acuerdo con la experiencia que tengo de mis pacientes y de los adolescentes con los que he trabajado a lo largo y ancho del país. Los chicos pueden hablar de diversa manera sobre la existencia de Dios, pero son pocos los ateos. Como afirma Christian Smith: «En contra de muchas especulaciones y estereotipos populares, el carácter de la religiosidad de los adolescentes es extraordinariamente convencional [...] la gran mayoría [...] no se muestran distantes ni se rebelan ante los temas religiosos»119. El hecho es que su hija está ansiosa por saber qué piensa usted de Dios, y hay muchas probabilidades de que siga sus mismas creencias. Los seres humanos nacen con el sentimiento inherente de que la vida es algo más que lo que se ve. Cuando pregunto a los jóvenes sobre su vida espiritual, ellos saben muy bien de lo que estoy hablando. Se dan cuenta de que son un cuerpo carnal, y de que también pueden, por ejemplo, tocar el piano; pero de algún modo ven dentro de sí una parte real, maravillosa e invisible que no se puede definir. Existe un ámbito en el interior de cada uno que corresponde al alma, y cualquier muchacho, por joven que sea, entiende esto: esa dimensión desconocida, profunda e inexplorada, difícil de definir o especificar. La creencia de que poseen un alma hace que las jóvenes se sientan bien. Hace que se sientan importantes y conectadas con lo eterno. La sabiduría de un padre. ¿Se acuerda de cuando se sentaba en el borde de la cama de su hijita de tres años y la contemplaba entregada a la paz de su sueño? Entonces se inclina suavemente sobre ella,- besaba su frente y le subía el embozo para cubrirle sus pequeños hombros. No hay padre que pueda expresar adecuadamente la experiencia de observar el sueño de su hijo, porque eso es algo que tiene que vivirse. Ahora bien, imagínese que se dispone a abandonar el cuarto de su hijita y se da la vuelta para verla una vez más, ¿creería usted que toda la existencia de su pequeña reside en un conjunto de células? Seguro que no. Pero ésa sería la forma en que un materialista vería a su hija. Ella no es más que un producto genético de su ADN y del de su madre. El soplo de aire que entra en su pequeño cuerpo la mantiene con vida. El tiempo que vive con ella es algo precioso y lleno de significado, pero no es más que un fenómeno biológico. Sus pensamientos y sentimientos pueden establecerse a partir de las conexiones neuronales de su cerebro. Un día usted se morirá, ella también terminará muriendo y eso será todo. La vida se inicia gracias a la conjunción de partículas de ADN, y cuando éstas dejen de funcionar, todo se habrá acabado. No me puedo imaginar que un padre piense de su hija de ese modo. Cuando usted contempla a su niña dormida, se enfrenta a una realidad espiritual que no puede negar. Desde el mismo momento en que ella nació, usted percibió el sentido abrumador de su vida, el hecho de que hay algo misterioso y trascendente en ella que va más allá de usted y de su esposa. Un hombre puede bromear con sus amigos y colegas sobre la existencia de Dios. Pero un padre mira a su hija, y sabe. Con frecuencia me encuentro con padres (particularmente con ellos, con los padres) que se avergüenzan de tocar temas espirituales con sus hijas. Hablar sobre asuntos de fe es muy parecido a hablar sobre el sexo. Nos sentimos paralizados. Nos resulta algo chocante. No sabemos por dónde empezar. O, tal vez, sintamos miedo porque carecemos de todas las respuestas. Quizás nos estemos enfrentando al hecho de la fe. Eso está bien. Pero usted no tiene por qué proporcionarle todas las respuestas, y puede mantener una postura sincera, de total sencillez. Los niños siempre quieren saberlo todo sobre Dios. Sus preguntas son intuitivas. Si usted no proporciona una guía a su hija, ella buscará las respuestas por su cuenta; lo que quiere decir que su autoridad quedará suplantada por la de otra persona. Así es como se generan los nuevos cultos. Usted no le pediría a su hija que le preparase un plato exquisito para cenar sin darle previamente la receta. Y Dios es más importante que una cena. Tanto si usted es cristiano, judío o hindú, cuando su hija le pregunte algo sobre Dios, es necesario que le dé una respuesta que le sirva para que pueda pensar sobre ello. Su hija necesita oírlo de usted. Y para la mayoría de los padres eso significa ofrecerle a ella la fe que usted profesa en Dios; esa fe que usted aprendió, entre otros momentos importantes, cuando contemplaba a su hija durmiendo. ¿Por qué Dios?. ¿Por qué necesita su hija que le hable de su fe y de su forma de comprensión de Dios? Bueno, Carl Jung escribió que: «Entre mis pacientes de la segunda parte de mi vida... no ha habido tan siquiera uno cuyo problema no estuviese vinculado con una visión religiosa de la vida. Vale la pena decir que todos ellos enfermaron porque habían perdido lo que los seres religiosos de todos los tiempos han proporcionado a sus seguidores; y ninguno de ellos llegó a curarse realmente sin haber recuperado esa visión religiosa». O, para decirlo más sencillamente, su hija necesita a Dios por dos razones: porque necesita ayuda y porque necesita esperanza. Dios le proporciona esa ayuda y le promete que su futuro será mejor. No importa lo influyente que pueda ser en su profesión, o lo rico o trabajador que sea; no puede encargar esta tarea a otros, sólo puede ser usted quien le ofrezca esa información a su hija. Muchos hombres no quieren enfrentarse a ese hecho. Pero usted puede proteger a su hija de todas las penas y de todos los sufrimientos. Cuando una persona se siente verdaderamente mal, recurre a Dios. La reacción es natural e instintiva. Lo veo continuamente. Pero cuando su hija tenga que enfrentarse a esas situaciones, ¿estará preparada? ¿Sabrá quién es Dios? ¿Sabrá que Dios la escucha? ¿O bien mirará hacia fuera y se encontrará con la nada? Los padres agnósticos que privan a sus hijas de Dios dicen con frecuencia que lo hacen así porque no necesitan ayudas extrañas. Dios, dicen, es solamente para los débiles. Pero toda hija necesita ayuda, y lo mismo les pasa a los padres. No la prive de esa ayuda y de esa esperanza. Hay momentos en los que ella las necesitará, cuando se sienta sola, cuando el único ser al que una pueda volverse sea Dios. Yo he estado acompañando a pacientes en sus últimos momentos y puedo decirle que la muerte está envuelta en el misterio. Tuve en mis manos a un bebé prematuro de apenas un kilo de peso durante cuarenta y cinco minutos, después de haber intentado vanamente salvarlo. Froté los hinchados pies de una anciana en estado comatoso y pude comprobar cómo su cuerpo cambiaba al morir. Y no por simples cambios fisiológicos: el ritmo de su corazón se mantenía regular. Su respiración, aunque muy débil, era normal. Pero algo había cambiado: ella ya se había ido antes de morir. Al hablar con Judy sobre sus recuerdos del accidente de coche que sufrió, de su estado de coma y de su posterior recuperación, le pregunté si había alguna persona a la que conociera antes del accidente y a la que viese igual después de haberlo tenido. Su respuesta me golpeó como una corriente eléctrica. —Sí. Solamente una persona. Dios. Antes del accidente yo rezaba mucho. Asistía a la iglesia y comprendía lo que era Dios y lo que Cristo significaba. Cuando estaba en coma, sentí Su presencia. Estaba allí. Se encontraba a mi lado. Y cuando desperté, al principio solamente pude reconocer a Dios. Todos los demás seres que formaban parte de mi vida me parecieron extraños. Una de las cosas que más me gustan de la medicina es que se requiere sinceridad. Las personas enfermas hablan muy claro. Me he dado cuenta de que los seres que se encuentran seriamente enfermos manifiestan con claridad sus pensamientos y hablan de Dios muy llanamente. La mayoría son creyentes. Otros no lo son. Pero, por lo general, los adolescentes suelen creer en Dios. Tanto sus cabezas como sus corazones son menos obtusos que los nuestros; aceptan la presencia de Dios y lo aman con mucha mejor disposición que nosotros. *** Cuando Jada tenía once años, se le diagnosticó un extraño tumor cerebral. Sus padres y su hermano mayor estaban desolados. Era una chica fuerte, atlética, y parecía sumamente sana. Pero cuando su mirada empezó a mostrarse perdida y su cuerpo experimentó fuertes ataques, se dieron cuenta de que algo terrible le estaba sucediendo. El padre de Jada era una persona serena y amable que trataba de guardar para sí su dolor y parecer fuerte ante su esposa y su hijo. Pero siempre que escuchaba el diagnóstico de su hija sentía que el corazón se le rompía en el pecho. Stu y Joaquín no creían en Dios. Vivían sus vidas como si Él no existiese. Nunca iban a la iglesia. Los domingos eran simplemente días para la familia. Pero, a medida que fue sintiendo más cercana la muerte, Jada empezó a preocuparse por sus padres. También se preocupaba por su perro y por sus amigas. Pero, principalmente, se preocupaba por sí misma. A veces se la veía sumamente asustada por el proceso de la muerte. En cierta ocasión, tras haber pasado la mayor parte del día en cama, Jada se quedó dormida. Pero no estaba tranquila; se despertó en mitad de la noche y ya no logró dormirse de nuevo. Por la mañana abandonó su cuarto y se encontró a sus padres, que estaban hablando en la cocina. Las palabras que ellos escucharon de los labios de su hija cambiaron sus vidas. —Mamá, papá, ya no tenéis por qué preocuparos por mí. Anoche vino un ángel a mi cuarto y me dijo que voy a estar muy bien. Iré al Cielo y eso es muy bonito. Ya no tenemos por qué preocuparnos más. El ángel también me dijo que algún día vosotros vendréis a estar conmigo. Stu se quedó con la boca abierta. Enseguida pensó que Jada había tenido delirios debido a su tumor cerebral o a la medicación. No dijo palabra. Pero cuando la chica abandonó la cocina, se dio cuenta de que la actitud de su hija era muy distinta, que incluso su piel parecía diferente. Por primera vez en meses parecía feliz. Stu y Joaquín, como cualesquiera otros padres, se mostraron escépticos con respecto a lo que había ocurrido. Lo guardaron en el fondo de sus mentes, deseando tener semejante confianza, pero sin poder creer en ello. Jada murió aproximadamente un año después de la conversación sobre el ángel. Sin embargo, ni una sola vez, desde que tuvo la visión hasta el día en que murió, perdió la niña la confianza en aquel encuentro. De hecho, solía hablar de ello con sus padres, diciéndoles que volverían a verse nuevamente; y que Dios, el ángel y el Cielo eran reales. *** El gran misterio de la vida es la existencia y la actuación de lo sobrenatural. ¿Estaba loca Jada? Si fuera ella la única niña que hablara de ese modo, diría que sí. Pero no lo es. Conozco el caso de otra niña con cáncer que le decía a su desconsolada madre que se fuera a descansar a casa, porque ella se encontraba muy bien. Le decía que cuando ella se marchaba del hospital venía el ángel y la ayudaba y le hacía compañía. Esta anécdota la escuché quince años antes de que conociera la historia de Jada. Y ha habido otros casos. Como médico, creo en estos testimonios; porque las descripciones físicas, los sentimientos, y la paz y confianza que producen son idénticos. Los médicos presenciamos mucho sufrimiento y mucha tristeza. Yo me enfrento a las limitaciones de los hombres y de las mujeres. No es mucho lo que a veces podemos hacer por nuestros pacientes. Nuestra inteligencia es limitada y nuestro conocimiento disperso. Como dijo Thomas Edison: «Sabemos una millonésima parte del uno por ciento de cualquier cosa». Una de las ventajas que tienen nuestros jóvenes pacientes es que ellos no tratan de racionalizar y de controlarlo todo. Permiten que el instinto humano se manifieste; y cuando lo hacen así pueden conectar con la dimensión espiritual que los trasciende. Su hija necesita creer en Dios porque la vida la llevará de forma inevitable a un lugar en donde ni usted ni ningún otro podrá ayudarla. Y cuando llegue allí, o bien estará completamente sola, o pondrá su confianza en el amor a Dios. Así pues, cuando su hija experimente eso, ¿sabe usted lo que hará? Cuando no valgan ni sus habilidades ni la ayuda que usted u otra persona pueda prestarle, ¿qué pensará ella, qué sentirá? ¿Rezará? ¿Sabrá a quién le está rezando? Lo que ella pueda hacer durante esos momentos cruciales de su vida depende de usted. ¿Podrá o querrá usted enseñarle a que se vuelva hacia Dios cuando ella necesite ayuda desesperadamente? A los ojos de su hija, usted y su madre son el principio y el fin de la línea que trazan el amor, la ayuda y el apoyo. Más allá de ustedes, ella nada ve. Muchas chicas que se sienten emocionalmente rechazadas y abandonadas, o simplemente incomprendidas durante ciertas etapas de su vida, necesitan encontrar seguridad en alguna parte. Por consiguiente se vuelven hacia alguien que sea más fuerte, más cariñoso y seguro para afianzarse en él. Muchos se vuelven hacia Dios. Pero otros se vuelven hacia cosas que no son saludables (ya sean drogas, sexo, alcohol o cultos peligrosos) porque se sienten desesperados. También muchas chicas sanas necesitan algo o alguien distinto de usted para unirse a él cuando maduran emocional y psicológicamente. Se trata de un proceso normal y saludable. Durante los primeros años de su infancia su hija se une fácilmente a usted, siempre que le proporcione suficiente cariño. A medida que va entrando en la adolescencia empezará a apartarse de usted para ver qué es lo que puede hallar por su cuenta. Pero seguirá necesitando un ancla mientras se aventura por nuevos territorios. Cuando usted no esté allí para ser su ancla, necesitará a otra persona. Muchos padres — y muchos adolescentes— querrán que ese alguien sea Dios. Yo creo que las adolescentes necesitan la fe, porque esa fe en Dios les proporciona esperanza. Y su hija necesita esperanza. Todos la necesitamos. Hay tanto dolor y cinismo en el mundo que muchos de nosotros nos volvemos duros y fatalistas. Los niños no; ellos no se sienten tan desilusionados. Se agarran a la esperanza con mayor facilidad que nosotros, por eso hemos de procurar no retirarles esa esperanza simplemente porque seamos viejos y tengamos el alma encallecida. Tuve el privilegio de conocer a un matrimonio judío que sobrevivió al campo de concentración de Auschwitz, durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque solamente me encontré con ellos aproximadamente una docena de veces, me dejaron una comprensión extraordinaria de Dios. La primera vez que los vi me di cuenta enseguida de su acento y de sus tatuajes. Me horroricé cuando vi esos tatuajes. Quisiera haberles preguntado un millón de cosas. Pero tenía mucho miedo de escuchar sus respuestas, de conocer los horrores que los hombres pueden infligir a otros hombres. La simple lectura de libros sobre el tema ya me había impresionado. Pero estos supervivientes eran de carne y hueso. Una noche, se pusieron a hablar sobre Dios. Era muy raro que contaran cosas sobre Auschwitz, pero parecía que hablar de Dios les resultaba un tema fácil. Al principio yo me quedé estupefacta. ¿Cómo podían hablar del buen Dios? ¿Cómo podía un Dios bueno haber tolerado aquel terrible sufrimiento? Pero no dije nada, y ellos siguieron con la conversación hablando con mis padres, que son católicos. —Heda —oí que decía mi madre—. He de admitir que no creo que mi fe pudiera sobrevivir a una situación como ésa. ¿Cómo pueden creer realmente que Dios les ayudó? Las palabras de la mujer resultaron sorprendentes. —Dios no hizo aquel campo de concentración ni mató a los judíos. El error que cometió fue dotar a los hombres de libre voluntad y a sus cerebros de imaginación para torturar a otros seres humanos. Siempre supe que Él odiaba Auschwitz más que yo. Muchos de nosotros teníamos fe. Necesitábamos tener esperanza. Tanto si lo hacíamos por poder sobrevivir como si no, necesitábamos saber que la vida era de alguna manera, en algún sentido, mejor. ¿Sería una vida en el Cielo? No sabíamos muy bien qué pensar. Pero Dios me concedió esperanza y preservó mi vida. Yo no podía desperdiciar energía odiando a Dios. La esperanza mantuvo viva a mi amiga en aquel campo de concentración. Probablemente, ninguno de nosotros pudiese soportar lo que ella soportó, si bien todos nosotros padecemos sufrimientos y soledad. Cuando esto le suceda a su hija necesitará fe y esperanza. El suicidio es la cuarta causa de muerte entre los adolescentes.120 Y he aquí un hecho que da que pensar: por cada adolescente que llega a suicidarse, hay de cincuenta a cien que lo han intentado.121 Un estudio reveló que el 33 por ciento de los estudiantes de secundaria y bachillerato ha pensado en matarse.122 La Asociación Americana de Psicología calcula, basándose en diferentes estudios, que la incidencia de la depresión clínica entre los adolescentes oscila entre un 9 y un 30 por ciento. Todos los chicos que sufren depresión necesitan esperanza. También la necesitan los que padecen una enfermedad terminal. A menudo, nosotros los médicos conocemos el momento en que un enfermo terminal renuncia a toda esperanza. La muerte se produce muy poco después. Quisiera decir una cosa más, a propósito de la esperanza. Las chicas, como todos nosotros, cometen muchos errores. Parte de su trabajo como padre es enseñarle a aceptar sus fallos. ¿Qué va a hacer ella cuando cometa un error? ¿Se entregará a la autocompasión, se dedicará a negar ese error o a disfrazarlo? Ninguna de esas opciones es saludable. Necesita reconocer su error en su justa dimensión. Si se trató de un pequeño error, ayúdela a reconocer que fue pequeño. Si se trató de uno grande, bien, en ese caso también deberá enfrentarse a él. A fin de que ella se haga más fuerte a partir de ese error y pueda seguir adelante de un modo emocionalmente sano, deben tenerse en cuenta tres elementos. El primero es que debe admitir el error. Algunos adolescentes lo hacen mucho mejor que otros. Para ellos no es muy fácil, porque suelen vivir sus fantasías mezcladas con la realidad. Sea paciente si su hija tiene dificultad en admitir sus fallos; pero esté muy pendiente de ella, porque eso es algo que necesita aprender. Segundo: debe decir que lo siente, ya sea a usted, a cualquiera a quien haya herido o, incluso, a sí misma. Este gesto es sumamente importante para las adolescentes que son sensibles. Una de mis pacientes padeció un episodio de depresión durante dieciocho meses porque no podía perdonarse un gran error que había cometido. Tercero: ella necesita empezar otra vez su vida, seguir adelante partiendo de un nuevo punto. He visto repetidamente a chicas, pacientes mías, que quisieran decir «lo siento» y seguir adelante, pero que desconocen la forma de hacerlo. No saben cómo empezar de nuevo. Es aquí donde Dios puede tenderles una mano con el perdón, que es una forma de borrar el pasado y volver al punto de partida. Pocas veces empleamos la palabra misericordia, pero es una hermosa palabra. Todos sabemos lo que significa. Es el perdón y la gracia cuando nos hemos hundido. Milton describe la misericordia divina en el Paraíso perdido: «Mi gloria brillará a través del Cielo y de la Tierra/ Pero desde el principio al final la misericordia será el supremo brillo». El perdón, la misericordia y un nuevo y fresco comienzo son cosas que todos nos merecemos. Por favor, concédaselas a su hija. Eso le proporcionará esperanza en el futuro. Y si tiene una forma mejor de darle esperanza, hágalo. Aunque yo no conozco una forma mejor de hacerlo; ni tampoco me he tropezado hasta ahora con nadie que la conozca. ¿Por qué usted? Usted no es solamente el primer hombre sino también la primera figura de autoridad que hay en la vida de su hija. Su personalidad, se solapa, de forma invisible, con la de Dios. Si usted es una persona cariñosa, fiable y amable, su hija se acercará a Dios más fácilmente. No se sentirá asustada por Él. Ella entenderá que Él es bueno, porque sabe muy bien cómo es la bondad. Las investigaciones realizadas sobre la influencia que la personalidad del padre tiene sobre la hija confirman este punto. En uno de los estudios realizados, los investigadores encontraron una correlación entre la imagen que los niños tenían de Dios y la de su propio padre. 123 Y las chicas tienden a ver todavía más similitudes entre Dios y sus padres que los chicos.124 Un estudio realizado por la profesora Jane Dickie, del Hope College, mostró que los padres influyen fuertemente en la percepción que tienen sus hijas de Dios, como Ser protector. 125 En otras palabras, ser un buen padre es ser un buen instructor para el conocimiento de Dios. Heather estaba muy interesada en conocer a Dios. Cuando la vi, poco antes de que se marchara para ir a estudiar, le pregunté qué sentía al alejarse de su casa. —Oh, me siento muy excitada, pero también bastante triste —me dijo. Como me di cuenta de que quería decir algo más, le pregunté qué estaba buscando y qué creía que echaba de menos. —Me siento nerviosa por tener que vivir en otra ciudad y por mi cuenta. También me atrae el hecho de hacer cursos que nunca hice, y creo que eso estará muy bien. Pienso hacer un máster en español y otro en ciencias políticas. Verá, quiero aprender el suficiente español para trabajar en un orfanato, en otro país. Ya sabe, en algún lugar en donde los niños necesiten ayuda de verdad. Yo estaba segura de que esta joven era una persona seria y que haría justamente lo que se proponía. —¿Y por qué estás tan interesada en trabajar en un orfanato? —le pregunté—. ¿Te ha llevado tu familia a alguno? ¿Has viajado mucho? —No, no. Nosotros nunca hemos viajado mucho. No tenemos demasiado dinero. Además, mi padre siempre trabajó mucho y nunca quiso tomarse vacaciones. Es una persona un poco aburrida, supongo. —Entonces, ¿por qué te interesa el español y trabajar en un orfanato? —Bueno, doctora Meeker, me parece que va a pensar que estoy un poco loca, y quizás lo que le diga no tenga demasiado sentido para usted; pero verá: mi padre y yo somos los primeros en levantarnos todos los días en casa. Bueno, en realidad yo me levanto un poco después que él. Cuando bajo las escaleras siempre lo veo solo, sentado en su silla de la sala de estar, rezando. Lo sé porque tiene los ojos cerrados. Algunas veces está leyendo la Biblia o algún libro sobre la Biblia. Y yo ya sé que en esos momentos no debo interrumpirle. »Mi padre es un hombre muy creyente. Por eso se levanta muy temprano por las mañanas, para poder rezar y leer la Biblia. Él es un hombre feliz, pero no es uno de esos tipos que hablan con todo el mundo. Algunas veces nos dice algo sobre Dios, pero, por lo general, le gusta practicar lo que aprendió esa mañana leyendo la Biblia. De cualquier forma, cuando me voy a clase me siento muy bien porque sé que mi padre ha estado rezando por mí esa mañana. No puedo decirle lo bien que me siento entonces. Así que estoy segura de que si yo ayudase a los pobres, en especial a los niños pobres, le haría muy dichoso. Bueno, quiero decir que él desea que yo haga las cosas que quiero hacer, pero a mí me gustaría parecerme realmente a él. Y él haría eso. ¿Sabe, doctora Meeker?, a mí me encantaría saber todo lo que él sabe sobre Dios. Y creo que trabajar en un orfanato sería una buena manera de aprender todo eso. Bueno, creo que usted va a pensar que estoy un poco loca. —No, Heather, en realidad te comprendo perfectamente —le dije. Heather no me dijo que su padre la llevaba mucho a la iglesia (aunque yo sabía que ellos asistían regularmente a una iglesia metodista), o que le hacía leer la Biblia, o la enviaba a un grupo de juventudes cristianas. Ella simplemente veía todos los días a su padre sentado en su silla de la sala de estar. Eso era todo. Eso era cuanto necesitaba para transformar su vida. Y su padre la había transformado. Era un hombre íntegro, y su fe era igual que él. Era un hombre sereno, humilde, que creía en Dios. Eso fue todo lo que se necesitó para inspirar en Heather un sentimiento parecido. ¿Empieza usted a darse cuenta del poder que tienen los padres sobre la vida de sus hijas? Apostaría a que el padre de Heather no tiene idea del gran impacto que causa su comportamiento sobre la vida y la fe de su hija. Dese cuenta también de lo excitada que estaba Heather por hacer algo por ese Dios al que no temía en absoluto. Su padre era una persona auténtica y amable, y ella pensaba que Dios sería igual. Cuando una hija tiene una buena relación con su padre, es muy fácil que establezca una vinculación natural con Dios. ¿Qué hacer?. Tanto si usted cree en Dios como si no, su hija le hará preguntas. Y si usted es creyente, ella querrá saber cómo es ese Dios. Dicen las chicas que sus padres son la primera influencia sobre su fe. Así que esté preparado. Antes de nada, deberá preguntarse: «¿Cómo es mi creencia en Dios?». Libérese de prejuicios. Sea valiente. Si no está muy seguro de sus creencias, trate de buscar alguna ayuda. Lea la Biblia. Lea libros que estén directamente relacionados con su búsqueda, tanto si son obras populares como las de C. S. Lewis, muy directas como las de Lee Strobel, o clásicas como La imitación de Cristo, de Thomas de Kempis, Los Pensamientos, de Blaise Pascal, o las novelas de Fyodor Dostoievsky. Nada ensancha mejor los límites del intelecto humano que la fe; ninguna otra materia logra profundizar más en el pensamiento que la fe en Dios. Así que empiece a caminar por esa senda, por la que han transitado las más preclaras mentes, en busca de Dios. Empiece por donde se sienta más cómodo. Búsquese una buena iglesia que le quede cerca de casa y lleve a su hija. Ella está hambrienta de comprensión y conocimiento; y si usted no se los suministra, le garantizo que se buscará esa información espiritual en otro lado. Es interesante constatar que, si bien los jóvenes quieren conocer la religión, no les gusta que la gente trate de convertirlos.126 Yo lo comprendo. Soy de Nueva Inglaterra, y en esta tierra solemos dejar en paz a la gente y ocuparnos de nuestros propios asuntos. Además, la mayoría de esos proselitistas nos han dejado un mal sabor de boca. Hay mucha hipocresía y un notable sentido de manipulación; dan la impresión de algo que es más inventado que cierto. Los chicos se dan cuenta inmediatamente de ello, y lo rechazan. Pero sus hijos confían en usted y quieren informarse a través de usted. Saben muy bien que usted no posee ninguna agenda secreta. Saben que es una persona sincera, con las mejores intenciones. Usted posee más autoridad a los ojos de su hija que cualquier pastor, sacerdote o rabino. En eso carga usted con un peso extra sobre sus hombros. Y es una buena cosa. También debiera saber que los chicos respetan la tradición; y que sin ella, y sin su consejo, se dejarán llevar por la moda o por los caprichos. Por ejemplo, la nueva corriente que se ha establecido para los jóvenes es creer en algo que se llama «deísmo moralistaterapéutico». La idea es que Dios existe pero que no está involucrado en la vida de nadie. La meta de la vida es ser feliz y sentirse bien con uno mismo. Y cuando las personas mueren, se van al Cielo.127 Los jóvenes optan por esa «religión descafeinada» porque no han recibido de sus padres una buena dosis de lo que es la religión tradicional. Los hijos no pueden escoger si no les proporcionamos una correcta información religiosa; sin embargo, no les enseñamos a valorar la herencia judeocristiana, que ha servido de inspiración a algunas de las obras más bellas del arte, la música, la literatura y la filosofía universales. Esto es algo muy triste, porque hijos nos están diciendo que no sólo desean que les enseñemos los fundamentos del judaísmo y del cristianismo, sino también de la teología tradicional. Las investigaciones demuestran que a los adolescentes les gustan las tradiciones religiosas y las comunidades convencionales.128 Esto tiene mucho sentido. Nuestros hijos prefieren lo familiar; y, como la mayoría de la gente, respetan y disfrutan con aquello que ha permanecido firme con el paso del tiempo. La práctica religiosa convencional proporciona a los muchachos un sentimiento de seguridad y de continuidad. Pero este tipo de instrucción no la van a obtener en los colegios públicos, ni tampoco a través de los medios de información. Y muchos padres dejan que los muchachos se instruyan por su cuenta. No abandone a su hija de este modo. Ella quiere saber quién es y cómo es Dios. Y quiere que sea usted el que se lo enseñe. Dijo San Agustín que en el corazón de todo hombre hay un vacío que sólo Dios puede llenar. La experiencia que tengo, a través de las chicas, confirma esta verdad. Muchas de ellas que no han recibido instrucción y comprensión de Dios se sienten desazonadas. Para poder ayudar a que su hija encuentre a Dios es necesario que usted actúe. Yo no aprendí medicina —y usted tampoco habrá aprendido su profesión— sólo en los libros. Hice prácticas en un hospital. Hablé con médicos, enfermeras y pacientes. Cuando usted busque a Dios, vaya a una iglesia. Hable con los amigos, obtenga la información que necesita y después tome su propia decisión. Puede ser una decisión definitiva, puede estar sujeta a cambios, o puede que necesite años para que se establezca. Pero inicie hoy el camino, porque necesitará tener respuestas para su hija. Será la decisión más importante de su vida. Sé que estos temas son muy personales y que muchos hombres preferirían evitarlos; pero son los temas importantes los que conformarán la vida de su hija. Algunos se enfrentan al problema afirmando que en realidad Dios no existe. Si usted se decanta por el ateísmo, prepárese para defender sus ideas ante su hija. Ella le presionará para que le dé respuestas, porque la mayoría de sus amigos creerán en Dios y ella querrá saber por qué usted piensa de manera diferente. Si usted cree que Dios existe, no se quede ahí. Pregúntese: ¿qué diferencia hay en el hecho de que yo crea en Dios? Cuando se les preguntó a los chicos si se sentían cerca de Dios, la mayoría de los que iban a la iglesia dijeron que sí. Su hija necesitará ese sentimiento de relación con Dios, y estará influenciada por la forma en que usted ve su propia relación con El; ya sea si tal creencia le inspira a ayudar a otros, o asistir a misa todos los domingos; si le estimula a rezar, le proporciona un sentimiento de paz y de esperanza, o simplemente le da fuerzas para enfrentarse a las desgracias. La belleza de la paternidad estriba en que cada uno de ustedes enseñe a sus seres queridos a su propia manera y según su personalidad. *** El padre de Betsy le entregó a su hija un mensaje profundo sobre Dios y la fe cuando estaba en su lecho de muerte. El hombre padecía una extraña enfermedad pulmonar que le ahogaba. A lo largo de su vida había sido una persona jovial y trabajadora que estaba muy orgullosa de su trabajo y de poder atender a las necesidades de Betsy y de sus otros hijos. Ya próximo a la muerte, se volvió a ella y, a través de la mascarilla de oxígeno, le dijo: —Cariño, no te preocupes por mí. Yo amo al Señor y sé que Él también me ama. Esto es todo lo que realmente necesitas saber. Me siento bien al partir de este mundo, y dispuesto a verle. De este modo, el padre de Betsy le proporcionó serenidad, y una magnífica herramienta para ayudarla a superar su pena y su dolor. Sea sincero y, al mismo tiempo, esté dispuesto a seguir adelante. No se quede en la mera creencia de que Dios existe. Su hija necesita más; por consiguiente, dele más. Descubra verdaderamente a Dios. Emprenda un viaje intelectual. Establezca una meta que refleje esa fe en su comportamiento; sea más paciente, más amable, más controlado y cariñoso. Y recuerde lo que la ciencia dice que hace la fe: las adolescentes religiosas se comportan mucho mejor en la vida que aquellas otras que son menos religiosas.129 Usted será el instructor de su hija en el tema de Dios y de la fe. Ella acudirá a usted en busca de respuestas, porque le verá como un modelo. Las investigaciones, una vez más, demuestran que los padres constituyen la influencia más importante en la vida de sus hijas, también en lo referente a temas religiosos y espirituales.130 Y por mucho que usted se esforzara en apartarse de estos temas, ¿preferiría, como padre, que su hija acudiera a usted —y admirase sus creencias y su forma de practicarlas —o que fuera a su novio, a un vecino o a cualquier otra persona que le inspirara autoridad? Probablemente querría ser usted el informador, y su hija también. Cuando usted ame a Dios de forma real, así lo hará también ella. Y nada le acercará más a su hija que esto. Capítulo 9. Enséñela a luchar. Mi marido es un excéntrico de buena fe. Detesta viajar y le encanta pasarse horas perdido en los bosques. Cuando era estudiante en Dartmouth, se construyó un iglú para dormir los fines de semana (sólo en invierno, por supuesto). Toma parte en cualquier tipo de maratón que se le ponga a tiro: de bicicletas, de campo a través, urbano, incluso de canoas. Ha llegado a la meta en unos cuantos maratones importantes. Cose de maravilla y ha hecho una serie de chaquetas de abrigo para que estén calientes nuestras hijas cuando le acompañan a estudiar los árboles. Por lo general, duerme entre cinco y seis horas, y con frecuencia lee a Dostoievski hasta altas horas de la madrugada. No cree que sea importante regar el césped de nuestro jardín, de modo que siempre que llega el verano me siento avergonzada cuando vienen nuestros amigos a visitarnos. Va a trabajar montado en una furgoneta destartalada en cuyo parabrisas lleva una pegatina de Barf (un tipo de detergente de lavandería que se utiliza en Armenia). Y en más de una ocasión, alguno de sus pacientes se ha ofrecido a comprarle zapatos. Compartimos la consulta y, a menudo, nuestros amigos nos preguntan cómo nos las arreglamos para ser pareja matrimonial y pareja profesional. Yo encuentro un poco complejo este tema. Seguramente, compartir el trabajo de los pacientes es más fácil que compartir el de los hijos. Podemos discrepar sobre el tratamiento del asma o de la neumonía sin que salten chispas. Se trata de una simple diferencia de opinión. Pero, ¿qué sucede si se trata de nuestros hijos? Aquí sí que puede encontrarse usted con auténticos fuegos artificiales. Trabajar profesionalmente, uno al lado del otro, es realmente fácil. Su territorio está perfectamente marcado, igual que lo está el mío. Pero cuando tenemos que ponernos de acuerdo en lo que debemos hacer con los hijos, las cosas se complican bastante. No se trata de que nuestro hijo sea paciente suyo y nuestra hija sea mi paciente, o viceversa. Se trata de nuestros hijos; y ambos tenemos opiniones muy definidas sobre la forma en que han de ser educados; y nuestros deseos, creencias y emociones envuelven y configuran las posiciones que adoptamos. Ambos somos tercos, y teniendo una consulta compartida, cuatro hijos y los estudios de tres, ya puede imaginarse usted el contenido de algunas de nuestras conversaciones, especialmente cuando he de añadir que mi marido y yo debatimos hasta el fondo todo cuanto concierne a nuestros hijos. Después de casarnos, yo decidí que era necesario cambiar algunos de los hábitos de mi marido. Por un lado, hacía demasiado ejercicio. Por otro, se pasaba largas horas en casa enfangado en su trabajo. En ambos casos me hacía sentirme sola. Así que me decidí a establecer un plan. Durante los primeros diez años de matrimonio me dediqué a estudiarlo (al fin y al cabo, soy una científica) y a analizar lo que yo creía que debería cambiarse. Hice una lista mental de cambios bastante larga. Después, durante los siguientes diez años de matrimonio trabajé para ayudarle a realizar esos cambios, uno a uno. ¿Necesitaba hacer ejercicio todo el tiempo? Nones; yo no creía que eso fuera necesario, y menos teniendo cuatro hijos y muchas cosas que hacer en casa. ¿Tenía que ser un adicto al trabajo? No. Si disponía de tiempo suficiente para escuchar pacientemente a todos sus enfermos y enfermas (muchas de las cuales eran amigas mías) durante las horas de consulta, entonces también debería tener tiempo para colgar el teléfono, apagar el ordenador, dejar los libros de medicina en sus estantes y hablar conmigo. Gané algunas batallas y perdí otras. Finalmente, en la tercera década de nuestro matrimonio, decidí tirar la toalla y dejarlo tranquilo. Ahora me siento un poco avergonzada de todo este tira y afloja que mantuve a lo largo de muchos años, porque creo que fue bastante egoísta. He repetido muchas frases que seguramente usted también habrá oído, frases como: «Necesito que estés más tiempo conmigo», «necesito que me prestes más ayuda con los niños» o «quiero que te comuniques mejor conmigo». La mayoría de las mujeres tienen esos mismos pensamientos, que van socavando nuestro interior. Queremos que nuestras vidas sean más cómodas y pensamos: «Sí él hiciera esto, mi vida sería mucho mejor. Si se propusiera entender esto otro, mi vida sería mucho más rica». Hace quince años regañé a mi marido por ser tan egoísta. La cosa no funcionó. Los sábados él tenía una costumbre que me irritaba. Salía del garaje pisando ruidosamente el suelo de baldosines con sus claveteados zapatos de ciclismo y me preguntaba: «je importa si voy a dar una vuelta en bici?». Era una pregunta ridícula, porque sus amigotes, tan bien equipados como él, ya estaban esperándole en la acera. Hace diez años, le rogué que se quedara en casa y me ayudara con los chicos. La cosa tampoco funcionó. Hace cinco años le dije, de forma serena y cariñosa, que disfrutaría más de la vida si no se dejaba llevar por sus deseos egoístas. Eso tampoco sirvió para nada. Ahora, cuando llegan las mañanas de sábado y le veo preparándose para salir, me limito a decirle: «Que tengas un buen paseo». Y los dos nos quedamos tan felices. Cuando el hombre quiere dar un paseo en su bici, da un paseo en su bici. Él es como es; y he aprendido otra cosa: que él es mucho más que todo eso. Es un hombre muy bueno. Lo que yo creía que «necesitaba» de él, ya lo tuve. Lo que he abandonado definitivamente es mi obsesión por cambiarle. Las mujeres nos centramos más en los sentimientos que los hombres, y esos sentimientos nuestros se pueden convertir en anhelos que nos hacen desear más y más cosas de nuestros maridos. Podemos despertarnos pensando: «Tendría un día mucho mejor si mi marido me prestase un poco más de atención». Pero los maridos también tienen sus sentimientos, que pueden resultarles igualmente frustrantes. Cuántas veces habrá pensado usted: «No soporto esa obsesión que tiene 'mi mujer por los niños, ignorándome. Actúa como si los críos no tuvieran padre». A las mujeres nos gusta tener relaciones más intensas. Los hombres quieren disfrutar de paz y quietud cuando llegan del trabajo. Y tanto unos como otras se sienten a menudo defraudados. El descontento, la frustración y la angustia forman parte de la experiencia humana. Pero nuestras vidas se enriquecen cuando comprendemos las pasiones internas que nos rigen y que rigen tales emociones. Usted no necesita psicoanálisis ni psicoterapia para comprender esas pasiones. Todo lo que necesita es identificar esas pocas pasiones internas que dirigen nuestra conducta y que pueden alterar significativamente nuestro modo de vida. ¿Por qué es importante todo esto para usted, como padre que es? Porque necesita comprender que las emociones de su hija se desbordan con impulsos que, si logran dominarla, pueden conducirla a la autodestrucción. Su trabajo, como hombre y como padre, es ayudarla a contener sus emociones. Es algo tan sencillo como eso; pero se necesita mucho esfuerzo y perseverancia. Y usted tiene que hacerlo, porque querrá hacerlo mejor que su madre. Su madre puede empatizar con ella, pero usted puede guiarla. Usted ve a su hija de forma más realista y objetiva de lo que ella misma se ve. No me es posible insistir más sobre lo mucho que su hija necesita de su dirección y de su autoridad. Desde el mismo momento en que empieza a andar, las emociones de su hija pueden convertirse en una amenaza para su bienestar emocional. ¿Estoy exagerando? Decídalo usted, mientras le echamos una ojeada a su cerebro. Porque hay una cosa que usted puede saber inmediatamente, por su propia experiencia. Nuestras pasiones nos llevan a hacer cosas —o a pensar en hacerlas— que sabemos que no deberíamos hacer. Usted ha vivido sus intensas batallas interiores. Ha aprendido a relacionarse con sus pasiones y a tenerlas bajo control. En ocasiones lo ha hecho bien, y en otras se habrá equivocado. La cosa es que usted entiende esas batallas internas. Ella no. Ella es consciente de la tensión que le producen, pero no tiene idea de lo que debe hacer. Algunas veces ni siquiera sabe clarificar sus conflictos y deseos. Así pues, lo primero que necesita hacer es entrenarla para que sepa valorar sus impulsos. ¿Son buenos o malos? ¿Le sirven para fortalecerla o para debilitarla? Después, usted deberá ayudarla a identificar los pensamientos, emociones y deseos que han de ser arrancados, uno por uno. Ayúdela a que clarifique su pensamiento, ayúdela a simplificarlo. Y una vez que haya hecho esto, enséñela a combatir. Hágale saber que usted y ella luchan en el mismo bando. Y hágale saber también que la defenderá de una sociedad muy tóxica y enemiga de la mujer. Entrénela pronto. Antes de que sus hijos piensen, ya sienten. Los instintos, que son una modalidad de los sentimientos, les hacen llorar cuando tienen hambre o sienten dolor. Usted atiende sus demandas porque no quiere que su bebé llore. Desde el momento en que ella nace, su hija tendrá que enfrentarse sola a sus propios sentimientos. A medida que empieza a moverse y a agitar sus gordezuelas piernecillas, sus pensamientos se irán formando, sus pataditas se harán más rápidas, y comenzará a hacer cosas que provoquen una respuesta por su parte. Preste atención a su lenguaje corporal. Ella ya tiene un año y ha empezado a andar. Ha decidido subir las escaleras por su cuenta. Sabe que no debiera hacerlo —usted ya le ha dicho muchas veces «¡no!»—, pero se anima a subir el primer peldaño. ¿Y qué va a hacer después de eso? Se da la vuelta y le mira fijamente, esperando la respuesta que su padre va a darle. Se arrastra hasta el segundo escalón pensando: «¿Lo haré o no lo haré?». Todavía es demasiado pequeña para sopesar los pros y los contras, pero si se la deja hará lo que quiere hacer. Lo que realmente quiere es subir, así que empieza a hacerlo. Su conducta está regida por sus deseos. ¿Qué hace usted? Bueno, pues o bien la anima caminando detrás de ella, o rápidamente le dice un «¡no!», y la coge. Usted decide. Usted sabe lo que es bueno para ella mejor que ella misma. Bien, pues por mucho que pueda desagradarle oír esto, lo que es verdad cuando ella es todavía un bebé será igualmente verdad cuando tenga dieciséis o diecisiete años. Ella quiere hacer lo que desea hacer (o lo que otros le dicen que debe hacer), porque todavía no tiene desarrollada plenamente la capacidad para pensar de forma razonada y abstracta. Si usted tiene hijos adolescentes, conocerá la lógica de los adolescentes. Tal vez quieran conducir a toda velocidad por una callejuela estrecha para ver qué se siente. No se pueden imaginar el choque contra una pared a cien kilómetros por hora. Desde el momento en que su hija empieza a pensar sobre lo que quiere hacer, usted necesitará desafiar su pensamiento y cuestionar su conducta, de manera que cuando llegue a la adolescencia pueda preguntarle con toda naturalidad: «Papá, esto es lo que realmente quiero hacer, pero ¿crees tú que debo hacerlo?». Su hija puede conocer sus propios sentimientos, pero en última instancia, cuando llega el momento de tomar una decisión, usted sabe más que ella. Ayúdela a buscar el equilibrio entre sentimientos, razón y voluntad. No se limite simplemente a decírselo; muéstrele, con su propia actuación, cómo se puede hallar ese equilibrio. La razón, la experiencia y nuestra brújula moral nos ayudan a decidir qué debemos hacer. Como padre, su trabajo es proporcionar a su hija esa guía moral, ser la voz de la razón cuando ella hable de sentimientos y mostrarle el poder de la voluntad que le permita vivir con las consecuencias de ese razonamiento moral. Y usted deberá aceptar el hecho de que muchos de los impulsos de su hija habrán de ser contrastados. Son muchos los padres que creen erróneamente que las adolescentes poseen capacidad intelectual para «tomar buenas decisiones» por su cuenta. Pero las adolescentes se dejan llevar mucho más por sus sentimientos que por su razón. Y, por consiguiente, usted no solamente se verá obligado a decidir, sino que también necesitará acostumbrar, «entrenar» a su hija desde su más tierna infancia a que le consulte a la hora de tomar decisiones. Ella no podrá realizar nada de forma adecuada si no aprende a tener en cuenta su ayuda. En sus días del jardín de infancia, su hija tal vez pueda meterse con alguna de sus compañeras, o quizás se calle cuando la maestra le pregunte algo. Hay una regla: cuando se siente irritada, se pega con alguien. Cuando se propone hacer lo que quiere, se calla ante la profesora. Está descontrolada y se siente descontrolada, aunque dé la impresión de ser una niña firme. Su hija necesita su ayuda para separar sus sentimientos de su conducta. Enséñela, una y otra vez, que no siempre debe dejarse llevar por sus sentimientos. Haga que practique este tipo de conducta. Si aprende a hacerlo, podrá comportarse mejor con los demás. Y, lo que es muy importante, se sentirá capaz de controlar sus impulsos. Algunos padres educan a sus hijas diciéndoles que sus sentimientos son importantes y que necesitan libertad «para escoger su propio camino». Para tales chicas, el desastre está justo a la vuelta de la esquina. Esté pendiente de su hija adolescente. Los muchachos la llamarán (seguramente por el teléfono móvil, de modo que usted no podrá escuchar la conversación). Le enviarán mensajes. A ella, esto le resultará muy entretenido porque la hará sentirse mayor y más madura. De repente, «necesita» ir al cine, o a las tiendas de moda los sábados por la tarde, con un determinado amigo. Habla con él por teléfono durante horas. De vez en cuando, las fiestas que da ese amigo se acompañan de alcohol o de alguna droga blanda, pero ella sigue insistiendo en que él es un buen chico. Usted está un poco preocupado y se pregunta por qué está tan unida a ese tipo un tanto raro. Pero, de repente, se siente culpable por pensar así del muchacho y lo invita a casa para conocerle un poco. (Advertencia para los padres: inviten siempre a los acompañantes de sus hijas. Siempre). El muchacho no parece mala persona, si no se tiene en cuenta que la cintura de sus pantalones le cae por debajo del estómago. «¿No le resultará incómodo llevarlos así?», se pregunta usted para sus adentros. Pero cuando ve cómo se relaciona su hija con él, a usted le parece que ella es otra persona. Se ríe mucho y parece mostrarle cierta agresividad en un plano sexual. Le toca y se cuelga de él. ¿Por qué? Porque cuando está con él, sus emociones la dominan y su voluntad desaparece. Así que vigílela como si usted fuera un halcón. Aunque usted la haya educado bien, sus emociones y «necesidades» del momento pueden superarla. Si le ha dicho que ella necesita tomar sus propias decisiones basándose solamente en lo que «sienta», usted va a tener problemas. O lo que es peor: ella va a tener problemas. Cuando tenga unos años más, la universidad constituirá un nuevo desafío, y usted debería enterarse de lo que sucede en los campus universitarios en los tiempos que corren. Si usted fue universitario en su momento, probablemente se quedaría asombrado si comprobase cuál es el clima moral que se da hoy en esos centros. Uno de mis pacientes es un estudiante muy brillante de primer año en la Universidad de Michigan. Me dijo que todos los estudiantes novatos reciben gratuitamente, durante su periodo de «entrenamiento», siete preservativos diarios. Concluido el periodo de entrenamiento, tienen que pagarlos. No menciono esta anécdota para discutir lo adecuado o no adecuado de las relaciones sexuales prematrimoniales, sino para decirle cuál es el ambiente de permisividad y las facilidades que se dan hoy día en las universidades para mantener relaciones sexuales sin control (¿siete preservativos gratuitos diariamente?). No puede sorprender entonces que el uso del alcohol en menores constituya un problema serlo en los campus universitarios. Por eso, algunos investigadores comparan ahora el nivel de la actividad sexual en los campus al existente en los prostíbulos. La Universidad Brown dio recientemente la noticia de que un amplio grupo de estudiantes bebidos (no simplemente cinco o diez) bailaron desnudos o parcialmente desnudos durante una fiesta. Muchos de ellos bebieron tanto que tuvieron que ser llevados a urgencias. Los padres de estos chicos pagan cuarenta mil dólares anuales para esto. En los campus universitarios, la noción de una conducta correcta o incorrecta —en lo que se refiere a sexo, alcohol y, con frecuencia, drogas— está abolida. Y allá donde nos encontremos que reinan los deseos desbocados de los jóvenes, ya sean chicos o chicas, podemos estar seguros de que estarán abocándose a la autodestrucción. Y lo más cruel de todo esto es que nosotros, los adultos, nos limitamos a encogernos de hombros y decir cosas como «bueno, los jóvenes son jóvenes». No permita eso. No lo haga con su hija. No la ponga en situaciones en las que sus sentimientos, intensos, complicados y apasionados, puedan estar sometidos a semejante presión. Y, especialmente, no la ponga en situaciones como ésas si usted le ha enseñado a no dejarse llevar por sus impulsos. Sea su aliado. Enséñele que son las mujeres superficiales las que se dejan llevar por sus emociones. Usted desea que ella tenga profundidad emocional, sabiduría intelectual, fortaleza física y capacidad mental. Y nada de esto podrá tenerse si no se desarrolla su mente y se disciplina su voluntad. Sepa escoger sus batallas. Por lo general, pase por alto, aunque no le gusten, sus aficiones alimentarias, su forma de peinarse o sus gustos musicales (a menos que ello implique alteraciones dietéticas, o que ella esté «colgada» de amigos sospechosos). Ahorre su energía para temas más importantes: la sinceridad, la integridad, el valor y la humildad. A medida que su hija se vaya haciendo mayor, sus deseos serán más intensos. Por eso tiene que empezar pronto su adiestramiento. Pero nunca es demasiado tarde, especialmente bajo el punto de vista de ella. Su hija quiere que usted la guíe. Si permite que sus deseos no lleguen a ser contrastados y desafiados, tales deseos podrán destruirla. No permita que suceda una cosa así. Expóngale cuál es su propia moral (sin hacer apología de ella). Hasta bien cumplidos sus años de adolescencia o, incluso, los primeros de su veintena, el cerebro de su hija y su capacidad para tener plena capacidad racional no estarán del todo desarrollados. La clave para comunicarse con ella, además de escucharla, es mostrarse muy claro sobre lo que usted diga y lo que espera de ella. Los mensajes ambiguos y mezclados no son muy útiles. Ofrecer muchas opciones es algo que supera la capacidad de comprensión de casi todos los jóvenes. Por supuesto, ellos le dirán todo lo contrario, pero no les crea. Aunque su hija pueda decirle que ella quiere más oportunidades, nunca podrá manejarlas tan bien como usted. De hecho, demasiadas opciones, sin la ayuda de una asistencia adecuada, pueden hacer que se sienta incapacitada y descentrada. Proporciónele un conjunto de principios morales que sean claros. Para ello, usted necesitará que haya claridad en su mente y, preferiblemente, también en su vida. Si no quiere mentir a su hija, no le pida que diga, cuando hay alguna llamada inoportuna, que usted no está en casa, por ejemplo. Si quiere que sea respetuosa cuando habla con otros, y con usted, cuide muy bien su propia lengua. No permita que en su casa se digan insultos ni palabrotas. Si no quiere que beba demasiado, no lo haga usted tampoco. Los jóvenes tienen una capacidad maravillosa para forzarnos a salir de los límites morales, porque desean saber cuáles son las reglas de la vida. Quieren hechos, quieren saber qué piensa usted: y observan lo que usted hace. No tema mostrarse severo con su hija por miedo a que se rebele. Sé por experiencia que las hijas respetan a los padres que se mantienen firmes. Tal vez cuando sea mayor discrepe de sus opiniones y creencias, pero, al menos, sabrá muy bien qué era lo que usted pensaba. No la arroje a un terreno de confusión y de equivocaciones diciéndole, por ejemplo, «bueno, eso depende de lo que tú sientas, o de cómo veas las cosas». Dele algo con lo que ella pueda estar, o no, de acuerdo. Esto le enseñará a pensar, a decidir y a actuar. La claridad moral que usted le manifieste la fortalecerá para tener su propia personalidad cuando llegue su momento. Una falta de claridad por su parte quizás haga que su hija pueda seguir la corriente de los demás con demasiada facilidad; o llegar a creer que los pensamientos y sentimientos que pueda albergar, aunque no hayan sido debidamente examinados, son ciertos, sin más. Uno de los más graves errores que pueden cometer los padres es desdibujar las líneas entre lo que está bien y lo que está mal. Haga lo que haga y diga lo que diga la sociedad en que vivimos, en su propio hogar y con su propia hija usted no puede emborronar las fronteras y aceptar un mal comportamiento. No puede dar por bueno lo estrambótico y lo aberrante; no puede tolerar la vulgaridad, el abuso o la falsedad. No puede permitir que su hija arriesgue su futuro por no haber sabido enfrentarse al alcohol, al sexo o a las drogas, simplemente porque eso era lo que resultaba más fácil. Cuando un padre sospecha que su hija de dieciséis años bebe en las fiestas, pero lo deja correr, porque, al fin y al cabo, no va a estar vigilándola todo el rato, y además «ella no va a conducir»; si sospecha que su hija de quince años está teniendo relaciones sexuales con su novio, pero no va a hablar con ella sobre eso porque «al menos no está embarazada»; si permite que su hijita de seis años le diga «cállate», porque «resulta gracioso e inocente»; si tolera que su hija de diecisiete fume un porro porque «todo el mundo lo hace», todo eso puede parecer una victoria de la hija. Pero, de hecho, la que ha salido perdiendo ha sido ella, porque en todos esos ejemplos su padre le ha dejado hacer lo que quiso. Ser padre es ser un líder, saber tomar decisiones, intervenir en la conducta de su hija e instruirla y formar su carácter para que ella siempre sepa lo que está bien y lo que está mal; para que sepa cuándo debe decir que no; y de ese modo sepa ser lo suficientemente fuerte para poder combatir la tentación. Y para lograr todo eso es necesario que usted tenga claridad moral. Es necesario que su hija conozca los modelos de comportamiento de su padre; porque, de lo contrario, los demás tratarán de venderle los suyos. He aquí algunos de los más usuales, y contra los que usted tendrá que luchar. Tengo que ser bella Usted conoce el poder de la publicidad, pero no puede hacer nada para librar a su hija de su influencia. Ante la avalancha de anuncios, de revistas de moda... ¿qué puede hacer un padre? Muchas cosas. Tener una buena apariencia es algo que está bien, pero es usted —y no las revistas de moda— el que tiene que establecer los cánones de esa apariencia. Si no... Bueno, sólo puedo decirle que he tratado pacientes con anorexia nerviosa que sólo tenían nueve años. Son muchas las niñas que va comienzan a seguir una dieta en primaria. Por supuesto, cuando se hacen un poquito mayores ya le prestan mucha atención a su ropa. La apariencia exterior lo es todo. Si es regordeta, se sentirá fea. Si es alta, se sentirá igualmente fea. Sí es baja, también se encontrará poco atractiva porque todas las modelos son altas. Cuando esté en bachillerato se comprará blanqueadores dentales, tintes para el cabello (que usará una y otra vez), se gastará una fortuna en el cuidado de las uñas y hasta puede que quiera hacerse algún tipo de cirugía plástica. Si usted vive en una ciudad grande, conocerá de sobra esta nueva locura contra la que braman los padres. Ahora se ha convertido en una moda bastante corriente entre los padres acomodados regalarles a sus hijas, corno premio por tener buenas notas, una operación de cirugía estética. Por lo general, las chicas prefieren una operación que les agrande el pecho, antes de ir a la universidad. Quisiera que esta aberración hablase por sí misma, pero parece ser que no lo hace. Baste con decir que tal cosa le proporciona a su hija un mensaje totalmente equivocado, acrecienta su superficialidad, socava los saludables valores que pueda tener y le hace preguntarse cuántas operaciones habrá de hacerse para sentirse suficientemente bella. Sin duda, sería indiscutiblemente mejor que tratase de destacar en sus estudios, en el arte o en los deportes, y no en la habilidad para convertirse en el modelo de las fantasías eróticas de los jóvenes. ¿Estoy abogando con todo esto para que se deba vestir a nuestras hijas como espantapájaros, o se conviertan en las más feas del baile? Por supuesto que no. Pero tratar de mostrarse atractivas es una cosa y convertir a nuestras maravillosas hijas en prostitutas de alto nivel, otra muy diferente. Y eso es lo que pretende la cirugía plástica, preparando a las jóvenes para cuando abandonen los dormitorios de los colegios universitarios. El deseo que tiene su hija de estar atractiva está bien si usted, como padre, la ayuda a encauzarlo. Los cánones de esa atracción no deben ser los que marque la televisión, sino los que establezca usted. No deje que ella crea que necesita adoptar esta o aquella apariencia dictada por la moda del momento. Ella es tal como es, y no necesita ningún tipo de cirugía plástica. Es atractiva tal como es ahora. *** Durante su segundo año en la Universidad Vanderbilt, Jackie fue a casa para pasar las vacaciones de Navidad. Cuando su padre la vio entrar se quedó sorprendido al advertir algo raro en su rostro. Sus ojos se habían vuelto más oscuros, más grises, y sus cejas estaban más abultadas de lo normal. Cuando se quitó el abrigo, el hombre tuvo un sobresalto. Su hija había perdido pecho y los huesos de los hombros sobresalían bajo la blusa de algodón. Tom nunca había visto a Jackie con aquel aspecto. Ella le sonrió y él la abrazó cariñosamente. Aquella hija parecía un pajarito, incluso sus brazos y su cuello aparecían cubiertos por una fina pelusilla. Tom pensó que tal vez fuera el estrés de la universidad el causante de semejantes cambios en su hija. No, seguramente la causa estaba en que su madre y él acababan de divorciarse. O quizás aquello tuviera que ver con la depresión que él había sufrido seis años atrás; ¿se trataría de algo genético? También podía ser debido al poco tiempo que dedicaba a sus hijos. Durante esas vacaciones navideñas, los temores de Tom fueron acrecentándose. Tal vez su hija tuviera cáncer o sida. Las posibilidades de que padeciese una enfermedad seria se iban entrecruzando en su cerebro. Llamó a sus compañeros, a amigos, incluso a su ex mujer. Veía cómo se levantaba su preciosa hija todos los días muy temprano por la mañana para hacer hora y media de ejercicios gimnásticos delante del aparato de televisión. La invitó a almorzar y a cenar, pero ella no aceptó. Se mostraba de mal humor. Decía que las cosas le iban bien en la universidad, pero al padre le parecía que le estaba mintiendo. —¿Por qué nunca te veo comer? —le preguntó un día. Ella le miró enojada. —No trates de controlarme. Eres un tipo controlador, papá. ¿No te has dado cuenta de que ya soy una persona adulta? Mamá me trata así, y no sé por qué tú no haces lo mismo. Debí habérmelo pensado mejor antes de venir a tu casa en estas vacaciones. Mamá me lo advirtió. A Tom se le partió el corazón. No sabía qué pensar ni qué hacer. Llamó a una amiga médico. Ésta le dijo que probablemente Jackie tenía una alteración dietética. Después de varios meses de intenso tratamiento médico, me senté un día en mi consulta con Tom y su hija. Ella se mostraba tranquila y reflexiva. Él también se encontraba sereno. —Papá, lo que pasa es que no lo entiendes. Yo me siento gorda. Ya sé que tú no piensas lo mismo, pero yo sí. Los sentimientos, los pensamientos de que estoy gorda me asaltan continuamente —susurró con pesar. —Jackie —dijo Tom con firmeza—. Dime eso de nuevo. —¿El qué? —Esos pensamientos; cuéntame lo que ellos te dicen. Quiero oírlo. Él sabía la identidad de tales pensamientos, porque los había escuchado cientos de veces. Pero no se trataba de eso. —Vamos, papá, ya los sabes. Me dicen que soy fea. Si perdiera unos cuantos kilos gustaría más a los chicos. Bueno, eso me importa poco. Lo que no puedo evitar es pensar que si perdiera unos cuantos kilos me sentiría mucho mejor. —Gracias —le respondió Tom—. Pero esos pensamientos no son tuyos. Es la enfermedad la que está hablando. ¿Podrías arrojarla lejos de ti? ¿Podrías matarla? No eres tú, cariño. Son esas voces que hay en tu cabeza las que están equivocadas. Jackie bajó la mirada, frustrada. No discutió. En el fondo de su corazón sabía que su padre tenía razón. Confiaba en él. Su padre era inteligente y amable, aunque pudiera haber cometido algunos grandes errores. Era su padre; y a sus veintidós años quería hacerle caso. —Soy hermosa, soy hermosa —se puso a salmodiar él. Jackie sabía lo que vendría seguidamente. No quería decirlo. Tal vez lo creyera. En cierto modo el hambre se había convertido en una especie de amiga, y tenía miedo de perderla. Tom aguardaba en silencio. —Tengo buena apariencia —dijo finalmente Jackie, con voz queda. Mes tras mes, la tarea de Tom consistió en encontrar formas para poder luchar contra los demonios que habitaban en la cabeza de su hija. Estaba decidido a vencer. Jackie regresó a Vanderbilt, y hoy se encuentra perfectamente. ¿Fue su padre quien la curó de la anorexia? Sí, pero lo más importante fue la determinación de la joven de vencer a la enfermedad. La mejor manera de impedir que su hija caiga en la anorexia es ayudarla a que defina su propia imagen y hablar con ella frecuentemente; y si descubre que tiene pensamientos malsanos, desafiarlos y vencerlos. Tengo que ser sexy Como parte de la revisión médica, me incliné para examinar el abdomen de mi paciente de doce años. Ella me miró y dijo: —Doctora Meeker, eso que tiene alrededor del cuello es sexy. Me quedé sorprendida porque nunca había pensado semejante cosa. —¿A qué te refieres? —Ya sabe; a esa cosa negra que utiliza para escuchar mi corazón. Es sexy. Pero lo más desconcertante de todo fue que la madre no pareció conceder la menor importancia a lo que decía la niña. Se limitó a sentarse en una esquina y seguir leyendo su revista. El término sexy significa ahora algo que sea atractivo, bonito, excitante, o, incluso, algo que esté bien. Las palabras pueden ser sexys, las portadas de los libros pueden ser sexys, incluso los manteles pueden serlo. Usted y yo oímos la palabra tan a menudo que ya carece de significado para nosotros. Es simplemente otra palabra más. Pero nosotros tenemos unas mentes adultas. Nuestras hijas ven todos los días hermosos cuerpos fotografiados, amplios escotes, bustos protuberantes, largas y esbeltas piernas envueltas en mallas, pies metidos en zapatos de altos tacones. Ven una serie de artículos que se vinculan al sexo; ven programas de televisión que, de forma incansable, se refieren igualmente al sexo; oyen una música y ven vídeos plagados de una imaginería sexual que jamás se vio en las generaciones anteriores. En la mente de una niña de diez años —y no digamos de una algo mayor— ser sexy es la forma de vivir ideal, deseada. Durante sus años de adolescente, su hija habrá tenido el deseo de resultar sexy a sus amigas y amigos. Necesita la aprobación de sus iguales y anhela vivir la vida que se le presenta en revistas y espectáculos. Las voces que oye en su cabeza le dirán que si no es sexy, no es nada. Por supuesto, usted no quiere que su hija vaya al colegio enseñando el encaje del sujetador por el escote de la blusa. Pero nuestra sociedad le dirá que ésa es la forma de vestirse a la moda. Así que tendrá que enseñarle, suave pero firmemente, a hacer las cosas de otro modo. No le haga sentirse mal por su deseo de querer mostrarse atractiva. Simplemente convénzala de que la modestia también es atractiva, y más respetuosa con uno mismo. Ayúdela a que pueda comprender qué tipo de señales está lanzando a los chicos a través de su ropa y de su comportamiento. Hágale saber que usted se preocupa por sus intereses, mientras que las empresas textiles no lo hacen. Ella le querrá por decirle eso. Necesito ser independiente Las mujeres fuertes son independientes. Piensan por su cuenta, sopesan las opciones que se presentan ante ellas y toman sus propias decisiones. Los buenos padres quieren que sus hijas mantengan los pies en la tierra y aprendan a pensar por sí mismas. Esa teoría está muy bien, pero no tiene en cuenta algo muy importante: que todos dependemos de los demás; y su hija depende de usted. Muchas jóvenes se han impregnado de la idea feminista de que las mujeres no necesitan a los hombres. Pero sí, los necesitamos. Necesitamos padres, maridos, amantes, protectores y cuidadores. Decir esto no contradice la verdad más elemental de la naturaleza humana. Necesitamos a los demás. Y las mujeres necesitan a otros seres, además de a las propias mujeres. Por tanto, aunque la sociedad le diga a su hija que necesita ser independiente, usted habrá de asegurarle que esto es un desarrollo saludable y natural de la psicología (y así debe ser), pero que no constituye ninguna novedad. Los hijos deben aprender —y ganarse— su propia independencia. Pero durante la adolescencia los padres se olvidan de dejar su impronta. Todos solemos creer que las adolescentes son «imposibles». Se nos ha dicho que la adolescencia es una época normal y saludable, incluso si su hija pasa por un periodo de malos humores, o se muestra desagradable y descontrolada. Y que usted tiene que «darle su espacio». Como médico que trata con adolescentes, sé que todo eso está totalmente equivocado. La «adolescencia» no es normal bajo un punto de vista biológico. Por supuesto, su hija sufrirá cambios durante la pubertad, pero esos cambios son físicos. Sin embargo, la imagen que tenemos de la rebelión adolescente y de esa independencia no procede de la bioquímica de su hija; se trata de algo que es —y ha sido— inventado por el moderno marketing. Es un «producto» que ni usted ni su hija tienen que comprar. La idea de que los padres deben dejar a sus hijos adolescentes en paz sólo sirve para vender más fácilmente ese producto a su hija; y, en realidad, solo es útil para producir o exacerbar lo que damos en llamar «los problemas de los adolescentes». Su hija de trece años le necesita a usted más aún que la de dieciséis. Ocúpese de ella. Necesito más Esto es un problema muy sencillo. Pero también es algo que, por lo general, se ignora. A los padres les resulta difícil decir que no cuando los hijos les ruegan: «Papá, por favor, papá, necesito...». La cosa empieza por los juguetes, después ya son los discos compactos, más tarde la televisión en su dormitorio y vaqueros de diseño; en fin, usted ya conoce la lista. El problema no está en tener cosas. El problema está en pensar que esas «cosas» le van a hacer más feliz. Antiguamente, los padres entendían muy bien y de forma instintiva los peligros que conlleva malcriar a los hijos. Hoy día, hay que recordarles a los padres que el ceder al «yo necesito» es establecer un círculo vicioso de adquisiciones interminables de cosas materiales que pretenden conseguir una efímera felicidad. Y que sólo conduce a la codicia, a la ansiedad y la mezquindad. ¿Necesita verdaderamente su hija más juguetes, más bicicletas, más pantalones vaqueros y zapatos para mejorar su propia vida? Naturalmente que no. Usted sabe eso muy bien. Y ella necesita aprenderlo. Así pues, actúe en consecuencia. No puedo decir que no Si su hija es sensible, sincera y muy mona, usted se enfrenta a un problema muy serio. Todo padre quiere que su hija posea semejantes cualidades, además de que también sea disciplinada e inteligente. Se trata de unas maravillosas aspiraciones; pero es necesario que usted quede debidamente advertido. A las chicas sensibles les encanta gustar a la gente y se esfuerzan mucho por conseguir la aprobación de sus padres. Llegan hasta increíbles extremos para lograr su atención y su adoración; por eso, usted debe demostrarle en todo momento que ella le hace muy feliz. No obstante, existe un problema con este tipo de chicas a las que les gusta agradar, y es que les resulta muy difícil decir que no, con lo cual se exponen a que haya quien quiera sacar beneficio de su amabilidad. Por todo ello, es necesario enseñar a esa hija tan agradable a que sepa ser firme y a que diga que no cuando la ocasión le obligue a ello. Enséñele a obrar de acuerdo con lo que sea mejor para ella, a saber decir que no; y dígale que la base más importante de un carácter agradable se sienta al vivir de acuerdo con el código moral que usted le ha dado. Descríbale escenarios para que ella pueda hacerse idea de lo que debe hacer. Si va a pasar la noche a casa de una amiga y en esa casa las chicas están viendo, por ejemplo, Atracción fatal131 es necesario que ella abandone la sala de estar y le avise a usted. Naturalmente, usted sabe muy bien lo duro que eso le resultará a ella. No querrá hacer una escena, pero convénzala de que las personas a las que realmente tiene que complacer son usted y su madre, y no sus amigas, que no saben más, ni tampoco a los padres de sus amigas, que tal vez tengan otros códigos morales. Es necesario que sea educada pero que sepa mantener sus principios; esos principios que usted le ha inculcado. *** Andrea tenía dieciocho años, cursaba el último año del bachillerato y estaba a punto de graduarse. Sus padres se fueron de la ciudad para pasar el fin de semana y la dejaron en casa con una amiga. La amiga de Andrea llamó a un chico para que fuera a verlas. Unos llamaron a otros, y no pasó mucho tiempo antes de que unos treinta chicos y chicas se congregaran en casa de Andrea para beber y pasarlo bien. Andrea se sintió culpable y les pidió que se marcharan. Pero ellos no querían; y, en lugar de eso, pusieron la música más alta. Uno de los chicos bebió tanto que se cayó por las escaleras y rompió el pasamanos. Otro se puso a jugar con un balón en la sala de estar y rompió una ventana. Entonces llegaron los polis. Muchos de los chicos lograron escaparse antes de que apareciera la policía. Pero Andrea se quedó, les abrió la puerta y les contó todo lo que había pasado. ¿Había estado bebiendo? Le preguntaron. «Sólo un poco», respondió ella. El alcoholímetro demostró que decía la verdad. Pero ahora tanto ella como cinco de sus amigas tienen antecedentes policiales. El colegio se enteró de lo que había pasado. La expulsaron del equipo de atletismo en pista. También descubrieron lo sucedido en la universidad en la que iba a entrar en el otoño. Así que tuvo que pasar el primer año a prueba. Los padres no debieron haberla dejado sola en casa. Andrea era una chica demasiado amable para dejarla a su aire. *** Frecuentemente, los padres suelen decirme: —Mi hija es una buena chica. Sabe distinguir perfectamente lo que está bien y lo que no lo está; y que beber puede causarle problemas. Si va a una fiesta, no tengo la menor duda de que se comportará adecuadamente. Pero yo veo continuamente a buenas chicas que tienen problemas porque no saben cómo decir que no; porque sus padres no las han preparado para situaciones en las que se encuentren solas; porque sus padres suponen que una adolescente sabe tomar las mismas decisiones que tomaría un adulto en su caso. Incluso las mejores hijas quieren complacer a sus amistades. Y usted debe tener presente que lo que ellos hagan, también lo hará ella. Por último, recordemos que también las chicas encantadoras mueren en accidentes de coche. Que las chicas encantadoras se quedan embarazadas. Que las chicas encantadoras se enredan con chicos malos. Enseñar a su hija a decir que no puede salvarle la vida. Capítulo 10. Unido a ella. —¿Estás loco?—le dije a mi marido. Pero él no me hizo caso. Mientras entraba en los dormitorios de nuestras hijas, no dejaba de decir: —¡Venga, vamos! Os voy a enseñar algo. Era la una y media de la madrugada. Yo seguía en el rellano superior de las escaleras. Él fue reuniendo a las chicas, una a una, y las llevó a la veranda de la parte delantera de la casa. Allí, sobre el suelo de cemento, mantuvo juntos y sentados durante una hora a aquellos cuerpecillos cansados y soñolientos, que miraban entre parpadeos las luces relampagueantes que cruzaban el cielo norteño. Incluso en el mes de junio la noche era lo suficientemente fresca como para que sus naricillas heladas expulsaran vaho. Yo hubiera querido regañar a mi marido por exponer a las pequeñas al riesgo de una posible neumonía, pero guardé silencio. Nadie habló mucho durante la hora pasada en la oscuridad. Nos limitamos a contemplar aquellas hermosas y brillantes hojas verdes y rojas (al menos, eso es lo que parecían) que refulgían en la negrura de la noche. Después, todos volvimos a subir las escaleras y nos metimos de nuevo en nuestros tibios lechos. No me resultó fácil volver a dormir. La aurora boreal había sido muy hermosa, pero ¿qué iba a pasar con aquellas criaturas que se quedarían dormidas en clase al día siguiente? Seguí dándole vueltas a la idea durante otra media hora. No recuerdo muy bien en qué curso estaban nuestras hijas aquel año, y tampoco sé a lo que tuvieron que enfrentarse al día siguiente. No lo recuerdo, porque la cosa carece de la menor importancia. Lo que realmente importa es que nuestras cuatro hijas recuerdan el extraordinario entusiasmo de su padre al compartir aquellos maravillosos momentos con ellas. Recuerdan aquella noche fría en que estuvieron sentadas junto a su padre, y el inolvidable rato que entonces pasaron. Psicólogos, médicos e investigadores emplean incontables horas y dinero investigando qué es lo que hace que los chicos se mantengan en el buen camino, lejos de las drogas, de la bebida, del sexo y de las malas compañías. ¿Y qué es lo que han descubierto, una y otra vez? Pues lo que ya sabían los padres: que usted es la clave para que su hija sea feliz. La unión con los padres: que padres y madres estén unidos; y que madres y padres pasen cierto tiempo con los hijos. Y nadie es más importante para una hija que su propio padre. No es necesario que se lea usted todos los trabajos y libros de psicología para saber lo que tiene que hacer. Nuestras pequeñas estaban unidas a su padre en aquella fría noche de junio. Todo lo que su hija necesita es que pase con ella algún tiempo. Hágase la idea de que usted es el campamento base de la vida de su hija. Ella necesita un lugar para pararse y situarse, para reorientarse y recordar quién es, de dónde partió y adónde se dirige. Necesita un lugar para descansar y recuperar la energía. Usted es ese lugar. Trabaje, juegue y planifique. A los padres les gusta hacer cosas fuera de casa. Así que voy a proponerle algo: llévese a su hija con usted. Enséñele a construir algún artilugio. Llévesela de excursión, a pasear, a un museo, o a cenar. Deje que pase algún tiempo con usted cuando usted hace aquello que le gusta. Eso le ayudará a abrirse y a compartir su tiempo con ella. Le verá cuando usted está cómodo y se siente a gusto. Lo bueno de las actividades que se hacen fuera de casa es que las conversaciones fluyen de forma natural. Y especialmente hoy, cuando tantos jóvenes viven a base de Internet y de tanto mundo virtual, disponer de una relación de carne y hueso es más importante que nunca. El nuestro es un mundo en el que hay mucha soledad; y es también mucha la gente que anhela tener una relación auténtica. El noventa por ciento de los hijos (y de los padres) que yo trato, sufren de depresión por sentirse solos. Los sofisticados aparatos electrónicos no son suficientes. Nada puede sustituir a la viva y real presencia de otra persona. Los especialistas le podrán decir que la mayor parte de lo que comunicamos a otra persona no es lo que podamos decirle, sino lo que expresa nuestro lenguaje corporal. Y las mujeres somos mucho más sensibles a ese lenguaje que los hombres. Así pues, cuando usted se encuentra con su hija, céntrese en ella. Si la lleva a cenar, no esté constantemente mirando a quien está sentado en la mesa de al lado. Ella lo notará y no se sentirá tan importante como podría llegar a sentirse si usted le prestara toda su atención. *** A Peter y a Elizabeth les gustaban los deportes y las actividades al aire libre. A Elizabeth, sobre todo, le encantaba correr en pista y campo a través. Y Peter, cuando llegaba a casa del trabajo, se llevaba a su hija para dar un paseo por los bosques, o para echar una carrera en la pista del colegio. Cuanto más sobresalía Elizabeth en el deporte, más orgulloso se sentía su padre. Un día hubo una carrera por una colina que bordeaba una autopista de cuatro carriles. Mi hija también tomaba parte en la competición. En cierto momento miré hacia la autopista, a cosa de un kilómetro escaso de distancia, y vi acercarse a un ciclista de larga melena gris. Finalmente, me di cuenta de que se trataba de Peter. Iba sin casco y llevaba la ropa de trabajo, la camisa blanca y las mangas remangadas, la corbata flotando en torno al cuello, y las perneras del pantalón metidas por dentro de los calcetines negros. Llevaba la camisa empapada de sudor, mientras pedaleaba colina arriba. Finalmente aparcó la bici y, sin siquiera atusarse el cabello ni sacarse las perneras del pantalón de dentro los calcetines, echó a andar hacia la pista. Elizabeth ya había dejado de correr. Se encontraba sentada sobre la hierba del arcén, con las piernas cruzadas, mirando cómo corrían sus compañeras de clase. Cuando vio a su padre, se levantó y se fue a su encuentro. Él aminoró la marcha, se detuvo a su lado, dobló su cuerpo de un metro noventa y, tomando a la pequeña por la cintura, la lanzó al aire por encima de su cabeza como si fuera una muñequita. Después la cogió por las muñecas y después de hacerla girar en volandas, la estrechó contra su pecho. La pequeña echó a correr tras sus compañeras. Se sentía feliz. Peter había conectado con Elizabeth sin palabras. Había profundizado en su relación con ella. Y no había sido gracias a su participación en la carrera, sino a haber pasado más tiempo con ella. Y el momento culminante de ese contacto lo había constituido el momento en el que Peter, encantado por la presencia de su hija, la había lanzado al aire. Él no le preguntó cómo le había ido en la competición. Tampoco se sentía ridículo por el aspecto que presentaba. Sin que mediaran palabras, y de forma inmediata, le hizo saber que la encontraba maravillosa. Eso fue todo. En eso consistió la conexión. La mayoría de las madres no arrojamos al aire a nuestras pequeñas. Les hablamos. Tampoco solemos llevarlas de pesca, ni les ayudamos a construir algún tipo de artilugio los fines de semana. Los padres lo hacen. Pero tanto uno como otra tenéis que alejaros, en algunos momentos, de vuestros trabajos diarios. Es necesario que paséis más tiempo de ocio juntos. La solitaria adolescencia. Los padres de hoy día quieren que sus hijos tengan teléfonos móviles para que puedan contactar con ellos en todo momento. También queremos que dispongan de correo electrónico para que nos envíen mensajes cuando ya estudian lejos de casa. Dado que la música estimula el desarrollo cerebral, les compramos discos compactos cuando todavía son muy pequeños, y reproductores electrónicos cuando creen. Finalmente, les regalamos magníficos equipos cuando son un poco mayores. En la actualidad, la mayoría de los hogares tienen un ordenador para cada hijo, porque dependemos en gran medida de Internet y de los textos electrónicos. Muchas chicas disponen de televisores en sus dormitorios; y las mayores no solo tienen televisores sino también ordenadores portátiles, teléfonos móviles y equipos de sonido. Los dormitorios de las jóvenes se han convertido en auténticos reductos electrónicos en los que ellas juegan, se relajan o se «conectan» con sus amistades durante horas. Nuestros hijos se pasan ahora más tiempo que nunca con aparatos electrónicos. Así están las cosas. Pero todo eso conlleva serios riesgos psicológicos. Aunque las chicas se crean que están utilizando la electrónica para comunicarse, cuando usan un ordenador o un móvil, en el fondo se encuentran realmente solas. No se hallan cara a cara con nadie. Aunque las relaciones electrónicas sean reales, resultan profundamente limitadas, e incluso peligrosas. Piense por un momento en el móvil que utiliza su hija. Si es una chica normal de catorce años, en el mismo instante en que deja el cole y se sube al autobús, va está llamando a su amiga. Charlan durante horas sobre temas insignificantes. En lugar de ver a esa amiga, su mente se forja unas imágenes de ella que pueden acompañar a sus palabras. Si la amiga se ríe, ella compone la imagen de su amiga riendo; si la otra discute, se imagina el gesto de enfado de su rostro o de su mirada. Ella cree que ambas están juntas, pero no lo están. Más tarde llega a casa, se conectan al Messenger y se inician los mensajes. Hablan, pero no escuchan sus respectivas voces. No existen las inflexiones verbales y resulta casi imposible para ella visualizar a sus amigas. Se comunica con ellas, pero sólo a través de palabras deletreadas y abreviaciones sofisticadas. Por supuesto, las palabras son muy importantes. Pueden crear emociones y acompañar a esas emociones, pero sólo si están bien comunicadas; y las adolescentes no suelen comunicarse en sus mensajes con mucha riqueza verbal. Poco después, desconecta el ordenador y se va a su dormitorio para relajarse un poco o para hacer sus tareas. Se coloca entonces los auriculares para escuchar música; una música que se va filtrando a través de sus oídos y le inunda el cerebro. Ahora ya no está comunicándose con nadie. Después de cenar, se entrega a sus correos electrónicos. Envía recados que desaparecen para aparecer en las pantallas del ordenador de alguien. De nuevo está comunicándose; pero de nuevo también está sola. Si su hija es una chica normal y corriente, se pasará entre seis y ocho horas diarias en contacto con aparatos electrónicos de una u otra especie. A los padres no suelen importarles mucho esas actividades de sus hijos, porque les permiten entregarse a sus cosas, liberarse de la presencia de los chicos y disfrutar de un rato de ocio. Pero si bien la electrónica puede ayudarle para que usted haga sus cosas, también reduce, y de forma dramática, el tiempo que podría pasar con sus hijos. Y esa soledad perjudica la relación con su hija. Mientras tanto, ella mantiene relaciones que no son de carne y hueso. El correo electrónico es menos real que el Messenger, éste es menos real que las llamadas telefónicas y éstas menos reales que un contacto personal. A la mayoría de las jóvenes americanas les encantan los mensajes instantáneos. Las chicas no solamente hablan más que los chicos, sino que también teclean más. En este tipo de mensajes, las palabras se subrayan con interrogaciones, puntos de exclamación y caritas sonrientes. Este tipo de lenguaje puede tener cierta gracia, y resulta divertido y entretenido para los chicos, pero está en las antípodas de lo que pudiera ser un contacto humano. Al cabo de algún tiempo usted podrá darse cuenta de que a su hija le resulta difícil mantener una conversación con usted, ya sea en el coche, en casa o en un restaurante, porque estar cara a cara le resulta demasiado intenso y la amedrenta, pues ya se ha acostumbrado al anonimato de la electrónica. Cuando ella ve su rostro, ya no hay escapatoria para los sentimientos o pensamientos que usted pueda manifestar. La vida real se convierte en algo demasiado intenso para sus sentidos. Las voces parecen demasiado altas. El contacto físico resulta algo extraño. Las miradas perforan y alteran sus perspectivas. Usted se ha convertido para ella en una figura distante y amenazadora. No permita que eso suceda. No hay necesidad de eliminar los aparatos electrónicos, pero asegúrese de que el tiempo que su hija pasa con ellos se compensa con el que pasa con usted. Las llamadas telefónicas no son demasiado recomendables. Es necesario que ustedes estén juntos. Es algo fundamental para su desarrollo emocional, intelectual y físico. Es necesario que se dé cuenta de que su hija ha sido preparada para relacionarse de forma muy diferente a la que le enseñaron a usted. No es cierto que los hombres tengan mayor dificultad para la intimidad que las mujeres. No estoy muy segura de que eso sea verdad; al menos, no en lo que se refiere a las relaciones entre padres e hijas. Usted se pasa horas en conversaciones personales; ella se las pasa charlando por un aparato. Usted puede reconocer lo que es real; ella no siempre puede hacerlo. Puesto que usted tiene que competir con conversaciones electrónicas, canciones electrónicas y relaciones electrónicas, trate de separar lo más posible a su hija de esas pantallas. Recuerde que cuando todo se haya dicho y vivido, usted siempre será un comunicador mejor que todos los teléfonos móviles, correos electrónicos y demás aparatos. Además de robarle un tiempo que podría emplear para estar con usted, las comunicaciones electrónicas tienen otro peligro para su hija. Estimulan una notable falta de sinceridad. Debido a esta peculiaridad, los mensajes instantáneos han conseguido hacerse un espacio propio en la vida de los jóvenes. Muy especialmente, aprenden a mentir con este sistema como no lo harían si se encontrasen frente a frente, unos con otros. Y no obran así porque sean malos chicos, sino porque la cosa les hace gracia. Emplean un lenguaje muy sucio por la misma razón. Por eso las chicas dicen cosas a los chicos en los mensajes instantáneos que nunca les dirían si estuvieran con ellos personalmente. Algunas incluso mantienen un tipo de «cyber-sexo» con uno o con más amigos; amigos y compañeros de clase con los que personalmente apenas habrían intercambiado unas cuantas frases. Las pantallas de los ordenadores reducen las inhibiciones. La mayor parte de las chicas detestan un lenguaje grosero, pero lo practican en los mensajes porque con esa forma de comunicarse, a base de medias verdades o de mentiras descaradas, pretenden ser otras personas; y la pornografía verbal forma parte del mundo de los mensajes electrónicos, que a ellas les resulta divertido e inocuo. Pero usted conoce mejor la realidad, y sabe que lo que empieza en una pantalla de un ordenador puede concluir en un verdadero problema. Así pues, haga que su hija se asiente en un mundo real, muéstrese sincero con ella, confíe en que ella ha de comportarse sinceramente, y no permita que la electrónica los separe. Tensión superviviente. A ninguno nos gusta buscarnos situaciones estresantes, pero compartir ese tipo de situaciones crea lazos muy fuertes. Si existe estrés en su vida —¿y qué vida carece de él?— utilícelo con su hija para unirse más a ella. Resolver un problema entre ambos, realizar un proyecto juntos (aunque sean cosas muy sencillas, como montar una tienda de camping o tratar de arreglar un artefacto roto) puede convertirse en algo muy agradable. Fíjese en lo que les sucedió a Elliot y a Hillary. *** Cuando Elliot cumplió los setenta años, se jubiló de su puesto de cirujano general. A él la jubilación no le gustaba. No era ni golfista ni pescador. Tampoco le agradaba andar recomponiendo trastos en la casa. Así que, un poco aburrido y ya con siete décadas a cuestas, le pidió a su hija Híllary, también médico, de cuarenta y seis años, que le acompañase en un viaje profesional, es decir médico, que quería hacer a Nicaragua. Ella aceptó. Cuando ambos llegaron a Nicaragua, Elliot estaba radiante. Por el contrario, Hillary se sintió incómoda con aquellos baños sucios, con el agua que apenas se podía beber y con aquellos molestos insectos. Pero Elliot no se fijaba en nada de eso. Ella estaba preocupada pensando en cómo iba a soportar él aquel calor, en el riesgo de que pudiese contraer una enfermedad tropical, o de que se pudiese romper un brazo o una pierna y tuviese que ser evacuado —vaya usted a saber cómo— a Estados Unidos. Pero a Elliot no le preocupaba en absoluto nada de eso. Tras unos cuantos días dedicados a comprar provisiones y a viajar internándose en el país, llegaron a la clínica en la que podrían atender a sus pacientes. Si fuera necesaria una intervención quirúrgica, llevarían al paciente al hospital más cercano y allí lo operarían. Una de las pacientes tenía un tumor como un pomelo en el útero. Dos hombres jóvenes tenían hernias inguinales; otro padecía de una masa testicular. A Elliot le encantaba chapurrear su español para diagnosticar a sus pacientes. Estaba exultante. Pero todo eso fue antes de que él viera el «hospital». Hillary y una enfermera con mucha práctica en anestesia le acompañaron. Cuando subieron el camino polvoriento que conducía al hospital, Elliot no pudo evitar su desencanto. El edificio estaba abandonado. No había electricidad, aunque, al menos, sí había agua corriente. El conductor del autobús, muy amable, le condujo hasta un habitáculo sin puerta, de unos tres metros v medio por dos, con una sola ventana. En el centro del cuartucho había una mesa de operaciones de acero. Una lámpara pendía del techo. No tenía bombilla y la protección de cristal estaba rota. Elliot empezó a sudar. En el umbral esperaba el primero de los pacientes, un joven con una hernia. Hillary vio la pálida cara de su padre. Respiró hondo y dijo: —Vamos, papá, puedes hacerlo. Las hernias son fáciles. Eso es lo que siempre me dijiste. Podemos arreglárnoslas muy bien. Le hizo un gesto a la enfermera, la cual empezó a colocar todos los medicamentos y un aparato portátil de oxígeno. —Esto está muy sucio. Qué va a pasar con las infecciones? Este pobre muchacho morirá de una de ellas. —Nada de eso, papá. Iremos paso a paso. Tengo medicación intravenosa y analgésicos. Me ocuparé de todo. Tú limítate a operar. Hillary indicó al muchacho que esperase unos minutos hasta que tuvieran todo dispuesto. Lavó la mesa y sacó del baúl los instrumentos esterilizados, las batas y demás atuendo. Se daba cuenta de que estaba temblando. En el cuarto hacía mucho calor y humedad. Pero, a pesar de todo, siguieron adelante. Elliot operó la hernia de su primer paciente. Después operó la de otro. Más tarde extrajo el tumor de la mujer y la masa testicular del hombre. Cada pocos minutos tenía que secarse el sudor de la frente con la manga de la bata. Se veía obligado a romper toda norma de esterilización. No había aire acondicionado y, en varias ocasiones creyó que iba a desmayarse. Hillary le observaba y observaba también a los pacientes. Al cabo de tres días de cirugía ' de doce pacientes operados —la mitad de los cuales tuvieron infecciones o grandes molestias— Elliot había tenido más que suficiente. Una noche se sentó con el resto del equipo para comer las alubias de lata y las patatas hervidas. No había mucha agua potable. —Estoy exhausto —declaró—. Lo siento. No puedo seguir trabajando. No logro operar bien. Mis pacientes contraen infecciones. Les estoy haciendo más mal que bien. Elliot era un texano de un metro noventa. Empezó a sollozar. Pero el equipo le dijo que no se desanimase. En particular, Hillary animó a su padre, diciéndole que si bien ella no era cirujano sabía lo suficiente de cirugía como para poder ayudarle, especialmente cuando él se sintiera cansado y necesitara sentarse. De este modo Elliot, operando codo con codo con su hija, pudo concluir las dos semanas de estancia médica en el país centroamericano. Al final, estaba física y psíquicamente agotado. En el avión que les llevaba de vuelta a Estados Unidos se sentía demasiado cansado para poder hablar. Hillary podría decirle, puesto que su padre ya ha muerto, que aquel viaje hizo que su relación se estrechase profundamente. De niña había causado disgustos a sus padres. Pero ella sabía que su padre era un buen hombre, un hombre muy bueno; y, especialmente, después de trabajar juntos en Nicaragua, sintió como un privilegio el haber vivido aquella experiencia con él. Le había visto entregado al máximo para ayudar a los demás. Ella también le había ayudado, y él había querido tenerla a su lado. «Me conocía y me quería. ¿Qué más se puede pedir a un padre?». *** ¿Puede usted conectar con su hija? Totalmente. Hágalo de forma sencilla. Convierta esa unión en parte de su vida diaria. Ayúdela en sus tareas, llévela al teatro o a un viaje. Pero, haga lo que haga, céntrese en ella. Sintonice con ella, escúchela; y no permita que su trabajo ni sus preocupaciones le puedan distraer del contacto con su hija. Al final del día, ella será más importante que cualquier otra cosa. Epílogo. Cada día es un reto. El trabajo diario resulta duro. Y lo que nos mantiene en la brecha es la esperanza de que al final de la jornada la vida será un poco mejor, un poco más feliz, tranquila y gozosa: que nuestra ansiedad podrá cesar; que nuestro anhelo interno por conseguir «algo más» podrá calmarse. Muchos días nos sentirnos disgustados. Nos encontramos buscando ese «algo» que hará que nos sintamos más completos. Pero cuanto más lo buscamos, más alejado se nos muestra; porque eso que andamos buscando ansiosamente lo tenemos a nuestro lado. No se trata de su trabajo ni de sus aficiones. No se trata de conseguir más dinero o de tener más sexo. Se trata de su familia, de sus hijos, de su esposa y de Dios. Ellos constituyen el verdadero centro de nuestras vidas. Las personas que llegan a darse cuenta de ello, encuentran lo que estaban buscando. Las que, por el contrario, no lo han comprendido, nunca se sentirán realmente felices ni satisfechas. El problema radica en que nos resulta muy fácil perder la perspectiva. Millones de distracciones y de tentaciones nos están empujando constantemente , pueden lograr que nos extraviemos. No somos nosotros, los adultos, los únicos que corremos ese peligro. Nuestros hijos también pueden extraviarse fácilmente. Su hija se enfrenta todos los días a tentaciones similares. Todos los días necesitará de la guía de usted y de su ejemplo para entender por qué la vida es un regalo tan grande y de qué manera hay que vivirla. La lectura de este libro no le será de utilidad, a menos que ponga en práctica las ideas que en él se expresan. Por tanto, veamos seguidamente algunas pautas para su plan de acción. Muéstrele quién es usted realmente. Cuando ella es un bebé, sus ojos buscarán su rostro. Sus oídos prestarán atención a su voz, y todo cuanto hay en su interior necesitará que se dé contestación a una única pregunta: «Papi, ¿estás ahí?». Si usted se encuentra a su lado, su cuerpo se desarrollará más saludablemente. Su cociente intelectual irá creciendo y su desarrollo progresará por el cauce conveniente; pero, lo más importante, ella comprenderá que la vida es buena porque usted la quiere. Usted es su introducción al amor; usted constituye el amor en sí mismo. Cuando vaya a la guardería pensará en usted, y hasta es posible que hable de usted. Si alguna de sus compañeras de clase le dice algo que le molesta, su hija no tendrá inconveniente en amenazarla diciéndole que será mejor que se calle porque sí no usted, su héroe, irá a su casa y le dará una buena zurra. Para ella usted puede hacerlo todo; y, lo más importante, usted puede protegerla siempre. En primaria se amplían su mundo y los desafíos que se le presentan, pero la pregunta que hay en su fuero interno sigue siendo la misma: «Papi, ¿sigues estando conmigo?». Cuando cumpla los trece años y empiece a llevar una barrita de labios; o tenga quince y participe en algún concurso; o diecisiete y viva en casa de una amiga porque ya no puede soportarle a usted, seguirá rondando por su cabeza una pregunta : «Papá, ¿sigues conmigo?». Ella necesita saber que su respuesta siempre será afirmativa. Cuanto más favorezca usted esa pregunta, más necesaria será una respuesta para ella; incluso llegará al extremo de forzarle a usted para que se la dé. Y cuando tenga su primer hijo, cuando se le diagnostique cáncer de pecho a los treinta años, o su marido la abandone, a ella y a sus hijos, la pregunta seguirá siendo la misma: «Papá, ¿estás ahí?». Si sabe que usted está siempre, dispuesto y lleno de amor, le habrá enseñado la lección más importante: la vida es buena. Los hombres buenos cooperan para que sea así. Abra los ojos a su mundo. Ser padre no es una tarea sencilla. Usted tendrá que enfrentarse a muchos obstáculos, y la mayoría procederán de la sociedad en la que su hija ha nacido, no de la familia. Lo primero y principal: el colegio la apartará de usted. ¿Es malo el colegio? Por supuesto que no; pero algunas de las experiencias vividas en ese ambiente pueden actuar contra la relación que mantiene con su hija. Ella oirá cosas que a usted no le gusta que oiga. Oirá comentarios despectivos sobre cosas en las que usted cree. Incluso puede llegar a mostrarse crítica con usted. Se le enseñará educación sexual, cosa que podrá herirla; y cuando eso suceda, tal vez se sienta avergonzada y prefiera ocultarse de usted. También sus amistades y compañeros pueden intentar alejarla de usted. Ésta es la vida del siglo XXI. ¿Qué puede hacer un padre? Mucho, infinidad de cosas. Es posible que usted, por sí solo, no logre contrarrestar los cambios de esa sociedad que la rodea, ni tampoco reformar el sistema escolar en que ella se mueve; pero lo que usted hace y dice, el ejemplo que le ofrece y el liderazgo que ejerce pueden lograr que su hija se mantenga en el buen camino; o, por el contrario, alejarla de él. Su influencia es de máxima importancia. Y aunque crea que es demasiado tarde, que ella ya está muy alejada de usted, no dude en ir a buscarla. No importa la edad que puedan tener. Sigue siendo su hija . Usted todavía es su padre. Luche por su cuerpo. El mayor de los peligros que acechan a su hija es, con mucho, el que procede de ese agresivo de la sexualidad; el cual, si no es controlado, puede llegar a proporcionarle un sentimiento, lamentablemente erróneo, de sí misma. Durante su formación en la escuela elemental a su hija ya se la animará a ser sexy, y tampoco dejará de ver sexo en la televisión o en las películas. Los discos, los vestidos, los juguetes, vídeos y revistas que ella pueda ver mientras va de compras, la impregnarán de sexo. ¿Por qué son tan perjudiciales estas imágenes y estos mensajes? Porque desde que tiene siete años, el sexo (signifique lo que signifique para ella) estará presente en su cabeza. Y si empieza a tener relaciones sexuales en la adolescencia, pondrá su salud en grave peligro. Sinceramente, yo preferiría que mis pacientes adolescentes (y mis propias hijas) fumaran durante esa edad, a que tuvieran relaciones sexuales. Piense en ello. Si una joven fuma a los dieciséis años y deja de fumar a los veinte, sus pulmones y su sistema cardiovascular se recuperarán plenamente, y podrá estar sana el resto de su vida. Pero si, por el contrario, es sexualmente activa durante esos mismos años correrá un probable peligro de contraer una enfermedad de transmisión sexual. En algunos casos, estas jóvenes pueden recuperarse; en otros, quizás no. Una vez que contraiga un herpes —ya sea del tipo 1 o del 2— lo tendrá para el resto de su vida. O bien puede contagiarse de un papilomavirus y desarrollar, posteriormente, un cáncer cervical. También existe la probabilidad real de tener problemas de fertilidad causados por una infección en sus órganos reproductores. Muchas de las enfermedades de transmisión sexual no muestran síntoma alguno hasta que ya es demasiado tarde. No permita que esto le suceda a su hija. Proteja su mente y proteja también su cuerpo. Recuerde que el establecimiento de unas reglas nada tiene que ver con la confianza que pueda tener en ella, especialmente durante los años de la adolescencia. Establecer unas reglas y el mantenerse vigilante a la hora de proteger a su hija, es simple cuestión de saber cuidar su anatomía y sus emociones, además de constituir su responsabilidad como padre. El cerebro de su hija no se ha desarrollado plenamente en esa etapa de su vida. Los científicos saben hoy día mucho más sobre el cerebro de los adolescentes de lo que sabían hace una década; y lo que hemos aprendido de todo ello es que la autoridad paterna resulta crucial en tal periodo. Sabemos, pues, que al margen de la personalidad que tenga una joven, de la inteligencia que posea o de su brillantez académica, carece todavía de la madurez intelectual de un adulto; y que puede, muy fácilmente, tener problemas. Pero usted puede impedirlo. Por ello es conveniente que conozca a sus relaciones y amistades masculinas. No permita que salga de noche con chicos. No se preocupe por caer en una postura de sobreprotección, porque hará muy bien si la mantiene; pues aun en el caso de que su actuación parezca menos razonable que la de los padres de sus amigas, recuerde que ellos pueden tener el problema de mostrarse demasiado ingenuos. Comparado con ellos, usted quizás resulte estricto, pero esa postura posiblemente evitará que su hija tenga problemas en el futuro. Protéjala y defiéndala, y su hija sabrá que usted la quiere. Luche por la salud de su mente. Si ella se impone un tratamiento para adelgazar, estudiará detenidamente su busto, su cintura y sus piernas. Se preguntará sobre la calidad de su musculatura. Usted no lo hará, pero ella sí. Incluso se volverá obsesiva pensando en su aspecto. Tales pensamientos dañarán su autoestima. Usted tiene que saber muy bien cuáles son esos pensamientos que pueblan la mente de su hija, y necesitará ayudarla a combatirlos. Tiene que decirle que ella es valiosa por el mero hecho de ser persona, que es bella tal y como es, que gran parte de lo que ve en la televisión, en las películas y en las revistas no es más que mentira e ilusión. Trate de interesar a su hija en este tipo de conversación y se sorprenderá de lo bien que funciona, y cuánto ampliará la relación que mantiene con ella. A sus ojos, usted es un guerrero. Usted es el que mejor sabe cómo hay que enfrentarse a los problemas, porque es su padre. Por consiguiente, ayúdela. No permita jamás que las modas y las costumbres sociales puedan robarle a su hija. Enséñele el sentido de la familia, la importancia de la humildad y las satisfacciones que ofrece la costumbre de ayudar a los demás. Enséñele a que vea más allá de sí misma. Luche por su espíritu. Y, después, está la fe. Su hija se preguntará, y le preguntará, sobre el sentido de la muerte y de lo sobrenatural. Querrá que usted le dé respuestas a esas preguntas. Algo en su interior le impulsará a saber si Dios es real, y si es así, cómo será ese Dios. Así pues, ayúdela. No le dé la espalda. Del mismo modo que le enseñó a montar en bicicleta, a saber discernir entre lo que está bien y lo que está mal, a alejarse de las drogas, enséñele también lo que sabe sobre Dios. Ella es un ser espiritual y desea obtener respuestas a esas preguntas. Y todavía más que eso: el hecho meridiano es que la fe es buena para ella. Esto es algo que se ha venido demostrando una y otra vez. Por tanto, profundice en el tema. Llévela a la iglesia o al templo que corresponda a sus creencias, enséñela a rezar, abra la Biblia y muéstrele lo que allí se dice. La comprensión de Dios es la aventura intelectual y espiritual más importante que se pueda emprender. No se la niegue. Luche por mantener su relación con ella. Lo que su hija más desea obtener de usted es su tiempo. No escatime ese tiempo que pueda concederle. Muchos padres consideran necesario entretener a sus hijas haciendo algo especial. Esto es particularmente cierto con los padres que están divorciados. Pero su hija no necesita —ni siquiera lo desea— que usted haga con ella cosas especiales. Lo que quiere es simplemente estar con usted, compartir con usted sus pequeñas tareas, como, por ejemplo, lavar el coche; en resumen: vivir la vida a su lado. Por tanto, limítese simplemente a vivir con ella. Pídale que le ayude a limpiar el jardín, a ir a la compra o a cambiar el aceite del coche. Y hágale saber que usted también necesita toda la ayuda que ella le pueda proporcionar. Si tiene quince años y quiere ir de tiendas un sábado por la tarde, vaya con ella y comparta esos momentos; y, si por alguna razón no puede, no la deje ir sola. Dígale que se quede en casa y que le ayude a hacer algún trabajo doméstico. Lo importante es que ella necesita pasar más tiempo con usted que con sus amistades. Por consiguiente, esté a su lado. Su hija necesita encontrar en usted una guía, tanto si se trata de saber cuál ha de ser el instrumento musical o el deporte que va a escoger, el colegio al que ha de asistir, o qué hacer ante el sexo, el alcohol o las drogas. Si ella se siente cerca de usted, es mucho más probable que tome buenas decisiones. Si sucede lo contrario, puede apostar a que se producirán notables errores. Así pues, manténgase unido a ella: háblele, pase tiempo con ella y disfrute también los momentos de ocio a su lado. Usted puede aportar una extraordinaria riqueza a la vida de su hija, y ella le aportará incontables satisfacciones a la suya. Un buen día, cuando haya crecido, algo cambiará entre los dos. Si usted ha realizado bien su función de padre, ella querrá amar a otra buena persona, a la que escogerá como marido y que la defenderá y estará también muy unido a ella. Pero jamás le reemplazará en su corazón, porque usted fue el primero. Y ése es el último regalo que le hará por haber sido un buen padre. 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Fleming et al., op. cit. 15 http://medinstitute.orglíncludes/downloadilherpes.pdf 16 Surveillance Summary, Morbidity Mortality Weekly Review, 53: pp. 8-16. 17 Dense Halfors, «Which Comes First in Adolescence: Sex and Drugs or Depression?», American Journal of Preventive Medicine, 29, 2005, p. 3. 18 Surveillance Summary, Morbidity Mortality Weekly Review, 53, p. 9. 19 Ibid., p. 16. 20 Ibid., p. 12. 21 Ibid. 22 Ibid. 23 Ibid. 24 Ibid. 25 «Generation M: Media in the Lives of 8-18 Year-Olds», Kaiser Family Foundation, marzo de 2005. 26 Ibid., p. 23. 27 Ibid., p. 12. 28 Ibid., p. 25. 29 Ibid. 30 Ibid. 31 Ibid. 32 M. Esterbrook y Wendy A. Goldberg, «Toddler Development in the Family: Impact of Father Involvement and Parenting Characteristics», Child Development, 55, 1984, pp. 740-752. 33 F. A. Pedersen et al., «Parent-Infant and Husband-Wife Interactions Observed at Five Months», in The Father-Infant Relationships, F. 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(N. del T.) 40 61 Los drive-in o autocines de Estados Unidos son locales a los que los espectadores van con sus coches y se quedan dentro de ellos para ver la película, gozando así de un mayor grado de intimidad. (N. del T.) 62 Estudio financiado por el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, relativo a la conducta sexual de los adolescentes. 63 Joanne Gutzviller, J. M. Oliver y Barry M. Katz, «Eating Dysfunctions in College Women: The Roles of Depression and Attachment to Fathers», Journal of American College Health, 52 (1), pp. 27-32. 64 L. B. Mintz y N. E. Betz, «Prevalence and Correlates of Eating Disordered Behaviors among Undergraduate Women», Journal of Counseling and Psychology, 35, 1988, pp. 463-471. 65 R. A. Botta y R. Dumlao, «How Do Conflict and Communication Patterns between Fathers and Daughters Contribute to or Offset Eating Disorders?», Health Communication, 2002; 14(2), pp. 199-219. 66 Joanne Gutzviller, J. M. Oliver y Barrv M. 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Sinha et al., «Adolescent Risk Behaviors and Religion: Findings from a National Study», Journal of Adolescence, 3 de mayo, 2006. 107 Christian Smith y Melinda Lundquist Denton, op. cit., p. 21. 108 Ibid., p. 151. 109 Ibid., p. 152. 110 Ibid., p. 153. 111 Ibid., p. 151. 112 G. W Comstock y K. B. Partridge, «Church Attendance and Health», Journal Chronic Disease, 25, 1972, pp. 665-672. 113 R. L. Gorsuch y D. Aleshire, «Christian Faith and Ethnic Prejudice: A Review and Interpretation of Research», Journal for the Scientific Study of Religion, 13, 1982, pp. 281-307. 114 Ibid. 115 Ibid. 116 Ibid. 117 Christian Smith y Melinda Lundquist Denton, op. cit., pp. 30-71. 118 Ibid. 119 Ibid., p. 260. 120 Centers for Disease Control, Morbidity and Mortality Weekly Report, 9 de junio, 2006, pp. 1-108. 121 Armand M. Nicholi, Jr., ed., The Harvard Guide to Psychiatry, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, MA, 1999, pp. 622-623. 122 A. M. Culp, M. M. Clyman y R.E. Culp, «Adolescent Depressed Mood. Reports of Suicide Attempts, and Asking for Help», Adolescence, 30. 1995. pp. 827-837. 123 Jane R. Dickie et al., «Parent-Child Relationships and Children's Images of God», journal for the Scientific Study of Religion, 1997, 36 (1), pp. 25-43. 124 Ibid. 125 Ibid. 126 Christian Smith y Melinda Denton, op. cit., p. 75. 127 Ibid., p. 162. 128 Ibid., p. 27. 129 Ibid., p. 263. 130 Ibid., p. 261. 131 Escabroso film americano de los años ochenta, de muy dudosa calidad cinematográfica pero de indiscutible éxito comercial. (N. del T.).