DICCIONARIOS «MC» Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer Coordinador JOSÉ LUIS ILLANES 2ª edición Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer Monte Carmelo 1ª Edición: Septiembre 2013 2ª Edición: Diciembre 2013 © 2013 by Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer © 2013 by Fundación Studium © 2013 by Editorial Monte Carmelo Paseo del Empecinado, 1; Apdo. 19 – 09080 – Burgos Tfno.: 947 25 60 61; Fax: 947 25 60 62 http://www.montecarmelo.com editorial@montecarmelo.com Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 978 – 84 – 8353 – 592 – 9 Depósito Legal: BU – 347 – 2013 Impresión y Encuadernación: “Monte Carmelo” – Burgos Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionada puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y s. del Código Penal). Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer Comité Editorial José Luis Illanes Maestre Lucas Francisco Mateo-Seco Mercedes Alonso de Diego Inmaculada Alva Rodríguez José Luis González Gullón Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer Monte Carmelo PRESENTACIÓN El 6 de octubre de 2002, con motivo de la canonización de san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, se congregó en Roma una multitud de personas, que llenaba la plaza de San Pedro y toda la via della Conciliazione hasta el Castel Sant’Angelo: fieles del Opus Dei, hombres y mujeres, sacerdotes y seglares; cooperadores y simpatizantes con sus apostolados; personalidades de la Iglesia y de la cultura; representantes de gobiernos o de Estados; personas atraídas por la magnitud del acontecimiento… Todos ellos, cada uno a su modo, testimoniaban la importancia de la vida y la obra de quien, en ese día, era declarado santo por el Papa Juan Pablo II. Los miembros del Opus Dei, que en aquel momento superaban la cifra de 80.000, rozan hoy en día los 90.000 y pertenecen a más de un centenar de países. En este contexto se sitúa el presente Diccionario. Los carmelitas residentes en Burgos dirigen en esa ciudad la Editorial Monte Carmelo, entre cuyas colecciones se encuentra una, muy acreditada, dedicada a Grandes Diccionarios sobre personalidades y temas cristianos. En 2006 el director de esa casa editorial, el P. Fernando Domingo O.C.D., consideró que sería coherente con las intenciones y el nivel de la colección dedicar uno de sus volúmenes a la figura de san Josemaría. Después de madurar la idea y de escuchar a algunos de sus asesores, decidió, en junio de ese año, plantear formalmente su propuesta. Unos años antes, en el 2001, el Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría, había erigido en Roma el Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, que agradeció y acogió la propuesta, pues concordaba con las finalidades para las que había sido creado: promover investigaciones, estudios y publicaciones que dieran a conocer la vida, el mensaje y la obra del fundador del Opus Dei. Se iniciaron enseguida los trabajos encaminados a la concreción del proyecto. La naturaleza de la colección determinaba las líneas básicas a las que tendría que ajustarse la obra: un diccionario de alta divulgación, y por tanto con nivel científico, que pudiera servir como libro de referencia general, ocu9 PRESENTACIÓN pándose en consecuencia no sólo de la vida de san Josemaría, sino también de su mensaje y doctrina, y de la institución a la que había dado vida. Supuesto ese marco, había que dar un paso más, precisando y perfilando la fisonomía y el contenido de la obra. Se decidió pronto la orientación hacia un diccionario alfabético –como lo son la mayoría de los incluidos en la colección– en el que las voces de contenido histórico-biográfico se alternaran con las teológicas, canónicas o espirituales, sin perjuicio de incluir, junto al índice alfabético, otro de carácter sistemático, que permitiera captar la estructura que vertebra el Diccionario. Se consideró conveniente además –hacia esa conclusión orientaba el elevado número de voces que se preveía– dirigirse como a posibles autores a un amplio conjunto de personas que, por la variedad de su condición –mujeres y hombres, sacerdotes y seglares– y por la diversidad de sus nacionalidades y de sus dedicaciones profesionales, contribuyeran, ya desde el principio, a poner de manifiesto uno de los rasgos más característicos del espíritu de san Josemaría: la universalidad del mensaje de santificación en medio del mundo. Con la elaboración del proyecto de las voces y de los posibles autores concluyó la fase preparatoria. Había, pues, que pasar a la realización. Al llegar a este punto se consideró oportuno, teniendo en cuenta que la lengua original del Diccionario iba a ser el castellano y que la Editorial tenía su sede en Burgos, que toda esta fase de los trabajos recayera sobre la sección que el Instituto Histórico tiene en España, el Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de Balaguer, de la Universidad de Navarra, con cuya colaboración se había contado, por lo demás, desde el principio. A ese efecto, se constituyó un Comité Editorial, compuesto por las siguientes personas: el Prof. José Luis Illanes, director; el Prof. Lucas Francisco Mateo-Seco, subdirector; el Prof. José Luis González Gullón, secretario general; y las Dras. Mercedes Alonso e Inmaculada Alva, vocales. Misión del Comité Editorial ha sido la asignación de las voces, la correspondencia con los posibles autores y con los consultores o referees (dos por cada una de las voces), la valoración de los dictámenes recibidos, el trato con los autores hasta llegar a la versión final, y la revisión de conjunto para, manteniendo las características y la personalidad de cada voz y de cada autor, garantizar la necesaria unidad, tanto formal como de contenido, que debía tener la obra. La Introducción general del Diccionario aspira a dar una visión de conjunto de la persona de san Josemaría y a facilitar así el acceso a las voces pormenorizadas. Incluye tres artículos. El primero –redactado por el actual Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría, quien colaboró estrechamente con san Josemaría desde 1953, cuando fue nombrado su secretario, hasta su muerte en 1975– está dedicado a esbozar la personalidad del fundador del Opus Dei, en el contexto de la misión que Dios le encomendó. El segundo ofrece los aspectos más relevantes de su biografía; y el tercero, una somera descripción de la naturaleza, apostolado y estructura del Opus Dei. 10 PRESENTACIÓN A continuación viene el Diccionario propiamente dicho, que está formado por 288 voces que corresponden a dos grandes áreas temáticas: 158 voces son de carácter teológico-espiritual, y 130 son histórico-biográficas. Estas voces están, como ya se señaló más arriba, ordenadas alfabéticamente y tienen una extensión variada, de acuerdo con la importancia del tema en la vida y en las enseñanzas de san Josemaría. Han colaborado 226 autores; su variada cualificación profesional y su también diversa procedencia geográfica pueden comprobarse en el índice de colaboradores con que se cierra el libro. Completan la obra, en efecto, tres índices. Destaca un índice analítico que recoge las 288 voces que componen el Diccionario, así como, con un tipo de letra diverso, otros conceptos que, aunque no tengan voz propia, son tratados con cierta amplitud en las voces propiamente dichas a las que se remiten; estas “voces vacías” o “voces de remisión”, como a veces suelen ser designadas, alcanzan la cifra de 267. También aparecen otros dos índices: uno de voces ordenadas de acuerdo con un criterio sistemático, y otro de colaboradores. Esta obra, como es obvio, no es exhaustiva. Hay algunos aspectos de la vida y de las enseñanzas de san Josemaría que son tocados sólo tangencialmente. Y son muchos los que, apuntados o no en el Diccionario, darán ocasión a estudios y reflexiones en el futuro. Confiamos en que el Diccionario ayude a los lectores a un mejor conocimiento de la vida y de las enseñanzas de quien fue una de las personalidades más relevantes de la historia de la Iglesia en el siglo XX, y guía para la vida de personas de muy diversas condiciones y países, un santo de lo ordinario –según lo calificó Juan Pablo II el día siguiente a su canonización–, es decir, un promotor de un camino de santidad y de apostolado, de una existencia cristiana sincera y profunda, en las variadas circunstancias de la vida ordinaria en medio del mundo. Sólo nos queda manifestar nuestra gratitud. En primer lugar, a Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, que ha seguido nuestro trabajo no sólo con su estímulo, sino con su colaboración. También a quienes han dirigido la Editorial Monte Carmelo, desde el P. Fernando Domingo hasta su actual director, el P. Pedro Ángel Deza. Así como, y muy especialmente, a todos los autores y a cuantos, sabiendo encontrar tiempo a pesar de sus diversas ocupaciones, aceptaron la función de referees o asesores. Sin la disponibilidad y el esfuerzo de todos ellos –y sin el impulso que viene del espíritu y de la intercesión del propio san Josemaría–, el presente Diccionario no habría podido llegar a puerto. El Comité Editorial Pamplona, 26 de junio de 2013, 38º Aniversario del dies natalis de san Josemaría 11 SUMARIO ÍNDICE DE VOCES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 SIGLAS Y ABREVIATURAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 INTRODUCCIONES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 VOCES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 COLABORADORES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1319 ÍNDICE ALFABÉTICO DE VOCES Y REMISIONES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1335 ÍNDICE ESQUEMÁTICO DE VOCES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1351 13 ÍNDICE DE VOCES Abandono . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Academia y Residencia DYA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Acciones de gracias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Actividad del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Administración de la Residencia de La Moncloa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Albás, Familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Albás Blanc, Dolores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Alegría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Alemania . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Alma sacerdotal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Amigos de Dios (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Amistad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Amor a Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Amor Misericordioso, Obra del . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ángeles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Apostolado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Apostolado ad fidem . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Apostolado de la opinión pública . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Apuntes íntimos (obra inédita) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Argentina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Atención a enfermos y visitas a hospitales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Audacia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Australia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Austria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 57 61 63 71 75 77 81 85 90 95 99 105 110 112 115 124 127 131 135 139 143 145 148 Barbastro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Bautismo y Confirmación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Bélgica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Botella Raduán, Enrica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Botella Raduán, Francisco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Brasil . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Burgos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153 157 161 163 164 166 169 15 ÍNDICE DE VOCES Camino (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Canadá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Canonización de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Carácter, Formación del . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Caridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Carismas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cartas (obra inédita) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Casciaro Ramírez, Pedro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Castidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Catequesis, Labor y viajes de . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Celibato . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Centros ELIS y SAFI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Chile . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Colegio Romano de la Santa Cruz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Colegio Romano de Santa María . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Colombia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Comunión de los santos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Conciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Concilio Vaticano II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Consagraciones del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Contemplación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Contemplativos en medio del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Contrición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . Conversión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cooperadores del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Corazón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cosas pequeñas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Costa Rica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cruz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175 184 188 190 195 199 204 212 214 219 223 230 231 235 241 244 247 251 255 259 263 265 268 271 275 277 279 284 289 292 300 Deberes de estado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Defectos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dell’Acqua, Angelo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Desagravio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Descanso. Santificación de las fiestas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Desprendimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Devoción, devociones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Devoción a san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Diego de León, Centro de Estudios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dios Padre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dirección espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dolor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 305 308 312 314 316 320 325 331 332 334 339 345 Echevarría Rodríguez, Javier . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Economía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ecuador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Educación y enseñanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 351 353 357 360 16 ÍNDICE DE VOCES Eijo y Garay, Leopoldo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ejemplo, Apostolado del . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El Salvador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Enfermedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Epistolario de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Es Cristo que pasa (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escatología-Novísimos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escritos de san Josemaría: Descripción de conjunto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escrivá, Familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escrivá Corzán, José . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escrivá de Balaguer y Albás, Carmen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Escrivá de Balaguer y Albás, Santiago . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . España . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Esperanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Espíritu del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Espíritu Santo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Estados Unidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Estatutos del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Estilo literario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Estudio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Estudios y títulos académicos de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Eucaristía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Evangelización y catequesis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Examen de conciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Expansión apostólica del Opus Dei: Visión sintética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 364 365 370 372 377 379 382 390 401 404 408 412 414 424 431 437 445 449 452 457 461 462 470 475 479 Familia, Santificación de la . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fernández Vallespín, Ricardo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fidelidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fieles cristianos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fieles del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Filiación divina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Filipinas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fisac Serna, María Dolores (Lola) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Forja (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Formación: Consideración general . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fortaleza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Francia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fraternidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fundación del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 485 492 501 503 508 511 519 526 529 531 534 539 543 547 552 García Escobar, María Ignacia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . García Lahiguera, José María . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Gloria de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . González Guzmán, Narcisa (Nisa) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Gordon Picardo, Luis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Grabaciones audiovisuales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Gracia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 563 564 565 571 573 575 579 17 ÍNDICE DE VOCES Gran Bretaña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Guatemala . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 585 589 Hernández Garnica, José María . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Holanda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Hoyo Alonso, Salvadora (Dora) del . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Humildad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 593 595 597 599 Identificación con Cristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Incardinación sacerdotal de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Infancia espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Inhabitación trinitaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Iniciación cristiana de san Jose­­­maría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Instituto General y Técnico de Logroño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Institutos seculares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Instrucciones (obra inédita) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Irlanda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Italia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Itinerario jurídico del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 609 618 626 629 633 639 643 644 645 650 655 658 662 Jaculatorias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Japón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jenner, Residencia Universitaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jesucristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jiménez Vargas, Juan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jorge Manrique, Centro de . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Juan Pablo I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Juan Pablo II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Juan XXIII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Justicia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 673 677 680 684 694 696 699 700 703 704 Kenya . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 711 La Abadesa de Las Huelgas (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Laboriosidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Laicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Lectura espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Legación de Honduras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Libertad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Libertad en las cuestiones temporales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Liturgia: Visión general . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Liturgia de las horas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Liturgia y vida espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Logroño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Los Rosales, Centro de formación y casa de retiros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Lucha ascética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 717 719 723 727 729 732 741 747 754 756 763 767 769 18 ÍNDICE DE VOCES Madrid (1927-1936) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Madrid (1936-1937) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Madrid (1939-1946) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Magnanimidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . María Santísima . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . María Santísima, Devoción a . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Matrimonio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Medios de comunicación social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mentalidad laical . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . México . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mística . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Molinoviejo, Casa de retiros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Moncloa, Colegio Mayor Universitario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Moral cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mortificación y penitencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mujeres en el Opus Dei. Inicio del apostolado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Múzquiz de Miguel, José Luis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 777 783 788 796 798 807 812 822 829 833 837 841 843 845 854 860 868 875 Naturalidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Nigeria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Nombramientos y distinciones de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 879 884 888 Obediencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Oración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ordenación sacerdotal de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Organización y gobierno del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ortega Pardo, Encarnación (Encarnita) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ortiz de Landázuri, Guadalupe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 893 902 914 917 924 926 Pablo VI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Palazzini, Pietro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Paraguay . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Paso de los Pirineos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Patriotismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Patronato de Enfermos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Patronos e intercesores del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Paz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pecado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Penitencia, Virtud y sacramento de la . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Perdiguera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Perú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Piedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pío XII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Plan de vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Portillo y Diez de Sollano, Álvaro del . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Portugal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pou de Foxá, José . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 929 934 935 937 940 941 946 948 953 957 966 967 971 973 977 980 984 989 992 19 ÍNDICE DE VOCES Poveda Castroverde, Pedro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Predicación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Predicación de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Prelado del Opus Dei . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Prelaturas personales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Presencia de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Primeros cristianos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Promoción social y desarrollo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Proselitismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Prudencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Puerto Rico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 993 995 999 1007 1012 1016 1021 1024 1029 1033 1038 Recogimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Responsabilidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Retiro espiritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Roma (1946-1956) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Roma (1956-1965) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Roma (1965-1975) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Romano Pontífice . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Romerías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1041 1043 1045 1048 1055 1063 1071 1075 Sacerdocio común . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sacerdocio ministerial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sacramentos: Exposición de conjunto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sagrada Escritura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sagrada Familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . San José . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sánchez Ruiz, Valentín María . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Santa Isabel, Real Patronato de . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Santidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Santidad. Llamada universal a la . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Santo Rosario (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Santuarios y lugares marianos, Peregrinaciones de san Josemaría a . . . . . . . . Secularidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Seminario Conciliar de Logroño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Seminario Conciliar de Zaragoza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Seminario de San Francisco de Paula . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Serenidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Servicio, Espíritu de . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sinceridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sociedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, Historia de la . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sociedad Sacerdotal de la San­ta Cruz. Naturaleza y régimen . . . . . . . . . . . . . Solidaridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Somoano Berdasco, José María . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Suiza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Surco (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1079 1084 1092 1097 1102 1105 1108 1110 1113 1123 1126 1130 1136 1142 1143 1146 1148 1153 1158 1162 1166 1171 1175 1180 1181 1183 Templanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1187 20 ÍNDICE DE VOCES Teología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Tibieza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Torreciudad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Trabajo, Santificación del . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Trinidad Santísima . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1191 1194 1198 1202 1210 Unidad de vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Universidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Universidad de Madrid . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Universidad de Navarra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Universidad de Piura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Universidad de Zaragoza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Uruguay . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1217 1223 1231 1232 1234 1235 1238 Varón y mujer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Venezuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Veracidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Via Crucis (libro) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Viajes apostólicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vida interior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vida ordinaria, Santificación de la . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Villa delle Rose . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Villa Tevere . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Virtudes: Consideración general . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vocación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vocación de san Josemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Voluntad de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1243 1247 1250 1253 1255 1259 1264 1273 1274 1278 1287 1296 1300 Yauyos, Prelatura de . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1307 Zaragoza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Zorzano Ledesma, Isidoro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Zurbarán, Colegio Mayor Universitario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1311 1315 1316 21 SIGLAS Y ABREVIATURAS 1. ABREVIATURAS DE LAS OBRAS DE SAN JOSEMARÍA C Camino, Valencia, Gráficas Turia, 1939 AH La Abadesa de Las Huelgas, Madrid, Luz, 1944 CONV Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1968 ECP Es Cristo que pasa, Madrid, Rialp, 1973 AD Amigos de Dios, Madrid, Rialp, 1977 VC Via Crucis, Madrid, Rialp, 1981 AIG Amar a la Iglesia, Madrid, Palabra, 1986 S Surco, Madrid, Rialp, 1986 F Forja, Madrid, Rialp, 1987 Statuta Statuta Operis Dei o Codex iuris particularis seu Statuta Praelaturae Sanctae Crucis et Operis Dei, en OIG, pp. 309-346 y en IJC, pp. 628-657 2. ABREVIATURAS DE LA BIBLIOGRAFÍA SOBRE SAN JOSEMARÍA AGP Archivo General de la Prelatura AVPAndrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei. Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975), 3 vols., Madrid, Rialp, 1997-2002 CCEDEJ Cuadernos del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona, 1997-2003 CECH Camino. Edición crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez, Madrid, Rialp, 20043 GVQ La grandezza della vita quotidiana, Roma, Edizioni Università della Santa Croce, 2002-2003, 13 vols. 23 SIGLAS Y ABREVIATURAS IJCAmadeo de Fuenmayor - Valentín Gómez-Iglesias - José Luis Illanes, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 1989 OIGPedro Rodríguez - Fernando Ocáriz - José Luis Illanes, El Opus Dei en la Iglesia. Introducción eclesiológica a la vida y el apostolado del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1993 SetD Studia et Documenta. Rivista dell´Istituto Storico San Josemaría Escrivá, Roma, 2007SRECH Santo Rosario. Edición crítico-histórica preparada bajo la dirección de Pedro Rodríguez (dir.), Constantino Ánchel y Javier Sesé, Madrid, Rialp, 2010 3. ABREVIATURAS DE LOS LIBROS DE LA SAGRADA ESCRITURA Antiguo Testamento Ct Cantar de los cantares GnGénesis SbSabiduría ExÉxodo Si (Sirácida) Eclesiástico LvLevítico IsIsaías NmNúmeros JrJeremías DtDeuteronomio LmLamentaciones JosJosué BaBaruc JcJueces EzEzequiel RtRut DnDaniel 1 S 1 Samuel OsOseas 2 S 2 Samuel JlJoel 1 R 1 Reyes AmAmós 2 R 2 Reyes AbAbdías 1 Cro 1 Crónicas JonJonás 2 Cro 2 Crónicas MiMiqueas EsdEsdras NaNahum NeNehemías HaHabacuc TbTobías SoSofonías JdtJudit AgAgeo EstEster ZaZacarías 1 M 1 Macabeos MlMalaquías 2 M 2 Macabeos Nuevo Testamento JbJob SalSalmos MtMateo PrProverbios McMarcos Qo (Qohelet) Eclesiastés LcLucas 24 SIGLAS Y ABREVIATURAS JnJuan 2 Tim 2 Timoteo Hch Hechos de los Apóstoles TtTito RmRomanos FlmFilemón 1 Co 1 Corintios HbHebreos 2 Co 2 Corintios StSantiago GaGálatas 1 P 1 Pedro EfEfesios 2 P 2 Pedro FlpFilipenses 1 Jn 1 Juan ColColosenses 2 Jn 2 Juan 1 Ts 1 Tesalonicenses 3 Jn 3 Juan 2 Ts 2 Tesalonicenses JdsJudas 1 Tim I Timoteo ApApocalipsis 4. DOCUMENTOS DEL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO AA Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 1965 AG Concilio Vaticano II, Decr. Ad gentes, 1965 CA Juan Pablo II, Cart. Enc. Centesimus annus, 1991 CCE Catecismo de la Iglesia Católica, 1992 ChL Juan Pablo II, Exhort. Ap. Christifideles laici, 1988 CIC Código de Derecho Canónico, 1983 CN Congregación para la Doctrina de la Fe, Cart. Communionis notio, 1992 CV Benedicto XVI, Cart. Enc. Caritas in veritate, 2009 DCe Benedicto XVI, Cart. Enc. Deus caritas est, 2005 DD Juan Pablo II, Cart. Ap. Dies Domini, 1998 DF Concilio Vaticano I, Const. Dogm. Dei Filius, 1870 DH Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 1965 DM Juan Pablo II, Cart. Enc. Dives in misericordia, 1980 DN Pío XI, Cart. Enc. Dilectissima nobis, 1933 DV Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, 1965 DVi Juan Pablo II, Cart. Enc. Dominum et vivificantem, 1986 EN Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 1975 ES Pablo VI, Motu Pr. Ecclesiae Sanctae, 1966 EV Juan Pablo II, Cart. Enc. Evangelium vitae, 1995 GD Pablo VI, Exhort. Ap. Gaudete in Domino, 1975 GS Concilio Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, 1965 HV Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 1968 IM Concilio Vaticano II, Decr. Inter mirifica, 1963 25 SIGLAS Y ABREVIATURAS LE Juan Pablo II, Cart. Enc. Laborem exercens, 1981 LG Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, 1964 MC Pablo VI, Exhort. Ap. Marialis cultus, 1974 MD Juan Pablo II, Cart. Ap. Mulieris dignitatem, 1988 MDe Pío XII, Cart. Enc. Mediator Dei, 1947 MR Pío XI, Cart. Enc. Miserentissimus Redemptor, 1928 NA Concilio Vaticano II, Decl. Nostra aetate, 1965 NMI Juan Pablo II, Cart. Ap. Novo millennio ineunte, 2001 PD Pablo VI, Motu Pr. Pontificalis Domus, 1968 PDV Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, 1992 PO Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 1965 PP Pablo VI, Cart. Enc. Populorum progressio, 1967 PT Juan XXIII, Cart. Enc. Pacem in terris, 1963 RH Juan Pablo II, Cart. Enc. Redemptor hominis, 1979 RMi Juan Pablo II, Cart. Enc. Redemptoris missio, 1990 RP Juan Pablo II, Exhort. Ap. Reconciliatio et paenitentia, 1984 SaC Benedicto XVI, Exhort. Ap. Sacramentum caritatis, 2007 SC Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 1963 SpS Benedicto XVI, Cart. Enc. Spes salvi, 2007 UR Concilio Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, 1964 VC Juan Pablo II, Exhort. Ap. Vita consecrata, 1996 VD Benedicto XVI, Exhort. Ap. Verbum Domini, 2010 VS Juan Pablo II, Cart. Enc. Veritatis splendor, 1993 5. OTRAS OBRAS AHIg Anuario de Historia de la Iglesia, Pamplona, 1992 ss. AnTh Annales Theologici, Roma, 1987 ss. BAC Biblioteca de Autores Cristianos CDSI Compendio de la Doctrina social de la Iglesia DSpMarcel Viller et al. (eds.), Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique. Doctrine et histoire, II, Paris, Beauchesne, tomo, año, pp. DH Heinrich Denzinger, Enchiridion Symbolorum, Definitionum et Declarationum de rebus fidei et morum, P. Hünermann (dir.), Freiburg, 199137 ss., Barcelona, 1999. Los números marginales coinciden con los de Heinrich Denzinger, Enchiridion Symbolorum, Definitionum et Declarationum de rebus fidei et morum, A. Schönmetzer (dir.), Freiburg, 196332 ss. GERAntonio Millán Puelles et al. (dirs.), Gran Enciclopedia Rialp, Madrid, 1971 ss. ScrdeM Scripta de Maria, Torreciudad (Huesca), 1978-82, 2004 ss. 26 SIGLAS Y ABREVIATURAS ScrTh Scripta Theologica, Pamplona, 1969 ss. S.Th. Santo Tomás De Aquino, Summa Theologiae, y a continuación, I, q.2, a-3; (o lo que corresponda) ThWNTGerhard Kittel (dir.), Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, continuado por Gerhard Friedrich (dir.), Stuttgart, 1933 ss. 27 INTRODUCCIONES La personalidad de san Josemaría y su respuesta a la misión que Dios le encomendó. Exposición sintética de la vida de san Josemaría. Descripción general del Opus Dei. La personalidad de san Josemaría y su respuesta a la misión que Dios le encomendó 1. Personalidad de san Josemaría en lo humano. 2. Perfil espiritual como cristiano y como sacerdote. 3. Su conciencia de fundador. “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” (C, 2). En esta línea reaccioné cuando conocí y comencé a trabajar junto a san Josemaría, en los años cincuenta del pasado siglo. Fui consciente de que me encontraba ante una persona con grandes cualidades humanas, que le hacían amable, cariñoso, servicial, pendiente de los demás, con capacidad de percibir las necesidades o los momentos duros de quienes atravesaban una prueba; también ante un maestro que sabía alentar y corregir; ante un superior que daba confianza a los colaboradores; y, sobre todo, ante un sacerdote y un Padre que, día a día, a través de su trabajo, se dedicaba con entereza a servir a Dios y a las almas, metido en un diálogo muy intenso con el Señor. Este entrelazamiento de cualidades humanas y sobrenaturales –fruto del favor divino y de su correspondencia a la gracia– constituyó una característica muy marcada del fundador del Opus Dei, que se esmeró en perfeccionar cotidianamente con el exclusivo deseo de ponerlas al servicio de la misión recibida. Al bosquejar el perfil de su rica y atractiva personalidad, me detengo, primero, en el aspecto humano; paso luego a exponer sumariamente su enfoque sobrenatural de cristiano y de sacerdote, para terminar haciendo algunas reflexiones sobre su actitud en cuanto fundador del Opus Dei. 1. Personalidad de san Josemaría en lo humano “Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto– muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que 29 INTRODUCCIONES es perfectus Deus, perfectus homo” (AD, 75). Así escribió en una de sus homilías, subrayando la importancia del elemento humano como base de la vida cristiana. “Si nuestra vida es deshumana –explicaba en otra ocasión–, Dios no edificará nada en ella, porque ordinariamente no construye sobre el desorden, sobre el egoísmo, sobre la prepotencia” (ECP, 182). El Señor, al elegir a quien había de ser instrumento para recordar a los hombres el valor divino de las realidades humanas, dotó a san Josemaría de las cualidades convenientes para cumplir esa misión. Le concedió, en efecto, dotes de inteligencia, de voluntad y de corazón, de simpatía y garra humana, de reciedumbre y perseverancia fuera de lo común. Se sirvió además de la esmerada educación que había recibido en el seno de su familia y bendijo también su constante esfuerzo personal para sacar partido a esos talentos. Desde niño mostró una gran capacidad para asumir y asimilar todo lo que recibía dentro del clima espiritual y humano que respiraba. Con normalidad, fue aprendiendo la necesidad de practicar las virtudes humanas y las virtudes cristianas, en las que arraigaría la vida interior propia de un niño, de un muchacho, de un adolescente, de un universitario. Sorprenden muy de veras sus dotes de observación y de intuición. No ve en el mundo que le rodea algo que se le impone o simplemente le favorece o le ayuda, sino el marco en el que se desarrolla su existencia. Contempla cómo se realizan las diversas tareas en el hogar, en el parvulario, en el colegio, y va concretando consecuencias. No olvidará jamás la sonrisa amable de su padre, que nunca pierde la paz, y se interesa por las personas que se hallan a su lado como algo que pertenece a su propia vida. Le hemos escuchado muchas anécdotas que muestran la amistad y lealtad de don José Escrivá, proyectadas con más fuerza aún, en el ambiente de familia, con su esposa y sus hijos. Josemaría descubrió en su padre el sentido humano y divino de la amistad y de la justicia. Desde que empieza a darse cuenta de lo que le rodea, observa la puntualidad y la responsabilidad en el trabajo de sus padres. Cumplidores del deber, cada uno en su ámbito, desempeñan esas tareas con generosidad, con alegría, sin pérdidas de tiempo. Procuran siempre acabarlas bien, con el estímulo de servir a los de arriba y a los de abajo. Ese desvelo corre parejo con un profundo sentido de la libertad. Precisamente por el clima de confianza del hogar, que luego trasladará a los ambientes donde habrá de moverse, afronta el cumplimiento de las propias obligaciones y consulta voluntariamente a quienes pueden aconsejarle. A la vez, descubre en ese ambiente la necesidad de la sinceridad verdadera, y adquiere el hábito de no dejarse llevar por la crítica o la murmuración, el resentimiento o el rencor. En la medida en que crece en libertad, sabe contagiarla a los demás, sin mostrarse jamás desconfiado. Se desenvuelve en una atmósfera que cultiva la educación, el pudor, los buenos modales. Se esfuerza por escuchar, aprender de los demás, ayudar en la convivencia. Observa la comprensión que los suyos tienen con los ancianos, los enfermos y los pobres; va atesorando ese comportamiento, con la conciencia de que nadie le puede resultar indiferente. No es posible describir la amplia gama de su carácter recio, que le empujaba a tomarse en serio –como hombre, como cristiano y como sacerdote– la propia vida y la de los demás. Por eso, hasta el final de su paso por la tierra, se distinguió por su afán recto de asimilar, en los países donde se encontraba, los sanos intereses de los otros. Aquí señalaré algunos rasgos sobresalientes de esa rica personalidad humana, sin la pretensión de ser exhaustivo. 30 INTRODUCCIONES En primer lugar, el carácter amable, espontáneo, de persona que sabía querer. Experimenté este aspecto personalmente poco después de pedir la admisión en la Obra, cuando acompañé a san Josemaría –junto con otros jóvenes– en un viaje a las cercanías de Madrid. Me mareé en el trayecto y hubo que hacer un alto para limpiar el interior del automóvil y mi ropa. Me ayudó sin ninguna repugnancia, poniendo tanto cariño en ese detalle que enseguida me hizo superar la vergüenza que había experimentado inicialmente. Siempre le vi así, atento a las necesidades de los demás, poniendo el corazón hasta en los más pequeños servicios. “Os quiero –solía comentar– como una madre y como un padre” (AVP, III, p. 732). Recuerdo otra ocasión en la que le habían comunicado que un fiel del Opus Dei, al que iban a hacer una arriesgada operación quirúrgica, podía quedarse en la mesa de operaciones. Mientras estábamos trabajando, brotó de su alma este comentario: “Me han dicho que ese hijo mío se puede morir en la operación ¡y no vivo!”. Este cariño se compenetraba con una gran fortaleza y energía de carácter para cumplir los deberes; en primer lugar los propios. Era un sacerdote recio, fuerte, comprensivo y optimista. Actuaba siempre de modo responsable, generoso, lleno de celo por los demás, santamente intransigente con la doctrina de la fe y santamente transigente con sus hermanos los hombres. Había escrito, siendo aún muy joven: “Más que en «dar», la caridad está en «comprender»” (C, 463). Se mostraba atento, afectuoso, condescendiente, pendiente de las necesidades de los otros. Al referirse a esta cualidad de su carácter –la constancia para alcanzar los objetivos propuestos–, solía comentar que se debía a su ascendencia aragonesa. Sin embargo, se esforzó por elevar esa “tozudez” –así la llamaba– al plano sobrenatural. El temple enérgico que el Señor le había concedido, le sirvió para insistir en la propia lucha ascética y en la de los demás, sin mortificar a nadie. No ocultaba ese temperamento fuerte, pero se esforzaba por rectificar la intención y reconocía con buen humor: “El Señor se ha servido también de mi caratteraccio, de mi tozudez, para sacar adelante el Opus Dei”. A estas cualidades hay que añadir la alegría y el buen humor. Quienes le trataron en la infancia refieren que su alegre simpatía arrastraba. Puso también esa faceta humana al servicio de la misión recibida de Dios, y supo ser desde los comienzos un apóstol lleno de gozo, que transmitía la necesidad de una fe operativa, la firmeza de una esperanza segura, y el tesoro de la capacidad de amar a Dios y a sus hermanos por Dios. Con esta misma fuerza llegó al final de su paso por la tierra, acercándose a los corazones de las gentes de muchos países, para descubrirles con vigor y cercanía la riqueza de la amistad con Dios. No era un optimismo simplemente natural, porque en su capacidad de hacer fiesta y de entonar canciones alegres, se manifestaba lo que anidaba en lo más profundo de su alma en gracia: la conciencia de ser hijo de Dios. Justamente porque se fijaba en el bien que operaban los demás –de todos aprendía–, era muy agradecido, persuadido de que todos le enriquecían. A la vez, precisamente porque poseía una acentuada capacidad de advertir la bondad, la belleza, la nobleza, los grandes ideales, percibía con prontitud las necesidades del prójimo. Desde niño fue acrisolando un afán grande de crecer en doctrina y preparación humana, cultural, profesional, que se fue acentuando al recibir las exigencias del Señor. Hombre de genio vivo y rápido, puso toda su categoría humana al servicio de la misión que Dios le confió. No se dejó llevar de preferencias. Amplió continuamente sus horizontes, hasta alcanzar un temple acogedor, que aceptaba y valoraba lo positivo de cada alma. Su naturalidad –noble, normal, con señorío– traslucía una personalidad realmente excepcional. Jamás había en su comportamiento el más mínimo ademán de comedia, ni buscaba ningún tipo de protagonismo. Y, sin embargo, se movía en público, sin 31 INTRODUCCIONES pretenderlo, como un artista consumado. No representaba, pero estaba dotado de una amplia riqueza de comunicación. Atraía su sonrisa permanente y su mirada inteligente, penetrante, comprensiva. Al hablar, en sus gestos o en el tono de su voz, reforzado por el movimiento o la quietud de sus manos, creaba un ambiente de amistad, de interés cristiano por sus interlocutores: he sido testigo de cómo personajes del ámbito civil y del mundo eclesiástico manifestaban que su afán de santidad, su interés por las almas, se traslucía en la viveza de sus ojos y de sus manos, que eran –a mi parecer– la expresión de su mirar y de su tratar a Cristo en la Sagrada Eucaristía. Una característica más de su perfil humano era el amor al trabajo bien acabado, hasta el último detalle, sin espacio para las “chapuzas”, las cosas mal terminadas. Una laboriosidad impregnada de espíritu de servicio y de amor a las “cosas pequeñas”, que quedó de manifiesto ya en su juventud, cuando ayudaba a los compañeros a sacar adelante los estudios de Bachillerato o en el Seminario. Esta laboriosidad se habría de convertir en otro de los rasgos definitorios del espíritu del Opus Dei. Resumiendo estos esbozos del carácter de san Josemaría, la Positio sobre la heroicidad de su vida y sus virtudes afirma: “No basta decir que (...) fue un hombre dotado de inteligencia, voluntad y corazón; es preciso reconocer la armónica fusión de estas grandes capacidades en una vigorosa identidad personal bien marcada”. Y más adelante: “Al trazar el perfil humano del joven Josemaría, hemos de reconocer que era una persona siempre jovial –y así permaneció con el transcurrir de los años– y que, al mismo tiempo, estaba dotado de una energía espiritual intensísima, templada por una gran sencillez en el trato. Claramente educado en el dominio de sí y en la nobleza de ánimo. Elegante sin afectación (la elegancia era para él un modo de manifestar el respeto de sí mismo y del prójimo). Estaba dotado de una simpatía y una cordialidad excepcionales, sobre las que se basaban no sólo la caridad heroica sino todas aquellas pequeñas (pero grandes) virtudes humanas que, como fundador, supo incluir en la espiritualidad del Opus Dei, consciente de que constituyen el fundamento de las virtudes sobrenaturales. Poseía además una gran afabilidad, una evidente sinceridad de palabra y de comportamiento, una lealtad a toda prueba, un espíritu de servicio que llegaba a la abnegación y, finalmente, una espontaneidad y una naturalidad tales, que le hacían aparecer como uno de tantos, como una persona común. Sobre estas amables virtudes humanas se basa el carisma de la normalidad que reivindicó siempre para su fundación” (Positio sobre la vida y virtudes: Informatio, Heroísmo en general, pp. 4 y 11). 2. Perfil espiritual como cristiano y como sacerdote Las cualidades humanas de san Josemaría fueron potenciadas por la gracia, hasta hacer de él un cristiano ejemplar y un sacerdote santo. Entre las actitudes espirituales que se desvelan ya en su infancia y adolescencia, y que conservará y desarrollará a lo largo de los años, destaca un hondo sentido de la filiación divina, manifestado en una confianza inquebrantable en nuestro Padre Dios y en la atención llena de caridad a las necesidades espirituales y materiales del prójimo; una piedad encendida hacia Jesús en el sacramento de la Eucaristía; una devoción tierna a la Virgen nuestra Madre, a san José y a los Ángeles Custodios; una esperanza y un optimismo sobrenaturales, que le impulsaron siempre a descubrir el lado bueno de los sucesos y le empujaron a no desanimarse ante las contrariedades; siempre con un gran amor a la libertad personal de todas las criaturas y un ardiente celo por la salvación de las almas. 32 INTRODUCCIONES Consideraba el sacerdocio como don excelso. Sus padres le habían educado en el respeto y veneración hacia los presbíteros, representantes de Cristo en la tierra. El joven Josemaría tenía el convencimiento de que ese camino requería una llamada expresa de Dios y reclamaba una correspondencia plena y un total olvido de sí, para dedicarse por entero al ejercicio del ministerio. Pero no pensaba que ésa fuera su senda. Sin embargo, aunque no lo esperaba, no dudó en seguir esa llamada con prontitud y alegría, en cuanto comprendió que era lo que Dios quería de su persona. No ignoraba los sacrificios que esa decisión llevaba consigo: el abandono de las ilusiones humanas y profesionales que por entonces se estaban gestando en su alma y, sobre todo, lo que suponía para su familia el desprendimiento de los proyectos forjados sobre su futuro. Pero ninguna de estas consideraciones fue obstáculo para su disponibilidad ante la Voluntad de Dios. Muchas veces le oí referirse a los barruntos de su llamada al sacerdocio, a sus quince o dieciséis años. Comprendió que Dios se había metido en su corazón, y se apoderó de su alma la intranquilidad sobrenatural de buscarle, de mirarle, de tratarle, de amarle siempre más. Al referirse a este enamoramiento que inundó su ser, reconocía con naturalidad que era el primero y único amor de su existencia, que fue creciendo sin acostumbramientos y sin cansancios. Se esforzó por adquirir la preparación necesaria y las características propias de un buen sacerdote: piadoso, culto, docto, identificado con su ministerio; fue gran predicador y director de almas; estudioso, mortificado, sin pensar en sí mismo; ordenado y con gran visión sobrenatural; humilde, rezador, apasionado por cuanto se refería a Dios, a la Virgen, al Papa y a la Iglesia; obediente, seguro en la doctrina, practicante de las virtudes teologales y cardinales, y cada día más enamorado de su vocación, para acercarse más al Señor y, por el Señor, a las almas. Era consciente de que Dios le llevaba por el camino del sacerdocio con un objetivo preciso, que no se le desvelaría hasta el 2 de octubre de 1928, con la iluminación sobre su tarea como fundador del Opus Dei. Perseveró durante unos diez años en una oración incesante, invocando las luces del Cielo –Domine, ut ­videam!– y la intercesión de la Virgen –Domina, ut sit!– para que se cumpliera ese querer divino. Por eso, desde el momento de la ordenación sacerdotal, se ocupó enteramente de hacer realidad existencial la nueva configuración con Cristo que había recibido por el sacramento del Orden. “Sed, en primer lugar, sacerdotes; después, sacerdotes; siempre y en todo, sólo sacerdotes”. Solía dar este consejo a los recién ordenados, porque trataba de cumplirlo personalmente en las más diversas circunstancias. Tan firme era su identificación con Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, que su único timbre de gloria, al lado del cual palidecían todos los honores de la tierra, era sencillamente ser “sacerdote de Jesucristo”. En una homilía de 1973, cuando se difundían en la Iglesia voces confusas sobre la identidad del sacerdote y el valor del sacerdocio ministerial, resumía así su pensamiento: “Esta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en el activo silencio de la oración, ¿cómo considerar el sacerdocio una renuncia? Es una ganancia que no es posible calcular. Nuestra Madre Santa María, la más santa de las criaturas -más que Ella sólo Dios- trajo una vez al mundo a Jesús; los sacerdotes lo traen a nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días: viene Cristo para alimentarnos, para vivificarnos, para ser, ya desde ahora, prenda de la vida futura” (AIG, p. 72). Al trazar las líneas maestras del perfil sacerdotal de san Josemaría, conviene subrayar, ante todo, su fe profunda, como señalaba el cardenal Joseph Ratzinger en la homilía pronunciada en 1992, con motivo de la beatificación. “Fue consciente muy pronto de 33 INTRODUCCIONES que un plan divino le rondaba de cerca, de que Dios contaba con él para una tarea muy particular. Pero no sabía cuál era. ¿Cómo encontrar una respuesta, dónde buscarla?”, se preguntaba el futuro Benedicto XVI. Y respondía: “Se puso a buscar sobre todo en la escucha de la palabra de Dios, en la Sagrada Escritura. No leyó la Biblia como un libro del pasado, ni como un libro de problemas sobre los que discutir, sino como una palabra actual, que habla al hombre de hoy; como una palabra en la que estamos nosotros, cada uno de nosotros, y en la que debemos buscar nuestro sitio, para encontrar nuestro camino” (Ratzinger, Homilía, 19-V-1992: Capucci, 2009, pp. 108-109). Esa fe, que en los años de preparación al sacerdocio se expresaba con las palabras del ciego Bartimeo, creció a lo largo de su caminar terreno. Una fe que era adhesión a la Palabra de Dios con todas las energías de su inteligencia, de su voluntad y de su corazón. Una fe contagiosa, que creaba en quienes le trataban una viva conciencia de la cercanía de Dios. Y, con la fe, la esperanza: no hay santidad si no se desarrolla una fe omnicomprensiva de la realidad, si no se fomenta –como la fuerza que impulsa el peregrinar de la criatura– la virtud de la esperanza. Apenas vislumbró su vocación, san Josemaría fue consciente de que la misión recibida era inmensamente superior a sus fuerzas. Por eso acudió con insistencia, sin abandonarlos jamás, a los únicos medios capaces de poner a nuestro alcance la omnipotencia divina: la oración y el sacrificio, y esto aun antes de fundar el Opus Dei. Innumerables testimonios documentan cómo fue mendigando, por los hospitales y los suburbios más abandonados de Madrid, las oraciones y el ofrecimiento a Dios del dolor de muchas gentes abandonadas, a las que llevaba el consuelo y el aliento de su asistencia sacerdotal. Nos sale al encuentro, de este modo, la virtud más característica de la vida cristiana, que constituye un trazo de especial trascendencia en el perfil espiritual de san Josemaría: la caridad, que en el sacerdote adquiere los contornos precisos de la caridad pastoral, pues nace de la conciencia de ser representante de Jesucristo, el Pastor supremo de las almas, que ha dado su vida por sus ovejas (cfr. Jn 10). Esta convicción sobrenatural le llevó a gastarse hasta el extremo en el ejercicio del ministerio, pues le urgía el Amor de Cristo (cfr. 2 Co 5, 14), el celo por la salvación de cada persona y de la humanidad entera; virtud pastoral, fuerte y perseverantemente alimentada en la Eucaristía y en la oración, que dio fecundidad de frutos a su ministerio. Este poderoso edificio teologal se apoyaba sobre el firme fundamento de la humildad, que, con la Tradición cristiana, consideró como medio y condición de eficacia. El apoyo en una fe recia, como base de la respuesta cristiana, soslaya el error de presentar la humildad como falta de aplomo o de iniciativa, como renuncia al ejercicio de derechos que son deberes. “Ser humildes –predicaba en una ocasión– no es ir sucios, ni abandonados; ni mostrarnos indiferentes ante todo lo que pasa a nuestro alrededor, en una continua dejación de derechos. Mucho menos es ir pregonando cosas tontas contra uno mismo. No puede haber humildad donde hay comedia e hipocresía, porque la humildad es la verdad” (Notas de una meditación, 25-XII-1972: AGP, Biblioteca, P09, 1995, 190-191). El perfil espiritual del sacerdote Josemaría quedaría incompleto si no señaláramos también –con palabras del decreto pontificio sobre la heroicidad de sus virtudes– que consideró el Sacrificio del Altar “como centro y raíz de la vida cristiana. Fue apóstol incansable del sacramento de la Penitencia (...). Aunque la fecundidad de su apostolado estaba a la vista de todos, se consideraba sólo un instrumento inepto y sordo, un fundador sin fundamento, un pecador que ama con locura a Jesucristo” (Congregación de las Causas de los Santos, Decreto, 9-IV-1990: Capucci, 2009, p. 83). 34 INTRODUCCIONES San Josemaría fue ante todo un cristiano y un sacerdote que asumió íntegramente su vocación cristiana y sacerdotal. El obispo de Madrid-Alcalá, don Leopoldo Eijo y Garay, a quien se debe la primera aprobación canónica del Opus Dei y que trató personalmente a san Josemaría durante años, escribía en 1943 unas líneas que resumen la figura sacerdotal del fundador de la Obra: “El Dr. Escrivá es un sacerdote modelo, escogido por Dios para santificación de muchas almas, humilde, prudente, abnegado, dócil en extremo a su Prelado, de escogida inteligencia, de muy sólida formación doctrinal y espiritual, ardientemente celoso, apóstol de la formación cristiana de la juventud estudiosa, y sin más mira ni afán que preparar para utilidad de la Patria, y servicio y defensa de la Iglesia, muchedumbre de profesionales intelectuales, que aun en medio del mundo no sólo lleven vida de santidad sino también trabajen con alma de apóstoles” (AVP, II, p. 716). 3. Su conciencia de fundador Desde el 2 de octubre de 1928, fecha de fundación del Opus Dei, la biografía de san Josemaría se identifica con la historia de la institución que ese día nació en el seno de la Iglesia. Si hasta entonces su oración había discurrido por los cauces marcados por dos jaculatorias –Domine, ut videam!, Domina, ut sit!–, una vez conocida la Voluntad de Dios, sus ansias se resumían en otras frases: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, Regnare Christum volumus!, Deo omnis gloria! A las tres aspiraciones se refiere el papa Juan Pablo II en las Litterae Decretales para la canonización del fundador del Opus Dei, donde escribió: “Su ardiente celo por las almas iba unido a una firme voluntad de servicio a la Iglesia y a una profunda devoción a la Virgen María. Regnare Christum volumus!: estas palabras resumen su constante preocupación pastoral por difundir, entre todos los hombres y mujeres, la llamada a participar, en Cristo, de la dignidad de los hijos de Dios. Hijos que viven sólo para servirle: Deo omnis gloria! Y todo esto en el contexto de las ocupaciones normales de cada día, por lo que con razón se le puede definir como «el santo de la vida ordinaria». En efecto, su vida y su mensaje han enseñado a una multitud inmensa de fieles –sobre todo laicos que trabajan en las más diversas profesiones– a convertir las tareas más comunes en oración, en servicio al prójimo y en camino de santidad” (Juan Pablo II, Litterae Decretales, 6-X-2002: Capucci, 2009, p. 130). “Un fundador sin fundamento”: así se definió personalmente cuando, en ocasiones, retornaba a la fecha fundacional. Y en los raros casos en que se refirió a sí mismo públicamente, no tenía reparo en afirmar: “Os abro mi alma, en la presencia de Dios, con la persuasión más absoluta de que no soy modelo de nada, de que soy un pingajo, un pobre instrumento –sordo e inepto– que el Señor ha utilizado para que se compruebe, con más evidencia, que Él escribe perfectamente con la pata de una mesa” (AD, 117). Una característica esencial de la figura del fundador, junto con el sentimiento de la más profunda indignidad, se revela en su honda convicción de hallarse en la tierra sólo para realizar la misión que el Señor le había encomendado. Desde el primer momento, se sabe patriarca de una gran familia sobrenatural que había de durar hasta el fin de los tiempos, a la que –con el paso de siglos– vendrían muchedumbres de hombres y de mujeres de todos los continentes, de todas las razas y condiciones sociales, movidos por el deseo de encarnar en sus vidas el espíritu que Dios le había entregado. No existía en su alma sombra de orgullo, sino una gratitud inmensa a Dios y una confusión ilimitada ante su bondad; por eso escribió al cabo de algunos años: “No puedo dejar de levantar el alma agradecida al Señor, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra (Ef 3, 15-16), por haberme dado esta paternidad espiritual, que, con su gracia, he asumido 35 INTRODUCCIONES con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla. Por eso, os quiero con corazón de padre y de madre” (Carta 6-V-1945, n. 23: AGP, serie A.3, 92-4-2). De esta aparente paradoja –saberse llamado a fundar el Opus Dei y considerar sinceramente que carecía de virtudes y de medios para cumplir la tarea– hizo mención el cardenal Joseph Ratzinger en la homilía antes citada. “Su fundación se llama Opus Dei, no Opus nostrum. No quiso crear una obra suya, la obra de Josemaría Escrivá; no pretendió construirse un monumento a sí mismo. «Mi obra no es mía», podía y quería decir en sintonía con Cristo, identificándose con Él (cfr. Jn 7, 16). No quería hacer algo propio, sino dejar sitio a Dios para que hiciera la Obra. Con certeza era también consciente de las palabras que Jesús nos dirige en el evangelio de San Juan: ésta es la obra de Dios, la fe (cfr. Jn 6, 29); es decir, sumergirse en Dios, para que Él pueda actuar a través de nosotros”. “De esta manera –continuaba el cardenal– se lleva a cabo una postrera identificación con otra frase de la Escritura. Las palabras de Pedro en el Evangelio de hoy se hacen suyas: «Homo peccator sum», soy un hombre pecador. Cuando nuestro Beato fue consciente de la pesca abundante de su vida, se asustó –como Pedro– al ver su miseria en comparación con lo que Dios había querido hacer en él y a través de él. Se llamaba a sí mismo «un fundador sin fundamento» y «un instrumento inepto»: bien sabía que no era él quien había hecho todo eso, que no podía haberlo hecho él, sino que era Dios quien había actuado, sirviéndose de un instrumento claramente inadecuado” (Ratzinger, Homilía, 19-V-1992: Capucci, 2009, p. 110). Después del 2 de octubre de 1928, no dejó el Señor de iluminar a san Josemaría con claridades nuevas, que le confirmaban en la misión recibida. En los primeros años, esas luces están relacionadas con aspectos basilares del espíritu del Opus Dei y del apostolado de sus fieles; por ejemplo, las que –en los primeros años treinta– se refieren a la conciencia profunda de ser hijos de Dios, a la tarea de poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas, a la seguridad de que la Obra saldrá siempre adelante afirmando el reinado de Jesucristo, etc. Tampoco faltaron gracias especiales encaminadas a fortalecer al fundador y a estimularle en su dedicación a la Obra, o para ayudarle a resolver aspectos concretos de la organización apostólica del Opus Dei. La iluminación del Cielo que “vio” el 2 de octubre de 1928 abarcó desde entonces toda la persona de san Josemaría, en sus componentes humanos y sobrenaturales. Las virtudes teologales y morales, que eran sustento de su vida de fiel cristiano y de sacerdote, se convirtieron en el sólido fundamento de su tarea como fundador, hasta la hora de su fallecimiento; de modo que toda la vida de san Josemaría tuvo carácter fundacional. “Hasta que yo muera –afirmó repetidas veces– la fundación está abierta”. Y así, la fe y la esperanza teologales se traducen en una seguridad plena de que el Opus Dei se hará como Dios quiere, obtendrá la configuración jurídica plenamente conforme a sus características y durará hasta el final de los tiempos; la caridad pastoral se reforzará a impulsos de una fecunda y dilatada paternidad; la humildad será la condición que permitirá al fundador “ocultarse y desaparecer”, para que sólo Jesús se luzca a través de su figura, de su ejemplo y de sus palabras; su devoción a la Sagrada Eucaristía, al Espíritu Santo, a la Santísima Virgen y a San José, a los Ángeles Custodios, conocerá nuevas y estupendas manifestaciones, en un crescendo de intimidad que le conducirá a los umbrales de la eternidad; y las virtudes morales que practicó, en su rica articulación al servicio de la santidad y del apostolado en medio del mundo, desplegarán con plenitud sus virtualidades, abriendo la senda que recorrerán innumerables personas a lo largo y a lo ancho de la historia. En esta línea, el primer sucesor de san Josemaría afirmaba: “La historia del Opus Dei es la historia de la expansión de esa realidad espiritual. Así empezó en 1928, y así es en 36 INTRODUCCIONES nuestros días. La Obra, esparcida hoy por los cinco continentes, nació ya con entraña universal. Su historia es (...) una trayectoria de fidelidad a Dios. Éste es también el resumen de la vida de nuestro Fundador, que supo transmitir esta llamada de Dios a muchos miles de hombres y de mujeres en todo el mundo” (Del Portillo, “El camino del Opus Dei”, en Rodríguez - Alves de Sousa - Zumaquero, 1985, p. 37). Concluyo esta breve introducción recurriendo a la Positio elaborada como paso previo a la beatificación y canonización de san Josemaría. Allí se resume su figura humana y sobrenatural con las siguientes palabras: “Enérgico y lleno de mansedumbre; muy humano y muy sobrenatural; dotado de una inteligencia brillante, de una voluntad operativa, de un corazón grande. Un hombre de vastos horizontes, siempre atento a valorar la importancia de las cosas pequeñas cotidianas; protagonista de experiencias místicas extraordinarias y, al mismo tiempo, fundamentado enteramente en la vida ordinaria; capaz de grandes sueños y, al mismo tiempo, sabiamente realista; con un ritmo increíble en el camino fundacional y paciente al mismo tiempo con las personas, cuidando las almas una a una; profundamente sacerdotal pero también «anticlerical». Aragonés típico, pero con espíritu universal; tan amante de la obediencia cuanto de la libertad; tradicional en ciertos aspectos, innovador y hasta revolucionario en otros. Éstas son algunas de las paradojas que caracterizaron el carácter vigorosamente unitario de Mons. Escrivá de Balaguer, que puede ser definido como un hombre heroicamente enamorado de Dios” (Positio sobre la vida y virtudes: Informatio, Heroísmo en general, p. 13). Bibliografía: Álvaro del Portillo, Intervista sul Fondatore dell’Opus Dei, Milano, Ares, 1992; Id., Una vida para Dios. Reflexiones en torno a la figura de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Discursos, Homilías y otros escritos, Madrid, Rialp, 1992; Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá. Entrevista con Salvador Bernal, Madrid, Rialp, 2000; Id., Por Cristo, con Él y en Él. Escritos sobre San Josemaría, Madrid, Palabra, 2007; Flavio Capucci, Josemaría Escrivá, santo. El itinerario de la causa de canonización, Madrid, Rialp, 2009; Rafael Serrano (ed.), Así le vieron. Testimonios sobre Monseñor Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1992; Aa.Vv., La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona, EUNSA, 1994; Aa.Vv., Die Welt, eine Leidenschaft: Charme und Charisma des seligen Josemaría Escrivá, St. Ottilien, EOS-Verlag, 1993; Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1976; Peter Berglar, Opus Dei. Leben und Werk des Gründers Josemaría Escrivá, Salzburg, Otto Müller, 1983; Hugo de Azevedo, Uma luz no mundo. Vida do Servo de Deus Monsenhor Josemaría Escrivá de Balaguer fundador do Opus Dei, Lisboa, Prumo-Rei dos Livros, 1988; Amadeo de Fuenmayor - Valentín Gómez-Iglesias - José Luis Illanes, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Pamplona, EUNSA, 1989, pp. 25-47; Michele Dolz, San Josemaría Escrivá. Un profilo biografico, Milano, Ares, 2002; Id., Mia madre la Chiesa. Vita di san Josemaría Escrivá, Cinisello Balsamo (Milano), San Paolo, 2008; François Gondrand, Au pas de Dieu, Paris, France-Empire, 1982; César Ortiz (Hrsg.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln, Adamas Verlag, 2002; Erik Kennet Palsson, Vagen till Opus Dei. 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Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, I-III, Madrid, Rialp, 1997-2003. + Javier ECHEVARRÍA 37 INTRODUCCIONES Exposición sintética de la vida de san Josemaría 1. Primeros años. 2. Formación y ordenación sacerdotales; primeros años de actividad pastoral. 3. La fundación del Opus Dei. 4. Primeros pasos en la fundación del Opus Dei. 5. Los inicios de la expansión del Opus Dei. 6. La marcha a Roma. 7. La expansión internacional del Opus Dei. 8. Últimos años. 9. Beatificación y canonización. En una de las primeras semblanzas biográficas publicadas sobre san Josemaría se señala que su vida viene a identificarse con la historia del Opus Dei: “el desarrollo de la Obra en todos los aspectos –escribe el autor– es la biografía misma de su Fundador” (Florentino Pérez-Embid, Forjadores del mundo contemporáneo, IV, Barcelona, Planeta, 1963, p. 621). En un acto In memoriam celebrado en el primer aniversario de su fallecimiento, su sucesor al frente del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo, hacía una declaración similar, con un tono netamente teológico: “La entera biografía de Monseñor Escrivá de Balaguer sólo puede explicarse y entenderse en el ámbito de un designio divino que, al atravesar toda su existencia, le configura como instrumento de Dios, escogido precisamente para recordar a la humanidad lo que, en su misma alma, Dios fue grabando de modo inequívoco”: la llamada universal a buscar la santidad personal en medio del mundo (Del Portillo, 1992, p. 19). El conjunto de las voces contenidas en el presente Diccionario, tanto las de carácter biográfico, como las de enfoque teológico y espiritual, contribuirán a dar razón de las afirmaciones que preceden. Los párrafos que siguen aspiran sólo a ofrecer una visión de conjunto de la vida de san Josemaría, a modo de punto de referencia, que ayude a situar históricamente lo que, con más detenimiento y detalle, será analizado y considerado en cada momento. 1. Primeros años Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás nació en Barbastro (Huesca, España) el 9 de enero de 1902. Su familia entronca, por ambas ramas, con la historia cultural y cristiana de España, así como con la personalidad y las tradiciones de Aragón. Encontró en sus padres –José Escrivá y Corzán y María de los Dolores Albás y Blanc– un claro ejemplo de fe y de piedad recia y sincera. En Barbastro recibió el Bautismo y completó su iniciación cristiana. Fue alumno del colegio de los Padres Escolapios, donde cursó la Enseñanza Primaria y comenzó los estudios de Bachillerato, que terminó en el Instituto Nacional de Logroño, ciudad a la que, en 1915, se trasladó su familia. José Escrivá y Dolores Albás tuvieron una primera hija, Carmen, nacida en 1899, a la que siguieron Josemaría y luego otras tres hermanas. Los inicios de la década de 1910 constituyeron un periodo de prueba para la familia, marcado por el fallecimiento de las tres hijas menores y por un fuerte revés económico que provocó la marcha desde Aragón a la cercana Rioja. Todo ello dejó huella en Josemaría, pero no agrió su carácter. Continuó siendo un joven de manera de ser espontánea y abierta, que prosiguió con aplicación sus estudios. A la edad de quince o dieciséis años, al contemplar un día de un crudo invierno las huellas dejadas por un carmelita descalzo en su camino por las calles nevadas de Logroño, sintió como un aldabonazo en lo más profundo de su alma. Comenzó entonces a sentir que Dios quería algo de él, pero no sabía lo que era. En esa tesitura decidió abandonar los proyectos profesionales que había venido considerando –estudiar Arquitectura–, para hacerse sacerdote, persuadido de que así podría ser instrumento plenamente disponible para el cumplimiento del querer de Dios. Siguió un 38 INTRODUCCIONES largo periodo de fe y de oración intensas, pidiendo a Dios que le manifestara ese querer que había barruntado, pero sin alcanzar todavía a percibirlo del todo. “¡Señor, que vea!”, “¡Señor, que sea!”, “!Señora, que sea!”, fueron durante años jaculatorias repetidas de continuo, bien expresivas de su vida de oración y de su firme determinación de poner por obra lo que Dios quisiera. 2. Formación y ordenación sacerdotales; primeros años de actividad pastoral En 1918 inició los estudios eclesiásticos, como alumno externo, en el Seminario de Logroño, y los prosiguió a partir de 1920 –ya como alumno interno– en Zaragoza, residiendo en el Seminario de San Francisco de Paula y acudiendo a las aulas del Seminario Conciliar, que tenía en aquel momento rango de Universidad Pontificia. En 1922 el cardenal arzobispo de Zaragoza, Mons. Juan Soldevilla, que apreció pronto sus cualidades espirituales y humanas, le confirió el cargo de Inspector en el Seminario de San Francisco de Paula, en el que ejerció durante dos años funciones de Superior. Paralelamente a los estudios teológicos, se cimentó su formación espiritual, con la frecuente lectura de grandes clásicos de la literatura espiritual y sobre todo con su oración personal: más de una noche pasó largas horas ante el sagrario de la iglesia del Seminario, en diálogo íntimo y sentido con el Señor; y sus visitas a la Virgen del Pilar, tan unida a la piedad zaragozana, fueron prácticamente diarias. Ya avanzados los estudios teológicos y obtenida la oportuna autorización de sus superiores, comenzó en 1923 los estudios de Derecho Civil en la Universidad de Zaragoza, que cursó aprovechando, primero, los periodos de vacaciones estivales y, después, el tiempo disponible una vez atendidas sus ocupaciones pastorales. La realización de los estudios de Derecho obedecía a un deseo manifestado por su padre, años atrás, cuando Josemaría le dio a conocer la decisión de hacerse sacerdote. La presencia en las aulas de la Facultad de Derecho y el trato con profesores y alumnos de ese centro docente, constituyeron, sin duda, una experiencia que contribuyó a enriquecer su personalidad y a prepararle para la orientación que posteriormente debería dar a su vida y a su actividad. Ordenado diácono el 20 de diciembre de 1924, recibió el presbiterado el 28 de marzo de 1925. Poco antes de su ordenación, en noviembre de 1924, había fallecido su padre. La familia –constituida por su madre, su hermana Carmen y un hermano pequeño, Santiago, nacido en 1919– dejó Logroño para trasladarse a Zaragoza, quedando a su cargo. Josemaría inició su ministerio sacerdotal en la parroquia de Perdiguera (de la diócesis de Zaragoza), y lo continuó luego en Zaragoza. Completada la licenciatura en Derecho, el deseo de obtener el doctorado –reservado entonces a la Universidad de Madrid, que tenía en aquel tiempo la condición de Universidad Central– le llevó, junto a otros factores, a trasladarse con su familia a la capital de España. En la primavera de 1927 se instaló definitivamente en Madrid, donde se hizo cargo de la capellanía del Patronato de Enfermos, labor asistencial de una congregación religiosa de reciente fundación, pero muy conocida en Madrid: las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón. La preparación de miles de niños para la primera Confesión y la primera Comunión y los recorridos por las barriadas populares de un Madrid en plena expansión, con los problemas sociales consiguientes, le ocuparon muchas horas de su intensa dedicación al ejercicio del ministerio. De hecho, desarrolló una incansable labor sacerdotal de atención a pobres y desvalidos de los barrios extremos de Madrid, así como a los incurables y moribundos de diversos hospitales de la ciudad. 39 INTRODUCCIONES Realizó a la vez los estudios necesarios para la obtención del doctorado en Derecho, llegando hasta la concreción, y recogida de algunos materiales, para la tesis doctoral. La necesidad de allegar fondos para sostener a su familia –en situación económica muy precaria–, le llevó a colaborar como profesor en una academia universitaria, la Academia Cicuéndez, especializada en los estudios jurídicos. Todo esto, unido a una oración perseverante y a una durísima mortificación y penitencia, hizo que aquellos años constituyeran una verdadera “prehistoria” del Opus Dei, es decir, un periodo de profundización espiritual que le preparaba para acoger lo que Dios se disponía a manifestarle. 3. La fundación del Opus Dei El 2 de octubre de 1928, durante unos ejercicios espirituales, el Señor le hizo ver con claridad lo que hasta ese momento sólo había barruntado. Nació así el Opus Dei, como realidad marcada a fuego en el alma de un joven sacerdote, que dedicó desde entonces a ese fin todas sus energías. En un primer momento, su natural humildad y una cierta prevención ante el proliferar de fundaciones, le llevaron a preguntarse si no existiría ya una institución que realizara los ideales que Dios le había mostrado. No obstante, desde el mismo 2 de octubre, comenzó a buscar a quienes pudieran entenderlo. Movido siempre por el Señor, el 14 de febrero de 1930 comprendió que debía extender también entre mujeres el espíritu y el apostolado que Dios le había dado a entender cuando le inspiró el Opus Dei. En esas mismas fechas percibió además que no había nada que correspondiera a lo que Dios deseaba de él. Se abría así en la Iglesia un nuevo camino, dirigido a promover, entre personas de todas las condiciones sociales, la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado, mediante la santificación del trabajo ordinario, en medio del mundo y sin cambiar de estado. También en 1930, el comentario incidental de una de las personas con las que hablaba (“¿cómo va esa obra de Dios?”, fue la pregunta que le dirigieron) le llevó a pensar que ese podría ser el nombre de la empresa apostólica que estaba llamado a promover. La expresión “Obra de Dios”, que él mismo había puesto por escrito anteriormente, manifestaba, de una parte, su profunda convicción de estar cumpliendo un querer divino, a la par que expresaba muy bien su contenido: vida ordinaria, trabajo profesional, convertido, por la oración y la entrega personales, en obra de Dios, en Opus Dei, operatio Dei, trabajo hecho cara a Dios y en servicio de todos los hombres. El núcleo del mensaje transmitido por el fundador del Opus Dei está constituido por el anuncio de la llamada universal a la santidad y, más concretamente, por el de la llamada a la plenitud de la vida cristiana (santidad y apostolado) en el ejercicio del trabajo profesional ordinario. Treinta años antes del Concilio Vaticano II, hablando de la plenitud de la vida cristiana, formulaba con sobrenatural audacia este juicio: “Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: «Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto»” (C, 291). La llamada universal a la santidad en el propio trabajo no supone –lo repitió muchas veces– una disminución de las exigencias y de los horizontes que evoca, en la conciencia cristiana, el vocablo “santidad”. Al contrario, implica recordar a todos y a cada uno de los hijos e hijas de la Iglesia, que a todos ellos, estén donde estén, sean cuales sean sus cualidades, les están dirigidas las palabras del Evangelio y la invitación a seguir a Cristo que deriva del Bautismo. La plenitud de vida cristiana habrá de alcanzarla, por tanto, el fiel corriente en el lugar y situación que tiene en la sociedad terrena, haciendo de su trabajo y de su vivir ordinarios –a imitación de la vida oculta de Cristo– ocasión de santidad y de servicio a Dios y a sus hermanos. 40 INTRODUCCIONES 4. Primeros pasos en la fundación del Opus Dei Ese fue el mensaje que, desde el 2 de octubre de 1928, difundió el fundador del Opus Dei entre las personas que había ido conociendo: de muchos y variados estratos sociales y culturales. Mientras tanto el contexto social en que desarrollaba su vida experimentó cambios y tensiones. La situación económica familiar continuaba siendo difícil, y España –y muy particularmente Madrid– conocía situaciones turbulentas y, en más de un aspecto, prerrevolucionarias. Cambiaron también sus encargos pastorales. En 1931, dejó el Patronato de Enfermos y asumió la función, primero de capellán y después, en 1934, de rector del Patronato de Santa Isabel. Allí, en la sacristía de la iglesia de Santa Isabel, después de celebrar la santa Misa, haciendo una oración personal especialmente viva, puso por escrito unos comentarios a los misterios del Rosario, que, con algunos retoques, se publicaron, primero a velógrafo en 1932 y luego, ya en imprenta, en 1934, con el título de Santo Rosario. Desde muy pronto (1930) había ido recogiendo, en algunos cuadernos, conclusiones o retazos de su oración personal, junto con experiencias surgidas de su labor apostólica. Reuniendo algunos de esos apuntes íntimos, compuso en 1932 una colección de pensamientos o puntos de meditación a los que puso por título Consideraciones espirituales; publicados a velógrafo y posteriormente (1934) a imprenta, constituyeron un apoyo eficaz para su apostolado y el de quienes le seguían. Revisados y completados con otros, esos puntos de meditación dieron lugar a una de sus obras más conocidas: Camino. Fue publicada por primera vez en 1939 y ha sido traducida a cincuenta idiomas, alcanzando una tirada que sobrepasa los cinco millones de ejemplares. Ya en 1935, aunque los miembros del Opus Dei eran todavía muy pocos (superaban apenas la docena), san Josemaría pensaba en la expansión desde Madrid a otras ciudades. El comienzo de la Guerra Civil española en julio de 1936 hizo imposible la realización de esos planes. Durante el tiempo que duró la contienda, ejerció su ministerio sacerdotal primero en Madrid –incluso con grave riesgo para su vida–, y más tarde, desde 1938, en Burgos, a donde llegó tras cruzar, a pie y no sin peligros –se estaba en plena guerra–, el Pirineo catalán. Ya en esta ciudad castellana se prodigó en esfuerzos para reanudar el contacto con quienes pertenecían al Opus Dei o participaban en sus medios de formación espiritual, y en otras actividades sacerdotales. Aprovechando las escasas posibilidades de tiempo de que disponía, decidió retomar el proyecto de la tesis doctoral en Derecho, pero centrándola no en el tema antes previsto –la documentación había quedado en Madrid y en gran parte se perdió–, sino sobre una interesante realidad eclesial referida precisamente a Burgos: la jurisdicción cuasi episcopal que ejerció la abadesa del monasterio de Las Huelgas durante siglos. En diciembre de 1939 presentó y defendió la tesis doctoral. Poco después decidió reanudar el trabajo de investigación, hasta llegar a una extensa monografía sobre el mismo tema, pero distinta de lo que había sido la tesis doctoral: el libro La Abadesa de Las Huelgas: estudio teológico-jurídico, aparecido en 1944, fue así la tercera de sus obras publicadas. 5. Los inicios de la expansión del Opus Dei La dura situación bélica había supuesto un freno al desarrollo apostólico, pero había contribuido a que se consolidara la vocación de sus primeros seguidores. La década de 1940 presencia una fuerte expansión del Opus Dei que, en poco tiempo, se implanta en algunas de las más importantes ciudades españolas. San Josemaría dedica parte principal de sus energías y de su tiempo a impulsar esa expansión y a cuidar de los que van lle41 INTRODUCCIONES gando, haciendo compatible con esa labor la predicación de numerosas tandas de ejercicios espirituales a sacerdotes: en esos tiempos de reconstrucción del tejido eclesial y de renovación espiritual, cuando hay que restañar las heridas que trajo consigo la guerra, diversos obispos, conocedores de su hondura sacerdotal, le pidieron su colaboración. No faltaron, sin embargo, desde entonces, duras contradicciones que san Josemaría sobrellevó con serenidad y acendrado espíritu sobrenatural. Contó siempre, en aquellas difíciles circunstancias, con el aliento y la bendición del Ordinario diocesano, el obispo de Madrid-Alcalá, don Leopoldo Eijo y Garay, que había seguido el desarrollo del Opus Dei desde su mismo inicio. Para mostrar públicamente ese apoyo, don Leopoldo otorgó al Opus Dei una primera aprobación escrita en 1941 y, en 1943, previa la conformidad de la Santa Sede, procedió a su erección canónica. 6. La marcha a Roma La conclusión en 1945 de la Segunda Guerra Mundial hizo posible pensar en la expansión universal del Opus Dei, iniciada ya, aunque limitadamente (Portugal e Italia), durante el conflicto. Esa expansión requería pasar del régimen diocesano al pontificio. Fue así como, en junio de 1946, san Josemaría viajó por primera vez a Roma, donde poco después, y hasta el final de sus días, fijó su residencia. En 1947 y 1950 Pío XII otorgó al Opus Dei las oportunas aprobaciones canónicas que permitieron no sólo su difusión universal, sino también que pudieran incorporarse al Opus Dei personas casadas, y que sacerdotes incardinados en muy diversas diócesis pudieran formar parte, con pleno respeto de la dependencia del propio obispo, de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, asociación intrínsecamente unida al Opus Dei. En 1982, ya fallecido el fundador, pero siguiendo un camino jurídico preparado y acariciado por él durante muchos años, el Opus Dei fue erigido por el Romano Pontífice como Prelatura personal, alcanzando así una configuración jurídica plenamente acorde a la realidad de su espíritu y de su actividad. 7. La expansión internacional del Opus Dei A lo largo de sus prolongados años romanos –desde 1946 a 1975–, san Josemaría estimuló y guió la expansión del Opus Dei en todo el mundo, prodigando sus energías para dar a sus fieles, hombres y mujeres, una sólida formación doctrinal, ascética y apostólica, que les permitiera santificar sus diversas profesiones y difundir, desde dentro de los más variados ambientes, el mensaje cristiano. La expansión fue de hecho muy rápida. En 1946 el Opus Dei se extiende a Gran Bretaña, Irlanda y Francia, llegando en años sucesivos a la mayoría de los países de la llamada entonces Europa Occidental (siendo la Oriental la que había quedado más allá del telón de acero). En 1948 comienza la labor en México y en Estados Unidos, y poco después en gran parte del resto de las naciones americanas. A finales de la década de 1950 y comienzos de los sesenta se inicia la presencia estable en Asia y en África: Japón, Filipinas, Kenya, Nigeria. La erección en 1948 y 1953 de dos Centros de formación con sede en Roma, uno para hombres y otro para mujeres –los Colegios Romanos de la Santa Cruz y de Santa María, respectivamente– había hecho posible la llegada a esa ciudad, para periodos más intensos de formación, de fieles de la Prelatura de todos los países. Ambos Colegios Romanos facilitaron un conocimiento directo e inmediato del fundador a amplios sectores de las primeras generaciones del Opus Dei; conocimiento del que también pudieron participar otras muchas personas, que acudieron –los viajes, sobre todo a partir de la 42 INTRODUCCIONES década de 1960, resultaban cada vez más fáciles– a la Ciudad Eterna y tuvieron así la posibilidad de encontrarle. Nombrado Prelado de Honor de Su Santidad –que implica el tratamiento de Monseñor– en 1947, san Josemaría fue Consultor de la Comisión Pontificia para la interpretación auténtica del Código de Derecho Canónico y de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades, así como Académico ad honorem de la Pontificia Academia Romana de Teología. Como fruto de su actividad sacerdotal y de su impulso espiritual y apostólico, numerosas personas se habían acercado a la fe católica o intensificado su vida cristiana. En el momento de su muerte, el Opus Dei contaba con más de 60.000 miembros de 80 nacionalidades y de las más variadas profesiones y condiciones sociales. Habían surgido además, siguiendo su inspiración y, en más de una ocasión, su consejo personal, diversas iniciativas apostólicas docentes, benéficas o asistenciales, entre las que cabe destacar las Universidades de Navarra (España) y de Piura (Perú), de las que san Josemaría fue el primer Gran Canciller. 8. Últimos años En 1959, Juan XXIII, que había sido elegido Romano Pontífice unos meses antes, anunció la convocatoria de un concilio ecuménico: el que sería el Vaticano II, cuya celebración se inició en 1962 para concluir en 1965. San Josemaría acompañó con su interés, su oración y su participación personal, los trabajos conciliares así como la publicación de los documentos que fueron aprobados y promulgados, de gran importancia para la vida de la Iglesia, en los cuales se recogían en diversos lugares aspectos centrales del espíritu del Opus Dei. Siguió también con intensidad, y en más de un momento con dolor, la crisis del período post-conciliar, especialmente a partir de 1968. La expansión del Opus Dei atrajo la atención hacia su fundador no sólo en los ambientes cristianos, sino también del conjunto de la sociedad y en consecuencia por parte de los medios de comunicación. En los años 1966 y siguientes, diversos periodistas de Francia, Estados Unidos, España e Italia, acudieron a san Josemaría solicitando entrevistas. Se trató en todos los casos de entrevistas amplias, que san Josemaría contestó con detenimiento. Uniendo esos textos, junto con una homilía pronunciada en 1967, se publicó, en 1968, otra de sus obras: Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer. Ese mismo año, consideró oportuno preparar, partiendo de las meditaciones que había predicado a lo largo de los años, de muchas de las cuales se conservaban transcripciones, diversas homilías, que entregó a la publicación. Ese es el origen de dos nuevos libros: Es Cristo que pasa, aparecido en 1973, y Amigos de Dios, publicado póstumo (1977) pero con textos ya preparados por él. Un origen análogo tienen otras obras editadas también poco después de su fallecimiento: Via Crucis (1981), Surco (1986) y Forja (1987). En la década de 1970, san Josemaría, que a lo largo de toda su vida había concebido la actividad del Opus Dei como una gran catequesis, desarrolló una intensa labor en esa línea: recibió en Roma numerosas visitas y realizó diversos viajes, que llamó de catequesis, por Europa y América (1970, 1972, 1974, 1975). Estos desplazamientos le permitieron reunirse con millares de personas, a las que, con palabra vibrante, procuraba trasmitir el amor a Dios, a Cristo, a la Virgen y a la Iglesia, que llenaba su propio corazón. Todo esto le supuso un esfuerzo considerable –su cuerpo llevaba las huellas de una vida larga y muy trabajada, cargada además de enfermedades–, pero no vaciló en dedicar todas sus energías al servicio de la Iglesia y de las almas. 43 INTRODUCCIONES El 26 de junio de 1975 entregó santamente su alma a Dios, después de una visita realizada al Colegio Romano de Santa María, desplomándose, como consecuencia de un ataque repentino al corazón, al entrar en la habitación donde habitualmente trabajaba. Moría así con la misma sencillez que había caracterizado toda su existencia. 9. Beatificación y canonización La fama de las virtudes heroicas del fundador del Opus Dei se ha extendido por todo el mundo y son innumerables las personas que acuden a su intercesión en petición de favores tanto materiales como espirituales. El 12 de mayo de 1981 se inició en Roma su causa de beatificación y canonización. Después del estudio riguroso de su vida y de sus escritos, y de la prueba de un milagro obrado por su intercesión, Juan Pablo II lo beatificó el 17 de mayo de 1992 en Roma, ante una muchedumbre que llenaba la plaza de San Pedro. Después de la aprobación de un nuevo milagro, fue canonizado solemnemente por el Papa, el 6 de octubre de 2002, ante una muchedumbre que superaba a la anterior, alcanzando casi el medio millón de personas, cifra que venía a rubricar la amplitud de la devoción a san Josemaría Escrivá en todo el mundo; y, realidad aún más importante, el eco alcanzado por la predicación de la llamada universal a la santidad en todos los ambientes y en todas las latitudes, a la que el fundador del Opus Dei había dedicado la totalidad de su vida. En su predicación, san Josemaría Escrivá –son palabras, pronunciadas por Juan Pablo II el 6 de octubre de 2002, durante la solemne Misa de canonización– no cesaba de invitar a que “la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios y la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una única existencia «santa y llena de Dios»” (Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 35 [2002], p. 204). Estas afirmaciones constituyen un buen resumen del mensaje de san Josemaría y, a la vez, de su figura, ya que mensaje, actividad sacerdotal y figura humana estuvieron en él fundidas en unidad. Constituyen, por eso, un buen colofón para la síntesis biográfica que precede. Bibliografía: Nos limitamos a indicar algunos de los escritos de carácter testimonial o biográfico publicados hasta ahora; en las diversas voces del Diccionario podrá encontrarse una bibliografía más detallada: Peter Berglar, Opus Dei. Vida y obra del fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 20026; Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1976; Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá. Entrevista con Salvador Bernal, Madrid, Rialp, 2000; François Gondrand, Al paso de Dios. Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 19926 ampl. y rev.; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1989; Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá, Barcelona, Plaza & Janès, 1995; Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, I-III, Madrid, Rialp, 1997-2003. José Luis ILLANES 44 INTRODUCCIONES Descripción general del Opus Dei 1. Naturaleza y fines. 2. El espíritu. 3. Los fieles y sus compromisos. 4. Actividad. 5. Organización y gobierno. 6. Algunos hitos históricos. “El Opus Dei es una Prelatura personal compuesta a la vez de clérigos y laicos, para realizar peculiares tareas pastorales bajo el régimen de su propio Prelado” (Statuta, 1 § 1), que se rige por el derecho común de los cánones 294-297 del Codex Iuris Canonici (en adelante CIC) y por las normas de la Constitución Apostólica Ut sit, del 28 de noviembre de 1982. Esta configuración canónica corresponde al deseo del fundador, san Josemaría, que desde los inicios de la Obra buscó un marco jurídico que se acomodara plenamente al espíritu y a los modos apostólicos del Opus Dei. Una prelatura personal está dotada de estatutos propios (c. 295 § 1 CIC), que, en el caso que nos interesa, se denominan Codex iuris particularis seu Statuta Praelaturae Sanctae Crucis et Operis Dei (Statuta). Han sido dados por la Santa Sede, y rigen la organización de la Prelatura y sus relaciones con las Iglesias particulares y las Conferencias Episcopales de los lugares en los que desempeña sus tareas pastorales. En cuanto estructura jerárquica erigida por la Santa Sede, tiene como cabeza a un Prelado que es su Ordinario propio; es decir, goza de jurisdicción ordinaria y propia que abarca los aspectos y personas –clérigos y laicos–, que constituyen el ámbito de la misión específica de la Prelatura. La praxis seguida por la Santa Sede en relación con la Prelatura del Opus Dei ha implicado la ordenación episcopal del Prelado. 1. Naturaleza y fines El 2 de octubre de 1928, mientras estaba haciendo unos ejercicios espirituales en Madrid, Josemaría Escrivá de Balaguer recibió de Dios un nuevo carisma para el bien de la Iglesia. El Opus Dei, según sus palabras, nació “para contribuir a que esos cristianos, insertos en el tejido de la sociedad civil –con su familia, sus amistades, su trabajo profesional, sus aspiraciones nobles–, comprendan que su vida, tal y como es, puede ser ocasión de un encuentro con Cristo: es decir, que es un camino de santidad y de apostolado. Cristo está presente en cualquier tarea humana honesta: la vida de un cristiano corriente –que quizá a alguno parezca vulgar y mezquina– puede y debe ser una vida santa y santificante” (CONV, 60). Con ocasión de una Misa que celebró en el Campus de la Universidad de Navarra, en octubre de 1967, reafirmaba: “debéis comprender ahora con una nueva claridad que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir” (CONV, 114). El núcleo del mensaje del Opus Dei, tal como san Josemaría lo “vio” y lo entendió, es la proclamación de la llamada a la santidad en medio de los quehaceres de la vida ordinaria, vivida con naturalidad, sin estridencias, permaneciendo cada uno en su sitio. Este programa hunde sus raíces en el Evangelio. Jesucristo nos invita: “Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Por eso, san Josemaría decía del espíritu del Opus Dei que “es viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo” (CONV, 24). La santidad en las mil circunstancias diarias es un camino real, accesible a gente de todas las condiciones sociales, que ennoblece la vida del hombre y 45 INTRODUCCIONES le traza una vía segura de encuentro con el Señor: “No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo” (CONV, 114). La vida cristiana supone seguir a Cristo tan de cerca como le siguieron sus apóstoles, procurar imitarle en la aceptación amorosa de la Voluntad de su Padre, que le llevó a compartir las condiciones ordinarias de la existencia humana en los largos años de Nazaret y, finalmente a entregar su vida por nosotros en la Cruz. Esta imitación supone familiarizarse con la vida del Señor, que nos enseña cómo amar y servir a su Padre en una entrega que hace referencia a todas las incidencias de la vida cotidiana. San Josemaría enseñó a meterse en las escenas del Evangelio para ser un personaje más; por ejemplo, al referirse a la casa de Betania, el hogar de las hermanas de Lázaro, decía: “os ensimismaréis como María, pendiente de las palabras de Jesús o, como Marta, os atreveréis a manifestarle sinceramente vuestras inquietudes, hasta las más pequeñas” (AD, 222). Vista así, “la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día” (CONV, 116), realizando lo normal y cotidiano con amor, atención al detalle y al servicio, ofreciéndolo a Dios. De esa manera el cristiano llegará a ser contemplativo en medio del mundo. La misión del Opus Dei consiste en fomentar en sus fieles y en todos los que participan en sus actividades apostólicas el deseo de vivir plenamente su vocación cristiana en el mundo, sabiendo que Dios los llama allí donde se encuentran. De ese modo descubrirán “la grandeza de la vida corriente” (título de una de las homilías recogidas en Amigos de Dios) y aspirarán a hacer bien, con perfección humana, la labor profesional y afrontarán con serenidad y presencia de Dios los afanes de cada día y, de esa forma, podrán santificarse y contribuir con el ejemplo y con la palabra a “santificar a los demás” (AD, 18), aspecto éste último decisivo, ya que la santidad no puede darse sin un afán apostólico constante. Desde el comienzo de su actividad fundacional, san Josemaría estuvo en estrecha unión con la Jerarquía eclesiástica, concretamente, por lo que a los primeros años se refiere, con el obispo de Madrid, al que tuvo siempre informado. Su hondo sentido teológico y jurídico le hacía percibir con claridad que la novedad que implicaba el Opus Dei no tenía fácil acomodo en la legislación canónica entonces vigente, de modo que para llegar a una solución jurídica adecuada sería necesario proceder mediante pasos sucesivos. De hecho, el itinerario jurídico fue largo: aprobación diocesana en 1941; erección diocesana en 1943; aprobaciones pontificias en 1947 y 1950; y nuevo planteamiento de la cuestión a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta con vistas a adquirir una configuración plenamente conforme a la naturaleza secular del Opus Dei. Fue lo que acabó ocurriendo el 28 de noviembre de 1982 con la erección de la Obra como Prelatura personal, momento que el fundador no pudo ver en la tierra, pero que había preparado con su oración y con su trabajo. En esa nueva fecha quedó confirmada la aprobación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz como asociación intrínsecamente unida al Opus Dei, a la que pueden pertenecer sacerdotes incardinados en diversas diócesis, manteniendo la plena dependencia respecto del propio obispo diocesano. 46 INTRODUCCIONES 2. El espíritu El Opus Dei tiene un espíritu específico, plenamente secular, que impulsa a hombres y mujeres, solteros y casados, laicos y sacerdotes seculares, en unidad de vocación y con los mismos medios ascéticos, a santificar las condiciones ordinarias de su vida en el mundo, convirtiéndolas en medio y ocasión –más aún, en materia– de santidad y de apostolado. Lo propio de los fieles del Opus Dei, repitió muchas veces el fundador, consiste en santificar la vida ordinaria, santificarse en la vida ordinaria y santificar a los demás con la vida ordinaria. No es por eso sorprendente que Juan Pablo II, el día siguiente a su canonización, calificara a san Josemaría como “el santo de lo ordinario”. Ese espíritu implica algunos rasgos característicos, de los que a continuación, y de forma muy breve, enumeramos algunos: – Un hondo sentido de la filiación divina que, con palabras del fundador, “llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo” (ECP, 65). – Vida contemplativa, es decir, de trato con Dios en medio del mundo y de los afanes diarios. La vida contemplativa es un don de Dios, pero también gracia a la que el alma se dispone con un plan de vida que implique orden, momentos de oración, esfuerzo para purificar los sentidos, las potencias y las facultades. De esa forma, “la oración se hace continua, como el latir del corazón, como el pulso” (ECP, 8), y llega un momento en que la “vida interior –contemplativa, en mitad de la calle– toma ocasión y aliento de la misma vida externa, del trabajo de cada uno” (Carta 15-X-1948: OIG, p. 267). – Santificación del trabajo profesional. “El espíritu del Opus Dei recoge la realidad hermosísima (…) de que cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino” (CONV, 55); “vuestra vocación profesional, hijos míos, es parte de vuestra vocación divina, porque Dios Nuestro Señor quiere que santifiquéis la profesión, os santifiquéis en la profesión y santifiquéis a los demás con la profesión. Esta ha sido mi enseñanza desde 1928” (Carta 6-V-1945, n. 16: AGP, serie A.3, 92-7-2). – La consideración del matrimonio como vocación divina y la santificación de la vida familiar. La mayoría de los fieles del Opus Dei “viven en el estado matrimonial y, para ellos, el amor humano y los deberes conyugales son parte de la vocación divina. El Opus Dei ha hecho del matrimonio un camino divino, una vocación (…). El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado –con la gracia de Dios– todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive” (CONV, 91). – Unidad de vida. Unir el trabajo y todas las demás actividades (u obligaciones) en el esfuerzo por alcanzar la santidad y en el empeño apostólico contribuye a crear lo que san Josemaría calificó como “unidad de vida”. “La santidad y el apostolado forman una sola cosa con la vida de los socios de la Obra, y por eso el trabajo es el quicio 47 INTRODUCCIONES de su vida espiritual. Su entrega a Dios se injerta en el trabajo” (CONV, 70). Oración, familia, profesión, distracciones, apostolado, relaciones sociales, etc., llegan a ser vasos comunicantes. Oración, trabajo y apostolado forman una unidad que tiene como elemento unificador el amor de Dios y el espíritu de servicio a los demás. – Secularidad, es decir, el modo de comportarse propio de quien vive en el mundo, en las condiciones de la vida ordinaria, uno más entre los hombres, sus iguales. La secularidad, tal y como la entiende el espíritu del Opus Dei, “no se queda en una táctica pastoral o apostólica; es concretamente el lugar donde nos coloca el Señor, bien metidos en su Corazón, para hacer su Obra, para santificar este mundo, en el que compartimos las alegrías y las tristezas, los trabajos y las distracciones, las esperanzas y las faenas cotidianas de los demás ciudadanos, nuestros iguales”; significa por tanto “una connatural participación en lo más serio de la vida: en el trabajo bien realizado, en el buen cumplimiento de las obligaciones familiares y sociales, en la participación en los dolores de los hombres y en los esfuerzos por construir en paz y de cara a Dios la ciudad terrena” (Del Portillo, Carta 28-XI-1982, n. 47: IJC, p. 445). – Libertad personal en todas las cuestiones profesionales, sociales, culturales, políticas y temporales en general. “Cada fiel de la Prelatura, dentro de los límites de la doctrina católica en materia de fe y costumbres, goza de la misma plena libertad de la que gozan los demás ciudadanos católicos” (Statuta, 88 § 3). Ese amor y defensa de la libertad es una consecuencia de la mentalidad secular inherente al Opus Dei, que lleva a cada fiel a formar rectamente su conciencia y a determinarse libremente y bajo su responsabilidad. “El Opus Dei no interviene para nada en política; es absolutamente ajeno a cualquier tendencia, grupo o régimen político, económico, cultural o ideológico. Sus fines (…) son exclusivamente espirituales y apostólicos. (…) El respeto de la libertad de sus socios es condición esencial de la vida misma del Opus Dei” (CONV, 28). En consecuencia “el pluralismo [en las cuestiones temporales] es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado” (CONV, 67). – Amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, característica fundacional que san Josemaría resumía en la jaculatoria Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! (“todos con Pedro –el Papa– a Jesús por María”). Resaltaba así el carácter fuertemente eclesial del Opus Dei, cuyo único deseo es “servir a la Iglesia, como Ella quiere ser servida, dentro de la peculiar vocación que hemos recibido de Dios” (citado en IJC, p. 564). Amor y servicio a la Iglesia que se traducen en el conocimiento y estudio del dogma y de la moral católica, y en la adhesión al magisterio eclesiástico, para estar así en condiciones de desempeñar la propia tarea de forma que contribuya a la santificación de los demás y a la difusión del espíritu cristiano. “Con nuestro trabajo laical y secular –afirmaba el fundador–, contribuimos al servicio de cada diócesis, y a mejorar la vida espiritual de los fieles. (…) Trabajamos en las diócesis en la misma dirección que los Revmos. Ordinarios, y en las diócesis queda el fruto de nuestro trabajo” (citado en IJC, p. 410). – Amor vivo a Cristo y a Santa María. “Considerad conmigo esta maravilla del amor de Dios: el Señor que sale al encuentro, que espera, que se coloca a la vera del camino, para que no tengamos más remedio que verle (…). Cristo nos quiere con el cariño inagotable que cabe en su Corazón de Dios” (ECP, 59). Y a ese amor debe corresponder el cristiano con la meditación de la vida de Cristo, la participación en la santa Misa, la devoción a la Eucaristía… Y el trato confiado con María Santísima, bajo cuyo manto –gustaba recordar el fundador– “ha nacido y ha crecido” el Opus Dei. 48 INTRODUCCIONES – Amor a la Cruz y espíritu de mortificación. “En la Pasión, la Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. La Cruz es el emblema del Redentor: in quo est salus, vita et resurrectio nostra: allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección” (VC, II Estación). Por eso es propio del cristiano amar la Cruz, aceptar con fe y visión sobrenatural el dolor y el sufrimiento que, de una forma u otra se hacen presentes en toda vida humana, y practicar el espíritu de mortificación, que san Josemaría sitúa no tanto en las grandes penitencias, cuanto en las pequeñas renuncias que suelen pasar desapercibidas: “una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia” (F, 149); perseverar “en el trabajo comenzado: cuando se hace con ilusión, y cuando resulta cuesta arriba” (F, 409), etc. – Alegría. El que se deja conducir por el Espíritu Santo nota “el gozo y la paz, la paz gozosa, el júbilo interior con la virtud humana de la alegría. Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42 [Vg 41], 2). (…) El Espíritu Santo, con el don de piedad, nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios. Y los hijos de Dios, ¿por qué vamos a estar tristes? La tristeza es la escoria del egoísmo; si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias” (AD, 92). Una alegría y una paz que, lógicamente, tienden a manifestarse, comunicándose a los demás; de ahí que san Josemaría dijera que los fieles del Opus Dei deben ser “sembradores de paz y alegría” (ECP, 168). 3. Los fieles y sus compromisos ¿Quiénes pertenecen al Opus Dei? Contesta el mismo fundador: una gran variedad de cristianos, “hombres y por mujeres –de diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas– que viven de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad repito, experimentando con los demás hombres, codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano consciente, sin mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas, mientras procuran detectar los brillos divinos que reverberan en las realidades más vulgares” (CONV, 119). Todos los que se incorporan al Opus Dei lo hacen “movidos por la misma vocación divina” (Statuta, 6). Esta llamada a la santidad en medio del mundo es igual para todos: hombres y mujeres, casados y célibes, laicos y sacerdotes, jóvenes y ancianos… No existen “clases” o “niveles” de entrega en el Opus Dei. Existen solamente diversos modos de vivir una misma vocación según las condiciones y circunstancias de cada uno: solteros o casados, jóvenes o menos jóvenes, etc. Todos se comprometen por igual a vivir con plenitud su vocación bautismal según el carisma del Opus Dei, asumiendo con libertad personal y responsabilidad también personal las obligaciones que supone su entrega en este camino de santidad en la Iglesia. En suma, la vocación al Opus Dei es una concreción o determinación de la vocación cristiana: “hemos sido llamados a la Obra, para dar doctrina [la enseñanza de la Iglesia] a todos los hombres, haciendo un apostolado laical y secular, por medio y en el ejercicio del trabajo profesional de cada uno, en las circunstancias personales y sociales en que se encuentra, precisamente en el ámbito de esas actividades temporales, dejadas a la libre iniciativa de los hombres y a la responsabilidad personal de los cristianos” (Carta 2-X-1939, n. 3: AGP, serie A.3, 91-5-2). 49 INTRODUCCIONES La incorporación al Opus Dei se realiza por una declaración formal de un representante de la Prelatura y del interesado ante dos testigos (cfr. Statuta, 27). El interesado manifiesta libremente su firme decisión de buscar la santidad con todas sus fuerzas y de hacer apostolado según el espíritu del Opus Dei, y se compromete, por una parte, a permanecer bajo la jurisdicción del Prelado y de los que le asisten en el gobierno en lo que se refiere al fin de la Prelatura y, por otra parte, a cumplir todos los deberes de su condición de fiel del Opus Dei y a observar las normas de la Prelatura en materia de espíritu y de apostolado. Por su parte, la Prelatura se compromete a proporcionarle una formación doctrinal, espiritual, ascética y apostólica continua, a facilitar la ayuda específica de los sacerdotes de la Prelatura, y a cumplir las demás obligaciones derivadas de las normas referidas a sus fieles (cfr. Le Tourneau, 2006, pp. 98-99). El Opus Dei tiene carácter universal e internacional: su mensaje no conoce fronteras; “No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros” (ECP, 106). Esto hace también que la Obra sea como una gran familia: “Somos una familia de vínculo sobrenatural” (Carta 29-IX-1957, n. 76: OIG, p. 296). Los fieles del Opus Dei tienen un numerador variadísimo y amplísimo –todas las cuestiones opinables–, y un denominador común decisivo –la fe y el espíritu del Opus Dei–. “Se han unido sólo para seguir un camino de santidad, bien definido, y colaborar en determinadas obras de apostolado. Sus compromisos recíprocos excluyen cualquier tipo de interés terreno, por el simple hecho de que en este campo (…) son libres, y por tanto cada uno va por su propio camino, con finalidades e intereses distintos y en ocasiones contrapuestos” (CONV, 67). Un pequeño porcentaje del total de los fieles célibes de la Prelatura recibe la ordenación sacerdotal; ejercen su ministerio sacerdotal principalmente en servicio de los fieles de la Prelatura, sin detrimento de colaborar, de la manera oportuna, con las necesidades de las iglesias locales en las que se encuentran. Todos ellos forman parte, desde el momento de su ordenación, de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, a la que también pueden asociarse, como ya quedó dicho, los sacerdotes diocesanos para recibir ayuda espiritual según el espíritu del Opus Dei y, por tanto, estímulo en su vocación sacerdotal, amor a la diócesis, unión con el propio obispo, sentido de fraternidad con los demás sacerdotes. 4. Actividad “Dentro de la llamada universal a la santidad –escribía san Josemaría–, el miembro del Opus Dei recibe además una llamada especial, para dedicarse libre y responsablemente, a buscar la santidad y hacer apostolado en medio del mundo, comprometiéndose a vivir un espíritu específico y a recibir, a lo largo de toda su vida, una formación específica” (CONV, 61). En coherencia con esta realidad, la actividad fundamental del Opus Dei consiste en ofrecer a sus fieles y a las otras personas que se acercan a su labor apostólica los medios de los que precisa cada uno para santificarse y santificar a los demás; un hondo conocimiento de la fe y de la moral católica y una ayuda espiritual que impulsa a buscar la identificación con Cristo y a sentir la responsabilidad de darlo a conocer. San Josemaría otorgaba la primacía al apostolado personal y más específicamente al “apostolado de amistad y de confidencia” (CONV, 62), es decir, a la acción apostólica que brota del interés sincero por el bien de cada persona, y se basa en el ejemplo y en la palabra que abre nuevos horizontes de vida. “Vive tu vida ordinaria; trabaja donde estás, procurando cumplir los deberes de tu estado, acabar bien la labor de tu profesión 50 INTRODUCCIONES o de tu oficio, creciéndote, mejorando cada jornada. Sé leal, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegre. Ese será tu apostolado. Y, sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con una conversación natural, sencilla –a la salida del trabajo, en una reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte– charlaréis de inquietudes que están en el alma de todos” (AD, 273). “Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo... Todo eso es «apostolado de la confidencia»” (C, 973). De este apostolado personal nace una pluralidad de iniciativas evangelizadoras promovidas por los fieles del Opus Dei, los cooperadores –católicos o no– y otras gentes deseosas de colaborar en la promoción humana, intelectual y espiritual de la persona. El espíritu del Opus Dei sensibiliza y recuerda a todos la necesidad de ofrecer una respuesta cristiana a los problemas de nuestro mundo. Se trata de iniciativas de ciudadanos responsables en aplicación de sus derechos en la sociedad humana y eclesial. La Prelatura, mediante acuerdos con los promotores, puede ofrecer ayuda espiritual y atención sacerdotal, e incluso asumir la vivificación cristiana de la iniciativa, pero no interviene en la dirección de estas actividades, que corresponde a los que las promueven y llevan a cabo. Para que la Prelatura facilite esa ayuda, debe tratarse de iniciativas de claro interés social y apostólico. Por lo demás, estas iniciativas se regulan a través del régimen legal y fiscal de los respectivos países. Su financiación es la misma que la de otras instituciones semejantes. 5. Organización y gobierno Aun cuando el Opus Dei concede una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de sus fieles, un mínimo de organización es necesario, más aún tratándose de una circunscripción eclesiástica, es decir, de una parte de la organización de la misma Iglesia. La finalidad peculiar de la Prelatura del Opus Dei –la promoción de la santidad y el apostolado en medio del mundo– determina toda su organización: el impulso, las actividades apostólicas, etc. El Prelado, como ordinario propio de la Prelatura, y sus Vicarios, desempeñan su cargo de gobierno con la cooperación de los correspondientes Consejos (a nivel internacional o regional), formados en su mayoría por laicos. La Prelatura se distribuye en áreas llamadas Regiones. Al frente de cada Región se encuentra un Vicario Regional con distintos Consejos para las mujeres y los hombres. Algunas Regiones se subdividen, a su vez, en Delegaciones con idéntica estructura. Finalmente, a nivel local existen los Centros de la Prelatura, que organizan los medios de formación y la ayuda espiritual de los fieles de la Prelatura de ese ámbito. El Prelado, o sus Vicarios, designan uno o varios sacerdotes de su presbiterio para la atención pastoral de los Centros. La labor del Opus Dei no va en detrimento de las diócesis en las que está presente, sino que, al contrario, promueve y refuerza las orientaciones de los respectivos obispos. En efecto, la potestad del Prelado no entra en colisión con la de los obispos diocesanos, sino que facilita que los fieles laicos del Opus Dei, que siguen siendo fieles de sus correspondientes diócesis al igual que los demás fieles, estén unidos al Obispo diocesano, de modo que profundicen en el conocimiento de sus disposiciones y orientaciones para que cada uno las lleve a la práctica en sus circunstancias familiares, profesionales y sociales. 51 INTRODUCCIONES Los Estatutos de la Prelatura del Opus Dei establecen el modo de la armónica coordinación de su labor con las diócesis en cuyo ámbito territorial se inserta. Entre otros aspectos, no se inicia la labor del Opus Dei ni se procede a la erección canónica de un Centro sin el consentimiento previo del obispo diocesano. Además, las autoridades regionales de la Prelatura informan regularmente de esa labor a los obispos y mantienen relaciones habituales con ellos, así como con los miembros y con los cargos directivos en la Conferencia Episcopal. 6. Algunos hitos históricos 1928. 2 de octubre: San Josemaría recibe la inspiración divina para fundar el Opus Dei. 1930. 14 de febrero: Mientras celebra la Misa, Dios le hace entender que en el Opus Dei pueden ser admitidas también las mujeres. 1933. En Madrid se abre el primer Centro del Opus Dei, la Academia DYA, dirigida especialmente a estudiantes, donde se imparten clases de Derecho y Arquitectura. En 1934 se convierte en residencia universitaria. 1936. Guerra Civil española: la persecución religiosa obliga a san Josemaría a refugiarse en diversos lugares. El proyecto de extensión de la labor a otras ciudades (concretamente Valencia y París) se ve frenado. 1937. El fundador, junto con algunos fieles del Opus Dei, cruza los Pirineos por Andorra, huyendo de la persecución religiosa. En 1938 fija su residencia en Burgos, donde reanuda el trabajo apostólico. 1939. San Josemaría regresa a Madrid y comienza la expansión del Opus Dei por otras ciudades de España. 1941. 19 de marzo: El obispo de Madrid, Mons. Leopoldo Eijo y Garay, concede la primera aprobación diocesana del Opus Dei. 1943. 14 de febrero: De nuevo durante la Misa –como en 1930– Dios hace ver a san Josemaría una solución jurídica que permitirá la ordenación sacerdotal de fieles laicos provenientes del Opus Dei: la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. 1944. 25 de junio: El obispo de Madrid ordena a los tres primeros miembros del Opus Dei que acceden al sacerdocio: Álvaro del Portillo, José María Hernández Garnica y José Luis Múzquiz. 1945. Acabada la Segunda Guerra Mundial, comienza la expansión fuera de España, concretamente por Europa: Portugal, Italia y Gran Bretaña (1946), Francia e Irlanda (1947), Alemania (1952), Suiza (1956), Austria (1957), Holanda (1959) y Bélgica (1965). 1946. Josemaría Escrivá de Balaguer se traslada a vivir a Roma, donde fijará la sede central del Opus Dei. 1947. 24 de febrero: La Santa Sede otorga la primera aprobación pontificia. 1948. Se prepara la expansión apostólica por América: México y Estados Unidos (1949), Chile y Argentina (1950), Colombia y Venezuela (1951), Guatemala y Perú (1953), Ecuador (1954), Uruguay (1956), Brasil y Canadá (1957), El Salvador (1958), Costa Rica (1959), Paraguay (1962) y Puerto Rico (1969). 52 INTRODUCCIONES 1948. 29 de junio: El fundador erige el Colegio Romano de la Santa Cruz por el que pasarán a partir de entonces numerosos fieles varones del Opus Dei, que reciben una profunda formación en el espíritu del Opus Dei, al tiempo que realizan estudios en diversos ateneos pontificios romanos. 1950. 16 de junio: Pío XII concede la aprobación definitiva del Opus Dei como instituto secular. Esta aprobación permite que sean admitidas en el Opus Dei personas casadas y que se adscriban a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz sacerdotes del clero diocesano. 1952. Creación en Pamplona (España) del Estudio General de Navarra, que luego se convertirá en Universidad de Navarra. 1953. 12 de diciembre: Erección del Colegio Romano de Santa María, Centro dedicado a proporcionar una intensa formación espiritual, teológica y apostólica a mujeres del Opus Dei de todo el mundo. 1956. En el Congreso General celebrado en Einsiedeln se decide que el Consejo General –que hasta entonces, con autorización de la Santa Sede, se encontraba en Madrid– se traslade a Roma. 1958. Comienza la expansión por Asia, África y Oceanía: Japón y Kenya (1958), Australia (1963) y Filipinas (1964). 1963-1965. Se celebra el Concilio Vaticano II, cuyo desarrollo san Josemaría siguió muy de cerca con su oración y colaboración, pues recibió a numerosos Padres conciliares, y facilitó nombres de fieles del Opus Dei con los que se pudiera contar si fuera necesario (de hecho, don Álvaro del Portillo desempeñó, como perito, un papel destacado). 1965. 21 de noviembre: Pablo VI inaugura el Centro ELIS, una iniciativa para la formación profesional de jóvenes en la periferia de Roma, con una parroquia confiada por la Santa Sede al Opus Dei. 1969. Congreso General Especial del Opus Dei en Roma, con objeto de estudiar su transformación en prelatura personal, figura jurídica prevista por el Concilio Vaticano II y que parecía adecuada al fenómeno pastoral del Opus Dei. 1970. San Josemaría viaja por primera vez a América, concretamente a México, a donde acude para rezar en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. 1972. Mons. Escrivá de Balaguer recorre España y Portugal en un viaje de catequesis de dos meses de duración. 1974. Viaje de catequesis del fundador del Opus Dei a seis países de América del Sur: Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador y Venezuela. 1975. Viaje de catequesis del fundador a Venezuela y Guatemala. 26 de junio: Josemaría Escrivá de Balaguer fallece en Roma. En ese momento pertenecen al Opus Dei unas 60.000 personas de los cinco continentes. A la muerte de san Josemaría es elegido como sucesor don Álvaro del Portillo, el 15 de septiembre de 1975. El 28 de noviembre de 1982 el Opus Dei es erigido como prelatura personal y Álvaro del Portillo es nombrado su primer prelado; el 6 de enero de 1991 es ordenado obispo. Durante su mandato tuvo lugar la beatificación (17-V-1992) de Josemaría Escrivá de Balaguer, realizada por Juan Pablo II. 53 INTRODUCCIONES En 1994 fallece en Roma Mons. Álvaro del Portillo. El 20 de abril de 1994 es nombrado prelado Mons. Javier Echevarría; es ordenado obispo el 6 de enero de 1995. El 6 de octubre de 2002 Juan Pablo II procedió a la solemne ceremonia de canonización de san Josemaría, en la plaza de San Pedro, en Roma. Durante todos estos años ha proseguido la expansión internacional del Opus Dei: Bolivia (1978), Congo, Costa de Marfil y Honduras (1980), Hong-Kong (1981), Singapur y Trinidad-Tobago (1982), Suecia (1984), Taiwan (1985), Finlandia (1987), Camerún y República Dominicana (1988), Macao, Nueva Zelanda y Polonia (1989), Hungría y Checoslovaquia (1990), Nicaragua (1992), India e Israel (1993), Lituania (1994), Estonia, Eslovaquia, Líbano, Panamá y Uganda (1996), Kazakhstán (1997), Sudáfrica (1998), Croacia y Eslovenia (2003), Letonia (2004), Rusia (2007), Indonesia (2008), Corea del Sur y Rumanía (2009) y Sri Lanka (2011). Bibliografía: Statuta Operis Dei o Codex iuris particularis seu Statuta Praelaturae Sanctae Crucis et Operis Dei, en OIG, pp. 309-346 y en IJC, pp. 628-657; IJC, passim; OIG, passim; Peter Berglar, Opus Dei. Vida y obra del fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1984; Rafael Gómez Pérez, El Opus Dei. Una explicación, Madrid, Rialp, 1992; Dominique Le Tourneau, El Opus Dei, Barcelona, Oikos-Tau, 1986; Id., El Opus Dei. Informe sobre la realidad, Madrid, Rialp, 2006; Vittorio Messori, Opus Dei. Una investigación, Barcelona, Ediciones Internacionales Universitarias, 1994; Beat Müller, Datos informativos sobre la Prelatura del Opus Dei, Oficina de Información de la Prelatura del Opus Dei en España, Madrid, 2005; Giuseppe Romano, Chi, come, perché, Cinisello Balsamo (Milano), San Paolo, 1994. Dominique LE TOURNEAU 54 A ABANDONO Confianza y convicción de que Dios Padre coloca a cada uno donde le conviene: “A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres. Mi experiencia sacerdotal me ha confirmado que este abandono en las manos de Dios empuja a las almas a adquirir una fuerte, honda y serena piedad, que impulsa a trabajar constantemente con rectitud de intención” (AD, 143). 1. Confianza plena en Dios. 2. Abandono en su Voluntad aceptándola por entero. 3. Abandono y medios humanos. En las enseñanzas de san Josemaría el abandono proviene de la seguridad de que Dios es un Padre que nos ama y lo puede todo (cfr. ECP, 128). Supone, de una parte, reconocer la sabiduría y el poder de Dios, y, respecto a nosotros, tener conciencia de nuestra nada y nuestras miserias (cfr. Urbano, 1994, p. 389). Por tanto, por grandes que sean las propias limitaciones, y justamente porque se tienen, el cristiano debe abandonarse en Dios y confiar en Él: “Espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. –Él obrará, si en Él te abandonas” (C, 731). 2. Abandono en su Voluntad aceptándola por entero En los escritos de san Josemaría, se muestra con claridad que el abandono exige fortaleza, reciedumbre, humildad; no es un mero dejarse llevar, actitud pasiva, sino que como se lee en la cita anterior, empuja a adquirir una fuerte, honda y serena piedad, y exige “rendir la inteligencia y el corazón” (Artículos del Postulador, 425). 1. Confianza plena en Dios Como toda la Tradición cristiana, san Josemaría une el abandono a la humildad: “Le decías: “No te fíes de mí... Yo sí que me fío de ti, Jesús... Me abandono en tus brazos: allí dejo lo que tengo, ¡mis miserias!” –Y me parece buena oración” (C, 113). Y lo relaciona con la filiación divina y la vida de infancia. Es el abandono y la confianza del niño que considera que su Padre es la mayor defensa y seguridad ante cualquier peligro. San Josemaría, maestro de la infancia espiritual, dirá que la oración sencilla y confiada es “demostración evidente de confiado abandono” (AD, 296). El abandono conduce a aceptar y cumplir la Voluntad de Dios. Hay dos jaculatorias muy repetidas por san Josemaría, que reflejan esta actitud, en especial cuando ese abandono se hace particularmente difícil. De la primera da testimonio un punto de Camino: “¿Estás sufriendo una gran 55 ABANDONO tribulación? –¿Tienes contradicciones? Di, muy despacio, como paladeándola, esta oración recia y viril: “Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. –Amén. –Amén.” Yo te aseguro que alcanzarás la paz” (C, 691). El uso de esta oración está atestiguado desde 1928. El propio autor explicó en alguna ocasión el lugar que ocupaba en su vida interior: “me da gozo y paz la recitación del «hágase» o «fiat», esa jaculatoria solidísima que nos hace identificarnos con la Voluntad de Dios”; y hay diversos textos en los que se manifiesta cómo acudía a su recitación para aceptar las penas: “¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?... ¿No ves que lo quiere tu PadreDios..., y Él es bueno..., y Él te ama –¡a ti solo!– más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?” (F, 929). dono, así serán siempre todas mis Cruces” (Apuntes íntimos, n. 429: AVP, I, p. 400). Su aguda conciencia de la importancia de la aceptación y abandono en la cruz le lleva a decir que si no hay alegría en la cruz es que ha fallado el abandono: cuando flaquea el abandono, “perdida entonces la alegría, siento el peso de la Cruz” (CECH, p. 791). “Ese abandono es precisamente la condición que te hace falta para no perder en lo sucesivo tu paz” (C, 767), y “el abandono en la Voluntad de Dios es el secreto para ser feliz en la tierra. –Di, pues: “meus cibus est, ut faciam voluntatem ejus” –mi alimento es hacer su Voluntad” (C, 766). San Josemaría fundamenta el abandono en el sentido de la filiación divina, que, íntimamente ligado a la identificación con la cruz, es el rasgo en el que se apoyan los diferentes aspectos característicos de su figura humana y sacerdotal (cfr. Echevarría, 2005, p. 101). Como recoge un documento pontificio, san Josemaría “puso en el sentido de la filiación divina en Cristo el fundamento de una espiritualidad en la que la fortaleza de la fe y la audacia apostólica de la caridad se conjugan armónicamente con el abandono filial en Dios Padre” (Decreto sobre las virtudes heroicas del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, p. 1453). Otra oración abundantemente repetida por san Josemaría está recogida en un texto de Via Crucis: “Me has dicho: Padre, lo estoy pasando muy mal. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, sólo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella, ... déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno. Y quédate tranquilo” (VC, VII Estación). 3. Abandono y medios humanos El abandono exige lucha interior, desprendimiento del propio yo; no es, como ya decíamos, un simple dejarse llevar, pasivo, o una especie de providencialismo quietista: “Hasta llegar al abandono hay un poquito de camino que recorrer. Si aún no lo has conseguido, no te preocupes: sigue esforzándote. Llegará el día en que no verás otro camino más que Él –Jesús–, su Madre Santísima, y los medios sobrenaturales que nos ha dejado el Maestro” (VC, IV Estación). El abandono que enseña es un abandono que lleva a aceptar la Voluntad de Dios, también cuando implica cruz, y a amarla; es decir, que exige reciedumbre, fortaleza, para confíar en Dios, y para que el sufrimiento que pueda experimentarse, no sólo no inquiete o angustie, sino que dé paz y alegría. “Jesús, ahora que realmente la Cruz es sólida, de peso, arregla las cosas de modo que nos llena de paz. Señor, ¿qué Cruz es ésta? Una Cruz sin Cruz. Con tu ayuda, conociendo la fórmula del aban- En algunos momentos de su vida san Josemaría consideró como muestra de 56 ACADEMIA Y RESIDENCIA DYA ACADEMIA Y RESIDENCIA DYA confianza contar a Dios sus problemas sin pedirle nada y dejarle hacer: “ya no debo pedir nada a Jesús: me limitaré a darle gusto en todo y a contarle las cosas, como si Él no las supiera, lo mismo que un niño pequeño a su padre” (Apuntes íntimos, n. 416: AVP, I, p. 400). Sin embargo, en otra etapa de su vida espiritual, en su enseñanza habitual recalcaba que abandonarse no era dejar de luchar –una actitud así llevaría, no al abandono sino a la acedia–, e insistía en la importancia de la oración de petición y en el deber de poner todos los medios humanos, todo el empeño posible, abandonando el resultado, el éxito o el fracaso en las manos de Dios: “Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan” (S, 860). Vio siempre un ejemplo de esta actitud en san José, que, como manifiestan los Evangelios, “se abandonó sin reservas en las manos de Dios”, fue dócil a los planes que Dios le iba comunicando, poniendo a su servicio el entendimiento, y una actitud activa (cfr. ECP, 42). 1. Precedentes. 2. La Academia. 3. La Academia y Residencia. DYA –siglas de “Derecho y Arquitectura”– es el nombre que dio san Josemaría Escrivá de Balaguer a la primera obra corporativa o iniciativa apostólica de carácter institucional del Opus Dei. Comenzó en diciembre de 1933 con la apertura de una academia de preparación universitaria en la calle Luchana de Madrid. En octubre de 1934 se trasladó a la calle Ferraz, 50, donde se amplió con una residencia universitaria. Allí permaneció dos cursos académicos hasta que, en el mes de julio de 1936, cambió de sede, esta vez al número 16 de la misma calle Ferraz. Ese mismo mes estalló la Guerra Civil española y DYA fue clausurada. 1. Precedentes San Josemaría difundió el mensaje de la llamada universal a la santidad desde el comienzo del Opus Dei. Lo llevó a cabo a través de la amistad, la dirección espiritual y la predicación. Sus primeros destinatarios fueron las personas que se acercaban a él: alumnos que frecuentaban la Academia Cicuéndez, donde san Josemaría daba clases de Derecho Romano; sacerdotes seculares, conocidos por motivos pastorales en Madrid; y jóvenes profesionales que acudían a su encuentro buscando una orientación espiritual. Voces relacionadas: Filiación divina; Infancia espiritual; Voluntad de Dios. Bibliografía: AD, 142-153; ECP, 39-56; VC, passim; AVP, passim; CECH, passim; Congregación para las Causas de los Santos, “Decreto sobre las virtudes heroicas del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer”, 9-IV-1990, AAS, LXXXII (1990), pp. 1450-1455; Javier Echevarría, “El Santo de la vida ordinaria. La figura de San Josemaría Escrivá de Balaguer en los textos magisteriales”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 40 (2005), pp. 101129; Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá, Barcelona, Plaza & Janès, 1994. El crecimiento de su trabajo sacerdotal hizo que fuese muy conveniente la adquisición de un local donde pudiera formar mejor a las personas que se mostraban interesadas en conocer y vivir el espíritu del Opus Dei. A esta necesidad se unieron otras razones que dieron lugar al proyecto de DYA. Por una parte, san Josemaría llegó a la conclusión de que, para alcanzar lo antes posible el horizonte universal del Opus Dei, debía prestar mayor atención a la labor apostólica con universitarios. Por Ana DE ZABALLA BEASCOECHEA 57 ACADEMIA Y RESIDENCIA DYA otra, deseaba que las personas que recibieran formación cristiana a través de la Obra lo hicieran a título personal, sin constituir parte de una asociación religiosa o grupo; sólo les uniría el deseo de formar su conciencia en las verdades de la fe y del espíritu de santidad en medio del mundo que difundía el Opus Dei. El alquiler mensual de la Academia se cubrió gracias al dinero aportado por san Josemaría, los primeros del Opus Dei que eran profesionales –sobre todo Isidoro Zorzano y José María González Barredo– y los donativos de alguna familia conocida. La Academia estaba formada por seis habitaciones –una sala de estudio, un aula, una sala de visitas y tres despachos– más una cocina y un baño. San Josemaría llevó allí algunos muebles de la casa de su madre y unos cuantos enseres más que le dio una amiga de su familia. También se buscaron muebles de segunda mano y otros objetos en el Rastro de Madrid. El despacho que utilizaba el sacerdote tenía una mesa-buró pequeña, una lámpara y dos o tres asientos; sobre la pared había una cruz de palo, sin crucifijo y, cercano a esta pared, un reclinatorio. Allí recibía a los estudiantes que deseaban conversar con él o confesarse. En el verano de 1932, san Josemaría consideró la idea de abrir una academia privada de preparación universitaria. Sería una iniciativa secular, no eclesiástica. Y se registraría civilmente, de modo que no provocara alarma el hecho de que un grupo de universitarios se reuniese en un local, cosa que podía ser vista con suspicacia por la autoridad civil debido a la convulsa situación que atravesaba España en ese momento. A lo largo del curso 1932-1933, san Josemaría impulsó la apertura de esa academia universitaria. El comienzo de su labor de formación con gente joven a través de clases o círculos de formación cristiana, y la participación de dichos jóvenes en las catequesis para niños le ayudaron a conocer personas que más tarde acudirían a la academia. El nombre que pensó para el centro académico fue DYA: las siglas, que hacían referencia a las clases de “Derecho y Arquitectura”, fueron para san Josemaría y para los primeros miembros del Opus Dei un acto de fe. DYA –les dijo Escrivá– significaba para ellos “Dios y Audacia”. La Academia pronto comenzó sus actividades. Se dieron clases particulares de algunas asignaturas de los cursos preparatorios de Arquitectura. Los estudiantes que acudían escucharon con frecuencia que, si deseaban colaborar para que reinase el espíritu cristiano en la sociedad, necesitaban una sólida preparación profesional. A eso debían aspirar los católicos que se dedicasen al desarrollo de la cultura y la ciencia: “Antes, como los conocimientos humanos –la ciencia– eran muy limitados, parecía muy posible que un solo individuo sabio pudiera hacer la defensa y apología de nuestra Santa Fe. Hoy, con la extensión y la intensidad de la ciencia moderna, es preciso que los apologistas se dividan el trabajo para defender en todos los terrenos científicamente a la Iglesia. –Tú... no te puedes desentender de esta obligación” (C, 338, que recoge un texto de junio de 1932). Es más, debían entender que su actividad académica era el campo donde Dios les llamaba a dar lo mejor de sí mismos: “Si has de servir a Dios con tu inteligencia, para ti estudiar es una obligación 2. La Academia Después de numerosas búsquedas, san Josemaría encontró un local adecuado en un bajo de la calle Luchana, 33, esquina a la de Juan de Austria. El inmueble se alquiló a nombre de Isidoro Zorzano, uno de los primeros fieles del Opus Dei. La bendición de la sede de la Academia DYA tuvo lugar el 8 de diciembre de 1933. Ricardo Fernández Vallespín, estudiante del último año de Arquitectura, fue nombrado director de esta iniciativa. 58 ACADEMIA Y RESIDENCIA DYA 3. La Academia y Residencia grave” (C, 336, que cita un texto de enero de 1934). Al poco tiempo de abrir la Academia, san Josemaría propuso a los miembros de la Obra que iniciasen una residencia de estudiantes en el siguiente curso académico. Con fe en Dios y en sus palabras, asintieron a este nuevo reto apostólico. En el mes de septiembre de 1934, alquilaron tres pisos de la calle Ferraz, 50, al propietario del inmueble, Javier Bordiú, un ingeniero de Minas que vivía en la planta principal del mismo edificio. Dos de los pisos se destinaron a la Residencia y el tercero a albergar la Academia. Las dificultades económicas para sacarlo adelante fueron enormes. San Josemaría consultó y consiguió que su familia destinara una parte de su patrimonio –la herencia recién recibida de un hermano de don José Escrivá– para sufragar este proyecto. Los pocos miembros de la Obra que trabajaban, como Ricardo Fernández Vallespín, Isidoro Zorzano o José María González Barredo, aportaron el dinero que les fue posible. Con todo, la ropa de cama para la Residencia se tuvo que comprar a crédito en unos grandes almacenes, y los muebles se fueron adquiriendo a medida que iban llegando los residentes y pagaban sus matrículas de ingreso. San Josemaría coordinó y muchas veces dirigió la formación cristiana que se impartía en la Academia. Dio numerosas clases de formación cristiana –varias cada semana– e impulsó a los asistentes a participar en actividades de carácter social y obras de misericordia como las catequesis o las visitas a enfermos. Un sacerdote amigo suyo, Vicente Blanco, impartió un curso sobre apologética para universitarios. Además, Escrivá repartió entre los chicos dos folletos que había redactado. Uno se titulaba Consideraciones espirituales, el precedente de Camino. Tenía 246 máximas espirituales a las que añadió 87 más en junio de 1933. El otro folleto era Santo Rosario, que había editado por primera vez en febrero de 1932. San Josemaría creó un ambiente familiar que resultaba agradable a quien pasaba por la Academia. Pedía a los chicos que acudían que estuviesen unidos en el amor de Jesucristo. Hizo poner en un cuadro las palabras de la Última Cena: “Un Mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros” (Jn 13, 34-35). Unos amigos fueron trayendo a otros, y llegaron a ser más de ochenta los chicos que participaron en alguna reunión de carácter formativo, tanto profesional como religioso, durante los nueve meses en los que la Academia estuvo abierta en la calle Luchana. Los acontecimientos políticos y sociales también hicieron mella en la Residencia DYA. La Revolución de Octubre de 1934 paralizó Madrid los primeros días de ese mes, y retrasó el inicio de las clases en la Universidad. Cuando comenzaron, sólo un estudiante había pedido plaza en la Residencia. En el mes de enero de 1935, los residentes eran ocho. Ricardo Fernández Vallespín, que era el director, tuvo que cancelar el alquiler del piso de la Academia porque no podían afrontar ese gasto, y ésta pasó a los locales de la Residencia. En el mes de abril las cosas comenzaron a mejorar, pues llegaron a los catorce residentes. Cuando llegó el verano de 1934, san Josemaría quiso continuar el trato con los que frecuentaban la Academia. Nació así la idea de Noticias, unas hojas multicopiadas que se distribuían entre los estudiantes que iban por DYA y que daban noticias de unos y otros. De este modo, se mantenía el contacto entre todos durante la pausa estival. Esta idea se volvió a repetir el año siguiente, cuando ya estaba en marcha la Residencia. La mejora coincidió con la realización de un sueño acariciado largamente por san Josemaría: por primera vez iba a tener a Je59 ACADEMIA Y RESIDENCIA DYA sús Sacramentado en un Centro del Opus Dei. Después de conseguir los oportunos permisos en el obispado de Madrid-Alcalá, se erigió un oratorio en la Residencia. El 31 de marzo de 1935, san Josemaría celebró la Misa y se dejó reservado el Santísimo. Fue un día de gran alegría. Mes y medio más tarde, comentaba: “Desde que tenemos a Jesús en el Sagrario de esta Casa, se nota extraordinariamente: venir Él, y aumentar la extensión y la intensidad de nuestro trabajo” (AVP, I, p. 546). tudiantes que hacían cursos preparatorios en Arquitectura, Ingeniería o Medicina. Un folleto impreso ese curso explicaba que la Residencia “pretende dar a los estudiantes una eficaz formación religiosa, profesional y física” (Martín de la Hoz - Revuelta Somalo, 2008, p. 301). La formación religiosa se realizó a través de diversos medios como las clases de formación cristiana, las meditaciones o los retiros mensuales. Más de cien jóvenes participaron en estas actividades. Con la experiencia que iba adquiriendo, a la que se unía su vida de oración, san Josemaría redactó la Instrucción sobre la obra de San Rafael, destinada al trabajo apostólico con la juventud; está fechada el 9 de enero de 1935. También hubo encuentros formativos con jóvenes profesionales con la idea de comenzar la obra de San Gabriel, destinada a personas que ya iniciaban su actividad profesional; en muchos casos con el matrimonio como horizonte. El comienzo del curso académico 1935-1936 en DYA fue diferente al del año anterior. Las veinte plazas de la Residencia se ocuparon desde el principio, y los amigos y conocidos que iban y venían fueron numerosos. Se hizo necesario habilitar un piso para la Academia y, al no encontrarse libre el que había alquilado el año anterior, Ricardo Fernández Vallespín encontró otro en la misma calle Ferraz, 48. Más de ciento cincuenta chicos participaron a lo largo de ese año académico en cursos de formación profesional o cristiana. De entre éstos, algunos se habían acercado a la Obra en el verano de 1935, como Álvaro del Portillo o José María Hernández Garnica, y otros lo hicieron antes de fin de año, como Pedro Casciaro o Francisco Botella. El 2 de mayo, san Josemaría, Ricardo Fernández Vallespín y José María González Barredo fueron a Ávila para agradecer a Dios, a través de la Virgen, los favores que habían recibido ese año. Hicieron una romería al santuario de Sonsoles. Ese día, san Josemaría estableció que fuese una costumbre del Opus Dei que todos sus fieles hicieran una romería cada mes de mayo. Los universitarios que iban por DYA tenían ideas políticas diversas, sin que hubiese entre ellos personas que defendieran a partidos contrarios a la Iglesia. El contraste entre la agitada situación política del momento y la calma de la Residencia les llamaba la atención. Por indicación expresa de san Josemaría, en las reuniones colectivas de los residentes no se hablaba de política. Emiliano Amann, un chico de Bilbao de dieciséis años que estudiaba el curso preparatorio de Arquitectura y vivía en DYA, recordaba tiempo después “la verdadera vida de familia que existía en aquella Residencia de Ferraz 50; el modo extraordinario de vivir la fraternidad entre todos, superando las diferencias regionales y políticas propias de aquellos años en La vida académica fue un punto de apoyo firme, tanto para los residentes como para los amigos y conocidos, que pasaban numerosas horas estudiando en las habitaciones o en la biblioteca de la Academia. Tenían muy presente lo que san Josemaría había publicado en Consideraciones espirituales: “Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración” (texto inspirado en uno anterior que san Josemaría había redactado en julio de 1932; luego pasó a ser el número 335 de Camino). También se dieron clases en la Academia, sobre todo a jóvenes es60 ACCIONES DE GRACIAS España; el ambiente de estudio que reinaba en la Residencia y la ayuda y consejo que nos proporcionaban los que estaban en cursos superiores” (Martín de la Hoz Revuelta Somalo, 2008, p. 313). Los residentes aprendieron a convivir, y disfrutaron de momentos de esparcimiento, sobre todo con las excursiones –la primera de ese curso fue al monasterio de El Escorial– y algunos ratos de deporte. diante en la Residencia DYA. Cartas de Emiliano Amann a su familia (1935-1936)”, SetD, 2 (2008), pp. 299-358. José Luis GONZÁLEZ GULLÓN ACCIONES DE GRACIAS 1. El reconocimiento de los dones divinos, condición del progreso espiritual. 2. Importancia de las acciones de gracias. Después del triunfo del Frente Popular en las elecciones generales de febrero de 1936, la inestabilidad social creció. El “pistolerismo” –asesinatos a sangre fría perpetrados en la calle y a plena luz del día– se hizo tristemente frecuente. Aunque la situación exigía prudencia, san Josemaría no dejó de impulsar el desarrollo del Opus Dei. Concretamente pensó que había llegado el momento de abrir dos Centros más, uno en París y otro en Valencia. En el mes de junio, Isidoro Zorzano fue nombrado director de DYA, y Ricardo Fernández Vallespín se fue a Valencia para empezar una residencia semejante en aquella ciudad. También durante ese mes –el día 17– se firmó la escritura de compra de la que iba a ser la nueva sede de DYA: el inmueble de la calle Ferraz, 16. Pero, cuando estaban acabando de trasladarse de la antigua sede a la nueva, comenzó la Guerra Civil. Los posteriores destrozos que sufrió el edificio, que se encontraba muy cerca de la primera línea de defensa del frente de Madrid, hicieron imposible que DYA volviese a la vida después del conflicto armado. Acabada la Guerra, en 1939 fue sustituida por la Residencia Universitaria Jenner. En la teología moral, el agradecimiento se considera como parte potencial de la virtud de la justicia. Según san Josemaría, la justicia nos lleva a considerar nuestra dependencia de Dios y a reconocer los abundantes bienes que nos concede, para llenarnos de agradecimiento y de deseos de responder a un Padre que nos ama hasta la locura; esto suscita el espíritu de piedad filial que nos hará tratar a Dios con ternura de corazón (cfr. AD, 167). Sintetiza así su honda comprensión de las relaciones entre agradecimiento, amor de Dios y filiación divina. Y, a la vez, ayuda a percibir que, como consecuencia de la universal paternidad de Dios, la virtud cristiana de la justicia nos empuja a mostrarnos agradecidos, afables, y generosos con los demás (cfr. AD, 169). 1. El reconocimiento de los dones divinos, condición del progreso espiritual Los escritos de san Josemaría destacan que la persona agradecida posee una honda humildad personal (cfr. ECP, 3) y la conciencia de su propia pequeñez (cfr. F, 174), que le hace recibir todo como un don inmerecido (cfr. F, 365), ya sea una alegría o una pena, venga de Dios o, aparentemente, de los hombres (cfr. C, 658 y C, 894). Al percibir el don recibido, esta persona es consciente del amor que el don expresa, y responde con un amor agradecido que se vierte en acciones de gracias (cfr. F, 904). La clave, por tanto, de las acciones de gracias propias de la virtud del agradecimien- Voces relacionadas: Actividad del Opus Dei; Fernández Vallespín, Ricardo; Instrucciones (obra inédita); Madrid (1927-1936). Bibliografía: AVP, I, pp. 508-594; Constantino Ánchel, “Fuentes para la historia de la Academia y de la Residencia DYA”, SetD, 4 (2010), pp. 45101; John F. Coverdale, La fundación del Opus Dei, Madrid, Ariel, 2002; José Carlos Martín de la Hoz - José María Revuelta Somalo, “Un estu- 61 ACCIONES DE GRACIAS to es el amor; el amor humano que responde al Amor divino (cfr. VC, V Estación). favorable y ante lo adverso: «¡Qué bueno eres! ¡Qué bueno!...». Esa frase, bien sentida, es camino de infancia, que te llevará a la paz, con peso y medida de risas y llantos, y sin peso y medida de Amor” (C, 894). La Tradición cristiana concede gran importancia a las acciones de gracias en la liturgia. San Josemaría se hace eco de esa praxis invitando a agradecer el don que Dios hace de sí mismo en la Eucaristía (cfr. F, 27; F, 304; ECP, 88) y en los demás sacramentos (cfr. F, 11; C, 521); y llama incluso a romper a cantar (cfr. C, 523-524) en unión con la liturgia celestial (cfr. Ap 1, 6; 4, 11; 5, 13). Subraya especialmente la importancia de la acción de gracias después de la Comunión: “El amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la Eucaristía” (ECP, 92). La invitación a agradecer y a amar la Cruz como don de Cristo (cfr. C, 773, 776) tiene un profundo sentido, pues pone de relieve un elemento importante en el progreso espiritual, la identificación con Cristo: “Ut in gratiarum semper actione maneamus! Dios mío, gracias, gracias por todo: por lo que me contraría, por lo que no entiendo, por lo que me hace sufrir. Los golpes son necesarios para arrancar lo que sobra del gran bloque de mármol. Así esculpe Dios en las almas la imagen de su Hijo. ¡Agradece al Señor esas delicadezas!” (VC, VI Estación; cfr. F, 609). El agradecimiento, la acción de gracias a Dios, debe expresarse en un amor manifestado en obras y verdad (cfr. F, 866), en obras de servicio (cfr. F, 891), en propósitos eficaces de mejora (cfr. C, 298; F, 279), y en apostolado (cfr. S, 2, 184; F, 27). Sólo así se corresponde sinceramente y de veras al gran amor que Dios nos tiene como hijos suyos. Hemos de agradecer, con nuestro amor, el amor que llevó a Cristo a encarnarse, a vivir y a morir por todos los hombres (cfr. S, 813). “¿Quieres saber cómo agradecer al Señor lo que ha hecho por nosotros?... ¡Con amor! No hay otro camino. Amor con amor se paga. Pero la certeza del cariño la da el sacrificio. De modo que ¡ánimo!: niégate y toma su Cruz. Entonces estarás seguro de devolverle amor por Amor” (VC, V Estación). Diversos autores espirituales han relacionado el agradecimiento con el don de la piedad y la acción del Espíritu Santo en el alma, destacando la llamada oración de agradecimiento, también fuera de la liturgia. En esa línea, san Josemaría anima a fomentar la actitud constante de acción de gracias, poniendo el fundamento de esta práctica de piedad en el sentido de la filiación divina. El cristiano que se sabe hijo de Dios Padre en el Hijo, movido por el Espíritu Santo, es capaz de vivir en constante agradecimiento filial y humilde hacia su Padre, y manifiesta así su conciencia de la presencia amorosa de su Padre y de los dones divinos en todo lo que le acontece (cfr. AD, 44-45, 149; F, 173, 221, 365; C, 608). En los escritos de san Josemaría se enumeran muy diversos motivos para dar gracias a Dios, desde lo más humano y fácil (cfr. F, 16, 19, 174; S, 85; AD, 247), hasta la vocación a la santidad (cfr. ECP, 32; F, 279, 904; S, 454; C, 913), e incluso la tentación (cfr. F, 313) o el fracaso (cfr. C, 404); o como hacen los niños: “¿Has presenciado el agradecimiento de los niños? –Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo 2. Importancia de las acciones de gracias El crecimiento en santidad presupone el agradecimiento, el reconocimiento efectivo de los dones de Dios, percibiendo su amor en todo lo que acontece a la persona. Y ese agradecimiento está llamado a expresarse a través de las acciones de gracias. 62 ACTIVIDAD DEL OPUS DEI Esa espiral continua –del Amor gratuito de Dios al amor agradecido a Dios– lleva a la unión definitiva del hijo de Dios con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Así se realizó en la vida de san Josemaría como lo atestiguan unas palabras pronunciadas el 27 de marzo de 1975, víspera del cincuenta aniversario de su ordenación sacerdotal, a sólo tres meses de su fallecimiento: “Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado. Antes de repetir ahora ese grito litúrgico –gratias tibi, Deus, gratias tibi!– te lo venía diciendo con el corazón… pues no tenemos motivos más que para dar gracias… un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno… dar gracias, que es una obligación capital. No es una obligación de este momento… es un deber constante, una manifestación de vida sobrenatural, un modo humano y divino a la vez de corresponder al Amor tuyo, que es divino y humano” (citado en Bernal, 1976, pp. 116-118). ACTIVIDAD DEL OPUS DEI Voces relacionadas: Contemplativos en medio del mundo; Oración; Presencia de Dios. 1. Una actividad doble 1. Una actividad doble. 2. Actividades para hombres y para mujeres. 3. Actividad relativa a la formación individual. 4. Actividad relativa a los apostolados asociados. Al erigir el beato Juan Pablo II en 1982, con la Constitución Apostólica Ut sit, el Opus Dei en Prelatura personal, compuesta de clérigos y laicos (cfr. Statuta, 1 § 1), la suprema autoridad de la Iglesia le ha otorgado unos Estatutos, que hacen referencia a una misión pastoral claramente definida: promover la santificación de sus fieles, según una espiritualidad esencialmente secular (cfr. Statuta, 2 § 1); y trabajar, comenzando con los intelectuales, para que haya hombres y mujeres de todos los estratos y estados civiles de la sociedad, que vivan coherentemente su fe, se santifiquen en su profesión y ordenen según la voluntad del Creador todas las cosas, ejerciendo un apostolado eficaz en todos los ambientes (cfr. Statuta, 2 § 2). En 1981, la Congregación para los Obispos, en una nota informativa sobre el Opus Dei, había acudido, para describir la actividad de la futura prelatura, a la expresión “finalidad reduplicativamente pastoral”, comentándola en los siguientes términos: “el Prelado y su presbiterio desarrollan una peculiar labor pastoral en servicio del laicado –bien circunscrito– de la Prelatura, y toda la Prelatura –presbiterio y laicado conjuntamente– realiza un apostolado específico al servicio de la Iglesia universal y de las Iglesias locales” (IJC, p. 467 s.). Bibliografía: Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 19763; Francisco Fernández-Carvajal - Pedro Beteta López, Hijos de Dios. La filiación divina que vivió y predicó el Beato Josemaría Escrivá, Madrid, Palabra, 19963; Fernando Ocáriz, Naturaleza, gracia y gloria, Pamplona, EUNSA, 20012; Alexis Riaud, La acción del Espíritu Santo en las almas, Madrid, Palabra, 19832. Catherine DEAN Cuando se habla de “actividad del Opus Dei” se hace referencia a que el Opus Dei como tal se dedica a difundir la llamada universal a la santidad y al apostolado y a atender pastoralmente a sus miembros y a los hombres y mujeres que se acercan a los medios que para este fin ofrece. Como fruto de esa labor de formación y de 63 ACTIVIDAD DEL OPUS DEI aliento, de índole principalmente espiritual, doctrinal y apostólica, contribuye a que esas personas, cada vez más conscientes de las exigencias de la vida en Cristo recibida en el Bautismo, luchen por ejercer las virtudes cristianas en su existencia ordinaria y se esfuercen por desarrollar un intenso apostolado entre personas de toda condición. nes liberales o que trabajan en instituciones oficiales, etcétera”. Y a continuación, dirigiéndose directamente al entrevistador preguntaba: “¿Ha pensado en el poder de irradiación cristiana que representa una gama tan amplia y tan variada de personas, sobre todo si se cuentan por decenas de millares y están animadas de un mismo espíritu apostólico (…)?” (CONV, 18). “La actividad principal del Opus Dei consiste en dar a sus miembros, y a las personas que lo deseen, los medios espirituales necesarios para vivir como buenos cristianos en medio del mundo” (CONV, 27), afirma san Josemaría, y añade que, como consecuencia de esta actividad formativa de la Obra, nace lo que se puede considerar el servicio específico que la Prelatura presta a la Iglesia: un apostolado espontáneo, multiforme y capilar que escapa a las pretensiones de un registro sociológico porque es “un mar sin orillas” (CONV, 57). En esa línea, el fundador explicaba que el apostolado esencial del Opus Dei es el que desarrolla individualmente cada fiel “en el propio lugar de trabajo, con su familia, entre sus amigos. Una labor que no llama la atención, que no es fácil traducir en estadísticas, pero que produce frutos de santidad en millares de almas, que van siguiendo a Cristo, callada y eficazmente, en medio de la tarea profesional de todos los días” (CONV, 71). “¿Quién puede medir la eficacia sobrenatural de este apostolado callado y humilde? No se puede valorar la ayuda que supone el ejemplo de un amigo leal y sincero, o la influencia de una buena madre en el seno de la familia” (CONV, 31). Efectivamente, es imposible calibrar el impacto evangelizador que tiene la presencia de cristianos coherentes, y así lo subrayaba san Josemaría respondiendo a la pregunta que le formulaba un periodista; al Opus Dei pertenecen “personas de todas las condiciones sociales, profesiones, edades y estados de vida: mujeres y hombres, clérigos y laicos, viejos y jóvenes, célibes y casados, universitarios, obreros, campesinos, empleados, personas que ejercen profesio- Supuesta la primacía del apostolado personal, nada impide, sin embargo, que a esa labor evangelizadora individual se añadan actividades con fines apostólicos, que sería difícil o imposible alcanzar por un solo individuo y en las que, por tanto, colaboran diversas personas, miembros del Opus Dei o no. “Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del bautismo y de la confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra” (CCE, n. 900). Este criterio básico para el apostolado individual y asociado, que el Catecismo expresa recomendando las enseñanzas del Concilio Vaticano II sobre la misión de los laicos, se refleja en la actividad del Opus Dei, que no sólo fomenta y encauza el apostolado personal, sino que promueve, “con el concurso de una gran cantidad de personas (…) labores corporativas, con las que procura contribuir a resolver tantos problemas como tiene planteados el mundo actual. Son centros educativos, asistenciales, de promoción y capacitación profesional, etc.” (CONV, 84; cfr. Statuta, 121 § 1). Situándonos a otro nivel, no en el del apostolado, sino en el que podríamos denominar institucional, la Prelatura desarrolla, además, otras actividades. Es, en efecto, una institución jerárquica que depende del Romano Pontífice, de la Congregación para los Obispos y de los demás organismos de la Santa Sede competentes en cada caso; mantiene estrecha comunión 64 ACTIVIDAD DEL OPUS DEI con los obispos de las diócesis en las que desarrolla su tarea pastoral; está sujeta a las leyes justas de los diversos Estados donde viven sus fieles; necesita medios económicos para el desarrollo de sus iniciativas apostólicas, aunque la Prelatura misma sea propietaria sólo de un mínimo de bienes; ha de explicar su labor a la gente y debe defender su buen nombre cuando es atacado; etc. Las actividades correspondientes –tanto de los órganos directivos de la Prelatura como de sus miembros– son naturalmente variadísimas y múltiples. Para cada uno de los cinco campos que se acaban de destacar, san Josemaría designó a un santo intercesor, concretamente a: san Pío X, para las relaciones de la Obra con la Santa Sede; san Juan Bautista María Vianney –el Cura de Ars–, para las relaciones con los obispos diocesanos; santo Tomás Moro, para las relaciones con las autoridades no eclesiásticas; san Nicolás de Bari, para los asuntos económicos; y santa Catalina de Siena, para el apostolado de la opinión pública. asociado, hay que mencionar un punto característico común a ambos tipos de actividad: el hecho, fijado en los Estatutos de la Prelatura (cfr. Statuta, 4 § 3), de que las dos Secciones del Opus Dei, de hombres y de mujeres, tienen cada una sus apostolados propios. Se trata de un principio fundacional inamovible, que san Josemaría ha subrayado siempre con claridad, también con referencia a una de sus manifestaciones más significativas: la atención espiritual por separado de personas casadas. Vale la pena citarle extensamente: “Sé que hay grupos católicos que organizan retiros espirituales y otras actividades formativas para matrimonios. Me parece perfectamente bien que, en uso de su libertad, hagan lo que consideren oportuno; y también que acudan a esas actividades los que encuentran en ellas un medio que les ayuda a vivir mejor su vocación cristiana. Pero considero que no es ésa la única posibilidad, y tampoco es evidente que sea la mejor. Hay muchas facetas de la vida eclesial que los matrimonios, e incluso toda la familia, pueden y a veces deben vivir juntos, como es la participación en el sacrificio eucarístico y en otros actos de culto. Pienso, sin embargo, que determinadas actividades de formación espiritual son más eficaces si acuden a ellas separadamente el marido y la mujer. De una parte, se subraya así el carácter fundamentalmente personal de la propia santificación, de la lucha ascética, de la unión con Dios, que luego revierte en los demás, pero en donde la conciencia de cada uno no puede ser sustituida. De otra parte, así es más fácil acomodar la formación a las exigencias y a las necesidades personales de cada uno, e incluso a su propia psicología. Esto no quiere decir que, en esas actividades, se prescinda del estado matrimonial de los asistentes: nada más lejos del espíritu del Opus Dei (…). Repito que en esto no pretendemos tampoco que nuestro modo de actuar sea el único bueno, o que deba adoptarlo todo el mundo. Me parece simplemente que da Se podrían también añadir a esas manifestaciones de la “actividad del Opus Dei”, el ejercicio de la sagrada potestad por parte del Prelado como Ordinario de la Prelatura –cuando erige nuevas Regiones o llama a algunos miembros laicos a recibir las sagradas órdenes, por ejemplo– o las disposiciones de sus Vicarios Regionales con sus Consejos respectivos sobre la incorporación de los fieles, etc. Todo eso, sin embargo, está siempre de algún modo relacionado con la finalidad “reduplicativamente pastoral” del Opus Dei, que sirve, por tanto, para exponer lo que realmente es esencial en su actividad. 2. Actividades para hombres y para mujeres Antes de seguir adelante y analizar la actividad de la Obra relativa a la formación individual de sus miembros y de las personas que la desean, así como su actividad dirigida a orientar labores de apostolado 65 ACTIVIDAD DEL OPUS DEI muy buenos resultados, y que hay razones sólidas –además de una larga experiencia– para hacerlo así, pero no ataco la opinión contraria” (CONV, 99). de su vida un apostolado diario, corriente, menudo si se quiere, pero perseverante y divinamente eficaz. Esto es lo importante: y para alimentar esta vida de santidad y de apostolado, cada uno recibe del Opus Dei la ayuda espiritual necesaria, el consejo, la orientación. Pero sólo en lo estrictamente espiritual. En todo lo demás –en su trabajo, en sus relaciones sociales, etcétera– cada uno actúa como desea, sabiendo que ése no es un terreno neutro, sino materia santificante, santificable y medio de apostolado” (ibidem). Lo que san Josemaría expone en el texto citado sobre la atención diferenciada de personas casadas, es sólo un aspecto, característico ciertamente, de la separación de los apostolados de hombres y mujeres que se observa en la Prelatura. San Josemaría defendió siempre ese modo de proceder, insistiendo en la necesaria independencia y autonomía de las labores apostólicas de las dos Secciones. Los medios de formación que ofrece el Opus Dei se organizan siempre o para varones o para mujeres. Como consecuencia, también las obras de apostolado que reciben su orientación y apoyo pastoral –residencias de estudiantes, colegios de Primera y Segunda enseñanza, etc.– son para chicos o para chicas, y son dirigidas por señores o por señoras, aunque existen iniciativas en las que, por su misma naturaleza, no es posible aplicar el mismo criterio, como, por ejemplo, parvularios, hospitales o universidades. Impartir esa formación y prestar esa continua asistencia pastoral “exige una cierta estructura, pero siempre muy reducida: se ponen los medios oportunos para que sea la estrictamente indispensable. Se organiza una formación religiosa doctrinal –que dura toda la vida–, y que conduce a una piedad activa, sincera y auténtica, y a un encendimiento que lleva consigo necesariamente la oración continua del contemplativo y la tarea apostólica personal y responsable, exenta de fanatismos de cualquier clase” (ibidem). Al hablar de esa formación, san Josemaría insiste siempre en que el Opus Dei no sólo respeta la libertad de sus miembros, sino que les hace tomar clara conciencia de ella. Les enseña a que “sepan administrar la propia libertad: con presencia de Dios, con piedad sincera, con doctrina. Esta es la misión fundamental de los directores de nuestra Obra: facilitar en todos los socios el conocimiento y la práctica de la fe cristiana, para que la hagan realidad en su vida, cada uno con plena autonomía” (CONV, 53). Se da pues “una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu; y no a las estructuras organizativas, mandatos, tácticas y planes impuestos desde el vértice, en sede de gobierno” (CONV, 19). Un mínimo de organización hace falta, evidentemente, para proporcionar asistencia espiritual y 3. Actividad relativa a la formación individual La actividad formativa que el Opus Dei desarrolla se dirige por lo general a fieles laicos, de modo que es fácil comprender que, como afirmaba el propio san Josemaría, no se ponga el acento en “comités, asambleas, encuentros, etcétera”, sino en una atención personalizada. Por eso, continuaba: “alguna vez, ante el asombro de alguno, he llegado a decir que el Opus Dei, en ese sentido, es una organización desorganizada” (CONV, 63). De este modo, seguía el fundador, la mayoría de sus fieles “viven por su cuenta, en el lugar donde vivirían si no fuesen del Opus Dei: en su casa, con su familia, en el sitio en el que desarrollan su trabajo. Y allí donde está, cada miembro de la Obra cumple el fin del Opus Dei: procurar ser santo, haciendo 66 ACTIVIDAD DEL OPUS DEI formación doctrinal… “Después, ¡patos al agua! Es decir: cristianos a santificar todos los caminos de los hombres, que todos tienen el aroma del paso de Dios” (ibidem). En organizar y ofrecer formación cristiana se agota en cierto sentido la actividad del Opus Dei, y comienza la libre y responsable acción personal de sus fieles. “Cada uno, con espontaneidad apostólica, obra con completa libertad personal y formándose autónomamente su propia conciencia de frente a las decisiones concretas que haya de tomar, procura buscar la perfección cristiana y dar testimonio cristiano en su propio ambiente, santificando su propio trabajo profesional, intelectual o manual. Naturalmente, al tomar cada uno autónomamente esas decisiones en su vida secular, en las realidades temporales en las que se mueva, se dan con frecuencia opciones, criterios y actuaciones diversas: se da, en una palabra, esa bendita desorganización, ese justo y necesario pluralismo, que es una característica esencial del buen espíritu del Opus Dei, y que a mí me ha parecido siempre la única manera recta y ordenada de concebir el apostolado de los laicos” (ibidem). celibato y que en su gran mayoría son casadas (supernumerarios y cooperadores); san Rafael es, juntamente con san Juan, el patrono del apostolado con la juventud. Alusiones a esta última obra se encuentran en Camino: “¿Te ríes porque te digo que tienes “vocación matrimonial”? –Pues la tienes: así, vocación. Encomiéndate a San Rafael, para que te conduzca castamente hasta el fin del camino, como a Tobías” (C, 27). “¡Cómo te reías, noblemente, cuando te aconsejé que pusieras tus años mozos bajo la protección de San Rafael!: para que te lleve a un matrimonio santo, como al joven Tobías, con una mujer buena y guapa y rica –te dije, bromista. Y luego, ¡qué pensativo te quedaste!, cuando seguí aconsejándote que te pusieras también bajo el patrocinio de aquel apóstol adolescente, Juan: por si el Señor te pedía más” (C, 360). En los tres ámbitos se ofrecen, en diversos lugares, las actividades habituales de la labor formativa: meditaciones, retiros mensuales, clases de doctrina, charlas o círculos de formación ascética y apostólica, dirección espiritual personal, etc. Análogos medios se organizan para los sacerdotes diocesanos que se adhieren a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz o buscan, sin ser socios, la ayuda espiritual del Opus Dei para santificarse en su ministerio. Esas actividades respetan siempre y completan las actividades formativas que prevén los Obispos para sus respectivas diócesis (cfr. Statuta, 72). Para establecer aquel mínimo de organización desorganizada, san Josemaría señaló, ya en los primeros años de la fundación, tres campos principales de la actividad del Opus Dei, denominados respectivamente “obra de San Miguel”, “obra de San Gabriel” y “obra de San Rafael”. Durante un retiro espiritual que hizo, en octubre de 1932, en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia, había tenido “la moción interior de invocar por vez primera a los tres Arcángeles y a los tres Apóstoles” (Instrucción, 8-XII-41, n. 9: AVP, I, p. 477), y desde entonces los consideró patronos de esos tres ámbitos del apostolado: san Miguel es, juntamente con san Pedro, patrono de la labor formativa del Opus Dei con los miembros célibes (numerarios y agregados); san Gabriel es, juntamente con san Pablo, patrono de la labor con personas que no se comprometen al 4. Actividad relativa a los apostolados asociados Como quedó dicho, el Opus Dei no limita su actividad a tareas de formación individual, sino que admite la posibilidad de algunas iniciativas educativas o asistenciales promovidas de común acuerdo por sus fieles, que se asocian, para alcanzar esos fines, con otras personas de buena voluntad. Para entender el carácter específico de esa dimensión de la actividad del Opus Dei, respetuosa siempre con la libertad de 67 ACTIVIDAD DEL OPUS DEI sus fieles en el ámbito civil, es útil recordar lo que el Concilio Vaticano II dejó apuntado: “El apostolado seglar admite varias formas de relaciones con la Jerarquía, según las varias maneras y objetos del mismo apostolado. Hay en la Iglesia muchas obras apostólicas constituidas por la libre elección de los laicos y se rigen por su juicio y prudencia. En algunas circunstancias, la misión de la Iglesia puede cumplirse mejor por estas obras y por eso no es raro que la Jerarquía las alabe y recomiende. Ninguna obra, sin embargo, puede arrogarse el nombre de católica sin el asentimiento de la legítima autoridad eclesiástica” (AA, 24). contexto más específico, que a nadie le es lícito designar como “católica”, sin ese consentimiento jerárquico, a una escuela, aunque sea “reapse catholica” (CIC, cc. 803 § 3). En los Estatutos del Opus Dei (cfr. Statuta, 121-123) se consideran dos tipos de obras apostólicas llevadas a cabo por la libre iniciativa de sus fieles, a los que la Prelatura presta su asistencia pastoral: unas suelen llamarse “obras corporativas”; las otras no tienen nombre específico, aunque con frecuencia se les designa como “labores personales”, en el sentido de que se trata de colegios, clubs, residencias, etc., organizadas por varias personas en uso de su libertad y bajo su propia responsabilidad. Mientras que el Opus Dei ofrece para las obras corporativas una garantía moral de su vivificación cristiana, en las labores personales sólo presta, a petición de los que las promueven o gestionan, una cierta atención pastoral (capellanes, profesores de religión, orientación doctrinal, etc.). A continuación se hablará casi exclusivamente de las obras corporativas, porque implican una “actividad del Opus Dei” como tal. Las obras apostólicas inspiradas por el Opus Dei son llevadas a cabo por sus miembros junto con otras personas, que muchas veces no comparten la misma fe. No suelen llamarse “católicas”, ni tienen nombres de santos, etc., modo de proceder que es coherente con la vocación de fieles laicos que buscan la santidad ejerciendo sus derechos de ciudadanos. “He de confesar –son palabras de san Josemaría en este contexto– (…), que no simpatizo con las expresiones escuela católica, colegios de la Iglesia, etc., aunque respeto a los que piensan lo contrario. Prefiero que las realidades se distingan por sus frutos, no por sus nombres. Un colegio será efectivamente cristiano cuando, siendo como los demás y esmerándose en superarse, realice una labor de formación completa –también cristiana–, con respeto de la libertad personal y con la promoción de la urgente justicia social. Si hace realmente esto, el nombre es lo de menos. Personalmente, repito, prefiero evitar esos adjetivos” (CONV, 81). El Código de Derecho Canónico se mueve en esta misma línea. Señala que todos los fieles, por participar en la misión de la Iglesia, “tienen derecho a promover y sostener la acción apostólica también con sus propias iniciativas, (…) pero ninguna iniciativa se atribuya el nombre de católica sin contar con el consentimiento de la autoridad eclesiástica competente” (CIC, c. 216). Y añade, en un Las “obras corporativas” reúnen, por lo general, las siguientes características: 1) son iniciativas civiles –no eclesiásticas–, llevadas a cabo por fieles del Opus Dei conjuntamente con otras personas, cristianas o no, con las que se trata de satisfacer necesidades concretas de la sociedad, de acuerdo con las leyes de cada lugar; 2) tienen una finalidad apostólica neta, por lo que se las llama también “obras de apostolado corporativo”, para dejar claro que “lo corporativo” de estas empresas es solamente el apostolado; 3) de los aspectos técnicos y económicos de cada una de esas obras se hacen cargo los propietarios y gestores, y no la Prelatura; 4) el Opus Dei, en cambio, responde de la identidad cristiana de esas iniciativas, porque les presta una diligente asistencia pastoral, de modo que pueda garantizar que la labor que se 68 ACTIVIDAD DEL OPUS DEI realiza en ellas es conforme a la doctrina de la Iglesia Católica y al espíritu del Opus Dei. apostolado. Sería absurdo pensar que el Opus Dei en cuanto tal se pueda dedicar a extraer carbón de las minas o a promover cualquier género de empresas de tipo económico. Sus obras corporativas son todas actividades directamente apostólicas: una escuela para la formación de campesinos, un dispensario médico en una zona o en un país subdesarrollado, un colegio para la promoción social de la mujer, etc. Es decir, obras asistenciales, educativas o de beneficencia, como las que suelen realizar en todo el mundo instituciones de cualquier credo religioso” (CONV, 27). Desarrollaremos a continuación esas cuatro notas, ilustrándolas con palabras del fundador. 1) Interesa poner de relieve, en primer lugar, su carácter civil y profesional, no-confesional: “no son obras eclesiásticas (…). Son obras de promoción humana, cultural, social, realizadas por ciudadanos, que procuran iluminarlas con las luces del Evangelio y caldearlas con el amor de Cristo” (CONV, 119). Puede haber –y hay de hecho– alguna excepción de este principio general: las Facultades eclesiásticas y los Seminarios internacionales para la formación de candidatos al sacerdocio que sostiene la Prelatura. Pero se trata, como queda dicho, de excepciones: lo ordinario son las actividades de carácter civil. 3) Conviene señalar además el hecho, recogido en los Estatutos de la Prelatura (cfr. Statuta, 122), de que, por lo que respecta a los aspectos técnicos y económicos de una obra de apostolado corporativo –y lo mismo vale, con mayor razón, para las “labores personales”–, los únicos responsables son sus promotores y gestores. La Prelatura tampoco es propietaria de esas labores. Se trata de un principio esencial, que no es de índole táctica, sino que deriva del carácter secular de la vocación al Opus Dei, que hace que sus fieles actúen en todos los campos de la sociedad como lo que son: ciudadanos que hacen uso de sus derechos y cumplen a conciencia sus deberes. Aconsejándose con los Directores del Opus Dei sobre los aspectos apostólicos de la labor correspondiente, son los promotores quienes gobiernan la iniciativa, eligen los instrumentos jurídicos más oportunos para encauzarla, buscan los medios de financiación necesarios, se ocupan de conseguir los permisos administrativos, etc. San Josemaría ilustraba y completaba este cuadro: “Cualquier actividad educativa, benéfica o social tiene que servirse de medios económicos. Cada centro se financia del mismo modo que cualquier otro de su tipo. Las residencias Con las obras corporativas se intenta contribuir “a resolver cristianamente problemas que afectan a las comunidades humanas de los diversos países” (CONV, 19). No se plantean, por tanto, “con esquemas preconcebidos, sino que se estudian en cada caso las necesidades peculiares de la sociedad en la que se van a realizar, para adaptarlas a las exigencias reales” (CONV, 31). La gama de actividades que existe en los países donde el Opus Dei trabaja establemente va “desde un centro universitario o una residencia de estudiantes, hasta un dispensario o una granja-escuela para campesinos. Como lógico resultado, tenemos un mosaico multicolor y variado de actividades: un mosaico organizadamente desorganizado” (CONV, 19). 2) Hay que resaltar también el carácter apostólico de esas labores. La misión del Opus Dei se centra en vivificar cristianamente “aquellas actividades que constituyen de un modo claro e inmediato un servicio cristiano, un 69 ACTIVIDAD DEL OPUS DEI de estudiantes, por ejemplo, cuentan con las pensiones que pagan los residentes; los colegios con las cuotas que satisfacen los alumnos; las escuelas agrícolas con la venta de sus productos, etc. Está claro, sin embargo, que estos ingresos casi nunca son suficientes para cubrir todos los gastos de un centro, y menos cuando se considera que todas las labores del Opus Dei están pensadas con un criterio apostólico y la mayoría se dirigen a personas de escasos recursos económicos, que –en muchas ocasiones– pagan por la formación que se les ofrece cantidades simbólicas” (CONV, 51). to de la función social que realizan, ahorrando dinero al erario público” (ibidem, 33). 4) Queda por comentar la última de las notas apuntadas arriba, que definen las obras corporativas: la garantía moral que ofrece la Prelatura. Aunque promueva actividades sociales, educativas y benéficas, “no es ésa, sin embargo, la labor principal de la Obra”, dice el fundador: “lo que el Opus Dei pretende es que haya muchos hombres y mujeres que procuren ser buenos cristianos y, por tanto, testigos de Cristo en medio de sus ocupaciones ordinarias” (ibidem, 51). Precisamente a ese fin se dirigen estas obras. En los Estatutos se señala con claridad el papel que corresponde a la Prelatura en esas actividades: la vivificación cristiana. Para esto el Vicario Regional respectivo nombra, por una parte, los profesores de religión (cfr. Statuta, 121 § 2); y por otra, cuida de que se preste la oportuna formación doctrinal a las personas involucradas –profesores, alumnos, padres, residentes, personal administrativo, etc.– y de que se les asista sacerdotalmente. Para este fin, puede erigir un Centro de la Obra que se ocupe de esa labor (cfr. Statuta, 123). En vista de la finalidad directamente apostólica de esas obras y de la dificultad objetiva de su mantenimiento, la Prelatura puede aconsejar a sus fieles que las apoyen, contribuyendo así a su labor. “Para hacer posible esas labores –aclara el fundador– se cuenta también con las aportaciones de los miembros de la Obra, que destinan a ellas parte del dinero que ganan con su trabajo profesional. Pero sobre todo con la ayuda de muchas personas que, sin pertenecer al Opus Dei, quieren colaborar en unas tareas de trascendencia social y educativa” (ibidem, 51). “Algunos se sienten movidos a colaborar por razones espirituales; otros, aunque no compartan los fines apostólicos, ven que se trata de iniciativas en beneficio de la sociedad, abiertas a todos, sin discriminación alguna de raza, religión o ideología” (ibidem, 27). Los Estatutos mencionan expresamente, en el número al que se acaba de hacer referencia, el respeto de la libertad de las conciencias que se vive en las obras corporativas, resaltando así una nota fundamental de todo el apostolado del Opus Dei que san Josemaría ha subrayado innumerables veces: “Las labores corporativas (...) están abiertas a todo tipo de personas, sin discriminación de ninguna clase: ni social, ni cultural, ni religiosa” (CONV, 60). “El Opus Dei, desde que se fundó, no ha hecho nunca discriminaciones: trabaja y convive con todos, porque ve en cada persona un alma a la que Es lógico que los promotores acudan también a las subvenciones y ayudas oficiales, estatales, municipales, etc., que por razones de justicia distributiva apoyan las iniciativas encaminadas al bien común que sus ciudadanos llevan a cabo. Para las obras corporativas del Opus Dei “no suponen un privilegio, sino sencillamente el reconocimien70 ADMINISTRACIÓN DE LA RESIDENCIA DE LA MONCLOA hay que respetar y amar. No son sólo palabras (...). He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad” (ibidem, 44). 1943 y continúa existiendo en la actualidad. Cumplió el papel de ser un Centro pionero en este tipo de trabajos, facilitando así el tono sencillo y familiar que caracteriza a los Centros del Opus Dei. 1. Precedentes San Josemaría consideró providencial el hecho de que su labor de apostolado en Madrid se desarrollara en la casa que compartía con su madre y hermanos. Esto facilitó que el ambiente en que se iniciaba esa labor fuera el propio de una familia, un ambiente que se transmitió al conjunto de las iniciativas del Opus Dei. Al comenzar la Residencia DYA en 1934, la atención de los servicios de limpieza y cocina corrió a cargo de personas contratadas, que trabajaban bajo la dependencia inmediata del director de la Residencia; la experiencia no fue buena. El inicio de la Guerra Civil en 1936 dejó en suspenso el problema. San Josemaría continuó, sin embargo, pensando en la cuestión; en los meses que estuvo refugiado en el Consulado de Honduras (entre marzo y agosto de 1937), al reflexionar sobre la marcha del Opus Dei, llegó a una conclusión neta: la presencia femenina era imprescindible para que los Centros del Opus Dei, también los de varones, fueran realmente hogares de familia (cfr. AVP, II, p. 403). Voces relacionadas: Apostolado; Formación: Consideración general; Patronos e intercesores del Opus Dei. Bibliografía: CONV, 19, 27, 31, 33, 44, 47, 51, 53, 60, 67, 71, 81, 99, 119; Statuta Operis Dei o Codex iuris particularis seu Statuta Praelaturae Sanctae Crucis et Operis Dei, en OIG, pp. 309346 y en IJC, pp. 628-657; AVP, I, pp. 474-494; IJC, p. 476 s.; Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam Actuositatem, 1965, n. 24; CCE, nn. 898912; Juan Pablo II, Const. Ap. Ut sit, 28-XI-1982, en OIG, pp. 305-307; Ernst Burkhart - Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, I, Madrid, Rialp, 2010, pp. 66-79; Carlos José Errázuriz, “Le iniziative apostoliche dei fedeli nell’ambito dell’educazione. Profili canonistici”, Romana. Bolletino della Prelatura della Santa Croce e Opus Dei, 12 (1990), pp. 279-294; Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1993. Ernst BURKHART Después de la Guerra Civil, el fundador del Opus Dei acudió a su madre y a su hermana solicitando su colaboración. Se la prestaron generosamente, haciéndose cargo no sólo de algunas tareas de administración doméstica, sino contribuyendo a formar en estos trabajos a las mujeres que empezaron a acercarse a la Obra a partir de 1941. Fue así posible que pronto, en 1943, se estuviera en condiciones de organizar una administración completa e independiente, y un modo de trabajar que hiciera imposible la interferencia entre la administración y la residencia, que se fue consolidando con la experiencia. ADMINISTRACIÓN DE LA RESIDENCIA DE LA MONCLOA 1. Precedentes. 2. Instalación y primera andadura de la Administración de La Moncloa. 3. Atención espiritual por parte de san Josemaría. 4. Papel de la administración doméstica en el ambiente de los Centros. La Administración de la Residencia de La Moncloa fue el primer Centro de mujeres dedicado a la atención doméstica de una residencia de grandes dimensiones. Comenzó su andadura en septiembre de 71 ADMINISTRACIÓN DE LA RESIDENCIA DE LA MONCLOA 2. Instalación y primera andadura de la Administración de La Moncloa tubre de 1943 se abrió oficialmente la Residencia, los obreros aún andaban por la casa y las tres mujeres que se ocupaban de la dirección del trabajo se encontraron muy pronto desbordadas por las dificultades: su propia inexperiencia, el desorden y suciedad que conllevaban las obras, averías frecuentes por la escasa calidad de los materiales de la postguerra, la carestía de alimentos, la falta de preparación del servicio doméstico, etc. Conocedor de esas dificultades, san Josemaría iba a verlas diariamente para seguir su trabajo y aportar soluciones concretas. Así, por ejemplo, les sugirió que comieran antes del horario fijado para la Residencia y que los residentes se repartieran en dos tandas, cuidando siempre de que esas tandas estuvieran a cargo de personas distintas cada vez para evitar el cansancio. También Carmen Escrivá de Balaguer las asesoraba, aunque no podía acudir con la frecuencia que hubiera deseado, pues se ocupaba de atender la Administración del Centro de Diego de León. La oportunidad de poner en funcionamiento una administración con todos sus elementos se presentó, como se ha dicho, en 1943, cuando hubo que cambiar la sede de la residencia instalada en la casa de la calle Jenner, que sucedía a la antigua Residencia DYA. La rescisión del contrato de alquiler de los pisos que se ocupaban en esa calle obligó a buscar un nuevo inmueble y san Josemaría pensó que era la ocasión idónea para encontrar uno que permitiera tener más residentes e instalar una zona independiente para la administración. Los edificios para la nueva residencia se encontraron en la avenida de La Moncloa, muy cerca de la Ciudad Universitaria. Se trataba de dos chalets en los números 3 y 4. El 4 de enero de 1943 san Josemaría mostró a las mujeres de la Obra, que para entonces vivían ya en un Centro en la calle Jorge Manrique, los planos de los dos edificios. Habían sufrido mucho por los bombardeos de la artillería durante la guerra, y el propietario se había mostrado dispuesto a reconstruirlos siguiendo las indicaciones que se le dieran. Por eso, el fundador les pidió que estudiaran en profundidad qué aspectos debían tenerse en cuenta en la distribución de los locales. Quizá la dificultad más importante fue la falta de preparación del servicio doméstico, agravada por la inexperiencia de Nisa y Encarnita, que se esforzaban en dirigir con acierto y orden esos trabajos. Las empleadas contratadas al inaugurarse la Residencia se fueron marchando y san Josemaría acudió a las Hermanas del Servicio Doméstico, una congregación fundada en 1876 por santa María Vicenta López y Vicuña, para que le enviaran nuevas empleadas. La madre Carmen Barrasa, que apreciaba el interés del fundador del Opus Dei en cualificar el trabajo doméstico (cfr. Sastre, 2010, p. 271), pidió a Salvadora del Hoyo (Dora) que fuera a trabajar a la Residencia. La llegada de Dora del Hoyo en enero de 1944 supuso un hito importante en la marcha de la administración. Aunque acudió con la intención de marcharse al cabo de un mes, y a pesar de que carecía de las comodidades materiales a las que estaba habituada en sus anteriores trabajos, se sintió atraída por el trato afable y El 28 de septiembre de 1943 marcharon a vivir a la Administración de La Moncloa Narcisa González Guzmán (Nisa), Encarnación Ortega (Encarnita) y Amparo Rodríguez Casado. Antes de dar ese paso, san Josemaría, acompañado de su hermana y de estas tres mujeres, fue a visitar la tumba de su madre en el cementerio de La Almudena. Allí rezaron por la nueva tarea que iban a afrontar y a la que con tanta generosidad se había dedicado doña Dolores (cfr. AVP, II, pp. 584-585). La nueva residencia tenía capacidad para cien personas y contaba con una zona completamente independiente para las mujeres que iban a ocuparse de la atención doméstica. Cuando el 1 de oc72 ADMINISTRACIÓN DE LA RESIDENCIA DE LA MONCLOA cordial que le dispensaban Nisa y Encarnita, y por la abnegación y alegría con que afrontaban las tareas diarias. Contra todo pronóstico decidió quedarse. Junto a ella destacó enseguida Concepción de Andrés, quien había sido contratada por horas en la administración, pero que terminó viviendo y trabajando a jornada completa poco después de la llegada de Dora del Hoyo. Ambas acometían los distintos servicios con iniciativa y sentido de responsabilidad, haciendo que el ambiente entre las empleadas mejorara notablemente. miento es el protagonizado por Encarnita Ortega y Nisa G. Guzmán un día que el fundador fue a visitarlas, el 23 de diciembre de 1943, para felicitarles la Navidad. Desbordadas por el trabajo y agobiadas por la sensación de desastre, le transmitieron su desánimo e impotencia. San Josemaría no perdió la paz al escucharlas e intentó, como en otras ocasiones, darles aliento y nuevas fuerzas. Pero, inesperadamente, rompió en sollozos cuando les oyó decir que tantas ocupaciones les llevaban a descuidar su vida espiritual. Después de serenarse, les enumeró en un trozo de papel las dificultades objetivas que tenían y tras trazar una raya les expuso los remedios: “1/ con mucho amor de Dios. 2/ con toda la confianza en Dios y en el Padre. 3/ no pensar en los desastres, hasta mañana durante el retiro”. Tanto Encarnación como Nisa no olvidarían nunca la importancia de mantener el horizonte sobrenatural de su trabajo (cfr. AVP, II, pp. 586-587). El 14 de abril de 1944 se incorporó María Arellano para ayudar en la dirección y organización de las tareas. Había pedido la admisión hacía poco, después de asistir a un curso de retiro en Jorge Manrique. Suponía un buen refuerzo porque, al contrario de Nisa G. Guzmán o de Encarnación Ortega, tenía experiencia en llevar una casa. La Administración de La Moncloa se convirtió de hecho en un Centro de referencia a la hora de desarrollar el trabajo de otras administraciones que empezaron a funcionar a partir de 1944, como la de la Residencia Abando, en Bilbao, o la de la casa de retiros La Pililla. San Josemaría también se ocupó personalmente de la formación de las empleadas. Cada ocho días iba a verlas y les impartía breves charlas que les abrían horizontes sobrenaturales, y les enseñaba a sentirse orgullosas de su trabajo como empleadas del hogar. Encarnación Ortega, siguiendo las indicaciones de Escrivá de Balaguer, les daba también una clase de catecismo de la doctrina cristiana a la semana. En la actualidad, la Administración del Colegio Mayor Moncloa es un Centro de Estudio y Trabajo (CET), conocido como La Loma, donde se ofrece a universitarias alojamiento y capacitación para los trabajos de la casa o relacionados con la hostelería, de forma que resulten compatibles ambos tipos de estudios, los universitarios y los relacionados con la administración del hogar. Se podría afirmar que la importancia de esta administración radica, además de por su carácter de pionera, en haber propiciado el ambiente en que se forjaron las primeras mujeres que vieron en los trabajos del hogar la materia y el lugar de su entrega cristiana, según el espíritu del Opus Dei. De hecho, Dora del Hoyo (el 14-III-1946) y Concepción de Andrés (el 17-III-1946) pidieron la admisión en la Obra como numerarias auxiliares, estando ya en Bilbao, en la Residencia de Abando. La tercera numeraria auxiliar, Antonia de San Vicente, se incorporó al Opus Dei en 3. Atención espiritual por parte de san Josemaría Desde el inicio de la Administración de La Moncloa, san Josemaría siguió muy de cerca el desarrollo de la labor, animando a quienes desempeñaban esa tarea a realizarla con ilusión humana y sobrenatural, convirtiendo el esfuerzo y la dedicación en el trabajo en ocasión de santificarlo y santificarse. Un suceso que ilustra este segui73 ADMINISTRACIÓN DE LA RESIDENCIA DE LA MONCLOA la propia Administración de La Moncloa, donde había comenzado a trabajar de manera definitiva en febrero de 1945. p. 25: AGP, Biblioteca, P19). Parte esencial de ese trabajo es su contribución al ambiente de familia, característico del espíritu del Opus Dei. El fundador de la Obra hacía ver que el cuidado de los detalles pequeños que conlleva la formación de un hogar era además “un ámbito particularmente propicio para el crecimiento de la personalidad” (CONV, 87). 4. Papel de la Administración en el ambiente de los Centros El hecho de que la Administración de la Residencia de La Moncloa sea la primera experiencia en esta línea, y de que haya un modo de funcionamiento que luego, con las debidas adaptaciones, se aplicaría a los Centros del Opus Dei, hace oportuno que se dediquen unos párrafos a describir sus características generales. En una época en que, en algunos ambientes, se dudaba del valor del trabajo del hogar y se empezaba a poner el acento en la necesidad de que la mujer trabajara fuera de casa para su desarrollo profesional y personal, san Josemaría no dejó de insistir en que la dedicación al hogar era un verdadero trabajo con una enorme trascendencia en toda la sociedad: “A través de esa profesión –porque lo es, verdadera y noble– influyen positivamente no sólo en la familia, sino en multitud de amigos y de conocidos, en personas con las que de un modo u otro se relacionan, cumpliendo una tarea mucho más extensa a veces que la de otros profesionales” (CONV, 88). Por eso, impulsó que en las administraciones de los Centros se diera una auténtica preparación profesional que capacitara a las mujeres a crear su propio hogar trabajando en esas tareas con perfección humana y sobrenatural, como reflejan las siguientes palabras en la entrevista concedida a la revista Telva: “Y no digamos cuando ponen esa experiencia y esa ciencia al servicio de cientos de personas, en centros destinados a la formación de la mujer, como los que dirigen mis hijas del Opus Dei, en todos los países del mundo. Entonces se convierten en profesoras del hogar, con más eficacia educadora, diría yo, que muchos catedráticos de universidad” (CONV, 88). Una administración es un Centro de mujeres, normalmente anejo a la residencia que atiende –sea de varones o de mujeres–, pero completamente independiente, que se ocupa de crear el ambiente de familia propio de los Centros del Opus Dei a través de la atención de las tareas domésticas de la casa. Estas tareas se asumen como trabajo profesional y con la generosidad propia de las madres de familia. San Josemaría dispuso que cuando se atienda un Centro de varones, haya una estricta separación, de forma que las personas de uno y otro Centro ni se conozcan ni se traten. En el caso de que atienda una residencia femenina, también se observa una adecuada distinción de zonas y horarios. El fundador de la Obra se refería a este trabajo como el apostolado de apostolados porque, con esta actividad callada y oculta, las mujeres que lo desempeñan facilitan el apostolado de los miembros del Opus Dei, al tiempo que aportan la fuerza sobrenatural sobre la que se apoya toda la labor apostólica: “Hijas mías, este trabajo vuestro, escondido, en los oficios humildes, es un gran medio de santificación y de formación. Vuestro trabajo en las Administraciones es indispensable para la buena marcha de vuestras casas, porque desde él aumentáis la eficacia de todas las actividades de los miembros de la Obra” (El trabajo de la Administración, Roma, 1993, Efectivamente, con ese fin, algunas de esas administraciones llevan anejas Escuelas de Hostelería en las que se imparten clases de carácter teórico y práctico para desempeñar los trabajos relacionados con el hogar y se contribuye de este 74 ALBÁS, FAMILIA 1. Albás, línea paterna de Dolores modo a la promoción social de la mujer en algunas partes del mundo. Ejemplos de estas iniciativas son la Escuela de Hostelería y Turismo Altaviana (Valencia, España), la Escuela Nogalar (Monterrey, México), Lakefield (Hampstead, Gran Bretaña) y otras muchas en diversos países de todo el mundo. Al parecer, el apellido Albás proviene de un gentilicio toponímico, localizado en una pequeña comarca del Mediodía francés. En España, el apellido aparece a comienzos del siglo XVI a través de una familia francesa que se asentó primero en el Somontano de Huesca y, después, en el Sobrarbe. Voces relacionadas: González Guzmán, Narcisa (Nisa); Hoyo Alonso, Salvadora (Dora) del; Moncloa, Colegio Mayor Universitario; Mujeres en el Opus Dei. Inicio del apostolado; Ortega Pardo, Encarnación (Encarnita). La familia paterna de Dolores era oriunda de Aínsa, donde muchos Albás siguen afincados. Allí se conserva la casa solariega. En el siglo XVIII algunos Albás se trasladaron a Boltaña, donde acreditaron su título de infanzones, estamento de la baja nobleza con prebendas y exenciones muy bien estipuladas en Aragón. Bibliografía: AVP, II, pp. 584-592; Peter Berglar, Opus Dei. Vida y obra del fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1987, pp. 209-213; Javier Medina Bayo, Una luz encendida. Dora del Hoyo, Madrid, Palabra, 2011, pp. 27-44; Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1992; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 19914, pp. 301-308; Id., “De los Picos de Europa a la Ciudad del Tíber. Apuntes para una reseña biográfica de Dora del Hoyo”, SetD, 5 (2011), pp. 271-276. El abuelo paterno, Manuel Albás Lines, nació en Boltaña en 1807. En 1830 bajó a Barbastro, en el Somontano, y en esta ciudad contrajo matrimonio el 27 de abril de 1830 con Simona Navarro Santías; ambos cónyuges tenían veintitrés años en el momento de la boda. El año de su matrimonio, Manuel Albás inició un comercio de confitería en el centro de Barbastro, en la calle Romero, 20. Allí nacieron y vivieron sus siete hijos y sus nietos, hasta sumar veintitrés criaturas. Por este motivo, la Casa Albás fue llamada la “Casa de los chicos”, nombre con el que todavía hoy en día se conoce en la ciudad. El matrimonio Albás Navarro poseyó una cierta fortuna y fue muy bien considerado en la ciudad. Cuando Manuel Albás falleció el 7 de abril de 1850, dejó seis hijos vivos. Pascual, el mayorazgo, no tenía aún los veinte años y la pequeña María había cumplido los siete. Inmaculada ALVA ALBÁS, FAMILIA 1. Albás, línea paterna de Dolores. 2. Blanc, línea materna de Dolores. 3. Los Albás Blanc. María de los Dolores Albás Blanc, madre de san Josemaría, fue fruto del matrimonio entre Pascual Albás Navarro (nac. 27-V-1831; fall. 27-V-1886) y Florencia Blanc y Barón (nac. 6-XI-1837; fall. 22-IV1925). Los esposos se casaron en la catedral de Barbastro, el 15 de marzo de 1856. María de los Dolores fue la penúltima de una larga familia, compuesta por quince hermanos. Pascual Albás Navarro –futuro padre de Dolores– se vio cargado con una enorme responsabilidad que influyó en su carácter y en su comportamiento socio-político, más sereno que el del resto de sus parientes, ante la agitada vida civil de esos años. A los pocos años, Pascual y su primo Juan se unieron en matrimonio con dos hermanas Blanc Barón: Florencia y Dolo75 ALBÁS, FAMILIA res, el mismo día 15 de marzo de 1856, en la catedral de Barbastro. 1910), María Concepción (1877), María de los Dolores (1877-1941) y Florencio (18821966). En la “Casa de los chicos” Florencia y su hermana Dolores se ayudaban para sacar adelante a tanto niño. Cuatro hijos de Florencia y seis de Dolores fallecieron al poco de nacer. 2. Blanc, línea materna de Dolores Joaquín Blanc Peralta –abuelo de Dolores– fue hijo de Joaquín Blanc Castillón, cuya hermana, Alejandra Blanc Castillón, casó con Vicente Manzana Peyron, y vivió en Fonz desde su matrimonio. Es interesante este parentesco porque Alejandra era bisabuela de José Escrivá Corzán –padre de san Josemaría– y, por tanto, Dolores Albás y José Escrivá resultaban ser primos lejanos. El 27 de mayo de 1886, la vida de Florencia se vio truncada por el fallecimiento de su marido, con sólo cincuenta y cinco años. Pascual Albás, cofundador en 1843 de la Sociedad del Patrimonio de Nuestra Señora del Pueyo, pasaba unos días en ese Santuario por las facilidades que ofrecía a sus benefactores, y allí le sorprendió la muerte. Florencia quedó viuda y todavía con diez hijos en el hogar. En el año 1892 comienza el éxodo de los hijos: algunos se ordenaron sacerdotes o ingresaron en una congregación religiosa, otros contrajeron matrimonio o fallecieron. En 1898, al finalizar las ferias de septiembre, María de los Dolores se casó con José Escrivá. Joaquín Blanc Peralta nació en Barbastro el 8 de mayo de 1805 y el mismo día recibió el Bautismo. Joaquín era biznieto de Manuel Peralta Abizanda, que tenía confirmado por el rey Fernando VI el título de Marqués de Peralta, heredado de su tío Tomás Peralta, primer marqués de este título. El 7 de octubre de 1829, Joaquín se unió en matrimonio, en la catedral de Barbastro, con Isidora Barón Solsona, hija de Mariano Barón y Abadía y de Aquilina Solsona y Torrente, bisabuelos de Dolores. El matrimonio vivió en la plaza de Guisar, 1, donde nacieron once hijos, de los cuales la cuarta hija, Florencia, fue la madre de Dolores. Otro de los hijos, José María, llegó a ser en noviembre de 1895 obispo de Ávila. No son muchas las noticias que tenemos de doña Florencia: era aficionada a los viajes, y los hacía, además, para ayudar a sus hijas en los diversos partos y bautizos; en esos casos, a la comitiva se unían los otros hijos. También viajaba, gustosa, al convento de Las Miguelas –así se conocía a las Carmelitas Descalzas– donde ingresó otra de las hijas, Cruz. Y también acudió a Ávila cuando murió su hermano José María, obispo, que había tomado posesión de la diócesis en el anterior mes de mayo. El suceso influyó muy notablemente en doña Florencia, tanto que el dolor le impidió atender a su hija Florencia en el tercero de sus partos. 3. Los Albás Blanc Después de su matrimonio en 1856, Pascual Albás Navarro y Florencia Blanc Barón se quedaron a vivir en la “Casa de los Chicos” de Barbastro. En la calle Romero fueron naciendo los quince hijos de Florencia y también los nueve de su hermana, Dolores. Los hijos de Pascual y Florencia fueron: Candelaria (1857-1920), Pilar (1858-1867), María Dolores (18591860), Simón (1861-1895), Francisca (1863-1882), Mauricio (1864-1924), Florencia (1866-1919), Vicente (1868-1950), Carlos (1869-1950), Práxedes (1871-1874), María Cruz (1873-1938), Pascuala (1875- El último dato conocido de doña Florencia es que fue madrina de su nieta Carmen, primogénita del matrimonio Escrivá Albás. Hacia 1915, la Casa Albás se vendió, doña Florencia abandonó Barbastro y se fue a Burgos donde vivió con su hijo Vicente. Florencia murió el 26 de abril de 1925 y reposa en el panteón de los Albás Blanc, de Burgos (cfr. Coma, 2010, pp. 115-117). 76 ALBÁS BLANC, DOLORES vida cristiana, había marcado el carácter de Dolores desde muy niña: libertad, laboriosidad y nobleza. A María de los Dolores –así registrada en el Libro de Bautismos–, la llamaban, de pequeña, Lolita; y ya de mayor, doña Lola. Voces relacionadas: Albás Blanc, Dolores. Bibliografía: Archivo Histórico Provincial de Huesca, “Capitulaciones matrimoniales y relación de bienes”, Protocolo 5629 y H-598; Jaume Aurell, “Apuntes sobre el linaje de los Escrivá: desde los orígenes medievales hasta el asentamiento en Balaguer (siglos X-XIX)”, CCEDEJ, VI (2002), pp. 13-35; Mª Jesús Coma, El rumor del agua. Recorrido histórico de san Josemaría Escrivá en Burgos, Alicante, Cobel, 2010; Ignacio Jordán de Osso, Historia de la economía política de Aragón. Colección Cartas Geográficas, s. XVIII, reedición 1956; Esther Toranzo - Gloria Toranzo - E. Lourdes Toranzo, Una familia del Somontano, Madrid, Rialp, 2004. Siguiendo una tradición de familia, Lolita pasó sus dos o tres primeros años al cuidado de un matrimonio de confianza, en la montaña del Pirineo aragonés. Cuando fue a la escuela en Barbastro, asistió, como mediopensionista, al colegio de las Hermanas de la Caridad, donde cursó las materias básicas, completadas con Música, Dibujo y Bordado. También se decantó su afición por la literatura. Se conserva el dechado que presentó en la clase de bordado. Lourdes TORANZO Hacia 1890, motivos comerciales hicieron que José Escrivá Corzán, el padre del futuro Josemaría, fuera a vivir a Barbastro, a la calle Río Ancho. Allí conoció a Dolores Albás, con la que se casó. El enlace matrimonial entre José Escrivá Corzán y Dolores Albás Blanc tuvo lugar el 19 de septiembre de 1898. Los novios, José y Dolores, de treinta y veintiún años de edad respectivamente, eran parientes lejanos. La ceremonia, celebrada en la catedral, en la capilla del Cristo de los Milagros, fue oficiada por don Alfredo, tío de Dolores y canónigo de Valladolid. ALBÁS BLANC, DOLORES (Nac. Barbastro, Huesca, España, 23-III-1877; fall. Madrid, España, 22-IV-1941) 1. En Barbastro. 2. La etapa de Logroño. 3. En Zaragoza. 4. En Madrid, Dolores, ayuda fundamental. 5. Enfermedad y fallecimiento. 6. La contribución de Dolores al Opus Dei. El 23 de marzo de 1877 nacieron en la calle Romero, 20, de Barbastro, dos niñas gemelas: María Dolores y María Concepción, hijas de Pascual Albás Navarro y Florencia Blanc y Barón. Fueron bautizadas ese mismo día en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, catedral de Barbastro. María Concepción murió dos días más tarde. “Mi madre –recordaba el hermano del Fundador– era muy mujer de su casa, muy femenina, muy cariñosa con nosotros. Trabajaba poniendo amor y primor hasta en las cosas más pequeñas. Cuidaba los detalles, se esmeraba. La idea que tengo de ella es la de una mujer que tenía una gran delicadeza de alma y una gran reciedumbre para no consentirse caprichos. Ella vivía volcada en los demás” (S. Escrivá de Balaguer, Romana, 1992, p. 142). 1. En Barbastro El matrimonio Albás Blanc tuvo catorce hijos, de los cuales sobrevivieron nueve. Como convivieron en el mismo hogar con otros sobrinos, su casa era llamada en Barbastro “la Casa de los chicos”. Los Albás Blanc procedían de antiguas familias aragonesas. El ambiente familiar, de sólida José Escrivá tenía un buen porvenir asegurado en Barbastro como copropietario de la sociedad Juncosa y Escrivá, comercio de tejidos y elaboración y venta de chocolate. El matrimonio Escrivá Albás 77 ALBÁS BLANC, DOLORES vivía en el edificio que don José había alquilado en el número 26 de la calle Mayor. En el invierno de 1917-1918 Josemaría vio en la nieve las huellas que había dejado un carmelita descalzo. Este hecho, percibido con luz nueva, le movió a plantearse su vocación. Decidió hacerse sacerdote para estar más disponible al querer de Dios. Como modo de suplir su ausencia de la casa paterna, pidió a Dios, con audacia, un nuevo hijo para sus padres. En febrero de 1919 nació Santiago, el último hijo de José y Dolores. Josemaría empezó sus estudios en el Seminario de Logroño, y los continuó en el de Zaragoza a partir de septiembre de 1920. Fueron naciendo los hijos: Carmen (1899); Josemaría (1902); María Asunción (1905); María Dolores (1907) y María Rosario (1909). La esposa contó con el apoyo incondicional de su marido y con la ayuda de las dos abuelas, Florencia y Constancia. El matrimonio se cimentó en la profunda formación religiosa que había recibido. Y, cuando llegó el momento del dolor –la muerte sucesiva y prematura de las tres niñas más pequeñas–, los padres aumentaron su confianza en Dios. Y otro tanto hicieron ante el derrumbamiento económico de la sociedad que dirigía José Escrivá. En esa coyuntura el padre de san Josemaría decidió liquidar los bienes y pagar a los acreedores, aunque eso dañara su patrimonio, a pesar de que no tenía estricta obligación de justicia para hacerlo así. Cuando se estaba preparando para la ordenación de diácono, el 27 de noviembre de 1924 recibió un telegrama donde se le comunicaba que su padre estaba gravemente enfermo. Al llegar a Logroño supo que había fallecido. Al dolor de perder a un padre y amigo, se unió la responsabilidad de sacar adelante la familia; y así prometió hacerlo delante de los restos mortales de su padre. 2. La etapa de Logroño Barbastro no ofrecía capacidad de recuperación económica para la familia Escrivá, por lo que se hizo necesario cambiar de ciudad. Aunque mantuvieron un ambiente familiar digno y lleno de cariño, la familia tuvo que asumir el cambio de situación social. La etapa de Logroño había durado diez años. A principios de 1925, Dolores levantó la casa de nuevo, y con sus hijos viajó a Zaragoza, donde Josemaría seguía sus estudios e iba a iniciar su labor pastoral. José llegó solo a Logroño a principios de 1915 y comenzó a trabajar en La Gran Ciudad de Londres, unos almacenes especializados en paños. Siete meses más tarde consiguió para su familia una modesta vivienda en un cuarto piso de la calle Sagasta, muy próxima a su lugar de trabajo. La casa tenía 80 metros cuadrados y cuarenta y ocho escalones que la separaban de la planta baja, con el consiguiente esfuerzo para Dolores, que sufría un padecimiento reumático. A finales de diciembre de 1918 o comienzos de 1919 la familia pudo dejar ese piso y pasar a otro más espacioso en la calle Canalejas. Finalmente en 1921 volvieron a la calle Sagasta, esta vez a un segundo piso. 3. En Zaragoza La vida de Dolores adquirió un nuevo sentido: secundar la misión de su hijo Josemaría. Fijaron su residencia en el barrio de Tenerías, primero en la calle Urrea, y luego en la de Rufas. Eran en los dos casos viviendas modestas. El 28 de marzo de 1925, Josemaría recibió la ordenación sacerdotal en la iglesia de San Carlos, de manos de Mons. Miguel de los Santos Díaz Gómara. En la capilla de la Virgen de la Basílica del Pilar, a las 10,30 de la mañana del 30 de marzo –sin solemnidades– ofreció san Josemaría su primera Misa en sufragio por el alma de su padre; asistieron Dolores, joven viuda, 78 ALBÁS BLANC, DOLORES con sus dos hijos y muy pocas personas cercanas. Fue un día intenso marcado por el dolor del recuerdo del reciente fallecimiento de José Escrivá y por la ausencia de diversos familiares cercanos. Isabel tenía destinada para los capellanes. En esas fechas, san Josemaría comenzó a instalar la Residencia DYA. Como necesitaba dinero para llevar adelante esta empresa apostólica, en el mes de septiembre explicó el Opus Dei a su familia y les pidió su ayuda. La respuesta fue unánime: parte del patrimonio, recientemente heredado de un hermano de su padre, fue utilizado para poner en marcha esa iniciativa apostólica. Algo después pudieron pasar a un piso más cómodo en la calle San Miguel. El 27 de abril de 1927, Josemaría recibió el permiso de traslado a Madrid para cursar el doctorado de Derecho. Viajó a la capital el 18 de marzo de 1927. La familia esperó en Fonz, villa cercana a Barbastro, en casa de unos parientes, sus noticias para hacer también ellos el traslado. Poco antes de la Guerra Civil española, se llevaron a la nueva vivienda de Dolores –desde febrero de 1936 se habían trasladado a la calle Doctor Cárceles, 3– papeles y documentos en los que san Josemaría había ido poniendo por escrito la naturaleza y la historia del Opus Dei. Se guardaron en un baúl destinado a este fin. Al comenzar la Guerra, su madre metió algunos documentos entre la lana de su colchón, y en cierta ocasión, cuando los milicianos registraron su piso, aparentó estar enferma. Al convertirse el barrio en zona de guerra, doña Dolores y sus hijos se trasladaron a la calle de Caracas, a la vivienda de la familia González-Barredo. En el traslado se llevaron consigo el baúl. 4. En Madrid, Dolores, ayuda fundamental Al vivir más cerca del hijo, la madre comprobó su intensa dedicación sacerdotal, su esfuerzo por allegar recursos económicos, su escaso descanso y sus privaciones en las comidas. Aunque su hijo todavía no le había manifestado lo ocurrido el 2 de octubre de 1928 –la luz fundacional del Opus Dei–, Dolores se daba cuenta de que Josemaría multiplicaba la acción apostólica y de que ofrecía a Dios una intensa mortificación. Tras unos meses en la calle Fernando el Católico, ocuparon la vivienda de la calle José Marañón que las Damas Apostólicas ponían a disposición del capellán (de septiembre de 1929 a mayo de 1931). Más tarde la familia Escrivá pasó a la calle Viriato, a un piso interior. Desde diciembre de 1932 y hasta mayo de 1934 vivieron en un nuevo piso más confortable, en la calle Martínez Campos, 4. San Josemaría, con el consentimiento de su madre, organizó allí reuniones con los jóvenes a los que trataba. Era una vivienda de clase media, arreglada con gusto, que mostraba, sin palabras, lo que sería una característica de la labor del Opus Dei: la realidad de ser una familia. Los chicos que allí acudían se encontraban en “su casa”, pasaban por el comedor a merendar, y mantenían alegres tertulias con san Josemaría. A finales de 1937, san Josemaría dejó Madrid para escapar de la persecución religiosa. Año y medio más tarde, el 28 de marzo de 1939, Madrid capituló ante el llamado Ejército Nacional. Ese mismo día san Josemaría llegó en uno de los primeros medios de transporte que entraron en la capital, provisto de dos maletas de comida; su primera visita fue para su madre y hermanos. Dolores sólo tenía sesenta y dos años, pero estaba avejentada. San Josemaría acondicionó la vivienda en el Patronato de Santa Isabel, del que era rector, para fijar allí su residencia madrileña. De nuevo pidió a su madre y a su hermana Carmen que organizasen la vida diaria. Trasportaron desde la calle Caracas los muebles y los enseres de los Escrivá. La Rectoral fue pareciéndose a una casa de familia. Con escasos medios materiales recomenzó la labor apostólica, y en agosto En mayo de 1934, la familia se trasladó a la vivienda que el Patronato de Santa 79 ALBÁS BLANC, DOLORES de 1939 san Josemaría animó a los miembros del Opus Dei –que tenían la experiencia de DYA– a que pusieran en marcha de nuevo una residencia de estudiantes, en dos pisos en la calle Jenner. Allá fueron Dolores y su hija para encargarse de la administración doméstica de la Residencia. Tuvieron dificultades para encontrar alimentos. La madre de San Josemaría padecía fuertes dolores de cabeza, pero dedicaba tiempo y cariño a los que ya eran del Opus Dei; arreglaba desperfectos en la ropa, cosía botones, zurcía calcetines y preparaba algo de merienda con restos del almuerzo; en las fiestas, a veces, hacía helado casero con una vieja heladora de manivela. Aunque era bastante callada –tenía la seriedad de los Albás–, sabía aderezar su conversación con toques sobrenaturales; y sus palabras acercaban a Dios. La enfermedad empeoró y al día siguiente –22 de abril–, a las diez de la mañana, ya había perdido el conocimiento. Llegó Álvaro del Portillo con un sacerdote que le dio la extremaunción. Fue instalada en el oratorio de Diego de León, amortajada con el hábito del Carmen. Apenas ocurrido el fallecimiento se avisó por teléfono a san Josemaría para que regresara urgentemente. El propio san Josemaría lo narró con las siguientes palabras: “A mitad de los ejercicios, a mediodía, les hice una plática: comenté la labor sobrenatural, el oficio inigualable que compete a la madre junto a su hijo sacerdote. Terminé, y quise quedarme recogido un momento en la capilla. Casi inmediatamente vino con la cara demudada el obispo administrador apostólico, que hacía también los ejercicios, y me dijo: don Álvaro le llama por teléfono. Padre, la Abuela ha muerto, oí a Álvaro. Volví a la capilla sin una lágrima. Entendí enseguida que el Señor mi Dios había hecho lo que más convenía: y lloré, como llora un niño, rezando en voz alta –estaba solo con Él– aquella larga jaculatoria, que tantas veces os recomiendo: fiat, adimpleatur, laudetur… iustissima atque amabilissima voluntas Dei super omnia. Amen. Amen. Desde entonces, siempre he pensado que el Señor quiso de mí ese sacrificio, como muestra externa de mi cariño a los sacerdotes diocesanos, y que mi madre especialmente continúa intercediendo por esa labor” (Carta 8-VIII-1956, n. 45: AGP, serie A.3, 94-1-2). En el segundo curso después de la guerra (1940-1941) se trasladaron la familia y algunos de los primeros miembros de la Obra a la calle Diego de León, 14. Dolores vivió en una habitación del segundo piso, donde pasaba horas dedicada a la costura. Allí se reunían las chicas que iba formando san Josemaría; entre otros menesteres, se ocupaban de los lienzos del oratorio y confeccionaban ornamentos. 5. Enfermedad y fallecimiento A principios de abril de 1941, Dolores, con sus hijos y con Isidoro Zorzano, hizo una excursión a El Escorial. En el coche iban cantando el himno de la Virgen del Pilar con entusiasmo y haciendo oración; al regreso empezó a no encontrarse bien. Dolores tenía entonces sesenta y cuatro años. Los médicos pensaron en un simple resfriado. Cuando san Josemaría salió hacia Lérida, para predicar unos ejercicios espirituales a sacerdotes diocesanos, el estado de Dolores no parecía alarmante: “Ofrece tus molestias por esta labor que voy a hacer, pedí a mi madre al despedirme. Ella asintió pero no pudo evitar decir por lo bajo: ¡este hijo!” (citado en Casciaro, 2006, p. 191). Cuando san Josemaría llegó a Madrid, de madrugada, rezó intensamente ante el sagrario y se acercó a su madre, a la que besó en la frente, llorando. Algunos oyeron la oración confiada de un hijo, roto por el dolor: “yo pensaba que mi madre les hacía falta a estas hijas mías, y me dejas sin nada… ¡Sin nada!” (citado en Casciaro, 2006, p. 191). El entierro fue al día siguiente en el cementerio de La Almudena. Ahora José y Dolores descansan en la cripta 80 ALEGRÍA Bibliografía: AVP, I y II (ver Índice de nombres); Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos. Testimonio sobre el Fundador, de uno de los miembros más antiguos del Opus Dei, Madrid, Rialp, 200614; John F. Coverdale, La fundación del Opus Dei, Barcelona, Ariel, 2002; Santiago Escrivá de Balaguer, “Josemaría, para mí, más que un hermano, fue un padre. Era un santo «de carne y hueso», no un santo de «pasta flora»”, entrevista realizada por Santiago Álvarez, Palabra, 326 (1992), pp. 243-247, publicada también como “Un’intervista all’Avv. Santiago Escrivá, fratello del Fondatore dell’Opus Dei”, Romana. Bolletino della Prelatura della Santa Croce e Opus Dei, 14 (1992), pp. 140-146; Id., “Mi hermano Josemaría”, 17-V-1992, ABC, Madrid; Esther Toranzo - Gloria Toranzo - Lourdes Toranzo, Una familia del Somontano, Madrid, Rialp, 2004. del Centro de Diego de León, en Madrid, a donde el 31 de marzo de 1969 se trasladaron sus restos. 6. La contribución de Dolores al Opus Dei San Josemaría dejó claro testimonio de la contribución que su madre había tenido en la vida del Opus Dei: “No recuerdo haberla visto nunca desocupada; siempre estaba atareada en alguna cosa: hacía una labor de punto, cosía o recosía prendas de ropa, leía…”. Recordaba su cariño, su cuidado del hogar, su laboriosidad: “No tengo memoria de haber visto jamás a mi madre ociosa. Y no era una persona rara: era una persona corriente, amable. No tenía la vocación nuestra, pero era una buena madre de familia, de familia cristiana, y sabía aprovechar el tiempo” (Carta 29-VII-1965, n. 53: AGP, serie A.3, 94-4-1). Gloria TORANZO ALEGRÍA Entre otros detalles que muestran esa realidad, san Josemaría destacó dos. La importancia que su madre había tenido en su formación cristiana; cumplidos ya los setenta años, comentaba: “Todavía hoy, a mis siete años –ya sabéis que el cero lo he mandado de paseo–, recito por la mañana y por la noche las oraciones que me enseñó mi madre. De modo que le debo, a estas alturas, la piedad de toda mi vida” (Apuntes tomados en una tertulia, 21-X-1972, en Dos meses de catequesis, I, 1972, p. 174: AGP, Biblioteca, P04). Y la impronta que su madre y su hermana habían dejado en un rasgo fundamental del espíritu del Opus Dei, el espíritu de familia: “veo como Providencia de Dios que mi madre y mi hermana Carmen nos ayudaran tanto a tener en la Obra este ambiente de familia: el Señor quiso que fuera así” (Crónica, 1969, p. 402: AGP, Biblioteca, P01). 1. Alegría, virtud cristiana. 2. Se fundamenta en la filiación divina. 3. Es factor importante para la convivencia. 4. La alegría, rasgo característico del espíritu del Opus Dei. 5. La tristeza, enemiga de la alegría. Según el Diccionario de la Real Academia Española, la alegría es un “grato y vivo movimiento del ánimo, ya por algún motivo fausto o halagüeño, ya a veces sin causa determinada, y el cual, por lo común, se manifiesta por signos exteriores”. Psicológicamente, se considera una pasión, un sentimiento, en el cual lo que penetra en nuestra intimidad (ya sea una cosa, una persona, un suceso) se percibe como un don que se nos aparece con un aspecto de claridad y luminosidad (cfr. Lersch, 1974, p. 203). Desde el punto de vista espiritual, la alegría es un fruto del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22) y en ese sentido, dirá santo Tomás de Aquino, que “es una virtud no distinta de la caridad, sino cierto acto y efecto suyo” (S.Th., II-II, q. 28, a. 4). Voces relacionadas: Albás, Familia; Escrivá Corzán, José; Escrivá de Balaguer y Albás, Carmen; Escrivá de Balaguer y Albás, Santiago; Mujeres en el Opus Dei. Inicio del apostolado. Se suelen distinguir dos tipos de alegría. Una externa, relacionada con el tem81 ALEGRÍA peramento, con la salud y con la buena marcha de las cosas, y otra más profunda, espiritual, que tiene que ver con el tono vital integrador de la personalidad, y que va creciendo al ritmo de la maduración de toda la vida espiritual. Así lo entendió también san Josemaría: “La alegría que debes tener no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios” (C, 659). Niño Jesús (cfr. Lc 2, 29-30), es el inmenso gozo de los Magos al encontrar de nuevo la estrella que habían perdido en el camino de Belén (cfr. Mt 2, 10), o el alborozo de los Apóstoles cuando se encuentran con Cristo Resucitado (cfr. Jn 20, 20), etc. La alegría no está en los goces de fuera: “La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar alegría. Porque la alegría tiene otro origen: es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza, forman parte, por desgracia, de la vida de muchos” (GD, 1). Desde esta perspectiva se percibe con claridad que la alegría es un concepto fundamental en la espiritualidad y particularmente en el mensaje del Opus Dei. Pertenece al perfil del hombre y de la mujer cristianos que san Josemaría dibuja: “Quiero que estés siempre contento, porque la alegría es parte integrante de tu camino” (C, 665). Su enseñanza sobre esta virtud es muy amplia, como manifiesta, digámoslo a modo de ejemplo, que en Surco haya un capítulo con cuarenta y cuatro puntos dedicados al tema (algo parecido ocurre en otras de sus obras). Cristo promete a los Apóstoles hacerles partícipes de su alegría: “Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar” (Jn 16, 22). Esta alegría, sin embargo, no es más que un principio, un adelanto de aquella otra a la que hemos sido llamados por Dios como coronación de la vida terrena. Como enseña santo Tomás, “el gozo de esta vida no puede ser pleno. Lo será cuando en la patria poseamos de modo acabado el bien perfecto: ‘entra en el gozo de tu Señor’ (Mt 25, 21)” (Super Ev. S. Ioann. lect. 15, 1, 2). Esa es también la enseñanza de san Josemaría: “La alegría de los pobrecitos hombres, aunque tenga motivo sobrenatural, siempre deja un regusto de amargura. –¿Qué creías? –Aquí abajo, el dolor es la sal de nuestra vida” (C, 203). 1. La alegría, virtud cristiana La alegría es una virtud de especial relieve en el cristiano. Aunque, más que virtud, es una consecuencia de vivir las demás virtudes: la alegría perfecciona el acto virtuoso, pues se presta más atención y más celo a aquellos actos que se realizan con alegría, según afirma santo Tomás de Aquino (cfr. Comentario a la Ética a Nicómaco, Libro 1, Lección 13). La alegría no se debe, pues, a que todo salga bien, sino a que está fundada en la confianza en Dios, que nos ayuda a superar las dificultades. “La alegría es un bien cristiano. Únicamente se oculta con la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aun entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios El anuncio del nacimiento del Hijo de Dios a los pastores se llevó a cabo con estas palabras de gozo: “Vengo a anunciaros una gran alegría…” (Lc 2, 10). El Evangelio –que significa buena noticia– nos enseña cómo la felicidad verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones, del dolor y de la muerte, es la de quienes se encontraron con Dios y supieron seguirle en una entrega generosa: es la alegría del anciano Simeón al tener en sus brazos al 82 ALEGRÍA sale a nuestro encuentro y nos perdona, y ya no hay tristeza” (ECP, 178). de dificultades, del dolor y de la muerte: “Esta es la diferencia entre nosotros y los que no conocen a Dios: ellos en la adversidad se quejan y murmuran; a nosotros, las cosas adversas no nos apartan de la virtud ni de la verdadera fe. Por el contrario, éstas se afianzan en el dolor” (San Cipriano, De mortalitate, 13). Esto es así porque la santidad consiste en identificarse con Cristo y a Cristo lo encontramos en la Cruz. Por eso, enseñaba san Josemaría que “la alegría tiene sus raíces en forma de Cruz” (F, 28). La consecuencia es que “nadie es feliz, en la tierra, hasta que se decide a no serlo. Así discurre el camino: dolor, ¡en cristiano!, Cruz; Voluntad de Dios, Amor; felicidad aquí y, después, eternamente” (S, 52). 2. Se fundamenta en la filiación divina La alegría es fruto del Espíritu Santo, que lleva a profundizar en la filiación divina. Por eso, las personas más felices, también en esta vida, han sido y son los santos, es decir, los cristianos que han vivido a fondo su fe. El reconocimiento de nuestra dependencia filial de Dios es “fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza” (CCE, n. 301). Cuanto más se avanza en el camino hacia Dios, mayor y más tangible será la alegría. San Josemaría enseñó siempre que la alegría nace de la filiación divina y se alimenta del cumplimiento de la Voluntad de Dios: “Alégrese el corazón de los que buscan al Señor” (1 Cro 16, 10; cfr. C, 666). La alegría es consecuencia de la filiación divina, de sabernos queridos por nuestro Padre Dios que nos acoge, nos ayuda y nos perdona (cfr. F, 332). Ese seguro anclaje en la filiación divina le llevaba a decir: “Los hijos de Dios, ¿por qué vamos a estar tristes? La tristeza es la escoria del egoísmo; si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias. La alegría se mete en la vida de oración, hasta que no nos queda más remedio que romper a cantar” (AD, 92). O, con otras palabras: “Si nos sentimos hijos predilectos de nuestro Padre de los Cielos, ¡que eso somos!, ¿cómo no vamos a estar siempre alegres? –Piénsalo” (F, 266). 3. Es factor importante para la convivencia La alegría es fruto de un corazón bueno, pues como escribe Hermas: “Todo hombre alegre obra el bien. En cambio, el hombre triste se porta mal en todo momento” (El Pastor de Hermas, “Mandamientos”, 10, 3: Ruiz Bueno, 1974, p. 994). De ahí que la alegría se manifieste como un efecto de la caridad. Por eso, la vocación cristiana, fundamentada en la filiación divina, convierte a los hombres en “sembradores de paz y de alegría”. Era ésta una expresión muy querida de san Josemaría, con la que deseaba expresar que cuando se busca sinceramente la santidad, se alcanza también la paz del corazón y, con la paz, la alegría, que acaba desbordándose en los demás: “Si vivimos así, realizaremos en el mundo una tarea de paz: sabremos hacer amable a los demás el servicio al Señor, porque Dios ama al que da con alegría (2 Co 9, 7). El cristiano es uno más en la sociedad; pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre” (AD, 93). La alegría pertenece a la esencia de la santidad. Estamos contentos porque “hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4, 16). “Que estén tristes los que no se consideren hijos de Dios” (S, 54). San Josemaría asociaba, pues, la alegría a la santidad. Por eso, no es obstáculo para la verdadera alegría que las circunstancias en que se desarrolla la existencia de una persona sean difíciles o dolorosas. La alegría es compatible con la existencia El cristiano proclama su testimonio con alegría y buen humor, aprovechando las ocasiones que le proporciona su nor83 ALEGRÍA mal actividad en medio del mundo, para llevar el mensaje de Cristo a las personas que tiene cerca, de modo amable y atractivo, según el consejo del Apóstol: “Que vuestra conversación sea siempre con gracia, sazonada con sal, de forma que sepáis responder a cada uno como conviene” (1 Co 10, 31). Con otras palabras, lo expresaba san Josemaría: “Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría” (F, 591). poco. ¡Ay qué lío me he hecho!” (citado en Bernal, 1976, p. 158). Un dato constante que señalan cuantos le conocieron fue su alegría y simpatía arrolladora: “Yo le recuerdo –señala una Hermana de la Caridad– siempre alegre. Si tuviera que destacar una cualidad de él, creo que me quedaría con ésta: la jovialidad, el gozo que emanaba su persona (...). Nos alegraba la vida con su modo de ser. Estábamos deseando que llegara, en aquella época de inseguridad y de probable y próxima persecución (...). No le vi nunca contagiarse de ningún espíritu de derrotismo...” (citado en Sastre, 1989, p. 129). Y esa fue su constante enseñanza: “Estad siempre alegres. También a la hora de la muerte. Alegría para vivir y alegría para morir. Con la gracia de Dios, no tenemos miedo a la vida, ni tenemos miedo a la muerte (…). Nuestra alegría (…) tiene un fundamento sobrenatural, que es más fuerte que la enfermedad y la contradicción. No es una alegría de cascabeles o de baile popular. Es algo más íntimo. Algo que nos hace estar serenos, contentos –alegres, con contenido–, aunque a la vez, en ocasiones, esté severo y grave el rostro” (Instrucción, mayo 1935/14-IX-1950, n. 69: AGP, serie A.3, 90-1-1). Cuando falta la alegría, se entorpecen las buenas relaciones en el ámbito de la familia o de los grupos sociales. La experiencia enseña que toda alegría que se vive al margen de Dios o contra Dios “no satisface, sino que introduce cada vez más al hombre en el torbellino en el que, a la postre, ya no podrá ser verdaderamente feliz” (Ratzinger, 1991, p. 481). 4. La alegría, rasgo característico del espíritu del Opus Dei “Sólo tenía yo veintiséis años, gracia de Dios y buen humor” (CONV, 32). Así se expresaba san Josemaría al recordar el inmenso horizonte que se había abierto ante su mirada el 2 de octubre de 1928. En otro momento, afirmaba: “Por temperamento, he sabido tener habitualmente la sonrisa en los labios y en la mirada” (CECH, p. 792). Y poco antes de morir, confesaba, en una conversación informal: “Ser santo es ser dichoso, también aquí en la tierra. Y me preguntaréis quizá: Padre, y usted ¿ha sido dichoso siempre? Yo, sin mentir, recordaba hace pocos días (...) que no he tenido nunca una alegría completa; siempre, cuando viene una alegría, de esas que satisfacen el corazón, el Señor me ha hecho sentir la amargura de estar en la tierra, como un chispazo del Amor... Y, sin embargo, no me he sentido nunca infeliz, no recuerdo haber sido infeliz nunca. Me doy cuenta de que soy un gran pecador, un pecador que ama con toda su alma a Jesucristo. Así que infeliz, nunca; alegría completa nunca tam- San Josemaría predicó siempre la santidad con buen humor. Buen humor que no es cuestión de temperamento, sino de vida interior. Las virtudes cristianas son virtudes alegres. Por eso previno: “De lejos viene el empeño diabólico de los enemigos de Cristo, que no se cansan de murmurar que la gente entregada a Dios es de la «encapotada». Y, desgraciadamente, algunos de los que quieren ser «buenos» les hacen eco, con sus «virtudes tristes». –Te damos gracias, Señor, porque has querido contar con nuestras vidas, dichosamente alegres, para borrar esa falsa caricatura (…)” (S, 58). Lo de santos “encapotados” proviene de santa Teresa, que rogaba a Dios: “De devociones necias y santos de rostro desabrido, líbranos Señor”. 84 ALEMANIA 5. La tristeza, enemiga de la alegría Bibliografía: CECH, pp. 789-795; Pablo VI, Exhort. Ap. Gaudete in Domino, 1975; Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 19762; Ernesto Juliá Díaz, “Alegría (I. Teología moral)”, en GER, I, pp. 514-516; Philip Lersch, La estructura de la personalidad, Barcelona, Sciencia, 1974; Joseph Ratzinger, Cooperadores de la verdad, Madrid, Rialp, 1991; Daniel Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, Madrid, BAC, 1974; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1989; José Luis Soria, Maestro de buen humor. El Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1993; Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá, Barcelona, Plaza & Janès, 1995. La falta de alegría se denomina tristeza, que es una sensación desagradable, dolor o aflicción, causada por un mal presente y no deseado. Es característico de la tristeza apesadumbrarse ante el mal presente, lo que denota falta de fe y de esperanza. Según su causa, cabrían tres tipos de tristeza. Hay una tristeza “buena”, cuando es provocada, por ejemplo, por el pecado, propio o ajeno. El mismo Jesucristo la padeció en el Huerto de Getsemaní: “mi alma está triste hasta la muerte” (Mt 26, 37). Una tristeza que podríamos también denominar “fisiológica”, que puede ser consecuencia de la enfermedad o del agotamiento. Y finalmente una tristeza “mala”, causada por la falta de correspondencia a la gracia de Dios, tristeza profunda que tiene su origen en la “enfermedad” del alma. Santo Tomás dirá que su origen es casi siempre la soberbia: “La tristeza mala proviene del desordenado amor a sí mismo, el cual no es un pecado especial, sino la raíz general de todos los pecados” (S.Th., II-II, q. 28, a. 4). En cualquier caso, la tristeza es un enemigo que hace la vida imposible (cfr. CECH, p. 795). De esta tristeza previene san Josemaría: “¿No hay alegría? –Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. –Casi siempre acertarás” (C, 662). Miguel Ángel MONGE SÁNCHEZ ALEMANIA 1. Los inicios de la labor. 2. Los viajes de san Josemaría a Alemania. 3. Desarrollo de la labor apostólica. Alemania entró muy pronto en los planes de expansión apostólica de san Josemaría. Con la venia y bendición del cardenal de Colonia, comenzó en 1952 la labor estable en Bonn. La razón para la elección de esta ciudad fue, sin duda, que algunos fieles del Opus Dei ya habían trabajado profesionalmente allí; otros, habían ampliado estudios, asistido a encuentros internacionales, trabado amistades, y dado a conocer la Obra (cfr. Gutiérrez Ríos, 1969, p. 36; Thomas, 2010, p. 30). Además, Bonn pertenecía a la diócesis de Colonia y Álvaro del Portillo conocía a su obispo, el cardenal Frings, que en 1946 había escrito una carta comendaticia para la aprobación pontificia del Opus Dei (cfr. AVP, III, p. 13); durante su asistencia al Congreso Eucarístico de Barcelona en 1952, el cardenal conoció una residencia universitaria del Opus Dei y visitó al obispo de Madrid, don Leopoldo Eijo y Garay, que le habló elogiosamente de san Josemaría. De hecho, el El que se sabe hijo de Dios no debe dejarse vencer por la tristeza, sea cual sea la causa que la provoque, ni siquiera cuando el motivo son los propios pecados personales: “Cuando te apuren tus miserias no quieras entristecerte. Gloríate en tus enfermedades, como San Pablo” (C, 879). “Los hijos de Dios, ¿por qué vamos a estar tristes? La tristeza es la escoria del egoísmo: si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias” (AD, 92). Voces relacionadas: Filiación divina; Paz. 85 ALEMANIA cardenal Frings estimaba al fundador, en quien veía, como escribió años más tarde en carta a Pablo VI el 21 de agosto de 1975, un pionero en la espiritualidad de los laicos (cfr. Frings, 1973, pp. 149-150; Berglar, 2005, pp. 285, 300, 392). En octubre de 1956, llegamos a Colonia Carmen Mouriz, que había estudiado en el Colegio Alemán de Madrid y yo misma, Ana María Quintana, que tenía el título de Profesor Mercantil. Esta llegada marcaba el inicio del trabajo estable de la Obra entre las mujeres, y facilitaba la formación a las que ya se habían incorporado. Eran Käthe Retz, psicóloga; Marlies Kücking, estudiante de Germánicas; Hele Steinbach, farmacéutica, madre de dos hijos y algunas más. Habían reunido en Bonn, donde vivían, un grupo de estudiantes, escolares y señoras que asistían a medios de formación; prepararon así la futura labor. 1. Los inicios de la labor Con mucha visión sobrenatural y carente de medios materiales, llegó a Bonn el 10 de agosto de 1952 Alfonso Par, ingeniero, ordenado sacerdote en agosto de 1951. Poco después, visitó al cardenal, que se alegró de que la Obra comenzara a trabajar en Alemania. El mismo año llegaron Fernando Inciarte, Fernando Echeverría y Jordi Cervós-Navarro, los tres con sus estudios recién terminados de Filosofía, Derecho y Medicina respectivamente. Inciarte fue después profesor de las Universidades de Colonia y Friburgo de Brisgovia y, a partir de 1975, catedrático de la Universidad de Münster; y Cervós, catedrático del Instituto de Neuropatología de la Universidad Libre de Berlín, decano de la Facultad de Medicina y vicepresidente de esta Universidad. En 1954 llegó el Dr. Antonio Jiménez, también jurista, que acababa de ser ordenado sacerdote y en septiembre de 1955, José Arquer, arqueólogo, y también recién ordenado. Poco antes, en su primera visita a Althaus, san Josemaría había expresado su deseo de que las mujeres comenzaran la labor precisamente en Colonia, y así se hizo. Se había conseguido un piso en la Hülchrather Strasse, 6 y, pocos meses después, otro en el mismo edificio. Cuando llegaron, el piso estaba en obras, pues había que renovarlo completamente. También ellas venían con poco bagaje, pero sabiendo que san Josemaría rezaba intensamente por el apostolado en Alemania. Antes de salir de Roma, donde estuvieron un tiempo, habían recibido su bendición. Una vez terminadas las obras, la Residencia se llenó por completo; suponía mucho trabajo. Cuando san Josemaría se enteró de la situación, quiso que fueran enseguida tres numerarias auxiliares: las españolas Emilia Llamas, Atanasia (Tasia) Alcalde y la mejicana Epitacia (Pelancho) R. Gaona llegaron a Colonia el 7 de junio de 1957. En 1953 consiguieron un piso en la Koblenzer Strasse, 129, hoy Adenauerallee, y cuando pudieron disponer del inmueble, instalaron allí la Residencia de Estudiantes Althaus. Algunos de los residentes y de los asistentes a las actividades descubrieron en el Opus Dei su modo concreto de vivir la vocación cristiana: así el estudiante de Derecho Kurt Malangré, supernumerario, que más adelante fue alcalde de Aquisgrán; Klaus M. Becker, entonces estudiante, que fue el primer numerario surgido de la labor apostólica en Alemania; poco después le siguió su amigo Peter Blank. En 1958 abrieron un Centro en Colonia; fue la sede de la Comisión Regional. A partir de ese momento, creció mucho la labor apostólica. En esos años se acercaron a la Obra Franzis Niewel, estudiante, y Annemarie Leven, farmacéutica, compañera de Hele Steinbach. Marga Schraml y Jutta Geiger, alemanas, descubrieron el Opus Dei en el ejercicio de su profesión en Roma. Más tarde, los miembros de la nueva generación, una vez terminados los estudios, ejercieron su profesión 86 ALEMANIA como médicos, profesoras de Segunda Enseñanza, arquitectos, directoras de las Administraciónes de los Centros, etc. Al día siguiente, 2 de mayo, estuvo de nuevo en Althaus. El fundador se sentía feliz junto a sus hijos en Alemania y con una gran esperanza al pensar en las muchas personas a las que el Señor llamaría a la Obra. Dirigiéndose a uno de los presentes, dijo: “Hijo mío, ¿no te hace ilusión ver la confianza que el Señor ha puesto en nosotros? Parece como si hubiera condicionado la fecundidad de la labor a que seamos fieles. ¡Qué responsabilidad tan grande tenemos! ¡Y qué sentido de la filiación divina, ante esta confianza que Dios nos ha manifestado! ¡Qué ilusión al pensar en la cosecha que se aproxima a esta tierra alemana...! La Obra huele ya a campo cuajado, a cosa hecha a pesar de que veintisiete años no son nada para un ente moral, y menos para una familia que el Señor ha querido promover y que ha de durar mientras haya hombres sobre la tierra, para servir a la Iglesia, para extender el reinado de Cristo, para bien de las almas, para hacer dichosa a la humanidad, llevándola a Dios” (citado en AVP, III, p. 334). 2. Los viajes de san Josemaría a Alemania San Josemaría preparó personalmente la futura labor del Opus Dei en Europa Central. En su primer viaje, en noviembre de 1949, escribió desde Milán una carta a sus hijos de México, en la que decía: “Estamos estos días aquí, preparando el arreglo de esta casa, y camino de Austria y Alemania, donde vamos a echar una ojeada con vistas a abrir un par de casas también, cuanto antes, con la ayuda de Dios. No dejéis de encomendar las cosas que ahora llevamos entre manos, porque importan mucho para toda la Obra” (AVP, III, p. 332). Acompañado de otras personas, san Josemaría salió de Roma el 22 de noviembre. Estuvo varios días en Milán, y el 30 de noviembre llegó a Múnich. Se notaba el paso de la guerra por la capital de Baviera. La ciudad estaba medio destruida; el fundador no olvidó nunca la impresión que le produjo. Al día siguiente, después de celebrar la santa Misa en la catedral, visitaron al arzobispo de München-Freising, cardenal Michael Faulhaber, y a otras personas. El cardenal se mostró muy cordial con el fundador, interesándose por la Obra. A los pocos días, san Josemaría estaba de regreso en la Ciudad Eterna, poniendo fin a este primer viaje –de 3.490 kilómetros– de preparación de la labor de la Obra en Europa Central. Dos días más tarde recibieron otra corta visita del Padre. Les alentó a seguir trabajando sin desánimo, les habló de perseverancia y de entrega recordándoles unas palabras que repetía frecuentemente: “¡Fieles, vale la pena!”. Durante ese viaje visitó Colonia, Düsseldorf, Maguncia y Coblenza. Hoy en día, una placa de la cripta de la catedral de Colonia, que enumera los santos y beatos que han visitado la catedral, incluye el nombre de san Josemaría Escrivá de Balaguer. A finales de 1955, emprendió un nuevo viaje por Suiza y Francia, y llegó a Alemania el 30 de noviembre. Celebró la santa Misa en la catedral de Colonia. Después estuvo en Althaus. Como siempre, fue un encuentro lleno de cariño humano y sentido sobrenatural. Les dijo con firmeza: “Ha acabado la prehistoria de la región alemana y ahora estamos ya en la historia. Hoy empieza la historia de la Obra en Alemania. Hoy, 30 de noviembre de 1955, entramos Desde Roma, san Josemaría seguía la labor de sus hijos en Bonn. En cuanto pudo, los visitó. El 1 de mayo de 1955 estuvo por primera vez con ellos en Althaus. Se interesó por cada uno de ellos. Le gustaron mucho la situación de la casa y las posibilidades que presentaba. Por lo que se refería a su estado, escasez de muebles y pobreza de las habitaciones, les hizo ver que había que superar esa etapa cuanto antes. 87 ALEMANIA en la historia de esta región. No será algo inmediato, repentino. Requerirá algunos meses… esperar. Pero vendrá gente, saldremos de Bonn, se comenzará a trabajar en labores más diversas” (citado en AVP, III, p. 336). animó a poner una residencia de nueva planta: vendrían muchas miles. Dependía de su fidelidad y buen humor. Luego fue a Bonn, donde le esperaba un buen grupo de estudiantes; habían llegado de Suiza, Austria, España y Portugal para asistir a una Ferienakademie (academia de verano) en la ciudad de Altenberg. Les habló de la necesidad del descanso, para poder trabajar más; del amor a la libertad propia y a la ajena; del amor a la patria, pero sin estrechez de corazón, y de que tenían que ser fundamento firme, saber desaparecer. Siguió viaje a Viena y el 7 de diciembre, a su regreso de la capital austriaca, estuvo de nuevo en Althaus. Contó que habían estado en Viena y que habían llenado de avemarías y de canciones los caminos del centro de Europa (cfr. Diario de Althaus, Bonn, 7-XII-1955: AGP, serie M.2.2, 1-7). Les recordó que tenían que ser fieles, santos... En el momento de irse repetía que no había necesidad de despedirse, porque siempre estaban unidos, consummati in unum! En septiembre de 1958, san Josemaría estuvo de nuevo en Colonia. A sus hijas les llevó un zueco de cerámica de Delft. Les recomendó que, al verlo, pidieran por la labor que pronto comenzaría en Holanda. Habló de viajes periódicos a Amsterdam y comentó que, aunque sabía que no tenían medios económicos y que eran muy pocas, le daría alegría que procurasen hacer ese esfuerzo que redundaría en provecho de la Obra. En este viaje visitó a sus hijos en el Centro de la Comisión Regional de Colonia. El día 22, viajó a la abadía de Maria Laach. También estuvo en Althaus, donde conoció a algunos de los que recientemente habían pedido la admisión en la Obra. En 1956, estuvo en Suiza, Francia y Bélgica, y el 30 de junio pasó a Alemania. En Aquisgrán hizo una corta parada para rezar en la catedral. En Althaus pudo conocer a uno de los primeros alemanes del Opus Dei, así como a otros estudiantes que frecuentaban el Centro. En octubre de ese año, las mujeres del Opus Dei instalaron una pequeña residencia, Eigelstein, en Colonia. El 22 de agosto de 1957, tuvieron la primera visita de san Josemaría. Había hecho muchos kilómetros en coche para venir a verlas; estaba contentísimo. Le dolió la extrema pobreza del oratorio, que era provisional. Comentó que daban a Dios todo lo que tenían en medio de esa pobreza, y así ponían el fundamento para que hubiese una gran floración en Alemania. Les entregó dos cajas de bombones suizos. Preguntó si estaban bien de salud y si estaban contentas. Insistió en que ser de las primeras suponía una gracia extraordinaria y exigía también una correspondencia extraordinaria. Se enteró de que no tenían lavadora, e hizo las gestiones necesarias para comprarles una. Un año más tarde, el 16 de septiembre de 1959, estuvo otra vez en Althaus. Estaban allí unas quince personas. Uno de los presentes, Rolf Thomas, que había pedido la admisión en el Opus Dei el año anterior, quedó muy impresionado por la firmeza de la fe de san Josemaría, con la que veía al Opus Dei al servicio de la Iglesia. Resume su impresión en estas tres frases que más tarde le oyó decir muchas veces al fundador: “Soñad y os quedaréis cortos; Dios no se deja ganar en generosidad; antes, más y mejor” (Thomas, 2010, p. 26). Por la tarde, san Josemaría visitó a sus hijas en la Residencia Eigelstein. Les pidió que rezaran por él, para que fuera bueno y fiel. Les instó a que estuvieran siempre muy contentas. El día 24, fiesta de san Bartolomé, llegó por la mañana san Josemaría con don Álvaro a Eigelstein para celebrar la santa Misa. Después estuvieron hablando y las 88 ALEMANIA Su última estancia en Colonia fue en mayo de 1960. Estuvo en el Centro de la Asesoría Regional del país. Preguntó a la directora por un próximo viaje que debía realizar a Viena y con este motivo, recordando años pasados, comentó que la guerra era una injusticia, y que también era una injusticia la división de Berlín. Le contaron que seguían buscando un solar para la nueva residencia y san Josemaría prometió ofrecer la santa Misa para que lo encontraran pronto. Ya a punto de dejar el piso, una de las presentes le dijo que estaba dispuesta a irse a Rusia. Comentó entonces san Josemaría que para trabajar en cualquier país, se necesita un mínimo de libertad, pues de otro modo no se puede trabajar ni desarrollar el apostolado del Opus Dei, y añadió: “Hija mía, yo pido por la unidad de este país vuestro; pido también por Berlín, es un deber de justicia. Tenéis que trabajar en todas las regiones alemanas. ¡Qué campo tan inmenso os espera!” (Berglar, 2005, p. 261). apostolado en el país en que se encontraban y extenderlo desde ese país a otros. Desde Alemania se colaboró en mayor o menor escala –con viajes más o menos regulares y después con personas que se trasladaron– a los inicios de Holanda y Austria, y más tarde de Suecia y Finlandia (Berglar, 2005, pp. 283-284). Con la fuerza de sus palabras y la seguridad en su oración, se fueron buscando nuevos instrumentos materiales que contribuyeran a dar realce a la calidad de la formación. Con el tiempo se pudo disponer de inmuebles donde tener cursos de retiros y convivencias. Además, en 1963 se inauguró en Colonia la Residencia Schweidt para universitarios y a partir de 1966 las mujeres contaron con la Residencia Müngersdorf con 119 plazas (Schellenberger, 2011, p. 53). Anexo a cada una de las Residencias funcionaba un Centro de Formación Profesional. Por razones profesionales, y con el deseo de llevar el mensaje del Opus Dei a todas partes en servicio a la Iglesia, se instalaron también Centros en otras ciudades. Aunque no faltaron dificultades, la labor apostólica continuó desarrollándose. 3. Desarrollo de la labor apostólica Las visitas del fundador fueron siempre motivo de alegría y de renovación interior, y un estímulo para incrementar la labor apostólica. En su primera visita a las que vivían en la modesta Residencia Eigelstein, las animó a conseguir una residencia de nueva planta. En su segunda visita les propuso que instalasen otro Centro, fuera de la Residencia; con el tiempo, ese piso de la Asesoría Regional también acabó resultando pequeño para la creciente labor. Adquirieron entonces, en 1963, un chalecito en Lindenthal. En 1958 les pidió que hicieran viajes a Holanda, donde empezaba la labor. Sus iniciativas trajeron siempre un incremento de las personas que frecuentaban los medios de formación que ofrece la Prelatura, tanto por parte de las mujeres como con los varones, en diversos lugares de Alemania. En 1975, en el momento del fallecimiento de san Josemaría, se contaba con varios Centros en Colonia y Bonn; además, en Aquisgrán, Berlín, Essen, Múnich, Münster, Tréveris, Jülich; desde esas ciudades se hacían viajes a otras: Friburgo, Düsseldorf, Heidelberg, Mönchengladbach. La labor apostólica entre los sacerdotes también había crecido. Buen signo de ese desarrollo apostólico es el hecho de que, cuando en enero de 2002, y con motivo del centenario del nacimiento de san Josemaría, se celebró una Misa solemne, miembros del Opus Dei y amigos llenaron por completo la catedral de Colonia. Y algo análogo ha acontecido en años posteriores. Muy a menudo san Josemaría decía a sus hijas e hijos que había que ejercer el Voces relacionadas: Viajes apostólicos. 89 ALMA SACERDOTAL Bibliografía: AVP, III, pp. 313-391; Peter Berglar, Josemaría Escrivá. Leben und Werk des Gründers des Opus Dei, Köln, Adamas, 2005; Josef Frings, Für die Menschen bestellt. Erinnerungen des Alterzbischofs von Köln, Köln, Bachem, 1973, pp. 149-150; Enrique Gutiérrez Ríos, José María Albareda, Madrid, Magisterio Español, 1969; Álvaro del Portillo, Una vida para Dios. Reflexiones en torno a la figura de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Discursos, Homilías y otros escritos, Madrid, Rialp, 1992; Barbara Schellenberger, “Das Studentinnenheim Müngersdorf - eine Initiative des heiligen Josemaría: 1957-1966”, SetD, 5 (2011), pp. 5376; Rolf Thomas, Josemaría Escrivá begegnen, Augsburg, Sankt Ulrich, 2010. cerdocio común–, que había de continuar en el tiempo la misión redentora y santificadora de Jesucristo, Cabeza de su Cuerpo Místico (cfr. LG, 7-8). Se sintió urgido a dar a conocer esta verdad capital: “He predicado constantemente esta posibilidad sobrenatural y humana, que Nuestro Padre Dios pone en las manos de sus hijos: participar en la Redención operada por Cristo” (AD, 263). Las enseñanzas del fundador del Opus Dei giran alrededor de nociones específicamente sacerdotales: mediación, salvación de las almas, sacrificio. Y la universalidad de la llamada a la corredención, que está en la entraña misma de su mensaje, brota como consecuencia de la claridad y precisión teológica y jurídica con que plantea la igualdad radical de todos los fieles cristianos en la Iglesia, fundamentándola en su aspecto más profundo: la identificación con Cristo que conlleva la participación en su misión redentora, cada uno según su propia vocación y sus específicas circunstancias. Ana María QUINTANA GONZÁLEZ ALMA SACERDOTAL 1. El alma sacerdotal del cristiano. 2. Alma sacerdotal y mentalidad laical. 3. María Santísima, modelo para el alma sacerdotal del cristiano. San Josemaría vivió de manera singular la identidad con Cristo que predicó para todo sacerdote y para todos los bautizados. “¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental” (AIG, p. 70). Su existencia fue una vida sacerdotal en íntima identificación con los sentimientos de Cristo. Todos sus gestos estaban penetrados de afán mediador: interceder continuamente a Dios por las almas, acercarse y acercarlas, una a una, al amor paterno de Dios invitándolas a penetrar en las riquezas insondables de la vida cristiana. 1. El alma sacerdotal del cristiano Para comprender el contenido que tiene la expresión “alma sacerdotal” en la predicación de san Josemaría, parece necesario hacer referencia a sus enseñanzas sobre el sacerdocio común, donde encuentra su fundamento. Esta doctrina, elaborada a partir de las fuertes expresiones de la Sagrada Escritura (cfr. Ex 19, 5-6; Is 61, 3-6; Rm 12, 1; 1 P 2, 4-5, 9-10; Flp 2, 5; Ap 1, 5-6) y de los Padres, es una constante en sus escritos. Tiene matices en gran parte originales como fruto de la hondura con que medita sobre el misterio de la Redención y de su carisma fundacional: abrir en la Iglesia un camino de santidad, de “almas contemplativas en medio del mundo” para santificar –redimir– el mundo desde dentro. Contemplaba a la Iglesia como el conjunto de los fieles cristianos llamados todos a la santidad, en orgánica conjunción de dones y funciones, jerárquicamente estructurada –sacerdocio ministerial y sa90 ALMA SACERDOTAL a) El sacerdocio común de los fieles, fundamento del alma sacerdotal celebra la Eucaristía y proclama la Palabra de Dios en nombre de la Iglesia” (CONV, 69). Hay, por eso, una íntima relación entre ambos sacerdocios, que se presuponen y complementan en el contexto de la común llamada a la santidad y al cumplimiento de la misión de la Iglesia. “Dios Nuestro Señor nos ha llamado a todos a la plenitud de la caridad, a la santidad (…). Ni como hombre ni como fiel cristiano el sacerdote es más que el seglar” (AIG, pp. 68-69, 72), sólo es diverso el modo de participar del sacerdocio de Cristo. Desde los inicios de su actividad pastoral, san Josemaría subraya, con un convencimiento persuasivo, que Dios ha querido hacer partícipe al cristiano del carácter pleno y definitivo del sacerdocio de Cristo, para seguir manteniendo su presencia redentora entre los hombres: “¡Siempre Cristo que pasa! Cristo, que sigue pasando por las calles y por las plazas del mundo, a través de sus discípulos, los cristianos” (ECP, 71). Por el Bautismo todos los fieles participan en el sacerdocio de Cristo y están llamados a compartir sus sentimientos, su afán de almas, su entrega redentora que ha de manifestarse en todos los ámbitos de la vida: la familia, el trabajo, las relaciones sociales. “La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención” (ECP, 120). El sacerdocio común es, pues, el sacerdocio de la propia vida, de modo que el cristiano, todo cristiano, está habilitado para ofrecer su propia existencia como “hostia agradable” a Dios (Rm 13, 1; 1 P 2, 5). Al explicar la doctrina teológica del sacerdocio común, san Josemaría no se limita a exponer teóricamente esta verdad, sino que mueve a situar la totalidad de la existencia bajo el impulso de ese sacerdocio, convirtiendo la vida entera en oración, sacrificio, culto a Dios. En sintonía con san Pablo afirma: “Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1 Cor 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que –en ese movimiento– se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios (1 Cor 10, 31)” (CONV, 115). El único Sacerdocio de Cristo puede ser participado de otra manera en virtud del sacramento del Orden, que da origen al sacerdocio ministerial por el que el sacerdote queda configurado de modo específico con el Sumo Sacerdote y puede obrar en la persona de Cristo-Cabeza, confiriendo los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. La diferencia entre ambos sacerdocios no es de grado, sino de esencia (cfr. LG, 10; Del Portillo, 1990, pp. 42-43). Los demás fieles están incorporados a Cristo por el Bautismo, pero no tienen potestad para actuar in persona Christi Capitis. El poder que confiere el Orden sacerdotal no lo poseen los fieles laicos que se encuentran ante lo que san Josemaría llamaba de modo gráfico el muro sacramental. “La función santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la Penitencia, En este contexto emplea la expresión alma sacerdotal para expresar la disposición habitual de ejercer la propia participación en el sacerdocio eterno de Cristo. Es un impulso interior que impregna el ser y el actuar del cristiano de sentido apostólico y corredentor. “Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo, para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre” (ECP, 96). 91 ALMA SACERDOTAL De modo semejante a como el alma es forma del cuerpo, el alma sacerdotal debe informar todos los instantes y la entera actividad de la existencia cristiana. Como en la vida de Cristo todas sus acciones estuvieron penetradas del afán redentor que lleva en su corazón, el alma sacerdotal, que participa de esos mismos sentimientos, tiene un vivo sentido del pecado y de la necesidad de la expiación, así como de la llamada a convertir toda la vida en alabanza a Dios, en unión con Cristo y su Sacrificio del Altar. La gracia del Espíritu Santo trae consigo todas las virtudes necesarias que permiten fructificar en obras el sacerdocio espiritual recibido en el Bautismo: la fe proporciona claridad para que la actividad diaria –trabajo, relaciones familiares y sociales– se convierta en lugar de encuentro con Dios; la caridad urge a hacer de la propia vida ofrenda y servicios; y la esperanza lleva a difundir en todo momento la alegría propia del que se sabe hijo de Dios y heredero del cielo. tido estén dirigidas precisamente a mujeres: “Vosotras, por ser cristianas, tenéis alma sacerdotal”, afirmó unas horas antes de dejar esta tierra (26-VI-1975, citado en Del Portillo, 1976, p. 22), y en otra ocasión cercana en el tiempo se expresó de modo semejante: “Yo en el altar, soy Cristo, no soy Josemaría. Tú eres mujer, pero tienes también alma sacerdotal, lo dice San Pedro: vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa… y lo dice a hombres y a mujeres, a todos los cristianos: por tanto eres ipse Christus, el mismo Cristo” (Catequesis en América, I, 1974, p. 587: AGP, Biblioteca, P05). b) Alma sacerdotal e identificación con Cristo Los dos textos que acabamos de citar, en los que se afirma que el cristiano debe ser no ya “alter Christus, sino ipse Christus” (ECP, 104), ponen de manifiesto la interna relación entre alma sacerdotal e identificación con Cristo. Esta identificación tiene una raíz sacramental que san Josemaría recordó con claridad en diversas ocasiones. “El cristiano –escribe– se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera” (ECP, 106). “Mirad: la Redención que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1 Cor 1, 23), por voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. No es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1 Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1 Tm 2, 6)” (ECP, 121). Pero esa base o raíz sacramental debe redundar en la vida. El cristiano debe dejar que la vida de Cristo “se manifieste en nosotros” (ECP, 104), porque “Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes” (ECP, 174). Para ello es necesario conocer y amar a Cristo, tener sus mismos sentimientos. “El cristiano debe –por tanto– vivir según la vida de Cristo, haciendo Es significativo, tanto de la radicalidad con que profundizó en la doctrina del sacerdocio común, como de su valoración de la mujer, el hecho de que algunas de sus afirmaciones más netas en este sen92 ALMA SACERDOTAL suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí” (ECP, 103). Y precisa: “para ser ipse Christus hay que mirarse en Él. (…) hay que aprender detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas (…). Así nos sentiremos metidos en su vida” (ECP, 107), “porque hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo” (ECP, 14). con Él y en Él– presenta al Padre todas sus obras y la creación entera. “Con alma sacerdotal, haciendo de la Santa Misa el centro de nuestra vida interior, buscamos nosotros estar con Jesús entre Dios y los hombres” (Carta 11-III-1940, n. 11: AGP, serie A.3, 91-6-1). San Josemaría aconsejó renovar en la santa Misa el ofrecimiento de la propia vida y de la actividad diaria para que, al ser asumidas por Cristo, reciban valor redentor. La vida de los fieles unidos a Cristo por la gracia es toda ella verdadero culto espiritual, pero sus actos de culto interior se consuman cuando en la santa Misa unen sus vidas al Sacrificio de Cristo cuando, uniéndose a cuanto está realizando el sacerdote in persona Christi, se ofrecen ellos mismos y su vida entera. Es esa ofrenda vivencial del Sacrificio del Altar, de la celebración litúrgica, la que permitirá vivir con alma sacerdotal durante la jornada entera: “Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba?” (ECP, 154). El cristiano configurado con Cristo, que “acepta que en su corazón habite Cristo” (ECP, 183), participará también de su misión, de modo que “en todo su quehacer humano se encontrará –bien fuerte– la eficacia salvadora del Señor” (ibidem). “No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola cosa. Ésta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, rezamos en el Credo” (ECP, 122). Y del mismo modo, en el cristiano no puede haber ninguna actividad que no esté impregnada de ese afán redentor, porque “abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención” (ECP, 183). d) Alma sacerdotal y amor a la Cruz Tener alma sacerdotal implica amor a la Cruz, anhelo de difundir por todas partes el fuego de amor que Cristo ha venido a traer a la tierra (cfr. Lc 12, 49), afán de almas, urgencia por la salvación de todos los hombres, deseo de llevar a Cristo hasta el último rincón de la tierra: “El Señor ha confiado en nosotros para llevar almas a la santidad, para acercarlas a Él, unirlas a la Iglesia, extender el reino de Dios en todos los corazones” (ECP, 11). Y hacerlo con actitud sacerdotal. Es propio del alma sacerdotal experimentar un vivo sentido del pecado, que mueve a la expiación, al sacrificio alegre, en una entrega que enseña a ver en todos los acontecimientos, también en los dolorosos, una fuente de vida, de gracia y de paz. c) La santa Misa, punto decisivo de referencia para el alma sacerdotal “Gracias al Bautismo y la Confirmación, el pueblo sacerdotal se hace apto para celebrar la liturgia” (CCE, n. 1119). La primera manifestación del alma sacerdotal es amar el Santo Sacrificio de la Misa, donde el cristiano une su sacrificio al de Jesucristo, Sacerdote y Víctima, y –por Él, 93 ALMA SACERDOTAL e) Alma sacerdotal y vida ordinaria para santificarlo y llevarlo a Dios. El mundo es el lugar en el que Dios le ha puesto para santificarse, para encontrarse con sus hermanos los hombres, para ponerle a Él en la cumbre y en la entraña de todas las actividades humanas (cfr. F, 678). Por eso el cristiano ama el mundo y todo empeño humano noble. Y se siente llamado a cumplir una específica tarea. Esa perspectiva provoca lo que san Josemaría llamó mentalidad laical. En conformidad con el núcleo de su mensaje –la santificación en medio del mundo– el fundador del Opus Dei subrayó la necesidad de que el alma sacerdotal impregnara toda la actuación del cristiano. “No me cansaré de repetir (…) que el mundo es santificable; que a los cristianos nos toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al Señor como hostia espiritual, presentada y dignificada con la gracia de Dios y con nuestro esfuerzo” (ECP, 120). “Mientras desarrolláis vuestra actividad en la misma entraña de la sociedad, participando en todos los afanes nobles y en todos los trabajos rectos de los hombres, no debéis perder de vista el profundo sentido sacerdotal que tiene vuestra vida: debéis ser mediadores en Cristo Jesús, para llevar a Dios todas las cosas, y para que la gracia divina lo vivifique todo: con mucho gusto gastaré cuanto tengo y me entregaré a mí mismo por las almas (2 Co 12, 15)”. En esa línea se refiere al trabajo: “En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación” (CONV, 55). En efecto, “al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora” (ECP, 47). “Este es nuestro sitio: dentro de estos límites; aquí hemos de gastarnos diariamente con Él, ayudándole en su labor redentora” (AD, 49), de forma que el trabajo se convierte en altar de la ofrenda de la propia existencia a Dios (cfr. ECP, 96). Alma sacerdotal y mentalidad laical aparecen así como expresiones y realidades complementarias. El alma sacerdotal hace referencia a un espíritu, que debe informar todas las acciones. La mentalidad laical alude más bien a un estilo, a un modo de actuar, a un temple de alma (cfr. Illanes, “Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei”, en OIG, p. 237). De ahí que se invite a poner en práctica la misión del cristiano con mentalidad laical, con la mentalidad propia de quien vive en el mundo y tiene como encargo divino sobrenaturalizarlo, divinizarlo: “Con mentalidad plenamente laical, ejercitáis ese espíritu sacerdotal, al ofrecer a Dios el trabajo, el descanso, la alegría y las contrariedades de la jornada, el holocausto de vuestros cuerpos rendidos por el esfuerzo del servicio constante. Todo eso es hostia viva, santa, grata a Dios: ése es vuestro culto racional (Rm 12, 1)” (Carta 6-V-1945, n. 27: AGP, serie A.3, 92-4-2). San Josemaría exhorta, en suma, a ejercitar el alma sacerdotal con mentalidad laical, de forma que la entera existencia se convierta en oración y en sacrificio, sin desnaturalizarla, respetando la autonomía de las diversas realidades terrenas y conduciéndolas, desde dentro de ellas mismas, a Dios. De ese mismo modo, alma sacerdotal y mentalidad laical llevarán a descubrir y a vivir la sabiduría sobrenatural y humana que se precisa para saber estar en el lugar que a cada uno le corresponde en el mundo. 2. Alma sacerdotal y mentalidad laical La secularidad es una dimensión de la Iglesia que deriva del misterio del Verbo Encarnado: siguiendo sus pasos, el cristiano corriente está presente en el mundo 94 AMIGOS DE DIOS (libro) 3. María Santísima, modelo para el alma sacerdotal del cristiano Cruz y Opus Dei, 14 (1992), pp. 134-139; Lucas Francisco Mateo-Seco, “Temas teológicos en el pensamiento del Beato Josemaría Escrivá sobre el sacerdocio ministerial”, ScrTh, 34 (2002), pp. 169-194; Fernando Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo. Introducción a una teología de la participación sobrenatural, Pamplona, EUNSA, 1972; María Mercedes Otero, “El «alma sacerdotal» del cristiano”, en Pedro Rodríguez - Pio G. Alves de Sousa - José Manuel Zumaquero (dirs.), Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei. En el 50 aniversario de su fundación, Pamplona, EUNSA, 19852, pp. 293-317; Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid, Palabra, 19916 aum.; Id., Mons. Escrivá de Balaguer, testigo del amor a la Iglesia, Madrid, Cuadernos de Mundo Cristiano, 6, 1976; Pedro Rodríguez, “«Omnia traham ad meipsum». El sentido de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer”, Romana. Bolletino della Prelatura della Santa Croce e Opus Dei, 13 (1991), pp. 331-352, también en AnTh, 6 (1992), pp. 5-34; Id., “Sacerdocio ministerial y sacerdocio común en la estructura de la Iglesia”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 4 (1987), pp. 162-176. Santa María ha recibido una alta participación en el sacerdocio de Cristo, de rango eminente e intransmisible, en razón de su maternidad divina y de su misión de Madre y Tipo de la Iglesia (cfr. LG, 63). La santísima y siempre virgen María fue corredentora en todos los momentos de su vida, también en los ordinarios y sencillos. “Los textos de las Sagradas Escrituras que nos hablan de Nuestra Señora, hacen ver precisamente cómo la Madre de Jesús acompaña a su Hijo paso a paso, asociándose a su misión redentora, alegrándose y sufriendo con Él, amando a los que Jesús ama, ocupándose con solicitud maternal de todos aquellos que están a su lado” (ECP, 141) Su colaboración humilde, discreta y eficacísima en la tarea redentora, “contenta de estar allí, donde la quiere Dios” (ECP, 148), es la mejor esperanza para quienes desean seguir las huellas que ha dejado Cristo Redentor: “María nos muestra que esa senda es hacedera, que es segura” (ECP, 176). María Mercedes OTERO TOMÉ AMIGOS DE DIOS (libro) Voces relacionadas: Cruz; Fieles Cristianos; Mentalidad laical; Sacerdocio común. 1. Elaboración y contenido. 2. Características principales. 3. Difusión. Bibliografía: AIG, passim; Antonio Aranda, “El bullir de la Sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá, Madrid, Rialp, 2000; Manuel Belda - José Escudero - José Luis Illanes - Paul O’Callaghan (eds.), Santidad y mundo. Actas del simposio teológico de estudio en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 de octubre de 1993), Madrid, EUNSA, 1996; Arturo Cattaneo, “Alma sacerdotal y mentalidad laical”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 34 (2002), pp. 164-182; Ángel García Ibañez, “La Santa Misa, centro y raíz de la vida del cristiano”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 28 (1999), pp. 148-165; Javier Echevarría, “Josemaría Escrivá de Balaguer, Sacerdote para servir a todos”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Amigos de Dios, segundo volumen de homilías publicado por san Josemaría –el primero fue Es Cristo que pasa (1973), a cuya voz en este Diccionario nos remitimos–, vio la luz en Madrid en 1977, a los dos años y medio del fallecimiento de su autor. Se trata, pues, de una obra póstuma, y es la primera suya de estas características entre las que ya han sido editadas. Ocupa entre éstas el séptimo lugar, justamente detrás de Es Cristo que pasa, con la que guarda una estrecha semejanza por razón de estilo, finalidad y contenido. Si aquélla ayuda al lector a penetrar con profundidad en el contenido teológico y espiritual de los misterios de la fe, y a establecer sobre ese firme fundamento su 95 AMIGOS DE DIOS (libro) vivir cotidiano, la que ahora consideramos ofrece también particular ayuda para captar con agudeza las dimensiones morales de ese mismo vivir, contemplado desde la perspectiva de su progresivo perfeccionamiento a través del ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales, bajo el imperio de la caridad. En todo caso, como no podía ser de otro modo, la melodía de fondo de ambas obras es una y la misma: la llamada a la santidad personal y al apostolado en Cristo y en la Iglesia. riqueza doctrinal y espiritual del libro además de facilitar al lector interesado una utilización provechosa de sus contenidos y fuentes. Se tuvieron también en cuenta los mismos criterios técnicos de composición y edición que se habían adoptado entonces (tipos de letra, tamaño del libro, color y estilo de la portada, lámina clásica al comienzo de cada homilía, etc.), y se hizo asimismo constar en cada uno de los textos la fecha en que habían sido pronunciados o datados por el autor. La única diferencia formal entre ambos volúmenes radica en la ordenación sistemática del índice general, que en el primero se adecuaba a los tiempos y festividades del calendario litúrgico, mientras que en el segundo se ajusta, idealmente, a ciertos hitos necesarios en el camino de la santificación del cristiano corriente en su vida cotidiana, a través de su progresiva identificación con Cristo con ayuda de la gracia y mediante la práctica de las virtudes. 1. Elaboración y contenido Tanto desde la intencionalidad del autor como desde el servicio que prestan a los lectores, Es Cristo que pasa y Amigos de Dios podrían ser consideradas obras íntimamente relacionadas aunque estén separadas por un breve lapso de tiempo, y cada una posea su propia génesis y desarrollo. El itinerario de la primera fue enteramente conducido por san Josemaría; en la segunda, en cambio, lo fue sólo en parte, pues si bien el autor había dejado preparados esos textos (y otros semejantes que aún no han visto la luz) para su eventual edición, sólo alcanzó a ver la publicación de siete de ellos. Los once restantes se difundieron tras su fallecimiento –siguiendo las indicaciones de su más cercano colaborador, Mons. Álvaro del Portillo– en diversos medios de comunicación, y fueron reunidos posteriormente en el volumen que analizamos. Las dieciocho homilías que componen Amigos de Dios fueron publicadas separadamente por vez primera entre los años 1973 y 1977, pero todas se remontan a meditaciones predicadas por san Josemaría entre 1941 y 1968. Las siete que fueron editadas antes del 26 de junio de 1975, es decir, en vida del autor son: a) en marzo de 1973: Humildad y Virtudes humanas; b) en mayo de 1973: El tesoro del tiempo y Para que todos se salven; y c) en julio de 1973: Vida de oración; Madre de Dios, Madre nuestra y Hacia la santidad. Todas ellas, conforme al deseo de san Josemaría de hacer llegar su espíritu y su ayuda a muchas personas, aparecieron publicadas en revistas y folletos de amplia difusión. Las once restantes vieron la luz en diferentes momentos de los años 1976 y 1977, en publicaciones del mismo género. El libro como tal, fue editado por vez primera en Madrid, por Ediciones Rialp, en diciembre de 1977. Al preparar, bajo la dirección de Mons. Del Portillo, la primera edición de Amigos de Dios, se procuró que la semejanza entre los dos libros –ya prevista por el autor– quedase puesta de manifiesto en todos los detalles. Y así, en el nuevo libro se reunieron también dieciocho homilías, idéntico número al de las aparecidas en Es Cristo que pasa, precedidas como allí por una presentación de Mons. Del Portillo y seguidas de tres índices muy elaborados (de textos bíblicos, de autores y documentos, y de materias), que permiten captar la 96 AMIGOS DE DIOS (libro) 2. Características principales Josemaría quiere enseñar en estas páginas a los hijos de Dios (a quienes, siéndolo ya por la gracia, quieren serlo también con sus obras) a tratar a su Señor con la máxima cercanía: a convertirse en verdad en amigos de Dios. Hijos de Dios y amigos de Dios: hijos no sólo por el don recibido sino también por la diligente docilidad al Espíritu Santo, Maestro interior que conduce con suavidad –a quien activamente se deja guiar por Él (del capítulo 8 de la Carta a los Romanos encontramos once citas)– a una semejanza cada vez más intensa con Jesucristo. En síntesis, Amigos de Dios es un libro profundamente bíblico y de alto contenido teológico-espiritual, que se desenvuelve en una atmósfera de oración, de relación cercana y filial con Dios (una relación de amistad). Como es habitual en las obras de su autor, ésta es también hondamente cristocéntrica: todo gira en torno al misterio del Verbo Encarnado y Redentor, a su amor al Padre, a su entrega por nosotros, al Modelo vivo y actual que nos ofrece de una existencia humana santificada y santificadora. Análogamente a lo que se advierte en Es Cristo que pasa, el perfil literario de Amigos de Dios se caracteriza por la atmósfera de comunicación personal, de diálogo con los lectores que san Josemaría sabe establecer, en que se deja adivinar también el fundamento oral de los textos. La amistad con Dios comporta actualizar el amor: la búsqueda y la memoria renovada de su presencia, una oración confiada y continua, una lucha ascética alegre. “No es cristiano pensar en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las personas que amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con Dios. Con esta búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos hace ver –con su ejemplo– que ése es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones! Y ese Dios, manso y humilde de corazón (Mt 11, 29), no olvidará nuestros ruegos, ni permanecerá indiferente, porque Él ha afirmado: pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá (Lc 11, 9)” (AD, 247). El objeto del libro es promover la vida de santidad, que está al alcance de todo cristiano, siempre que viva de fe y sea dócil a la acción del Espíritu Santo. En esa línea, el estilo y los modos apostólicos que en esta obra se enseñan están engarzados con las tareas normales de cualquier persona. Ambos aspectos, lucha por la santidad y afán apostólico en medio de la existencia cotidiana, se muestran, en fin, como realidades fundidas y compenetradas en la “unidad de vida”, de la que san Josemaría repite sin cansancio que “es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales” (AD, 165). Como ha quedado incoado en párrafos anteriores, el libro contempla desde diversas perspectivas el dinamismo de la vida espiritual cristiana en su progresivo desarrollo hacia la identificación con Cristo. Cada uno de los textos que lo componen ha sido escrito para enseñar a desenvolverse con soltura y profundidad en los caminos de la vida interior, que son los caminos de la correspondencia a la gracia y de la creciente intimidad con Dios. San El escenario propio de la amistad con Dios que enseña a vivir san Josemaría es, pues, como ya se ha indicado, la vida ordinaria del cristiano. “Me interesa confirmar de nuevo –escribe– que no me refiero a un 97 AMIGOS DE DIOS (libro) modo extraordinario de vivir cristianamente” (AD, 312). A la luz de su enseñanza la normal existencia de cada día, lejos de ser algo oscuro o intrascendente, se presenta para los hijos-amigos de Dios como una realidad llena de atractivo y belleza. La primera de las homilías del libro, que lleva el significativo título de La grandeza de la vida corriente, es punto de partida de un recorrido que encamina al lector, paso a paso, hacia un encuentro cada vez más pleno con Dios, es decir, hacia la santidad. Éste –Hacia la santidad– es justamente el título dado por san Josemaría a la homilía con la que se cierra el volumen, de carácter fuertemente autobiográfico y que debe ser tenida como una de las homilías más importantes de cuantas ha escrito. En ella se invita vivamente al lector a adentrarse sin temor por el camino que Dios mismo ha querido establecer para que lleguemos a Él: el camino de la intimidad con la Humanidad santísima de Cristo, tan amado por san Josemaría y por todos los santos. “Ir junto a Jesucristo, como fueron su Madre Bendita y el Santo Patriarca, con ansia, con abnegación, sin descuidar nada. Participaremos en la dicha de la divina amistad –en un recogimiento interior, compatible con nuestros deberes profesionales y con los de ciudadano–, y le agradeceremos la delicadeza y la claridad con que Él nos enseña a cumplir la Voluntad del Padre Nuestro que habita en los cielos” (AD, 300). rentes, eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi (2 Co II, 15), el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir” (ECP, 156). En su desarrollo, el libro va deteniéndose en “el entramado divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana” (AD, 295); en las virtudes cardinales, que conforman la personalidad del cristiano con la amable figura de Jesucristo Hombre; en la santificación del trabajo y de la actividad ordinaria conforme al Modelo que se nos ofrece en la vida escondida del Hijo de Dios en Nazaret; etc. Y siempre de la mano de la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, a cuya protección se acoge constantemente el autor e invita a acogerse a los lectores: “Con el fin de que cada uno de nosotros pueda servir a la Iglesia en la plenitud de la fe, con los dones del Espíritu Santo y con la vida contemplativa. Cada uno realizando los deberes personales, que le son propios; cada uno en su oficio y profesión, y en el cumplimiento de las obligaciones de su estado, honre gozosamente al Señor” (AD, 316). En uno de los pasajes marianos del libro, que no queremos dejar de mencionar, se lee un párrafo hermoso y profundo en el que el autor parece abrir humildemente su alma ante el lector para decirle: “Te aconsejo –para terminar– que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces” (AD, 293). Entre la primera y la última de las homilías, san Josemaría va prestando atención a diversas manifestaciones de esa creciente syngeneia o familiaridad del cristiano –mediante su fidelidad a la gracia– con Dios Padre, en Cristo, por el Espíritu Santo, y lo hace fijándose en los puntos clave donde la acción de Dios y la acción de la criatura se entrelazan: el ejercicio de las virtudes, que permiten al cristiano –diciéndolo con una idea también de san Josemaría– purificar su intención y su acción cotidianas, santificarlas y convertirlas en instrumentos de apostolado, para que se asemejen a las del Señor. “Que nuestras acciones sean cohe- En esa “experiencia particular del amor materno de María” se encierran, para san Josemaría, grandes riquezas de san98 AMISTAD tidad, o como venimos considerando, de amistad con Dios. Vale la pena acabar esta pequeña selección de contenidos transcribiendo sus palabras: “Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás fuerzas para cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Ése, y no otro, es el temple de nuestra fe” (ibidem). Voces relacionadas: Es Cristo que pasa (libro); Escritos de san Josemaría: Descripción de conjunto. Bibliografía: Antonio Aranda, “El bullir de la Sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá, Madrid, Rialp, 2000; Cornelio Fabro, “«Amigos de Dios»: Las virtudes humanas y la gracia”, en Miguel Ángel Garrido Gallardo (coord.), La obra literaria de Josemaría Escrivá, Pamplona, EUNSA, 2002, pp. 199-214; José Mario Fernández Montes - Onésimo Díaz Hernández - Federico M. Requena, “Bibliografía general de San Josemaría Escrivá (1934-2002): Obras de san Josemaría”, SetD, 1 (2007), pp. 425-506; José Miguel Ibáñez Langlois, Josemaría Escrivá como escritor, Madrid, Rialp, 2002; José Luis Illanes, “El cristiano «alter Christus-ipse Christus». Sacerdocio común y sacerdocio ministerial en la enseñanza del beato Josemaría Escrivá de Balaguer”, en Gonzalo Aranda - Claudio Basevi - Juan Chapa (eds.), Biblia, exégesis y cultura. Estudios en honor del Prof. D. José María Casciaro, Pamplona, EUNSA, 1994, pp. 605-622; Id., “Obra escrita y predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer”, SetD, 3 (2009), pp. 203-276; Joaquín Paniello Peiró, Las «homilías» de san Josemaría Escrivá, meditaciones del ministerio de Cristo. Un análisis de forma y contenidos de Es Cristo que pasa y Amigos de Dios, Roma, Pontificia Università della Santa Croce, 2007; Álvaro del Portillo, “Para ser amigos de Dios”, en Una vida para Dios. Reflexiones en torno a la figura de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Discursos, Homilías y otros escritos, Madrid, Rialp, 1992, pp. 121-132. 3. Difusión Análogamente a lo que había sucedido en el caso de Es Cristo que pasa, del que en poco más de dos años habían aparecido ediciones en seis lenguas diferentes (castellano, italiano, portugués, inglés, alemán y francés), así también de Amigos de Dios se multiplicaron en poco tiempo las ediciones en esos mismos idiomas. Concretamente, las primeras ediciones en lenguas distintas aparecieron en el siguiente orden y fecha: a) castellano: Amigos de Dios. Homilías (diciembre de 1977); b) italiano: Amici di Dio. Omelie (1978); c) portugués: Amigos de Deus. Homilias (1979); d) alemán: Freunde Gottes. Homilien (1979); e) inglés: Friends of God. Homilies (1981); f) francés: Amis de Dieu. Homelies (1981). Más tarde fueron seguidas por nuevas ediciones en otras lenguas, en un proceso de difusión universal que sigue abierto. Antonio ARANDA AMISTAD Entre 1977 y 2009, en concreto, habían aparecido 104 ediciones, publicadas en 26 países y en 16 lenguas diferentes, que son –además de las antes señaladas– las siguientes: japonés (1985), catalán (1990), neerlandés (1994), finés (1994), ruso (1995), polaco (1996), checo (1999), chino (2003), sueco (2003) y croata (2004). El número total de ejemplares distribuidos era, a finales de 2009, de 463.322. 1. Idea de amistad. 2. La amistad entre Dios y el hombre. 3. La amistad entre los hombres. La amistad con Dios y la amistad con los hombres son categorías y realidades que san Josemaría cultivó de modo eminente en su vida y que enseñó a vivir. De acuerdo con la tradición filosófica y teoló99 AMISTAD gica, veía en la amistad el cauce adecuado para expresar la apertura hacia los demás. 1. Idea de amistad Para la cultura clásica, la amistad es la relación humana por excelencia, pues en ella se dan las condiciones para una relación libre y de plena reciprocidad entre las personas. Por esta razón, es considerada una condición sine qua non para la vida feliz. Según Aristóteles, la amistad es lo más necesario para la vida; de modo que, “el hombre feliz necesita amigos” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, IX, 1170 b 15-19). Sin amigos nadie querría vivir, aunque poseyera los demás bienes, porque la prosperidad no sirve de nada si se está privado de la posibilidad de hacer el bien, la cual se ejercita sobre la base de la amistad: “es propio del amigo hacer el bien” (Aristóteles, Ibidem, IX, 1171 b 14-25). Pero, además de necesaria, la amistad es bella; y se alaba a los que aman a sus amigos, e incluso se equiparan los hombres buenos a los buenos amigos. De esto se sigue que la amistad requiere reciprocidad; sin algún tipo de reciprocidad, la amistad es imposible. La reciprocidad propia de la amistad perfecta reside en querer. La virtud del amigo es querer. Por eso piensa Aristóteles que la amistad va acompañada de virtudes; sin ellas no se da verdaderamente. En los Evangelios, Jesucristo habla de amistad y manifestaciones de amistad. Y en esos mismos Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles encontramos numerosos ejemplos del amor de amistad con el que se trataban los primeros cristianos; los discípulos hablan a sus amigos de Jesucristo, la predicación del Evangelio se hace entre los amigos de los primeros cristianos. A través de los Padres de la Iglesia, las enseñanzas sobre la amistad de pensadores griegos y romanos son asumidas en la idea cristiana del hombre y de la sociedad. Pero lo que constituye una novedad, incluso para el judaísmo, es la relación de amistad entre Dios y el hombre, que Jesu- cristo encarna en su vida terrena y de la que hace partícipes a todos los cristianos. Los autores clásicos coinciden en señalar que la nota que distingue la amistad de otras formas de amor es una semejanza en la virtud, en las cualidades de los amigos. Sin duda, entre Dios y el hombre se da la mayor desemejanza. ¿Cómo es posible ese amor de amistad si la distancia es inconmensurable? La clave está en las palabras y acciones de Jesucristo. Dios hecho Hombre, Dios que ama con corazón humano, Hombre que manifiesta el infinito amor de Dios. En el evangelio de san Juan se encuentran afirmaciones de Jesucristo bien explícitas: “A vosotros os he llamado amigos” (Jn 15, 15), y refiriéndose a sí mismo: “nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). El llanto por la muerte de su amigo Lázaro, la tristeza ante la deserción del joven rico, el diálogo con Judas en el huerto de los olivos, son sin duda muestras de la amistad de Jesús, de la intimidad con sus amigos. El cristianismo dota a la amistad de un sentido hasta entonces desconocido en la cultura tanto judía como greco-romana: el hombre es capaz de relacionarse con Dios en términos de amistad. Por su naturaleza, el amor de amistad entraña benevolencia y amor mutuo. La vida de los santos ofrece un claro testimonio de la novedad en la experiencia de fe que lleva consigo saberse amigo de Dios. Santo Tomás de Aquino apreciaba que la amistad tiene algo de divino: “La caridad es la amistad del hombre con Dios principalmente, y con los seres que le pertenecen” (S.Th., II, q. 23, a. 1). En la Mística española se encuentran magníficos ejemplos de esa amistad con la persona de Dios-Hijo. Presentan un modelo de trato con Dios que, por un lado, sigue fielmente al único modelo que es Jesucristo y, por otro, responde a los anhelos más íntimos del corazón humano. La literatura mística desvela facetas del amor que han traspa- 100 AMISTAD sado el ámbito de la vivencia religiosa; sus textos son incluidos en las antologías poéticas. Desde la distancia y radical desemejanza, la amistad entre Dios y el hombre inspira palabras que, jugando con la contradicción y la paradoja, logran apresar lo inefable de la unión amorosa mejor que los grandes poemas de amor. En esta tradición netamente cristiana –mantenida sobre todo por la experiencia de los místicos– se sitúa la comprensión y vivencia de la amistad de san Josemaría. Al comentar los Evangelios, descubre a Jesús, modelo de amigo y ejemplo de amistad sincera. La amistad –junto con la filiación– son las relaciones que enmarcan la apertura personal del cristiano, no sólo hacia las demás personas, sino principalmente hacia Dios. Mons. Álvaro del Portillo afirma en la Presentación de Amigos de Dios: “Hijos de Dios, Amigos de Dios: ésa es la verdad que Mons. Escrivá de Balaguer quiso grabar a fuego en los que le trataban (…). Filiación y amistad son dos realidades inseparables para los que aman a Dios”. San Josemaría procuraba mover a las almas para que no pensaran “en la amistad divina exclusivamente como un recurso extremo” (AD, 247). La meta de la vida cristiana, afirma, es “la unión de amistad con Dios” (S, 665). 2. La amistad entre Dios y el hombre Para san Josemaría, consciente de que todo el amor procede de Dios, pues Él nos amó primero (cfr. 1 Jn 4, 19), la amistad del hombre con Dios no es sino respuesta a la iniciativa de Dios, a la primera amistad que es la de Dios con el hombre. Como afirma Benedicto XVI, amar a Dios “ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro” (DCe, 1). Pero Dios no impone su amor; queda en manos de cada hombre, de su libertad, la respuesta a esa iniciativa de amistad divina: “…en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo. Así empieza el camino” (AD, 36). Es ante todo un camino interior, en el que el hombre se encuentra a sí mismo al responder amorosamente a Dios: “El amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros” (DCe, 2). Para san Josemaría esta verdad simplifica la vida del cristiano: “El principal requisito que se nos pide –bien conforme a nuestra naturaleza– consiste en amar (…) sin reservarnos nada. En esto consiste la santidad” (AD, 6). Sin libertad no podemos amar, pero “sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena” (AD, 38). Libertad y amor se reclaman mutuamente, es decir, la amistad entre Dios y el hombre presupone la condición humana libre. Por eso, si al amor de Dios sólo se puede responder con amor, san Josemaría no ve contradicción alguna entre libertad y respuesta incondicional a Dios. Libertad y amor se fecundan entre sí: “la libertad sólo puede entregarse por amor” y “la libertad renueva el amor” (AD, 31). Puede decirse que san Josemaría lo fía todo en la libertad, pues sólo la libertad –no las cualidades personales– nos hace capaces de la amistad con Dios. Si, como hemos visto, sin virtudes no es posible la amistad entre los seres humanos, de modo que quien aspira a entablar una amistad debe crecer en las virtudes para merecerla, en la relación con Dios las cosas son a la inversa: Dios ofrece su amistad y si el hombre, abriendo su corazón, la acoge, se da en él un proceso de crecimiento progresivo en la virtud. También aquí san Josemaría ve en Jesucristo el modelo a seguir. “Nunca podremos entender esa libertad de Jesucristo, inmensa –infinita– como su amor” (AD, 26). Cristo “se entrega a la muerte con la plena libertad del amor” (VC, X Estación). En el cristiano que sigue sus pasos, la amistad con Dios implica una creciente identificación con la voluntad divina. Jugando con la paradoja, san Josemaría afirma que 101 AMISTAD “nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos” (AD, 35). Para san Josemaría la amistad es camino, el único camino hacia Dios. Si buscamos a Jesús, “participaremos en la dicha de la divina amistad” (AD, 300). Y esto constituye el auténtico motivo de la vida cristiana: “No comprendo cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y en la Eucaristía” (ECP, 154). Los Evangelios nos presentan a Jesús, Verbo encarnado, Hijo de Dios hecho Hombre, manteniendo una relación de amistad con los Apóstoles, con discípulos como Lázaro, Marta y María, a los que se refiere claramente como amigos. Este es un tema muy frecuente de la predicación de san Josemaría, la cual desglosa las diversas maneras en las que Jesucristo nos dio ejemplo de su amistad. Cuando presenta la Humanidad de Jesucristo, entre otras características, menciona la amistad: “el Verbo de Dios (…) ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor” (ECP, 112). Recuerda que “es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos (Jn 15, 15), dice. Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por sus amigos (Jn 15, 13). Era amigo de Lázaro y lloró por él, cuando lo vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda (cfr. Jn 11, 43; Lc 5, 24), sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida” (ECP, 93). San Josemaría se conmueve ante el amor de amistad de Jesús. Se refiere a la Eucaristía como la muestra de su infinito amor, el signo más claro de su amistad (cfr. ECP, 83). Conocedor de la pobre respuesta que puede dar el cristiano a la prueba de amistad de Jesucristo que supone la Eucaristía, le llama, desvelando las mociones de su propio corazón, “el gran Solitario”. Del Sagrario dice que es Betania: “Es verdad que a nuestro Sagrario le llamo siempre Betania... –Hazte amigo de los amigos del Maestro: Lázaro, Marta, María. –Y después ya no me preguntarás por qué llamo Betania a nuestro Sagrario” (C, 322). La firmeza con la que san Josemaría afirma: “¡No hay más amor que el Amor!” (C, 417) tiene como consecuencia que el empeño por corresponder al amor de amistad de Dios manifestado en Jesucristo requiera un trato íntimo, confiado, que describe con imágenes claras: “el Señor no será para nosotros Juez, sino amigo” (ECP, 187). Se refiere a Dios como “el Amigo” (C, 422; ECP, 93); también le llama “mi Amigo” (F, 913), “el gran Amigo” (C, 88), “un Amigo grande y bueno del niño sencillo” (F, 346). Invita a tratar a Jesucristo en la oración, “como se confía en un hermano, en un amigo, en un padre” (AD, 245; cfr. ECP, 116), y así “hasta que se convierta en tu Amigo, en tu Confidente, en tu Guía” (S, 680). Un amigo al que se le da todo: “Un amigo es un tesoro. –Pues... ¡un Amigo!..., que donde está tu tesoro allí está tu corazón” (C, 421). Si la vida cristiana se entiende como un trato de amistad con Dios, no sorprende que para crecer en el trato con el Espíritu Santo san Josemaría hable de frecuentar la amistad con Él. “Propósito: «frecuentar», a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil con el Espíritu Santo. –Veni, Sancte Spiritus...! –¡Ven, Espíritu Santo, a morar en mi alma!” (F, 514). La relación de amistad es igualmente adecuada para tratar a los santos; en Amigos de Dios, hablando de cómo hacer oración, propone: “para seguir las huellas de Jesucristo, cambiad palabras de amistad con los que le conocieron de cerca” (AD, 102 AMISTAD 252). Así mismo, recomienda este tipo de relación para tratar a los Ángeles custodios y a las almas del purgatorio (cfr. AD, 315; C, 571). 3. La amistad entre los hombres Si Jesucristo se hace Hombre por amor y quiere la amistad con los hombres, igualmente los cristianos deben acercar las almas a Jesucristo, hacerlo presente a los demás a través del amor y de la amistad hacia ellos: “La caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios” (AD, 232). Las dos formas de la amistad, con Dios y con los hombres, reflejan la doble dimensión del amor, ascendente y descendente, que san Josemaría presenta como una unidad. Como afirma Benedicto XVI, el hombre “no puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto –como nos dice el Señor– que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cfr. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios” (DCe, 7). Precisamente el amor universal de Dios por los hombres implica un apostolado igualmente universal: “universalidad de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado” (AD, 230). La certeza de que todo cristiano por el Bautismo recibe la condición de hijo de Dios queda reflejada en una fórmula renovadora de la misión apostólica de todo cristiano: “No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios” (ECP, 106). La igualdad ganada por la condición de hijos de Dios nos convierte además en hermanos: “Todos los bautizados –hombres y mujeres– participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios. En la Iglesia existe esa radical unidad fundamental que enseñaba ya San Pablo” (CONV, 14). Esta igualdad singulariza la co- munión de la Iglesia y, como consecuencia de esto, prepara el terreno para una forma de vivir su misión apostólica en la que el punto de partida es precisamente la igual dignidad entre los hombres. San Josemaría la denomina “apostolado de amistad y confidencia”. Presenta la amistad de Jesucristo con los hombres como el modelo del apostolado del cristiano. Así precisa: “Cuando te hablo de «apostolado de amistad», me refiero a amistad «personal», sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón” (S, 191). Las palabras y acciones de Jesucristo son el contenido del mensaje apostólico de los primeros cristianos, de todo cristiano. La amistad como modo característico de relación con los demás sitúa la caridad en un plano de igualdad, en el que –como hemos visto– la reciprocidad es una exigencia irrenunciable. San Josemaría distingue claramente el apostolado de amistad de otras formas de servicio y trato en las que se acepte una desigualdad entre el que ofrece y el que recibe. Si la caridad de un hijo de Dios no se confunde “con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores” (AD, 230), mucho menos puede suceder esto en el apostolado de amistad, pues recibe su especificidad de la realidad inconfundible en que consiste la verdadera amistad. En Jesucristo, la amistad se revela en su plenitud y esto tiene consecuencias para la amistad entre seres humanos. Jesucristo reina sirviendo, amando, dando la vida por sus amigos; trae la ley del amor, la justicia del doble mandamiento que convierte en primeros a los últimos y a todos los hombres en hijos de Dios. El cristiano debe vivir las relaciones de amistad con esa misma radicalidad. Apelando a esa forma superior de justicia, san Josemaría aconseja: “No tengas enemigos. –Ten solamente amigos: amigos... de la derecha –si te hicieron o quisieron hacerte bien– y... de la izquierda –si te han perjudicado o inten- 103 AMISTAD taron perjudicarte” (C, 838). El cristianismo da un sentido pleno a esa inclinación a “hacer el bien”, propia de la amistad. “Con tu amistad y con tu doctrina –me corrijo: con la caridad y con el mensaje de Cristo–, moverás a muchos no católicos a colaborar en serio, para hacer el bien a todos los hombres” (S, 753). San Josemaría entiende que la amistad es la urdimbre en la que arraiga un orden social justo. Sólo esa relación deja espacio a la verdadera justicia: “En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa” (F, 565). Porque la caridad cristiana, que eleva la amistad, recoge las características que le son propias. Las exigencias de la justicia no son menores entre los amigos, sino que la virtud de la amistad es ya el ejercicio de una forma de justicia más plena que la presente en cualquier otra forma de sociedad humana. Se trata de una justicia que reconoce y aprecia al otro no solo por las cualidades y a pesar de sus defectos, sino que exige querer a los demás con sus defectos (cfr. F, 954). La armonía y el entendimiento que se dan entre los amigos crean un espacio de justicia, de comprensión y ayuda mutua, en el que no se requiere propiamente otra ley que la del amor. Esta clase superior de justicia es la que inaugura Jesucristo con todos sus discípulos, es la que debe regir entre los cristianos y en toda verdadera amistad humana. “Te consideras amigo porque no dices una palabra mala. –Es verdad; pero tampoco veo una obra buena de ejemplo, de servicio... –Esos son los peores amigos” (S, 740). San Josemaría predica la santificación del mundo desde las mismas entrañas de la sociedad civil. Sabe bien que una sociedad se forja, entre otras, mediante las relaciones de amistad. Es una experiencia universal que la amistad es capaz de disolver el escepticismo más radical sobre la verdad y la justicia. Para san Josemaría la amistad sincera y leal es capaz de superar todos los obstáculos, todas las dificultades que impiden una convivencia justa y, sobre todo, mantienen al hombre alejado de Dios; donde hay amistad sincera, hay alegría, amor, entrega, fidelidad (cfr. S, 733, 746; ECP, 49). Siendo una relación natural, anima a llevar una vida de amistad precisamente por su importancia en la construcción de una sociedad más digna y humana. Por su centralidad constituye el verdadero foco de todas las relaciones humanas. “Para que este mundo nuestro vaya por un cauce cristiano –el único que merece la pena–, hemos de vivir una leal amistad con los hombres, basada en una previa leal amistad con Dios” (F, 943). Porque para el cristiano corriente, es en la vida social donde se despliegan las virtudes humanas y cristianas. A esa unidad vital se refiere san Josemaría cuando afirma que “viviendo la caridad –el Amor– se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad y que no se pueden reducir a enumeraciones exhaustivas. La caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad...”. Y concluye: “se ve en seguida que la práctica de estas virtudes lleva al apostolado. Es más: es ya apostolado” (CONV, 62). Para san Josemaría ningún aspecto de la existencia humana –por muy insignificante que parezca– es indiferente en el camino hacia el encuentro con Dios. La amistad no puede quedar al margen de la lucha por la santidad; la amistad cristiana es una relación basada en la virtud y acompañada de virtudes. Del mismo modo que san Josemaría enseñaba que las virtudes humanas son la base de las virtudes cristianas, que sólo podemos amar a Dios con el mismo corazón con el que amamos a los seres humanos y las cosas buenas de este mundo, presenta la amistad como una pieza clave en la formación humana y en la práctica ascética del cristiano: es una manera de vivir y de relacionarse en la que se puede y se debe crecer. Entre los consejos que da para mejorar en la vida cristiana 104 AMOR A DIOS aparecen junto a los tradicionalmente considerados en la ascética otros que directamente apuntan a la amistad. “No resulta compatible amar a Dios con perfección, y dejarse dominar por el egoísmo –o por la apatía– en el trato con el prójimo” (S, 745). La amistad verdadera supone también un esfuerzo cordial por comprender, por ayudar y servir al amigo (cfr. S, 730, 731, 740, 746). Siguiendo el modelo del Amigo, como Él, recuerda que ser amigo implica “dar gustosamente su vida los unos por los otros, en la hora heroica y en la convivencia corriente” (S, 750). Cuando enumera las virtudes sobre las que se apoya la vida espiritual, entre la pobreza, la alegría y la castidad, sitúa también la amistad (cfr. CONV, 62). Los verbos con los que se refiere a esa promoción continua de la amistad denotan el particular peso que le otorga en la existencia plena del cristiano: cultivar, cuidar, sembrar (cfr. ECP, 36). La amistad debe ser leal, sincera (cfr. F, 454; S, 747; ECP, 149). Como conducta libre del hombre la amistad está abierta a su crecimiento, pero también a su perversión por la deslealtad, la falta de fortaleza, etc. (cfr. C, 160). Tanto la amistad con Dios como con los hombres puede perderse y malograrse (cfr. F, 1043). San Josemaría menciona virtudes que son también dimensiones de la amistad. Por lo que se manifiesta esa acción unitiva del entero ser humano que el amor, la amistad, realiza. Esto se da de modo pleno en la amistad con Dios, que configura la existencia del cristiano con unidad de vida. Voces relacionadas: Apostolado; Ejemplo, Apostolado del; Fraternidad. Bibliografía: C, 960-982; S, 727-768; Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970; S.Th., II, q. 23. Lourdes FLAMARIQUE AMOR A DIOS 1. Carácter teologal del amor a Dios. 2. Concreciones vitales del amor a Dios. 3. Amor a Dios y amor al prójimo. 4. María: modelo de amor a Dios. Afrontar el tema del amor a Dios en la vida y en las enseñanzas de un santo implica adentrarse en el núcleo de su existencia y de su pensamiento. Todo en su vida mana del amor a Dios que llena su corazón, todo es expresión del mismo, todo se dirige hacia la caridad y confluye en ella. De ahí que la consideración de esta temática en san Josemaría abarque implícitamente el conjunto del presente Diccionario y remita tácitamente a muchas de las voces que lo componen. Sin la visión de conjunto se pierden la fisonomía y su alcance. 1. Carácter teologal del amor a Dios Un análisis, incluso somero, del amor a Dios en el fundador del Opus Dei, pone de manifiesto, ante todo, su carácter teologal. El amor a Dios en la vida y doctrina de san Josemaría se enraíza en la conciencia –propia de la persona de fe– de saberse amado por Dios, con un amor sin medida que se manifiesta en la creación y en la acción redentora y santificadora de Dios. La historia de la salvación no es vista por el creyente de un modo impersonal, como si consistiese en un conjunto de acontecimientos que se sitúan frente al propio yo, sin involucrarlo ontológica y existencialmente, sino como lo que es: el actuar de un Dios que crea, redime y santifica, implicándose con la Encarnación y el envío del Espíritu Santo. El amor a Dios consiste en la respuesta humana al amor de Dios, hecha posible por la acción del mismo Dios. San Josemaría dirige la mirada hacia el núcleo del misterio del amor de Dios, subrayando tanto su entraña trinitaria como su cercanía a cada uno de nosotros. Lo hace significativamente remitiendo a la Escritura y específicamente a Cristo. “Dios Padre se ha dignado concedernos, en el 105 AMOR A DIOS Corazón de su Hijo, infinitos dilectionis thesauros, tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño. Si queremos descubrir la evidencia de que Dios nos ama –de que no sólo escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta–, nos basta seguir el mismo razonamiento de San Pablo: El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas? (Rm 8, 32)” (ECP, 162). mo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones. (…) La Trinidad se ha enamorado del hombre” (ECP, 84). El amor de Dios se percibe como algo muy personal porque “nuestro Padre Dios nos ama a cada uno tal como somos; ¡tal como somos!” (AD, 148). La conciencia de la hondura del amor de Dios hacia el hombre, que marcó la biografía y el pensamiento de san Josemaría, deriva de la asunción profunda de la fe, es decir, de la penetración en el significado de lo que nos transmiten la Escritura y la Tradición de la Iglesia (con su Magisterio, su liturgia, etc.). La experiencia personal de ese amor (espiritual, mística) no es otra cosa que el eco en la propia existencia de lo que Dios revela y actúa. Por eso, san Josemaría exhorta a una lectura del Evangelio en la que lo narrado nos interpela. “Jesús es tu amigo. –El Amigo. –Con corazón de carne, como el tuyo. –Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro... Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti” (C, 422). Lo objetivo de la fe cristiana verdaderamente asimilada y lo subjetivo de la propia vida interior poseen entonces una autenticidad que no deja lugar ni para un “objetivismo” frío y existencialmente indiferente, ni para un “subjetivismo” que antepone la interpretación individualista de las propias vivencias a la luz de la revelación divina. El amor a Dios surge en el hombre como respuesta a un amor antecedente de Dios hacia nosotros. El carácter infinito del amor de Dios impele a edificar toda la vida sobre su fundamento, con una esperanza llena de alegría que conduce a querer corresponder a dicho amor. “La única norma o medida que nos permite comprender de algún modo esa manera de obrar de Dios es darnos cuenta de que carece de medida: ver que nace de una locura de amor, que le lleva a tomar nuestra carne y a cargar con el peso de nuestros pecados. ¿Cómo es posible darnos cuenta de eso, advertir que Dios nos ama, y no volvernos también nosotros locos de amor? Es necesario dejar que esas verdades de nuestra fe vayan calando en el alma, hasta cambiar toda nuestra vida. ¡Dios nos ama!: el Omnipotente, el Todopoderoso, el que ha hecho cielos y tierra. Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre. Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios” (ECP, 144). La meditación del amor de Dios, asentada en una fe vivida, abre la interioridad del ser humano a un convencimiento que, en san Josemaría, se expresa con términos muy humanos –como la locución Dios se ha enamorado del hombre– y se configura como el eje de toda la existencia. “El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extre- La índole teologal del amor a Dios se manifiesta asimismo en nuestra respuesta, ya que su origen se encuentra en Dios. Es Él quien concede el amor con el que le amamos, derramando el don del Espíritu Santo (cfr. Rm 5, 5). Desde esta perspectiva, que ese amor sea teologal significa, por un lado, que consiste en un amor filial, porque si vivi- 106 AMOR A DIOS mos en Cristo (cfr. Ga 2, 20), el amor a Dios estriba en amar al Padre en el Hijo, gracias a la acción del Espíritu que nos incorpora a Cristo y nos lleva a clamar ¡Abbá, Padre! (cfr. Ga 4, 4-7). Y, por otro lado, que, así como el Hijo se encarna para cumplir la voluntad del Padre (cfr. Jn 6, 38; Lc 22, 42; y Hb 10, 5-7), el amor a Dios del cristiano debe llevarse a cabo cumpliendo su voluntad. La inmensidad del amor de Dios que se vuelca sobre el hombre –“¡No hay más amor que el Amor!” (C, 417)– conduce a orientar toda la vida hacia su amor, con una entrega que es respuesta a su llamada: “¡Qué poco es una vida para ofrecerla a Dios!...” (C, 420). En síntesis, la espiritualidad de san Josemaría se precisa como una espiritualidad filial, en la que el amor a Dios consiste en el amor de un hijo de Dios, gracias a la acción divina y a la correspondencia del hombre que busca en su existencia dar gloria a Dios, cumpliendo su voluntad en su existencia concreta (cfr. C, 754-778). Entre las diferentes conclusiones que se desprenden de lo dicho en referencia a san Josemaría cabe destacar dos. Por una parte, la plegaria confiada ante la constatación de las propias flaquezas: “Dile –yo se lo digo– que Él es toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia. Y añade: por eso quiero enamorarme de Ti, a pesar de la tosquedad de mis maneras, de estas pobres manos mías, ajadas y maltratadas por el polvo de los vericuetos de la tierra” (AD, 246). Por otra, el recurso ineludible al Espíritu Santo, tal y como se pone de manifiesto en un punto de Forja, de claro sabor autobiográfico: “No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! (…) –Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte” (F, 430). 2. Concreciones vitales del amor a Dios El amor a Dios en la espiritualidad de san Josemaría no se recluye en la esfera emotiva, ni se encuentra a merced de los vaivenes de sentimientos o estados de ánimo. Aunque se manifieste afectivamente (de no ser así, no sería humano y, por esa razón, tampoco sobrenatural), el amor consiste en el acto más radical de la libertad, que se ejerce en lo íntimo de la persona y la implica en todas sus dimensiones: en la inteligencia y en la voluntad, en sus afectos y actitudes, en su interioridad y en sus relaciones con los demás. Nuestro autor acude a la expresión querer querer para indicar lo dicho, refiriéndolo tanto al amor a Dios como a la caridad con respecto al prójimo, sobre la que habrá que volver. “¿De qué amor se trata? La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir. Yo añadiría que amar en cristiano significa querer querer” (AD, 231). Ahí radica el fin de la persona, que se vive plenamente en lo escatológico, pero que empieza a ser ya una realidad en nuestra vida cotidiana. Por lo demás, la expresión “querer querer” aleja de una concepción voluntarista del amor a Dios –es decir, de un “querer” resultado de una presunta voluntad autosuficiente, de tenor pelagiano–, para subrayar la necesidad de la gracia en el ejercicio de la libertad. El amor a Dios se configura precisamente como amor filial que se expresa en todas las esferas de la persona y en cada uno de los ámbitos de su existencia, generando un modo de vivir nuevo; una vida interior que conlleva una serie de concreciones en la existencia cristiana. Detengámonos en tres de ellas. En primer lugar, el amor a Dios conduce a percatarse de la necesidad de la lucha espiritual –purificación y crecimiento en las virtudes– ante la evidencia de los propios pecados y de la distancia que media entre el amor de Dios y nuestro amor a Dios. “Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuz- 107 AMOR A DIOS gar a los demás, no debería significar un descubrimiento” (ECP, 75), observaba san Josemaría. Por eso anotó sintéticamente al concluir el año 1971, cuatro años antes de su muerte: “Éste es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante. Deo gratias!” (AVP, III, p. 639). El realismo que san Josemaría recalca se refuerza con la consideración del contraste entre un Dios que es amor y llega hasta el extremo de la kénosis, y un ser humano que experimenta la tendencia al egocentrismo. “Bastan unos rasgos del Amor de Dios que se encarna, y su generosidad nos toca el alma, nos enciende, nos empuja con suavidad a un dolor contrito por nuestro comportamiento, mezquino y egoísta en tantas ocasiones. (…) Al considerar la entrega de Dios y su anonadamiento –hablo para que lo meditemos, pensando cada uno en sí mismo–, la vanagloria, la presunción del soberbio se revela como un pecado horrendo, precisamente porque coloca a la persona en el extremo opuesto al modelo que Jesucristo nos ha señalado con su conducta. Pensadlo despacio: Él se humilló, siendo Dios. El hombre, engreído por su propio yo, pretende enaltecerse a toda costa, sin reconocer que está hecho de mal barro de botijo” (AD, 112). De ahí que una de las primeras concreciones existenciales del amor a Dios consista en una lucha interior encaminada, con la gracia, a despojarse del hombre viejo para revestirse del nuevo en Cristo. En segundo lugar, el amor a Dios implica el trato con Dios. El amor a Dios no consiste en un ensimismamiento auto-referencial, pero tampoco en la disolución de la propia persona en el seno de una instancia amorfa. El amor es de carácter unitivo y dialógico o relacional, por eso –encarece san Josemaría– el cristiano necesita concretar un plan de vida, es decir, un conjunto de prácticas de piedad en las que, a lo largo del día, buscar a Dios, tratarle y ser introducidos en él. La constancia en dicho trato constituye una demanda del amor; de ahí la exigencia de un empeño cotidiano: “Eso de sujetarse a un plan de vida, a un horario –me dijiste–, ¡es tan monótono! Y te contesté: hay monotonía porque falta Amor” (C, 77). Es por tanto comprensible la insistencia con la que san Josemaría predicaba que, en la vida ordinaria del cristiano, de lo que se trata es de convertir el trabajo en oración (cfr. ECP, 48), al tiempo que insistía: lo primero son las normas, es decir, las prácticas de piedad cotidianas. “¿No es verdad que tú has visto la necesidad de ser alma de oración, con un trato con Dios que te lleva a endiosarte?” (ECP, 8), un endiosamiento que abarca todo lo humano y, con la virtud de la gracia, lo transforma en un acto de amor a Dios. En tercer lugar, puesto que la espiritualidad de san Josemaría es eminentemente secular y por lo tanto se vive en lo ordinario, el amor a Dios se concreta en un conjunto de actitudes que permiten hacer de la prosa diaria, endecasílabos de amor a Dios (cfr. CONV, 116). “El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor” (ECP, 48). Para eso es menester la rectitud de intención, es decir, buscar sólo la gloria de Dios (F, 921); pero además, vivir las virtudes humanas, el afán de servicio a los demás, el cuidado de las cosas pequeñas, llevar a cabo bien las tareas de cada jornada, etc. 3. Amor a Dios y amor al prójimo San Josemaría se detiene en varias ocasiones para poner de manifiesto el auténtico sentido antropológico del amor, indicando que no faltan hermenéuticas desenfocadas. “Algunas veces –me lo has oído comentar con frecuencia– se habla del amor como si fuera un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar de modo egoísta la propia personalidad. –Y siempre te he dicho que no es así: el amor verdadero exige salir de sí mismo, entregarse” (F, 28). Dicho sentido alcanza su plenitud a la luz de la enseñanza evangélica de que no cabe separar el 108 AMOR A DIOS amor a Dios del amor al prójimo (cfr. Mt 22, 34-40; 1 Jn 4, 7-21). El amor al prójimo no se puede limitar a fomentar buenos sentimientos. San Josemaría lo expuso de un modo incisivo en una ocasión: “Hoy, después de dar la sagrada Comunión a las monjas, antes de la santa Misa, le dije a Jesús lo que tantas y tantas veces le digo de día y de noche: (...) «te amo más que éstas». Inmediatamente, entendí sin palabras: «obras son amores y no buenas razones»” (Apuntes íntimos, n. 606: AVP, I, p. 417). El requerimiento oído aquel día no lo abandonó nunca: “Dios mío –exclamaba don Josemaría ante el recuerdo–: ¡cuánto me duele aquel obras son amores y no buenas razones!” (ibidem, n. 912: p. 485). El amor al prójimo como expresión intrínseca del amor a Dios remite al carácter teologal de éste, de ahí que san Josemaría invite a “no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios” (ECP, 97). Un amor en el que lo humano abre el espacio donde se muestra lo divino. “El cristiano, al hacer presente a Cristo entre los hombres, siendo él mismo ipse Christus, no trata sólo de vivir una actitud de amor, sino de dar a conocer el Amor de Dios, a través de ése su amor humano” (ECP, 115). Dicho amor llama a no desentenderse de los demás, tanto de su situación espiritual como de su estado material, a no conformarse con no causar daño. La pasividad no es cristiana: obras son amores y no buenas razones. Por eso san Josemaría impulsa una y otra vez al apostolado personal y a comprometerse por el desarrollo integral de los seres humanos en nuestra vida cotidiana (en el seno de la familia, con el trabajo, con la acción en la sociedad, etc.). El entrelazamiento de lo humano y lo divino, del amor a Dios que se lleva a cabo en el amor a los demás porque se vive la vida de Cristo, es central en la espiritualidad de san Josemaría. Veámoslo en un úl- timo texto sintético, entre los muchos que podrían traerse a colación. “La caridad no la construimos nosotros; nos invade con la gracia de Dios: porque Él nos amó primero. Conviene que nos empapemos bien de esta verdad hermosísima: si podemos amar a Dios, es porque hemos sido amados por Dios. Tú y yo estamos en condiciones de derrochar cariño con los que nos rodean, porque hemos nacido a la fe, por el amor del Padre. Pedid con osadía al Señor este tesoro, esta virtud sobrenatural de la caridad, para ejercitarla hasta en el último detalle. Con frecuencia, los cristianos no hemos sabido corresponder a ese don; a veces lo hemos rebajado, como si se limitase a una limosna, sin alma, fría; o lo hemos reducido a una conducta de beneficencia más o menos formularia. (…) Para que se os metiera bien en la cabeza esta verdad, de una forma gráfica, he predicado en millares de ocasiones que nosotros no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas” (AD, 229). El amor teologal lleva a poner el corazón en el trato con Dios y con los demás, de una manera que sea operativa humana y sobrenaturalmente. 4. María: modelo de amor a Dios La existencia del cristiano corriente se entreteje en medio de los afanes cotidianos. En ella, el amor a Dios constituye el acicate de la fidelidad al amor de Dios que nos llama a sí. Por eso san Josemaría concluye su célebre obra Camino con un punto significativo: “¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. –Enamórate, y no «le» dejarás” (C, 999). La descripción de las enseñanzas de san Josemaría acerca del amor a Dios quedaría incompleta si no se recordase su dimensión mariana. Ésta proviene de un doble motivo: de una parte, por el evidente papel que juega María en la existencia cristiana en su caminar hacia Cristo. Y de otra, porque en ella san Josemaría vio un modelo de amor a Dios en lo ordinario. “No 109 AMOR MISERICORDIOSO, OBRA DEL olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios! Porque eso es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido” (ECP, 148). Voces relacionadas: Caridad; Dios Padre; Espíritu Santo; Jesucristo. Bibliografía: CECH, pp. 583-604; Ernst Burkhart - Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, I-III, Madrid, Rialp, 2010-2013; Johannes B. Torelló, “Aus Liebe verrückt”, en César Ortiz (Hrsg.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln, Adamas Verlag, 2002, pp. 39-55; José María Yanguas, “«Amare con tutto il cuore» (Dt 6, 5). Considerazioni sull’amore del cristiano negli insegnamenti del Beato Josemaría Escrivá”, Romana. Bolletino della Prelatura della Santa Croce e Opus Dei, 26 (1998), pp. 144-157. Luis ROMERA AMOR MISERICORDIOSO, OBRA DEL La Obra del Amor Misericordioso (OAM) fue un movimiento devocional muy difundido en España durante los años veinte y treinta del siglo XX. Sus orígenes se sitúan en los escritos y representaciones pictóricas de la religiosa francesa María Teresa Desandais (1876-1943), del monasterio de la Visitación de Dreux. La visitandina francesa –que se consideraba continuadora de la misión de Margarita María de Alacoque y de Teresa de Lisieux– fue autora de una imagen de Cristo, Amor Misericordioso, y de numerosos escritos portadores de un vigoroso mensaje de renovación espiritual. Tanto la imagen como los escritos se editaron por cientos de miles, en España, bajo el seudónimo de “Sulamitis”. El papa Pío XI (1922-1939) tuvo ocasión de conocer y bendecir la OAM en tres ocasiones. De otra parte, durante los años veinte y treinta, numerosos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos sintonizaron con su doctrina. Algunos de ellos ya están en los altares o tienen iniciados sus procesos de canonización: san José María Rubio, el beato Manuel González, el mártir Buenaventura García de Paredes, el dominico Juan González Arintero o la madre Esperanza de Jesús. San Josemaría forma parte de ese grupo de protagonistas de la historia espiritual del momento que supieron valorar la riqueza escondida en los sencillos y profundos escritos de la religiosa visitandina. San Josemaría entró en relación con la OAM a su llegada a Madrid, en 1927. Por aquellas fechas, la OAM estaba presente en muchos de los lugares que el fundador del Opus Dei frecuentaba en la capital: el Patronato de Enfermos, el Real Patronato de Santa Isabel, la Basílica de Nuestra Señora de Atocha, la iglesia de las Esclavas del Sagrado Corazón en la calle Martínez Campos, el primer monasterio de la Visitación, el convento de las Reparadoras de 110 AMOR MISERICORDIOSO, OBRA DEL la calle Torrija y algunos más. En la Navidad del año 1931, san Josemaría escribió: “Acerca del Amor Misericordioso diré que es una devoción que me roba el alma” (Apuntes íntimos, n. 510, 25-XII-1931: CECH, pp. 804-805). La presencia de la OAM en la vida de san Josemaría tuvo variadas manifestaciones: visitas a las imágenes del Amor Misericordioso en la Basílica de Atocha y en la Casa del Amor Misericordioso de la calle Ferraz; familiaridad con algunos de sus opúsculos y oraciones; referencias al Amor Misericordioso en sus propios escritos; difusión ocasional de la imagen, los escritos y los cultos de la OAM y, por último, la relación personal con algunos de sus propagandistas: la madre Esperanza de Jesús y Juana Lacasa, principalmente. La relación de san Josemaría con la OAM fue evolucionando entre 1927 y 1935, distinguiéndose tres etapas. Una primera de toma de contacto y de aprovechamiento personal: desde su llegada a Madrid hasta septiembre de 1931. Una segunda etapa, de gran aprecio y sintonía tanto en su vida como en su tarea apostólica: desde septiembre de 1931 a marzo de 1932. Y, finalmente, una tercera fase, desde marzo 1932 a septiembre de 1935, de discernimiento definitivo, en la que la presencia de la devoción al Amor Misericordioso fue perdiendo intensidad –al menos en lo que se refiere a sus manifestaciones exteriores– hasta quedar como una devoción exclusivamente personal de san Josemaría, es decir, no transmitida como fundador a los miembros del Opus Dei. Hasta el final de su vida, san Josemaría recitó, diariamente, la Ofrenda al Amor Misericordioso, oración compuesta por María Teresa Desandais, en 1902, que rezaba así: “Padre Santo, por el Corazón Inmaculado de María, os ofrezco a Jesús, vuestro amado Hijo y me ofrezco a mí mismo en Él, con Él, por Él, a todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas” (Del Portillo, 1993, p. 138). La OAM reco- mendaba renovar a diario este ofrecimiento, de modo particular durante la Misa, en el momento de la elevación de la Sagrada Hostia; así lo hacía san Josemaría. La relación de san Josemaría con la OAM fue la historia de un proceso que corrió paralelo a los inicios del Opus Dei y a la manifestación de dos dimensiones, inseparables y de gran importancia en su vida espiritual, como fueron la filiación divina y la infancia espiritual. Los escritos del Amor Misericordioso fueron para san Josemaría un fructífero punto de reencuentro con las tradiciones de san Francisco de Sales y de santa Teresa de Lisieux. Tradiciones que san Josemaría asumió y reinterpretó a partir de sus personales experiencias sobrenaturales. De hecho, a san Josemaría le ayudaron a profundizar en este aspecto central de la vida cristiana que es la filiación divina, que forma parte del espíritu del Opus Dei, constituyendo el fundamento de toda la vida espiritual. La infancia espiritual la dio a conocer, pero dejando libertad para seguirla o no, según lo que a cada uno le sugiriera el Espíritu Santo. Otros rasgos más devocionales y menos universales –como la espiritualidad victimal– no pasaron al espíritu del Opus Dei. Y, a partir de la fecha antes mencionada, no volvió a hablar del Amor Misericordioso, hasta el punto de que muy pocos conocían esa devoción en san Josemaría. Voces relacionadas: Madrid (1927-1936). Bibliografía: Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1995; Federico M. Requena, “San Josemaría Escrivá de Balaguer y la devoción al Amor Misericordioso (1927-1935)”, SetD, 3 (2009), pp. 139-174; Id., Católicos, devociones y sociedad durante la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República. La Obra del Amor Misericordioso en España (1922-1936), Madrid, Biblioteca Nueva, 2008. 111 Federico M. REQUENA ÁNGELES ÁNGELES 1. Los ángeles y su papel en la vida del cristiano y en la historia del Opus Dei. 2. Los arcángeles san Rafael, san Miguel y san Gabriel y las obras que san Josemaría les ha encomendado. 3. La devoción a los Ángeles Custodios. Los ángeles son criaturas personales, puramente espirituales e inmortales (cfr. CCE, n. 330). La existencia de los ángeles ha sido siempre una verdad creída por los cristianos, heredada de la tradición hebrea y asumida como verdad de fe por la Iglesia. Los ángeles son servidores y mensajeros de Dios (cfr. CCE, nn. 328-329). Ya en el Antiguo Testamento aparecen como embajadores, enviados por Dios, para transmitir algún mandato suyo (cfr. 2 R 1, 3; Jc 6, 11-18), para instruir a los profetas (cfr. Za 3, 4-6) o bien para proteger a los individuos (cfr. Tb 3, 24-25) y al pueblo elegido (cfr. Dn 10, 13-29; 12, 1). En el Nuevo Testamento, toda su misión se centra en Cristo y su obra redentora. La vida de Cristo está señalada por intervenciones angélicas: la Encarnación (cfr. Lc 1, 11-26), el nacimiento en Belén (cfr. Lc 2, 9; Mt 2, 13), la infancia (cfr. Mt 2, 19), el comienzo de su vida pública (cfr. Mt 4, 11), la agonía en el Huerto (cfr. Lc 22, 43), y por último aparecen como testigos de su Resurrección (cfr. Mt 28, 2-5; Jn 20, 12). Los apóstoles y los discípulos, que deben continuar la obra de Cristo, se encuentran protegidos por la intervención de los ángeles (cfr. Hch 5, 19; 12, 7-11; 27, 23). 1. Los ángeles y su papel en la vida del cristiano y en la historia del Opus Dei Los ángeles han tenido y tienen un papel importante en la historia de la salvación. Desde el principio, Dios ha contado con ellos en su afán de dar al hombre la felicidad eterna para la que lo ha creado: la misión de los ángeles se integra en el designio salvífico divino a favor de los hombres. Ellos no tienen otro fin que el adorar a Dios y actuar a su servicio para que el proyecto salvador llegue a plenitud, es decir, a la unión de todos los seres creados con el Padre, en Cristo, por medio del Espíritu Santo. Esta es la razón de ser de su existencia y de su obrar como intermediarios entre Dios y los hombres, aspecto que san Josemaría comprendió en profundidad: “Dios estará a nuestro lado y enviará a sus Ángeles, para que sean nuestros compañeros de viaje, nuestros prudentes consejeros a lo largo del camino, nuestros colaboradores en todas nuestras empresas” (ECP, 63). Ya en época patrística se enseñaba que un ángel especial protege continuamente a cada hombre: es el ángel custodio o de la guarda (nombre sugerido en Sal 90 [Vg 89], 11). La doctrina difundida por los Padres de la Iglesia había sido persuasión general en tiempos de Cristo (cfr. Mt 18, 10) y de la Iglesia primitiva (cfr. Hch 12, 15). Con argumentación filosófica santo Tomás explica por qué la presencia de los Ángeles Custodios en el mundo es un aspecto de la providencia divina. Entre la naturaleza divina y la de los hombres –escribe– está la naturaleza angélica, y como las cosas inferiores se cuidan por medio de las superiores, es lógico que Dios en su providencia acerca de la salvación de los hombres, haya querido servirse de los ángeles, que ayudan a los hombres a tender a su fin y les evitan dificultades que impedirían su progreso (cfr. In II Sent, d 11, q. 1, a. 1, sol). De la biografía y de los escritos del fundador del Opus Dei, resulta clara la honda conciencia que tenía acerca del importante papel que jugaron en su vida. San Josemaría habla siempre de los ángeles de un modo vivo, concreto, y precisamente gracias a eso ha sabido indicar y brindar elementos esenciales acerca de su realidad, naturaleza y misión, ofreciendo una significativa aportación en el campo de la espiritualidad y de la reflexión teológica (cfr.Lavatori,“Gliangeli:laloropresenzaelaloro 112 ÁNGELES azione nella vita cristiana secondo il beato Josemaría”, en GVQ, V/I, p. 137). Un acontecimiento de capital importancia relacionado con los ángeles está dado por la fecha en que se fundó el Opus Dei: precisamente el día 2 de octubre de 1928, memoria litúrgica de los Ángeles Custodios. Esta coincidencia entre el nacimiento del Opus Dei y la fiesta de los Ángeles permanecerá siempre como una piedra miliar en el alma del fundador: “La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre (...). Hace muchos años que el Señor la inspiraba a un instrumento inepto y sordo, que la vio por vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de mil novecientos ventiocho (...) (Instrucción, 19-III-34, nn. 6-7: AVP, I, p. 297). “Recibí la iluminación sobre toda la Obra (...). Aún resuenan en mis oídos –decía en 1964– las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, festejando a su Patrona” (Meditación, 14-II-1964: AVP, I, p. 295). Como afirma Mons. Álvaro del Portillo, “a partir de la fiesta de los Ángeles Custodios de 1928, nuestro Fundador tuvo por ellos una devoción más intensa. Enseñaba a sus hijos: «El trato y la devoción a los Santos Ángeles Custodios está en la entraña de nuestra labor, es manifestación concreta de la misión sobrenatural de la Obra de Dios»” (Del Portillo, 1993, p. 159). 2. Los arcángeles san Rafael, san Miguel y san Gabriel y las obras que san Josemaría les ha encomendado El Pseudo-Dionisio habla de una jerarquía angélica, compuesta de nueve órdenes unidos entre sí de modo que cada uno ayuda al otro a conseguir su fin, que es la unidad y semejanza con Dios (serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, príncipes, arcángeles, ángeles). La Sagrada Escritura, que no es rigurosa en lo que se refiere al número de órdenes angélicas (cfr. Ef 1, 21 y Col 1, 16), sí nos habla de la presencia y acción de tres arcángeles: Rafael (cfr. Tb 3, 17; 4, 21; 11, 18), Gabriel (cfr. Dn 9, 21-27; Lc 1, 19.26) y Miguel (cfr. Jds 1, 9; Ap 12, 7-9), en favor de la salvación de los hombres. Desde el 2 de octubre de 1928, san Josemaría, consciente de la misión que Dios le había encomendado, comenzó a tratar apostólicamente a gente. A medida que pasaba el tiempo, percibía la necesidad de organizar ese apostolado personal que desarrollaba con hombres y mujeres de muy distintos estratos sociales y profesiones, y buscaba el modo de estructurarlo. Fue en ese contexto cuando el 6 de octubre de 1932, haciendo oración en la capilla de San Juan de la Cruz, durante un retiro espiritual en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia, tuvo “la moción interior de invocar por vez primera a los tres Arcángeles y a los tres Apóstoles –cuya intercesión pedimos cada día todos los socios de la Obra (...)–, teniéndoles desde aquel momento como Patronos de las tres obras que componen el Opus Dei” (Instrucción, 8-XII-41, n. 9: AVP, I, p. 466). Bajo el patrocinio de san Rafael puso la labor de formación cristiana que el Opus Dei realiza con la juventud, considerada como una de las fases más importantes del desarrollo y crecimiento de la persona, previa a una integración plena en la vida social y profesional. De ese empeño apostólico por entusiasmar a la juventud –la obra de san Rafael– con un ideal de santidad y seguimiento de Cristo en medio del mundo y a través del trabajo, surgen muchas personas que se incorporan a la obra de san Miguel y a la obra de san Gabriel. A la obra de san Miguel pertenecen aquellos fieles del Opus Dei que se comprometen a vivir el celibato apostólico con entera disponibilidad al servicio de las necesidades de formación y apostolado que desarrolla la Obra en el mundo entero. La obra de san Gabriel se dedica a la formación y apostolado entre cristianos adultos, que en su gran mayoría son padres y madres de familia. A la invocación de los tres arcángeles, san Josemaría unió la de los 113 ÁNGELES tres apóstoles: san Juan, san Pedro y san Pablo (cfr. Berglar, 1987, p. 140). 3. La devoción a los Ángeles Custodios La Sagrada Escritura muestra a los ángeles como seres activos: nos revela que intervienen en la historia humana. En la vida de san Josemaría se manifiesta la naturalidad y la frecuencia con que acude a ellos, también en detalles muy materiales: en un período de grandes apuros económicos, se le estropeó su reloj. Su reacción fue confiarse a la providencia divina, acudiendo a su ángel custodio: “Hablando con mi Señor, le indiqué que mi Ángel Custodio, a quien Él ha dado más talento que a todos los relojeros, arreglara mi reloj. Pareció oírme, puesto que volví a mover y a tocar y retocar, en vano, el reloj estropeado. Entonces (...), me arrodillé y comencé un padrenuestro y un ave, que me parece no llegué a terminar, porque cogí de nuevo el reloj, toqué las saetas... ¡y echó a andar! Di gracias a mi buen Padre” (Apuntes íntimos, n. 892: AVP, I, pp. 478-479). A esto y a otros momentos similares puede hacer referencia un punto de Camino: “Te pasmas porque tu Ángel Custodio te ha hecho servicios patentes. –Y no debías pasmarte: para eso le colocó el Señor junto a ti” (C, 565). Una idea semejante refleja al sugerir: “Cuando tengas alguna necesidad, alguna contradicción –pequeña o grande–, invoca a tu Ángel de la Guarda, para que la resuelva con Jesús o te haga el servicio de que se trate en cada caso” (F, 931). Al igual que san Josemaría vivió y experimentó la presencia y acción eficaz de los ángeles, la referencia a esos seres espirituales fue también frecuente tanto en sus consejos y sugerencias en la dirección de almas como en su predicación. Repetidas veces exhortaba a ser confidente de los ángeles, hasta tener con ellos una verdadera amistad y comunión íntima: “Ten confianza con tu Ángel Custodio. –Trátalo como un entrañable amigo –lo es– y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos or- dinarios de cada día” (C, 562). Esta amistad que recomienda se debe claramente a la neta conciencia que san Josemaría tiene acerca de la naturaleza de su misión: “La tradición cristiana describe a los Ángeles Custodios como a unos grandes amigos, puestos por Dios al lado de cada hombre, para que le acompañen en sus caminos. Y por eso nos invita a tratarlos, a acudir a ellos” (ECP, 63). Como se puede ver a través de las citas expuestas, el fundador del Opus Dei tiene una certeza conceptual y una fe indiscutida en la acción angélica en favor de los hombres. Por eso, no sólo acude a su ángel custodio para confiarle lo propio, sino que además, tiene la costumbre de saludar y acudir a los ángeles custodios de las otras personas para pedir por ellas: “Acostúmbrate a encomendar a cada una de las personas que tratas a su Ángel Custodio, para que le ayude a ser buena y fiel, y alegre; para que pueda recibir, a su tiempo, el eterno abrazo de Amor de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo y de Santa María” (F, 1012). Era tanta su fe en la existencia y misión de los ángeles, que siendo seminarista, leyó en un libro de un Padre de la Iglesia que los sacerdotes tienen, además del ángel custodio, un arcángel ministerial. Por eso, él mismo comentaba que desde el día de su ordenación se dirigía a su arcángel ministerial con gran sencillez y confianza, tanto que afirmaba que estaba seguro de que, si la opinión de ese escritor no fuese correcta, el Señor le habría concedido uno, por la fe con que le había invocado siempre (cfr. Del Portillo, 1993, p. 159). Según asegura Mons. Álvaro del Portillo, san Josemaría “adquirió el hábito de saludar siempre al Ángel Custodio de las personas con las que se encontraba: solía decir que saludaba primero al personaje. Un día de 1972 ó 1973 vino a verle el arzobispo de Valencia, Mons. Marcelino Olaechea, acompañado de su secretario. Como eran muy amigos, el Padre le salu- 114 APOSTOLADO dó y le dijo en broma: –Don Marcelino, ¿a quién he saludado primero? El arzobispo respondió: –Primero, a mí. –No, le dijo el Padre. He saludado primero al personaje. Don Marcelino repuso, perplejo: –Pero, entre mi secretario y yo, el personaje soy yo. Entonces nuestro Fundador explicó: –No, el personaje es su Ángel Custodio” (Del Portillo, 1993, pp. 159-160). Citemos dos manifestaciones más. En primer lugar, su conciencia de la relación de los ángeles con la Sagrada Eucaristía. Tenía la firme convicción de que, a modo de adoración y veneración, los ángeles están presentes en la celebración de la santa Misa: “(...) la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: «Sanctus, Sanctus, Sanctus»... Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad” (ECP, 89). Fruto de una fe plena en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, al hacer la genuflexión ante el Sagrario, agradecía siempre a los Ángeles, allí presentes, la adoración que continuamente prestan a Dios. Solía comentar: “Cuando voy a un oratorio (…) donde está el tabernáculo, digo a Jesús que le amo, e invoco a la Trinidad. Después doy gracias a los Ángeles que custodian el Sagrario, adorando a Cristo en la Eucaristía” (Del Portillo, 1993, p. 159). Y en segundo lugar, su confianza en la ayuda del ángel custodio en ese momento supremo que es el fin de la vida terrena: “El Ángel Custodio nos acompaña siempre como testigo de mayor excepción. Él será quien, en tu juicio particular, recordará las delicadezas que hayas tenido con Nuestro Señor, a lo largo de tu vida. Más: cuando te sientas perdido por las terribles acusaciones del enemigo, tu Ángel presentará aquellas corazonadas íntimas –quizá olvidadas por ti mismo–, aquellas muestras de amor que hayas dedicado a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo (...)” (S, 693). Voces relacionadas: Actividad del Opus Dei; Devoción, devociones. Bibliografía: C, 562-570; Jean Daniélou, Les anges et leur mission d’après les Pères de l’Église, Paris, Desclée de Brouwer, 1990; Joseph Duhr, “Anges”, en DSp, I, 1937, cols. 580-625; Renzo Lavatori, Gli angeli. Storia e pensiero, Genova, Marietti, 1991; Id., “Gli angeli: la loro presenza e la loro azione nella vita cristiana secondo il beato Josemaría”, en GVQ, V/1, pp. 137-156; Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1993; George Tavard, “Los ángeles”, en Bernard Sesboué (dir.), Historia de los dogmas, II, 2, Madrid, BAC, 1973. Gabriela AYBAR PERLENDER APOSTOLADO 1. Una vocación universal. 2. “Sobreabundancia de la vida interior”. 3. “Apostolado de amistad y confidencia”. 4. “Santificar a los demás con el trabajo”. El ámbito del apostolado personal. 5. “Vibración apostólica”. “Apostolado” es el término utilizado para designar la misión confiada por Cristo a sus discípulos, a los que el propio Jesús llamó “apóstoles”, término que en griego significa “enviados”. Los apóstoles, en particular los denominados Doce en el Nuevo Testamento, que tuvieron una llamada singular por parte de Jesús, fueron enviados por el Maestro a “predicar la Buena Nueva y curar toda enfermedad” (Mt 9, 35), con un mandato que fue ratificado de manera especial en la “oración sacerdotal” de la Última Cena, cuando Jesucristo les dijo “como Tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo” (Jn 17, 18) y de nuevo, cuando después de la Resurrección, los envió a “bautizar a todas las naciones, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 18-20). Este envío aparece anunciado en numerosas parábolas y episodios del Evangelio, a menudo comentados por san 115 APOSTOLADO Josemaría, que ilustran la necesidad del apostolado para extender el reino de Cristo en los corazones: la cosecha, la pesca, la luz del mundo y la sal, el fuego que Cristo ha venido a traer a la tierra (Lc 12, 49), los frutos que permiten reconocer el árbol (Mt 7, 17-20), el compelle intrare (“obligadlos a entrar”) dirigido a los criados para que llenaran la fiesta de las bodas (Lc 14, 23), o incluso la queja de los obreros de la última hora (“nadie nos ha contratado”: Mt 20, 7), y la del paralítico de la piscina de Bezatha (“no tengo a nadie que me acerque a las aguas recién removidas”: Jn 5, 7). San Josemaría pone de manifiesto la importancia, junto a los sermones dirigidos por Cristo a las muchedumbres, de los encuentros personales de Jesús, modelos de ese apostolado de amistad y confidencia que él no dejaba de predicar. Ante todo, la llamada del Señor a los Apóstoles (“Ven y sígueme”), sea directamente, sea realizada a través de algunos de ellos: Andrés lleva a su hermano (Jn 1, 41-42), Felipe a su amigo Natanael (Jn 1, 45) y Juan a su hermano Santiago. Y también el encuentro con Nicodemo; con la Samaritana, que a su vez da noticia de Jesús a todos los habitantes de su aldea; o, en los últimos momentos de su vida, el encuentro con el “buen ladrón”. La actuación de Cristo, por tanto, es el modelo de cualquier apostolado: rezuma de su amor a los hombres, a los que Jesús llama sus “amigos”; viene precedida por la oración se dirige a todo tipo de personas sin restricción de edad, de sexo, de profesión, de situación religiosa o incluso moral. 1. Una vocación universal Se podría decir que el primer elemento de la enseñanza de san Josemaría sobre el apostolado es que se trata de una vocación-misión (“un mandato imperativo de Cristo”: C, 942), que es universal, ya que nadie está excluido, aun cuando se concreta de diversos modos. Desde muy pronto la Iglesia, que reconoció en los obispos a los sucesores de los apóstoles, les atribuyó de manera eminente la misión apostólica. Al mismo tiempo, en varios textos de san Pablo –que se llamó a sí mismo apóstol– se pone de relieve que, en un sentido más amplio y sin referencia a funciones de gobierno, todos los fieles son también enviados por Cristo. Los Hechos de los Apóstoles confirman esa misma realidad, proporcionando, además de las predicaciones multitudinarias de Pentecostés y más tarde de Pedro o de Pablo a las gentes, episodios de encuentros apostólicos, como el de Felipe con el intendente de la reina de Etiopía (Hch 8, 26-40), o el de Priscila y Aquila con Apolo, al que “le expusieron con más exactitud el camino del Señor” (Hch 18, 26), y a los que el mismo Pablo dirigió dos veces el elogio de “colaboradores” valientes y figuras significadas de la comunidad cristiana (cfr. Rm 16, 3-5; 1 Co 16, 19). Junto a la enseñanza oficial y auténtica propia del Magisterio de los Apóstoles y de sus sucesores, el cristianismo conoció desde los comienzos un apostolado realizado por los fieles corrientes, que contribuyeron en gran parte a difundir el Evangelio. Algunos de los textos más antiguos de la comunidad cristiana muestran este apostolado ejercido en todos los estratos de la sociedad. Los cristianos se extendieron hasta los confines del mundo conocido, como dice Tertuliano en un texto que san Josemaría citó algunas veces: “Somos de ayer y ya llenamos el orbe y todo lo vuestro: las ciudades, las islas, las alturas, los municipios, los conciliábulos, los mismos campamentos, las tribus, las decurias, la corte, el senado, el foro. Os hemos dejado a vosotros solamente los templos” (El Apologético, XXXVII, 4). Y también: “Convivimos con vosotros en este mundo, sin evitar el foro, el mercado, los baños, tabernas, oficinas, albergues, vuestras ferias y los demás lugares donde se comercia. Con vosotros navegamos también nosotros, con vosotros hacemos la milicia, cultivamos la tierra y comerciamos; por 116 APOSTOLADO tanto intercambiamos nuestras artesanías y ponemos a vuestra disposición nuestras obras” (El Apologético, XLII, 1). Los cristianos son como la levadura en la masa o el alma en el cuerpo, dice la Carta a Diogneto (nn. 5-6). Las primeras comunidades consideraban que el Bautismo, por sí mismo, implicaba una responsabilidad apostólica con respecto a la familia (esposo, hijos), a los allegados y a otras personas cercanas. El apostolado es una parte integrante, esencial, de la vocación cristiana y del compromiso bautismal. su familia, de sus colegas, de sus amigos” (CONV, 21). Y también en referencia tanto al varón como a la mujer: “No veo ninguna razón por la cual al hablar del laicado –de su tarea apostólica, de sus derechos y deberes, etc.– se haya de hacer ningún tipo de distinción o discriminación con respecto a la mujer” (CONV, 14). La comprensión del apostolado como vocación cristiana universal se ha abierto camino a lo largo del siglo XX y se encuentra hoy comúnmente aceptada. Pero en las sociedades católicas de la primera mitad del siglo XX no lo era tanto, al igual de lo que ocurría con respecto a la llamada universal a la santidad. Una y otra llamada constituyen dos caras de una misma vocación cristiana, como lo ha proclamado el Concilio Vaticano II (cfr. LG, 39-42), que considera parte principal de su mensaje el anuncio de la universalidad de la llamada a la santidad y al apostolado, y que recuerda que “lo propio del estado de los seglares es el vivir en medio del mundo y de las ocupaciones temporales, ellos son los llamados por Dios para que, fervientes en el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento” (AA, 2; cfr. LG, 33). San Josemaría valoró las obras de apostolado asociado, es decir, las iniciativas, empresas o instituciones que los fieles cristianos, por sí mismos o unidos a otras personas de buena voluntad, pudieran promover. De hecho las impulsó en bastantes casos. Pero, como se advierte en sus escritos y en su predicación, el “apostolado” por antonomasia era para él la acción personal del cristiano, ejercida cada día entre sus iguales, para exhortarles –con su palabra y su conducta– a ser discípulos de Jesús. De ahí que, como escribió Álvaro del Portillo, entendiera siempre “la responsabilidad apostólica de los seglares como un mandato divino –dinamismo de la gracia sacramental–, porque el mismo Cristo ha confiado a los bautizados el deber y el derecho de dedicarse al apostolado, sobre todo y primariamente, en y a través de las mismas circunstancias y estructuras seculares –no eclesiásticas–, en las que se desarrolla su vida cotidiana y ordinaria de ciudadanos y cristianos corrientes” (Del Portillo, 1992, p. 75). Esta universalidad fue predicada por san Josemaría en referencia a personas de las más diversas profesiones y condiciones: “Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia; esa misión la realizan a través de su profesión, de su oficio, de Ser apóstol es, en suma, un deber primario de todo cristiano: “no tenemos más remedio que trabajar, al servicio de todas las almas. Otra cosa sería egoísmo. (...) No imaginéis que es este afán como una añadidura, para bordear con una filigrana nuestra condición de cristianos. Si la levadura no fermenta, se pudre. (...) No prestamos un favor a Dios Nuestro Señor, cuando lo damos a conocer a los demás: por predicar el Evangelio no tengo gloria, pues estoy por necesidad obligado, por el mandato de Jesucristo; y desventurado de mí si no lo predicare (1 Co 9, 16)” (AD, 258). 117 APOSTOLADO El apostolado prolonga la mediación de Cristo y manifiesta que en el cristianismo juega un papel decisivo la mediación. La narración de la conversión de san Pablo comporta la mediación de Ananías, a quien Jesús envía a Pablo, que le pregunta: “Qué debo hacer” (Hch 9, 6). El relato pone de relieve sin duda alguna la necesidad de una dirección o de un consejo espiritual para orientarse en la vida cristiana. Pero, en sentido más amplio, expresa la voluntad de Dios de servirse de un intermediario a la hora de darse a conocer o de dar a conocer sus deseos. Se puede igualmente llegar a la conclusión de que la dirección espiritual es una forma del apostolado cristiano, o que el apostolado cristiano supone una forma de consejo espiritual para con el prójimo y en servicio del prójimo. El apostolado personal es manifestación de la caridad, que lleva a compartir con los que amamos aquello que más amamos. Este es ciertamente uno de los fundamentos de la enseñanza de san Josemaría sobre el apostolado: “Universalidad de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado; traducción en obras y de verdad, por nuestra parte, del gran empeño de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2, 4)” (AD, 230). Si el apostolado es manifestación de caridad, en cierto sentido todo acto de caridad es apostólico. Aun cuando san Josemaría no se expresó nunca en estos términos, podría haber hecho suya la expresión de Benedicto XVI cuando habla en la Cart. Enc. Deus Caritas est de un “servicio de la caridad”, que precede al apostolado de la fe (la predicación, el testimonio, la conversación apostólica), y que, aunque en ocasiones no dé lugar a una efectiva transmisión de la fe, mantiene siempre abierta esa posibilidad. Pero si la caridad es siempre apostolado, también es cierto que el apostolado no puede ser practicado sin caridad, porque la caridad es su alma. “La caridad es la sal del apostolado de los cristianos; si pierde el sabor, ¿cómo podremos presentarnos ante el mundo y explicar, con la cabeza alta, aquí está Cristo?” (AD, 234). 2. “Sobreabundancia de la vida interior” San Josemaría se refirió frecuentemente a los primeros cristianos para explicar su concepción del apostolado de los laicos tal como lo esperaba de los miembros del Opus Dei o, en términos más amplios, tal y como lo consideraba en cuanto llamada de Dios a todos los bautizados. Al citar en numerosas ocasiones la breve pero profunda descripción de la vida de la primera comunidad que nos trasmiten los Hechos de los Apóstoles (“eran asiduos a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones”: Hch 2, 42), san Josemaría ofrecía reinterpretado el dicho de un autor francés –J. B. Chautard–: “una superabundancia de tu vida «para adentro»” (C, 961). Comprendemos así que el apostolado se funde con la vida de trato con Dios, es su prolongación natural, análogamente a como la caridad fraterna prolonga y vuelca en el prójimo el amor de Dios. De ahí se deriva igualmente la conexión constante entre la santidad y el apostolado a la hora de definir la vocación cristiana. “Mirad además que Dios, al fijarse en nosotros, al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la santidad en medio del mundo, nos impone también la obligación del apostolado. Comprended que, hasta humanamente, como comenta un Padre de la Iglesia, la preocupación por las almas brota como una consecuencia lógica de esa elección: cuando descubrís que algo os ha sido de provecho, procuráis atraer a los demás. Tenéis, pues, que desear que otros os acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a los baños, y topáis con alguno que se encuentra desocupado, le invitáis a que os acompañe. Aplicad a lo espiritual esta costumbre terrena y, cuando vayáis a Dios, no lo ha- 118 APOSTOLADO gáis solos (San Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 6, 6)” (AD, 5). Se puede distinguir así entre la edificación personal en la relación con Dios y en la virtud (santidad), y la relación con el prójimo que recibe el nombre de caridad. Pero estas dos dimensiones se reclaman la una a la otra; no son dos más que en apariencia: la santidad alcanza su plenitud en el apostolado y el apostolado requiere la santidad. El primer acto de caridad con el prójimo es la oración. Es más, la razón de ser de la actividad apostólica se enraíza en la unión con Dios, que se alcanza en los sacramentos y en la oración: “Te diré, plagiando la frase de un autor extranjero [alude a J. B. Chautard], que tu vida de apóstol vale lo que vale tu oración” (C, 108). Y, en otro lugar, “Si no tratas a Cristo en la oración y en el Pan, ¿cómo le vas a dar a conocer?” (C, 105). Sin vida de oración, el apostolado –la acción, aun realizada con intención apostólica– quedaría sin fruto: “Me resulta muy difícil creer en la eficacia sobrenatural de un apostolado que no esté apoyado, centrado sólidamente, en una vida de continuo trato con el Señor” (AD, 271). Por eso recomendó mantener, en toda labor apostólica, el siguiente principio: “Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en «tercer lugar», acción” (C, 82). Y, a la inversa, que se pudiera afirmar que “la santificación forma una sola cosa con el apostolado” (ECP, 145), hasta sostener que la vida interior puede medirse por el celo apostólico que se posee, pues éste denota el grado de identificación con la misión redentora de Cristo: “el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas. No cabe disociar la vida interior y el apostolado” (ECP, 122). La oración agudiza el deseo de comunicar el objeto de su fe y de su amor, y aumenta esta fe y este amor. Fe en Dios que quiere servirse de los cristianos como apóstoles y enviados, y fe en su ayuda para la acción apostólica. Amor a Dios para hacer accesible a todos al Bien Soberano y amor al deseo divino de ser secundado por las criaturas. San Josemaría pone en guardia contra toda forma de activismo, que descuidaría los “medios sobrenaturales” y reduciría el apostolado a una simple propaganda para incorporarse a un movimiento, a un partido o a una secta: “Pienso, efectivamente, que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción –¡al activismo!–, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios...” (AD, 18). Piedad a la que debe unirse, como es obvio, la práctica de las virtudes, indispensables para mantener la “vibración apostólica”; en particular la virtud de la pureza, sin la cual “no se puede perseverar en el apostolado” (C, 129), ya que implica la superación de toda actitud egocéntrica y abre el corazón al amor y al servicio. Y la mortificación (la expiación de que habla el punto 82 de Camino), la clara conciencia no solo de que ninguna virtud se adquiere sin empeño y entrega (cfr. C, 175, 180), sino del valor redentor y apostólico del dolor cuando se une a la cruz de Cristo. “Si el grano de trigo no muere queda infecundo. – ¿No quieres ser grano de trigo, morir por la mortificación, y dar espigas bien granadas? – ¡Qué Jesús bendiga tu trigal!” (C, 199). “¿La Cruz sobre tu pecho?… – Bien. Pero… la Cruz sobre tus hombros, la Cruz en tu carne, la Cruz en tu inteligencia. –Así vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo: solamente así serás apóstol” (C, 929). El apostolado cristiano consiste en dar a conocer el Evangelio y ayudar a vivirlo, cualquiera que sea el punto de partida del interesado: ignorante, poco dispuesto, no practicante o, por el contrario, ya avan- 119 APOSTOLADO zado y deseoso de progresar en la fe. Se apoya en la vida de oración y en la santidad personal de quien lo ejerce: es decir, en la búsqueda de la santidad y el ejercicio de las virtudes cristianas. El ejemplo de vida cristiana constituye un requisito básico para el apostolado, como lo pone de relieve el resumen de la vida de Cristo que se encuentra al comienzo de los Hechos de los Apóstoles (1, 1), que a san Josemaría le gustaba repetir: coepit facere et docere, empezó a hacer y a enseñar. Ejemplo, por supuesto, tanto en relación con las virtudes que se refieren más específicamente a la vida social (justicia, lealtad) y las que las completan (educación, afabilidad), como en referencia al resto de las virtudes morales (templanza, fortaleza de ánimo). Pero si la oración es el fundamento de la actividad apostólica, es también su término: “Haced de vuestros amigos almas de oración”, es el consejo, la indicación que repitió en numerosas ocasiones. En una dedicatoria de una vida de Jesús a uno de los primeros miembros del Opus Dei, san Josemaría dejó escrito: “Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo”. En el punto de Camino que recoge esta anécdota, añade: “–Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?” (C, 382). Se podría ver aquí una sucesión de los fines o etapas del apostolado cristiano: romper la indiferencia y espolear a la búsqueda de Dios y de Jesucristo, transmitir la doctrina, encaminar hacia la vida de piedad. Y, como para cerrar el círculo, la formación de nuevos apóstoles que a su vez ayudarán a los que tengan a su alrededor a recorrer esas mismas etapas (cfr. C, 809). Junto a la vida de oración, ocupa pues un lugar en el desarrollo del apostolado la formación doctrinal, es decir, el deseo de formarse en la fe con la profundidad que a cada uno le sea dado alcanzar. “¿Y cuáles son los medios principales para lograr que la vocación se afiance? Te señalaré hoy dos, que son como ejes vivos de la con- ducta cristiana: la vida interior y la formación doctrinal, el conocimiento profundo de nuestra fe” (ECP, 8). De acuerdo con estas premisas se entiende que san Josemaría definiera el Opus Dei como una “gran catequesis” y que viera en el deseo de promover la formación doctrinal una “pasión dominante”. Considerando, como muchos otros, que el primer enemigo de Cristo y de la Iglesia es la ignorancia, san Josemaría suscitaba constantemente formas diversas de este “apostolado de la doctrina” (cfr. S, 172). La piedad es fundamentalmente una actitud del corazón, una expresión del amor, y por tanto debe ser alimentada por el conocimiento, no sólo por medio de clases o de conferencias para un público numeroso, sino también en el ámbito del apostolado de cada uno con sus amigos. 3. “Apostolado de amistad y confidencia” Una de las expresiones más habituales de san Josemaría a propósito del apostolado es la de “apostolado de amistad y confidencia”. Se refería esencialmente a ese apostolado personal, sencillo y ordinario, llevado a la práctica por cada bautizado en su familia, en el ámbito profesional, en los diferentes círculos en los que se desenvuelve; en suma, con todas aquellas personas con las que mantiene una relación de amistad. El vínculo que une este apostolado de amistad y confidencia con las consideraciones precedentes sobre la llamada universal a la santidad, sobre la caridad y la vida de oración, sobre el ejemplo o testimonio y sobre las virtudes, está especialmente bien recogido en un punto de Conversaciones: “Querer alcanzar la santidad –a pesar de los errores y de las miserias personales, que durarán mientras vivamos– significa esforzarse, con la gracia de Dios, en vivir la caridad, plenitud de la ley y vínculo de la perfección. La caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los 120 APOSTOLADO hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra. Viviendo la caridad –el Amor– se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad y que no se pueden reducir a enumeraciones exhaustivas. La caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad... Se ve en seguida que la práctica de estas virtudes lleva al apostolado. Es más: es ya apostolado. Porque, al procurar vivir así en medio del trabajo diario, la conducta cristiana se hace buen ejemplo, testimonio, ayuda concreta y eficaz; se aprende a seguir las huellas de Cristo que coepit facere et docere (Hch 1, 1), que empezó a hacer y a enseñar, uniendo al ejemplo la palabra. Por eso he llamado a este trabajo, desde hace cuarenta años, apostolado de amistad y de confidencia” (CONV, 62). La amistad es una virtud y un gran bien en sí misma (el mayor de los bienes de los hombres, según Dante), y para el cristiano la amistad es caridad. Entre la pasión y el eros, cuyo objeto es un único ser, y el ágape, que se extiende a todos los hombres, ha podido parecer que la philia, la amistad, ocupaba un espacio intermedio: más amplio que la pasión, más restringido a un pequeño número, esos “otros yo” que son necesarios para la vida lograda según Aristóteles. Pero la amistad cristiana ha de participar de la extensión universal de la caridad, sin dejar de ser amistad, afecto, comunidad de objetivos y de preocupaciones. No se funda necesariamente sobre la base natural de singularidades entrelazadas, ya que la visión de fe, que permite considerar a cada hombre como un hermano en Cristo, y el mandamiento del amor llevan a buscar la amistad del mayor número posible de personas, a hacerse “todo para todos, para salvar a todos” (1 Co 9, 19-22). Sin instrumentalización, el apostolado es la plenitud de la amistad, porque “la verdadera amistad no debe ocultar lo que siente” (San Jerónimo, Cartas, 81, 1). Toda manifestación de caridad con el prójimo es ya, en este sentido, apostolado: “El deber de la fraternidad, con todas las almas, hará que ejercites el “apostolado de las cosas pequeñas”, sin que lo noten: con afán de servicio, de modo que el camino se les muestre amable” (S, 737). Según san Josemaría, la amistad personal lleva naturalmente a la confidencia, a la puesta en común de las alegrías y de las penas, y a la posibilidad de meterse sin violencia en la intimidad del amigo: “Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo... Todo eso es «apostolado de la confidencia»” (C, 973). En la confidencia, recibida o hecha, el cristiano ejerce el apostolado del Señor, haciendo las veces de su intermediario: “Cuando te hablo de «apostolado de amistad», me refiero a amistad «personal», sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón” (S, 191). Es en el marco de la confidencia donde un amigo, además de mover a esa conversión que solamente el Espíritu Santo realiza en las almas, puede proporcionar una formación personalizada y llevar por el camino de la santidad a cualquier alma: “El apostolado cristiano –y me refiero ahora en concreto al de un cristiano corriente, al del hombre o la mujer que vive siendo uno más entre sus iguales– es una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina” (ECP, 149). 121 APOSTOLADO 4. “Santificar a los demás con el trabajo”. El ámbito del apostolado personal El apostolado personal de amistad y confidencia se desarrolla en todas las circunstancias, pero principalmente en el ámbito de la vida ordinaria del cristiano: en el de su familia y en el de su profesión. Para san Josemaría, esta es una enseñanza de raigambre evangélica: “Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. –¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión? Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores... Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos” (C, 799). El trabajo profesional –o el oficio o profesión que cada uno desarrolle, también para una madre de familia la administración doméstica de su hogar, o el estudio durante la época escolar o universitaria– constituye una ocupación que llena gran parte de la vida y en la cual o por la cual el cristiano debe esforzarse en “santificar a los demás”, santificándose a sí mismo y santificando su trabajo. “El apostolado (...) no es algo diverso de la tarea de todos los días: se confunde con ese mismo trabajo, convertido en ocasión de un encuentro personal con Cristo. En esa labor, al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos ayudarles a llegar a Cristo” (AD, 264). De ahí una de las expresiones más conocidas de san Josemaría: “santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo” (CONV, 55). El prestigio profesional adquirido en el plano humano inspira con frecuencia entre los colegas y los compañeros de trabajo esa confianza que facilita la iniciativa apostólica. La cumplida realización de las tareas se convierte así en “anzuelo de pescador de hombres” (C, 372), cuya necesidad no ha cesado de recordar san Josemaría. Por lo demás, no es el mero rendimiento profesional o en los estudios, que debe ser estimado, lo que hace del trabajo el ámbito natural del apostolado, sino la práctica de las virtudes cristianas, la alegría, la coherencia entre las obras y la fe profesada. Así escribe: “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” (C, 2). Y también: “Sólo te preocupas de edificar tu cultura. –Y es preciso edificar tu alma. –Así trabajarás como debes, por Cristo: para que Él reine en el mundo hace falta que haya quienes, con la vista en el cielo, se dediquen prestigiosamente a todas las actividades humanas, y, desde ellas, ejerciten calladamente –y eficazmente– un apostolado de carácter profesional” (C, 347). En ese contexto “el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional (...). El apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual” (ECP, 122). Y eso no sólo en el ambiente de trabajo, sino en general: la familia, las relaciones establecidas en el entorno de la vida asociativa, de las responsabilidades públicas, del deporte o del tiempo de ocio, son igualmente circunstancias naturales del apostolado personal. Realizado en medio del mundo, basándose en la amistad, y comenzando por las relaciones surgidas en la vida ordinaria, ese apostolado es auténtico, no es llamativo, sino impregnado de naturalidad: “Quieres ser mártir. –Yo te pondré un martirio al alcance de la mano: ser apóstol y no llamarte apóstol, ser misionero –con misión– y no llamarte misionero, ser hombre de Dios y parecer hombre de mundo: ¡pasar oculto!” (C, 848; cfr. C, 648). El capítulo “El apostolado” de Camino completa la exposición de los amplios campos de apostolado que se les ofrecen a los cristianos, señalando al efecto varias ocasiones propicias. San Josemaría 122 APOSTOLADO se refiere así al apostolado epistolar (cfr. C, 976-977); al apostolado “del almuerzo” (“Es la vieja hospitalidad de los Patriarcas, con el calor fraternal de Betania. –Cuando se ejercita, parece que se entrevé a Jesús, que preside, como en casa de Lázaro”, C, 974); al apostolado de la diversión (cfr. C, 975); al apostolado de no dar (cfr. C, 979), para estimular la generosidad de cada uno y la misma justicia, sin dar lugar a la menor forma de “mercadeo” apostólico. Y, refiriéndose a la necesaria formación doctrinal de las almas, hablaba también de “apostolado de la inteligencia”: “«Venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum” –venid detrás de mí, y os haré pescadores de hombres. –No sin misterio emplea el Señor estas palabras: a los hombres – como a los peces– hay que cogerlos por la cabeza. ¡Qué hondura evangélica tiene el “apostolado de la inteligencia»!” (C, 978). 5. “Vibración apostólica” Entre los obstáculos, de cara al apostolado personal, reconocibles y particularmente reconocidos por san Josemaría, figuran los “respetos humanos”, la falsa vergüenza para hablar de Dios. Esta vergüenza es paradójica, ya que lo que se teme mostrar, los temas que se teme abordar, no tienen nada de “vergonzosos”, y también porque, en cambio, se actúa, en ocasiones, con falta de vergüenza o de pudor en numerosos asuntos que deberían avergonzar. San Josemaría lo denunció siempre: “Hay un obstáculo real para el apostolado: el falso respeto, el temor a tocar temas espirituales, porque se sospecha que una conversación así no caerá bien en determinados ambientes, porque existe el riesgo de herir susceptibilidades” (ECP, 175). También los fracasos pueden enfriar el afán apostólico, si bien san Josemaría deja claro que cuando se ha actuado con rectitud de intención, son fracasos solo aparentes. Pueden incluso ser victorias a largo plazo y, en todo caso, son siempre útiles para el propio apóstol (a modo de lecciones de humildad, de corrección o de caridad): “No admitas el desaliento en tu apostolado. No fracasaste, como tampoco Cristo fracasó en la Cruz” (VC, XIII Estación). Damos un paso más: “La sola presencia no basta”, dijo en más de una ocasión. No basta con estar, ni siquiera con un estar que pueda servir de ejemplo. El cristiano debe hablar, haciéndose eco de san Pablo: “¿Pero cómo invocarán a Aquél en quien no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de él? ¿Y cómo oirán sin alguien que predique? ¿Y cómo predicarán, si no hay enviados?” (Rm 10, 14-15). Y esto a pesar de los eventuales fracasos, ya sea en el apostolado ad fidem o en el intento de calentar corazones enfriados en la fe. El modelo viene dado por Cristo y su conversación con los peregrinos de Emaús: les da el valor y la audacia en la fe, los vuelve capaces de creer y de predicar la Buena Nueva: “«Nonne cor nostrum ardens erat in nobis, dum loqueretur in via?» –¿Acaso nuestro corazón no ardía en nosotros cuando nos hablaba en el camino? Estas palabras de los discípulos de Emaús debían salir espontáneas, si eres apóstol, de labios de tus compañeros de profesión, después de encontrarte a ti en el camino de su vida” (C, 917). En suma, los obstáculos se reducen a falta de fe, de una fe viva, de una fe que desemboca en visión sobrenatural y que se traduce, por lo que se refiere al apostolado, en audacia, o lo que es lo mismo, en una desvergüenza a la que san Josemaría calificó de “santa” para evitar toda ambigüedad: “Ríete del ridículo. –Desprecia el qué dirán. Ve y siente a Dios en ti mismo y en lo que te rodea. Así acabarás por conseguir la santa desvergüenza que precisas, ¡oh paradoja!, para vivir con delicadeza de caballero cristiano” (C, 390). Un concepto original subrayado por san Josemaría para significar el estado de espíritu y de gracia que debe tener el apóstol es el de “vibración apostólica”: 123 APOSTOLADO AD FIDEM una disposición siempre presente para entablar conversación, para orientarla, o simplemente para actuar de una manera o de otra con el fin de acercar las almas a Dios. El término de “vibración” evoca a la vez una actividad constante y continua, y una transmisión inmediata del estado vibratorio sin otra causa que dicho estado en sí mismo y la puesta en contacto de objetos (de personas) aptos para recibirlo. El respeto humano es con frecuencia una “falta de vibración”: “Te falta «vibración». –Esa es la causa de que arrastres a tan pocos. –Parece como si no estuvieras muy persuadido de lo que ganas al dejar por Cristo esas cosas de la tierra. Compara: ¡el ciento por uno y la vida eterna! –¿Te parece pequeño el «negocio»?” (C, 791). Confiando, es decir teniendo fe, en la misión encomendada por Cristo a sus discípulos, y en la elección que hizo de ellos (“no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca”, Jn 15, 16), el cristiano no puede privarse de practicar este apostolado personal de amistad y confidencia, de testimonio, de sobreabundancia de su vida interior, mandato imperativo del Señor: “«Id, predicad el Evangelio... Yo estaré con vosotros...» –Esto ha dicho Jesús... y te lo ha dicho a ti” (C, 904). Prolongación y profundización de la vida de trabajo, del trato personal en el seno de la familia y de la sociedad, “el apostolado cristiano –y me refiero ahora en concreto al de un cristiano corriente, al del hombre o la mujer que vive siendo uno más entre sus iguales– es una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina” (ECP, 149). San Josemaría invita, en suma, a un apostolado realizado en la vida ordinaria, en medio de los anhelos y los desafíos que plantean el mundo y la historia, con una labor que puede, sobre todo en algunas ocasiones, ser lenta, pero que posee siempre gran alcance: “Eres, entre los tuyos –alma de apóstol–, la piedra caída en el lago. –Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho. ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?” (C, 831). Voces relacionadas: Actividad del Opus Dei; Amistad; Ejemplo, Apostolado del. Bibliografía: AD, 1-22, 222-237; C, 929-959, 960-999; CONV, 1-23, 58-72; S, 34-51; Luis Alonso, “La vocación apostólica del cristiano en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer”, en Pedro Rodríguez - Pío G. Alves de Sousa - José Manuel Zumaquero (dirs.), Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei. En el 50 aniversario de su fundación, Pamplona, EUNSA, 19852; José Luis Illanes, La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad, Madrid, Palabra, 200110 rev. y act.; Paul O’Callaghan, “The inseparability of holiness and apostolate. The christian, «alter Christus, ipse Christus», in the writings of blessed Josemaría Escrivá”, AnTh, 16 (2002), pp. 135-164; Álvaro del Portillo, Una vida para Dios. Reflexiones en torno a la figura de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Discursos, Homilías y otros escritos, Madrid, Rialp, 1992. Cyrille MICHON APOSTOLADO AD FIDEM 1. Alcance y sentido de la expresión. 2. Aspectos históricos. 3. Características generales. San Josemaría concedió una gran importancia a la relación con los no cristianos, o con los cristianos no católicos, o con los católicos alejados de la Iglesia. Respetando siempre sus creencias y su libertad, aspiró a la vez a atraerlos hacia la plenitud de la verdad. A este campo 124 APOSTOLADO AD FIDEM apostólico se refirió en ocasiones con la expresión apostolado ad fidem. Mostró singular aprecio por este apostolado que, en sus diversas formas, es expresión sustantiva de la misión de la Iglesia, así como manifestación de la apertura de la Iglesia católica a toda la humanidad y del respeto a la libertad: “Me has oído hablar muchas veces del apostolado «ad fidem». No he cambiado de opinión: ¡qué maravilloso campo de trabajo nos espera en todo el mundo, con los que no conocen la verdadera fe y, sin embargo, son nobles, generosos y alegres!” (F, 944). cristianos singulares (cfr. UR, 4), a partir del testimonio personal que los católicos ofrecen con su ejemplo y su palabra a todos los hombres, en el desempeño de la misión apostólica universal de la Iglesia recibida de Jesucristo (cfr. Mt 28, 19-20). Las diversas formas del apostolado ad fidem poseen como motivación común el amor a Dios y a los hombres y, como finalidad esencial, que todos los hombres y mujeres puedan acoger y abrazar la plenitud de verdad y de salvación “que subsiste en la Iglesia católica y apostólica” (DH, 1). 2. Aspectos históricos 1. Alcance y sentido de la expresión San Josemaría emplea la expresión apostolado ad fidem para significar tanto el apostolado con los católicos alejados de la Iglesia como el apostolado con los cristianos no católicos y el apostolado con los no cristianos. En efecto, al usar la expresión con ese alcance tan general, no desconoce, como es lógico, las diferencias entre las situaciones; y, concretamente, al aplicarlo tanto al apostolado con los no cristianos como al relativo a los cristianos no católicos, distingue la diferencia fundamental, que radica entre estar o no estar incorporados a Jesucristo por el Bautismo. Tanto en sus enseñanzas pastorales como en las iniciativas apostólicas que promovió hay una clara distinción entre lo que puede denominarse un “apostolado proprie ad fidem”, referido a los no cristianos, y un “apostolado ad plenitudinem fidei”, en relación a los cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica (cfr. Ocáriz, 2009, pp. 110, 117 ss.). El primero se corresponde con la dimensión misionera ad extra de la Iglesia; el segundo hace referencia al deseo de promover la unidad de los cristianos, es decir, al ecumenismo, si bien no se refiere a las actividades ecuménicas en cuanto tales entre la Iglesia católica y las otras iglesias y comunidades eclesiales, sino a la incorporación plena a la Iglesia católica de los En el proceso que condujo a la aprobación pontificia del Opus Dei, en 1950, san Josemaría pidió insistentemente a la Santa Sede que cristianos no católicos y también no cristianos pudieran ser cooperadores del Opus Dei, participando así de sus bienes espirituales. Se trataba de una petición sin precedentes, en una época en la que ni el ecumenismo ni la relación con los no cristianos poseían la fuerza y la extensión que cobraron sobre todo a partir del Concilio Vaticano II (cfr. IJC, p. 253, nt. 63; Rodríguez, 1979, p. 67). Recibió una negativa inicial que se transformó luego en un dilata, hasta que con la aprobación definitiva de 1950, apareció la figura de los “cooperadores no católicos”, para referirse a quienes, sin pertenecer obviamente al Opus Dei, colaboran en las labores apostólicas con sus oraciones y limosnas y, frecuentemente, con su trabajo (cfr. AVP, III, p. 482, nt. 61). Refiriéndose a estos cooperadores, san Josemaría escribió en una de sus Cartas: “Protestantes de muy diversas denominaciones, hebreos, mahometanos, paganos, pasan de la noble amistad con una hija o con un hijo mío a la participación en labores de apostolado. Y, como por un plano inclinado, tienen así ocasión de conocer la riqueza de espíritu que encierra la doctrina cristiana. A bastantes les dará el Señor la gracia de la fe, premiando así su buena 125 APOSTOLADO AD FIDEM voluntad, manifestada en la leal colaboración en obras de bien” (Carta 12-XII-1952, n. 33: AVP, III, p. 482, nt. 61). A este respecto, recordaba una anécdota de un encuentro suyo con Juan XXIII, al que comentó con espontaneidad y cariño: “«Padre Santo, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad». Él se rió emocionado, porque sabía que, ya desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aun a los no cristianos” (CONV, 22). Tras el Concilio Vaticano II san Josemaría señaló en una de sus homilías que se había llenado de gozo cuando, durante la Asamblea conciliar, había visto cómo tomaba cuerpo con renovada intensidad la “preocupación por llevar la Verdad a los que andan apartados del único Camino, del de Jesús, pues me consume el hambre de que se salve la humanidad entera” (AD, 226). Y añadía que esa gran alegría estaba motivada también “porque se veía confirmado nuevamente un apostolado tan preferido por el Opus Dei, el apostolado ad fidem, que no rechaza a ninguna persona, y admite a los no cristianos, a los ateos, a los paganos, para que en lo posible participen de los bienes espirituales de nuestra Asociación: esto tiene una larga historia, de dolor y de lealtad, que he contado en otras ocasiones” (AD, 227). 3. Características generales Según san Josemaría, el apostolado ad fidem ha de entenderse principalmente en el marco del “apostolado de amistad y confidencia” (cfr. S, 191, 192), por el que “se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez (…), con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina” (ECP, 149). Este apostolado personal lo realizan los fieles del Opus Dei con sus iguales en medio de sus circunstancias familiares, profesionales y sociales, contribuyendo así a informar el mundo entero con el espíritu de Jesús y a que todos perciban el bonus odor Christi (cfr. ECP, 156, 105, 36; AD, 271): “Con tu amistad y con tu doctrina –me corrijo: con la caridad y con el mensaje de Cristo–, moverás a muchos no católicos a colaborar en serio, para hacer el bien a todos los hombres” (S, 753). San Josemaría dispuso además que las iniciativas apostólicas promovidas por los fieles del Opus Dei estuvieran abiertas también a los no cristianos. Un rasgo común a las diversas formas de apostolado ad fidem es el respeto y el amor a la libertad, que san Josemaría enseñó a sus hijos como característica fundamental de la fe cristiana. De ahí que pudiera declarar que desde el principio de la Obra, en esa acción apostólica, “se ha procurado vivir un catolicismo abierto, que defiende la legítima libertad de las conciencias, que lleva a tratar con caridad fraterna a todos los hombres, sean o no católicos, y a colaborar con todos, participando de las diversas ilusiones nobles que mueven a la humanidad” (CONV, 29). El respeto a la libertad es una exigencia de la justicia y la caridad y no una táctica para conseguir la conversión del otro. Es precisamente la amistad leal, unida al amor a la verdad, la que lleva a mostrar a todos la riqueza de la fe católica de un modo auténtico, con sencillez y naturalidad, respetando las conciencias y evitando una acomodación de la doctrina que sería expresión de un falso irenismo (cfr. F, 456). Finalmente, san Josemaría entiende que también al apostolado ad fidem ha de aplicarse el principio clásico del orden de la caridad: “El principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad. Cuando no nos amamos de verdad, cuando hay ataques, calumnias y rencillas, ¿quién se sentirá 126 APOSTOLADO DE LA OPINIÓN PÚBLICA atraído por los que sostienen que predican la Buena Nueva del Evangelio?” (AD, 226). Por eso, añadía que para que el apostolado ad fidem arraigue con fuerza y no se quede en “palabrería hipócrita”, debe venir precedido y acompañado por el amor a los que ya son miembros de la Iglesia: “cuando amamos en el Corazón de Cristo a los que somos hijos de un mismo Padre, estamos asociados en una misma fe y somos herederos de una misma esperanza (Minucio Félix, Octavius, 31), nuestra alma se engrandece y arde con el afán de que todos se acerquen a Nuestro Señor” (AD, 226; cfr. S, 643, 64). Voces relacionadas: Apostolado; Cooperadores del Opus Dei. Bibliografía: AD, 222-237; CONV, passim; ECP, passim; S, 64, 181-232, 643, 753; Fernando Ocáriz, “Evangelización, proselitismo y ecumenismo”, ScrTh, 38 (2006), pp. 617-636; Id., “La Prelatura del Opus Dei: apostolado ad fidem y ecumenismo”, en Eduardo Baura (ed.), Estudios sobre la Prelatura del Opus Dei. A los veinticinco años de la Constitución apostólica Ut sit, Pamplona, EUNSA, 2009, pp. 109-123; Pedro Rodríguez, Iglesia y ecumenismo, Madrid, Rialp, 1979. Juan ALONSO APOSTOLADO DE LA OPINIÓN PÚBLICA 1. El interés de san Josemaría. 2. La difusión del mensaje cristiano. 3. Principios inspiradores. 4. La información sobre el Opus Dei. 5. Proyección evangelizadora. El término “opinión pública” admite diversos enfoques y definiciones. Se trata de la mentalidad colectiva que crean los medios de comunicación con su labor de difusión de informaciones y opiniones. En la actualidad, a los medios tradicionales habría que añadir las formas de comunicación que han aparecido gracias a la extensión de las nuevas tecnologías, que están dando lugar a una nueva cultura. Con modalidades diferentes según épocas y países, se puede hablar de la existencia de una dinámica de formación de la opinión pública, de cómo nacen, crecen y se extienden las ideas que configuran las formas dominantes de pensar y de actuar. 1. El interés de san Josemaría Entre 1902 y 1975, el arco temporal de la vida de san Josemaría, los principales creadores de opinión eran las agencias de noticias, los periódicos, la radio, la televisión, las productoras y distribuidoras de películas y las editoriales, así como los intelectuales que colaboraban con esas empresas. A ellos se unían los líderes de opinión de ámbito local, o incluso doméstico, a los que el fundador del Opus Dei otorgaba gran relevancia: personas que trabajaban en lugares como las peluquerías o los bares, donde se habla, se debate y se crean opiniones colectivas a pequeña escala. Sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, la Iglesia ha prestado particular atención a estos fenómenos, a medida que crecía su impacto social. Señalaba Juan Pablo II que “los medios de comunicación social han alcanzado tal importancia que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales” (RMi, 37). En ocasiones los creadores de opinión pública influyen de manera más amplia y a veces incluso más profunda que los padres y los educadores. Se comprende que el Concilio Vaticano II señalara la necesidad de llevar a cabo un apostolado eficaz en los medios de comunicación, que permitiera que la doctrina de Cristo llegara a amplios sectores de la sociedad (cfr. IM, 1-4). Desde entonces, el Magisterio de la Iglesia ha recordado en diversas ocasiones que en la tarea de evangelización no basta con “usar” los medios para difundir el mensaje cristiano, sino que “conviene 127 APOSTOLADO DE LA OPINIÓN PÚBLICA integrar el mensaje mismo en esta «nueva cultura» creada por la comunicación moderna” (RMi, 37). Esa preocupación está presente en san Josemaría desde los años treinta. Con el tiempo, va transmitiendo su interés a las personas que trata. A todos les recuerda la importancia del apostolado de la opinión pública, la necesidad de buscar nuevos modos de ser testigos de Cristo en ese ámbito. Además de gozar de unas extraordinarias cualidades de comunicación (cfr. Urbano, 2008, pp. 140 ss.), san Josemaría era consciente de la necesidad de ir más allá de las relaciones personales inmediatas y llegar a círculos más amplios, proporcionados a la universalidad del mensaje cristiano. Para san Josemaría, el apostolado de la opinión pública era la suma de esfuerzos que los católicos están llamados a realizar, con el fin de impregnar de dignidad humana y de sentido cristiano las actividades y profesiones relacionadas con la comunicación. Esa conciencia nace de la secularidad que está presente en su forma de pensar y que se resume en amar apasionadamente al mundo, participar en su dinamismo, sentirse responsable de su evolución. Innegable es además su sensibilidad hacia la comunicación y en particular hacia el periodismo, cualidad muy apropiada en una persona que dedicó toda su vida a la transmisión del evangelio. En 1964 san Josemaría quiso que el apostolado de la opinión pública que deberían desarrollar los fieles del Opus Dei y quienes participan en sus actividades se pusiera bajo la intercesión de santa Catalina de Siena, que, como comentó muchas veces, “amó –con obras y de verdad– a la Iglesia y al Papa” (Recuerdos de nuestro Padre, pp. 399-400: AGP, Biblioteca, P21). En este terreno cabe señalar la existencia de dos campos a los que san Josemaría dedicó atención: el apostolado de la opinión pública en cuanto tal y la información sobre el Opus Dei. 2. La difusión del mensaje cristiano Como parte de un mensaje de santificación de la realidad temporal, san Josemaría recordó que el apostolado de la opinión pública es para los cristianos una responsabilidad de la que no pueden desentenderse. Cada uno en su ambiente participa, como ciudadano libre y responsable, en la creación de la opinión pública. Se puede decir que esa preocupación es un eco de la invitación que está en la base de la vocación cristiana: euntes ergo docete omnes gentes (Mt 28, 19). San Josemaría dio ejemplo de esta actitud, e intervino –siempre en coherencia con su condición sacerdotal– en los canales de difusión de ideas, pero sobre todo movilizó a otras personas. Los frutos de su predicación se concretan en la participación activa de un gran número de cristianos en esas tareas. Además, animó a muchas personas a embarcarse en proyectos profesionales relacionados con la comunicación. Son numerosos los ciudadanos que, en diversos países, movidos por sus enseñanzas, han decidido promover empresas en el campo del periodismo, la publicidad, la literatura o el cine, por mencionar solamente algunos aspectos. Cada uno de acuerdo con sus propias inclinaciones y principios, se ha sentido estimulado por san Josemaría a ejercer sus derechos y a poner en marcha múltiples iniciativas (Soria, 1993, pp. 114-124). Destaca de otra parte, su papel decisivo en la promoción de los estudios universitarios civiles de Periodismo en España, y concretamente en el comienzo de ese título académico en la Universidad de Navarra (cfr. Barrera, 2008, pp. 231-257). 3. Principios inspiradores De modo muy sintético, vale la pena enunciar algunos criterios fundamentales que san Josemaría sugirió para la realización del apostolado de la opinión pública: 128 – Enamorados del mundo: san Josemaría transmitía una visión positiva del APOSTOLADO DE LA OPINIÓN PÚBLICA mundo, de las realidades creadas, de las tareas humanas nobles. Esa visión positiva alcanza también a las profesiones de la comunicación, que san Josemaría valora hondamente, por lo que pueden aportar a la vida social. Pedía que toda la labor de apostolado de la opinión pública se realizase de modo profesional y positivo: es preciso, decía, “ahogar el mal en abundancia de bien” (S, 864). clara y amena las verdades de la fe, respetando las creencias y las opiniones de los demás, queriéndoles, aprendiendo de ellos. – Cultivadores de la amistad: el diálogo, para san Josemaría, presupone el amor a la verdad, pero implica además una “leal amistad con los hombres” (F, 943). La amistad posee una dimensión racional e implica y conlleva también empatía, generosidad y todas las virtudes que adornan la amistad. La difusión de la doctrina cristiana y la información sobre el Opus Dei se realizan no de forma anónima, sino en el marco de una relación personal, que es la base de todo apostolado, también en el terreno de la opinión pública: las personas son las que orientan las instituciones. – Defensores de la libertad: como parte esencial de la mentalidad laical, san Josemaría plantea la participación en la opinión pública siempre en un contexto de libertad y de pluralismo. La libertad de expresión de las propias ideas y de desarrollo de los propios proyectos son premisas de la comunicación pública, que san Josemaría hace suyas. No postula soluciones corporativas en los debates públicos. De la libertad decía que “cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante” (ECP, 184). – Testigos de la verdad: los cristianos son y actúan como testigos de una verdad que han recibido, y entienden su misión evangelizadora como un servicio al anuncio de esa verdad, tanto en las relaciones personales de amistad como en otros ámbitos de la vida social, entre los que hay que destacar la educación y la comunicación, actividades en las que se juega la transmisión de las creencias de una generación a otra. El testimonio de la verdad lleva consigo la firmeza para ir contracorriente cuando resulte necesario. – Orientados al diálogo: san Josemaría reiteró de diferentes maneras que el diálogo es cauce adecuado para la transmisión de la verdad cristiana. Diálogo que supone buenas “entendederas” y buenas “explicaderas”, e implica “don de lenguas” (F, 895), es decir, capacidad de exponer de forma – Sembradores de alegría: la comunicación más eficaz es la que se realiza sin palabras. El mensaje cristiano es creíble cuando se nota que quien lo transmite es feliz: “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16). El apostolado de la opinión pública no se reduce a técnicas, se desarrolla sobre todo a través de la coherencia de vida y de la alegría que proporciona la experiencia cristiana. Por eso, favorece un clima de caridad, de convivencia, que ahogue todos los odios y rencores (cfr. F, 564). 4. La información sobre el Opus Dei Pasemos a la segunda vertiente del apostolado de la opinión pública a la que antes nos referíamos, la información sobre el Opus Dei y sus actividades. Desde los comienzos de su actividad como fundador, san Josemaría dejó muy claro que toda labor apostólica debe orientarse a la gloria de Dios; principio que, obviamente, vale también para el Opus Dei. De ahí que, hablando de sí mismo, dijera que lo mejor era “ocultarse y desaparecer: que sólo Jesús se luzca”; y 129 APOSTOLADO DE LA OPINIÓN PÚBLICA que, hablando de la Obra, subrayara también que no debía buscar gloria humana, sino orientar todo a la gloria de Dios. La humildad debía ser virtud que practicaran tanto los individuos como las instituciones (cfr. CONV, 40). A la vez declaró también con fuerza que abominaba de toda clandestinidad y de todo secreteo (cfr. CONV, 30, 34, 41). Desde su fundación en 1928 el Opus Dei fue conocido y aprobado por las autoridades civiles y eclesiásticas; y lo mismo ocurrió con la opinión pública en general, lógicamente con más amplitud en la medida que iba creciendo el apostolado y, por tanto, atrayendo más intensamente la atención de la sociedad. Por indicación suya se crearon, ya a fines de los años cincuenta, departamentos de comunicación en Roma, en Madrid y en otros lugares donde estaba presente el Opus Dei. Desde el primer momento, además de desarrollar otras tareas de comunicación, los profesionales que trabajaban en esos departamentos prestaron gran atención a la relación con los periodistas y medios de comunicación. Se puede decir que san Josemaría fue pionero en la promoción de entidades académicas destinadas a formar profesionales en la comunicación institucional en la Iglesia. Muchas de sus ideas sobre el modo de informar acerca del Opus Dei tienen aplicación en ámbitos más amplios. Esas ideas están de alguna manera en el origen de la Facultad de Comunicación Social Institucional de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, donde se forman profesionales que desempeñan tareas de comunicación en diferentes realidades eclesiales. 5. Proyección evangelizadora Desde 1975, año de fallecimiento de san Josemaría, la importancia de la comunicación no ha hecho sino crecer. En esa misma medida puede decirse que es cada día más clara la trascendencia del apostolado de la opinión pública. El mundo es hoy una “conversación global”, donde los cristianos han de participar de modo activo, encontrar su voz y proponer su mensaje, que puede llegar hasta el último rincón del planeta, con toda su fascinante novedad, a través de los canales que ofrece el ámbito profesional de la comunicación. Voces relacionadas: Apostolado; Medios de comunicación. Bibliografía: CONV, passim; ECP, 67-72; S, 290322, 416-443; Carlos Barrera, “Josemaría Escrivá de Balaguer y el Instituto de Periodismo de la Universidad de Navarra”, SetD, 2 (2008), pp. 231-257; Francisca Greene, La opinión pública y los medios de comunicación en el pensamiento de San Josemaría Escrivá de Balaguer, San José (Costa Rica), Promesa, 2004; María Teresa La Porte, “El compromiso social del periodista”, en Juan Manuel Matés - Alfonso Méndiz (coords.), San Josemaría y la comunicación. Actas del II Simposio sobre el Fundador del Opus Dei (Jaén, 27-XI-2004), Jaén, Caja Rural, 2006, pp. 39-44; José María La Porte Fernández-Alfaro, El cristiano en los medios de comunicación según san Josemaría Escrivá. Contexto histórico y desarrollo espiritual y pastoral (tesis doctoral), Roma, Pontificia Università della Santa Croce, 2007; Carlos Soria, “Un santo en la sociedad de la información”, Nuestro Tiempo, 468 (1993), pp. 114-124; Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere. Josemaría Escrivá, puertas adentro, Barcelona, Planeta, 2008. Por lo demás, y en lo que se refiere a la información sobre el Opus Dei a la opinión pública no se limitó a impulsar el trabajo de otros sino que intervino personalmente concediendo entrevistas a periodistas de diferentes países; algunas están recopiladas en el libro Conversaciones con Mons. Escri­vá de Balaguer, que se publicó en 1968. 130 Juan Manuel MORA APUNTES ÍNTIMOS (obra inédita) APUNTES ÍNTIMOS (obra inédita) 1. Estructura de los Apuntes íntimos. 2. De las “cuartillas” a los “Cuadernos”. 3. El contenido de los Cuadernos. 4. Conclusión. Con este nombre se conoce, en la historiografía de san Josemaría Escrivá de Balaguer, un conjunto de escritos suyos autógrafos que el Autor dejó reunidos y revisados en el verano de 1968, en Varese (Italia), y que en 1985 fueron anotados por Álvaro del Portillo, cumpliendo el encargo recibido del Autor. 1. Estructura de los Apuntes íntimos Del Portillo estructuró el libro en dos partes: la primera, principal, es la transcripción de los Cuadernos en los que san Josemaría recogió sus notas y apuntes personales desde la fundación del Opus Dei en 1928 hasta finales de 1940; la segunda parte, complementaria, es un conjunto de diversos manuscritos de san Josemaría, de la misma época, agrupados en catorce apéndices. Álvaro del Portillo, con ocasión de anotar los Apuntes íntimos, dio una numeración marginal consecutiva a los párrafos –o grupos de párrafos– de todo el libro, que ha pasado a ser el modo de referencia normal de esta fuente. Los Cuadernos de san Josemaría son nueve, nombrados con números romanos y con las hojas numeradas en el anverso con arábigos. Hoy se dispone sólo de ocho: el Cuaderno I fue destruido por el Autor (“Yo quemé el cuaderno nº 1”, escribió en los años cuarenta sobre la inicial página de respeto del Cuaderno II). Su contenido textual no nos es del todo desconocido (cfr. CECH, “Introducción” § 3, nt. 23). “La razón que le movió a destruirlo –escribe Álvaro del Portillo en la “Nota preliminar” de su edición– fue que ahí había consignado muchos sucesos de tipo sobrenatural y muchas gracias extraordinarias que le concedió el Señor” y “no quería que, basándonos en esos dones extraordinarios, le tuviésemos por santo, cuando no soy más que un pecador”. El Cuaderno VIII se quedó en Madrid con los otros siete cuando comenzó la Guerra Civil, y san Josemaría lo volvió a utilizar al regresar a la capital de España, acabada la guerra; tiene, pues, dos fases literarias separadas por tres años: la primera, que llamamos Cuaderno VIII/1, comprende las hojas 1 a 62 y la otra, posterior a la guerra, es el Cuaderno VIII/2, hojas 62v-74. San Josemaría comenzó a escribir el último Cuaderno de la serie en Pamplona, en diciembre de 1937, cuando abandonó la zona republicana para trasladarse a la de Burgos, y no le dio el número IX, como parecía lógico, sino que lo llamó VIII duplicado. A continuación del texto de los Cuadernos, la edición de Apuntes íntimos incluye catorce Apéndices, que transcriben otros documentos, con notas de la vida espiritual del Autor, de ordinario escritas para su confesor; en varios casos se trata de relaciones redactadas después de sus cursos de retiro. Detengámonos ahora en la parte principal de los Apuntes íntimos, los Cuadernos, estudiando, primero, su origen, para pasar, después, a una descripción de sus contenidos. 2. De las “cuartillas” a los “Cuadernos” Recoger sus notas espirituales en unos cuadernos tipo “Diario” no fue el proyecto inicial de san Josemaría. Para dejar constancia de su vida de oración y de lo que Dios le pedía, lo primero que utilizó es lo que él solía llamar cuartillas, que con alguna frecuencia eran sencillamente octavillas. Y eso, ya desde su juventud, en la época de los barruntos. El evento del 2 de octubre de 1928 tendrá lugar, precisamente, cuando trataba de recopilar con alguna unidad las cuartillas que estaba considerando: “Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles” (Apuntes íntimos, n. 306). Con ocasión de una conversación con el P. Sánchez Ruiz, entonces su confesor, el 6 de julio de 1930, 131 APUNTES ÍNTIMOS (obra inédita) entregó algunas cuartillas que le fueron devueltas. Entonces decidió conservar sus notas y apuntes espirituales no en “cuartillas” (papeles sueltos), sino en “Cuadernos”, que dan más seguridad. Pero no era aquélla una decisión sólo para el futuro, sino que implicaba la fatigosa tarea de trasladar a cuadernos todas las notas anteriores. La transcripción emprendida había ocupado todo el Cuaderno I y el Cuaderno II hasta su hoja 43. Allí, con fecha 25 de octubre de 1930, víspera de Cristo Rey, tenemos la primera anotación escrita al día, es decir, directamente en el Cuaderno: Apuntes íntimos, n. 96. A partir de esta fecha, san Josemaría sigue ya el estilo que podríamos llamar habitual en la composición de sus Cuadernos: lleva siempre en el bolsillo de su sotana una cuartilla u octavilla –“mi cuartilla”, escribe en alguna ocasión–, en la que toma breves notas, o bien apuntes más detenidos, que luego le sirven de guión o recordatorio para recoger el contenido en los textos de su Cuaderno. Un solo ejemplo de lo que digo, tomado del Cuaderno IV. El Autor está hablando de la oración que hacía “ayer, por la tarde, a las tres”, en el “presbiterio de la Iglesia del Patronato”: “Mi imaginación andaba suelta, lejos del cuerpo y de la voluntad, lo mismo que el perro fiel, echado a los pies de su amo, dormita soñando con carreras y caza y amigotes (perros como él) y se agita y ladra bajito... pero sin apartarse de su dueño. Así yo, perro completamente estaba, cuando me di cuenta de que, sin querer, repetía unas palabras latinas, en las que nunca me fijé y que no tenía por qué guardar en la memoria (1): Aún ahora, para recordarlas, necesitaré leerlas en la cuartilla, que siempre llevo en mi bolsillo para apuntar lo que Dios quiere: dicen así las palabras de la Escritura, que encontré en mis labios: «et fui tecum in omnibus ubicumque ambulasti, firmans regnum tuum in aeternum»: apliqué mi inteligencia al sentido de la frase, repitiéndola despacio” (Apuntes íntimos, n. 273). Aquí vemos al Autor redactando directamente sobre el Cuaderno con el punto de partida de la frase latina escrita en la octavilla. El (1) que aparece en el texto es la señal que san Josemaría puso allí en una de sus relecturas del Cuaderno, en la que escribió en el margen inferior: “(1) En esta cuartilla, de que hablo, instintivamente, llevado de la costumbre, anoté, allí mismo en el presbiterio, la frase, sin darle impor­ tancia”. 3. El contenido de los Cuadernos Ahora una palabra sobre los Cuadernos en sí mismos. El Autor llamaba a aquellas primitivas cuartillas, y a las notas de los Cuadernos que las sustituyeron, las “catalinas”: “Son notas ingenuas –catalinas las llamaba, por devoción a la Santa de Siena–, que escribí durante mucho tiempo de rodillas y que me servían de recuerdo y de despertador. Creo que, ordinariamente, mientras escribía con sencillez pueril, hacía oración” (Apuntes íntimos, n. 1862). Aparentemente los Cuadernos de Apuntes íntimos tienen la estructura de un diario personal, y muchas veces lo son. Pero tienen una variedad temática que no se ciñe al género “Diario”. Lo explicaba el propio Autor el año mismo de su muerte: “No he hecho nunca un diario, porque no me gusta, pero he ido tomando apuntes, siempre por mandato de mi confesor. Ahí salen personas, relatos de sucesos concretos, apuntes de ejercicios de cuando yo era joven... Hay mucha historia de la Obra en esos apuntes. Pensaba que habían desaparecido (…). Y un buen día aparecieron esos apuntes. De modo que hay mucho material, mucho, mucho. Algunos papeles los rompí” (Catequesis en América, III, 1975, p. 142: AGP, Biblioteca, P04). En la base del texto encontramos, siempre, una vida metida en Dios. La interacción entre la “cuartilla” y el Cuaderno 132 APUNTES ÍNTIMOS (obra inédita) que hemos examinado, refleja la gran atención que el Autor presta a las mociones de Dios en su vida. El movimiento de sacar la cuartilla y apuntar unas palabras es una forma de docilidad a “los toques del Paráclito” (Apuntes íntimos, n. 769; C, 130), acompañados con frecuencia de palabras y de luz. La cuartilla es manifestación de su fe en la presencia y en la providencia de Dios; una fe que le llevaba a la lectura sobrenatural de los acontecimientos, pequeños y grandes, de su alma y del mundo. Ocupan lugar central en este movimiento la llamada de Dios –conocida plenamente el día 2 de octubre de 1928– a promover el Opus Dei en el mundo, y las luces sucesivas con las que el Señor le ilustra para comprender y realizar esa misión. Los Cuadernos son fruto de su oración y para su oración, es decir, para dirigir su acción y su vida. Suponen, ante todo, “recuerdo y despertador” para el propio Autor, que –durante los años en que los escribe– los lee y los medita una vez y otra, los anota y los glosa. Y los lee y comenta a los primeros que vienen a la Obra. En el Cuaderno no escribe todos los días. En el espacio de casi doce años que cubren estos Apuntes, hay ritmos y periodos muy diversos. Las anotaciones llevan siempre la fecha del día en que se transcriben, no la fecha de la anotación en la “cuartilla”. Pero puede haber muchas cuartillas acumuladas y con frecuencia pasa el tiempo y el Autor no encuentra el momento oportuno, y finalmente quedan sin transcribir. Así lo hace notar a veces. Podemos distinguir, dentro de la unidad de origen del conjunto, cuatro tipos de anotaciones: a) Un primer grupo está constituido por los apuntes que se refieren de manera directa al espíritu, misión y organización del Opus Dei. Son abundantísimos. Toman unas veces la forma de una reflexión, otras tienen estilo de diálogo con el Señor –en este sentido se funden con las del segundo grupo–, 133 otras adoptan una forma de expresión casi jurídica o normativa. Dos ejemplos tomados de los Cuadernos III y IV: “Se verá de implantar en todas las Casas de la O. de D. esa costumbre de comentar el Santo Evangelio por las noches” (Apuntes íntimos, n. 125). “La Obra de Dios no nacerá perfecta. Nacerá como un niño. Débil, primero. Después, comienza a andar. Habla, luego, y obra por su cuenta. Se desarrollan todas sus facultades. La adolescencia. La virilidad. La madurez... Nunca tendrá la OD decrepitud: siempre viril en sus ímpetus, y prudente, audazmente prudente, vivirá en una eterna sazón, que le ha de dar el estar identificada con Jesús, cuyo apostolado va a hacer hasta el fin” (Apuntes íntimos, n. 409). b) Un segundo grupo tiene carácter de autobiografía espiritual: son experiencias íntimas del trato con Dios y con los hombres: en la Eucaristía, en la oración, en el trabajo, en la mortificación, en la acción sacerdotal y apostólica, en las contradicciones y en la pobreza, en la forma cotidiana de expresar la piedad filial. Un ejemplo: “Jesús: que desde hoy nazca o renazca a la vida sobrenatural. Ut iumentum!... Te pido perdón de todas las infamias –innumerables– de mi vida. Que esta otra vida, a la que quiero nacer hoy, sea una continua infancia sobrenatural: vida de Fe, vida de Amor, vida de Abandono. Fiat. Madre Inmaculada, ¡Tú lo harás!” (Apuntes íntimos, n. 805). c) Un tercer grupo de anotaciones, en estrecha conexión con el anterior, está más en la línea de un Diario. Es la actividad de una jornada, o de unos días: visitas, trabajos, tareas, gestiones, estudio, predicación, atención a la familia, acción pastoral aquí y allá, planes apostólicos, caminatas de un lado para otro en Madrid. Autobiografía, como el anterior, pero más exter- APUNTES ÍNTIMOS (obra inédita) na, aunque vista siempre y de manera temática en la perspectiva de Dios, de la acción de Dios en su alma y en las almas que le rodean. Una muestra de ese estilo en el Cuaderno IV: “El día de la Asunción vino Pepe R. a ayudar mi Misa y, con ese motivo, fuimos a su casa. Bajó Guillermo Escribano –presidente de la Confederación de estudiantes católicos de España– y a vueltas de una pintoresca discusión, que tuvieron los muchachos, le animé a prepararse para cátedras” (Apuntes íntimos, n. 230). d) Un cuarto y último grupo tiene una intensa profundidad espiritual: son textos que no muestran el estilo narrativo del grupo anterior, ni la formulación autobiográfica del grupo segundo. Son piezas autónomas, que se agregan a las anotaciones de los dos grupos anteriores: literariamente, “consideraciones” sobre el vivir en Cristo, sobre el testimonio apostólico, sobre la vida cristiana de unión con Dios y en medio de las circunstancias ordinarias. Muchas pasarán literalmente a Camino, a Forja y a Surco. Guardan en común con muchas del grupo primero, desde el punto de vista literario, el carácter acabado y “autónomo” de cada anotación. El clima del grupo segundo es como el hogar, el horno en que se forjan estas “consideraciones” del grupo cuarto, que, una vez acrisoladas, se agregan, se yuxtaponen, se distribuyen dentro de la secuencia biográfica de los grupos segundo y tercero. Leyendo los Apuntes íntimos, se hace evidente que el Autor escribe en el Cuaderno siguiendo lo que indican las papeletas y cuartillas que tiene delante, y en cada una hay o puede haber contenidos que corresponden a estos cuatro tipos y géneros literarios que hemos señalado. Da la impresión de que el Autor lo que quiere es que las cosas que ha visto en diálogo con el Señor queden escritas, aunque eso implique cambios bruscos de género o estilo. Este modo de redactar presta a la secuencia textual en los Cuadernos un gran interés. “El conjunto –como anota Álvaro del Portillo– es un documento espontáneo, de gran belleza, de tersa frescura y ciertamente autobiográfico”. 4. Conclusión “Los fines de estas catalinas son la Obra y mi alma” (Apuntes íntimos, n. 263). Este texto de septiembre de 1931 me parece importante para situar el significado histórico de los Apuntes íntimos de san Josemaría. El Autor escribe sus cuartillas –había ya anotado en febrero de ese mismo año– porque se siente “impulsado a conservar, no sólo las inspiraciones de Dios –creo firmísimamente que son divinas inspiraciones– sino cosas de la vida que han servido y pueden servir para mi aprovechamiento espiritual y para que mi padre confesor me conozca mejor” (Apuntes íntimos, n. 167). Es casi el “Deus et anima mea”, de san Agustín; lo inverso a la publicidad. Los primeros Cuadernos se llenaron de luces de Dios sobre la Obra de Dios y sobre su misión en el seno de la Iglesia, y, junto a esas luces y en interna relación, como reflexiones y anticipaciones suyas y profundas experiencias espirituales, que el Autor –unas veces redacta en primera persona; otras, las “despersonaliza”– querría retener en su intimidad orante y para su confesor: en todo caso, dirá poco después, no son para “ponerlas a ventilar” (Apuntes íntimos, n. 446). Por eso, es una fortuna, para la comprensión de san Josemaría y de su vivir en la Iglesia, que este rico texto haya superado las idas y venidas durante la Guerra Civil española y sobre todo que se haya “impuesto” a la humildad de san Josemaría, que escribió: “Quemé uno de los cuadernos de apuntes míos personales –hace años–, y los hubiera quemado todos, si alguien con autoridad y luego mi propia 134 ARGENTINA conciencia no me lo vedaran” (Apuntes íntimos, n. 1862). Voces relacionadas: Escritos de san Josemaría: Descripción de conjunto. Bibliografía: AVP, I, pp. 325-422; CECH, pp. 18-27; José Luis Illanes, “Obra escrita y predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer”, SetD, 3 (2009), pp. 203-276. Pedro RODRÍGUEZ ARGENTINA 1. Inicio de la labor estable. 2. Síntesis histórica de la labor apostólica. 3. El viaje de catequesis de 1974. El primer contacto conocido de san Josemaría con Argentina se remonta a 1915. Uno de los amigos que tuvo cuando estudiaba entonces el Bachillerato en el Instituto General y Técnico de Logroño fue Isidoro Zorzano Ledesma. Isidoro había nacido en Buenos Aires, el 13 de septiembre de 1902. Era el tercer hijo del matrimonio formado por Antonio Zorzano y Teresa Ledesma de Zorzano, emigrantes españoles, naturales de Ortigosa, en la riojana Sierra de Cameros. Vivió sus primeros años en la capital argentina hasta que regresó a España, junto a su familia, en 1905. Años más tarde, en 1930, Isidoro pidió la admisión en el Opus Dei. San Josemaría se definía a sí mismo como hombre de ambiciones grandes, anchas y hondas, e ímpetus apostólicos que se encuadraban en un marco de grandeza moral; soñaba con el día –escribía ya en la época de Burgos– “en que la gloria de Dios nos disperse: Madrid, Berlín, Oxford, París, Roma, Oslo, Tokio, Zúrich, Buenos Aires, Chicago…” (AVP, II, p. 319). A finales del mes de marzo de 1948, pidió, a Pedro Casciaro y a otros, que se prepararan para hacer un viaje por América. Deseaba que conocieran in situ las diversas circunstan- cias de cada lugar para que se pudieran dar los primeros pasos de apostolado estable. Durante ese recorrido, las ciudades de Buenos Aires y Rosario fueron visitadas, por primera vez, por personas del Opus Dei (cfr. Requena - Sesé, 2002, p. 92). 1. Inicio de la labor estable El trabajo apostólico del Opus Dei en Argentina comenzó en 1950. En el año 1935 Mons. Antonio Caggiano había sido nombrado obispo de Rosario y en 1946 fue creado cardenal. Viajó a Roma con la preocupación de buscar ayudas para la labor pastoral. Le hablaron del Opus Dei y visitó personalmente a san Josemaría para expresar su interés por que el Opus Dei se estableciera en su diócesis. Para atender este deseo, san Josemaría indicó que fuera un sacerdote a Argentina. Decidió que le acompañaran también algunos seglares para que se pudiera entender bien el espíritu secular, laical, del Opus Dei. El viaje tenía como objetivo estar en el país un mes o dos, saludar al Cardenal, recoger información y regresar. El 12 de marzo de 1950 arribaron al recién inaugurado aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires, tres miembros del Opus Dei: Ricardo Fernández Vallespín, sacerdote, y los profesores Ismael Sánchez Bella, catedrático de la Universidad de La Laguna y Francisco Ponz Piedrafita, de la Universidad de Barcelona. Al ver las buenas posibilidades que se presentaban y, a instancias del Card. Caggiano, san Josemaría pidió a Ricardo Fernández Vallespín e Ismael Sánchez Bella que se quedaran en la ciudad de Rosario –que tenía setecientos mil habitantes– donde comenzaron a desarrollar, respectivamente, su tarea pastoral y profesional. El 31 de agosto de 1950, el mismo Card. Caggiano dejó reservado el Santísimo Sacramento en una casa alquilada en la calle San Juan, 865, que sería la primera residencia universitaria, llamada Residencia Universitaria del Paraná, y que luego pasó a denominarse Residencia Univer- 135 ARGENTINA sitaria Litoral. Allí descubrió su vocación Adolfo Isoardi, estudiante de Medicina, el primero en unirse al Opus Dei como numerario, el 1 de noviembre de 1950. En diciembre de 1951 llegaron de España Ignacio Echeverría, sacerdote, y el estudiante José Luis Gómez, de dieciocho años. A los pocos días, en enero de 1952, arribó también de España el joven Ángel Ruiz Vallés. Los dos estudiantes comenzaron en Rosario las carreras de Ciencias Económicas e Ingeniería respectivamente. En 1952, don Ricardo Fernández Vallespín se trasladó a Buenos Aires y así comenzó una nueva etapa del desarrollo del Opus Dei en el país. Alquiló un pequeño apartamento en la calle Cerrito. Ese mismo año pidió la admisión en Rosario Arnaldo Contreras, un joven médico tucumano. A los pocos meses, Ismael Sánchez Bella regresó a España para impulsar, a petición de san Josemaría, la creación de la futura Universidad de Navarra, en Pamplona. Ese mismo año, como fruto de la labor sacerdotal de Ricardo Fernández Vallespín e Ignacio Echeverría, se incorporaron al Opus Dei las primeras argentinas: Julia Capón, hija de inmigrantes españoles, estudiante de Estadística y Matemática en la Universidad Nacional del Litoral, que pidió la admisión en el Opus Dei el 13 de agosto de aquel año, y Ofelia Vitta, maestra, que lo hizo en diciembre. al Opus Dei: María Elsa Fabri y Ana María Brun, estudiantes de Lenguas; Estela Barbero, estudiante de Historia; Alba María Blotta, de Ciencias de la Educación, y Evangelina del Forno, de Arquitectura. El 2 de octubre de 1953 pidió la admisión, como agregada, Teresa Pequich, que trabajaba en una importante empresa multinacional instalada en la ciudad. La casa muy pronto resultó pequeña y, a comienzos de 1955, comenzó a funcionar Cheroga, la primera residencia universitaria, en la calle San Luis. 2. Síntesis histórica de la labor apostólica El desarrollo de la labor apostólica del Opus Dei refleja las características sociológicas de la Argentina, país que se convirtió, entre finales del siglo XIX y los años cincuenta del siglo XX, en receptor de sucesivas corrientes migratorias, provenientes sobre todo de Europa. Este proceso creó una sociedad abierta, con tendencias igualitarias y con pocas barreras entre clases sociales, como quedó de manifiesto en el hecho de que los primeros numerarios de Buenos Aires procedieran de cinco barrios –Barrio Norte, Belgrano, Almagro, Boedo y Liniers– muy dispares desde el punto de vista social (cfr. Lépori de Pithod, 2002, p. 131) Por lo general, san Josemaría enviaba a sus hijas a iniciar la labor en pequeños grupos de dos o tres. Sin embargo, cuando tres españolas solicitaron el visado para dirigirse a Argentina, el permiso le fue otorgado a una sola. Así fue como, a mediados de 1952, cruzó el Atlántico Sabina Alandes. En mayo de 1953 recibieron finalmente la autorización para entrar en el país Rosa María Ampuero y Sofía García. En Buenos Aires, en 1953, se alquiló una vieja casona en la calle Chacabuco, en el barrio de San Telmo, para instalar una residencia de estudiantes. Al año siguiente fue a vivir allí Miguel Gutiérrez, tucumano, doctorado en Química por la Universidad de Granada (España), donde había conocido el Opus Dei. Mientras tanto, en Rosario, otros jóvenes continuaban incorporándose a las labores de formación: Ernesto García, que por entonces cursaba Ingeniería, y Francisco Polti. A principios de 1953 se consiguió, en la calle rosarina 25 de diciembre, una casa que sería el primer Centro de las mujeres en Argentina. Allí se desarrolló una intensa actividad y varias jóvenes se acercaron Adolfo Isoardi, Ernesto García y Francisco Polti se incorporaron a mediados de la década de los años cincuenta al Colegio Romano de la Santa Cruz, Centro Internacional del Opus Dei en Roma, para realizar 136 ARGENTINA los estudios de Filosofía y Teología. Más tarde, los tres se ordenaron sacerdotes en Roma. Con su posterior regreso al país, el apostolado del Opus Dei tomó un nuevo impulso. A partir de septiembre de 1956, las mujeres del Opus Dei tuvieron su primer Centro en Buenos Aires, en la calle Beruti. Empezaron la labor en esa ciudad Tere Zumalde y María José Vázquez, españolas que habían llegado a Rosario un par de años atrás, y Edith Sabolo. En 1959, la Residencia de Beruti se trasladó a una nueva casa en la calle Paraguay y muy pronto el crecimiento hizo que se abriera Sur, en el barrio de Belgrano. En 1963 se inauguró la Residencia de Estudiantes Los Aleros, para varones, en la esquina de Amenábar, y Virrey Olaguer y Feliú. Hasta nuestros días recibe cada año a muchos estudiantes de diferentes puntos del país. Ese mismo año 1963, en Rosario, se consiguió una casa en la calle San Lorenzo, 840. En Rosario, en 1957, Ignacio Rodríguez, que trabajaba en el Ferrocarril Urquiza, descubrió su vocación al Opus Dei y pidió la admisión como agregado. El cariño de san Josemaría le llevó a seguir atentamente los pasos de sus hijos y de sus hijas. Ignacio Echeverría recordaba que “el Padre siempre siguió muy de cerca cada paso que la labor desarrollaba en tantas partes del mundo, ya que estaba en todos los detalles”. Señala que impulsaba las actividades apostólicas respetando la libertad personal a la vez que se interesaba sobre “la vida, las ilusiones, los problemas, la salud o las familias de sangre de sus hijos (…). Existía una relación directa con él que se expresaba a través de cartas colectivas, entrañables notas personales o breves recados” (Lépori de Pithod, 2002, p. 126). A comienzos de 1962, llegó a Buenos Aires el sacerdote Emilio Bonell, quien sería Vicario Regional hasta 1991. Gracias a su impulso, creció de modo extraordinario el trabajo apostólico del Opus Dei en Ar- gentina. En 1964, José María Fontán, también sacerdote, junto con algunos otros miembros de la Obra, comenzó a viajar a la ciudad de Córdoba y, en 1971, gracias a la generosidad de muchas personas, pudo abrirse allí el primer Centro. En 1966 se compró en la localidad de Bella Vista, provincia de Buenos Aires, una antigua casona –actualmente La Chacra–, que en adelante sería utilizada como casa de retiros y cursos de formación cristiana. En 1961 había surgido la idea de crear en Buenos Aires una escuela de hogar y cultura para capacitar a la mujer. En 1967 se ampliaron los programas de estudio y se inauguró el ICIED (Iniciativas de Capacitación Integral para Emprendimientos de Desarrollo), en la localidad de Bella Vista. En la Argentina, el ICIED ha venido a responder expresamente a las necesidades que ha planteado el desarrollo de la industria de la hostelería. Acompañando los cambios pedagógicos del país, el ICIED se ha transformado en el ICES y es ahora un instituto de educación formal. A principios de los años setenta, como fruto de iniciativas personales de fieles del Opus Dei, con la colaboración de cooperadores y amigos, se crearon varios Centros de Formación Rural y los colegios Los Molinos y El Buen Ayre. Estas instituciones educativas y de promoción humana son propiedad de asociaciones civiles y reciben atención espiritual de sacerdotes del Opus Dei. Con el tiempo surgieron otros colegios en diferentes ciudades de Argentina. 3. El viaje de catequesis de 1974 El 7 de junio de 1974 san Josemaría llegó a la Argentina, como parte de un viaje de catequesis por América. Tenía como objetivo confirmar en la fe a sus hijos y encaminar a muchas otras almas por las sendas de la vida interior, en una siembra continua y generosa de doctrina. Permaneció en el país hasta el 28 de junio. Durante su estancia, conversó en animados encuentros multitudinarios con personas de toda 137 ARGENTINA edad y condición. Se calcula que más de veinticinco mil personas pudieron verlo y escucharlo durante esos días en reuniones que tuvieron lugar en La Chacra, el Colegio de Escribanos, el Centro Cultural San Martín y el Teatro Coliseo. El 12 de junio san Josemaría fue en peregrinación a la Basílica de Luján y allí rezó el santo Rosario, junto a una multitud de fieles que se había congregado en la iglesia. La situación política y social de Argentina en los años setenta conocía duros enfrentamientos ideológicos y armados. Era también la época de confusiones doctrinales que produjeron dolorosas divisiones. Sin referirse en ningún caso a cuestiones políticas, el mensaje de san Josemaría insistió en el respeto a la libertad de las personas y a un legítimo pluralismo. En el primer encuentro desarrollado en el Colegio de Escribanos, ante la pregunta de un asistente en torno a qué quería dejarnos en el corazón a todos sus hijos sudamericanos, respondió: “que sembréis la paz y la alegría por todos lados, que no digáis ninguna palabra molesta para nadie, que sepáis ir del brazo de los que no piensan como vosotros. Que no os maltratéis jamás; que seáis hermanos de todas las criaturas…” (Catequesis en América, I, 1974, p. 407: AGP, Biblioteca, P05). Y el domingo 23 junio, en el encuentro en el Teatro Coliseo reiteró: “¡Llenad de Amor esta tierra! ¡Que los argentinos se quieran! (…) ¡quereos mucho!” (Catequesis en América, I, 1974, p. 549: AGP, Biblioteca, P05). El 26 de junio de 1974, exactamente un año antes de su muerte y poco antes de dejar el país, san Josemaría dijo: “Y cuando me vaya me quedaré a los pies de Santa María de Luján; ahí dejo mi corazón (...). Hijos míos, gracias, gracias a Dios, gracias a vosotros, y gracias a Santa María de Luján: porque he venido, y porque me iré, pero volveré; y además, me quedaré” (Catequesis en América, I, 1974, p. 608: AGP, Biblioteca, P05). Después de la visita de san Josemaría a Argentina, comenzó una nueva etapa de la historia del Opus Dei en el país. Con el impulso de sus palabras, la labor apostólica se fue extendiendo y se comenzó a trabajar establemente en La Plata (1980), Tucumán (1981), Mendoza (1982), Santo Tomé (Corrientes) y Santa Fe (1986). En la década de los noventa, se inició la labor estable del Opus Dei en Mar del Plata (1990), Salta y Posadas (1995), y en el año 2003, en San Juan. En 1978, por iniciativa de un grupo de profesionales y empresarios, se creó el Instituto de Altos Estudios Empresariales (IAE), que a partir de 1991 formaría parte fundacional de la Universidad Austral. En mayo de 2000 abrió sus puertas el Hospital Universitario Austral. En el presente (2013), la labor apostólica de la Prelatura se ha extendido a lo largo y a lo ancho del territorio nacional. Pertenecientes a todas las clases sociales, los fieles del Opus Dei llegan con su apostolado y con las distintas iniciativas de educación y desarrollo a innumerables personas de toda condición social, económica y cultural. Numerosos miembros del Opus Dei de nacionalidad argentina han ido a otros países a iniciar o reforzar la labor apostólica, haciendo realidad la esperanza que manifestó san Josemaría en su paso por esas tierras en 1974: había que hacer el Opus Dei “en Argentina y desde Argentina”. Voces relacionadas: Catequesis, Labor y viajes de. Bibliografía: AVP, II, p. 319 y III, pp. 694-731; María Estela Lépori de Pithod, “El contexto histórico de la posguerra y la expansión del Opus Dei en América Latina”, en GVQ, II, pp. 119134; José Miguel Pero-Sanz, Isidoro Zorzano Ledesma. Ingeniero industrial (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943), Madrid, Palabra, 1996; Federico M. Requena - Javier Sesé, Fuentes para la historia del Opus Dei, Barcelona, Ariel, 2002; Ismael Sánchez Bella, Los comienzos del Opus Dei 138 ATENCIÓN A ENFERMOS Y VISITAS A HOSPITALES en Argentina: www.conelpapa.com/historiasdelavidamisma/ sanchezbella.htm Liliana María BREZZO ATENCIÓN A ENFERMOS Y VISITAS A HOSPITALES 1. El gitano moribundo. 2. Los hospitales de Madrid. 3. Glorificado sea el dolor. 4. Los cimientos para hacer la Obra de Dios: oración y expiación. 5. Constante atención a los enfermos. Los enfermos fueron siempre objeto de atención particular por parte de san Josemaría. Cuando estaba con ellos, trataba de ayudarles humana y sobrenaturalmente, con gran caridad sacerdotal. Entre 1931 y 1936, ese trato fue especialmente intenso con enfermos hospitalizados, y tuvo lugar en diversos centros sanitarios de Madrid. 1. El gitano moribundo En la catedral de Nuestra Señora de La Almudena, de Madrid, hay una capilla dedicada a san Josemaría, en el lado derecho de la girola, junto a la capilla del Santísimo Sacramento. En el centro de la capilla se alza una imagen de san Josemaría, fundida en bronce, del escultor Venancio Blanco. El artista ha representado a san Josemaría revestido con ornamentos sacerdotales, para subrayar su carácter de sacerdote de Jesucristo. Su gesto es recio, sonriente y amigable, con los brazos abiertos y unas manos fuertes en actitud de abrazar a la persona que está ante él. Completan la capilla cuatro altorrelieves del mismo escultor. El inferior derecho representa a san Josemaría atendiendo a un enfermo agonizante, un gitano fallecido en el Hospital General de Madrid. El 16 de febrero de 1932, san Josemaría escribió en sus Apuntes íntimos que dos días antes había visitado a un enfermo en ese Hospital. Se trataba de un moribundo que, al parecer, no quería recibir los santos sacramentos. San Josemaría le visitó, después de hablar con la religiosa encargada de la sala de enfermos: “Era un gitano, cosido a puñaladas en una riña –refiere el sacerdote–. Al momento, accedió a confesarse. No quería soltar mi mano y, como él no podía, quiso que pusiera la mía en su boca para besármela. Su estado era lamentable: echaba excrementos por vía oral. Daba verdadera pena. Con grandes voces dijo que juraba que no robaría más. Me pidió un Santo Cristo. No tenía, y le di un rosario. Se lo puse arrollado a la muñeca y lo besaba, diciendo frases de profundo dolor por lo que ofendió al Señor” (Apuntes íntimos, n. 608: AVP, I, p. 429). El gitano murió con muerte edificantísima, diciendo entre otras frases, al besar el Crucifijo del rosario: “Mis labios están podridos, para besarte a ti” (cfr. ibidem). Nunca olvidó san Josemaría aquel grito sincero de arrepentimiento. Ese hombre fue uno de los miles de enfermos y moribundos a los que san Josemaría atendió en los hospitales de Madrid y en sus barriadas limítrofes. Esta labor estuvo, durante varios años, relacionada con el Patronato de Enfermos dirigido por la Congregación de las Damas Apostólicas. Con frecuencia las religiosas acudían a san Josemaría para que fuera a atender enfermos en los lugares más variados (cfr. González-Simancas, 2008, p. 147 ss.). Al dejar el Patronato de Enfermos, el 28 de octubre de 1931, san Josemaría cesó también en el trabajo de atención domiciliaria de enfermos, específico de dicha institución, pero no en las visitas a enfermos. Al día siguiente escribió: “ayer hube de dejar definitivamente el Patronato, los enfermos por tanto: pero, mi Jesús no quiere que le deje y me recordó que Él está clavado en una cama del hospital” (Apuntes íntimos, n. 360: AVP, I, p. 425). Fue el sacristán de Santa Isabel, Antonio Díaz, quien le habló del trabajo que la Congregación Seglar de San Felipe Neri hacía en el vecino Hospital General. 139 ATENCIÓN A ENFERMOS Y VISITAS A HOSPITALES 2. Los hospitales de Madrid Entre 1931 y 1936, san Josemaría frecuentó distintos hospitales de Madrid para atender a los enfermos internos en esos centros. Los hospitales públicos acogían sobre todo a quienes, por carecer de medios, no podían convalecer de su enfermedad en sus domicilios particulares. Allí se daban cita los más pobres de la sociedad. En los años treinta la capital de España contaba con varios centros hospitalarios, entre los que destacaban por sus dimensiones, el Hospital General, que dependía de la Diputación Provincial, y el Hospital de la Princesa, de la Beneficencia. El primero estaba en la calle de Santa Isabel, junto a la glorieta de Atocha, y el otro en la calle de Alberto Aguilera. Había otros hospitales de dimensiones más reducidas y, de algún modo, especializados en la atención a la infancia, como el de San Rafael, situado en el barrio del Niño Jesús; los de Incurables, uno para hombres y otro para mujeres, que acogían sobre todo a ancianos y personas con enfermedades degenerativas; y el Hospital del Rey, para enfermedades infecciosas. Este último estaba en las afueras de Madrid, en Chamartín de la Rosa, y era de reciente construcción; respondía a una concepción de la medicina y de la hospitalización más moderna y acorde con los planteamientos alcanzados; y dependía de distintas fundaciones benéficas. Hay constancia documental abundante de la presencia de san Josemaría en tres de estos hospitales: Hospital General, Hospital de la Princesa y Hospital del Rey. Sólo hay un testigo que afirma haber acompañado a san Josemaría al Hospital de San Rafael. San Josemaría comenzó la atención de enfermos en el Hospital General el 8 de noviembre de 1931, ajustándose en esa tarea a los modos de proceder de la Congregación de San Felipe Neri, que practicaba las obras de misericordia llamadas corporales: lavar a los enfermos, cortarles las uñas, limpiar los vasos de noche, barrer el suelo... Los sacerdotes, además, ejercían su ministerio con quienes lo solicitaban. Acudía allí los domingos por la tarde y mantuvo esta dedicación hasta julio de 1936. En este hospital conoció a gente que luego participó de la incipiente labor del Opus Dei, como Luis Gordon, Jenaro Lázaro, Antonio Medialdea, Saturnino de Dios… (cfr. AVP, I, pp. 423-425). San Josemaría comenzó a frecuentar el Hospital del Rey en enero de 1932, gracias a su amistad con el capellán de esta institución, José María Somoano. Al comienzo acudía para ayudar en la labor de la capellanía. A partir de abril, una de las mujeres internadas en este centro, María Ignacia García Escobar, aquejada de tuberculosis, solicitó ser admitida en el Opus Dei, y ofrecía por la Obra sus sufrimientos. San Josemaría, tras visitarla, aprovechaba también para atender a otros enfermos. En julio de 1932 murió, probablemente envenenado, el capellán Somoano. Entonces san Josemaría habló con sor Engracia Echeverría, superiora de la comunidad de las Hijas de la Caridad que atendía el Hospital, y se ofreció sin reservas para atender todas las necesidades que surgieran. Hay que tener en cuenta que, con las nuevas leyes laicistas del momento, se había excluido de la plantilla del Hospital el puesto de Capellán, y la normativa ponía muchas trabas a su labor pastoral. No obstante, desde esa fecha, bien san Josemaría, bien algunos de los sacerdotes que colaboraban con él, como don Lino Vea Murguía o don Saturnino de Dios, se hicieron cargo de la atención sacerdotal del Hospital del Rey. Los recuerdos que las religiosas escribieron sobre el trabajo del fundador del Opus Dei en este Hospital son elocuentes (cfr. Testimonios, 1994, pp. 315-320, 363369, 413-417). El Hospital de la Princesa era el tercer centro en el que san Josemaría atendía enfermos. Agregado a la Facultad de Medicina, sus instalaciones respondían a la concepción hospitalaria de la última mitad del siglo XIX. Al igual que el Hospital Ge- 140 ATENCIÓN A ENFERMOS Y VISITAS A HOSPITALES neral, estaba saturado: el número total de enfermos era de unos dos mil, alojados en salas de doscientas a trescientas camas, salas aprovechadas al máximo, ya que entre cama y cama había solamente espacio para una mesilla de noche que, en muchos casos era sustituida por una silla. El pasillo central, que era muy amplio, estaba casi siempre ocupado por dos filas de camas. No sabemos cuándo comenzó a visitar enfermos en este hospital, pues en los escritos de san Josemaría sólo hay una referencia incidental de 1933. Probablemente fue informado y quizá introducido en este centro por el Dr. Blanc Fortacín, pariente suyo y médico de prestigio. Hay un testimonio expresivo del Dr. Tomás Canales, que trabajaba ahí desde diciembre de 1932. Afirma: “desde el día en que me presentaron al Padre, lo veía con mucha frecuencia por las mañanas en el Hospital, por los años 1933-34. Iba de sala en sala, hablando con los enfermos, confesaba y daba la Comunión, pero con cariño y una simpatía que encantaba al personal sanitario y a los enfermos. Lo veía a distintas horas de la mañana, por lo que deduzco que debía estar tres o cuatro horas”. Y añade: “No temía al contagio, porque en todas las salas que entraba eran enfermos contagiosos y más de una vez se le avisó del peligro que corría en el trato con los enfermos y siempre contestaba, con simpatía y sonriendo, que él estaba inmunizado a todas las enfermedades” (Sastre, 1989, pp. 116-117). 3. Glorificado sea el dolor El sentido que tenían estas visitas, a las que san Josemaría dedicaba muchas horas, lo encontramos en unas palabras, a primera vista tal vez desconcertantes, pero que manifiestan su serenidad y sentido sobrenatural. El 14 de enero de 1932 escribió: “Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor… ¡Glorificado sea el dolor!” (Apuntes íntimos, n. 563: AVP, I, p. 443). Pudo decirlas porque su alma se había fortalecido con el propio sufrimiento. San Josemaría desarrollaba por aquellos años una intensa actividad apostólica entre jóvenes, además del cumplimiento de las obligaciones de la capellanía y de las visitas a los enfermos, al tiempo que pedía muchas oraciones y él mismo realizaba duras penitencias (cfr. AVP, I, p. 335). Además, san Josemaría tenía experiencia de largas agonías, vividas con entereza junto a los enfermos. En un coloquio en Lisboa en el año 1972, explicó el sentido de la glorificación del dolor, al responder a la pregunta de un asistente: “Me has hablado de Camino. No me lo sé de memoria, pero hay una frase que dice: bendito sea el dolor, amado sea el dolor, santificado sea el dolor, glorificado sea el dolor. ¿Te acuerdas? Eso lo escribí en un hospital, a la cabecera de una moribunda a quien acababa de administrar la Extremaunción. ¡Me daba una envidia loca! Aquella mujer había tenido una gran posición económica y social en la vida, y estaba allí, en un camastro de un hospital, moribunda y sola, sin más compañía que la que podía hacerle yo en aquel momento, hasta que murió. Y ella repetía, paladeando, ¡feliz!: bendito sea el dolor –tenía todos los dolores morales y todos los dolores físicos–, amado sea el dolor, santificado sea el dolor, ¡glorificado sea el dolor! El sufrimiento es una prueba de que se sabe amar, de que hay corazón” (CECH, p. 406). 4. Los cimientos para hacer la Obra de Dios: oración y expiación En los enfermos san Josemaría encontraba los medios para hacer la Obra de Dios. Muchos años después recordaba: “Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada” (Bernal, 1980, p. 188; cfr. Sastre, 1989, pp. 107 ss.). Humanamente no se entiende que buscase donde sólo había pobreza y miseria; sólo la perspectiva de 141 ATENCIÓN A ENFERMOS Y VISITAS A HOSPITALES fe y de amor ilumina este comportamiento. Por eso, en otra ocasión añadió: “Fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios, en todos esos sitios. Mientras tanto trabajaba y formaba a los primeros que tenía alrededor. Había una representación de casi todo: había universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas… Fueron unos años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta. Pero he querido deciros –algún día os lo contarán con más detalle, con documentos y papeles– que la fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas” (Bernal, 1980, p. 189). El 2 de julio de 1974, en el colegio Tabancura de Santiago de Chile, alguien le pidió que explicase por qué decía que “el tesoro del Opus Dei son los enfermos”. Despacio, como saboreando los recuerdos, san Josemaría habló de un “sacerdote que tenía 26 años, la gracia de Dios, buen humor y nada más. No poseía virtudes, ni dinero. Y debía hacer el Opus Dei… ¿Y sabes cómo pudo? Por los hospitales. Aquel Hospital General de Madrid cargado de enfermos, paupérrimos, con aquellos tumbados por la crujía, porque no había camas. Aquel Hospital del Rey, donde no había más que tuberculosos, y entonces la tuberculosis no se curaba… ¡Y ésas fueron las armas para vencer! ¡Y ése fue el tesoro para pagar! ¡Y ésa fue la fuerza para seguir adelante (…). Y el Señor nos llevó por todo el mundo, y estamos en Europa, en Asia, en África, en América y en Oceanía, gracias a los enfermos, que son un tesoro…” (Bernal, 1980, p. 189; cfr. Sastre, 1989, pp. 110-111). Consciente de la tarea apostólica que tenía entre manos, san Josemaría plasmó por escrito en sus Apuntes íntimos que los cimientos de esa actividad eran la oración y la expiación: “Así, en ese gran edificio, que se llama «la Obra de Dios» y que llenará todo el mundo, no hay que dar importancia a la veleta brillante. ¡Eso ya vendrá! Los cimientos: de ellos depende la solidez toda del conjunto. Cimientos hondos, muy hondos y fuertes: los sillares de ese cimiento son la oración; la argamasa que unirá estos sillares tiene un nombre solamente: expiación. Orar y sufrir, con alegría. Ahondar mucho; pues, para un edificio gigante, se precisa una base gigante también (octubre 1930)” (n. 92: AVP, I, p. 367). En 1934 había escrito en una de sus Consideraciones Espirituales: “Después de la oración del Sacerdote y de las vírgenes consagradas, la oración más grata a Dios es la de los niños y la de los enfermos” (Bernal, 1980, p. 219). Aquí está el sentido de sus visitas a los hospitales. 5. Constante atención a los enfermos La atención a los enfermos no fue un episodio aislado en la vida de san Josemaría, restringido a la época de los comienzos, sino que se extendió a lo largo de toda su vida. Durante su vida en Roma y en sus numerosos viajes por todo el mundo, se prodigó tanto en la atención de los enfermos que le eran cercanos como de aquellos de los que le llegaban noticias. Los testimonios sobre su cuidado y sus visitas a enfermos son numerosísimos. Limitémonos a un ejemplo: sus visitas a la Clínica Universidad de Navarra, siempre que acudía a Pamplona. Uno de los médicos de la Clínica Universitaria, después de recordar las visitas que había realizado a los enfermos y los encuentros con médicos y enfermeras, comenzaba sus recuerdos con estas palabras: “para comprender las dimensiones de su cariño a los enfermos, un cariño universal, que no distingue, que no regatea, hay que comprender previamente que Monseñor Escrivá de Balaguer quiso para la Universidad de Navarra y, especialmente 142 AUDACIA para su Clínica, ese aire luminoso, ordenado y limpio, humanamente agradable que sabe proyectar en un ambiente sólo aquel que tiene un concepto entrañable de lo que es un hogar” (Del Portillo - Ponz Piedrafita - Herranz, 1976, p. 165). Estas palabras encierran lo que fue la predicación y visitas a enfermos de san Josemaría. Voces relacionadas: Dolor; Enfermedad; García Escobar, María Ignacia. Bibliografía: AVP, I, passim; Aa.Vv., Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, un hombre de Dios. Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, Palabra, 1994; Peter Berglar, Opus Dei. Vida y obra del fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 19872; Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1980; Julio González-Simancas y Lacasa, “San Josemaría entre los enfermos de Madrid (1927-1931)”, SetD, 2 (2008), pp. 147-203; Julio Montero - Javier Cervera Gil, “Madrid en los años treinta. Ambiente social, político, cultural y religioso”, SetD, 3 (2009), pp. 13-39; Álvaro del Portillo - Francisco Ponz Piedrafita - Gonzalo Herranz, En memoria de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona, EUNSA, 1976; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1989; Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá, Barcelona, Plaza & Janès, 1995. Gonzalo LOBO MÉNDEZ AUDACIA 1. Significado y contexto. 2. Dos sentidos de la audacia. 3. Audacia e infancia espiritual. Las referencias a la audacia, que indica la actitud de atreverse a tareas difíciles o arriesgadas, así como a términos y expresiones semejantes (valentía, santa desvergüenza, fortaleza, santa intransigencia), son habituales en los escritos de san Josemaría y constituyen un rasgo característico de su espiritualidad. 1. Significado y contexto El término “audacia” encuentra un contexto muy apropiado para captar su significado para san Josemaría en la expresión “Dios y audacia”, que aparece dos veces en Camino (11 y 401) y una en Surco (96). En los comienzos del Opus Dei, la expresión se relaciona con la historia de la primera actividad apostólica de carácter institucional, la Academia DYA, inaugurada a finales de 1933 (cfr. AVP, I, pp. 508-519, 533-538). Hay testimonios que muestran que era una expresión que san Josemaría usaba con frecuencia, para animar, a quienes se acercaban a su apostolado, a superar las dificultades y a comportarse con magnanimidad y altura de miras (cfr. Testimonios, 1994, p. 294). La expresión “Dios y audacia” pone de relieve que la audacia no es una actitud meramente humana, sino que se fundamenta en la confianza en Dios, de quien el cristiano recibe la fortaleza para actuar audazmente. Es manifestación de la fe en Dios, que opera en el cristiano y le lleva a evitar toda actitud apocada y a no contemporizar (cfr. C, 54), tanto en su misión apostólica como en la propia vida espiritual. Constituye un rasgo de esa “naturalidad sobrenatural de la ascética cristiana” (S, 559) que lleva al discípulo de Jesús a superar sus propias limitaciones, a crecerse ante los obstáculos (cfr. C, 12) y a ampliar sus horizontes con la “santa ambición (…) de llevar el mundo entero a Dios” (S, 701) –ambición que debe ser “por Cristo, por Amor” (C, 24)–, sin caer en la falsa prudencia de quienes “han llamado locuras a las obras de Dios” (C, 479). Al contrario, “por la prudencia el hombre es audaz, sin insensatez” (AD, 87), escribe san Josemaría. 2. Dos sentidos de la audacia Los pasajes en los que san Josemaría habla de la audacia aparecen en dos ámbitos principales. Por un lado, la audacia, entendida sobre todo como sinónimo de 143 AUDACIA valentía y fortaleza, es el contrapunto de la cobardía, la vergüenza y los respetos humanos que retraen al cristiano y le impiden presentarse claramente como discípulo de Cristo: “Asusta el daño que podemos producir, si nos dejamos arrastrar por el miedo o la vergüenza de mostrarnos como cristianos en la vida ordinaria” (S, 36). Es abierto testimonio de fidelidad a Dios y a la fe recibida: “Tengamos la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe” (S, 46). Este significado de la audacia se encuentra ya en Camino y aparece con más frecuencia en Surco, donde hay un capítulo con este título (S, 96-124). La audacia no es, como se ha visto, algo puramente humano, y no se debe confundir con la osadía, imprudencia o atrevimiento inconsciente de quien actúa movido por su carácter impulsivo o como reacción ante determinadas circunstancias. Así, escribe san Josemaría, que “audacia no es imprudencia, ni osadía irreflexiva, ni simple atrevimiento” (S, 97; cfr. C, 401); por el contrario –continúa–, “es fortaleza, virtud cardinal, necesaria para la vida del alma” (S, 97). Su raíz se ancla en la confianza en Dios: “¿Has visto? –¡Con Él, has podido! ¿De qué te asombras? –Convéncete: no tienes de qué maravillarte. Confiando en Dios –¡confiando de veras!–, las cosas resultan fáciles. Y, además, se sobrepasa siempre el límite de lo imaginado” (S, 123). El cristiano audaz, que confía en Dios, se llena de optimismo: “Antes eras pesimista, indeciso y apático. Ahora te has transformado totalmente: te sientes audaz, optimista, seguro de ti mismo..., porque al fin te has decidido a buscar tu apoyo sólo en Dios” (S, 426). Y eso con independencia de que no se vea el fruto: “Convéncete: cuando se trabaja por Dios, no hay dificultades que no se puedan superar, ni desalientos que hagan abandonar la tarea, ni fracasos dignos de este nombre, por infructuosos que aparezcan los resultados” (S, 110). Quien es sobrenaturalmente audaz no se arredra, antes bien, insiste (cfr. S, 107), reconociendo con humildad que la fuerza viene de lo alto, que no procede de su propio esfuerzo: “Con sentido de profunda humildad –fuertes en el nombre de nuestro Dios y no, como dice el Salmo, «en los recursos de nuestros carros de combate y de nuestros caballos»–, hemos de procurar, sin respetos humanos, que no haya rincones de la sociedad en los que no se conozca a Cristo” (F, 716). La audacia, cuando es sobrenatural, nace del amor a Dios y se manifiesta en el modo de relacionarse con Él. Es “chifladura de enamorado” (S, 799), “locura de amor” (F, 790, 825; AD, 307), “audacia de niño” (F, 70), “divino atrevimiento” (AD, 306). Este segundo sentido del término está presente ya en las primeras obras de san Josemaría: “No temas si, al discurrir por tu cuenta, se te escapan afectos y palabras audaces y pueriles. Jesús lo quiere” (SR, Conclusión). Los dos sentidos se hallan íntimamente relacionados y en el capítulo de Camino donde se incluyen los textos que hacen referencia al primer sentido de audacia aparece también la audacia o atrevimiento en el trato con Dios: “No pidas a Jesús perdón tan sólo de tus culpas: no le ames con tu corazón solamente... Desagráviale por todas las ofensas que le han hecho, le hacen y le harán..., ámale con toda la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido. Sé audaz: dile que estás más loco por Él que María Magdalena, más que Teresa y Teresita..., más chiflado que Agustín y Domingo y Francisco, más que Ignacio y Javier” (C, 402). 3. Audacia e infancia espiritual La audacia es una actitud propia de los niños (cfr. C, 857, 896), cuyo atrevimiento e ingenua confianza revelan la intimidad y la ausencia de respetos humanos: “Ten todavía más audacia y, cuando necesites algo, partiendo siempre del «Fiat», no pidas: di «Jesús, quiero esto o lo otro», porque así piden los niños” (C, 403). El camino de la 144 AUSTRALIA infancia espiritual encuentra en la audacia un maravilloso instrumento de lo sobrenatural: “Niño audaz, grita: ¡Qué amor el de Teresa! –¡Qué celo el de Xavier! –¡Qué varón más admirable San Pablo! –¡Ah, Jesús, pues yo... te quiero más que Pablo, Xavier y Teresa!” (C, 874). San Josemaría alienta al cristiano a la audacia en la vida interior, imitando a los grandes santos (cfr. ECP, 83), como camino para enamorarse de Dios, dejando que Él actúe (cfr. S, 124) y le transforme: “Sé atrevido en tu oración, y el Señor te transformará de pesimista en optimista; de tímido en audaz; de apocado de espíritu en hombre de fe, ¡en apóstol!” (S, 118). Característico de este sentido de audacia es su estrecha relación con la vida de infancia espiritual: “–Y, antes de terminar la decena, has besado tú las llagas de sus pies..., y yo más atrevido –por más niño– he puesto mis labios sobre su costado abierto” (SR, Primer Misterio Glorioso). En último término, la raíz y fundamento de la audacia no es sino el amor: “Mira, las dificultades –grandes y pequeñas– se ven enseguida..., pero, si hay amor, no se repara en esos obstáculos, y se procede con audacia, con decisión, con valentía” (F, 676). Voces relacionadas: Fortaleza; Infancia espiritual; Magnanimidad. Bibliografía: S, 97-124; Aa.Vv., Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, un hombre de Dios. Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, Palabra, 1994; José Morales, “La práctica del cristianismo en Surco”, en Aa.Vv., La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona, EUNSA, 1994, pp. 213-241. Víctor SANZ SANTACRUZ AUSTRALIA 1. Los comienzos en tierras lejanas. 2. La tiranía de la distancia. San Josemaría desde el primer momento vio el Opus Dei extendido por los cinco continentes. Ya en el año 1935, siete años después de que en 1928 Dios le hiciera ver el Opus Dei, escribió sobre la necesidad de “crear el ambiente cristiano en esos grandes territorios de América, de Australia, de África” (Instrucción de San Gabriel: AGP, serie A.3, 90-1-2). Rezó intensamente por la gente de Australia. En una peregrinación a la Virgen de Guadalupe, en 1970, ofreció explícitamente el quinto misterio del Rosario por este continente: “Esta última decena la ofrecemos por los pueblos de Oceanía, donde hay tan pocos católicos y poquísimo clero: ¡tantas islas…, y verdaderamente aislados! Sentimos la necesidad de acudir en su ayuda, porque nos interesan las almas de todo el mundo, y porque faltan brazos para atenderlas (…). La tarea apostólica y humana es ciertamente grande, pero contamos con el mandato imperativo de Dios y con la intercesión de Nuestra Señora, que es la Reina de la Victoria (…). A nuestra Madre le encomendamos toda la labor, para que triunfe su Hijo” (Apuntes tomados de su oración personal en la Villa de Guadalupe, 24-V-1970, en Crónica, 1995, p. 459: AGP, Biblioteca, P01). 1. Los comienzos en tierras lejanas En 1959, en los Estados Unidos, pidió la admisión en el Opus Dei el primer australiano, Ron Woodhead, un profesor de la Escuela de Ingenieros que descubrió el Opus Dei durante un año sabático en el Massachusetts Institute of Technology, en Boston. En 1960 regresó a Australia, siendo el único miembro en este país hasta la llegada de otros fieles del Opus Dei en 1963. Durante el Concilio Vaticano II, el cardenal Gilroy, arzobispo de Sydney, visitó 145 AUSTRALIA la Residenza Universitaria Internazionale (RUI) en Roma, que le causó muy buena impresión. En ese momento el Gobierno australiano quería establecer colegios mayores en la Universidad de New South Wales, en Sydney. Ofrecieron al cardenal la posibilidad de designar una institución que tomara la responsabilidad de construir y administrar uno de estos colegios. Después de haber visto la RUI, el cardenal preguntó a san Josemaría si sería posible que el Opus Dei se encargara de la atención espiritual de un colegio mayor. Tras estudiar el asunto, san Josemaría aceptó (cfr. Coverdale, 2009, p. 103; Cerda, 2010, pp. 49-151). Acto seguido, preguntó a algunos miembros de la Obra si estarían dispuestos a empezar la labor apostólica estable en Australia. Jim Albrecht y Chris Schmitt, dos sacerdotes norteamericanos, llegaron el 19 de mayo de 1963 a Roma para pasar unos días con san Josemaría. El 24 de mayo, fiesta de María Auxiliadora, Patrona de Australia, salieron hacia Australia, adonde llegaron el día 25. Dos seglares norteamericanos, que habían pasado también unos días con san Josemaría en Roma, llegaron dos meses más tarde. Eran George Block, químico, y Owen Hughes, ingeniero naval recién graduado. El 16 de noviembre llegaron cuatro españoles: Joaquín Villanueva, Javier Casadesús, el sacerdote Norberto Estarriol y Emiliano Conejo. Como los norteamericanos, también habían pasado unos días en Roma al lado de san Josemaría, que volcó su afecto hacia ellos y les animó a cumplir su plan de vida espiritual y a ser sinceros y alegres. Como en ese momento había personas de dos países diferentes entre los que iban a empezar la labor apostólica, les sugirió que evitaran hacer un grupo de españoles y otro de americanos. También les dijo que se perdonaran mutuamente enseguida cualquier desavenencia. Les llenó de esperanza en que el apostolado se desarrollaría pronto. Como el vuelo era largo y no habían viajado mucho, les aseguró que llegarían bien. Antes de salir de Roma les regaló un crucifijo y un tríptico de la Virgen con la jaculatoria: Sancta María, Stella Orientis, filios tuos adjuva! Con visión práctica les dio también un aparato de radio que les ayudara a aprender inglés, y tres ceniceros en forma de pez. Dos años después de su llegada a Australia, tres australianos se habían incorporado al Opus Dei. Margaret Horsch, maestra de Primaria australiana, que había pedido la admisión como supernumeraria en Estados Unidos en 1955, regresó a Sydney en agosto de 1964 con el fin de ayudar a dar a los primeros Centros el aire de familia que deseaba san Josemaría. El 6 de noviembre de 1965 llegaron Sylvia Pons, Rosemary Salaz, Cuca Berazaluce y Janis Carroll. En Roma habían recibido la bendición de san Josemaría para que fueran “con el espíritu de San Pablo”. Margaret había preparado con donativos y ahorros todo el menaje de la casa. Hasta mayo de 1966 siguieron llegando el resto de las doce mujeres que componían el primer grupo. Todas pasaron por Roma para recibir la bendición de san Josemaría, excepto Maruja Cavero, Julita Fernández e Irene Rubio –las tres numerarias auxiliares– que viajaron desde Japón, donde habían iniciado la labor en 1960. San Josemaría les insistió en la sinceridad, en el cumplimiento de las normas de piedad y en la fidelidad; concretamente, les pidió que comieran y durmieran bien para no inventarse problemas personales; también les dijo que venían ad tempus (por un tiempo, cosa que ellas interpretaron como llegar a tiempo). La pequeña casa alquilada en Silver Street, en Randwick, se convirtió en Eremeran Study Centre, un foco de labor apostólica con bachilleres y universitarias. Allí se incorporaron a la Obra Rosemary Mullins –en 1968– y Josefina Díaz –en 1969–, que fueron las primeras que pidieron la admisión en suelo australiano. 146 AUSTRALIA Un año después de haber llegado a Australia, recibieron a modo de donativo un solar situado enfrente de la entrada principal de la Universidad de New South Wales, con el fin de que lo utilizaran como instrumento apostólico dirigido a estudiantes de esa universidad. En 1970 el edificio construido sobre él se convirtió en Creston College, para universitarias. Antes de la Navidad de 1963, animaba a los recién llegados: “mis deseos de que, en el próximo año nuevo, Él y su Madre Santísima – nuestra Madre – os llenen de alegría y bendigan con frutos abundantes y sabrosos vuestras labores apostólicas… Que estéis siempre contentos: ¡gracia de Dios y buen humor!” (AGP, serie A.3.4, 279-4, 631200-4). Como se dijo más arriba, los primeros profesionales del Opus Dei trabajaron desde el principio en el proyecto de un colegio mayor, afiliado a la Universidad de New South Wales. En 1964 constituyeron con otros australianos una compañía llamada Education Development Association, que negoció con la universidad la obtención de un solar dentro del campus, consiguió un préstamo de un banco local y siguió la construcción del edificio. En junio de 1970 el gobernador de Nueva Gales del Sur, Sir Roden Cutler, inauguró oficialmente Warrane College, con capacidad para doscientos estudiantes. Desde entonces miles de estudiantes han vivido en Warrane. Tras la obtención de un título universitario han trabajado en las carreras más diversas y han fundado familias. Muchos de ellos quieren profundamente a la Obra y han animado a sus hijos a residir en Warrane College durante sus estudios universitarios. Aunque habían llegado las primeras personas a la Obra, Father Norbert tenía la impresión de que las cosas iban muy lentas y manifestó su impaciencia en una carta a san Josemaría. Éste le contestó: “Decidle a Norberto que no se ganó Zamora en una hora”. La Obra necesitaba tiempo para crecer. 2. La tiranía de la distancia San Josemaría les escribía regularmente, sin permitir que lo que en Australia se llama “la tiranía de la distancia” (cfr. Blainey, 1982) les hiciera perder de vista la cercanía espiritual que tenía con ellos. A finales de noviembre de 1963 escribió: “Espero del Señor, por la intercesión de Nuestra Madre Santa María, que daréis fruto sabroso y abundante. Siempre in gaudio et pace” (AGP, serie A.3.4, 279-3, 631130-2). El 5 de abril de 1964 escribió de nuevo, de su puño y letra: “Todo andará maravillosamente, si me cumplís las normas. Contadme muchas cosas” (AGP, serie A.3.4, 2804, 640405-3). De hecho, la distancia aumentaba el espíritu universal de san Josemaría. Él pensaba que el mundo era pequeño para ofrecérselo a Dios. Le daba mucha alegría pensar que, cuando en Europa aún no había empezado el nuevo día, había hijas e hijos suyos que lo habrían comenzado ya, y que habrían rezado y ofrecido la santa Misa por los demás miembros de la Obra y por todas las almas. Desde el año 1975 la región de Australia continuó recibiendo abundantes bendiciones divinas. Se abrieron Centros en Melbourne y en Nueva Zelanda, en las ciudades de Auckland y Hamilton. Actualmente se dan medios de formación con regularidad en Canberra, Brisbane, Newcastle, Perth, Hobart, y Wellington (Nueva Zelanda). En Sydney, por iniciativa de personas del Opus Dei, se empezaron cuatro colegios de segunda enseñanza, que cuentan actualmente con 1.500 alumnos en total. Bibliografía: Geoffrey Blainey, The Tyranny of Distance. How Distance Shaped Australia´s History, Sydney, Macmillan, 1982; José Manuel Cerda, “Like a Bridge over Troubled Water in Sydney: Warrane College and the Student Protests of the 1970s”, SetD, 4 (2010), pp. 147-181; John F. Coverdale, Putting Down Roots. Father 147 AUSTRIA Joseph Muzquiz and the Growth of Opus Dei, 1912-1983, New York, Scepter, 2009. Amin ABBOUD AUSTRIA 1. La “prehistoria” de la labor estable. 2. El inicio del trabajo apostólico. 3. El Este de Europa. Austria es uno de los países en los que san Josemaría llevó a cabo personalmente la preparación –la “prehistoria”, como le gustaba decir– del apostolado estable del Opus Dei mediante su oración y sacrificio, y lo visitó ya en 1949, lo que le permitió informarse sobre el terreno acerca de las peculiaridades del país y contactar con diversas autoridades eclesiásticas. Austria era –después de Portugal, Andorra, Francia e Italia– el quinto país que visitaba. En total san Josemaría realizó cuatro viajes a Austria: tres antes de que empezara la labor estable en 1957, y el cuarto en 1963. Durante el tercer viaje compuso, en la catedral de San Esteban de Viena y ante un icono oriental, una jaculatoria especial para pedir a la Virgen que intercediera a favor del apostolado de la Obra en Austria y en los países sin libertad que entonces quedaban al otro lado del llamado “telón de acero”. 1. La “prehistoria” de la labor estable La importancia que san Josemaría dio a su primer viaje en 1949 se refleja en una carta escrita desde Milán a los de la Obra de México, diciéndoles que “estamos (…) camino de Austria y Alemania, donde vamos a echar una ojeada con vistas a abrir un par de casas también, cuanto antes, con la ayuda de Dios. No dejéis de encomendar las cosas que ahora llevamos entre manos, porque importan mucho para toda la Obra” (AVP, III, p. 332). Poco antes de cruzar los Alpes escribió a sus hijos de Portugal: “al entrar en Austria y Alemania por vez prime- ra, recuerdo emocionado mi primer viaje por esas tierras benditas de Portugal. Encomendad de firme las cosas, para que el Señor no mire nuestras miserias, sino nuestra fe, y podamos pronto emprender definitivamente la labor en el centro de Europa” (De Azevedo, 1988, p. 225). El lunes, 28 de noviembre, san Josemaría tuvo en Bolzano su primer contacto con el mundo germánico. Al día siguiente llegó a Innsbruck. Inicialmente san Josemaría había querido ir a Viena, pero renunció, por razones de prudencia, a atravesar la zona controlada entonces por la Unión Soviética. A pesar de la situación política y de que el tiempo era desapacible, la impresión que tuvo san Josemaría del país fue muy positiva. La gran cantidad de cruceros, capillitas y humilladeros bien cuidados, y la limpieza y el orden que observó en las iglesias dejaron huella en su memoria. Después de haber llevado a cabo algunas visitas en Innsbruck, el viaje continuó hacia Baviera, donde san Josemaría tenía el propósito de visitar al cardenal Michael Faulhaber en Munich, un prelado que tenía un gran aprecio por el fundador (cfr. AVP, III, p. 332). El segundo viaje tuvo lugar seis años más tarde (1955), cuando ya había empezado la labor estable en Alemania y poco antes de que terminara el régimen de ocupación aliada en Austria. Esa visita formó parte de un largo recorrido de cuatro semanas, que empezó el viernes, 22 de abril, y terminó el jueves, 21 de mayo. La ruta en coche incluía una estancia de cuatro días en Austria. Después de haber estado en Suiza y Alemania, el 6 de mayo entró en Austria. Cuando atravesó el puesto de control soviético en la línea de demarcación de Enns, ya sabía que el país estaba a punto de recuperar su independencia. “Antes de llegar a la capital –contaba en 1974– viniendo por la carretera de Múnich, se encuentra un puente con un crucifijo muy grande. Al pie había un soldado ruso. 148 AUSTRIA A mí, que estuve año y medio bajo la dominación comunista durante la guerra civil española y vi asesinar tanta gente y quemar tantas iglesias, me impresionó” (citado en Echevarría, 2002, p. 20). Fue en este primer viaje a Viena cuando “descubrió” el magnífico monumento a la Santísima Trinidad en el Graben, conocido como la Pestsäule o columna de la peste por haber sido construida en el siglo XVII en agradecimiento a la Trinidad por el fin de la peste que había azotado a la ciudad. Durante su estancia visitó tanto al arzobispo coadjutor Franz Jachym como al nuncio Giovanni Dellepiane. La tercera visita a Austria se enmarca en un viaje de veinticinco días en noviembre y diciembre de 1955. En Austria estuvo cuatro días. El 29 de noviembre entraba en Alemania y el mismo día llegó a Colonia. San Josemaría, que quería dirigirse cuanto antes a Viena, permaneció poco tiempo en Colonia. El domingo, 4 de diciembre, después de celebrar la santa Misa en la catedral de Viena, daba las gracias ante un venerado icono oriental procedente del noreste de Hungría: Maria Pötsch (en alemán) o Mária Pócs (en húngaro). Fue entonces cuando tuvo la inspiración de componer la jaculatoria que a partir de entonces innumerables personas de todo el mundo han rezado por sus intenciones: “Sancta Maria, Stella Orientis, filios tuos adiuva!” (“Santa María, Estrella de Oriente, ayuda a tus hijos”). Más tarde, el cardenal arzobispo de Viena, Franz König, recordaría aquel hecho que él había oído varias veces de los labios de san Josemaría (cfr. AVP, III, p. 337). La invocación tenía un triple sentido: la Madre de Dios es invocada como estrella que señala a Jesús, como estrella de los “hijos suyos que viven en el Oriente” y también como estrella que tiene que encender nuestros corazones para propagar el fuego de Cristo y atraer suavemente a todos hacia el amor de Dios (estas ideas aparecen en el texto de la consagración del altar del oratorio de Sancta Maria Stella Orientis de Villa Tevere). Aquel mismo día san Josemaría escribió al Consejo General: “Sigo pensando que es Viena un magnífico enclave para el oriente, y que esos hijos darán en estas tierras mucha gloria a Dios Nuestro Señor” (AVP, III, p. 336). Cinco días más tarde (el 9 de diciembre de 1955, cuando estaba ya de regreso a Roma) escribió otra carta en la que puede leerse: “Me siento seguro al afirmar que Dios Nuestro Señor nos va a dar medios abundantes –facilidades, personal– para que trabajemos por Él cada día mejor en la parte Oriental de Europa, hasta que se nos abran –que se abrirán– las puertas de Rusia (…). Haz que digan muchas veces esta jaculatoria: Sancta Maria, Stella orientis, filios tuos adiuva!” (AVP, III, pp. 336-337). El mismo domingo o el lunes, Escrivá visitó de nuevo al arzobispo coadjutor de Viena, Franz Jachym, quien recordó inmediatamente el anterior encuentro de mayo y preguntó cuándo iba a venir el Opus Dei a Viena. Después de aquella visita san Josemaría, con sus acompañantes, regresó a Colonia y a Bonn, donde habló, con los que estaban entonces en Alemania, sobre los planes en Austria. 2. El inicio del trabajo apostólico El 5 de enero de 1955 san Josemaría escribía desde Roma al consiliario en Alemania, Alfonso Par, diciendo que “aquí ya hay un grupito practicando alemán, de cara también a Austria”. El 15 de abril de 1955 reiteraba: “si las cosas de Austria se arreglan, yéndose los rusos, será cosa de ir pensando en Viena…”. Fue por aquellas fechas cuando san Josemaría preguntó a dos postgraduados (Joaquín Francés, en Medicina, y Remigio Abad, en Economía), que estaban terminando sus estudios de Teología en las universidades de Roma, si estaban dispuestos a empezar la labor en Austria. Ambos recibieron la ordenación sacerdotal en 1956. El 30 de octubre de 1956, durante la revolución popular en 149 AUSTRIA Budapest y pocos días antes de la ordenación de Joaquín Francés, san Josemaría escribía otra vez a Alfonso Par que “en cuanto se ordene Joaquín F., convendrá precipitar la marcha a Viena” y le recomendaba: “pedid al Señor muchas vocaciones y, con los medios sobrenaturales, no dejéis de poner también los humanos”. Joaquín Francés y Remigio Abad llegaron finalmente a principios de 1957 a Bonn con el fin de ambientarse. La correspondencia de aquellas fechas indica que san Josemaría tenía prisa por empezar en Austria. El 16 de abril siguiente era don Álvaro del Portillo quien escribía a Alfonso Par para decirle que “el Padre desea que se ponga enseguida en marcha el inicio de la nueva Región” y el 6 de mayo san Josemaría les hacía llegar a Bonn un ejemplar de Camino con una dedicatoria: “Para Viena – Sancta Maria, stella orientis, filios tuos adiuva!”. Finalmente a primera hora de la mañana del 22 de mayo de 1957 llegaban a la Estación del Oeste de Viena los dos sacerdotes acompañados por don Alfonso Par. Los recién llegados pasaron las primeras noches en una residencia de estudiantes donde vivía un universitario austríaco que había conocido la Obra en Londres. Más tarde se alojaron en una pequeña habitación subarrendada en la Hießgasse, 10, hasta que en junio de 1957 alquilaron otra muy modesta en la Barnabitengasse, 3/26. La primera visita de los recién llegados al arzobispo de Viena, Franz König, nombrado poco antes, fue el comienzo de una larga amistad del cardenal austriaco con el santo fundador. Cuando Remigio Abad tuvo que regresar a España por razones de salud, le sustituyó otro de los sacerdotes de Alemania, José Arquer. Él y Joaquín Francés consiguieron alquilar en octubre de 1957 una vivienda en la Favoritenstrasse, 24, que hasta el año 2000 fue la sede de la Comisión Regional. En Pascua de 1958 Joaquín pudo viajar a Roma con un grupo de estudiantes y san Josemaría le regaló prácticamente todo el ajuar del oratorio de San Nicolás de Villa Tevere para que pudieran celebrar dignamente la santa Misa en el nuevo Centro. En septiembre y noviembre llegaron otras cuatro personas a Viena: dos sacerdotes (Luis Gorostiza y Germán Rovira) y los dos primeros laicos (Xavier Sellés y Ricardo Estarriol, periodista que se especializó en la información sobre el oriente europeo). A los que iban a Austria, san Josemaría les había hablado de la unidad y de la necesidad de hacerse todo para todos, de no ser cuerpo extraño en el nuevo país y de deshacerse de la cáscara nacional. En mayo de 1959 Austria era ya una circunscripción propia dependiente del Consejo General en Roma. Käthe Retz, psicóloga, diplomada en Bonn, llegaría un año más tarde (el primero de mayo de 1960) a Viena en compañía de Josefina Elejalde, de Bilbao, y Marga Schramel, de Constanza. San Josemaría había pedido a uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, José María Hernández Garnica, que las ayudara con su aliento y consejo para la labor profesional y apostólica que iban a desarrollar en Austria. En pocos meses las tres mujeres consiguieron convertir una villa semiabandonada en la zona residencial de Viena, en una agradable residencia de estudiantes que recibió el nombre de Währing. Muy pronto llegaron las primeras personas que pidieron la admisión, y la Obra fue desarrollándose en Viena y fuera de Viena. San Josemaría seguía muy de cerca el apostolado que se hacía en Austria. Desde 1960 surgió un punto de ignición en Graz, la capital de la Estiria, donde ocho años más tarde se abriría un Centro. En 1963 tuvo lugar el último viaje de san Josemaría a Austria. Empezó un mes después de la elección del papa Pablo VI (21 de junio). El 19 de julio, salía de Roma, acompañado por Álvaro del Portillo, Javier Echevarría y Javier Cotelo. Emprendía un viaje por Italia, Austria, Liechtenstein, 150 AUSTRIA Suiza, Francia y España que iba a durar dos meses. El jueves 25 de julio, Escrivá decidió –a pesar de un enorme calor reinante– viajar a Viena para visitar a María en la catedral de San Esteban y encontrarse con sus hijas y sus hijos de Austria. Pero sólo pudo conseguirlo en parte, porque sus hijos varones estaban en un curso de formación y descanso cerca de la frontera checoslovaca. San Josemaría –de acuerdo con su norma de conducta habitual– no quiso que se les avisara para evitar alterarles el ritmo normal de trabajo y descanso. Al día siguiente (viernes 26 de julio), después de celebrar Misa en la Favoritenstrasse, visitó a la Virgen de Maria Pötsch e hizo una breve escala en la Residencia Währing. Aprovechó las pocas horas de su estancia en Viena para animarles en el apostolado. Añadió que desde Roma se acordaba mucho de Austria, que pedía mucho por las vocaciones de allí y que estaba muy contento de lo que habían hecho hasta entonces. Después de la apertura de la Residencia Währing, san Josemaría había insistido en que los varones abrieran a su vez una residencia de estudiantes, cosa que tuvo lugar en 1964: con el apoyo y aliento constante del fundador comenzó la residencia Birkbrunn. En 1965 empezaron los viajes regulares a Salzburgo. Diez años después se fundó en Viena un club juvenil para chicos, Delphin, antes en la Hörlgasse, 10 y después en la Mittelgasse, 17. También existía desde 1974 un club juvenil en la Universaumstrasse, 38, Universum, en el distrito obrero de Brigittenau. Las mujeres abrieron en 1978 un club juvenil para la formación cristiana de jóvenes, Stubentor, en la Beatrixgasse, 20. El aprecio que tuvo el cardenal König a san Josemaría se puso de relieve cuando en 1970 confió la iglesia de Sankt Peter a los sacerdotes de la Obra. Cuando falleció el fundador, aquella joya del barroco austríaco en el corazón de Viena se había convertido en un conocido centro pastoral y litúrgico muy cercano a aquel monumento a la Santísima Trinidad que tanto había impactado a san Josemaría en mayo de 1955. Cuando falleció san Josemaría ya habían recibido la ordenación sacerdotal tres austríacos fieles del Opus Dei, y otro estaba preparándose en Roma. 3. El Este de Europa San Josemaría permaneció atento a todas las posibilidades apostólicas que se pudieran presentar para ayudar a cristianos perseguidos tras el telón de acero. Con gran solicitud siguió los acontecimientos de la revolución popular en octubre y noviembre de 1956 en Hungría (cfr. Bernal, 1996, p. 191) y la intervención soviética en Checoslovaquia, que cortó el intento de una cierta democratización (Urbano, 1994, p. 401). El trágico final de esa experiencia de liberalización le dolió, pero no perdió su esperanza. En un momento en el que apenas se adivinaba ninguna luz en el horizonte político de Europa del Este (1967), animaba a los miembros de la Obra a trabajar apostólicamente con personas del Este de Europa “para que, cuando haya un mínimo de libertad personal, podamos llevar a esos países el espíritu de la Obra. Ahora no es posible, pero antes o después los muros construidos con la violencia se derrumban solos, como los de Jericó. Y hemos de estar preparados para ese momento” (Echevarría, 2002, p. 24). Junto al altar de Maria Pötsch de Viena hay una placa de bronce que recuerda la fecha del 4 de diciembre de 1955. Fue bendecida, con ocasión del centenario del nacimiento de san Josemaría, por el arzobispo de Viena, cardenal Christoph Schönborn. Aquella inspiración de san Josemaría en 1955 en la catedral de Viena era ya entonces y, en 2002, una realidad: el trabajo apostólico del Opus Dei había comenzado en Polonia cuando todavía el país era comunista (1989), en Hungría y en Checoslovaquia en 1990, en Lituania en 1994, en Estonia y Eslovaquia en 1996 y en Kazajstán 151 AUSTRIA en 1997. Después empezaría en Croacia y en Eslovenia en 2003, en Letonia en 2004, en Rusia en 2007 y en Rumanía en 2009. Voces relacionadas: Hernández Garnica, José María; Jaculatorias; Romerías; Santuarios y lugares marianos, Peregrinaciones de san Josemaría a; Viajes apostólicos; María Santísima. Bibliografía: AVP, III, passim; Hugo de Azevedo, Uma luz no mundo. Vida do Servo de Deus Mon- senhor Josemaría Escrivá de Balaguer fundador do Opus Dei, Lisboa, Rei dos Livros, 1988; Salvador Bernal, Recuerdo de Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1996; Javier Echevarría, “Auf Europas Straßen apostoliche Reisen des Opus-Dei-Gründers”, en César Ortiz (Hrsg.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln, Adamas Verlag, 2002, pp. 13-26; Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá, Barcelona, Plaza & Janès, 1994. 152 Ricardo ESTARRIOL B BARBASTRO 1. Situación geográfica e historia de la ciudad. 2. Estructura económica y social. 3. Situación eclesiástica. 4. El hogar Escrivá Albás. 5. Fonz. 6. El parvulario de las Hijas de la Caridad y el colegio de los Escolapios. 7. Desventuras de su infancia. 8. Razón comercial Juncosa y Escrivá. Barbastro es la ciudad en la que nació san Josemaría y en la que transcurrieron los primeros años de su vida. 1. Situación geográfica e historia de la ciudad Está situada en la parte oriental de la provincia de Huesca, a unos 50 kilómetros de esta ciudad. Es la capital de la comarca del Somontano. Aún lejos del Pirineo, se encuentra a unos 340 metros de altitud y tiene clima mediterráneo continental: una media de temperatura anual de 13,8 grados y unos 500 milímetros anuales de precipitaciones. Se la conoce como la Ciudad del Vero, pues este río, afluente del Cinca, atraviesa su casco urbano. El origen de la ciudad es muy remoto. Como primer dato está el hecho, que narran las crónicas, de que cuando los indígenas de la zona se sublevaron contra los romanos a la muerte de Julio César, la legión de Sexto Pompeyo los atacó y venció. Durante la dominación árabe la ciudad fue importante, una de las principales de la Marca (frontera musulmana), que aven- tajaba a las demás por sus fortificaciones y sus medios de defensa. A comienzos del siglo IX la villa se extendía en torno a un castillo, fortaleza señorial o zuda. En 1064 fue conquistada de manera efímera por las fuerzas cristianas. La conquista definitiva de la ciudad tuvo lugar el 18 de octubre de 1100 y la llevó a cabo el rey Pedro I. Después, la ciudad tuvo un papel importante en la historia del naciente reino de Aragón. En las cortes allí celebradas, Ramiro II el Monje abdicó la gobernación del Reino en su yerno Ramón Berenguer IV, casado en 1137 en Barbastro con la reina Petronila, aún niña; así se convirtió en la cuna de la unión de Aragón y Cataluña. Posteriormente sufrió los avatares de las guerras que asolaron España: asedio por el conde de Foix a la muerte de Juan I, invasión napoleónica, combates contra los “cien mil hijos de San Luis” en 1823, primera Guerra Carlista, y Guerra Civil de 1936. 2. Estructura económica y social Durante los años 1902 a 1915, en los que san Josemaría habitó allí, Barbastro era una ciudad de 7.000 habitantes. A pesar de la fuerte emigración de 1900 a 1920, debida a la crisis agrícola, siguió aumentando su población en un 4,7 por ciento anual. Su estructura económica se basaba en la agricultura, la industria y el comercio. Los principales productos agrícolas eran el cereal, el viñedo (aunque la plaga de la filoxera de 1890 lo destruyó), el olivar (las 153 BARBASTRO heladas de 1887-1888 redujeron a un 70 por ciento la riqueza olivarera de Aragón) y la huerta. La industria era escasa: fábricas pequeñas, y de tipo familiar, de géneros de punto, cerveza, yeso, pasta de sopa, harinas, chocolate, hilaturas de seda y lana, etc. Era el comercio lo que le daba vida a Barbastro, con muchas tiendas bien provistas, que no sólo cubrían la demanda de la ciudad sino el consumo de las próximas comarcas del Sobrarbe y la Ribagorza. Sin embargo, la crisis agrícola repercutió negativamente en el comercio por falta de capital, hasta el punto de que en 1914 un buen número de establecimientos cerraron sus puertas. No era entonces corriente acudir a los créditos bancarios. Es significativo, por ejemplo, que nunca aparecieran anuncios de entidades bancarias en la prensa local. En el semanario Juventud, de fecha 5 de junio de 1914, se señalaba que de los once establecimientos importantes dedicados al comercio de tejidos entre 1902 y 1907, sólo quedaban cinco en 1914. Se puede decir que, en la primera década del siglo XX, en Barbastro no hubo apenas burguesía alta, como lo demuestran la ausencia de caciquismo y el hecho de que las familias más aristocráticas se enlazaran matrimonialmente con las de clase media sin que se diferenciaran de ésta ni en gustos, ni en la educación que les daban a sus hijos. La sociedad barbastrense tenía un tono de vida cultural muy apreciable. Había múltiples lugares de esparcimiento, como círculos o casinos: La Unión, El Porvenir, El Universo, El Círculo de la Amistad, que mantenían una intensa vida social, etc. En todos estos locales se daban conciertos, entre los que se incluían cuartetos de música clásica, y se celebraban bailes y banquetes. También había representaciones de teatro, zarzuela y canto regional. Otro índice de la cultura de la ciudad era el elevado número de publicaciones periódicas: La Cruz del Sobrarbe, La Época, El Conservador, El País, La Defensa, El Eco del Vero, La Cámara del Alto Aragón, El Cruzado Aragonés y Juventud. La vida social de los Escrivá se basaba principalmente en relaciones familiares con los numerosos miembros de la familia Albás, con amigos de don José –que era muy activo en la vida de los círculos y casinos ya citados– y, en general, como toda la clase media de Barbastro, en su participación en la vida cultural de la ciudad. 3. Situación eclesiástica La diócesis de Barbastro tiene su origen en el siglo XII, cuando se trasladó la sede episcopal desde Roda de Isábena. En el Concordato de 1851 fue incluida entre las que debían ser extinguidas, pero los barbastrenses consiguieron, por suscripción popular, asegurar una renta de 10.000 pesetas anuales, condición puesta por el Gobierno para crear una Administración Apostólica. En 1896 fue nombrado el primer Obispo Administrador Apostólico de Barbastro, Casimiro Piñera. Su sucesor, Juan Antonio Ruano, hizo su entrada en la diócesis en 1899; fue quien confirmó a san Josemaría el 23 de abril de 1902. En 1905, Mons. Ruano fue trasladado a Lérida y le sucedió Isidro Badía (1907-1917). El clero de Barbastro era muy estimado por su intenso trabajo pastoral y su sobriedad. En la capital de la diócesis, en 1902, había sólo dos parroquias: la de La Asunción, en la catedral, y la de San Francisco. El número de sacerdotes era suficiente para atender las necesidades de la pequeña diócesis. Su fidelidad se demostró en 1936 con el gran número de mártires: 124 de los 140 sacerdotes que componían la diócesis, con su obispo el beato Florentino Asensio a la cabeza, fueron asesinados por odio a la Iglesia. También cabe destacar el apoyo de los fieles a un buen número de iniciativas propugnadas por sus obispos. En el primer decenio del siglo XX, se llevó a cabo la fundación de El Cruzado Aragonés y la del Centro Católico Barbastrense, que inmediatamente creó una Mutualidad Católica, junto a una Caja de Socorros Mutuos y una 154 BARBASTRO Caja de Ahorros y Monte de Piedad. Entre los fundadores del Centro Católico estaba don José Escrivá, padre de san Josemaría. 4. El hogar Escrivá Albás Don José Escrivá Corzán y doña Dolores Albás y Blanc contrajeron matrimonio el 19 de septiembre de 1898 en la capilla del Cristo de los Milagros de la catedral de Barbastro. Se instalaron en la calle Mayor, 26 (hoy Argensola), en una casa que hacía esquina con la plaza del Mercado. Constituían un hogar cristiano, basado en el cariño mutuo y en su fe, que se manifestaba de manera natural y sencilla. El ejemplo que sus padres dieron a san Josemaría y las enseñanzas que recibió en aquel hogar, forjaron su alma con un temple que permitiría, años después, su respuesta a la llamada de Dios. San Josemaría, en muchas ocasiones, dio públicamente las gracias a Dios por haber nacido en un hogar así: “Nuestro Señor fue preparando las cosas para que mi vida fuera normal y corriente, sin nada llamativo. Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que vivían y practicaban su fe” (Garrido, 1995, p. 36). En ese hogar aprendió a rezar oraciones que luego seguiría repitiendo toda su vida, como la oración al Ángel de la Guarda, el “Bendita sea tu pureza” o el ofrecimiento a la Virgen que comienza con “Oh Señora mía, oh Madre mía…”. En su casa se rezaba diariamente el rosario y los sábados asistía con sus padres a la sabatina de la vecina iglesia de San Bartolomé. También los sábados se repartían limosnas a todos los pobres que se acercaban a pedir. Hay recuerdos entrañables que narró o anotó entre sus apuntes íntimos, como la costumbre de venerar la imagen de la “Virgen de la Cama” el día de la Asunción: “…en medio de una capilla lateral se alzaba el túmulo donde la imagen yacente de Nuestra Señora descansaba… Pasaba el pueblo, con respeto, besando los pies a la Virgen de la Cama…” (Apuntes íntimos, nn. 228 y 229: AVP, I, p. 36). Muchos años después, comentó en la Villa de Guadalupe de México, que allí –ante la Virgen de la Cama– tuvo conciencia por primera vez de estar rezando a la Virgen. “Tenía dos o tres años, cuando comenzó a invocar a la Virgen en la Catedral de Barbastro, delante de la imagen de la Dormición” (Echevarría, 2000, p. 253). La fe y el amor de sus padres a la Virgen hicieron posible su curación, cuando, a causa de una enfermedad infecciosa, estuvo desahuciado por los médicos. Su madre le prometió a la Virgen que iría con el niño curado a dar gracias a la ermita de la Virgen de Torreciudad. Si escogió ese lugar y no otro dedicado a la Virgen –como, por ejemplo, la Virgen del Pueyo, más cercano a Barbastro–, fue, posiblemente, por la gran devoción que se tenía a esta advocación en Fonz –donde había nacido su padre y donde pasaban el verano– y por la mayor dificultad que entrañaba la peregrinación. 5. Fonz En Fonz vivía la abuela Constancia Corzán con sus hijos Josefa y mosén Teodoro. Los Escrivá-Albás descansaban allí todos los veranos. San Josemaría, pasados los años, solía referirse a aquellas jornadas estivales: “He gozado, en mis temporadas de verano, cuando era chico, viendo hacer el pan. Entonces no pretendía sacar consecuencias sobrenaturales: me interesaba porque las sirvientas me traían un gallo, hecho con aquella masa. Ahora recuerdo con alegría toda la ceremonia: era un verdadero rito preparar bien la levadura –una pella de pasta fermentada, proveniente de la hornada anterior–, que se agregaba al agua y a la harina cernida. (…). Que se llene de alegría vuestro corazón pensando en ser eso: levadura que hace fermentar la masa” (Carta 24-III1930, n. 5: AVP, I, p. 53). En Fonz disfrutaba con la naturaleza, iba al Palau, una finca de su familia, o a la ermita de San José. 155 BARBASTRO De aquella época recordaba a los pastores con su borrico cargado de utensilios y los palos con el extremo rojo para que, cuando la nieve cubriera los caminos, señalaran la dirección al caminante. De todos esos recuerdos sacó consecuencias sobrenaturales. También dedicaba mucho tiempo a leer. y fue también donde hizo su primera Confesión en el curso 1908-1909 y la primera Comunión el 23 de abril de 1912. La Misa diaria, la sabatina de los sábados, el rosario rezado los domingos antes de la Misa y de la clase de doctrina cristiana, la confesión mensual y otros actos de devoción, iban formando en Josemaría una profunda piedad. 6. El parvulario de las Hijas de la Caridad y el colegio de los Escolapios Cuando terminó la Primaria tuvo que ir a Huesca para examinarse de Ingreso de Bachillerato (1912), aunque los años posteriores fue a Lérida a revalidar cada curso. A los tres años Josemaría empezó a ir al parvulario de las Hijas de la Caridad. El local estuvo entre 1905 y 1908 en la calle Romero y sólo tenía un aula con graderío. Josemaría destacó en el parvulario porque sus padres le habían dado, en casa, clase de Catecismo y Aritmética, pero fue allí donde aprendió a escribir. Sus amigos de la infancia, que también fueron al parvulario, se acordaban muy bien de una religiosa, sor Rosario Ciércoles, que dirigía las clases de Catecismo. Sor Rosario murió fusilada en 1936; san Josemaría no lo supo hasta muchos años después, mientras leía un libro sobre la persecución religiosa en España, y tuvo un gran disgusto. La gran opinión que tenían las religiosas de Josemaría, hizo que –en junio de 1908– lo propusieran para un premio en un concurso diocesano, con motivo de los cincuenta años de la ordenación sacerdotal de Pío X. El premio era para un niño de cada colegio que destacara por su aplicación y buen comportamiento. Aparte del parvulario de las Hijas de la Caridad y sendas Escuelas Nacionales para niños o niñas, en Barbastro el único colegio era el de los Escolapios, por lo que estudiaban allí niños de todas las procedencias sociales. Pero no era frecuente que acabaran el Bachillerato y pasaran a la universidad. Por ejemplo, de los ciento treinta alumnos que comenzaron los estudios en los años 1909 y 1910, sólo catorce acabaron el Bachillerato (cfr. Garrido, 1995, p. 21). En septiembre de 1908 Josemaría comenzó allí la Enseñanza Primaria 7. Desventuras de su infancia Su hermana Rosario murió en 1910 con apenas nueve meses de edad. Al regresar de Huesca de su examen, en 1912, se encontró a su hermana Lola enferma, que falleció el 10 de julio. Sentir el propio dolor por esas pérdidas y ver el de sus padres le iba madurando, haciéndole menos hablador y más reflexivo. Antes de la muerte de su hermana Asunción –familiarmente, Chon– estando en la leonera, el cuarto donde jugaban los niños, destruyó un castillo de cartas de una baraja, que estaba haciendo Carmen, su hermana mayor, con unas amigas. “Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira” (AVP, I, p. 56). Chon cayó gravemente enferma y murió el 6 de octubre de 1913. Josemaría logró escabullirse para despedirse de su hermana y rezar. Por primera vez veía un cadáver. En su imaginación, consideraba una fatídica serie estas muertes consecutivas y le dijo a su madre: “El año próximo me toca a mí” (AVP, I, p. 57), pero su madre le contestó: “No te preocupes, a ti no te puede pasar nada, porque estás pasado por la Virgen de Torreciudad” (Garrido, 1995, p. 55) y más tarde, en cierta ocasión: “Para algo grande te ha dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más muerto que vivo” (ibidem). 156 BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN 8. Razón comercial Juncosa y Escrivá En abril de 1884 se constituyó la sociedad mercantil Sucesores de Cirilo Latorre con tres socios, Juan Juncosa, José Escrivá y Jerónimo Mur, dedicada al comercio de tejidos. Al año siguiente comenzaron también a fabricar chocolate a brazo. El comercio estaba situado en la calle Romero esquina a General Ricardos. En 1902 se disolvió la sociedad, cobrando Jerónimo Mur su parte en metálico y comprometiéndose a no ejercer el mismo comercio en Barbastro. Desde 1911 la empresa Juncosa y Escrivá estaba en pérdidas, en parte por la crisis económica y, en parte, por la competencia desleal del antiguo socio. En definitiva, a finales de 1913 se comprobó que el negocio no podía seguir adelante. Don José tomó una decisión heroica: hacer frente a la quiebra con sus propios bienes, aunque moralmente no estaba obligado a hacerlo más que con los bienes de la empresa. Para evitar perjudicar a los acreedores, quedó arruinado. San Josemaría comentaría años después: “Tengo un orgullo santo: amo a mi padre con toda mi alma, y creo que tiene un cielo muy alto porque supo llevar toda la humillación que supone quedarse en la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana” (AVP, I, p. 62). Don José consiguió un trabajo en Logroño y partió para allí, dejando a su familia en Fonz durante el verano. Volvieron en septiembre a Barbastro, para tomar la diligencia hacia Huesca y seguir después a Logroño. El amor de san Josemaría a su ciudad natal se manifestó siempre, sobre todo a través de la correspondencia con sus amigos y de su apoyo, ante la Santa Sede y el Gobierno español, a la continuidad de la diócesis. “La memoria de Barbastro y de su gente ha estado, y está, muy cerca de mí” (Garrido, 1995, p. 133), diría en el discurso de agradecimiento por la Medalla de Oro de la ciudad, que recibió el 25 de mayo de 1975. Voces relacionadas: Albás Blanc, Dolores; Escrivá Corzán, José; Iniciación cristiana de san Josemaría; Santuarios y lugares marianos, Peregrinaciones de san Josemaría a. Bibliografía: AVP, I, pp. 13-64; Constantino Ánchel, “La iniciación cristiana de Josemaría Escrivá”, AHIg, 1 (2002), pp. 625-651; Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá. Entrevista con Salvador Bernal, Madrid, Rialp, 2000; Manuel Garrido, Barbastro y el Beato Josemaría Escrivá, Barbastro, Ayuntamiento de Barbastro, 1995; Martín Ibarra (coord.), Semblanzas aragonesas de San Josemaría Escrivá, Patronato de Torreciudad, 2004. Javier MORA-FIGUEROA BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN 1. Bautismo y vocación bautismal. 2. Bautismo y fraternidad cristiana. 3. Bautismo, Confirmación, participación en la misión de la Iglesia. La dimensión sacramental de la existencia cristiana es uno de los ejes fundamentales de la doctrina contenida en los escritos de san Josemaría. Su predicación manifiesta la clara intención de estimular la toma de conciencia de lo que la gracia bautismal (y crismal) implica en la vida del cristiano. La relevancia de este enfoque radica en el distanciamiento de un cristianismo formal, con un planteamiento sólidamente edificado a partir de la novedad y de la riqueza que el Bautismo introduce en el alma (cfr. Illanes, 1994, pp. 612-613). San Josemaría hace suyo el marco trinitario propio en la teología bautismal. Y así, uniendo doctrina y vida, advierte que “en el bautismo, nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo” (ECP, 128). Desde esta perspectiva no vacila en denunciar sin rémoras algunas deficiencias que pueden encontrarse, en un momento o en otro, en la praxis pastoral, remitiendo a los aspec- 157 BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN tos doctrinales de fondo. Así, en tiempos en los cuales se difundían opiniones contrarias al bautismo de niños, san Josemaría desaprueba a quienes privan a los recién nacidos “de la gracia de la fe, del tesoro incalculable de la inhabitación de la Trinidad Santísima en el alma, que viene al mundo manchada por el pecado original” (ECP, 78). Y frente a algunas presentaciones más psicológicas o sociales que teológicas del sacramento de la Confirmación, recuerda la doctrina tradicional que ve en él “un robustecimiento de la vida espiritual, una efusión callada y fecunda del Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar –miles Christi, como soldado de Cristo– en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia” (ibidem). 1. Bautismo y vocación bautismal La evolución de la teología contemporánea ha llevado a una recuperación, paulatina y progresiva, del concepto de carisma, no reducido exclusivamente a fenómenos extraordinarios, haciéndolo converger con la realidad de gracia presente en el alma. En este contexto, san Josemaría evoca frecuentemente la idea de “vocación bautismal”, remontándose a aquella Tradición patrística que contemplaba a los cristianos como fieles “llamados mediante el agua” (Tertuliano, De Baptismo, p. 16). “La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe” (CONV, 58). Por el Bautismo, pues, todos los cristianos son tales “por vocación”, lo que significa que, sea cual sea el número de cristianos existentes, no lo son nunca de un modo masificado, sino como resultado de una elección singular por parte de Dios, que los invita a la comunión con Él, integrándolos en su designio de salvación. En esta vocación radica la inmensa y común dignidad de todos los bautizados, más valiosa que cualquier otro título que pueda recibir un hombre, y que afecta a todos por igual: “una y la misma es la condición de los fieles cristianos, en los sacerdotes y en los seglares” (AIG, p. 68). Todos los cristianos están situados ante la totalidad de las exigencias de la fe, con una radicalidad que san Josemaría gustaba de glosar evocando a los primeros cristianos. En efecto, esa primera generación de seguidores de Cristo “vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo” (CONV, 24). La raíz bautismal de la llamada a la santidad constituye esa llamada en exigencia universal –afecta a todos los bautizados–, sin paliativos de ningún género. “Es doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos llamados a la santidad”; y con frase gráfica añadía que “no hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo bautismo” (ECP, 134). Estamos ante uno de los puntos fundamentales de la doctrina de san Josemaría, que encontró en el Concilio Vaticano II su expresión magisterial: “Todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG, 40). La raíz bautismal lleva a subrayar que la santidad es una realidad mucho más rica que una mera “cuestión moral”; no se trata solamente de una conducta ajustada a la ley moral que conduce a una perfección ética, sino de llevar a su plenitud la vida que ya ha sido comunicada en el Bautismo. Esto se entiende mejor considerando que, desde este punto de vista, la santidad no es más que “la plenitud de la filiación divina” (Carta 2-II-1945, n. 8: Ocáriz, 1996, p. 38), y que ambas –santidad y filiación– coinciden a partir del Bautismo. Ser santos significa, en definitiva, ser buenos hijos de Dios; por el Bautismo ya somos hijos de Dios, pero a lo largo de su vida el cristiano está llamado a crecer en su condición de hijo, conformándose siempre más con el 158 BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN Hijo de Dios. Esto lleva también a concebir la búsqueda de la santidad como un proceso que no mira hacia adelante en modo voluntarista, sino que se renueva continuamente, alimentándose del don bautismal de gracia recibido al inicio: “desde que recibimos el Bautismo, apenas nacidos, comenzó en el alma la vida sobrenatural. Pero hemos de renovar a lo largo de nuestra existencia –y aun a lo largo de cada jornada– la determinación de amar a Dios sobre todas las cosas” (AD, 27). 2. Bautismo y fraternidad cristiana La santidad no es una realización individualista, porque tiene lugar in Ecclesia. El ser in Christo es siempre un ser in Ecclesia, como dos aspectos de la única realidad cristiana. El cristiano tiene una relación constitutiva con la Iglesia, enraizada en el mismo Bautismo, que es como la “puerta” por la que se entra en la comunidad cristiana (LG, 7; cfr. LG, 11). Siguiendo los pasos de la Tradición patrística que contempla a la Iglesia, desde una perspectiva bautismal, como el uterus maternus, dice el fundador del Opus Dei: “La Iglesia nos santifica, después de entrar en su seno por el Bautismo. Recién nacidos a la vida natural, ya podemos acogernos a la gracia santificadora. La fe de uno, más aún, la fe de toda la Iglesia, beneficia al niño por la acción del Espíritu Santo, que da unidad a la Iglesia y comunica los bienes de uno a otro (S.Th., III, 68, 9, ad. 2). Es una maravilla esa maternidad sobrenatural de la Iglesia, que el Espíritu Santo le confiere. La regeneración espiritual, que se opera por el Bautismo, de alguna manera es semejante al nacimiento corporal: así como los niños que se hallan en el seno de su madre no se alimentan por sí mismos, sino que se nutren del sustento de la madre; así también los pequeñuelos que no tienen uso de razón y están como niños en el seno de su Madre la Iglesia, por la acción de la Iglesia y no por sí mismos reciben la salvación” (AIG, pp. 34-35). Esta simbiosis entre el cristiano y la Iglesia no se reduce al momento inicial de la existencia cristiana, sino que continúa y se desarrolla durante toda la vida, y culmina en el más allá. En san Josemaría, el sentir eclesial del cristiano toma tintes existenciales muy concretos a través de la fraternidad, punto en el que se remonta una vez más a los orígenes de la Iglesia. En su primer escrito, Camino, ya decía: “«Saludad a todos los santos. Todos los santos os saludan. A todos los santos que viven en Efeso. A todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos». –¿Verdad que es conmovedor ese apelativo –¡santos!– que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí? –Aprende a tratar a tus hermanos” (C, 469). Y más adelante, en una de las entrevistas recogidas en Conversaciones, recuerda que “forma parte esencial del espíritu cristiano (...) también sentir la unidad con los demás hermanos en la fe. Desde muy antiguo he pensado que uno de los mayores males de la Iglesia en estos tiempos, es el desconocimiento que muchos católicos tienen de lo que hacen y opinan los católicos de otros países o de otros ámbitos sociales. Es necesario actualizar esa fraternidad, que tan hondamente vivían los primeros cristianos” (CONV, 61). No se trata sin embargo de una fraternidad “nostálgica”, sino de una realidad fraguada a partir de la filiación divina originada en el Bautismo, como queda ya dicho. “El hambre de justicia debe conducirnos a la fuente originaria de la concordia entre los hombres: el ser y saberse hijos del Padre, hermanos” (ECP, 157). 3. Bautismo, Confirmación, participación en la misión de la Iglesia En la predicación oral y escrita de san Josemaría, la condición eclesial proveniente del Bautismo y de la Confirmación se acompaña con la referencia a la participación de todos los bautizados en la misión de la Iglesia. El fundador del Opus Dei as- 159 BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN piró en todos los momentos a despertar la energía apostólica potencial contenida en la gracia bautismal y ulteriormente incrementada en la Confirmación. Hablaba así de una misión que compete originariamente a todo cristiano a partir del sacerdocio común conferido por estos dos sacramentos: “Apóstol es el cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la confirmación; llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que (...) capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación” (ECP, 120). “En esta tarea [la santificación de los hombres] participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo” (AIG, pp. 35-36). En esa línea, y siempre a propósito de “los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el bautismo confiere a las personas”, no vacila en criticar planteamientos de tipo clerical o jerarcológico, denunciando “el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene que ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia” (CONV, 21). Se entiende que se haya calificado la manera de concebir la Iglesia por parte de san Josemaría como “una comunidad espontáneamente vital” (Alonso, 1981, p. 582). La dimensión sacramental que enmarca la predicación del fundador del Opus Dei sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado, hace converger unitaria- mente ambos aspectos en el sacerdocio común de los fieles, en sintonía con cuanto se declara en el Vaticano II (LG, 10). Esta unidad se remonta a la cristología, pues “el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo, para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre” (ECP, 96). Como, en un contexto análogo, “no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de redentor” (ECP, 106), tampoco en el cristiano es posible separar la llamada a la santidad y la invitación al apostolado. Esto le permite decir con solidez doctrinal que “la santificación forma una sola cosa con el apostolado” (ECP, 145), y que “ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación” (ECP, 131). Se toma así distancia tanto de una espiritualismo desencarnado y ajeno a las necesidades de los hombres como de un activismo apostólico desenfrenado y a la larga ineficaz. Conviene añadir que este continuo enraizar la misión apostólica de todos los fieles en los sacramentos del Bautismo y Confirmación, sin necesidad de encargo oficial por parte de la Jerarquía eclesiástica, no busca suscitar “reivindicaciones ministeriales” entre los fieles laicos, ni se pone en conflicto con la autoridad de la Iglesia. Si no es en “delicada comunión con la Jerarquía”, los fieles cristianos no tienen derecho a reclamar su legítimo ámbito de autonomía apostólica (cfr. CONV, 21). Más aún: se trata no sólo de estar en comunión con la Jerarquía, sino de ser conscientes de que el sacerdocio común de los fieles tiene necesidad absoluta del sacerdocio ministerial, también desde una perspectiva apostólica, pues, en el desarrollo de su misión, llega un momento en que el fiel se encuentra con el “muro sacramental. La fun- 160 BÉLGICA ción santificadora del laico tiene necesidad de la función santificadora del sacerdote, que administra el sacramento de la penitencia, celebra la Eucaristía y proclama la palabra de Dios en nombre de la Iglesia” (CONV, 69). Se da una armonía entre ambas realidades, que se refleja en las últimas palabras que se conservan de la predicación de san Josemaría, en el mismo día de su muerte, cuando, dirigiéndose a un nutrido grupo de mujeres, fieles del Opus Dei, les dijo: “Vosotras, por ser cristianas, tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo por aquí. Vuestros hermanos seglares también tienen alma sacerdotal. Podéis y debéis trabajar con esa alma sacerdotal; y con la gracia del Señor y el sacerdocio ministerial en nosotros, los sacerdotes de la Obra, haremos una labor eficaz” (Del Portillo, 1976, p. 22). Voces relacionadas: Alma sacerdotal; Fieles cristianos; Filiación divina; Iglesia; Sacerdocio común; Sacramentos: Exposición de conjunto; Santidad; Vocación. Bibliografía: Luis Alonso, “La vocación apostólica del cristiano en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer”, ScrTh, 13 (1981), pp. 567628; Antonio Aranda, “El cristiano, «alter Christus, ipse Christus» en el pensamiento del beato Josemaría Escrivá de Balaguer”, en Manuel Belda - José Escudero - José Luis Illanes - Paul O’Callaghan (eds.), Santidad y mundo. Actas del simposio teológico de estudio en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 de octubre de 1993), Madrid, EUNSA, 1996, pp. 129-187; Philip Goyret, L’unzione nello Spirito. Il battesimo e la cresima, Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2004; José Luis Illanes, “El cristiano «alter Christus-ipse Christus». Sacerdocio común y sacerdocio ministerial en la enseñanza del beato Josemaría Escrivá de Balaguer”, en Gonzalo Aranda - Claudio Basevi Juan Chapa (eds.), Biblia, exégesis y cultura. Estudios en honor del Prof. D. José María Casciaro, Pamplona, EUNSA, 1994, pp. 605-622; Fernando Ocáriz, “Vocación a la santidad en Cristo y en la Iglesia”, en Manuel Belda - José Escudero - José Luis Illanes - Paul O’Callaghan (eds.), Santidad y mundo. Actas del simposio teológico de estudio en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 de octubre de 1993), Madrid, EUNSA, 1996, pp. 35-54; Álvaro del Portillo, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo del amor a la Iglesia, Madrid, Cuadernos Mundo Cristiano, 6, 1976; Pedro Rodríguez, “Bautismo y vocación cristiana”, en Euclides Eslava Gómez (ed.), Vocación cristiana y llamada a la santidad, Chía, Universidad de La Sabana, 2003, pp. 7-26; Ana María Sanguineti, “Dimensión sacramental de la vida cotidiana de los hijos de Dios en su Iglesia: un aporte teológico”, en GVQ, V/2, pp. 215-231. Philip GOYRET BÉLGICA 1. Viajes de preparación de la labor apostólica. 2. Amistad de san Josemaría con eclesiásticos belgas. 3. Inicio y desarrollo de la labor. San Josemaría preparó personalmente la labor apostólica del Opus Dei en Bélgica, país que visitó varias veces, durante los recorridos que en los años cincuenta realizó por Europa. Pero ya mucho antes la historia y la cultura del país le habían inspirado algún punto de meditación. Entre las notas de los ejercicios espirituales que predicó en Vitoria en agosto de 1938 figura este apunte: “¡Él [Cristo], a la cabeza!... Guerra europea: rey de Bélgica. Ahora: ¡qué alegría los soldados, si los jefes van en vanguardia!” (CECH, p. 554). Se refería “al Rey de los Belgas, Alberto I (nacido en 1875; 1909-1934), que, efectivamente, cuando Bélgica fue invadida tomó el mando inmediato de sus tropas y estaba en los lugares de mayor peligro” (CECH, p. 555). También algunas referencias bibliográficas indican que pudo haber consultado publicaciones belgas (cfr. CECH, p. 672). 1. Viajes de preparación de la labor apostólica Se conocen las fechas de algunos de los viajes de san Josemaría a Bélgica (to- 161 BÉLGICA dos anteriores al inicio de la labor estable de la Obra en el país, en 1965). Uno de estos viajes tuvo lugar en los últimos días de noviembre de 1955: “pasó por Lovaina y Amberes, para hacer unas visitas”, escribía uno de sus biógrafos (AVP, III, p. 335). El 28 de noviembre envió una tarjeta desde Bruselas a sus hijas de Roma. El 1 de julio de 1956 estaba en Bélgica otra vez. Volvió a enviar una tarjeta desde Bruselas el 29 de julio de 1957 y, una vez más, pasó por Bélgica en agosto del mismo año; entre otros lugares, estuvo en Lieja, Gante, Brujas, Namur, Saint-Hubert y Maredsous. Durante sus viajes tomó muchas notas sobre aspectos que le parecían importantes para la futura labor y que posteriormente transmitiría a los primeros que empezaron el apostolado de la Obra en Bélgica. En Bruselas, en 1955, se alojó en el boulevard Adolphe Max, 118, en el Hotel Le Plaza, entonces muy empobrecido por los años de ocupación militar durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra. Desde este céntrico hotel acudía a varias iglesias cercanas. En la iglesia de Santa Catalina, donde celebró Misa alguna vez, solía detenerse delante de la imagen de Santa Ana con la Virgen y el Niño. Rezó también en la iglesia de San Nicolás, a los pies de Nuestra Señora de la Paz; en la catedral; y en la iglesia de Notre-Dame du Finistère. Durante sus trayectos por Bélgica rezó en otras muchas iglesias y celebró la santa Misa en las catedrales de Amberes y Namur. 2. Amistad de san Josemaría con eclesiásticos belgas Los años romanos del Concilio Vaticano II tuvieron un especial relieve en la relación de san Josemaría con Bélgica. Entre los numerosos Padres y peritos conciliares con quienes estableció contactos se encontraban algunos eminentes eclesiásticos belgas con los cuales mantendría profunda amistad: entre otros, Gérard Philips, Guillaume Van Zuylen, Charles Moë- ller, Gustave Thils, y particularmente Willy Onclin, canonista, profesor y en su día decano de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad de Lovaina, y secretario adjunto de la Comisión Pontificia para la reforma del Código de Derecho Canónico. Mons. Onclin tendría un papel decisivo en el inicio de la labor en Bélgica. En el verano de 1964 invitó a don Julián Herranz, sacerdote de la Obra con quien había trabajado en Roma, a pasar diez días en su casa de Lovaina. Aprovechó esa estancia para proporcionarle abundantes contactos con personas interesadas en conocer la Obra, y le acompañó a visitar a algunos obispos belgas. San Josemaría se interesó mucho por esta visita. Las numerosas opiniones y sugerencias recibidas en esa ocasión contribuyeron a la posterior decisión de empezar el trabajo apostólico con la apertura de dos residencias de estudiantes, en la ciudad universitaria de Lovaina (Leuven), entonces bilingüe, francesa y flamenca (cfr. Herranz, 2007, pp. 116-122). Poco después de la muerte de san Josemaría, escribiría Willy Onclin: “Una de las cosas que más me han emocionado al conversar con Monseñor Escrivá de Balaguer, aparte de su calor humano, de su entusiasmo y su espíritu sobrenatural, es su amor a la libertad, palabra que nunca pronunciaba sin añadir otra: responsabilidad” (La Libre Belgique, 2-VII-1975). Por la excelencia de su trabajo científico y docente, Mons. Onclin recibió de manos de san Josemaría el título de Doctor honoris causa por la Universidad de Navarra, en 1967. Fue también gran amigo de Álvaro del Portillo, especialmente por los encuentros que mantuvieron durante los años del Concilio Vaticano II. 3. Inicio y desarrollo de la labor El 8 de julio de 1965 llegaron a Lovaina los primeros miembros de la Obra, para desempeñar allí su trabajo profesional y contribuir al desarrollo de la labor del Opus Dei en el país. Pocas semanas después lo 162 BOTELLA RADUÁN, ENRICA hicieron también las primeras mujeres del Opus Dei, el 6 de septiembre. El 24 de septiembre, fiesta de la Virgen de la Merced, se celebró por primera vez Misa en la residencia femenina de Lovaina; el celebrante, don José María Hernández Garnica, acudió después asiduamente durante los primeros años a Bélgica. de los años con san Josemaría y Juan Pablo II, Madrid, Rialp, 2007. En el momento del fallecimiento de san Josemaría ya pertenecían al Opus Dei un buen número de hombres y mujeres belgas, y se realizaba una labor apostólica intensa con personas de todas las condiciones sociales en Lovaina y Bruselas, y por medio de viajes regulares a otras ciudades. El primer sacerdote belga, Jean Gottigny, fue ordenado el 13 de julio de 1975, dos semanas y media después de la muerte de san Josemaría. Un año más tarde, en Lovaina la Nueva, se abrió la primera residencia para estudiantes universitarios, y poco después otra residencia femenina. A esto siguieron nuevos Centros en Bruselas y Amberes, y la entrada en funcionamiento, en el Brabante valón, del Centre de Rencontres de Dongelberg y del centro de formación en hostelería anejo, Le Chêneau. El trabajo apostólico estable se fue extendiendo a otras ciudades, como Lieja y Gante, y se fueron multiplicando las actividades de formación en otros puntos de la geografía belga. (Nac. Alcoy, Alicante, España, 27-IX1917; fall. Barcelona, España, 26-IX-2000). Enrica creció en Valencia, en el seno de una familia cristiana. Era la segunda de tres hermanos. El mayor, Francisco, conoció a san Josemaría en Madrid y pertenecía al Opus Dei desde 1935. Enrica se incorporó a la Obra en 1941. La tercera, Fina, también pidió la admisión en la Obra unos años después que Enrica. Enrica realizó estudios de Perito Mercantil. En 2005 se publicó en Bélgica un álbum ilustrado con la biografía de san Josemaría, A través de los montes, que ha sido editado en numerosos idiomas. Algunos fieles de la Prelatura del Opus Dei colaboraron con las editoriales De Boog (Holanda) y Le Laurier (Francia) en la edición de libros de san Josemaría. Voces relacionadas: Concilio Vaticano II; Hernández Garnica, José María; Universidad de Navarra; Viajes apostólicos. Bibliografía: AVP, passim; “Mgr. Escrivá de Balaguer”, La Libre Belgique, 2-VII-1975; Julián Herranz, En las Afueras de Jericó. Recuerdos Maria Ana VAN HUYLENBROECK-MARQUES BOTELLA RADUÁN, ENRICA En 1939, Francisco presentó a su hermana Enrica a san Josemaría. Ella sabía que era el fundador del Opus Dei y autor de Camino, libro que conocía muy bien. En el primer encuentro, Escrivá les pidió a ella y a una prima que confeccionaran ornamentos litúrgicos, a la vez que las animaba a hacer ese trabajo con delicadeza y amor, porque esos lienzos iban a estar en contacto con Jesús Sacramentado. Poco tiempo después, por recomendación expresa de san Josemaría, Francisco habló detenidamente del Opus Dei a su hermana. En abril de 1941, Enrica se encontró de nuevo con san Josemaría, que estaba en Valencia para dirigir unos ejercicios espirituales. Le refirió la conversación que había tenido con su hermano y el fundador del Opus Dei le respondió: “Yo estoy pidiendo tu vocación, hija mía”. Desde aquel instante, se consideró miembro de la Obra (cfr. Coverdale, 2002, p. 307). San Josemaría le concretó un plan de vida de piedad y le insistió en que se mostrara cariñosa con sus padres (estaban delicados de salud y fallecieron poco tiempo después). A Enrica le impresionó el afecto de san Josemaría hacia su familia. 163 BOTELLA RADUÁN, FRANCISCO Al día siguiente se encontraron Enrica y Encarnación Ortega: eran las primeras mujeres del Opus Dei en Valencia (cfr. AVP, II, p. 473). En los sucesivos viajes que san Josemaría hizo a esa ciudad, les fue transmitiendo el espíritu del Opus Dei y les confió la administración doméstica del primer Centro en Valencia. Junto con el encargo, recibieron la enseñanza de cómo tenían que santificar el trabajo, transformando todas las acciones, fueran las que fueran, en un acto de amor a Dios. Entre 1942 y 1945, Francisco Botella y su hermana Fina, por motivos profesionales y de salud, respectivamente, se trasladaron a Barcelona. Enrica se fue a vivir con ellos, para atender especialmente a Fina. Estos años de Enrica en Barcelona contribuyeron al crecimiento de la labor apostólica de las mujeres del Opus Dei en esa ciudad. En la distancia, mantenía una comunicación epistolar frecuente con las que estaban en Madrid. Las cartas recogen la influencia de las enseñanzas de san Josemaría y su conciencia de la importancia de estar junto al fundador para impregnarse del espíritu de la Obra. Enrica comprendió y vivió el mensaje transmitido por san Josemaría: la secularidad de su vocación, la necesidad de ser muy apostólica y el afán por encontrar mujeres que pudiesen seguir al Señor en el Opus Dei. Realizó un intenso apostolado con personas de todos los ambientes y condiciones sociales. Tenía una profunda vida de piedad y manifestaba un gran amor a la Virgen y a la Iglesia. Siempre trabajó en la administración doméstica de Centros del Opus Dei. Así lo hizo en Italia, donde estuvo desde 1949 hasta 1966, residiendo en Roma, Nápoles y Milán; y después en Barcelona, donde pudo retomar las amistades que había entablado durante los años cuarenta. Falleció en el año 2000 después de haber padecido una larga enfermedad. Bibliografía:JohnF.Coverdale,LafundacióndelOpus Dei, Madrid, Ariel, 2002; “In pace”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei,31(2000),p.290;AnaSastre,Tiempodecaminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1990, pp. 275-276. Beatriz TORRES OLIVARES BOTELLA RADUÁN, FRANCISCO (Nac. Alcoy, Alicante, España, 18-VI1915; fall. Madrid, España, 29-IX-1987). Uno de los primeros miembros del Opus Dei. Formó parte del Consejo General y fue Consiliario durante varios años de la Región de España. Estudió en el colegio de San José de Valencia, de la Compañía de Jesús. Cuando cursaba Arquitectura y Ciencias Exactas en la Universidad de Madrid, su amigo y compañero de curso, Pedro Casciaro, le invitó y acompañó a conocer la Academia y Residencia DYA. El 13 de octubre de 1935 le presentó al fundador del Opus Dei, que le animó a asistir a unas clases de formación. Después de varias conversaciones con el fundador se incorporó al Opus Dei el 23 de noviembre de 1935. El 7 de enero de 1936 se trasladó a vivir a DYA. Durante las vacaciones de Navidad de 1935, y por encargo de san Josemaría, visitó al obispo auxiliar de Valencia y rector del Seminario, Mons. Javier Lauzurica, al que explicó el Opus Dei y anunció el proyecto de abrir una residencia de estudiantes similar a DYA en Valencia. Al terminar el curso 1935-1936 marchó a Valencia para pasar el verano y, sobre todo, para ayudar a Rafael Calvo Serer en la búsqueda de un sitio donde abrir la residencia. El 16 de julio, Francisco Botella mandó un telegrama al fundador, anunciando que habían encontrado un local idóneo en la calle Calatrava, 3; al día siguiente, Ricardo Fernández Vallespín se desplazó desde Madrid a la capital levantina para verlo. Cuando estaban negociando el contrato de alquiler 164 BOTELLA RADUÁN, FRANCISCO en el despacho del abogado Arturo Roig, corrió la noticia de que algunos oficiales del ejército español se habían sublevado en Marruecos, lo que llevó a suspender las gestiones. de Arquitectura. En el curso 1939-1940 fue profesor auxiliar de Geometría en la Facultad de Ciencias Exactas, y de Matemáticas en la Facultad de Ciencias Químicas, ambas en la Universidad de Madrid. Francisco Botella pasó buena parte de la Guerra Civil en la casa de sus padres en Valencia, trabajando en el Instituto Municipal de Higiene de Valencia y en servicios auxiliares del ejército republicano. Visitó a José María Hernández Garnica durante los meses de arresto que pasó en dos cárceles de Valencia, llevándole cartas y comida; y tras su liberación –en julio de 1937– le acogió unos días en la casa de sus padres. El 1 de noviembre de 1937, Francisco Botella se trasladó a Barcelona para cruzar los Pirineos con el fundador y otras personas. Finalizada la travesía, fue movilizado por el ejército nacional, y fue incorporado al Regimiento de Ingenieros Minadores-Zapadores de Pamplona. A finales de enero de 1938, fue destinado a Burgos, donde convivió con san Josemaría hasta marzo de 1939. En la residencia de la calle Jenner se encargó con Vicente Rodríguez Casado de las actividades con universitarios. Pocas semanas después del inicio del curso, como la actividad del fundador iba in crescendo, san Josemaría encargó a varios del Opus Dei –entre ellos, Francisco Botella–, que impartieran los medios de formación cristiana a los universitarios que vivían o frecuentaban la Residencia de Jenner. A partir de marzo de 1940, Botella pasó a encargarse de la labor con jóvenes profesionales. Durante las primeras “semanas de trabajo” o convivencias de los recién incorporados al Opus Dei dio charlas sobre diversos aspectos del espíritu del Opus Dei. Durante el curso 1939-1940 realizó viajes de fin de semana a Valladolid, Salamanca y Zaragoza, donde se estaba comenzando la labor apostólica. En el verano de 1940 se trasladó a vivir a la calle Martínez Campos, a un nuevo Centro del Opus Dei en Madrid, desde donde continuó las clases en la Universidad y la tesis doctoral. El 25 de marzo de 1941 defendió su tesis, que obtuvo la calificación de Sobresaliente y el Premio Extraordinario de Doctorado. Durante algunos periodos del año 1938 fue la única persona del Opus Dei que se encontraba en Burgos al lado del fundador, con el que colaboró en las tareas de ultimar la publicación de Camino. Al terminar la Guerra Civil siguió movilizado en Burgos hasta el verano de 1939, aprovechando los permisos de fin de semana para pasar unos días junto a san Josemaría en Madrid. A principios de junio de 1939 fue a Valencia y se acercó al Colegio Mayor de Burjasot, donde estaba predicando el fundador un curso de retiro. De nuevo, san Josemaría le pidió su ayuda en la búsqueda de un local adecuado para comenzar la labor del Opus Dei en Valencia. En septiembre de 1939, Francisco Botella terminó la carrera de Matemáticas y obtuvo el Premio Extraordinario de Licenciatura; c ­omenzó inmediatamente las asignaturas de los cursos de doctorado en Ciencias Exactas y dejó los estudios iniciados en la Escuela En abril de 1942, obtuvo la cátedra de Métrica en la Universidad de Barcelona. Dio clases en el curso 1942-1943 y también trabajó en la sección de Matemáticas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en Barcelona. En marzo de 1943 realizó una estancia de investigación en el Istituto di Alta Matematica de Roma. El 21 de mayo de 1943 fue recibido en audiencia privada por el papa Pío XII, con el que pudo hablar extensamente sobre el Opus Dei y su fundador. En junio de 1945 solicitó la excedencia de la docencia para el siguiente curso con el fin de dedicarse a terminar la preparación para recibir el sacerdocio, que había 165 BRASIL comenzado años antes. Se ordenó el 29 de septiembre de 1946. En enero de 1947 se reincorporó a las clases en la Universidad de Barcelona. Desde allí viajaba a Madrid los fines de semana para trabajar en la prefectura de estudios del Consejo General del Opus Dei, que entonces tenía su sede en Madrid, y del que formaba parte ya antes de ser ordenado. En 1948 ganó la cátedra de Geometría Analítica de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Madrid. En diciembre de 1948 el fundador le nombró Consiliario del Opus Dei en España, cargo que ocupó hasta julio de 1952. BRASIL Participó en los primeros Congresos Generales del Opus Dei. Durante muchos años siguió dando clases en la Universidad de Madrid y ejerciendo su labor sacerdotal en la Basílica Pontificia de San Miguel. En los años sesenta fue presidente de la Real Sociedad Matemática Española. La última vez que estuvo con san Josemaría fue el 13 de mayo de 1974 durante una tertulia en el Centro de Diego de León, en la que el fundador del Opus Dei, dirigiéndose a él, recordó algunos sucesos de la época de Burgos durante la Guerra Civil española. Cuando se jubiló de la docencia universitaria, en 1985, se dedicó al ministerio pastoral, especialmente a la asistencia espiritual de enfermos, hasta el momento de su muerte en 1987. En marzo de 1957 llegaron a Marília, una ciudad del interior del Estado de São Paulo, los varones que iban a comenzar la labor apostólica; entre ellos, el sacerdote Jaime Espinosa Anta. Pocos meses después, el 20 de septiembre, llegaron las que establecerían el primer Centro para la labor con mujeres: Amparo Bollaín Gómez y otras cuatro. La historia de los comienzos en esa ciudad está unida a la insistencia con que lo pedía Mons. Hugo Bressane de Araújo, arzobispo-obispo de Marília (cfr. AVP, III, p. 354, nt. 1). Marília era entonces una pequeña ciudad con poco más de cuarenta mil habitantes, a 440 kilómetros de São Paulo. Bibliografía: AVP, passim; Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos. Testimonio sobre el Fundador, de uno de los miembros más antiguos del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1994; John F. Coverdale, La fundación del Opus Dei, Barcelona, Ariel, 2002; “In pace”, Romana. Bollettino della Prelatura della Santa Croce e Opus Dei, 5 (1987), p. 307. Onésimo Díaz-Hernández 1. Inicio de la labor apostólica y primeros pasos. 2. El viaje de catequesis en 1974. 3. “En el Brasil y desde el Brasil”. La labor apostólica del Opus Dei en Brasil, el país más extenso y poblado de América del Sur, se inició en 1957. Fue el primero de los países que visitó san Josemaría en el viaje de catequesis por tierras americanas que realizó en 1974. 1. Inicio de la labor apostólica y primeros pasos Los inicios en Marília fueron de gran utilidad porque permitieron calar el hondo sentido cristiano de la sociedad brasileña, conocer despacio el alma sencilla del Brasil profundo y a la vez vislumbrar la amplitud de horizontes para la expansión de la labor de la Obra en servicio de la Iglesia. Pasado año y medio, se empezaron a hacer viajes a São Paulo, la capital del estado, y luego, en 1959, se instaló allí la Residencia Universitaria Pacaembu, dirigida a varones. Más adelante, en 1960, las mujeres darían inicio a la Residencia Universitaria Jacamar. San Josemaría manifestaba siempre su gran entusiasmo por las posibilidades apostólicas de Brasil del que, decía, por su gran extensión, que “es 166 BRASIL un continente”. En 1961, llegaron a São Paulo otros hombres y mujeres, de modo que, desde esa gran ciudad, se pudo expandir la labor apostólica por todo el país. Ese año se trasladó a Brasil, procedente de Portugal, el sacerdote Francisco Javier de Ayala Delgado, que había pedido la admisión en 1940 después de conocer al fundador en Zaragoza. Fue el Consiliario del Opus Dei en Brasil desde 1961 hasta 1994, año de su muerte. Bajo el aliento de san Josemaría fueron multiplicándose las actividades de formación para personas de todas las condiciones: estudiantes, profesionales, madres de familia, obreros, catedráticos de universidad, empleadas domésticas, etc. En 1962 ya habían pedido la admisión en la Obra el primer supernumerario, el magistrado José Geraldo Rodrigues de Alckmin, que fue después ministro del Supremo Tribunal Federal, y el primer numerario brasileño que, pasado el tiempo, en 1971, fue ordenado sacerdote, Pedro Barreto Celestino. También en la década de los sesenta, surgieron entre las mujeres las primeras vocaciones: Maria Cecília Ferraz Luz, Aparecida Borba, Anna Theresa Mendonça y otras. Entre las personas que acudían a los medios de formación del Opus Dei, tanto hombres como mujeres, había nisseis, es decir, hijos e hijas de japoneses radicados en el país. Desde Roma, el fundador veía con ilusión la llegada de estas personas a la Obra porque, en el futuro, algunas podrían marchar al Japón y desarrollar allí un intenso apostolado (cfr. AVP, III, pp. 358359). Además, en años sucesivos, se pudo contar también con descendientes de países europeos, como Hungría, Suecia, etc., que ayudaron a extender la labor apostólica del Opus Dei en esos países. 2. El viaje de catequesis En 1974, san Josemaría emprendió un viaje apostólico por América del Sur, empezando por Brasil. Estuvo en São Paulo del 22 de mayo al 7 de junio. Quería con- firmar a las almas en la fe, en el amor a la Iglesia y al Papa, y en la fidelidad al Magisterio. En ese período se sucedieron las visitas a los Centros de varones y mujeres de la Obra, numerosas entrevistas con familias, conversaciones en pequeños grupos y tertulias –reuniones de estilo familiar– con muchedumbres. San Josemaría se sintió impresionado por la variedad de razas en convivencia armoniosa, sin distinciones, con igualdad, con hermandad. Desde el primer día, san Josemaría quiso referirse a la tarea apostólica que aguardaba a los brasileños, y lo hizo hablando de muchos aspectos de Brasil: de sus dimensiones, de su fecundidad, de la variedad de su población: “¡El Brasil! Lo primero que he visto es una madre grande, hermosa, fecunda, tierna, que abre los brazos a todos sin distinción de lenguas, de razas, de naciones, y a todos los llama hijos. ¡Gran cosa el Brasil! Después he visto que os tratáis de una manera fraterna, y me he emocionado (…). Querría que eso se convirtiera en un movimiento sobrenatural, en un empeño grande de dar a conocer a Dios a todas las almas, de uniros, de hacer el bien no sólo en este gran país, sino de este gran país a todo el mundo” (Catequesis en América, I, 1974, p. 204: AGP, Biblioteca, P05). Así animaba a todos los que le escuchaban a que se multiplicaran “por diez, por cien, por mil”. El día 29 de mayo, al final de una reunión de familia, al dar la bendición sorprendió a los presentes por la fórmula que empleó: “Que os multipliquéis: como las arenas de vuestras playas, como los árboles de vuestras montañas, como las flores de vuestros campos, como los granos aromáticos de vuestro café. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Fue una auténtica “bendición patriarcal”, como la llamó don Álvaro del Portillo ante algunos de los presentes al final de esa reunión. Después, en otras ocasiones, para transmitir a todos su vibración sobrena- 167 BRASIL tural, san Josemaría repitió esas palabras con variantes muy sugestivas. El 28 de mayo, hizo una peregrinación a la Basílica Nacional de Nuestra Señora Aparecida, a dos horas de São Paulo. Allí le acompañaron centenares de personas, con quienes recitó el santo Rosario. Ya de vuelta a São Paulo, relató su inmensa alegría por haber rezado a los pies de la Patrona de Brasil: “¡Con que alegría fui a Aparecida! ¡Con qué fe rezabais todos! Yo le decía a la Madre de Dios, que es Madre vuestra y mía: Madre mía, Madre nuestra, yo rezo con toda la fe de mis hijos. Te queremos mucho, mucho… Y me parecía escuchar, en el fondo del corazón: ¡con obras!” (Catequesis en América, I, 1974, p. 152: AGP, Biblioteca, P05). En recuerdo de esa romería, el arzobispo de Aparecida, Mons. Raymundo Damasceno Assis, el 8 de noviembre de 2008, presidió la ceremonia de bendición de una imagen de san Josemaría, que está colocada en una capilla lateral de la Basílica Nacional de Aparecida. En los días anteriores san Josemaría había estado en los Centros de Casa do Moinho y Aroeira, donde hizo la dedicación de los altares. En algunos casos, los Centros de la Obra como Sumaré, Casa do Moinho, Casa Nova, Rio Claro, Pacaembu, Aroeira y el Centro Social Morro Velho, acondicionaron sus locales para las tertulias con el Padre. En otros, fue preciso utilizar grandes espacios, como el Auditorio del Centro de Convenciones Anhembí y el Auditorio del Palacio Mauá. Esos lugares abrieron sus puertas a una multitud que deseaba conocerle y oír su palabra, que trataba sólo de Dios, del encuentro con Cristo a través del trabajo de cada día y a través de los sacramentos, especialmente de la Penitencia y de la Eucaristía. En el Auditorio del Centro de Convenciones Anhembí, ante una asistencia de tres mil personas, respondió a un padre de familia, ingeniero de profesión, que le preguntó sobre la posibilidad de que hubiera también santos en Brasil: “No te quepa duda de que este momento de locura es momento de santidad. Y que, en esta gran ciudad que lleva el nombre del Apóstol de las Gentes, hay muchas almas maravillosas, ocultas y quién sabe si no querrá el Señor, a la vuelta del tiempo y de no mucho, ponerlas en los altares para ejemplo” (Catequesis en América, I, 1974, p. 229: AGP, Biblioteca, P05). 3. “En el Brasil y desde el Brasil” Desde el primer momento de su llegada al Brasil, san Josemaría repitió, como le gustaba decir en italiano, un ritornello: “en el Brasil y desde el Brasil”. Se refería a la responsabilidad de sus hijos e hijas brasileños de extender la labor de la Obra a toda la nación brasileña y también a otros países: “…Quiero empujaros a que no dejéis ningún rincón de este país maravilloso sin el calor de un hogar nuestro. Para que desde aquí, después… ¡al mundo entero!” (Catequesis en América, I, 1974, p. 205: AGP, Biblioteca, P05). Impulsó la expansión del apostolado al Oriente y a África, lo que, en los años siguientes, se concretaría, por ejemplo, con la marcha de algunos jóvenes nisseis a Japón para estudiar y trabajar en aquella tierra. Con el transcurso de los años esa consigna se sigue realizando también en relación a otros muchos países de los cinco continentes, como la República Checa, Hungría, Polonia, India, Kazakstán, Sudáfrica, Kenia, Camerún, Congo, Canadá, Holanda, Costa Rica, Puerto Rico, etc., donde hay brasileños, sacerdotes y laicos, hombres y mujeres, miembros del Opus Dei, trabajando al servicio de Dios y de todos los hombres. A partir de 1975 se iniciaron Centros de la Obra en otras ciudades del país: en algunas capitales, como Rio de Janeiro (1975), Curitiba (1976), Brasília (1981), Belo Horizonte (1987) y Porto Alegre (1997); y en ciudades muy populosas, como Campinas (1977), São José dos Campos (1979), Londrina (1991), Niterói (1988) y Ribeirão Preto 168 BURGOS (2005). Actualmente, se hacen viajes periódicos a otras ciudades, preparando el futuro comienzo estable de la labor, como Piracicaba y Sorocaba (Estado de São Paulo) y a algunas capitales de estados, como Goiânia, Florianópolis, Recife y Fortaleza. Josemaría antes transcritas: “¡El Brasil! Una madre grande, que abre los brazos a todos y a todos llama hijos”. Con el aliento de san Josemaría, se pusieron en marcha muchas iniciativas culturales y de inserción social, de entre las cuales se pueden destacar el Centro Social Morro Velho, que desde 1969 organiza cursos diversos para la mejora social y profesional de mujeres de barrios periféricos; las escuelas de Hostelería Casa do Moinho, en São Paulo, y Pinhais, en Curitiba, que ofrecen certificados oficiales en el sector de hostelería; el Centro de Capacitación Profesional Veleiros, una escuela técnica de enfermería para chicas de los suburbios de São Paulo; y el Centro Cultural y Asistencial de Pedreira, que empezó sus actividades en 1984: se trata de una escuela de formación profesional para jóvenes, situada en un barrio de clases menos favorecidas en la periferia de la ciudad de São Paulo. Cuando se cumplieron veinticinco años del inicio de esta escuela, ya pasaban de cinco mil los estudiantes que habían concluido una carrera que les permitiera asumir trabajos profesionales de buen nivel. Bibliografia: AVP, III, pp. 350-365, 694-709; Francisco Faus, São Josemaria Escrivá no Brasil, São Paulo, Quadrante, 2007; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1991. San Josemaría también animó a los promotores del entonces Centro de Extensión Universitaria, fundado en 1972. Actualmente denominado Instituto Internacional de Ciencias Sociales, promueve cursos de extensión y posgrado con un perfil dirigido a la formación integral de los profesionales del área de Derecho, Ciencias de la Salud, Comunicación, Humanidades y Educación. Llegado en diciembre de 1937 a la zona de España en la que disponía de libertad para reorganizar el apostolado, san Josemaría debió decidir en qué ciudad instalarse para retomar la labor apostólica que la Guerra Civil española había interrumpido casi por completo. Lo hizo primero en Pamplona de forma provisional, pero pronto cambió en razón de las circunstancias del momento. El único de los fieles del Opus Dei que le acompañaban, ajeno a obligaciones militares, José María Albareda, fue destinado a Burgos como catedrático de Instituto. Otros dos tenían allí su destino militar, y era de suponer que la ciudad castellana, capital de la zona nacional y situada en el centro-norte penin- En 2002, año del centenario del nacimiento de san Josemaría, la Empresa Brasileña de Correos y Telégrafos lanzó un sello conmemorativo: el perfil del busto de san Josemaría, cuyo fondo era la Basílica de Nuestra Señora Aparecida, y la siguiente leyenda, resumen de palabras de san Voces relacionadas: Catequesis, Labor y viajes de. Maria Theresinha DEGANI BURGOS 1. Motivos, duración y circunstancias. 2. “Ver a los nuestros”. 3. Con obispos, sacerdotes y religiosos. 4. Trabajos de redacción. 5. Circunstancias físicas y espirituales. 6. Preparando nuevos tiempos. San Josemaría residió en Burgos desde enero de 1938 a marzo de 1939. Fueron unos meses intensos en los que el fundador del Opus Dei dio nuevo impulso al apostolado, y a la preparación y publicación del más conocido de sus escritos, Camino. 1. Motivos, duración y circunstancias 169 BURGOS sular, pudiera servir como lugar estratégico de encuentro. En un retiro espiritual realizado en Pamplona en diciembre de 1937, el fundador concretó un plan de trabajo que puso bajo el lema “trabajar sin ruido”: “1) Ver a los nuestros. 2) Estar dispuesto a acudir a ellos, donde sea, inmediatamente que me llamen. 3) Discreta relación epistolar. 4) Apeadero: lugar de refugio, para todos. 5) Reducidas tandas de ejercicios. 6) Proselitismo con estudiantes soldados. 7) Catedráticos que colaboren. 8) Tesis de Derecho. 9) Libros: biblioteca. 10) Encargar trabajo a nuestros soldados”. Al final se pregunta: “¿Los nos 4 y 5, en Burgos?” (CECH, pp. 62-63). El 24 de diciembre de 1937 la decisión estaba tomada: irían a Burgos y allí establecerían la sede provisional de un Centro de la Obra. José María Albareda llegó a la ciudad el 2 de enero y se instaló en una pensión en la calle Santa Clara, 51. La cuestión de la vivienda presentaba serias dificultades: la ciudad había duplicado su población a causa de la guerra y era muy difícil conseguir un alojamiento adecuado que permitiera cierta independencia. San Josemaría llegó el día 8 a la ciudad y se hospedó en la misma pensión. Allí permanecieron –junto con Francisco Botella, destinado a finales de enero a la misma ciudad– hasta el 29 de marzo en que se trasladaron al Hotel Sabadell, un lugar también con grandes limitaciones, pero que les permitía un poco más de independencia y ofrecía algo más de espacio, ya que ese mes fue también destinado a Burgos Pedro Casciaro. En octubre se les unieron, aunque residiendo en su destino militar, Álvaro del Portillo y Vicente Rodríguez Casado. El 13 de diciembre cambiaron el hotel por una pensión, en el tercer piso de la calle Concepción, 9. La razón fue que en esa fecha ya sólo pernoctaban dos en el hotel y el propietario, sin preguntarles, alquilaba las otras dos camas de la habitación a otros clientes. San Josemaría abandonó Burgos el 28 de marzo de 1939 para dirigirse a Ma- drid, recién liberada, donde entró con los primeros transportes ese mismo día. En Burgos transcurrieron, pues, los quince meses de la guerra en los que san Josemaría disfrutó de libertad para ejercer su tarea pastoral. Las circunstancias eran muy difíciles, tanto las generales –un país en guerra civil, con una fuerte persecución religiosa en uno de los bandos– como las particulares del Opus Dei: todos los medios materiales perdidos, los que participaban en la labor apostólica dispersos –en paradero desconocido muchos de ellos, algunos muertos– y los planes de expansión cancelados. 2. “Ver a los nuestros” El primer objetivo de san Josemaría en Burgos fue mantener o reanudar el contacto con los que participaban en la labor apostólica del Opus Dei antes de la guerra. La tarea requirió grandes dosis de paciencia y espíritu de sacrificio, y la realizó a base de un intenso intercambio epistolar y numerosos viajes. Los desplazamientos fueron especialmente frecuentes hasta el otoño de 1938, en que puede considerarse que había conseguido su objetivo. Al mismo tiempo tenía por prioridad mantener vías de comunicación abiertas con los que permanecían en Madrid, su madre y hermanos entre ellos, y en otros lugares de la zona bajo persecución religiosa. Lo consiguió mediante cartas que se remitían a Francia, desde donde eran reenviadas a Madrid. Intentó también enviarles ayuda material, comida, etc., para aliviar su penuria. En definitiva, el primer quehacer fue mantener unidos a quienes participaban de la labor que venía desarrollando. La forzosa dispersión hizo que les insistiera en que no estaban solos, sino que podían vivir entre ellos “cada día, con especial interés, una particular Comunión de los Santos”, como escribió en la primera “Carta circular”, redactada en Burgos con fecha 9 de 170 BURGOS enero de 1938. Él siempre fue por delante en la tarea, rezando por cada uno y actuando con una disponibilidad absoluta, cumpliendo así a la letra el segundo punto de su plan de trabajo. La abundante actividad epistolar, el punto tercero, da testimonio de la intensidad de este empeño. San Josemaría no se conformó con recuperar o mantener lo que hasta entonces se había logrado. Con arraigada fe siguió trabajando por la expansión de la labor del Opus Dei, con independencia de las difíciles circunstancias que vivían. Ese fortalecimiento pasaba por hacer más intensa y profunda la vida de trato con Dios de los que se habían incorporado al Opus Dei, por alimentar en ellos sueños de expansión y también por animarles a mejorar su preparación humana, aprovechando el tiempo para estudiar –casi todos eran estudiantes– y para prestar servicios a los demás, especialmente de índole espiritual. Entre las iniciativas para apoyarles estuvo una circular traducida a diversas lenguas –francés, inglés, alemán, polaco, italiano…– en la que pedía libros a personas e instituciones extranjeras. San Josemaría procuraba hacer llegar pequeños diccionarios a los que estaban en el frente, para ayudarles a aprovechar el tiempo estudiando idiomas. En definitiva, para retomar la actividad apostólica, en tiempos de grave crisis que parecían llamar a la supervivencia en los frentes o al activismo organizativo en retaguardia, pensó en cómo ayudar a todos a estudiar, aunque las universidades estuvieran cerradas. Parece muy significativa esta actuación, que confirma hasta qué punto consideraba el fundador que el trabajo y la formación sólida eran elementos fundamentales de la tarea del Opus Dei. El trato con profesores universitarios que colaboraran con su labor de apostolado recibió también un importante impulso en Burgos, donde frecuentó a algunos conocidos de Madrid y a otros que éstos le presentaron. 3. Con obispos, sacerdotes y religiosos Una de las primeras cosas que hizo desde Burgos fue escribir a Mons. Eijo y Garay, obispo de Madrid-Alcalá, que residía entonces en Vigo, y a su vicario general, Francisco Morán. Otra importante tarea que realizó fue dar a conocer la Obra a los obispos de las diócesis por las que pasó, a los que acudía a solicitar licencias ministeriales. En este aspecto estaba poniendo también las bases para una futura expansión del Opus Dei cuando se recuperara la paz: la tarea entre los miembros de la jerarquía era importante y no siempre fácil, ya que el Opus Dei constituía entonces una novedad para bastantes obispos. Fueron muchas sin embargo las muestras de cariño recibidas. Del obispo de Ávila, Mons. Santos Moro, por ejemplo, escribe: “lo entiende todo” (AVP, II, p. 257), y del de León, anota con motivo del envío de un presente por su consagración episcopal: “El regalo es modesto, pero simpático. Además él se lo merece, ...aunque no nos comprenda ¡por ahora!” (AVP, II, p. 298). Además, mantuvo un asiduo trato de amistad con otros sacerdotes que visitó o le visitaron cuando pasaban por Burgos, algunos de ellos promovidos al episcopado años más tarde. Entre los que encontró en Burgos estaba el religioso cuyas huellas en la nieve le habían conmovido en Logroño, y que fuera allí confesor suyo: el carmelita descalzo P. José Miguel de la Virgen del Carmen, entonces Prior de la Comunidad de Burgos. Su intensa dedicación al Opus Dei no le impidió, al contrario, prestar servicios importantes a otras instituciones. Visitó a las Teresianas de san Pedro Poveda, amigo suyo fusilado en Madrid al comienzo de la guerra y, de acuerdo con su directora general, Josefa Segovia, ayudó a preparar un plan para su atención espiritual. Predicó en actos organizados por diversas entidades religiosas, y dos tandas de ejercicios espirituales en Vitoria por encargo del obispo, Mons. Lauzurica: una para las 171 BURGOS religiosas que atendían el palacio episcopal, y otra para los seminaristas. de entonces sirvió de fuente para algunos puntos añadidos al libro en ese año. 4. Trabajos de redacción 5. Circunstancias físicas y espirituales A todo esto añadió san Josemaría su trabajo personal en dos proyectos que requerían concentración y empeño. El primero era la redacción de su tesis doctoral en Derecho. La guerra había destruido el trabajo que había desarrollado en años anteriores para su primer proyecto de tesis. El sacerdote decidió cambiar de tema y se ocupó de estudiar la jurisdicción de la Abadesa de Las Huelgas Reales, monasterio situado a las afueras de Burgos. Allí se aplicó, en el Contador bajo, con los documentos que le proporcionaban las religiosas. Cuando san Josemaría conoció en junio que don Eloy Montero, catedrático de Derecho Canónico en la Universidad de Madrid, había llegado a la zona nacional, se puso en contacto con él. Montero aprobó su nuevo tema de tesis y revisó una primera memoria en el verano de 1938. Corregido y completado con una nueva investigación, fue la base del trabajo que defendió como tesis doctoral en diciembre de 1939 en Madrid: Estudio histórico canónico de la jurisdicción eclesiástica “Nullius dioecesis” de la Abadesa del Monasterio de Las Huelgas, Burgos (cfr. Rodríguez, 2008, p. 77). Durante estos meses san Josemaría vivió algunas circunstancias difíciles de salud que inquietaron a quienes le acompañaban: una afección de garganta le provocó afonías, fiebre y hemoptisis a veces frecuentes e intensas que hicieron temer que se tratara de una tuberculosis. Personalmente aquello no le preocupaba, es más, lo vivía como una purificación, pero le inquietaba el hecho de que –si hubiera sido un mal infeccioso– le habría impedido continuar con su labor apostólica. Las consultas médicas terminaron en un diagnóstico de faringitis crónica que siguió siendo causa de molestias. Sobre esto escribía a Juan Jiménez Vargas, hijo suyo y médico: “Estos chicos –se refería a los que le acompañaban en Burgos– me dan la lata en grande, con la salud y la enfermedad. (…) no me preocupa el tema: son las almas, lo que me preocupa: la mía también” (AVP, II, p. 274). El segundo proyecto fue la preparación de dos libros: una nueva versión corregida y ampliada de Consideraciones espirituales y un devocionario litúrgico. El segundo no llegó a terminarlo; el primero, en cambio, le ocupó buena parte de su tiempo en los meses finales de 1938 y lo terminó en enero de 1939. Apareció meses más tarde bajo el nuevo título de Camino. El estudio histórico-crítico de Pedro Rodríguez acerca de esta redacción ofrece numerosos y valiosos detalles sobre el proceso de dicha redacción y sobre la vida de san Josemaría en Burgos en esos meses. Baste aquí destacar que la frecuente correspondencia Veía muy clara la tarea que tenía por delante, como anota en sus Apuntes íntimos el 17 de enero de 1938: “Celebro por mí, sacerdote pecador, el Santo Sacrificio. Lo noto: ¡cuántos actos de Amor y de Fe! Y, en la acción de gracias, breve y distraída sin embargo, he visto cómo de mi Fe y de mi Amor: de mi penitencia, de mi oración y de mi actividad, depende en buena parte la perseverancia de los míos y, ahora, aun su vida terrena. ¡Bendita Cruz de la Obra, que llevamos mi Señor Jesús –¡Él!– y yo!” (Apuntes íntimos, n. 1493: AVP, II, p. 247). Vivió una vida de intensa mortificación, penitencia y pobreza. Había hecho propósito de dormir cinco horas diarias –frecuentemente en el suelo– menos la noche del jueves al viernes, que no dormiría; se alimentaba muy frugalmente y a veces –cuando sus hijos no estaban– no comía, utilizaba una dura mortificación corporal y apenas gastaba nada en sí mismo. Esto 172 BURGOS fue en ocasiones motivo de protestas cariñosas de sus hijos más jóvenes, descritas muy vivamente por Pedro Casciaro en sus recuerdos. San Josemaría pedía que le dejasen en paz, convencido de que su alma necesitaba todo eso. Más dolorosas para él fueron otras circunstancias espirituales por las que atravesó en aquellas fechas, que le hicieron sentir unos hondos deseos de santidad y experimentar una profunda sequedad espiritual. Con motivo de su primer viaje desde Burgos, en enero de 1938, anotó: “(...) determino emprender un viaje algo pesado, pero necesario. Por mi gusto, me encerraría en un convento –¡solo! ¡solo!– hasta que acabara la guerra. Mucha hambre de soledad. Pero, no mi voluntad, sino la del Señor: y debo trabajar y fastidiarme, bien lejos del aislamiento. –Tengo también deseos grandes de marcharme de Burgos (...)” (ibidem, n. 1494, 17-I-1938: AVP, II, pp. 255-256). Y el 10 de marzo de 1938: “No puedo hacer oración vocal. Me hace daño, casi físico, oír rezar en voz alta. Mi oración mental y toda mi vida interior es puro desorden. De esto hablé con el Obispo de Vitoria, y me tranquilizó” (ibidem, nn. 15661567: AVP, II, p. 260). Todo parece apuntar a que vivió una etapa de intensa purificación interior: “Me veo como un pobrecito, a quien su amo ha quitado la librea” (ibidem, n. 1567: p. 262). En septiembre de 1938 marchó al Monasterio de Silos para hacer unos días de retiro espiritual. Allí escribió: “Llevo tres días de retiro… sin hacer nada. Terriblemente tentado. Me veo, no sólo incapaz de sacar la Obra adelante, sino incapaz de salvarme –¡pobre alma mía!– sin un milagro de la gracia. Estoy frío y –peor– como indiferente: igual que si fuera un espectador de «mi caso», a quien nada importara lo que contempla. No hago oración. ¿Serán estériles estos días? Y, sin embargo, mi Madre es mi Madre, y Jesús es –¿me atrevo?– ¡mi Jesús! Y hay bastantes almas santas, aho- ra mismo, pidiendo por este pecador. ¡No lo entiendo! ¿Vendrá la enfermedad que me purifique?” (ibidem, n. 1588: AVP, II, p. 323). 6. Preparando nuevos tiempos Entre los frutos de ese “llevar la cruz de la Obra con Él” estuvo su profunda fe en el porvenir de la empresa apostólica que Dios le había confiado, manifiesta en el balance que hizo en su segunda circular desde Burgos, de 9 de enero de 1939, que recogía el mejor resumen de aquellos meses: “Se ha cumplido un año de nuestra llegada a Burgos, y es justo que tenga deseos –que pongo en práctica– de hablar con vosotros, para que, juntos hagamos un balance de nuestra actuación y señalemos el camino de la próxima labor. Pero, antes quiero anticiparos en una palabra el resumen de mi pensamiento después de bien considerar las cosas en la presencia del Señor. Y esta palabra, que debe ser característica de vuestro ánimo para la recuperación de nuestras a ­ctividades ordinarias de apostolado, es optimismo. Es verdad que la revolución comunista destruyó nuestro hogar y aventó los medios materiales, que habíamos logrado al cabo de tantos esfuerzos. Verdad es también que, en apariencia, ha sufrido nuestra empresa sobrenatural la paralización de estos años de guerra. Y que la guerra ha sido la ocasión de la pérdida de algunos de vuestros hermanos... A todo esto, os digo: que –si no nos apartamos del camino– los medios materiales nunca serán un problema que no podamos resolver fácilmente, con nuestro propio esfuerzo: que esta Obra de Dios se mueve, vive, tiene actividades fecundas, como el trigo que se sembró germina bajo la tierra helada: y que, los que flaquearon, quizá estaban perdidos antes de estos sucesos nacionales. (...) 173 BURGOS ¿Qué ha hecho el Señor, qué hemos hecho con su ayuda, durante el año que ha transcurrido? Se ha mejorado la disciplina de todos vosotros, innegablemente. Se está en contacto con toda la gente de San Rafael, que responde de ordinario mejor de lo que podíamos esperar. Se han hecho amistades que han de servir, sin prisa, a su hora, para la formación de centros de S. Gabriel. Los Prelados acogen con cariño la labor nuestra que pueden conocer. Y mil cosas pequeñas: petición de libros, hojas mensuales, ornamentos y objetos para el Oratorio y más: mayores posibilidades de proselitismo; conocimiento del ambiente de ciertas poblaciones, que facilitará la labor de S. Gabriel; amistad –con algunos honda– con bastantes catedráticos, a quienes antes no se trataba” (AVP, II, pp. 337-338). En medio de la prueba de la guerra y de otras más hondas, difíciles o imposibles de relatar, san Josemaría había continuado con su fiel respuesta a Dios para hacer el Opus Dei: en lo que parecía objetivamente el mayor obstáculo para una expansión, él supo encontrar el momento para fundamentarla. Así lo resumía Mons. Javier Echevarría en unas palabras con ocasión de una visita a Burgos: “En esta antigua ciudad, durante varios meses, San Josemaría celebró a diario la Santa Misa, tiempo de su jornada en que se unía más intensamente al Sacrificio de la Cruz, abrazado en aquellos años a duras privaciones y entregándose con generosidad a la oración y a la penitencia”, que fueron siempre el fundamento de su vida apostólica y de la expansión universal con la que soñaba (Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 40 [2005], pp. 101-102). Voces relacionadas: Camino (libro); Viajes apostólicos. Bibliografía: AVP, II, pp. 227-343; Constantino Ánchel - Federico M. Requena, “Epistolario entre san Josemaría Escrivá de Balaguer y el obispo de Ávila, Santos Moro Briz, durante la Guerra Civil española (enero de 1938-marzo de 1939)”, SetD, 1 (2007), pp. 287-325; Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos. Testimonio sobre el Fundador, de uno de los miembros más antiguos del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1994; María Jesús Coma, El rumor del agua. Recorrido histórico de san Josemaría Escrivá en Burgos, Burgos, Cobel Ediciones, 2010; John F. Coverdale, La fundación del Opus Dei, Barcelona, Ariel, 2002; Federico M. Requena - Javier Sesé, Fuentes para la Historia del Opus Dei, Barcelona, Ariel, 2002; Pedro Rodríguez, “El doctorado de san Josemaría en la Universidad de Madrid”, SetD, 2 (2008), pp. 13-103; www.sanjosemariaenburgos.net 174 Pablo PÉREZ LÓPEZ C CAMINO (libro) 1. El proceso de redacción. 2. Estructura interna. 3. Un libro de aforismos espirituales. 4. La recepción de Camino en la Iglesia del siglo XX. 5. Camino y la vocación del laico. 6. Difusión. Camino es el libro más difundido de Josemaría Escrivá de Balaguer. Publicado en 1939, cuenta con cerca de 500 ediciones en 49 idiomas distintos. La historia de la redacción de Camino comienza en los años veinte. El elemento originante es la vida del propio autor en sus primeros años de sacerdocio, y especialmente a partir de 1928, tres años después de su ordenación, cuando entendió que Dios le llamaba a fundar el Opus Dei. 1. El proceso de redacción La experiencia espiritual y apostólica de san Josemaría en los momentos germinales del Opus Dei había ido dando lugar a unas breves anotaciones que, hasta su interrupción al final de los años treinta, llegaron a llenar nueve cuadernos. A medio camino entre el diario y el libro de oraciones, estos Apuntes íntimos, como él los llamaba, recogen vivencias, mociones del espíritu, citas de diversa procedencia y consideraciones de muy variado género. De todo ese material, tras el inevitable proceso de selección y corrección, salió, en buena parte, lo que constituye hoy el contenido de Camino. Una primera versión, muy breve, de lo que con el tiempo sería Camino, fue preparada, en edición multicopiada a velógrafo, en diciembre de 1932. Su título era Consideraciones espirituales, y se presentaba como un fascículo de 17 cuartillas con 246 máximas para la meditación. Las máximas aparecían numeradas y procedían enteramente de los Apuntes íntimos. Los destinatarios de esos fascículos eran personas a las que Josemaría Escrivá dirigía espiritualmente, sobre todo jóvenes. Unos meses más tarde, en el verano de 1933, san Josemaría distribuyó entre esas mismas personas una segunda serie de máximas. Eran, de nuevo, cuartillas multicopiadas: 7, con un total de 87 consideraciones de numeración consecutiva a la anterior (de la 247 a la 333). En 1934, Consideraciones espirituales fue editado finalmente como libro en la Imprenta Moderna, de Cuenca, de donde era obispo el beato Cruz Laplana, pariente del autor, que facilitó las gestiones. Esta edición recoge las consideraciones de los dos fascículos anteriores y otras nuevas, hasta un total de 440, pero ahora sin numerar. El conjunto, por primera vez, está dividido en capítulos: 26, de acuerdo con un esquema que, en gran parte, es ya el que se encontrará cinco años más tarde en la versión definitiva de Camino, en la que, sin embargo, tanto el número de consideraciones (que de 440 pasa a 999) como el de capítulos (de 26 a 46), será sensiblemente mayor. 175 CAMINO (libro) En la fase final de la redacción de Camino, durante la Guerra Civil española (1936-1939), Escrivá de Balaguer acude no sólo a sus notas personales, sino también a otros materiales escritos: guiones de su propia predicación, correspondencia activa y pasiva, etc. Sobre su método de trabajo en esta época, y particularmente durante su estancia en Burgos, donde residió de enero de 1938 a marzo de 1939, han aportado testimonios escritos quienes entonces convivieron con él (Pedro Casciaro y Francisco Botella, por ejemplo), que recuerdan, entre otras cosas, haberle ayudado a clasificar unas octavillas extendidas sobre una cama, cada una de las cuales contenía uno de los futuros puntos de Camino (cfr. CECH, pp. 73-75). La primera edición de Camino se imprimió en Valencia en abril de 1939. El cambio en el título del libro (de Consideraciones espirituales a Camino) coincide con la fijación de su extensión definitiva de 999 puntos (cfr. CECH, p. 98). Esta cifra no es casual, sino deliberada. Con un uso simbólico de la aritmética que recuerda a san Agustín, Escrivá de Balaguer persigue, con esos tres nueves, rendir homenaje a la Trinidad (9=3x3), algo que había estado ya presente en 1933, cuando había impreso la segunda versión a velógrafo de Consideraciones espirituales: con los 87 puntos que se añadían a los 246 de la primera versión se llegaba a un total de 333. meta el ideal de la fidelidad a Dios hasta el momento de la muerte. Se trata de un Camino de vida cristiana para el hombre que vive plenamente inmerso en el mundo, y de ahí que su final de trayecto se concrete en una meta práctica, la “Perseverancia”, más que en el objetivo extrahumano de la vida eterna. En Camino existe también el capítulo “Postrimerías”, pero se encuentra en un lugar intermedio, como perspectiva escatológica de la lucha personal del cristiano por vivir las virtudes, no como última etapa del caminar del hombre sobre la tierra, cosa que evidentemente los llamados novísimos no son, pues pertenecen ya al ámbito del más allá. Pedro Rodríguez (cfr. CECH, pp. 176191) ha propuesto una distribución de los 46 capítulos de Camino en tres bloques. El primero, “Seguir a Cristo: los comienzos del camino”, comprende los capítulos 1 a 21; el segundo, “Hacia la santidad: caminar «in Ecclesia»”, los 14 siguientes, hasta el 35; y el tercero, “Plenamente en Cristo: llamada y misión”, los 11 finales. A su vez, subdivide cada una de esas partes en dos apartados. El esquema de conjunto que propone es el siguiente: 2. Estructura interna Como se ha dicho, Camino está dividido en 46 capítulos. El primero tiene por título “Carácter”; el último, “Perseverancia”. Aunque cada capítulo es autónomo, esos dos títulos colocados al comienzo y al final del libro delatan una intención de recorrido: el Camino que el fundador del Opus Dei plantea a sus lectores parte de un postulado esencial, “el cultivo de las dimensiones humanas de la personalidad (...) como exigencia de la fe y como coherencia cristiana” (CECH, p. 216), y tiene por 176 • Primera Parte: “Seguir a Cristo: los co- mienzos del camino”. A) Oración, expiación, examen: capítulos 1-10 (“Carácter”, “Dirección”, “Oración”, “Santa Pureza”, “Corazón”, “Mortificación”, “Penitencia”, “Examen”, “Propósitos”, “Escrúpulos”). B) Vida interior, trabajo, Amor: capítu- los 11-21 (“Presencia de Dios”, “Vida sobrenatural”, “Más de vida interior”, “Tibieza”, “Estudio”, “Formación”, “El plano de tu santidad”, “Amor de Dios”, “Caridad”, “Los medios”, “La Virgen”). • Segunda Parte: “Hacia la santidad: ca- minar «in Ecclesia»”. A) Iglesia, Eucaristía, Comunión: capítu- los 22-25 (“La Iglesia”, “Santa Misa”, “Comunión de los Santos”, “Devociones”). CAMINO (libro) B) Fe, virtudes, lucha interior: capítulos 26-35 (“Fe”, “Humildad”, “Obediencia”, “Pobreza”, “Discreción”, “Alegría”, “Otras virtudes”, “Tribulaciones”, “Lucha interior”, “Postrimerías”). • Tercera Parte: “Plenamente en Cristo: llamada y misión”. A) Voluntad y Gloria de Dios, Infancia es- piritual: capítulos 36-42 (“La Voluntad de Dios”, “La Gloria de Dios”, “Proselitismo”, “Cosas pequeñas”, “Táctica”, “Infancia espiritual”, “Vida de infancia”). B) Vocación y misión apostólica: capítu- los 43-46 (“Llamamiento”, “El Apóstol”, “El Apostolado”, “Perseverancia”). 3. Un libro de aforismos espirituales La clasificación de un libro como Camino no puede prescindir de comparaciones con ciertos modelos de literatura espiritual en los que cabe encontrar semejanzas y afinidades. La imitación de Cristo, por el eco que ha tenido en el pueblo cristiano; los Avisos y Cautelas de san Juan de la Cruz y los Pensamientos de Pascal, por su género literario; o las obras de santa Teresa de Jesús, por su estilo, son algunas de las referencias históricas que la crítica ha establecido al respecto. Por lo que se refiere al género, en el siglo XX hallamos también obras que se encuadran perfectamente en el de Camino, como Vivir con Dios, del francés P. Raúl Plus; En busca del Escondido, del beato Manuel González, obispo de Palencia; o En provecho del alma, de san Pedro Poveda, que se publicó en 1909 con el subtítulo de «Máximas, pensamientos, avisos y consejos saludables para vivir cristianamente». En los años cincuenta, la edición italiana de Camino fue presentada en L’Osservatore Romano como “el Kempis de los tiempos modernos” (cfr. CECH, p. 157). El Kempis es La imitación de Cristo, un texto clásico de la literatura ascética de autor desconocido, pero tradicionalmente atribuido al alemán Tomás de Kempis (1380-1471). Se trata de una obra que, dirigida inicialmente a los religiosos, ha tenido a lo largo del tiempo y hasta nuestros días una enorme aceptación: posiblemente es el texto cristiano más difundido después de la Biblia. Su comparación con Camino obedece no tanto a sus rasgos formales o a su doctrina espiritual, sino a su popularidad, pues Camino, como La imitación de Cristo, es una guía de vida cristiana para millones de personas de las más variadas condiciones y está presente en la biblioteca familiar de innumerables hogares cristianos de todo el mundo. Si las analogías se buscan con criterios de otro tipo, como el del género literario, el parecido con La imitación de Cristo, libro de pensamientos no tan concisos como los de Camino, disminuye ante el que hay, por ejemplo, con algunos escritos de san Juan de la Cruz genéricamente designados como Avisos y Cautelas: los más conocidos son los Dichos de luz y amor, un conjunto de máximas que, como en el caso de Camino, pertenecen a una fase muy temprana de la producción literaria del autor (1578-1580) y que fueron escritas como complemento y al servicio de una cierta labor de dirección espiritual. Desde 1992, François Gondrand, que es quien mayor hincapié ha hecho en este paralelismo, subraya, basándose en él, el carácter esencialmente “oral” de Camino; es decir, su origen en el lenguaje hablado, más que en el escrito (cfr. Gondrand, 2002, pp. 6469): se trata de una aportación que se ha demostrado decisiva para el posterior análisis del libro por parte de la crítica literaria. Las comparaciones se pueden buscar también en la literatura profana, y en esta línea el chileno José Miguel Ibáñez Langlois ha llamado la atención sobre la plena inserción de Camino en la tradición del género aforístico. En efecto: Camino, “obra compuesta de fragmentos, de uno o muy pocos párrafos –de ordinario, muy 177 CAMINO (libro) breves–, numerados, formando cada uno de ellos una unidad con entidad propia” (CECH, p. 154), es literariamente una colección de aforismos. Y esos aforismos –arguye el crítico chileno–, por su concisión, profundidad y eficacia comunicativa, pueden medirse con los de las grandes figuras que del aforismo han hecho un vehículo privilegiado de la sabiduría, “de Heráclito a Nietzsche” (Ibáñez Langlois, 2002, p. 28). Sin embargo, Ibáñez Langlois no deja de señalar que dentro de ese género se ha desarrollado una veta de pensamiento cristiano que es en la que Camino encuentra su lugar natural, con representantes como Pascal y Kierkegaard, dos autores en los que tanto Ibáñez Langlois como Cornelio Fabro ven elementos en común con el autor de Camino (cfr. Ibáñez Langlois, 2002, pp. 27-29; Fabro, 2002, p. 16). Por lo demás, Ibáñez Langlois no ignora la conexión existente entre Escrivá de Balaguer y los clásicos de la literatura espiritual española. Entre éstos, sin embargo, privilegia, más que a san Juan de la Cruz, a santa Teresa de Jesús: “Dentro del Siglo de Oro”, ha escrito, “es con Santa Teresa con quien se evidencia un parentesco más sensible. Porque, así como ella escribió una prosa coloquial y fulgurante muy lejos de toda pretensión de «escritora», y sin saber siquiera que lo fuese –por pura obediencia, en pésimas condiciones, a toda carrera, en la más completa inocencia creadora–, así Josemaría Escrivá (...) poseyó el genio del idioma en forma inocente. Hizo gran literatura considerando él mismo que sólo escribía rápidos apuntes de conciencia, cartas de familia, anotaciones personales nacidas de su oración y transcritas en diminutos papelillos –en la agenda–, notas fundacionales, guiones para la predicación oral y consejos bien experimentados para ayudar a otros a orar como él lo hacía” (Ibáñez Langlois, 2002, pp. 15-16). Aquí aparece de nuevo, como dato inicial, el mismo presupuesto de Gondrand (la interdependencia entre misión y escritura en san Josemaría, con lo segundo supedita- do a lo primero), pero a partir de él Ibáñez Langlois toma otra línea de consideraciones, abriendo así nuevas perspectivas para el análisis de Camino. Esa escritura fulgurante y a la vez inocente, en efecto, se manifiesta en una coloquialidad que resulta innovadora si se compara con otros casos de literatura espiritual, incluso con los que más analogías muestran con Camino, como pueden ser los ya mencionados Avisos de san Juan de la Cruz o el Kempis (es decir, La imitación de Cristo). Un ejemplo puede ilustrarlo. En el punto 164 de Camino, el tema de la inclinación al mal (o, al menos, a la propia satisfacción) descubierta en la propia alma se afronta con las siguientes palabras: “¿Cómo va ese corazón? –No te me inquietes: los santos –que eran seres bien conformados y normales, como tú y como yo– sentían también esas «naturales» inclinaciones. Y si no las hubieran sentido, su reacción «sobrenatural» de guardar su corazón –alma y cuerpo– para Dios, en vez de entregarlo a una criatura, poco mérito habría tenido. Por eso, visto el camino, creo que la flaqueza del corazón no debe ser obstáculo para un alma decidida y «bien enamorada»”. Es un modo de exhortar a la lucha cristiana muy distinto del que encontramos en La imitación de Cristo (I, cap. XIII, 3): “Hemos nacido inclinados al mal, y apenas superamos una tribulación o tentación, otra sobreviene: perdimos el gran bien de nuestra original felicidad y siempre tenemos algo por qué padecer. Muchos procuran huir de las tentaciones y vienen a caer más gravemente en ellas, pues no basta la huida para vencer: solo con la paciencia y con la verdadera humildad podemos ser más fuertes que todos nuestros enemigos”. O en los Dichos de luz y amor (n. 42): “Cata que tu carne es flaca (cfr. Mc 14, 38) y que ninguna cosa del mundo puede dar fortaleza a tu espíritu ni consuelo, porque lo que nace del mundo, mundo es, y lo que nace de la carne, carne es; y el buen 178 CAMINO (libro) espíritu solo nace del espíritu de Dios, que se comunica no por mundo ni por carne”. ¿Qué diferencias hay entre Camino y sus ilustres precedentes? De contenido, pocas, en este caso (en otros, naturalmente, sí las hay): el binomio flaquezapaciencia, núcleo del discurso de Escrivá de Balaguer (“la flaqueza del corazón”, “no te me inquietes”), supone una sustancial continuidad con el Kempis y con los Avisos. Pero la comunicación es distinta: el arranque con una pregunta directa sobre el corazón, la interpelación personal y estimulante, la expresión denotativa de cariño con la que el consejo es transmitido..., son manifestación de un sentir paternalmente amistoso que envuelve y condiciona todo. Y, ciertamente, en esto hay algo que suena más a santa Teresa –quien sin embargo nunca escribió un libro parecido a Camino– que a san Juan de la Cruz o al Kempis. “Lee despacio estos consejos. Medita pausadamente estas consideraciones. Son cosas que te digo al oído, en confidencia de amigo, de hermano, de padre...”, escribe propedéuticamente san Josemaría en el prólogo de Camino. Ese lenguaje coloquial y a la vez íntimo y penetrante ha movido a varios especialistas a investigar sus resortes comunicativos: las “marcas de la oralidad” (cfr. Gondrand 2003, pp. 251-259), las “estrategias apelativas” (cfr. Caballero, 2003, pp. 136-140), los “actos de habla” (cfr. Sánchez Lanza, 2011, pp. 390-392). Por ejemplo, el “¿cómo va ese corazón?” y el “no te me inquietes” del punto 164 de Camino, recién citado, son ejemplos de dos direcciones del lenguaje coloquial muy características del libro: el requerimiento y el posesivo afectivo. Igualmente típicas son la interrogación retórica (“¿que cuál es el secreto de la perseverancia?”: C, 999), el subjuntivo de deseo (“que tu perseverancia no sea consecuencia ciega del primer impulso”: C, 983), el discurso en primera persona (“cuanto más me exalten, Jesús mío, humíllame más en mi corazón”: C, 591), el halago (“¡qué bien has entendido la obediencia...!”: C, 622) o el mandato categórico (“acude a tu Custodio, a la hora de la prueba”: C, 567); o el mismo hecho de dirigirse al lector tuteándolo. Naturalmente, tampoco faltan en Camino otros recursos más habituales del dialogo exhortativo, como pueden ser la sugerencia, la argumentación, el ruego, la promesa, etc. A la vez, esa coloquialidad no es obstáculo para que Camino presente rasgos retóricos o poéticos interesantes, merecedores de atención por parte de lingüistas y críticos literarios. Pedro Antonio Urbina ha estudiado las imágenes que usa Escrivá de Balaguer, “imágenes de vida cotidiana trascendida” (Urbina, 2002, p. 51) que atraen por su belleza, mesura y viveza expresiva (cfr. ibidem, pp. 55-56). Otros han destacado su léxico preciso y castizo y su sentido del ritmo y de la sonoridad (cfr. Gondrand, 2003, pp. 263-277). Otros, su gusto por la hipérbole y la paradoja (cfr. Ortiz de Landázuri Busca, “Estudio literario de Camino, Surco y Forja”, en GVQ, II, pp. 329-331). En definitiva, como afirma sentenciosamente Miguel Ángel Garrido, aunque en Camino no existe una explícita voluntad de estilo, “es evidente que la tersa prosa que se nos ofrece resulta de sucesivas correcciones que han buscado la máxima adecuación expresiva posible” (Garrido, 2002, p. 252). Por todo lo anterior, Camino ha sido elevado, en sede académica, no sólo al rango de libro de espiritualidad incisivo y profundo, sino también al de obra de calidad literaria. El lingüista alemán Hans-Martin Gauger, en dos monografías (Durchsichtige Wörter: zur Theorie der Wortbildung y Untersuchungen zur spanischen und französischen Wortbildung, ambas publicadas en 1971), toma pasajes de Camino, junto con citas de Azorín, José Ortega y Gasset, Camilo José Cela y José María Gironella, para ilustrar sus teorías sobre el castellano y, más en general, sobre los usos lingüísticos. Es un caso entre muchos 179 CAMINO (libro) (cfr. CECH, p. 164): con los años, de Camino ya no sólo se dice que es un “clásico de la espiritualidad”, sino también, sin más, que es un “clásico”. En este sentido, Ibáñez Langlois ha señalado la presencia, en los pensamientos de Camino, de un rasgo propio de la literatura que cabe considerar clásica: “su inmunidad al desgaste, su novedad permanente, el que resistan un número indefinido de lecturas, con el poder de decir cada vez más a lo largo de los años” (Ibáñez Langlois, 2002, p. 19). 4. La recepción de Camino en la Iglesia del siglo XX Camino ha tenido una amplia acogida también en el mundo teológico y eclesiástico en general, una vez superado un primer momento, en la España de los años cuarenta, en el que no faltaron religiosos que lo juzgaron negativamente como un texto peligroso, incluso subversivo, por su audaz propuesta de espiritualidad laical. Del libro de Escrivá de Balaguer se aprecia sobre todo, en este ámbito, su fundamentación bíblica, su hincapié en la vida de oración y su exigencia de un alto grado de virtud humana en el cristiano corriente. Entre los teólogos, Hans Urs von Balthasar se manifestó crítico con Camino en una ocasión, en el año 1963: quizá por su énfasis en el valor de las realidades temporales, lo consideraba, entre otras cosas, un libro de “espiritualidad insuficiente” para una misión de alcance universal (cfr. Allen, 2006, pp. 84-85). Sin embargo, la positiva valoración que han hecho de Camino otros teólogos y escritores católicos como el cardenal Martini, Thomas Merton o Leo Scheffczyk, procedentes de muy variados ámbitos geográficos y escuelas de pensamiento, abona más bien la tesis contraria (cfr. Burkhart - López, 2010, pp. 107112; Allen, 2006, pp. 72 y 85; Scheffczyk, 2007, pp. 214-215). Pío XII, según él mismo dijo en una audiencia a Carmen Escrivá de Balaguer, la hermana de san Josemaría, tuvo en su mesilla durante años un ejemplar de Camino que Álvaro del Portillo le había regalado en su primer viaje a Roma, en el año 1943 (cfr. Berglar, 1988, pp. 250-251). También fue por medio de Álvaro del Portillo, en aquel viaje de 1943, como monseñor Montini, sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede, conoció Camino. Muchos años después, en 1976, Montini, siendo ya el Papa Pablo VI, confió al propio Del Portillo que desde muchos años atrás leía Camino y “que le hacía un gran bien a su alma” (Del Portillo, 1993, p. 18). De Juan Pablo II se dice que, bromeando con el nombre de Camino en polaco, Droga, en alguna ocasión declaró que él, como muchos otros polacos, era “drogadicto”: también él conocía el libro de Escrivá de Balaguer desde antes de ser Papa. 5. Camino y la vocación del laico Camino, explica Rodríguez, “presupone la realidad de la fe y el bautismo y, desde ambos, se proyecta sobre la vida humana del cristiano, que debe ser reformada radicalmente –a la letra: desde la raíz, desde Cristo– hasta alcanzar las cimas de la santidad y de la entrega. Si hay algo que da unidad al libro, y ya desde el punto primero, es su «cristocentrismo» total: el plano inclinado hay que subirlo con Cristo, desde Cristo y en seguimiento de Cristo” (CECH, p. 187). De ahí que ni siquiera el primer capítulo (“Carácter”) sea, para Rodríguez, un preámbulo “humano” a las sucesivas “consideraciones espirituales” (título original de Camino, como hemos visto): “Es decisivo, para comprender Camino, captar el sentido del capítulo primero, que el Autor titula «Carácter». Se equivocaría el que viera en este capítulo una especie de «introducción humana» al cristianismo o a la vida espiritual del cristiano. Tratan muchos de sus aforismos, es cierto, de rasgos capitales de la personalidad humana; pero el Autor sitúa el diálogo, desde el primer momento, en el interior de la «economía de la gracia», o como él dice, de la «economía del espíri- 180 CAMINO (libro) tu» (Camino, 234): su punto de partida es la presencia de Cristo en el lector con el que dialoga” (ibidem). Ese planteamiento radicalmente cristocéntrico de Camino es lo que hace que el libro interpele y resulte provechoso no sólo al lector al que primariamente se dirige –el fiel católico laico, llamado a vivir su fe en medio de las realidades temporales–, sino también a otros. Es un hecho conocido, por ejemplo, que muchos religiosos y religiosas meditan Camino. Asimismo, son muy numerosas las personas no católicas que han encontrado en Camino luz e impulso para orientar su vida, tal como el propio autor declaró en 1966 a un periodista de Le Figaro: “Entre las personas que por propia iniciativa lo han traducido, hay ortodoxos, protestantes y no cristianos”. Y proseguía en aquella ocasión Escrivá de Balaguer: “Camino se debe leer con un mínimo de espíritu sobrenatural, de vida interior y de afán apostólico. No es un código del hombre de acción. Pretende ser un libro que lleva a tratar y a amar a Dios y a servir a todos” (CONV, 36). Algunos puntos de Camino son más generales y contemplan la vocación cristiana básica, radical, del bautizado: por ejemplo, “ten presencia de Dios y tendrás vida sobrenatural” (C, 278). Otros, en cambio, se ciñen a la condición específica del cristiano corriente, consciente de su llamada a vivir la fe en medio del mundanal ruido: “sed hombres y mujeres del mundo, pero no seáis hombres o mujeres mundanos” (C, 939). La articulación de aquéllos y éstos da al conjunto un peculiar sentido teológico y configura una precisa imagen de Dios y del hombre (cfr. Rodríguez, 1965, p. 86). Los primeros hablan casi por igual al laico, al sacerdote y al religioso; al católico, al luterano y al anglicano; y también a quien no profesa la fe de Cristo, pues el ethos cristiano, que de modo sublime en ellos se manifiesta, no deja de atraer a quien busca la verdad. Los del segundo tipo son una lectura de ese principio bási- co y general para el caso particular del fiel común, como se ha dicho: resultan menos abarcantes, pero son los que en su momento hicieron de Camino una novedad en el panorama de la literatura espiritual. Camino, en efecto, se inscribe “en la más genuina literatura espiritual cristiana, de la que constituye un eslabón preclaro, como también lo son el Itinerarium mentis in Deum, bonaventuriano; el anónimo Contemptus saeculi, atribuido a Kempis, y el Ejercitatorio de García de Cisneros. Sólo que contrasta con estos tres clásicos por su orientación doctrinal, pues Camino muestra el modo de alcanzar la santidad, con la ayuda de la Gracia –que sin ella nada–, en el mundo y tomando ocasión de él, mientras que aquellas obras más bien enseñan cómo apartarse de la contaminación de lo terreno, para alcanzar también la santidad” (Saranyana, 1988, p. 65). En el momento de la aparición del libro, en la primera mitad del siglo XX, esa novedad escandalizó a algunos: la propuesta de Escrivá de Balaguer de universalidad de la vida contemplativa, de democratización de la aspiración a la santidad, les parecía sospechosa de herejía. Se trataba, en realidad, de una doctrina no sólo antigua sino de raíz evangélica (el Sermón de la montaña puede considerarse su primera formulación), pero habrían de pasar aún algunos años para que el Magisterio de la Iglesia la recogiera. Será en 1964, en su Const. Dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia, cuando el Concilio Vaticano II declarará solemnemente: “A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión y guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santi- 181 CAMINO (libro) ficación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad” (n. 31). A este reconocimiento oficial de la vocación del laico y de su papel en la misión de la Iglesia habían contribuido diversos factores. Importante fue, desde luego, la reflexión de teólogos como Congar, Philips o De Lubac sobre la condición de los laicos. En un ámbito más pastoral que teológico, sin duda fue también importante la experiencia espiritual y apostólica de Josemaría Escrivá de Balaguer, de la que Camino, “un livre de pôche de los caminantes en esta tierra, de los trabajadores de la ciudad terrestre, cualquiera que sea su función social” (Torelló, 1965, p. 61), es reflejo directo. 6. Difusión Con cinco millones de ejemplares vendidos y traducciones en cincuenta idiomas, Camino es uno de los libros más difundidos del siglo XX. Los datos de las 29 primeras ediciones españolas (anteriores a 1975, es decir, a la muerte del autor) figuran en uno de los apéndices de la edición crítico-histórica de Camino preparada por Pedro Rodríguez (cfr. CECH, pp. 1085-1087). Actualmente, pasado el primer decenio del siglo XXI, son ya más de ochenta las ediciones españolas del libro, entendiendo por tales sólo las realizadas en España en lengua castellana (se excluyen, por tanto, las ediciones en castellano publicadas en América Latina y las traducciones publicadas en España en lenguas distintas del castellano: catalán, euskera, gallego). En total, el número de ediciones de Camino en todo el mundo se acerca a las 500. La relación ordenada de idiomas en los que Camino ha sido traducido a lo largo del tiempo refleja, en parte, el desarrollo in- ternacional del Opus Dei. Las primeras traducciones fueron la portuguesa (1946), la italiana (1949), la inglesa (1953), la catalana (1955), la francesa y la alemana (1957). Luego, en 1959, 1961 y 1962, aparecieron las primeras ediciones de Camino en árabe, japonés y croata. Empezaba así a verificarse un fenómeno que posteriormente ha resultado cada vez más frecuente: la difusión de Camino en ámbitos a los que la labor del Opus Dei todavía no había llegado. El Opus Dei, en efecto, estaba presente en Japón desde el año 1957, pero no lo estaba todavía ni en el mundo árabe ni en las riberas orientales del Adriático: sólo en 1996 y 2003 se abrirían los primeros Centros del Opus Dei en Líbano y en Croacia. En los años sesenta y setenta verían también la luz ediciones en euskera (1964), húngaro, polaco y tagalo (1966), gaélico (1967), esperanto, gallego y maltés (1968), checo y rumano (1969), armenio occidental, bahasa y griego (1970), ruso (1971), chino y hebreo (1972), danés, esloveno, finés y neerlandés (1973), ucraniano (1974), lituano y quechua (1975). En muchos casos se trataba de traducciones provisionales, realizadas por voluntarios al calor del entusiasmo suscitado por la lectura del libro y publicadas fuera del país al que iban primariamente dirigidas: la traducción polaca, por ejemplo, se publicó en Londres; la húngara, en Dublín; la rusa, en Madrid; la armenia, en Milán; la china, en Manila; la eslovena, en Buenos Aires; la ucraniana, en Múnich. Pasados los años, ha sido posible mejorar la calidad de muchas de esas traducciones, trabajando con criterios profesionales, y se ha publicado una nueva versión. Además, en algunos casos se han hecho versiones propias para las distintas variantes de una misma lengua: por ejemplo, tras la primera edición en euskera, dirigida genéricamente al público vascoparlante, han aparecido una traducción en euskera vizcaíno y otra en euskera unificado (el llamado “batúa”); asimismo, a la traducción china de 1972 se ha añadido una en chino simplificado publicada en 182 CAMINO (libro) Hong Kong; y a la armenia occidental, de 1970, una en armenio oriental. Después de la muerte de su autor, en 1975, Camino ha seguido ganando mercados lingüísticos: coreano (1979), búlgaro (1982), birmano y swahili (1984), sueco (1985), albanés (1988), amharico (1989), eslovaco (1993), estonio (2000), letón (2001), guaraní (2002), vietnamita (2003), bretón y tigrigna (2004), hiligaynon y malayalam (2008). Los cuatro últimos son idiomas hablados en Francia, Eritrea, Filipinas e India respectivamente. Se han publicado también ediciones de Camino para ciegos, en sistema braille, en castellano, inglés, portugués y alemán. En el año 2002, Pedro Rodríguez, profesor de Teología de la Universidad de Navarra y editor (en 1989) de la edición crítica del Catecismo Romano del Concilio de Trento, publicó Camino. Edición críticohistórica, primer volumen de la Colección de Obras Completas del fundador del Opus Dei, proyecto a largo plazo del Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer. Voces relacionadas: Escritos de san Josemaría: Descripción de conjunto. Bibliografía: CECH, passim; John L. Allen, Opus Dei. Una visión objetiva de la realidad y los mitos de la fuerza más polémica dentro de la Iglesia católica, Barcelona, Planeta, 2006; Antonio Aranda, “El bullir de la sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá, Madrid, Rialp, 20012; Peter Berglar, Opus Dei. Vida y obra del fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1988; Ernst Burkhart - Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, I, Madrid, Rialp, 2010; Guillaume Derville, “Une connaissance d’amour. Note de théologie sur l’édition criticohistorique de «Chemin» (I)”, SetD, 1 (2007), pp. 191-220; Id., “Une connaissance d’amour. Note de théologie sur l’édition critico-historique de «Chemin» (II)”, SetD, 3 (2009), pp. 277-305; María Caballero Wangüemert, “Camino edición crítico-histórica: un apunte desde la literatura”, en Constantino Ánchel (ed.), En torno a la edición crítica de Camino, Madrid, Rialp, 2003, pp. 117144; Cornelio Fabro, El temple de un Padre de la Iglesia, Madrid, Rialp, 2002; Miguel Ángel Garrido Gallardo, “Literatura espiritual española del siglo XX. Sobre la obra escrita del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer”, en Antonio Lorente - José Nicolás Romera - Ana Mª Freire (coords.), Homenaje al profesor José Fradejas Lebrero, II, Madrid, UNED, 1993, pp. 629-642 (también en Miguel Ángel Garrido Gallardo [coord.], La obra literaria de Josemaría Escrivá, Pamplona, EUNSA, 2002, pp. 229-259); François Gondrand, “La intención y el género literario de Camino, del Beato Josemaría Escrivá”, ScrTh, 26 (1994), pp. 233-248 (también en Garrido [coord.], La obra literaria de Josemaría Escrivá, cit., pp. 57-86); Id., “Les marques de l’oralité dans Camino”, en GVQ, II, pp. 249-278; José Miguel Ibáñez Langlois, Josemaría Escrivá como escritor, Madrid, Rialp, 2002; Guadalupe Ortiz de Landázuri Busca, “Estudio literario de Camino, Surco y Forja”, en GVQ, II, pp. 317-336; Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1993; Pedro Rodríguez, “Camino y la espiritualidad del Opus Dei”, Teología Espiritual, 26 (1965), pp. 213-245 (también en Aa.Vv., La vocación cristiana. Reflexiones sobre la catequesis de Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid, Palabra, 1975, pp. 79-139); Carmen Sánchez Lanza, “Camino. Perspectiva lingüística”, SetD, 5 (2011), pp. 387-397; Josep-Ignasi Saranyana, “Cincuenta años de historia”, en José Morales (coord.), Estudios sobre Camino, Madrid, Rialp, 1988, pp. 59-65; Leo Scheffczyk, “La gracia en la espiritualidad de Josemaría Escrivá”, ScrTh, 39 (2007), pp. 203-222; Juan Bautista Torelló, “La espiritualidad de los laicos”, Nuestro Tiempo, 127 (1965), pp. 3-20 (también en Aa.Vv., La vocación cristiana. Reflexiones sobre la catequesis de Mons. Escrivá de Balaguer, cit., pp. 47-75); Pedro Antonio Urbina, “La imagen y su sentido en Camino”, en Miguel Ángel Garrido Gallardo (coord.), La obra literaria de Josemaría Escrivá, cit., pp. 45-56. 183 Alfredo MÉNDIZ CANADÁ CANADÁ 1. Inicio de la labor apostólica estable. 2. Inicio de la labor apostólica con mujeres. 3. Regalos de san Josemaría. 4. Presencia epistolar. 5. Traducción de Camino al hebreo y prehistoria de la labor en Israel. A petición de san Josemaría, don Pedro Casciaro (cfr. Casciaro, 1994, pp. 200202; Gondrand, 1991, pp. 208-209) recorrió varios países de América en 1948, acompañado de otros fieles del Opus Dei, para explicar la Obra a los Ordinarios de algunas diócesis y recoger datos sobre dónde sería preferible iniciar la labor apostólica (cfr. Cano, 2007, pp. 44-45). En Canadá, visitó a los arzobispos de Quebec (Maurice Roy, 1947-1981, más tarde cardenal, que otorgó la venia para la apertura del primer Centro del Opus Dei en esa ciudad en 1964), Montreal (Joseph Charbonneau, 1940-1950; su sucesor, el cardenal Paul-Émile Léger, 19501968, otorgó la venia para el primer Centro en 1957), Ottawa (Alexandre Vachon, 19401953; su sucesor Joseph-Aurèle Plourde, 1967-1989, otorgó la venia en 1982), y Toronto (James Ch. McGuigan, 1934-1971, luego cardenal; su sucesor Philip F. Pocok, 1971-1978, concedió la venia en 1978). A partir de 1955 don José Luis Múzquiz, que se había trasladado a Estados Unidos para iniciar allí la labor apostólica, hizo viajes a Quebec para atender a Jacques Bonneville (1920-2011: cfr. Romana, 2011, pp. 332-333) y a su esposa Cécile, que habían solicitado la admisión en Boston en 1954 (cfr. Gueguen, 2007, pp. 85, 93 y nt. 84). Hubo retiros espirituales en una propiedad de Miss Nathalie Lincoln: The House of Studies, mansión amplia con parque, a orillas del lago Memphremagog, cerca de Sherbrooke. Joe Atkinson, el primer numerario canadiense (pidió la admisión en Boston en enero de 1959) recuerda su primer curso de retiro en esa casa durante la Semana Santa de 1959. En 1956, el cardenal Léger visitó Montelar, Centro de mujeres del Opus Dei en Madrid, acompañado de don Amadeo de Fuenmayor. Enseguida pidió que el Opus Dei se estableciera en Montreal. En marzo de 1957, el cardenal recibió en Roma a don Álvaro del Portillo y a don Juan Manuel Martín, que preparaba su traslado a Montreal. 1. Inicio de la labor apostólica estable Conforme al plan trazado por el fundador del Opus Dei, el sacerdote Juan Manuel Martín iba a ir a Canadá junto con otro sacerdote, pero este último no superó unas pruebas médicas. Según recuerdos de don Juan Manuel (en cuyo testimonio se basan éste y otros detalles de la presente narración), san Josemaría le llamó y le dijo: “Hijo mío, tendrás que ir al Canadá solo, de momento; se nos ha abierto un buen portón para entrar en ese gran país... y hemos de ir allá”. Tras una larga travesía desde Nápoles a Nueva York y un par de meses en los Estados Unidos, llegó a Canadá, acompañado por don José Luis Múzquiz, el 7 de junio de 1957. Celebraron Misa en la Abadía de Saint-Benoît-du-Lac. Don José Luis dio una charla sobre la Obra en The House of Studies y al día siguiente llegaron a Montreal. Visitaron al cardenal Léger, que les acogió afectuosamente y les propuso que se alojaran en la Maison Léon XIII. Don José Luis regresó ese mismo día a Boston y don Juan Manuel vivió cuatro meses en esa residencia con un grupo de sacerdotes, profesores y capellanes de colegios o asociaciones; uno de ellos, Norbert Lacoste, fue el primero que pidió la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz en enero de 1958. Posteriormente el Cardenal cedió una casa cercana a la Universidad de Montreal, donde en octubre comenzó a funcionar una pequeña residencia de estudiantes. La llamaron Piedmont, por encontrarse al pie del Mont-Royal. La residencia se amplió y aún se conserva. En 1959 llegaron don 184 CANADÁ Vicente Miguel Mayoral y don José María Escribano (cuyos recuerdos se han podido también recoger). En 1960, se sumó un ingeniero, Alfonso Bielza (que ha contribuido igualmente con sus recuerdos). Un residente de Piedmont, André Allaire (1934-2007; cfr. Romana, 45, 2007, p. 328), estudiante de Medicina, fue el primero que pidió la admisión como supernumerario en Canadá y luego ayudó mucho en las tareas apostólicas. Dos estudiantes de Bachillerato, David Sands y Paul Cormier, pidieron la admisión en 1961. Les había invitado a conocer la Obra un arquitecto irlandés que ya había solicitado pertenecer a la Obra, Jack McCabe (1935-2006). André Blais pidió plaza en Piedmont al llegar a la Universidad y en 1962 se incorporó al Opus Dei. En julio de1962 llegaron Joe Atkinson, de Boston, tras completar su doctorado; don Luis Carrión Sastre, de Irlanda; y Ernest Caparrós, de España. Desde Piedmont, en Montreal, se continuaron los viajes a Quebec. En 1963 y durante un año, se instaló otro Centro, cerca de Loyola College, llamado Royal. En 1964 se inició el trabajo apostólico estable en Quebec, en una casa alquilada a la Universidad Laval; el Centro se llamó Boisgomin. En 1969, se inició Riverview Study Center, cerca de McGill University. Desde Quebec y desde Montreal, se hacían viajes a Drummondville para apoyar la labor apostólica de André Allaire. En 1957 Jonathan de Villiers, un inglés, se instaló en Toronto. Hacia 1970 comenzaron los viajes periódicos a esa ciudad. El primer Centro, hoy Ernescliff College, se puso en 1978, cuando ya había un buen grupo de fieles de la Obra allí. Otros miembros del Opus Dei, con sus familias, se establecieron por razones profesionales en Ottawa, Calgary, Vancouver y Edmonton antes de junio de 1975. Se organizaron viajes y se tuvieron cursos de retiro, etc., poniendo así las bases para el futuro comienzo de la labor estable. En 2012 hay centros en Montreal, Quebec, Toronto, Ottawa, Vancouver y Calgary; y labor estable, atendida desde otras ciudades, en Abbotsford, Edmonton, Hamilton, Kingston, Kitchener-Waterloo y London. 2. Inicio de la labor apostólica con mujeres La primera mujer que se acercó al Opus Dei lo hizo gracias a una noticia de prensa. Un artículo publicado el 8 de mayo de 1957 en el diario Le Devoir comentaba el deseo del cardenal Léger, de que el Opus Dei se desarrollara en Canadá. Annie Sioui, secretaria contable de origen hurón, que vivía en Montreal, trató de saber más y así conoció a l’abbé Martin. Pidió la admisión como agregada el 8 de julio de 1959. En 1959, llegaron en barco a Halifax las tres primeras mujeres de la Obra, que se establecieron en Canadá: Nisa González Guzmán, María de las Nieves Martín Rueda y Mari Carmen García Grotta. Continuaron en tren hasta Montreal, donde Annie fue a recogerlas a la estación. Annie fue de gran ayuda para instalar la residencia Montboisé, cercana a la Universidad de Montreal. Después, un día de verano, recibieron la visita sorpresa del cardenal Léger, que fue a ofrecerles ánimo y apoyo. Denyse Larrivée, de Trois-Pistoles, fue la primera numeraria canadiense (1960) (su testimonio ha sido muy útil para trazar la historia de estos comienzos de la labor de mujeres del Opus Dei en Canadá); Madeleine Saint-Maurice, de Valleyfield, fue la primera supernumeraria (1962); y Jacinthe Grenier, de Grande Rivière, la primera numeraria auxiliar (1973). En 1964, se consiguió una casa de retiros: Le Manoir de Beaujeu, con amplio parque a las orillas del río San Lorenzo, en Coteau du Lac. En 1965, se abrió el Centre Hudson en Montreal, y en 1968, la Residencia Trimar en la ciudad de Quebec. En 1971, se añadió al Manoir el Pavillon Soulanges, para ofrecer actividades a las mujeres, jóvenes y mayores, de los alrededores. En 2012 hay Centros en Montreal, Quebec, Coteau du Lac, Toronto, Ottawa, 185 CANADÁ Vancouver y Calgary; una casa de convivencias, Cedarcrest, cerca de Toronto; y también labor estable en Abbostford, Edmonton, Hamilton, Kingston, Kitchener, London y Victoria. 3. Regalos de san Josemaría San Josemaría daba a veces a sus hijas e hijos algunos regalos como manifestación de cariño, con el deseo de que fuesen recordatorios de la unidad de la Obra. Son, en su mayoría, detalles pequeños, muy de familia, pero que testimonian la atención y el afecto con que san Josemaría seguía todas las labores apostólicas. En Piedmont se conservan los que recibió don Juan Manuel: un cáliz dorado “sencillísimo, sin adornos, con la patena” (Don Javier Echevarría le dijo mucho después: “el primero que el fundador regalaba para un país, sabed valorarlo”); el retablo del oratorio (una Anunciación inspirada en Fra Angélico, que el pintor Manolo Caballero realizó siguiendo indicaciones de san Josemaría) y la estatua de la Virgen con el Niño, en escayola policromada, de estilo románico, colocada en una hornacina en chaflán a la entrada. Don Juan Manuel cuenta que recibió también un ejemplar de Camino de la decimotercera edición (1956), con la dedicatoria manuscrita “Para esos hijos del Canadá, con una bendición del Padre, Roma 7 de febrero de 1957”, conservado en la sede de la Comisión Regional. En 1958, Nisa González Guzmán recibió una taza de la vajilla utilizada por la madre del fundador, una máquina de fotos y un Via Crucis. En 1959, Nisa llegó a Montreal con otros recuerdos más: dos piezas de vajilla y dos clavos del Pensionato, es decir, de los locales de la portería en los que se comenzó a vivir en Villa Tevere. Ese mismo año, Mari Carmen recibió un cáliz dorado para el oratorio de Montboisé, un pato de cerámica rojo, un burrito de plata y un pequeño candelero de porcelana. En 1962, don José Luis Múzquiz llevó a Montboisé, de parte de san Josemaría, un cofrecito de plata para la llave del sagrario. Cuando en 1964 se consiguió Le Manoir de Beaujeu, el fundador envió un cáliz dorado adornado de esmaltes, que se utiliza en ese oratorio. 4. Presencia epistolar Como se advierte por los detalles mencionados, san Josemaría siguió de cerca el trabajo apostólico de Canadá. Además, escribió cartas a sus hijas y a sus hijos de ese país, en diferentes circunstancias. A mediados de noviembre de 1961, don José María Escribano, durante un curso de retiro, tuvo unas hemoptisis que dificultaron su predicación. Uno de los asistentes, médico, le aconsejó que hablara poco. Terminaron el retiro leyendo Camino. A los dos días, le diagnosticaron un tumor en el pulmón derecho y la necesidad de operar para extirparlo. Poco después (23-XI-61) don José María recibió la carta siguiente: “Querido José Mari: que Jesús te me guarde. Ayer recibí tu carta, y te pongo estas líneas, para decirte que te encomiendo especialmente y que pido al Señor que te nos pongas pronto bueno. Espero que me deis frecuentemente noticias de tu salud. Cuídate, déjate cuidar y piensa que, al hacerlo, tienes también el mérito de la obediencia. Estoy muy contento de vosotros: de esa gran tierra del Canadá es seguro que el Señor hará salir mucha buena labor y muchas almas santas. Te recuerda siempre con cariño, te abraza y te bendice tu Padre”. Diez médicos de diferentes especialidades confirmaron el diagnóstico y siguieron los preparativos para la operación. Mientras, el paciente y varias personas de la Obra encomendaban su curación a la intercesión del Siervo de Dios Isidoro Zorzano. A los nueve días de comenzar las novenas, la hemorragia cesó y al operar no encontraron ningún tumor en los pulmones, llegándose a pensar que había habido un error de diagnóstico. 186 CANADÁ Cuando supo san Josemaría que en Montreal habían encomendado la curación a la intercesión de Isidoro, vio la posibilidad de solicitar un proceso canónico que certificara el carácter milagroso de esa curación, y entre fines de 1963 y primeros de 1964 se hicieron las gestiones para que el proceso pudiera hacerse more apostolico, simplificando así los procedimientos. Don José Luis Soria, que se encargaba por entonces de la causa de canonización de Isidoro Zorzano, se puso en relación con don José María para preparar el proceso en la curia archidiocesana de Montreal: de los diez médicos sólo uno era católico y todos aceptaron testimoniar sobre la enfermedad y la curación. Don José Luis (en cuyos recuerdos se basa este relato concreto) vino a Montreal con un médico de la Consulta de la Congregación. El tribunal diocesano presidido por el cardenal Léger recogió los testimonios de don José María, de los médicos y de las otras personas que habían encomendado la curación a Isidoro. Don José Luis regresó a Roma con las actas del proceso. San Josemaría también envió diversas cartas a la Asesoría regional de Canadá: “A mis hijas de Canadá: me acuerdo siempre de vosotras y rezo por todas, para que el trabajo que habéis comenzado crezca de forma segura. Sé que si continuáis fielmente de esta manera sobrenatural y ardiente, el Señor os utilizará para hacer mucho bien en numerosas almas y para llevar la luz y el calor de la gracia de Jesucristo” (1964). Años más tarde les decía: “Os tengo siempre presentes y os encomiendo, para que vuestra labor crezca con paso firme y seguro. Sé que si continuáis así –fieles, sobrenaturales y trabajadoras–, el Señor se va a servir de vosotras para hacer mucho bien a tantas almas y acercarlas a la luz y al calor de la gracia de Jesucristo” (18-II-70). 5. Traducción de Camino al hebreo y prehistoria de la labor en Israel Stuart Idelson (1922-2011) fue el primer cooperador no católico (era hebreo) en Canadá. Conoció a don Juan Manuel en 1959, a través de unas clases de español. Le pidió un libro en castellano y éste le prestó Camino. Le gustó tanto que asumió la tarea de traducirlo al hebreo. En 1962 fue a Roma para saludar a san Josemaría y quedó impresionado por el cariño que le mostró. Envió al fundador sugerencias para comenzar la labor apostólica en Israel. He aquí la respuesta que recibió, en carta manuscrita: “Muy querido Stuart: unas líneas para agradecerte el informe que me entregó D. Joe. Estoy completamente de acuerdo, y procuraremos –con calma, pero con verdadero interés– ver si los de Navarra conectan con los amigos de Israel. Reza por mí. Cuenta también con mis oraciones. Un abrazo y una cariñosa bendición de Josemaría” (Roma, 20-IV-1964). Stuart (Sani) le respondió el 30 de abril: “Querido Padre, Le agradezco mucho su carta que acabo de recibir. Su decisión de establecer contacto con la Universidad de Jerusalén me emociona mucho. Unos amigos de Israel a quien hablé aquí de este asunto, piensan que los de Jerusalén estarán encantados con el proyecto (…). Tengo que disculparme por el retraso en la revisión de la traducción de Camino (…). Espero que estará listo dentro de dos meses. Con todo cariño le pide su bendición, Sani”. La labor estable en Israel se inició años más tarde, en 1993, después del fallecimiento de san Josemaría. Bibliografía: AVP, III, p. 354, nt. 111; Víctor Cano, “Los primeros pasos del Opus Dei en México (1948-1949)”, SetD, 1 (2007), pp. 41-64; Flavio Capucci, “Zorzano Ledesma, Isidoro”, en Bibliotheca Sanctorum, prima appendice, Roma, Città Nuova, 1987, cols. 1480-1481; Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos. Testimonio sobre el Fundador, de uno de los miembros más antiguos del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1994; François Gondrand, Al paso de Dios. Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1984; John A. Guegen, “The Early 187 CANONIZACIÓN DE SAN JOSEMARÍA Days of Opus Dei in Boston. As Recalled by the First Generation (1946-1956)”, SetD, 1 (2007), pp. 65-112; Id., “The Early Days of Opus Dei in Cambridge (U.S.). As Recalled by the First Generation (1956-1961)”, SetD, 4 (2010), pp. 225294; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1989; José Miguel Pero-Sanz, Isidoro Zorzano Ledesma. Ingeniero industrial (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943), Madrid, Palabra, 1996. Ernest CAPARRÓS CANONIZACIÓN DE SAN JOSEMARÍA 1. La beatificación. 2. La canonización. Inmediatamente después de la muerte de san Josemaría Escrivá, su fama de santidad comenzó a extenderse por todo el mundo. Las narraciones de favores, espirituales y materiales, atribuidos a su intercesión, se multiplicaron en muy diversos países. El 19 de febrero de 1981 fue introducida la causa de canonización, con el apoyo explícito de una tercera parte del episcopado mundial. Resumiremos a continuación las dos fases, beatificación y canonización, que ese proceso implica. 1. La beatificación Se celebraron dos procesos sobre la vida y virtudes del fundador del Opus Dei: uno en el Vicariato de Roma y otro en la Curia arzobispal de Madrid, que, después de 980 sesiones, se concluyeron en 1986. Fueron interrogados 92 testigos, todos de visu, es decir, presenciales. Tras un minucioso estudio, el 19 de septiembre de 1989, el Congreso Peculiar de los Consultores Teólogos decretó, por mayoría, la heroicidad de las virtudes. En el mismo sentido se expresó, el 20 de marzo de 1990, la Congregación Ordinaria de Cardenales y Obispos. El 9 de abril de 1990, fue promulgado el decreto sobre las virtudes heroicas. En 1976, había llegado a la Postulación de la causa la noticia de la curación repentina de una lipocalcinogranulomatosis tumoral, de sor Concepción Boullón Rubio, religiosa carmelita de la caridad residente en el convento de San Lorenzo de El Escorial, población cercana a Madrid. En 1982 la Curia de Madrid instruyó el correspondiente proceso super miro. El 6 de julio de 1991 fue promulgado el decreto que reconocía el carácter milagroso, es decir científicamente inexplicable, de esa curación. El 17 de mayo de 1992, en la plaza de San Pedro, Juan Pablo II celebró solemnemente la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, junto con la de la religiosa canosiana sudanesa Josefina Bakhita. En la homilía, entre otras cosas, el Papa dijo: “Con sobrenatural intuición, el beato Josemaría predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por ello, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo (...). En una sociedad en la que el afán desenfrenado de poseer cosas materiales las convierte en un ídolo y motivo de alejamiento de Dios, el nuevo beato nos recuerda que estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para gloria del Creador y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo (...). La actualidad y transcendencia de su mensaje espiritual, profundamente enraizado en el Evangelio, son evidentes, como lo muestra también la fecundidad con la que Dios ha bendecido la vida y obra de Josemaría Escrivá” (Capucci, 2009, pp. 33-34). 2. La canonización A los pocos meses de la beatificación, llegó a la Postulación la noticia de otra curación que presentaba características extraordinarias: la desaparición de las lesio- 188 CANONIZACIÓN DE SAN JOSEMARÍA nes típicas de una radiodermitis crónica, debida a la exposición durante años a los rayos X, de las manos del Dr. Manuel Nevado Rey, cirujano traumatólogo de Badajoz, tras la invocación del entonces beato Josemaría Escrivá. Del 12 de mayo al 4 de julio de 1994 se instruyó, en la Curia episcopal de Badajoz, el correspondiente proceso. El 26 de abril de 1996 la Congregación para las Causas de los Santos decretó la plena validez del proceso. El 10 de julio de 1997 la Consulta Médica de la misma Congregación afirmó por unanimidad que la curación del Dr. Nevado de “radiodermitis crónica grave, en el tercer estadio, en fase de irreversibilidad”, fue “muy rápida, completa y duradera; científicamente inexplicable”. El 9 de enero de 1998 los consultores teólogos, llamados a pronunciarse sobre el carácter preternatural de esa curación y sobre la relación causal entre la invocación del beato Josemaría y la desaparición de la enfermedad, emitieron voto positivo unánime. El 21 de septiembre de 2001, la Congregación Ordinaria de Cardenales y Obispos miembros de la Congregación confirmó el carácter milagroso de la curación del Dr. Nevado y su atribución al beato Josemaría. La lectura del respectivo decreto super miro tuvo lugar el 20 de diciembre, en presencia del Santo Padre. El 20 de febrero de 2002, el Papa presidió un Consistorio Ordinario Público de Cardenales, que estableció el 6 de octubre de 2002 como fecha de la canonización. Ese día, ante una muchedumbre de 300.000 fieles procedentes de todo el mundo, Juan Pablo II inscribió a san Josemaría en el Catálogo de los Santos de la Iglesia universal. Asistían a la ceremonia más de cuatrocientos obispos. Las imágenes, retransmitidas en directo por veintinueve emisoras televisivas, llegaron a todos los países del mundo. En la homilía de la Misa, entre otras cosas, el Santo Padre dijo: “La Providencia divina ha dispuesto que la trayectoria terrena de San Josemaría Escrivá tuviese lugar en el siglo XX, tiempo que ha presenciado enormes desarrollos de la ciencia y de la técnica (...). Es preciso reconocer que, junto a logros admirables del espíritu humano, en este tiempo nuestro abundan los torrentes de aguas amargas, que tratan inútilmente de apagar la sed de felicidad de los corazones (...). Gracias a la doctrina y al espíritu del Fundador del Opus Dei, hasta de las piedras más áridas e insospechadas han brotado torrentes medicinales. El trabajo humano bien terminado se ha hecho colirio, para descubrir a Dios en todas las circunstancias de la vida, en todas las cosas. Y ha ocurrido precisamente en nuestro tiempo, cuando el materialismo se empeña en convertir el trabajo en un barro que ciega a los hombres, y les impide mirar a Dios” (Capucci, 2009, pp. 137-138). En la mañana del 7 de octubre, tras una Misa de acción de gracias celebrada por Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, el Santo Padre tuvo una audiencia con los fieles llegados a Roma para la canonización del fundador. En su discurso trazó un breve perfil del nuevo santo. Entre otras cosas, Juan Pablo II dijo: “San Josemaría fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Podría decirse que fue el santo de lo ordinario. En efecto, estaba convencido de que, para quien vive en una perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de un encuentro con Dios, todo se convierte en estímulo para la oración. Vista así, la vida diaria revela una grandeza insospechada. La santidad está realmente al alcance de todos”. Y, a continuación: “Escrivá de Balaguer fue un santo de gran humanidad. Todos los que lo trataron, de cualquier cultura o condición social, lo sintieron como un padre, entregado totalmente al servicio de los demás, porque estaba convencido de que cada alma es un tesoro maravilloso: en efecto, cada hombre vale toda la sangre de 189 CARÁCTER, FORMACIÓN DEL Cristo. (...) El Señor le hizo entender profundamente el don de nuestra filiación divina. Él enseñó a contemplar el rostro tierno de un Padre en el Dios que nos habla a través de las más diversas vicisitudes de la vida. Un Padre que nos ama, que nos sigue paso a paso y nos protege, nos comprende y espera de cada uno de nosotros la respuesta del amor. La consideración de esta presencia paterna, que lo acompaña a todas partes, le da al cristiano una confianza inquebrantable; en todo momento debe confiar en el Padre celestial. Nunca se siente solo ni tiene miedo. En la Cruz –cuando se presenta– no ve un castigo, sino una misión confiada por el mismo Señor. El cristiano es necesariamente optimista, porque sabe que es hijo de Dios en Cristo”. Más adelante, el Papa comentó la actualidad del mensaje de san Josemaría, subrayando la sintonía de sus enseñanzas con uno de los temas que el Papa consideraba cruciales en la pastoral en nuestros días: la armonía entre fe y cultura. He aquí sus palabras: “Este mensaje tiene numerosas implicaciones fecundas para la misión evangelizadora de la Iglesia. Fomenta la cristianización del mundo «desde dentro», mostrando que no puede haber conflicto entre la ley divina y las exigencias del auténtico progreso humano. Este sacerdote santo enseñó que Cristo debe ser la cumbre de toda actividad humana. Su mensaje impulsa al cristiano a actuar en los lugares donde se está forjando el futuro de la sociedad. De la presencia activa de los laicos en todas las profesiones y en las fronteras más avanzadas del desarrollo sólo puede derivar una contribución positiva para el fortalecimiento de la armonía entre fe y cultura, que es una de las mayores necesidades de nuestro tiempo” (Capucci, 2009, pp. 141-142). Y concluyó exhortando a los presentes a servir a la Iglesia con una conducta coherente con el ejemplo y las enseñanzas de san Josemaría. Palabras que todos entendieron como una llamada a la responsabi- lidad, así como aquellas con las que Juan Pablo II, tras la ceremonia de la canonización, se despidió de los fieles presentes: “Saludo cordialmente al Prelado y a todos los miembros del Opus Dei: os agradezco todo lo que hacéis por la Iglesia” (Capucci, 2009, p. 134). Voces relacionadas: Devoción a san Josemaría. Bibliografía: Flavio Capucci, Josemaría Escrivá, santo. El itinerario de la causa de canonización, Madrid, Rialp, 2009. Flavio CAPUCCI CARÁCTER, FORMACIÓN DEL 1. El carácter, rasgo distintivo de la personalidad humana y cristiana. 2. Educación del carácter. San Josemaría habla del carácter, conjunto de cualidades psíquicas y espirituales que configuran la manera de ser de cada persona, desde una perspectiva espiritual, en cuanto elemento conformador de la personalidad y, especialmente, del temple del cristiano que está llamado a asemejarse a Jesucristo impregnando su personal modo de ser con la luz y la vida que derivan del Dios hecho hombre. Plantea, pues, la formación del carácter con una orientación humana y sobrenatural, que es profundamente cristológica y por tanto apostólica. A este respecto es muy significativo que Camino se inicie con un capítulo dedicado al carácter y que sus primeros puntos sean los siguientes: “Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón” (C, 1); “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al 190 CARÁCTER, FORMACIÓN DEL verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” (C, 2). 1. El carácter, rasgo distintivo de la personalidad humana y cristiana Como el ser humano es una unidad de cuerpo y alma, de espíritu y materia, el carácter o modo de ser tiene una base biológica, el temperamento, es decir, aquellos aspectos de su constitución fisiológica que influyen en su modo de reacción. La conjunción de carácter y temperamento da lugar a la índole de cada persona; de ahí que existan individuos que son temperamentalmente introvertidos o extrovertidos, inquietos o reflexivos, etc. Por eso es preciso templar el carácter mediante el buen uso de la inteligencia y la voluntad, de modo que dé lugar a una personalidad equilibrada (cfr. S, 417). En la configuración del carácter, la familia tiene un influjo destacado, y en especial los padres. Así ocurre en la vida de todo ser humano. Y así debió ocurrirle –a san Josemaría le gustaba señalarlo– a Cristo en cuanto hombre, cuyo modo de ser mostraría rasgos que recordarían a santa María y a san José: “Porque Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús, y por tanto, su trato con José” (ECP, 55). Junto a la influencia familiar hay que mencionar la que ejerce la cultura regional y nacional en cuyo contexto nace o se desarrolla cada persona. San Josemaría no vacilaba en reconocerlo respecto de sí mismo: “Soy aragonés y, hasta en lo humano de mi carácter, amo la sinceridad: siento una repulsión instintiva por todo lo que suponga tapujos” (ECP, 70). A la vez, invitaba a superar toda limitación cultural, de forma que la espontaneidad, estuviera muy unida no sólo a la fortaleza, que lleva a moderar las manifestaciones del propio temperamento, sino a la magnanimidad, que nace de un corazón grande capaz de apreciar no sólo la propia familia o la propia cultura, sino las riquezas que se manifiesten en otras personas o en otras comunidades o civilizaciones (cfr. C, 525). El hecho de que el carácter tenga presupuestos psíquicos y reciba el influjo de los contextos que rodean a cada persona, no puede hacer olvidar, sin embargo, que todos esos factores no determinan por entero la personalidad: la voluntad, y con ella la libertad, juegan un papel decisivo. De cómo actúe cada persona, de cómo decida en las diversas circunstancias de su vida dependerá la configuración definitiva de su carácter: “No digas «Es mi genio así…, son cosas de mi carácter». Son cosas de tu falta de carácter” (C, 4). En el idioma castellano la voz “carácter” puede usarse con dos sentidos o acepciones: un sentido genérico, que remite a todo modo de ser; y un sentido más restringido, al que se acude para designar el hecho de que una determinada persona posee un carácter consistente y una voluntad firme, de modo que, refiriéndose a ella, puede decirse que es un varón o una mujer “de carácter”. En el punto de Camino que acabamos de citar, y, en general, en los escritos de san Josemaría, están presentes esos dos sentidos, pero el segundo es el predominante, si no numéricamente, al menos en cuanto objetivo o intención, en coherencia con su aguda conciencia de la relación entre lo cristiano y lo humano, entre las virtudes sobrenaturales y las virtudes humanas. “«Iesus Christus, perfectus Deus, perfectus Homo» –Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Muchos son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre..., y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales –a pesar de todo el armatoste externo de piedad–, por- 191 CARÁCTER, FORMACIÓN DEL que no hacen nada por adquirir las virtudes humanas” (S, 652). De hecho puede decirse que uno de los objetivos fundamentales de la predicación de san Josemaría –presupuesta su proclamación de la llamada universal a la santidad y su honda conciencia de la necesidad absoluta de la gracia divina para responder a esa llamada– fue el deseo de formar hombres y mujeres de carácter, en los que una personalidad humana bien asentada sirviera de apoyo a la vocación divina y a su concreta realización en los hechos. Es esta convicción de fondo lo que explica que inicie Camino, como antes señalábamos, con un capítulo dedicado al carácter, y la fuerza con que, en ese capítulo y en otros muchos momentos, recalque la importancia de fortalecer y orientar adecuadamente el propio carácter. Sin el esfuerzo necesario para orientar y templar el carácter, la personalidad se desdibuja e incluso se desmorona y las metas ideales resultan inalcanzables. “No caigas –afirma en Camino– en esa enfermedad del carácter que tiene por síntomas la falta de fijeza para todo, la ligereza en el obrar y en el decir, el atolondramiento…: la frivolidad, en una palabra. Y la frivolidad –no lo olvides– que te hace tener esos planes de cada día tan vacíos («tan llenos de vacío»), si no reaccionas a tiempo –no mañana: ¡ahora!–, hará de tu vida un pelele muerto e inútil” (C, 17). Y en una de sus homilías: “El que no escoge –¡con plena libertad!– una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia –como un parásito–, sujeto a lo que determinen los demás. Se prestará a ser zarandeado por cualquier viento, y otros resolverán siempre por él. Estos son nubes sin agua, llevadas de aquí para allá por los vientos, árboles otoñales, infructuosos, dos veces muertos, sin raíces (Jds, 12), aunque se encubran en un continuo parloteo, en paliativos con los que intentan difuminar la ausencia de carácter, de valentía y de honradez” (AD, 29). Ha- blando positivamente, y de nuevo en Camino: “Voluntad. –Energía. –Ejemplo. –Lo que hay que hacer, se hace … Sin vacilar … Sin miramientos … Sin esto, ni Cisneros hubiera sido Cisneros; ni Teresa de Ahumada, Santa Teresa …; ni Iñigo de Loyola, San Ignacio … ¡Dios y audacia! –«Regnare Christum volumus»!” (C, 11). El fortalecimiento del carácter implica empeño y lucha, pero sin olvidar –y esto es decisivo para entender el mensaje de san Josemaría– que ese fortalecimiento no tiene su fin en el carácter mismo. “Tienes ambiciones:... de saber..., de acaudillar..., de ser audaz. Bueno. Bien. –Pero... por Cristo, por Amor” (C, 24) No se trata solamente de ser una persona de carácter, sino de fortalecer –y, en su caso, enderezar– el propio carácter, para así estar en condiciones de amar y de servir. Más concretamente, de identificarse con Cristo para, en Cristo y con Cristo, aprender a tratar a Dios como Padre y a afrontar las situaciones y tareas que implique la propia vida con un profundo espíritu de servicio. Esa finalidad, a la que debe aspirar todo cristiano, reclama energía interior, firmeza de carácter, sin lo que no puede haber ni verdadero crecimiento en la vida espiritual: “No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter. Esas posturas delatan egoísmo, comodidad, y desde luego no se compaginan con el amor” (AD, 151), ni auténtico testimonio de fe cristiana: “–Hijo: ¿dónde está el Cristo que las almas buscan en ti?: ¿en tu soberbia?, ¿en tus deseos de imponerte a los otros?, ¿en esas pequeñeces de carácter en las que no te quieres vencer?, ¿en esa tozudez?... ¿Está ahí Cristo? –¡¡No!! –De acuerdo, debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo” (F, 468). 2. Educación del carácter Cuanto hemos expuesto pone de manifiesto que en relación con el carácter 192 CARÁCTER, FORMACIÓN DEL puede hablarse no sólo de evolución –se modifica, por ejemplo, con la edad–, sino de educación o formación, ya que, partiendo de la realidad psíquica de cada sujeto, la voluntad puede orientar sus potencialidades en uno u otro sentido. De hecho, ésta es, como decíamos al principio, la perspectiva que adopta san Josemaría y por tanto la que ha estado presente desde el principio de estas páginas. Conviene, no obstante, que, siguiendo a san Josemaría, completemos la exposición, aunque sea a modo de pinceladas. Para un cristiano la formación del carácter remite no sólo a un ideal, sino a una persona, Jesucristo, y es, por tanto, asunto de amor. “Es ese amor de Cristo el que cada uno de nosotros debe esforzarse por realizar, en la propia vida. Pero para ser ipse Christus hay que mirarse en Él. No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz” (ECP, 107). Desde esa mirada a Cristo, se mira a la propia persona. La formación del carácter presupone autoconocimiento, advertencia de las propias cualidades y de las propias limitaciones, de forma que se potencien los aspectos positivos y se corrijan los negativos: “las asperezas de tu carácter, tus egoísmos, tu comodidad, tus antipatías…” (S, 863). Y, supuesto ese conocimiento, decisión de crecer, de mejorar, de ser más dueño de uno mismo, sin permitir que aflore el “mal carácter”, como señala un punto de Surco (S, 651) en referencia a los caracteres amargos y agresivos, pero formulando un principio que es aplicable a cualquiera de los aspectos negativos de la personalidad. La formación y dirección del carácter, la lucha contra los propios defectos, conlleva el ejercicio de las virtudes: la humildad, que modera el amor desordenado de la propia excelencia; la templanza, que ayuda a superar la tentación de buscar ante todo lo placentero; la fortaleza, que corrige tanto la irascibilidad como la abulia; la castidad que, al dominar la afectividad, “enrecia” el carácter (cfr. C, 144); la laboriosidad, que impulsa a perseverar en la tarea, venciendo la tentación de la comodidad; la afabilidad, que fomenta el trato amable y distendido... En suma, todo lo que, enseñando a decir que “no” a lo que implica egoísmo o falta de control (cfr. C, 5), coloca en condiciones de decir que “sí” a lo que verdaderamente vale: el amor a Dios y los demás. Esto requiere, y san Josemaría lo recuerda, que la práctica de las virtudes sea auténtica, es decir, que vaya más allá de un comportamiento meramente exterior, y esté acompañada de una verdadera decisión de la voluntad. “La fachada es de energía y reciedumbre. –Pero ¡cuánta flojera y falta de voluntad por dentro! –Fomenta la decisión de que tus virtudes no se transformen en disfraz, sino en hábitos que definan tu carácter” (S, 777). La educación del carácter no es una tarea que afecte sólo a algunos momentos del día o a algunas etapas de la vida, sino que se realiza a través de las circunstancias en las que se desenvuelve la vida ordinaria, a la que el fundador del Opus Dei concedió siempre singular importancia: lo de cada día. La negación de sí mismo en las cosas ordinarias es lo que fortalece la voluntad. “No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas –que nunca son futilidades, ni naderías– fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo” (C, 19). Así las diversas facultades, que son como “resortes” de la acción, constituirán un conjunto de “teclas” bien afinadas, capaces de sonar armónicamente, sin tensiones ni disonancias, no sólo en momentos especiales, sino en cualquier situación: “¡Esa desigualdad de tu carácter! –Tienes el teclado estropeado: das muy bien las notas altas y las bajas…, pero no suenan las de en medio, las de la vida corriente, 193 CARÁCTER, FORMACIÓN DEL las que habitualmente escuchan los demás” (S, 440). La lectura del primer capítulo de Camino pone de manifiesto que el fundador del Opus Dei, en relación con la formación del carácter, concede una particular importancia, tanto a la necesidad de abrir el alma a grandes ideales (cfr. especialmente C, 1, 7, 11, 12, 16, 17), como al trato con quienes nos rodean y con quienes convivimos, es decir, al dominio sobre el propio carácter y a la finura en la caridad que se adquieren saliendo de sí mismo y, cuando llega el caso, respetando, y apreciando, los modos de ser que son distintos del nuestro. “A veces pretendes justificarte, asegurando que eres distraído, despistado, o que, por carácter, eres seco, reservón. Y añades que, por eso, ni siquiera conoces a fondo a las personas con quienes convives –Oye: ¿verdad que no te quedas tranquilo con esa excusa?” (S, 755). Y en el primer capítulo de Camino: “Chocas con el carácter de aquel o del otro... Necesariamente ha de ser así: no eres una moneda de cinco duros que a todos gusta. Además, sin esos choques que se producen al tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las puntas, aristas y salientes –imperfecciones, defectos– de tu genio para adquirir la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección? Si tu carácter y los caracteres de quienes contigo conviven fueran dulzones y tiernos como merengues, no te santificarías” (C, 20). Pensamiento que en Surco se resume con estas palabras: “El diamante se pule con el diamante..., y las almas con las almas” (S, 442). Así, en el desarrollo de la vida ordinaria, en la convivencia con los demás, en la dedicación ilusionada a la propia tarea, en la superación de problemas, dificultades o contradicciones, tendrá lugar un hondo proceso de formación del carácter, siempre que en su raíz estén ese trato con Dios, esa conciencia de la filiación divina, ese saberse pequeño, niño, delante de Dios del que fluyen el crecimiento en la fe, en la esperanza y en el amor y, como consecuencia, la entrega. “No dejaré de insistirte, para que se te grabe bien en el alma: ¡piedad!, ¡piedad!, ¡piedad!, ya que, si faltas a la caridad, será por escasa vida interior: no por tener mal carácter” (F, 79). Firmeza de carácter, caridad verdadera, trato filial con Dios, se funden así en una síntesis que recorre toda la obra de san Josemaría y de la que son expresión acabada los dos puntos, uno de Surco y otro de Camino, que citamos a continuación: “Sereno y equilibrado de carácter, inflexible voluntad, fe profunda y piedad ardiente: características imprescindibles de un hijo de Dios” (S, 417). “Ser pequeño: las grandes audacias son siempre de los niños. –¿Quién pide... la luna? –¿Quién no repara en peligros para conseguir su deseo? «Poned» en un niño «así», mucha gracia de Dios, el deseo de hacer su Voluntad (de Dios), mucho amor a Jesús, toda la ciencia humana que su capacidad le permita adquirir... y tendréis retratado el carácter de los apóstoles de ahora, tal como indudablemente Dios los quiere” (C, 857). De esa unión entre gracia divina y correspondencia humana de la que depende la formación del carácter, encontramos – nos lo recuerda san Josemaría– un modelo acabado en Santa María: “«Una gran señal apareció en el Cielo: una mujer con corona de doce estrellas sobre su cabeza; vestida de sol; la luna a sus pies». –Para que tú y yo, y todos, tengamos la certeza de que nada perfecciona tanto la personalidad como la correspondencia a la gracia. –Procura imitar a la Virgen, y serás hombre –o mujer– de una pieza” (S, 443). Voces relacionadas: Defectos; Lucha ascética. Bibliografía: CECH, passim; Aa.Vv. Un santo per amico. Testimonianze sul Beato Josemaría Escrivá, Milano, Ares, 2001; Ernst Burkhart - Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, 194 CARIDAD II, Madrid, Rialp, 2011, pp. 238 ss.; Javier Echevarría, Eucaristía y vida cristiana, Madrid, Rialp, 2005; Pedro Rodríguez, Camino, una espiritualidad de vida cristiana, Madrid, Astygi, 1972. Genara CASTILLO CARIDAD 1. El mandatum novum. 2. Universalidad del amor cristiano. 3. Caridad, afectividad y cariño. 4. Caridad, comprensión, perdón y justicia. San Josemaría, recogiendo la tradición bíblica, explica de muchos modos cómo el amor a los hombres se fundamenta en el amor a Dios. La unidad con que san Josemaría presenta estos dos aspectos del amor es tal que cabe hablar de “un único Amor fontal omnipresente, sencillo, inteligente, recio y tierno a la vez” (Cardona, 1988, p. 175). En este Diccionario se dedica una voz propia a su enseñanza sobre el Amor a Dios. Por este motivo, esta voz se centra en la doctrina de san Josemaría sobre la virtud de la caridad cuando se dirige hacia los hombres. La práctica de la caridad, característica esencial de la vida de san Josemaría, constituye un elemento central de su enseñanza. Fue un sacerdote que sabía querer del todo, sin cortapisas, y que enseñó a amar “con el ansia de repartir calor divino y humano, ahogando el mal en abundancia de bien” (Echevarría, 1994, p. 251). Su doctrina en torno a la caridad está enfocada desde una perspectiva trinitaria y cristocéntrica. La clave principal radica en el amor de Cristo. “(…) El amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo” (ECP, 169). El hombre tiene así acceso en la gracia a la “corriente de amor instaurada en el mundo por la Encarnación, por la Redención y por la Pentecostés” (ECP, 163). San Josemaría contempla el desbordarse de la caridad desde su fuente en Dios, que es Amor (cfr. AD, 228), a través de Jesucristo (cfr. ECP, 163; AD, 224, 230), como fruto del Espíritu Santo (cfr. AD, 236), para transformar al cristiano a imagen de Cristo (cfr. AD, 236) y hacerlo así capaz de amar a todos los hombres como el Señor lo ha hecho (cfr. AD, 225). Dentro de esta corriente sobrenatural, el amor a los demás queda inscrito como parte integrante del acercamiento del hombre a Dios: “la caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios” (AD, 232). En suma, a la luz de la caridad de Cristo, el amor del cristiano “se fundamenta en una raíz sobrenatural, puesto que no se guía por simpatías o antipatías, sino que procede de Dios mismo, que se nos revela –con su paso por la tierra– profundamente humano; pone en ejercicio los resortes de la afectividad que acompañan siempre a la caridad auténtica” (Echevarría, 2001, p. 203). Por otra parte, como las demás virtudes, la caridad está también llamada a crecer. El progreso en la vida cristiana nunca se puede dar por terminado (cfr. AD, 232). De ahí que san Josemaría sostenga que sería ingenuo pensar que las exigencias de la caridad se cumplen con facilidad. Siempre es necesario el empeño personal (cfr. AD, 234). 1. El mandatum novum San Josemaría extrae su enseñanza sobre la caridad del Evangelio mismo. Entre los textos del Nuevo Testamento que tiene más presentes, además del referido al doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo (Mt 22, 37-40), debe destacarse por su especial importancia el relacionado con el mandatum novum de la caridad (Jn 13, 34-35). Por el misterio de la Encarnación, el Verbo ha asumido una naturaleza humana perfecta. Cristo se ha convertido así en el verdadero modelo de todo lo humano (cfr. AD, 74). El mandatum novum viene a ser un puente perfecto entre el obrar de Jesús 195 CARIDAD y su doctrina: el Señor muestra en su manera totalmente única de amar el modelo que los discípulos han de imitar. “Sólo de esta manera, imitando –dentro de la propia personal tosquedad– los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo” (AD, 225). En las palabras de Cristo queda claro que la caridad mutua es el rasgo que permite reconocer a los cristianos como sus verdaderos discípulos. Jesús enseña a vivir todas las virtudes, pero deja claro que el amor mutuo es “la característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos de todos los tiempos” (AD, 224). Por tanto, “la caridad es la sal del apostolado de los cristianos; si pierde el sabor, ¿cómo podremos presentarnos ante el mundo y explicar, con la cabeza alta, aquí está Cristo?” (AD, 234). La caridad es un elemento esencial e indispensable de la vida del cristiano. El que se une a Cristo ha quedado transformado por el amor de Dios: “pongamos generosamente nuestro corazón en el suelo, de modo que los otros pisen en blando (...). Debemos comportarnos así, porque hemos sido hechos hijos del mismo Padre, de ese Padre que no dudó en entregarnos a su Hijo muy amado” (AD, 228). En esa línea, establece una estrecha relación entre el texto joánico del mandatum novum y el de san Pablo, en el que el apóstol exhorta: “Llevad unos la carga de los otros y así cumpliréis la Ley de Cristo” (Ga 6, 2). En 1933, al poner la Residencia universitaria de Ferraz (DYA), quiso san Josemaría que esta encomienda presidiera la sala de estudio de la Residencia, mediante un cuadro con un pergamino en el que se escribió: “Mandatum novum do vobis: ut diligatis invicem, sicut dilexi vos, ut et vos diligatis invicem. In hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis, si dilectionem habueritis ad invicem” (Jn 23, 34-36). “En esa palabra de Jesús veía la síntesis del espíritu que quería inculcar a los estudiantes: amor, fraternidad, servir a los demás, llevar la carga de los otros. El «mandatum novum», en su doble forma joánica y paulina, era algo que tenía en el alma” (CECH, p. 556). 2. Universalidad del amor cristiano San Josemaría subraya el alcance universal de la caridad cristiana, que se extiende a todos los hombres (Pero-Sanz, 1988, pp. 67-72), creados a imagen de Dios y llamados a participar de la vida divina. “Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios” (ECP, 133). El destinatario de la caridad es cada persona en virtud de su dignidad de hombre y de hijo de Dios: “amar al hombre por su intrínseca dignidad –y como consecuencia respetarlo y comprenderlo–, he ahí el claro enlace entre la dignidad humana y la razón del amor hacia los demás” (Hervada, 1992, p. 19). La dignidad de toda persona se percibe, en efecto, con especial claridad a la luz de la fe, porque “cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo” (ECP, 80). La caridad, por tanto, ha de superar todas las barreras: “No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios” (ECP, 13). La vida cristiana ha de ser un testimonio de santidad y caridad, una siembra de paz y de alegría en todos los ambientes, para llegar a todos los hombres, sea cual sea su estatus social, su profesión o su nivel cultural (cfr. AD, 130). El amor cristiano no tiene límites en cuanto a su alcance, ya que debe proceder según una serie de círculos cada vez más amplios. Debe dirigirse de modo particular hacia los demás cristianos. “El principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad” (AD, 226). Sin este testimonio, “¿quién se sentirá atraído por los que sostienen que predican la Buena Nueva del Evangelio?” 196 CARIDAD (ibidem). La caridad, siendo una virtud de horizonte universal, es una virtud ordenada. Ha de orientarse, en primer lugar, a los más cercanos: no creo en la caridad –escribía san Josemaría– “si martirizas a los de tu casa; si permaneces indiferente en sus alegrías, en sus penas y en sus disgustos (…)” (AD, 227). Pero ha de extenderse generosamente a todos, incluso hasta los “enemigos”. San Josemaría, glosando ese dicho evangélico, comentaba que acudía a esa palabra para referirse así a aquellos que se sitúan a sí mismos como tales: “yo no me siento enemigo de nadie, ni de nada” (AD, 230). A pesar de que pueda no sentir la atracción humana hacia aquellas personas que le rechazan, el cristiano debe devolver bien por mal. “Jesús nos exige que no les devolvamos mal por mal; que no desaprovechemos las ocasiones de servirles con el corazón, aunque nos cueste; que no dejemos nunca de tenerlas presentes en nuestras oraciones” (AD, 231). La difusión de la doctrina cristiana sobre el amor de caridad presupone que todos, cristianos o no cristianos, conozcan mejor a Jesucristo y se acerquen más a Él (cfr. AD, 226-227). Todo hombre es imagen de Dios y merece ser amado. En consecuencia, es propio de la caridad cristiana “venerar (...) la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo” (AD, 230). La caridad, que conduce a desear y buscar el verdadero bien para todas las almas, aspira a lograr “para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él” (AD, 231). El eje de la enseñanza de san Josemaría radica en la vocación universal a la santidad de todo cristiano en medio de su vida ordinaria y de su trabajo, poniendo a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. “Un secreto. –Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. –Dios quiere un puñado de hombres “suyos” en cada actividad humana. –Después... “pax Christi in regno Christi” –la paz de Cristo en el reino de Cristo” (C, 301). Desde este punto de vista, la siembra de caridad que los cristianos han de realizar supone una contribución imprescindible a la construcción de una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo (cfr. ECP, 167). Esta idea de san Josemaría, muy alejada de planteamientos confesionalistas o restauracionistas (cfr. Illanes, 1994, pp. 589-592), es fruto de la convicción de que la sociedad humana habrá alcanzado una calidad tanto mayor cuanto más numerosos sean los que viven según el espíritu del Evangelio y cuanto más nítida sea su identificación con Cristo (cfr. Del Portillo, 1995, pp. 221-223). 3. Caridad, afectividad y cariño Un punto clave de la enseñanza de san Josemaría sobre la caridad es “que el amor sobrenatural, la caridad, tiene en nosotros una insuprimible dimensión humana; se trata del amor de una criatura que no es sólo espíritu, sino cuerpo y alma en unidad sustancial” (Yanguas, 1998, p. 145). San Josemaría establece una adecuada integración de lo sobrenatural y lo natural, de lo espiritual y lo afectivo (cfr. Yanguas, 1998, pp. 151-152). Encuentra en el corazón de Cristo el modelo de caridad que es, a la vez, humano y divino: “¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos... –¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo” (S, 813). Recogiendo una enseñanza de santo Tomás (cfr. S.Th. I-II, q. 26, a. 3), recuerda que la caridad es más que un mero afecto sensible: caridad (dilectio) expresa “una determinación firme de la voluntad. Dilectio 197 CARIDAD deriva de electio, de elegir. Yo añadiría que amar en cristiano significa querer querer, decidirse en Cristo a buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género” (AD, 231). Que en su esencia la caridad sea una “elección” de la voluntad explica, entre otras cosas, la posibilidad de que el cristiano ame a quien o a quienes no le atraen o le perjudican. La afectividad no es siempre criterio válido, e incluso puede no seguir a la valoración objetiva del bien que realiza la inteligencia, ni a la libre elección de ese bien que procede de la voluntad. Son la inteligencia y la voluntad –en un cristiano la fe y la caridad infundidas por el Espíritu Santo– las que deben guiar la acción. Sin olvidar que el amor cristiano es una virtud sobrenatural que se despliega y crece a través de los actos de la voluntad elevada por la gracia, y que acoge e informa también todo el mundo de la afectividad, de manera que sanándola, perfeccionándola y elevándola, pueda contribuir en su lugar al obrar humano íntegramente bueno. “La gracia divina en efecto, está llamada a permear todo el hombre, no sólo la inteligencia y la voluntad; también la afectividad. Ese amplio y variado mundo que define y caracteriza en buena medida a cada persona, no debe ser sofocado ni suprimido, sino ordenado, reordenado, e integrado en el proceso de «cristificación»” (Yanguas, 1998, p. 145). San Josemaría tiene siempre presente el principio de que para ser divinos hay que ser muy humanos (cfr. Bernal, 2002, p. 33). Insiste en que el hombre no tiene un corazón para el amor sobrenatural y otro distinto para el amor humano (cfr. ECP, 166; cfr. AD, 229). “No quería una caridad que no fuera también afecto, calor humano, y no quería «hijos sin corazón»” (Torelló, 1993, p. 426). El amor sobrenatural, a la vez que acoge la afectividad humana, la purifica. Esa purificación del corazón resulta necesaria para que el amor no se corrompa: es preciso apartarse de la insensibilidad, pero también de los excesos del sentimentalis- mo, o de los engaños de la sensualidad. “Poniendo el amor de Dios en medio de la amistad, ese afecto se depura, se engrandece, se espiritualiza; porque se queman las escorias, los puntos de vista egoístas, las consideraciones excesivamente carnales. No lo olvides: el amor de Dios ordena mejor nuestros afectos, los hace más puros, sin disminuirlos” (S, 828). La caridad verdadera no es reducible a mero sentimiento, pero el sentimiento también está llamado a intervenir, ordenadamente, haciendo que la caridad se exprese en cariño, ternura, atención, interés, cuidado. No se trata de una asistencia puramente exterior o simple beneficencia. “Si pensásemos (...) que conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial, seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño, calor humano” (ECP, 167). En la enseñanza de san Josemaría, “se subraya fuertemente esa dimensión humana de la virtud teologal –divina en cierto modo– de la caridad. Quizá el ejemplo más frecuente, de una parte, y más logrado y bello, de otra, sea la presentación de la caridad como «cariño»: la caridad es afecto humano, «cariño» elevado al orden sobrenatural (...). El cariño humano, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural” (Yanguas, 1998, p. 154). Por tanto, despojar a la caridad del cariño, sería quitarle el calor humano y, en el fondo, falsificarla. San Josemaría se sirve de una elocuente anécdota para mostrar de forma gráfica su doctrina: “Expresaba bien esta aberración la resignada queja de una enferma: aquí me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño. El amor que nace del Corazón de Cristo, no puede dar lugar a esa clase de distinciones” (AD, 229). 198 CARISMAS 4. Caridad, comprensión, perdón y justicia Considera también san Josemaría que la misericordia, el perdón y la comprensión son elementos integrantes de la caridad sobrenatural. “–Me pondría de rodillas, sin hacer comedia –me lo grita el corazón–, para pediros por amor de Dios que os queráis, que os ayudéis, que os deis la mano, que os sepáis perdonar” (F, 454). Enseña que la misericordia es más que mera compasión. “La misericordia se identifica con la superabundacia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia. Misericordia significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso” (AD, 232). La capacidad de perdonar nace también como un momento interno a la propia caridad. “Decía –sin humildad de garabato– aquel amigo nuestro: «no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer»” (S, 804). San Josemaría ve en la comprensión una de las primeras manifestaciones de la caridad. “Más que en «dar», la caridad está en «comprender»” (C, 463). Afirma que la forma mejor de tratar al prójimo es “la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse –¡siempre!– como instrumentos de unidad” (AD, 233). A la vez, san Josemaría aclara que la comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino actividad (cfr. F, 282; S, 864), porque conduce también a actuar para el auténtico bien de todos (cfr. S, 803). Hay que tratar con afecto al que yerra, pero sabiendo defender la verdad y la fe (cfr. F, 863), porque la verdad salva, y defenderla es también un reflejo del amor de Dios (cfr. S, 764). En resumen, la doctrina sobre la caridad presenta en san Josemaría, por así decir, un carácter sinfónico, que integra en una visión unitaria la pluriforme realidad del amor humano con el amor que Cristo nos ha manifestado y la vocación a identificarse con Él. Voces relacionadas: Amor a Dios; Fraternidad; Servicio, Espíritu de. Bibliografía: AD, 222-237; C, 440-469; Salvador Bernal, “Un gran amigo”, Nuestro Tiempo, 570 (2002), pp. 30-33; Carlos Cardona, “Camino, una lección de amor”, en José Morales (coord.), Estudios sobre Camino, Madrid, Rialp, 1988, pp. 173-179; Javier Echevarría, Itinerarios de vida cristiana, Madrid, Planeta, 2001; Id., “Mons. Escrivá de Balaguer, un corazón que sabía amar”, en Aa.Vv., La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Pamplona, EUNSA, 1994, pp. 243-261; Javier Hervada, “El hombre y su dignidad en palabras de Mons. Escrivá de Balaguer”, Fidelium Iura, 2 (1992), pp. 11-26; José Luis Illanes, “Trabajo, caridad, justicia”, ScrTh, 26 (1994), pp. 571-607; José Miguel Pero-Sanz, “Acogida universal”, en José Morales (coord.), Estudios sobre Camino, Madrid, Rialp, 1988, pp. 67-78; Álvaro del Portillo, Rendere amabile la verità. Raccolta di scritti di Mons. Alvaro del Portillo, pastorali, teologici, canonistici, vari, Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 1995; Giambattista Torelló, “«Pazzo d’amore». La personalità del Beato Josemaría Escrivá”, Studi Cattolici, 389-390 (1993), pp. 420-428; José María Yanguas, “Amar «con todo el corazón» (Dt 6, 5). Consideraciones sobre el amor del cristiano en las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 26 (1998), pp. 144-157. Juan Ignacio RUIZ ALDAZ CARISMAS 1. Concepto de carisma. 2. Diversidad de carismas en la Iglesia. 3. El carisma fundacional del Opus Dei. San Josemaría recibió de Dios un carisma específico para que hiciera nacer en la Iglesia la realidad del Opus Dei. Al servicio de ese carisma dedicó su vida. 1. Concepto de carisma El término “carisma” viene del griego charisma (de charis: don/gracia con el sufijo -ma que indica en griego el efecto de 199 CARISMAS una acción). En el Nuevo Testamento es usado dieciséis veces en las cartas de san Pablo y una en la primera de san Pedro. Con esta palabra, san Pablo menciona las gracias especiales, concedidas a determinados fieles, para que contribuyan a la edificación de la Iglesia. El criterio fundamental para que los carismas sean fructíferos se encuentra en la caridad: “Si hablara…, tuviera…, conociera…, repartiera…, pero no tuviera caridad, de nada me aprovecharía” (1 Co 13, 1-3). La teología escolástica, con santo Tomás de Aquino a la cabeza, ha distinguido la gracia gratis data (dada para el bien común), de la gracia gratum faciens (la que se da en orden a la salvación de quien la recibe). Los carismas pertenecen a las gracias gratis datae. En el curso de los siglos se afianzó la tendencia a considerar los carismas como “dones extraordinarios, llamativos y transitorios, recibidos principalmente por la Iglesia en sus orígenes” (cfr. Romano, 1992, p. 424). A partir del Concilio Vaticano I –y, sobre todo, con Pío XII–, se inició una superación gradual de esa postura reduccionista. El Concilio Vaticano II, en virtud de una mayor atención al actuar del Espíritu Santo, realzó especialmente el papel de los carismas en la Iglesia. Enseña el Concilio que, en el diseño de salvación del Padre, la Iglesia “toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo” (AG, 2). El Paráclito, “con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (cfr. Ef 4, 11-12; 1 Co 12, 4 y Ga 5, 22)” (LG, 4). El Concilio también ha reconocido que el Espíritu “reparte entre los fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con que dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia” (LG, 12). El párrafo dedicado a los carismas concluye diciendo que “el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que presiden la Iglesia, a quienes compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y quedarse con lo bueno (cfr. 1 Ts 5, 19-21)” (LG, 12). 2. Diversidad de carismas en la Iglesia San Pablo, a la vez que recalca la “diversidad de dones” (1 Co 12, 41), subraya que los carismas son manifestaciones particulares del mismo Espíritu Santo, que los distribuye “a cada uno según quiere” (1 Co 12, 11). Sus cartas ofrecen cuatro elencos de carismas que, sin pretender ser exhaustivos, muestran la riqueza y la variedad de la acción del Espíritu (cfr. 1 Co 12, 8-10; 1 Co 12, 28-30; Rm 12, 6-8; Ef 4, 11). El servicio al que son destinados los carismas mencionados por el Apóstol tiene por objeto realidades muy variadas: la evangelización, la enseñanza, la profecía, el gobierno, la curación, el don de lenguas y los milagros. El criterio que regula el ejercicio de los diversos carismas está formulado en 1 P 4, 10: “Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios”. El tema de la variedad de carismas en la unidad de la Iglesia estuvo muy presente en las reflexiones del Concilio Vaticano II. Una de las ideas centrales del Concilio es la de la comunión. Este asunto apareció de nuevo en la Cart. Communionis Notio (28-V-1992) de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuyo capítulo cuarto se titula “Unidad y diversidad en la comunión eclesial”. Comienza con unas palabras de Juan Pablo II: “La universalidad de la Iglesia, de una parte, comporta la más sólida unidad y, de otra, una pluralidad y una diversificación, que no obstaculizan la unidad, sino que le confieren en cambio el carácter de comunión” (CN, 15). El valor positivo de la variedad fue subrayado por el entonces cardenal Ratzinger en su ponencia Los movimientos eclesiales y su colocación teológica, del 28 de mayo de 1998. Dirigiéndose a los obispos recordó “que no les está permitido ceder a una uni- 200 CARISMAS formidad absoluta en las organizaciones y programas pastorales. No pueden ensalzar sus proyectos pastorales como medida de aquello que le está permitido realizar al Espíritu Santo: ante meros proyectos humanos puede suceder que las Iglesias se hagan impenetrables al Espíritu de Dios, a la fuerza que las vivifica. No es lícito pretender que todo deba insertarse en una determinada organización de la unidad; ¡mejor menos organización y más Espíritu Santo!”. Entre los diversos dones carismáticos, el Concilio habla de las llamadas “gracias de estado”, dadas a los fieles para ayudarles a vivir su propia vocación-misión en la Iglesia, así como de otros carismas relacionados con determinados ministerios y/o sacramentos, el carisma del celibato o de la virginidad, y otros dones con los que el Espíritu Santo hace posible que algunos fieles cumplan peculiares misiones al servicio de las almas. “Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 2, 11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia” (LG, 12). “Los carismas –señala el Catecismo de la Iglesia Católica– se han de acoger con reconocimiento por el que los recibe, y también por todos los miembros de la Iglesia. En efecto, son una maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad de todo el Cuerpo de Cristo” (CCE, 800). En el seno de esta variedad de carismas, se pueden señalar algunas grandes líneas que se desarrollan en torno a los tres modos diferentes con los que los fieles participan en la misión de la Iglesia: la secularidad específica de los laicos, la ministerialidad de los pastores, y la “tensión escatológica” de los consagrados. Durante los siglos, se ha desarrollado notablemente la reflexión teológica sobre la vida religiosa y, en buena medida, la sacerdotal, así como sobre tareas y carismas que con ellas se relaciona. Mucho menos desarrollada estaba la vida espiritual de los fieles laicos. Y, es justamente al servicio de su vocaciónmisión eclesial donde se sitúa el carisma recibido por el fundador del Opus Dei. San Josemaría recordó con frecuencia la importancia de la docilidad a la acción del Espíritu, exhortando a la oración personal, en la que se perciben y acogen sus inspiraciones. Así, será posible “ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón” (ECP, 130). “Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros” (ECP, 135). San Josemaría vio muy claro que los carismas que cada uno recibe deben ser vistos con profundidad y sentido eclesiales, lo que le hizo fácil amar todos los carismas en la Iglesia y también la libertad de los cristianos, huyendo de cualquier actitud exclusivista. Al mismo tiempo señaló que los carismas que presuponen fidelidad y humildad, reclaman correspondencia y poner en juego las capacidades humanas en servicio de lo que Dios pide, de ahí que dijera que no se debe ser “milagreros” (C, 583) y advirtiera frente a la tentación de ser “carismáticos sin doctrina” (CONV, 2). 3. El carisma fundacional del Opus Dei La vida de san Josemaría estuvo radicalmente marcada por un hecho sobrenatural acaecido el 2 de octubre de 1928. 201 CARISMAS Desde ese día puso todas sus fuerzas al servicio de la misión que el Señor le había confiado con una “iluminación sobre toda la Obra” (Apuntes íntimos, n. 306: AVP, I, p. 293), según él mismo atestiguó. En aquella luz vio la esencia de la Obra como Dios la quería a lo largo de los siglos: un fenómeno pastoral y apostólico destinado a promover la santidad entre los cristianos corrientes, para los cuales el trabajo y las ocupaciones ordinarias se transformarían en medio de santificación. Una luz que le permitió ver la grandeza y las exigencias de la vocación cristiana, vivida en las entrañas de la sociedad y –de manera especial– en el trabajo profesional. Aquella iluminación adquirió mayores matices y profundizaciones con otras luces que san Josemaría fue recibiendo en años posteriores. Las más importantes, en las siguientes fechas: el 14 de febrero de 1930, cuando Dios le hizo entender que aquel mensaje debía extenderse también entre las mujeres; el 7 de agosto de 1931 (fiesta entonces de la Transfiguración), cuando en la santa Misa –levantando la Sagrada Hostia– vino a su pensamiento una frase de la Escritura “et ego si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum” (Jn 12, 32), y entendió “que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas” (Apuntes íntimos, nn. 217 y 218: AVP, I, p. 381); el día 16 de octubre de 1931, en el que tuvo una profunda experiencia de la filiación divina que, según él mismo declaró, iba a constituir “el fundamento del espíritu del Opus Dei” (ECP, 64); y el 14 de febrero de 1943, cuando quedó configurada institucionalmente la presencia del ministerio sacerdotal en el Opus Dei mediante la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. siglos, se había difundido la idea de que la santidad exigía un alejamiento de las realidades temporales, para abrazar el estado religioso, definido como “estado de perfección”. De acuerdo con ese esquema, se pensaba –al menos inconscientemente– que los laicos no podían aspirar a una verdadera plenitud de vida cristiana, sino sólo a una santidad de rango inferior. Esta postura entraba en contradicción con el hecho de que toda la Iglesia es un “pueblo mesiánico” que “tiene por cabeza a Cristo”; que pone como condición la “dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un Templo” (LG, 9); y en la que todos los fieles están llamados a “la misma santidad”, cultivándola en los múltiples géneros de vida y ocupaciones (cfr. LG 31). En uno de sus primeros escritos, san Josemaría señala que “cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les comunica las gracias convenientes” (Instrucción, 19-III-1934, n. 48: AVP, I, p. 576). Estas palabras, dirigidas a los primeros fieles del Opus Dei, se aplican plenamente a su persona y misión. Como fundador había recibido unas luces, un carisma, que le hacían penetrar en el misterio de Cristo con particular hondura, mostrando con fuerza los rasgos e implicaciones del espíritu que debía transmitir. El carisma fundacional –cuyo núcleo hemos recordado sucintamente–, le permitió concretamente valorar de modo particular en el misterio de Cristo aquellos aspectos que iluminan la existencia de los cristianos inmersos en las realidades seculares. En síntesis, se trata de identificarse con Cristo como: El valor del carisma recibido por san Josemaría puede comprenderse mejor si se tiene presente que, durante bastantes 202 – Hijo del Padre, contemplando con amor todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador, y cumpliendo cada cosa –también el trabajo– en el espíritu de la filiación divina y, por tanto, con todas sus carac- CARISMAS terísticas: fe, esperanza, caridad, paz, serenidad, alegría… – Verbo encarnado, descubriendo a la luz de su Encarnación el valor de las realidades terrenas. – Hijo del artesano, que sigue el ejemplo de su vida con la que ha revelado el valor redentor de la vida ordinaria y del trabajo. – Sacerdote (mediador entre Dios y los hombres), transformando todo en una ofrenda agradable a Dios en virtud de la participación en su sacerdocio. – Apóstol (enviado) del Padre, reconociéndose al cristiano un apóstol con la misión de transformar todas las realidades temporales desde dentro, para santificar el mundo como fermento en la masa. Se puede además considerar parte del carisma fundacional la integración de estos diversos aspectos en una profunda unidad de vida, en la cual confluyen y se unen contemplación y acción, vida interior y apostolado. San Josemaría lo describió en modo sintético: “Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación –cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria, para contribuir a reconciliar el mundo con Dios–, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es éste un ideal noble y grande, por el que vale la pena dar la vida?” (Instrucción, 19-III-1934, n. 33: AGP, serie A.3, 90-1-1). Al mismo tiempo san Josemaría entendió que el carisma recibido pedía ser vivido con naturalidad, y que no debía dispensar del empeño para adquirir una sólida formación cristiana y de ejercitarse en las virtudes humanas, entre las cuales destacaba la laboriosidad. Aspectos estos que tienen especial relieve en una espiritualidad radicalmente secular como la promovida por él. El carisma fundacional constituye la raíz de un amplio fenómeno pastoral que desde entonces se ha ido desarrollando y ha dado lugar al Opus Dei como “partecica de la Iglesia”. Desde su origen (doble misión del Hijo y de su Espíritu), en la Iglesia todo es para la misión. Por consiguiente, en aquel carisma se pueden distinguir dos dimensiones: un mensaje, y una comunidad eclesial animada y al servicio de aquel mensaje. Las dos dimensiones –profética e institucional– están tan íntimamente implicadas, que constituyen un único evento divino, percibido por san Josemaría “en su total unidad y son llevadas a la práctica en un único movimiento de su espíritu” (Rodríguez, “El Opus Dei como realidad eclesiológica”, en OIG, p. 37). Conviene también destacar la firmeza con la cual san Josemaría supo no sólo vivir este carisma, sino también defenderlo de posibles incomprensiones, y transmitirlo. Lo atestigua el largo y complejo itinerario jurídico de la Obra, impulsado por su extrema fidelidad a la luz recibida de Dios en 1928 y por su deseo de coherencia con aquella inspiración originaria que iba gradualmente desplegando sus virtualidades. La novedad del carisma le obligó a abrir y a trazar nuevos cauces jurídicos, contando siempre con la autoridad de la Iglesia, consciente de que sólo en ella “hay garantía de verdad, y sólo en y por la Iglesia toda concreta misión cristiana puede alcanzar su objetivo” (IJC, p. 15). Voces relacionadas: Formación: Consideración general; Iglesia. Bibliografía: AVP, passim; Antonio Aranda, “El bullir de la sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá, Madrid, Rialp, 2001; Arturo Cattaneo, La varietà dei carismi nella Chiesa una e cattolica, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2007; Fabio Ciardi, I fondatori uomini dello Spirito. Per una teologia del carisma di fondatore, Roma, Città Nuova, 1982; José Luis Illanes, La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad, Madrid, Palabra, 200210 rev. y act.; Id., “Datos para la comprensión histórico-espiritual de una fecha”, CCEDEJ, VI (2002), pp. 105-147; Id., Existencia 203 CARTAS (obra inédita) cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Pamplona, EUNSA, 2003; Ramiro Pellitero, “Carisma”, en César Izquierdo (dir.) - Jutta Burgraff - Félix María Arocena, Diccionario de Teología, Pamplona, EUNSA, 2006, pp. 115-121; Antonio Romano, “Carisma”, en Ermanno Ancilli - Pontificio Istituto di Spiritualità del Teresianum (eds.), Dizionario Enciclopedico di Spiritualità, Roma, Città Nuova, 19922, pp. 422-430; Id., I fondatori profezia della storia. La figura e il carisma dei fondatori nella riflessione teologica contemporanea, Milano, Ancora, 1989; Antonio Sicari, Gli antichi carismi della Chiesa. Per una nuova collocazione, Milano, Jaca Book, 2002; Albert Vanhoye, “Carisma”, en Pietro Rossano et al. (eds.), Nuevo diccionario de Teología Bíblica, Madrid, San Pablo, 20012, pp. 282-288. Arturo CATTANEO CARTAS (obra inédita) 1. Hacia la preparación del ciclo de las Cartas. 2. La redacción del ciclo de las Cartas. 3. Descripción de conjunto del ciclo de las Cartas. 4. Las Cartas posteriores a 1965. San Josemaría designó con el nombre de Cartas un conjunto de escritos dedicados a la formación de los fieles del Opus Dei. Dentro de ese conjunto cabe distinguir dos grupos, distintos entre sí, tanto por la fecha de su redacción como, al menos en parte, por su tono. El primer grupo está constituido por lo que el propio san Josemaría calificó en diversas ocasiones como “el ciclo de las Cartas”: escritos destinados a exponer el espíritu y la labor apostólica del Opus Dei, tarea a la que puso punto final en 1965 y, en algún caso, en 1966. El segundo grupo, formado por escritos redactados entre 1967 y 1974, está íntimamente relacionado con la situación de la Iglesia en esos años y con la especial intensidad con que san Josemaría, consciente de que el fin de su vida terrena podía encontrarse ya cercano, afrontó la responsabilidad que en ese contexto le correspondía como fundador del Opus Dei. De los dos grupos de Cartas nos ocuparemos en la presente voz, siguiendo un orden cronológico, empezando, en consecuencia, por los escritos que integran el “ciclo de las Cartas”. Advirtamos, antes de entrar en materia, que la denominación de Cartas proviene de san Josemaría, que acudió a ese vocablo, que tiene claras resonancias familiares, para designar tres breves Cartas circulares que envió en 1938 y 1939 a los miembros del Opus Dei cuando, estando cercano el fin de la Guerra Civil española, podía pensarse en redoblar el impulso apostólico. Consta además que había pensado en ese término desde comienzos de la década de 1930, con vistas a escritos provocados no por situaciones circunstanciales sino por realidades permanentes y dando a esa palabra un significado análogo al que tiene en bastantes autores de la época clásica y, después, en la tradición eclesiástica. Es decir, exposición detenida y detallada de un tema, o de una serie de temas relacionados entre sí, redactada con el tono propio del género epistolar, pero dirigida no a una persona determinada, sino a todo un conjunto de personas. 1. Hacia la preparación del ciclo de las Cartas En los años inmediatamente posteriores al 2 de octubre de 1928, al comenzar la labor apostólica encaminada a poner en práctica la misión para la que Dios le convocaba, san Josemaría preparó algunos textos que pudieran servir de apoyo a su acción sacerdotal. Vieron así la luz Santo Rosario y Consideraciones espirituales, cuyas primeras versiones datan de 1931 y 1932. Paralelamente advirtió la necesidad de preparar además escritos dirigidos específicamente a quienes se estaban incorporando al Opus Dei. De comienzos de la década de 1930 datan algunos pasajes de sus Apuntes íntimos, en los que habla de la preparación de textos que pudieran ayudar, a quienes se iban uniendo a la Obra, a 204 CARTAS (obra inédita) profundizar en los ideales y horizontes que les había abierto mediante la predicación o en charlas personales. Decisión en la que se reafirmó al concluir los ejercicios espirituales que realizó en 1934: “Propósito: terminado el trabajo de obtención de grados académicos, lanzarme –con toda la preparación posible– a dar ejercicios, pláticas, etc., a quienes se vea que pueden convenir para la O. [la Obra], y a escribir meditaciones, cartas, etc., a fin de que perduren las ideas sembradas en aquellos ejercicios y pláticas y en conversaciones particulares” (Apuntes íntimos, n. 1723). Fruto de ese empeño fue la redacción, en 1934 y 1935, de tres documentos a los que califica como Instrucciones; y el comienzo de un cuarto, al que aplicó esa misma denominación, pero que no completó hasta 1950. Se trata de escritos que, como indica su nombre, aspiran a ofrecer orientaciones y normas concretas de acción. Pensaba además en textos de carácter más decididamente expositivo, a los que en las notas o apuntes de 1930 alude con el nombre genérico de “cartas” y a los que terminará designando con ese título, pero escribiendo la palabra Carta con mayúscula y dando a ese vocablo el significado al que antes nos referíamos. Teniendo a la vista, de forma muy determinada en algunos casos, más genérica en otros, esos posibles escritos, san Josemaría trabajó durante los años treinta –y algo parecido continuó ocurriendo en años sucesivos– con la metodología que se describe en las voces destinadas a los Apuntes íntimos y a Camino. Es decir, considerando los temas en la oración, tomando notas –breves en unos casos, más extensas en otros– a partir de esa oración personal y de su experiencia, y conservando esas notas –con frecuencia guardándolas en sobres– con vistas a su posterior utilización. Esos materiales –muy variados: frases incisivas, párrafos largos relativamente elaborados, esquemas más o menos de- sarrollados, esbozos de meditaciones…– ofrecieron la base y, en ocasiones, incluso el esquema o estructura de las Cartas que ahora nos ocupan. El hecho es, sin embargo, que los escritos a los que el material reunido apuntaba, quedaron pospuestos, hasta que, años después, san Josemaría acometió su elaboración definitiva. Fue, en efecto, sólo a fines de los años cincuenta y comienzo de los sesenta cuando san Josemaría pudo por fin dedicar tiempo a esa labor, de modo que, entre 1960 y 1965 (o, en algún caso, 1966), procedió a la redacción final del conjunto de las Cartas. Preparó todos estos documentos de modo que pudieran ser utilizados enseguida en la formación de los fieles del Opus Dei, y, posteriormente –transcurrido un tiempo después de su muerte–, publicados, cuestión que dejó a la prudencia de quienes le sucedieran. ¿Por qué emprendió esa tarea sólo y precisamente en la fecha indicada? Las razones, aunque fueron varias, se pueden reconducir a dos tipos fundamentales. La primera está relacionada con el crecimiento de la labor apostólica del Opus Dei y con el contexto eclesial en que esa labor se desarrollaba. A fines de los años cincuenta san Josemaría vio, con total claridad, que había llegado el momento de dar pasos en orden a un objetivo en el que venía pensando desde tiempo atrás: apartarse, también públicamente, de la figura de Instituto secular y buscar por otra vía la configuración jurídica del Opus Dei, siguiendo lo que ya había entrevisto en los años treinta, dentro del marco de las figuras de jurisdicción personal. Esta decisión, además de las imprescindibles propuestas y estudios jurídico-canónicos, hacía aconsejable, e incluso necesario, proceder a exponer y describir, desde sus núcleos más radicales y básicos, el espíritu del Opus Dei, partiendo a ese efecto de apuntes y documentos que ahora podía retomar, completar y glosar con mayor amplitud. Era, a la vez, el momento de comen- 205 CARTAS (obra inédita) tar, también por escrito, para conocimiento fehaciente de los fieles del Opus Dei, las diversas fases de la historia de la configuración jurídico-eclesial de la Obra de Dios y del esfuerzo que, a ese respecto, había tenido que afrontar para proteger en todo momento la sustancia del espíritu de la Obra. De ahí las Cartas. Había, pues, que releer las anotaciones y los papeles antiguos para, teniéndolos a la vista, abordar la redacción definitiva de los documentos que hasta entonces no había estado en condiciones de ultimar. El segundo tipo de motivos al que antes aludíamos, se sitúa en un nivel muy diverso del anterior, más aún, de rango inferior, pero a la vez, como ocurre con frecuencia con lo material, determinante para la puesta en práctica de una tarea. Deriva de un hecho muy sencillo: la imposibilidad de disponer, antes de mediados de los años cincuenta, de la totalidad de los papeles antiguos que estaban llamados a constituir el punto de partida del trabajo que se disponía a emprender. que en 1956 todo el Consejo General del Opus Dei se instalara definitivamente en la Ciudad Eterna. Fue entonces cuando no sólo el conjunto de los documentos de gobierno, sino también todos los papeles personales de san Josemaría, se enviaron a Roma. Durante los años sucesivos, san Josemaría acudió a esos papeles siempre que lo estimó oportuno, e incluso, en ocasiones, los dio a conocer a quienes convivían con él de forma más inmediata. Como es lógico, añadió además notas o apuntes redactados durante años posteriores. A finales de la década de 1950 y comienzos de la de 1960 estuvo por fin en condiciones de completar las Instrucciones y dar forma definitiva al ciclo de las Cartas. 2. La redacción del ciclo de las Cartas Al estallar, en 1936, la Guerra Civil española, san Josemaría, al igual que el conjunto del clero madrileño, se vio obligado a abandonar su lugar habitual de residencia. Dejó gran parte de sus papeles al cuidado de su madre, doña Dolores Albás, que los conservó con extrema solicitud. Acabada la guerra, recuperó ese material pero, ocupado en otras tareas –la expansión y los pasos jurídicos del Opus Dei, además de los encargos recibidos de diversos obispos españoles–, no pudo dedicarle tiempo y preparar escritos que entregar a la imprenta, de modo que lo guardó en espera de que llegara el momento oportuno (más datos históricos sobre lo dicho y lo que sigue en Illanes, 2009, pp. 246-250). Para acometer esa tarea, san Josemaría contaba con un material abundante y variado. Los papeles sobre los que se disponía a trabajar eran, en efecto, muy diversos, tanto por su fecha, como por su naturaleza. Había anotaciones breves sobre temas varios; folios o cuartillas en los que se desarrollaba un pensamiento o doctrina; esquemas o esbozos de esquemas, acompañados, en algunos casos, por textos complementarios, más o menos ordenados; ideas y resúmenes para charlas con ocasión de la labor sacerdotal y apostólica; guiones para meditaciones y cursos de retiro, etc. En ocasiones no incluían fecha alguna; otros, en cambio, estaban fechados o, al menos, ofrecían datos que permitían fecharlos. Algunos papeles, muy antiguos, procedían de la década de 1930 o de los inicios de la de 1940; otros, más recientes, del resto de la década de 1940 o de la de 1950. Cuando, a partir de 1946, el fundador del Opus Dei marchó a Roma y fijó allí su residencia, pensó enseguida en trasladar todo ese material a la capital de Italia, pero pudo llevarse sólo una parte muy reducida. Para disponer del resto tuvo que esperar a Al volver sobre esos papeles para proceder a completar sus Cartas, el fundador del Opus Dei aspiraba a glosar con amplitud y detenimiento aspectos importantes del espíritu, el apostolado y la historia de la Obra. No era su intención –así lo pensaba 206 CARTAS (obra inédita) desde antiguo y lo confirma y concreta en los años sesenta– limitarse a preparar una o varias Cartas sueltas, sino una gama de escritos que, de acuerdo con la expresión que él mismo empleó, pudiera ser calificado como “el ciclo de las Cartas”. Es decir, un conjunto orgánico de documentos en los que se expusieran los rasgos configuradores del espíritu y del apostolado del Opus Dei, junto con los hitos fundamentales de su historia jurídica, de modo que quedaran como herencia o testimonio que constituyera punto de referencia para el futuro. En todo momento partió, como ya hemos indicado, de las anotaciones, esbozos y esquemas que había conservado, teniendo en cuenta tanto su contenido como su antigüedad. Actuó a la vez movido por una honda conciencia de fundador, que le permitía revivir las fechas y momentos en los que su predicación había ido glosando con especial fuerza los diversos aspectos del espíritu del Opus Dei, y expresar ese espíritu cada vez con más hondura, de acuerdo con la madurez humana, espiritual e intelectual que había alcanzado. Esta capacidad era fruto de su estudio y de su oración, y de la experiencia adquirida gracias al desarrollo del Opus Dei. También tuvo influencia en este proceso su meditación y consideración, a la luz del carisma fundacional, del contexto en el que tenían lugar su vida y la del Opus Dei: el desarrollo general de la cultura, la celebración del Concilio Vaticano II, los avatares de la historia de la Iglesia y del mundo, etc. Fue –esto es lo que conviene destacar ahora– desde esa honda madurez cristiana como san Josemaría abordó la tarea de dar forma definitiva a las Cartas de fecha más antigua, y la de elaborar otras nuevas, fechadas ya en los años en los que se encontraba. En coherencia con el intento que como fundador se había propuesto, san Josemaría, respetando siempre la substancia de lo que en los papeles antiguos se contenía, no vaciló, cuando así lo con- sideró conveniente, en completar y ampliar lo que en esas notas se afirmaba, en desarrollar cuestiones espirituales o puntos de doctrina antes sólo incoados, etc., de modo que la redacción final ofreciera una exposición del mensaje del Opus Dei en la que se reflejara la doctrina contenida en los textos antiguos, con el lenguaje y la precisión alcanzados por su experiencia de fundador y su profundización en el carisma fundacional a lo largo de los años. Esa referencia a la historia concreta del Opus Dei motiva que las Cartas, aun estando todas terminadas de redactar en la primera parte de la década de 1960, tengan fechas diversas. En las Cartas datadas a fines de los años cincuenta o en los primeros años sesenta, esa fecha coincide con la de su redacción material. En las Cartas de fecha antigua, es eco de la datación de los papeles que sirven de base a la redacción que san Josemaría emprendió en la década mencionada. Dicho con otras palabras: las fechas de las Cartas antiguas no son las de su última redacción –que se sitúa, como ya se ha dicho, entre 1960 y 1965 o 1966–, sino la del tiempo en el que la substancia de esa Carta estaba tanto en la mente y en la predicación de san Josemaría como en los papeles antiguos a los que nos venimos refiriendo. A medida que iba progresando en la preparación de las Cartas, san Josemaría tomó además otra decisión: destruir, una vez que había llegado a la versión final de cada documento, los esquemas, esbozos y borradores de los que se había servido, dejando así como texto sólo el correspondiente a esa versión final. Esto hace que, respecto a las Cartas de fecha antigua, resulte imposible determinar sus diversas capas redaccionales, es decir, qué párrafos o frases provienen de papeles antiguos, y cuáles, en cambio, del momento en que san Josemaría procedió a completar su redacción. El texto final cobra así una importancia decisiva. 207 CARTAS (obra inédita) San Josemaría determinó, además, que, a medida que iba dando por concluida la redacción de las diversas Cartas, se fuera procediendo a su impresión –labor que concluyó en 1967– y a su envío a las diversas Regiones de la Obra. Esta primera edición impresa circuló, pues, aunque limitadamente, entre los fieles del Opus Dei. Algún tiempo después, en 1969, decidió proceder a una revisión general de todas las Cartas, de modo que la primera edición fue en consecuencia retirada. Esta revisión, en las primeras diecisiete Cartas, es decir, desde la fechada el 24III-1930 hasta la fechada el 7-X-1950, fue realizada por san Josemaría sobre textos mecanografiados en cuartillas a doble espacio. A partir de la Carta fechada el 9-I-1951, y hasta el final (es decir, hasta las fechadas en 1965 o 1966), la metodología del trabajo cambió: san Josemaría procedió a la revisión no sobre un texto escrito a máquina, sino sobre un ejemplar de la primera edición impresa y luego retirada. Las correcciones –tanto las hechas sobre textos mecanografiados como sobre textos impresos–, son, por lo demás, de detalle. Esta variación en el modo de trabajar la explica Mons. Echevarría en la portada de la Carta fechada el 9 de enero de 1951, mediante una amplia anotación manuscrita, con letra roja y fechada el 26 de mayo de 1969, en la que se lee: “Después de haber usado la primera edición impresa de las Cartas, el Padre ha hecho a mano algunas correcciones sobre el texto, que está copiado a máquina en cuartillas: en esas páginas queda, pues, el texto definitivo. (…) Como del texto de las Cartas –las que van de 1951 en adelante– no se conservaban textos escritos a máquina, el Padre me ha ido dictando las correcciones que ha querido introducir, para que yo las pusiera en un ejemplar tirado en la imprenta”. En esa misma nota de 26 de mayo de 1969, Mons. Echevarría comenta que “con el fin de evitar posibles equivocaciones en las ediciones futuras”, san Josemaría determinó que se destruyeran todos los ejemplares impresos que hubiera tanto en Roma como en las diversas Regiones a las que se habían enviado. Quedan, pues, como texto normativo los ejemplares, mecanografiados o impresos, tal y como fueron revisados en 1969; todos ellos se conservan en AGP, serie A-3, leg. 91 a 96. Añadamos un último dato. Durante todo el proceso de redacción y revisión de las Cartas, el fundador del Opus Dei trabajó en su lengua nativa, es decir, en castellano. En un primer momento pensó en la posibilidad de que las Cartas se difundieran entre los fieles del Opus Dei, no sólo en la lengua castellana en la que estaban redactadas, sino también en latín, subrayando así, con el sentido de perennidad que tiene la lengua latina, la firmeza del magisterio fundacional que en todas se contenía. De hecho, algunas de las primeras Cartas que dio por concluidas, las entregó para que fueran traducidas a ese idioma y las envió así a las diversas Regiones del Opus Dei, si bien enseguida completó el envío remitiendo además el original castellano. Pronto sin embargo abandonó la idea de traducir sus Cartas al latín, decisión que arrastraba consigo el abandono de una praxis, muy relacionada con la anterior: la de designar a las Cartas por el incipit, es decir, por las palabras con que comenzaba la versión latina (y, obviamente, la previa y original redacción castellana), que estaban escogidas, según un uso frecuente en los documentos eclesiásticos, de modo que resultaran expresivas del contenido del documento. Dejada aparte la citación mediante el incipit latino, se hacía necesario pensar en otro sistema. La decisión recayó finalmente sobre un modo de referencia que consiste en acudir a la palabra Carta, seguida de la fecha que en cada caso le corresponde. Conviene anotar, finalmente, que para todas las Cartas, aunque no hubieran sido traducidas al latín, san Jose- 208 CARTAS (obra inédita) maría quiso contar con una versión latina de la frase inicial, de modo que, si en algún caso se viera oportuno, pudieran ser citadas por un incipit en ese idioma. 3. Descripción de conjunto del ciclo de las Cartas Resultado de la labor que hemos descrito es un corpus, ciclo o conjunto de treinta y siete Cartas. La primera está datada el 24 de marzo de 1930, fiesta en aquel entonces del arcángel san Gabriel, y la última el 24 de octubre de 1965, festividad del arcángel san Rafael. La Carta 24III-1930 trata de la santificación de la vida ordinaria, del quehacer de cada día, como lo subraya su incipit latino: Singuli dies. La Carta 24-X-1965 trata del apostolado y de la formación para el apostolado, puntos a los que aluden las palabras elegidas para su incipit: Argentum electum, tomadas de Proverbios 10, 20, donde designan la actitud del que busca a Dios y aspira a darle a conocer. Analizando el contenido de los treinta y siete escritos que integran el ciclo de las Cartas, cabe ordenarlas según diversos criterios. El más claro, a nuestro juicio, es el que permite distribuirlas, de acuerdo con lo que ya hemos apuntado en párrafos anteriores, en dos series: 1) las que describen aspectos del espíritu y del apostolado de la Obra; y 2) las que comentan algunas cuestiones relacionadas con su itinerario jurídico. 1) Las Cartas destinadas a glosar aspectos del espíritu y del apostolado del Opus Dei son veinticinco. Las detallamos a continuación, indicando, entre paréntesis, el incipit latino. Los temas que tratan las diversas Cartas se entrecruzan y complementan, como corresponde al género epistolar y lo reclama la íntima unidad que se da entre todos los elementos que configuran la realidad del Opus Dei; no obstante, para dar una idea, aunque sea muy sintética de la amplitud de su contenido, las 209 presentamos agrupándolas según la temática que en cada caso prevalece: a) Cartas sobre diversos aspectos del espíritu del Opus Dei: Carta 24-III1930 (Singuli dies); Carta 24-III-1931 (Videns eos); Carta 9-I-1932 (Res omnes); Carta 11-III-1940 (Sincerus est); Carta 31-V-1943 (Legitima hominum); Carta 15-X-1948 (Meum gaudium); Carta 15-VIII-1953 (Mirabilis omnino). b) Cartas sobre el apostolado: Carta 16-VII-1933 (Vos autem); Carta 2-X1939 (Euntes ergo); Carta 24-X-1942 (Quem per annos); Carta 30-IV-1946 (Numquam antehac); Carta 14-II1950 (Bene nostis); Carta 29-IX1957 (Multum usum); Carta 9-I-1959 (Dei amore); Carta 16-VI-1960 (Dei voluntas); Carta 29-VII-1965 (Verba Domini). c) Cartas sobre el sacerdocio en el Opus Dei: Carta 2-II-1945 (Sacerdotes iam); Carta 28-III-1955 (Divinus seminator); Carta 8-VIII-1956 (Ad serviendum). d) Cartas sobre la formación: Carta 6-V-1945 (Divinus magister); Carta 9-I-1951 (Hac nostra aetate); Carta 2-X-1963 (Optime nostis); Carta 14II-1964 (In Opere Dei); Carta 15-VIII1964 (Veritatem facientes); Carta 24X-1965 (Argentum electum). 2) Las Cartas encaminadas a explicar el alcance y el sentido de las diversas fases del itinerario jurídico del Opus Dei son doce. Se ocupan desde los primeros pasos en los años cuarenta hasta llegar, pasando por las aprobaciones pontificias de 1947 y 1950, a la preparación de la solución jurídica, que se alcanzará en 1982, después de la muerte de san Josemaría, pero basándose en sus textos e indicaciones. Teniendo en cuenta que estas Cartas están relacionadas con las diversas etapas de ese itinerario jurídico, cu- CARTAS (obra inédita) yas fechas son conocidas, no parece necesario detallar su contenido (todas han sido por lo demás objeto de consideración en IJC). Nos limitamos por eso a reseñarlas, indicando entre paréntesis el incipit latino: Carta 14-II-1944 (Opus nostrum); Carta 29-XII-1947/14-II-1966 (Ascendente eo); Carta 8-XII-1949 (Perfice gressus); Carta 7-X-1950 (Via deflectit); Carta 14-IX-1951 (Hoc tempore); Carta 24XII-1951 (In patientia); Carta 12-XII1952 (Multa scripta); Carta 19-III-1954 (Vocationis vestrae); Carta 31-V-1954 (Sicut antea); Carta 2-X-1958 (Non ignoratis); Carta 25-I-1961 (Gratias Deo) y Carta 25-V-1962 (Ne proiicias). Se señalan a continuación algunas observaciones que contribuyen a completar la descripción de las Cartas. En primer lugar, que la extensión es muy variada, ya que oscilan –en texto impreso de 24x17 centímetros– entre las siete páginas que tiene la más breve y las casi cuatrocientas que tiene la más larga, aunque la media se sitúa entre las sesenta y las ochenta páginas. En segundo lugar, que las Cartas de fechas más antiguas (concretamente las cuatro fechadas en los primeros años treinta) tratan de facetas básicas del espíritu del Opus Dei. En Cartas sucesivas se da paso a temas que desarrollan o concretan lo ya expuesto en las Cartas anteriores o que abren otras perspectivas (como es el caso de las Cartas de contenido jurídico o el de las Cartas sobre el sacerdocio, que tienen fechas posteriores a la ordenación sacerdotal, en 1944, de seglares que eran ya fieles del Opus Dei). En tercer lugar, que si bien la distinción entre Cartas destinadas a glosar aspectos del espíritu y del apostolado del Opus Dei y Cartas que se ocupan de su itinerario canónico es, en sí misma, clara, la lectura de los textos pone de manifiesto que ambas temáticas se entrecruzan. Y esto como fruto de una realidad substantiva. Desde la perspectiva jurídico-canónica, la totalidad de la historia del Opus Dei es, en efecto, el resultado de la búsqueda, por parte de su fundador, de una configuración que reflejara la realidad de su espíritu. De ahí que las consideraciones histórico-jurídicas estén acompañadas de amplios desarrollos de carácter espiritual: referencias a la santificación y al apostolado en medio del mundo, consideraciones sobre la secularidad, análisis de las virtudes y de las implicaciones que tienen en quienes están llamados a poner en práctica el ideal cristiano precisamente en las condiciones propias del ordinario existir humano y social, etc. En cuarto y último lugar, que las Cartas, aunque procedan a desarrollar temas de gran calado, mantienen siempre un estilo epistolar, con un lenguaje directo y familiar. Tienen, ciertamente, un esquema o hilo conductor, pero evitan consciente y decididamente –así lo advierte su Autor en diversos momentos– la rigidez expositiva y el tono de tratado o explicación exhaustiva, es decir, cuanto hubiera podido llevar a aprisionar el mensaje en un esquema preconcebido, para dejar, en cambio, que el espíritu fluya con libertad. 4. Las Cartas posteriores a 1965 En 1965 san Josemaría había dado por terminada la tarea de preparación de Cartas en el sentido ya mencionado: es decir, escritos amplios y con tono expositivo dirigidos a los fieles del Opus Dei. Los acontecimientos de años posteriores, y más concretamente las tensiones y crisis que conoció la Iglesia en los años siguientes a 1967 y 1968, le llevaron a cambiar de idea. Su conciencia de la responsabilidad que recaía sobre él como fundador y cabeza del Opus Dei en orden a la vida espiritual de sus miembros, le había llevado en algunos de los escritos que integran el ciclo de las Cartas a dar orientaciones que tenían en cuenta el contexto eclesial recién mencionado (así ocurre, concretamente, con algunas de las Cartas fechadas entre 210 CARTAS (obra inédita) 1963 y 1965). El aumento de la situación de crisis a partir de 1967-1968 le impulsó a redactar nuevas Cartas, que tuvieran como objetivo predominante fortalecer la fe y orientar la vivencia cristiana. Con esa intención redactó a comienzos de 1967 una amplia Carta, que dató el 19 de marzo de ese año, festividad de San José. El incipit de la Carta está formado por las palabras Fortes in fide, tomadas de la versión latina de la primera de las epístolas de san Pedro (1 P 5, 9), para añadir a continuación: “así os veo, hijas e hijos queridísimos: fuertes en la fe, dando con esa fortaleza divina el testimonio de vuestras creencias en todos los ambientes del mundo, movidos por el poder impetuoso del Espíritu Santo en una renovada Pentecostés”. Esta Carta, de la que se conserva (AGP, serie A-3, leg. 95, carp. 6) un texto mecanografiado con abundantes correcciones de puño y letra de san Josemaría, es muy extensa (190 páginas, en texto impreso de formato 24x17 centímetros). Constituye una invitación a la firmeza en la fe, en el contexto de la compleja situación que atravesaban durante esos años la Iglesia y la sociedad, con el deseo de adherirse al Año de la Fe convocado por Pablo VI un mes antes, el 22 de febrero de 1967. Desde años atrás el fundador del Opus Dei tenía la costumbre de escribir una carta a las promociones de fieles del Opus Dei que iban a recibir la ordenación sacerdotal. Se trataba, de ordinario, de cartas breves: un folio, o incluso algo menos. En 1971 decidió enviarles un texto más largo. Determinó, a la vez, que se imprimiera y se hiciera llegar también a los demás miembros del Opus Dei. La Carta fruto de esa decisión está fechada el 10 de junio de 1971, y ocupa diecinueve páginas, en texto impreso de formato 16x12 centímetros (AGP, serie A-3, leg. 96, carp. 2). Está en clara continuidad con la Carta de 1967 recién descrita, aunque el tono y algunos de los temas sean distintos, como corresponde a un escrito dirigido de forma inmediata a quienes se preparaban para la recepción del sacramento del Orden. La Carta a los sacerdotes de 1971 anticipa, por lo demás, de algún modo, tres Cartas que, entre marzo de 1973 y febrero de 1974, dirigió a todos los fieles del Opus Dei, y a las que el propio san Josemaría, aludiendo a la antigua costumbre de convocar al pueblo para la santa Misa mediante tres toques sucesivos de campana, calificó como “las tres campanadas”. “Salgo otra vez a vuestro encuentro –escribe al comienzo de la tercera–, volviendo a sonar la campana. (…) Esta carta es como una tercera invitación, en menos de un año, para urgir vuestras almas con las exigencias de la vocación nuestra, en medio de la dura prueba que soporta la Iglesia”. La primera de estas Cartas está fechada el 28 de marzo de 1973; la segunda, el 17 de junio de ese mismo año; la tercera, el 14 de febrero de 1974. Todas tienen bastantes páginas, aunque de formato pequeño (16x12 centímetros): veintiocho la primera; cincuenta y una la segunda; cuarenta y ocho la tercera (AGP, serie A-3; leg. 96, carp. 1). Las tres, aun tratando cuestiones diversas, al menos en parte, manifiestan la misma actitud de espíritu y aspiran al mismo objetivo, tal y como queda claramente expresado en las palabras que hemos citado en el párrafo precedente. Voces relacionadas: Escritos de san Josemaría, Visión de conjunto; Instrucciones (obra inédita). Bibliografía: José Luis Illanes, “Obra escrita y predicación de San Josemaría Escrivá de Balaguer”, SetD, 3 (2009), pp. 203-276. Para el contexto histórico y el jurídico canónico, cfr. AVP, passim; IJC, passim. 211 José Luis ILLANES CASCIARO RAMÍREZ, PEDRO CASCIARO RAMÍREZ, PEDRO (Nac. Murcia, España, 16-IV-1915; fall. México D. F., México, 23-03-1995). Miembro del Opus Dei desde 1935, desempeñó un papel importante en la expansión de la Obra y difusión de su apostolado. Fue el mayor de tres hermanos: Soledad (que murió a los pocos años) y José María. Sus padres eran Pedro Casciaro Parodi y Emilia Ramírez. Contrajeron matrimonio en Torrevieja (Alicante) en 1914. La familia paterna era de origen italiano, con ideas liberales y republicanas, de buena posición económica y no muy practicantes. Los Ramírez, en cambio, eran una familia modesta y muy religiosos. El padre de Pedro era catedrático de Geografía en un instituto de Albacete, muy culto y, al mismo tiempo, hombre de acción. En 1936, fue nombrado Presidente Provincial del Frente Popular. Los domingos solía acompañar a su mujer a Misa, hasta que un periódico local publicó un artículo injurioso titulado “Laicismo, pero no para mi casa”, en el que se le criticaba por haber celebrado la primera Comunión de su hijo José María. Desde entonces dejó de asistir a Misa. Posteriormente, ya acabada la Guerra Civil española, reanudó la vida cristiana. Pedro estudió Bachillerato en el instituto de Albacete. En 1932 se trasladó a Madrid para preparar el examen de ingreso en la Escuela de Arquitectura. Consiguió ingresar en 1935, tras cursar dos años prescritos de Ciencias Exactas y superar exigentes exámenes de dibujo. Agustín Thomás Moreno, amigo de la infancia, le habló de san Josemaría y facilitó su primer encuentro en el mes de enero de 1935. Comenzó a tener dirección espiritual con este sacerdote. Pocos meses después, el 11 de noviembre, se incorporó al Opus Dei. Pedro compatibilizó los estudios de Arquitectura y de Ciencias Exactas, hasta que decidió centrarse en la segunda carrera por consejo de san Josemaría para dedicarse más intensamente a las tareas de la Obra. La Guerra Civil española le sorprendió en Alicante mientras estaba en casa de sus abuelos. Aunque al inicio de la contienda había sido declarado inútil por enfermedad, fue movilizado en junio de 1937, siendo destinado a Valencia. Allí retomó contacto con Francisco Botella, amigo, compañero de carrera y miembro del Opus Dei. En el mes de octubre de 1937, Juan Jiménez Vargas los visitó en Valencia y les anunció que, en breve, llegaría san Josemaría acompañado de algunos fieles del Opus Dei y de otras personas. Su objetivo era intentar pasar el frente por los Pirineos y llegar a través de Francia a la zona de España donde la Iglesia no era perseguida. Pedro Casciaro se unió a la expedición. Después de múltiples dificultades, emprendieron la marcha desde Barcelona el 19 de noviembre. Llegaron a Andorra el 2 de diciembre. Pasaron por el santuario de Lourdes, donde san Josemaría celebró una Misa en la que rezó, según le dijo a Pedro, por la mejora de la vida cristiana del padre de Pedro. Ya en España, Pedro Casciaro fue destinado a Pamplona como soldado y después a Burgos (marzo de 1938), ciudad en la que se había establecido san Josemaría, con el que tuvo la posibilidad de convivir. El curso 1940-41 fue director de la Residencia Samaniego (Valencia) y profesor de la Universidad de Valencia. El curso siguiente se trasladó a Madrid, donde fue nombrado director del Centro de Estudios de la calle Diego de León. En 1944 pasó a ser director de la Residencia Universitaria La Moncloa (Madrid). Participó en los inicios del Opus Dei en Bilbao y en otras ciudades españolas. Entre 1942 y 1945 fue profesor del Instituto Ramiro de Maeztu, de Madrid. En 1946 obtuvo el doctorado en Ciencias Exactas en la Universidad Central de Madrid con la tesis: Los espacios n-dimensionales de Riemann. Años más 212 CASCIARO RAMÍREZ, PEDRO tarde, en 1973, obtuvo el grado de Doctor en Derecho Canónico por la Universidad de Navarra. hasta 1958, año en el que fue nombrado Procurador General del Opus Dei y Delegado Regional de Italia. En 1936, san Josemaría le preguntó si estaba dispuesto a ordenarse sacerdote. Pedro aceptó. Ya acabada la Guerra Civil, realizó los estudios necesarios para su ordenación. Mons. Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid, le administró el diaconado el 15 de junio de 1946 y la ordenación sacerdotal el 29 de septiembre de 1946 en la capilla del Palacio Episcopal. Celebró la primera Misa solemne en el santuario de Nuestra Señora de Begoña en Bilbao. En 1958, san Josemaría le pidió que se trasladase a Kenya para estudiar in situ la sugerencia de Mons. Gastone Mojaisky Perrelli, Delegado Pontificio en ese país, de que el Opus Dei impulsara la creación de una universidad. Años más tarde vieron la luz Strathmore y Kianda College, dos colleges interraciales en Nairobi (Kenia). También participó en el comienzo del trabajo apostólico en Nigeria. En abril de 1948, san Josemaría le encomendó la realización de un viaje por diversos países de América, acompañado por otros dos miembros del Opus Dei. El objetivo era doble: visitar a algunos obispos que habían pedido que el Opus Dei comenzase a trabajar en sus diócesis y estudiar sobre el terreno las posibilidades de implantación del Opus Dei en esos países. Estuvieron en Estados Unidos (Nueva York, Chicago y Washington), Canadá (Toronto, Montreal, Ottawa y Quebec), México, Perú, Chile y Argentina (Buenos Aires y Rosario). En cada país permanecieron entre una y tres semanas, excepto en México, donde estuvieron dos meses. A la vuelta de este viaje, en septiembre de 1948 contaron sus impresiones a san Josemaría en Molinoviejo, una casa de retiros del Opus Dei cercana a Segovia. El 17 de diciembre Pedro Casciaro regresó a Molinoviejo. San Josemaría le pidió que se encargara de empezar la labor apostólica del Opus Dei en México, a donde llegó, al puerto de Veracruz, el 18 de enero de 1949. A lo largo de su vida, san Josemaría le asignó diversas funciones de gobierno en el Opus Dei. Entre ellas, fue miembro del Consejo General del Opus Dei desde 1946 a 1948 y Consiliario de México y Centro­ américa desde 1948 a 1956. Desde 1956 a 1958 fue Delegado Regional para Guatemala y México. Permaneció en México Permaneció en Roma hasta mayo de 1966, cuando volvió a ser nombrado Consiliario del Opus Dei en México. Ejerció este cargo hasta 1972 y después fue Director Espiritual de la Región de México un año más. Impulsó la creación de diversas actividades apostólicas del Opus Dei en este país. Cabe destacar el IPADE (Instituto Panamericano para Alta Dirección de Empresas), la Universidad Panamericana, la Escuela de Montefalco, etc. Del 15 de mayo al 22 de junio de 1970, acompañó a san Josemaría en su primera visita a México. En esos días participó en la Novena que el santo hizo a la Virgen de Guadalupe. Después de haber cesado en los cargos de gobierno del Opus Dei, permaneció en este país hasta su muerte, dedicándose a la atención pastoral de los fieles de la Prelatura y a otros encargos sacerdotales. Bibliografía: Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos. Testimonio sobre el Fundador, de uno de los miembros más antiguos del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1994; José María Casciaro, Vale la pena. Tres años cerca del Fundador del Opus Dei, 1939-1942, Madrid, Rialp, 1998; “In pace”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 20 (1995), p. 217. 213 Ramón PEREIRA CASTIDAD CASTIDAD 1. La virtud de la castidad. 2. Importancia para la vida humana y cristiana. 3. La castidad en el propio estado. “Porque verán a Dios” es el título de la homilía que san Josemaría dedica a tratar de la virtud de la castidad o pureza (cfr. AD, 175-189), a la que, según él mismo decía, “suelo añadir el calificativo de santa” (ECP, 5). Ese título, que remite a las palabras del Señor en el Evangelio –“bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8)–, señala con precisión la clave para percibir la perspectiva desde la que san Josemaría considera siempre esa virtud, “que sin ser la única ni la primera, sin embargo actúa en la vida cristiana como la sal que preserva de la corrupción, y constituye la piedra de toque para el alma apostólica” (AD, 175). Esta doctrina resulta clara si se advierte que la vida eterna consistirá en “ver a Dios cara a cara” (1 Co 13, 12); y que la vida cristiana, en cuanto participación y desarrollo de la gracia santificante, es como el comienzo de la vida eterna en la tierra. De ahí que san Josemaría, que habla del existir de los cristianos como de un caminar en “presencia de Dios” (C, 278) o de ser “contemplativos en medio del mundo” (ECP, 174), subraye con fuerza que, aunque “la santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado” (ECP, 5). 1. La virtud de la castidad Creada “a imagen de Dios” (Gn 1, 27), que “es Amor” (1 Jn 4, 16), la persona humana está llamada a hacer de su existencia una respuesta de amor, que, en el caso del cristiano, se resume en la caridad –“el vínculo de la perfección” (Col 3, 14)–; y, como consecuencia, “convertir –por el amor– el trabajo humano de nuestra jornada habitual, en obra de Dios, con alcance eterno” (F, 742). Por eso, como “no hay amor humano neto, franco y alegre (...) si no se vive esa virtud de la castidad” (ECP, 25), “discurrir sobre este tema significa dialogar sobre el Amor” (AD, 178). Lo que comporta, entre otras cosas, que se deba “tratar de la santa pureza con razonamientos positivos y límpidos, con palabras modestas y claras” (ibidem). San Josemaría dijo y escribió en los contextos más variados que la castidad es “una corona triunfal” (C, 123), “una triunfante afirmación de amor” (S, 831; ECP, 25). Está al servicio del amor y es también su fruto o resultado. Crea en el interior del corazón la disposición necesaria para que el hombre pueda “responder que sí a su Amor, con un cariño claro, ardiente y ordenado” (AD, 178). A la vez, “la pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos” (ECP, 5), haciendo posible “vivir delicadamente (…) esa finura que sólo se entiende cuando nos colocamos junto al Corazón enamorado de Cristo en la Cruz” (AD, 184). “Pero no es santa, ni agradable a Dios si la separamos de la caridad. La caridad es la semilla que crecerá y dará frutos sabrosísimos con el riego, que es la pureza. Sin caridad, la pureza es infecunda, y sus aguas estériles convierten las almas en un lodazal, en una charca inmunda, de donde salen vaharadas de soberbia” (C, 119). “La castidad –no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada– es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida” (ECP, 25). Y, según el mismo san Josemaría explica en una apretada síntesis, conlleva que “el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne, ni viene del instinto; procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la Voluntad del Señor. Para ser castos –y no simplemente continentes u honestos–, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor” (AD, 177). San Jose- 214 CASTIDAD maría proclamará de muchas maneras que la castidad no es “una negación” sin más (cfr. ECP, 5; F, 92; AD, 177), ni su importancia se debe a la abstención de la actividad sexual (que sí será necesaria en los que no han sido escogidos por Dios para vivir en el matrimonio). Es una “afirmación”. Todo ser humano ha de “ser continente, cada uno según su estado [… Pero] esta postura comporta un acto positivo, con el que aceptamos de buena gana el requerimiento divino” (AD, 182). Debido al pecado original, existe en el interior del corazón un desorden, que hace que se rebele el “estímulo de la carne” (cfr. 2 Co 12, 7) o “concupiscencia de la carne” (1 Jn 2, 16). Se manifiesta de manera particular en “la apetencia sexual, que [por eso] debe ser ordenada” (ECP, 5). Si no es así, cuando “las pasiones” no se ordenan y se ponen al servicio de la “concupiscencia de la carne”, las personas se convierten en “esclavos de la sensualidad” (cfr. ECP, 5). Eso ocurre, comenta san Josemaría, con referencia al placer y satisfacción que “Dios ha unido a las diversas funciones de la vida humana”, siempre que “el hombre, invirtiendo el orden de las cosas, busca esa emoción como valor último, despreciando el bien y el fin al que debe estar ligada y ordenada, la pervierte y desnaturaliza, convirtiéndola en pecado, o en ocasión de pecado” (ECP, 25). Esa “ordenación” –para san Josemaría, como para la gran teología– se identifica con la integración del bien de la sexualidad en el bien de la persona. Es fruto del señorío de la persona sobre sí misma, sabedora de que “el sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad” (ECP, 24), que “la apetencia sexual (...) no es mala de suyo, porque es una noble realidad humana santificable” (ECP, 5). Por eso, el “vencimiento” propio, necesario a fin de “someter las pasiones” (AD, 177), no se ha de entender como una negación o recorte de los valo- res de la corporalidad y sensibilidad. “Es combate, pero no renuncia (...). No ha de reducirse de ninguna manera a una negación fría y matemática” (AD, 182). Es sólo subordinación del instinto a la racionalidad exigida por la misma condición de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios. La “violencia” de la castidad combate la esclavitud que el “hombre viejo” o la “carne”, de que habla san Pablo, quiere imponer a los hijos de Dios. Nada de lo que pertenece al “ser” de la persona puede considerarse como menos bueno o infrahumano. Es una “afirmación decidida de la voluntad”. El querer y el dominio que requiere esa “ordenación” no viene de “la carne, ni viene del instinto” (AD, 177), que, como tal, sólo es capaz de percibir la dimensión útil y placentera de la sexualidad. Es necesaria la actuación de la voluntad racional, porque sólo la razón es capaz de percibir el bien de la sexualidad como bien de la persona; y sólo la voluntad racional es capaz de integrarlo en el bien de la persona, impregnándolo de racionalidad. Pero esa integración será “virtuosa”, si la decisión de la voluntad, supuesta siempre la actuación de la gracia, está al servicio del amor. Ha de darse, por tanto, en el interior de “este corazón nuestro [que] ha nacido para amar. (...) Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño!” (AD, 183). Por eso “responder que sí a su Amor [de Dios], con un cariño claro, ardiente y ordenado, que eso es la castidad” (AD, 178), comporta el compromiso de la voluntad de llevar a Dios en nuestros cuerpos, ya que, por haber sido “comprados a gran precio” (1 Co 6, 20) y hechos “templos de Dios” (1 Co 3, 16), “pertenecemos totalmente a Dios, con alma y cuerpo, con la carne y con los huesos, con los sentidos y con las potencias” (AD, 177). Se requiere la colaboración de la libertad humana al don de la gracia, que, 215 CASTIDAD teniendo lugar en el interior del corazón, se manifiesta al exterior a través del lenguaje de la corporalidad. “Nos revela la Escritura Santa que esa obra grandiosa de la santificación, tarea oculta y magnífica del Paráclito, se verifica en el alma y en el cuerpo” (AD, 178). Como trasfondo doctrinal de la enseñanza sobre la castidad subyace, entre otros principios de la antropología cristiana, una idea del hombre que lleva a verlo con lo que podríamos calificar como una “totalidad unificada” (“unidad substancial” de cuerpo-alma, de que habla la explicación hilemórfica) y una valoración de la sexualidad como dimensión constitutiva de la persona humana. 2. Importancia para la vida humana y cristiana El papel decisivo de la castidad en la vida humana y cristiana viene determinado por su necesidad. Si esta virtud no se vive, el existir de las personas no se desarrolla de acuerdo con su dignidad, y tampoco es posible corresponder a la gracia que el Señor pide “a cada uno, de acuerdo con su situación personal, [que] exige la práctica de las virtudes propias de los hijos de Dios” (AD, 177). De la homilía “Porque verán a Dios” son unas palabras que, de algún modo, resumen el pensamiento de san Josemaría sobre esta función e importancia: “Ciertamente la caridad teologal se nos muestra como la virtud más alta; pero la castidad resulta el medio sine qua non, una condición imprescindible para lograr ese diálogo íntimo con Dios; y cuando no se guarda, si no se lucha, se acaba ciego; no se ve nada, porque el hombre animal no puede percibir las cosas que son del Espíritu de Dios” (1 Cor 2, 14)” (AD, 175). Espiritualmente hablando, los que “se han entregado cobardemente a la lujuria”, “no ven, ni oyen, ni entienden nada” (AD, 181). Han abdicado de lo que es más propio del ser humano, como imagen de Dios: “la inteligencia, que es como un chispazo del entendimiento divino, que nos permite –con la libre voluntad, otro don de Dios– conocer y amar” (ECP, 24;cfr. A cfr. AD, 179). Y cuando ya no predominan “las aspiraciones de la vida espiritual”, sino que ese horizonte es presidido por la sensibilidad, el placer o la satisfacción, se oscurece la luz de la inteligencia y se debilita la voluntad. Si no se lucha por rechazar los desvaríos de la impureza se puede terminar, como advertía el confesor, “un poco rudo”: “andas ahora por caminos de vacas; luego, ya te conformarás con ir por los de cabras; y luego..., siempre como un animal, que no sabe mirar al cielo” (S, 843). La necesidad de contrarrestar esas consecuencias explica que san Josemaría anime fuertemente a amar y vivir personalmente esta virtud: “No olvides que la pureza enrecia, viriliza el carácter” (C, 144). Y también, a que mediante su valoración, se contribuya a humanizar la sociedad: “Hace falta una cruzada de virilidad y de pureza que contrarreste y anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es una bestia” (C, 121). Esa afirmación de la castidad cobra un vigor y vibración especiales al situarla en relación con la vida cristiana. Después de haber enumerado los recursos (formación de la conciencia, guarda de los sentidos, frecuencia de sacramentos, etc.) con que “contamos siempre los cristianos para vencer en esta lucha por guardar la castidad” (AD, 185), añade: “Me diréis que todo eso resume, sin más, la vida cristiana. Ciertamente no cabe separar la pureza, que es amor, de la esencia de nuestra fe, que es caridad, el renovado enamorarse de Dios que nos ha creado, que nos ha redimido y que nos coge continuamente de la mano, aunque en multitud de circunstancias no lo advirtamos” (AD, 186; cfr. S, 836, 837). Una vida cristiana auténtica no se puede separar del esfuerzo por guardar la castidad, ya que, según se argumenta en esta misma homilía, “Jesucristo es el modelo nuestro, de todos los cristianos” 216 CASTIDAD (AD, 175). [... Y] “quiere que nosotros conservemos ese ejemplo sin sombras: un modelo maravilloso de pureza, de limpieza, de luz, de amor que sabe quemar todo el mundo para purificarlo” (AD, 176). Para reflejar ese modelo o “revestirse de Cristo”, es decir, “esa obra grandiosa de la santificación”, necesitamos de la “tarea oculta y magnífica del Paráclito” (AD, 178); por tanto el cristiano ha de luchar por ser dócil a esa acción del Espíritu Santo. Sólo así el alma dispondrá de ese como instinto sobrenatural para descubrir “a Jesús que pasa quasi in occulto (Jn 7, 10) por las encrucijadas aparentemente más vulgares” (AD, 4). Esa motivación late en Camino: “Quítame, Jesús, esa corteza roñosa de podredumbre sensual que recubre mi corazón, para que sienta y siga con docilidad los toques del Paráclito en mi alma” (C, 130). Y también en la invitación a poner los medios para vencer en el combate de la castidad. “¡Qué amor a la virtud encantadora de la santa pureza, que nos ayuda a ser más fuertes, más recios, más fecundos, más capaces de trabajar por Dios, más capaces de todo lo grande!” (AD, 176). La relación entre vida cristiana vibrante y corazones limpios, entregados al Amor, es también la razón de que la castidad sea necesaria en el apostolado. “Sin la santa pureza no se puede perseverar en el apostolado” (C, 129). No es posible, porque “tu apostolado debe ser una sobreabundancia de tu vida “para adentro” (C, 961; cfr. F, 708; AD, 5): de “una intensa vida interior”, que consiste “en ser, eficaz y realmente, hombres y mujeres que hacen de su jornada un diálogo ininterrumpido con Dios” (F, 572). Esa perspectiva hace ver que, entre otras cosas, vale la pena esforzarse por superar las dificultades que pudieran presentarse y que, en ocasiones, pudieran parecer duras y pesadas. Es una exigencia del amor a Dios y de la ayuda que se puede y debe dar a los demás. “Comparo esta virtud a unas alas que nos permiten transmitir los mandatos, la doctrina de Dios, por todos los ambientes de la tierra sin temor a quedar enlodados. Las alas –también las de esas aves majestuosas que se remontan donde no alcanzan las nubes– pesan, y mucho. Pero si faltasen, no habría vuelo. Grabadlo en vuestras cabezas, decididos a no ceder si notáis el zarpazo de la tentación, que se insinúa presentando la pureza como una carga insoportable: ¡ánimo!, ¡arriba!, hasta el sol, a la caza del Amor” (AD, 177). Jamás se debe olvidar que la “carga” del Evangelio es “suave y ligera” (Mt 11, 30). 3. La castidad en el propio estado Valorar como se debe la importancia de la castidad exige, junto a otras cosas, advertir que, como recuerda san Josemaría, “vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina” (ECP, 46). Por eso, la castidad es necesaria para todos. El ejercicio de esta virtud no queda “reducido” a la lucha contra el desorden de la concupiscencia, que acompaña al hombre mientras peregrina por la tierra. Además, ha de hacerse en todos los estados y etapas de la vida “de acuerdo con su situación personal” (cfr. AD, 177), es decir, conforme lo exige la propia vocación. “Por vocación divina unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder darlos sacrificadamente a otros” (ECP, 5). “Pero, en cualquier caso, cada uno en su sitio, con la vocación que Dios le ha infundido en el alma –soltero, casado, viudo, sacerdote– ha de esforzarse en vivir delicadamente la castidad, que es virtud para todos y de todos exige lucha, delicadeza, primor, reciedumbre, esa finura que sólo se entiende junto al Corazón enamorado de Cristo en la Cruz” (AD, 184). Desde esa valoración positiva de la vida matrimonial, san Josemaría anima a 217 CASTIDAD los que se preparan para el matrimonio a que comprendan “bien lo que es el amor: el Amor divino, y también el amor humano noble; y sabrán lo que es la paz, la alegría, la fecundidad” (CONV, 105). Con esa perspectiva les recuerda que “el noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el conocimiento mutuo. Y, como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza” (ibidem). En ese mismo sentido se expresa el Concilio Vaticano II cuando dice “a los novios (…) que alimenten y fomenten el noviazgo con un casto afecto” (GS, 49) y el Catecismo de la Iglesia Católica, que en la castidad propia de esa etapa “han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios” (CCE, n. 2350). Con esa convicción san Josemaría asegura “a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia” (ECP, 25). “Les diré también –continúa el texto– que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos” (ibidem). Con lógica coherencia, san Josemaría recordaba una y otra vez que “el verdadero amor mutuo transciende la comunidad de marido y mujer, y se extiende a sus frutos naturales: los hijos” (CONV, 94): el amor conyugal forma parte irrenunciable de la respuesta de los casados a su vocación a la plenitud de la vida cristiana, y la apertura a la fecundidad es una dimensión constitutiva de ese amor. En este sentido, san Josemaría alertaba de las consecuencias a que puede conducir la desnaturalización del amor conyugal: “Cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios ha concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor lo que inspira la conducta. Entonces todo se enturbia, porque los cónyuges llegan a contemplarse como cómplices: y se producen disensiones que, continuando en esa línea, son casi siempre insanables” (ECP, 25; cfr. CONV, 94). Ese “no cegar las fuentes de la vida” expresa la generosidad y la fidelidad a la vocación recibida que debe guiar las manifestaciones de su amor. Ésa es la razón de que san Josemaría subraye con fuerza de palabra y por escrito: “Bendigo a los padres que, recibiendo con alegría la misión que Dios les encomienda, tienen muchos hijos. E invito a los matrimonios a no cegar las fuentes de la vida, a tener sentido sobrenatural y valentía para llevar adelante una familia numerosa, si Dios se la manda” (CONV, 94). La familia numerosa no es, pues, sin más, la que tiene muchos hijos, sino la que es generosa con el plan de Dios: “Cuando alabo la familia numerosa, no me refiero a la que es consecuencia de relaciones meramente fisiológicas; sino a la que es fruto de ejercitar las virtudes cristianas, a la que tiene un alto sentido de la dignidad de la persona, a la que sabe que dar hijos a Dios no consiste sólo en engendrarlos a la vida natural, sino que exige también toda una larga tarea de educación: darles la vida es lo primero, pero no es todo. Puede haber casos concretos en los que la voluntad de Dios –manifestada por los medios ordinarios– esté precisamente en que una familia sea pequeña. (…). No es el número por sí solo lo decisivo: tener muchos o pocos hijos no es suficiente para que una familia sea más o menos cristiana. Lo importante es la rectitud con que se viva la vida matrimonial” (ibidem). Por esa razón los esposos a los que “el Señor no les da hijos, no han de ver en eso ninguna frustración: han de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la Voluntad de Dios para ellos. (…) No hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza” (CONV, 96). 218 CATEQUESIS, LABOR Y VIAJES DE Amor conyugal y apertura a la vida conforman la castidad o constituyen la misma realidad. Esto equivale a decir que la relación conyugal es expresión verdadera del amor cuando se vive la castidad: “Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara” (ECP, 25). con la perspectiva del reino de los cielos; el matrimonio, que la castidad del celibato no puede quedarse en una universalidad abstracta, ya que sólo las personas singulares pueden ser amadas. Por eso “no hay contradicción alguna entre tener este aprecio a la vocación matrimonial y entender la mayor excelencia de la vocación al celibato” (ibidem). En el fondo, porque uno y otro son modos que expresan que “la existencia del cristiano –la tuya y la mía– es de Amor” (AD, 183). Proclamando la grandeza de la vocación matrimonial, san Josemaría enseña a la vez que a algunos Dios les pide más: “entregarse por amor al Reino de los cielos sólo a Jesús y, por Jesús, a todos los hombres” (AD, 184). Es el don de los que, siguiendo la llamada del Señor, viven la virginidad o el celibato por el reino de los cielos, que exige, ciertamente, la continencia; pero sólo será expresión de la virtud de la castidad si está al servicio del Amor de Dios y de los demás. Y así “es algo más sublime que el amor matrimonial, aunque el matrimonio sea un sacramento y sacramentum magnum (Ef 5, 32)” (ibidem). Voces relacionadas: Celibato; Matrimonio. Esa sublimidad del celibato se debe a su vinculación particular con el reino de los cielos. Objetivamente el celibato expresa en forma más acabada la redención del cuerpo, como será en la resurrección. El matrimonio expresa esa misma redención mediante el sacramento, según la condición de este mundo. Pero desde la perspectiva de las existencias concretas, “lo que interesa, sobre todo, es la correspondencia de cada uno a su propia vocación: para cada uno, lo más perfecto es –siempre y sólo– hacer la voluntad de Dios” (CONV, 92). El don del celibato y el matrimonio son dos tipos de llamada vocacional que se necesitan: ninguna expresa completamente por sí sola el misterio del amor de Cristo por la Iglesia. Y se complementan: el celibato “recuerda” que la castidad propia del matrimonio ha de vivirse CATEQUESIS, LABOR Y VIAJES DE Bibliografía: AD, 175-189; C, 118-145; ECP, 24-26; S, 831-849; Josef Pieper, Las virtudes fundamentales, Madrid, Rialp, 1980; Augusto Sarmiento, “La castidad, integración del bien de la sexualidad en el bien de la persona”, en Id. - Tomás Trigo - Enrique Molina, Moral de la persona, Pamplona, EUNSA, 2006, pp. 197-211; Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, Madrid, Razón y Fe, 1978. Augusto SARMIENTO 1. Durante los primeros años de su sacerdocio (1925-1931). 2. Desde la fundación del Opus Dei hasta el comienzo de la Guerra Civil española (1928-1936). 3. En los años sucesivos (1939-1970). 4. Las grandes catequesis en los últimos años de su vida (1970-1975). San Josemaría afirmó siempre que “el Opus Dei es una gran catequesis”, pues se propone avivar en los fieles corrientes la urgencia de la llamada a la santidad, al tiempo que ofrece la formación doctrinal de la fe cristiana y los medios ascéticos y espirituales para alcanzar ese fin. El afán del fundador por difundir la doctrina cristiana comenzó muy pronto: desde que el Señor se cruzó en su vida, preparándole para la misión a la que le destinaba, y 219 CATEQUESIS, LABOR Y VIAJES DE se mantuvo vivo hasta el momento de su muerte. 1. Durante los primeros años de su sacerdocio (1925-1931) Durante las seis semanas que pasó como regente auxiliar en la parroquia de Perdiguera, adonde fue enviado a los dos días de su ordenación sacerdotal, san Josemaría dedicó gran atención a la catequesis de niños y de adultos, con vistas a la primera Comunión de unos y al cumplimiento del precepto pascual por parte de los otros. De vuelta a Zaragoza, en mayo de 1925, mientras proseguía sus estudios de Derecho, encontró un puesto de capellán en la iglesia de San Pedro Nolasco. Además de cumplir las obligaciones propias de ese encargo, se entregó generosamente a otros servicios pastorales no estipulados en el contrato de la capellanía: catequesis, atención de enfermos, ministerio de la Confesión, etc. Era una iglesia muy frecuentada en la que siempre había trabajo por hacer. Logró reunir un grupo de muchachos que, en las horas libres de los domingos, iban a enseñar la doctrina cristiana a los niños del barrio de Casablanca, que era entonces un suburbio de la ciudad. En 1927 se trasladó a Madrid para obtener el doctorado en Derecho. En la residencia para sacerdotes enclavada en la calle Larra, donde se alojó al poco de llegar a la capital, conoció la intensa labor de catequesis y asistencia a los enfermos que llevaban a cabo las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón. Muy pronto fue nombrado capellán del Patronato de Enfermos. Allí, como antes en San Pedro Nolasco, se excedió generosamente en el cumplimiento de sus encargos sacerdotales. Además de celebrar Misa y atender otros actos de culto, se fue incorporando voluntariamente a las variadas obras de misericordia que se impulsaban en el Patronato y desde el Patronato de las Damas Apostólicas. Por lo que se refiere al tema que nos ocupa, san Josemaría colaboró en la pre- paración anual de unos cuatro mil niños para la primera Comunión. La catequesis eucarística consistía en darles algunas pláticas y charlar con cada uno para confirmar su capacidad de entendimiento y sus disposiciones para recibir la Eucaristía. En los días previos a las primeras Comuniones, se ocupaba –junto con otros sacerdotes– de confesar a los niños. Nunca olvidó ese trabajo pastoral, del que –así decía– aprendió tanto. “Yo tengo sobre mi conciencia –explicaba en febrero de 1975 a un gran concurso de gente– el haber dedicado muchos, muchos millares de horas a confesar niños en las barriadas pobres de Madrid. Hubiera querido ir a confesar en todas las grandes barriadas más tristes y desamparadas del mundo” (Notas de una reunión familiar, 14-II-1975, en Obras, 1980, p. 452: AGP, Biblioteca, P03). Una de las primeras damas apostólicas, Asunción Muñoz González, testimonia cómo san Josemaría iba “a los colegios que teníamos en los barrios madrileños que, en aquellos tiempos, eran cincuenta y ocho, que daban educación a doce mil niños y niñas (...). Allí daba pláticas a los niños y charlaba amistosamente con cada uno empleando toda su simpatía personal, toda su energía de apóstol, en llevar los corazones de aquellos chicos hasta el conocimiento y el amor de Jesucristo” (AGP, serie A.5, 228-3-10). 2. Desde la fundación del Opus Dei hasta el comienzo de la Guerra Civil española (1928-1936) En 1931 dejó de trabajar en el Patronato de Enfermos, pero continuó dando catequesis por diversos barrios madrileños. Con frecuencia iba a confesar y a explicar el Catecismo a los chicos recogidos en Porta Coeli, un asilo para golfillos regentado por unas religiosas. Y, a título de clases particulares, durante dos años consecutivos, impartió lecciones de religión a cinco chiquillos de una familia, con asis- 220 CATEQUESIS, LABOR Y VIAJES DE tencia también de las personas del servicio doméstico. Desde que puso en marcha de forma estructurada la obra de san Rafael, es decir, la labor del Opus Dei con la juventud, san Josemaría invitó a participar en las catequesis a los estudiantes universitarios a quienes trataba. La primera tuvo lugar el 22 de enero de 1933, en el Colegio Divino Redentor, llevado por las Misioneras de la Doctrina Cristiana y situado en la barriada de Los Pinos, en el municipio de Tetúan. Estaba situado en una hondonada, de modo que, cuando llovía, aquello se convertía en un verdadero arroyo; por esto la gente de la zona conocía a esa escuela con el nombre de Colegio del Arroyo. Iban cada domingo. San Josemaría atendió esa catequesis muchos domingos desde 1933 hasta 1936, superando ingentes dificultades, entre otras las derivadas del odio anticlerical que fue creciendo a lo largo de aquellos años. Se iniciaba así un medio de formación que –en palabras del fundador– es parte esencial en la labor que la Obra realiza con la gente joven. Tal y como san Josemaría concebía estas catequesis, con lo que implicaban de contribución mediante la labor en parroquias, escuelas, etc., eran y (siguen siendo) un medio en la formación personal de quienes se incorporaban como profesores. En efecto, no sólo les ayudaba a conocer mejor la doctrina cristiana, para luego explicarla a los niños, sino que se despertaba en ellos un fuerte sentido de responsabilidad y les facilitaba un modo concreto de participar en la misión evangelizadora de la Iglesia. En 1934 se comenzó una catequesis más. Estaba a punto de abrirse la Academia y Residencia DYA, la labor apostólica con los estudiantes universitarios iba tomando vuelo, y san Josemaría vio la necesidad de disponer de otro lugar además de Los Pinos. Con este motivo escribió unas letras al Vicario General de la diócesis, pidiéndole que le reservara otra catequesis (AGP, serie A.3.4, 253, 340812-1). El lugar designado fue Vallecas. 3. En los años sucesivos (1939-1970) Con el final de la Guerra Civil, san Josemaría pudo reanudar plenamente las actividades apostólicas del Opus Dei. Reservó una atención especial a fomentar el desarrollo del apostolado con la gente joven, convencido de que esta labor era clave para el desarrollo de la Obra. Hasta su marcha a Roma, dedicó muchas horas a la atención espiritual de los jóvenes que acudían a los Centros de la Obra para recibir formación cristiana y siguió impulsando los medios específicos de esa labor, entre ellos las catequesis y las visitas a los pobres, enfermos y necesitados. El número de fieles fue creciendo y la labor se hacía más amplia. Las catequesis, siempre con el impulso de san Josemaría, se multiplicaron. En charlas y encuentros informales san Josemaría fue exponiendo sus ideas acerca de las catequesis, subrayando la necesidad de que los encargados de las clases prepararan los temas con rigor y con un mínimo de formación pedagógica, ya que solo así la labor se realizaría según su espíritu. Ya en Roma siguió insistiendo en esta idea madre: la misión del Opus Dei puede resumirse en dar doctrina a todo tipo de personas, del modo más adecuado en cada caso. Y aunque se vio obligado a limitar mucho su actuación personal inmediata en este campo, no por eso se sintió eximido de esa tarea. Más aún, puede afirmarse que –espoleado por el afán de transmitir a muchas personas la doctrina de Cristo– se “inventó” nuevos modos de dar catequesis, como veremos a continuación. 4. Las grandes catequesis en los últimos años de su vida (1970-1975) Desde el primer momento, san Josemaría se ocupó de transmitir formación cristiana a las personas que reunía a su 221 CATEQUESIS, LABOR Y VIAJES DE alrededor. A las formas usuales de la predicación sacerdotal (pláticas, meditaciones, etc.) se unía otra que tuvo una gran importancia: reuniones de carácter familiar y amigable (“tertulias”, las llamaba) en las que salían a relucir temas muy diversos, que el fundador aprovechaba para transmitir la doctrina cristiana y el espíritu de la Obra. Dedicó millares de horas a impartir formación de esta manera, habitualmente en grupos reducidos de personas. Poco a poco, las circunstancias le impulsaron a dirigir la palabra a verdaderas multitudes, sin que esas reuniones perdieran su carácter profundamente familiar. La primera ocasión se presentó en 1960, durante un viaje a España con motivo de la erección de la Universidad de Navarra. En Madrid, Zaragoza y Pamplona se reunió con numerosos miembros del Opus Dei que no le conocían personalmente y estaban deseosos de ver y oír al Padre, así como con personas que sin pertenecer al Opus Dei participaban de algún modo de su labor. Como el tiempo de que disponía era muy limitado, optó por recibirlos en ambientes de mayor capacidad, como un salón de actos o la sala de estar de una residencia universitaria. De este modo, en pocos días, su palabra llegó a muchos centenares de personas. Lo mismo sucedió en 1964 y 1967, siempre con motivo de actos públicos de la Universidad de Navarra. En estas ocasiones hubo que recurrir a locales alquilados, como teatros, e incluso a reuniones masivas al aire libre. En 1970 realizó su primer viaje a América, para rezar ante la Virgen de Guadalupe; aunque ese fue el motivo fundamental del viaje, no dejó de reunirse con fieles y cooperadores del Opus Dei en México, y con otros llegados desde diversos países americanos. El fruto espiritual de aquellos cuarenta días –en los que estuvo con varios millares de personas– fue muy grande. Ese viaje señaló el comienzo de una nueva etapa en el modo de desarrollar las “catequesis”. Este vocablo, en su raíz eti- mológica, significa “hacer sonar” en los oídos un mensaje. Esto es lo que siempre había hecho san Josemaría, y esto es lo que hizo en los últimos años de su vida, ayudado por los medios técnicos del momento (uso de altavoces, grabaciones en audio y en vídeo, y filmación de películas) que nos permiten seguir beneficiándonos ahora de su mensaje vivo. Consciente de las dificultades por las que atravesaba la Iglesia en la época del inmediato post-concilio, vio con claridad que el Señor le pedía llevar la luz de la doctrina cristiana, no sólo a sus hijas e hijos, sino a muchas otras personas. Alentado por el clama, ne cesses (Is 58, 1) –clama sin cesar– que el Señor había hecho resonar en su alma, en agosto de 1970, decidió “lanzarse al ruedo”, como él mismo decía. Es decir, “salir al encuentro de muchas personas para hablarles de fe, esperanza y amor. Su decisión de presentarse ante millares de personas atenta contra su modo de ser, más inclinado al diálogo personal, a la reunión familiar. Se expone, al comparecer públicamente, a ser objeto de crítica y, ¿por qué no?, también de entusiasmos, de agradecimientos y de afecto. Pero todo pasa rápidamente de sus manos a las de Dios (...). Se transforman, por obra y gracia de la humildad y el servicio de este sacerdote, en un gran ofertorio a Dios” (Sastre, 1983, p. 529). En 1972 emprendió un viaje por España y Portugal que duró más de dos meses. Pamplona, Bilbao, Madrid, Oporto, Lisboa, Sevilla, Valencia y Barcelona fueron las etapas sucesivas de esa gran catequesis. La misma labor, esta vez en otro continente, la desarrolló en los años 1974 y 1975, mediante dos viajes a casi todos los países de América Meridional y Central. Más de tres meses duró el primero, que le llevó a Brasil, Argentina, Chile, Ecuador, Perú y Venezuela; aquí se vio obligado a interrumpirlo, a causa de algunas enfermedades que incidieron sobre una salud ya fuertemente quebrantada. Al año siguiente, del 222 CELIBATO 4 al 15 de febrero, un nuevo viaje le llevó, primero, a Venezuela, para proseguir la catequesis interrumpida el año anterior, y posteriormente a Guatemala. Pero volvió a caer enfermo de gravedad y no tuvo más remedio que regresar a Roma. En todos los lugares, con las lógicas particularidades de cada sitio, las reuniones seguían el mismo esquema: unas palabras introductorias de san Josemaría, centradas en la liturgia del día o en algún punto de la doctrina católica que deseaba subrayar especialmente, seguidas de un intenso diálogo con el auditorio, hecho de preguntas muchas veces emocionadas y de respuestas incisivas, que servían no sólo a quien había planteado la cuestión, sino a todos los presentes: personas de todas las edades y razas, de cualquier clase y condición social. Las preguntas del auditorio abarcaban un espectro muy amplio; pero, entre las contestaciones, según expone uno de los biógrafos del fundador, “destacan tres puntos capitales: 1) Un sí a la vida, don de Dios, y a las familias numerosas; un sí que excluye cualquier tipo de manipulación. 2) Una fidelidad a la tradicional doctrina de fe de la Iglesia, que tiene validez intemporal y que no admite transformaciones, «recortes», «enmiendas» o «reinterpretaciones». 3) Una recomendación insistente, casi suplicante: hay que acudir frecuentemente al Sacramento de la Confesión. Porque sin Confesión no hay reconciliación con Dios, y sin reconciliación con Dios no hay vida interior ni frutos” (Berglar, 1987, p. 291). Una multitud incalculable de personas se benefició de estos viajes. La palabra de san Josemaría les ayudó a reforzar su fe y, en muchos casos, a reemprender el camino de la vocación cristiana. Gracias a las filmaciones de gran parte de estos encuentros, emitidas posteriormente en innumerables ocasiones, también por cadenas televisivas de muchos países, la catequesis de san Josemaría sigue llegando a millones de personas. Voces relacionadas: Argentina; Brasil; Chile; Ecuador; España; Evangelización y catequesis; Grabaciones audiovisuales; Guatemala; México; Perú; Portugal; Predicación de san Josemaría; Venezuela; Viajes apostólicos. Bibliografía: AVP, I, pp. 206, 277-280, 480484; AVP, III, pp. 585-588, 646-660, 694-730, 747-753; Peter Berglar, Opus Dei. Vida y obra del fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1987; José A. Loarte, “La predicación de San Josemaría. Descripción de una fuente documental”, SetD, 1 (2007), pp. 221231; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1989. José Antonio LOARTE CELIBATO 1. Breve panorámica histórica. 2. Celibato, amor y misión 3. El celibato apostólico en el Opus Dei. La palabra “celibato” designa la condición del célibe, es decir, de la persona que no ha contraído matrimonio. Esa definición, lingüísticamente negativa, permite intuir que se aplica a situaciones muy diversas. El celibato es la condición de quienes no han contraído matrimonio, pero piensan en contraerlo y ponen los medios para lograrlo mediante el trato con personas del otro sexo, etc. Es también la de quienes, al menos en un principio, pensaron en contraer matrimonio, pero por circunstancias varias (dedicación absorbente a algunas tareas, necesidad de atender a miembros de la propia familia, etc.), no lo contraen de hecho. Y, finalmente, la de quienes consciente y voluntariamente asumen –por una u otra razón, ordinariamente relacionada con la práctica de la religión– una opción y un compromiso celibatarios. Tal es el celibato del que aquí nos ocupamos. Más concretamente del celibato que, partiendo de los textos neotestamentarios, se ha vivido y se vive en la tradición cristiana, y del 223 CELIBATO que se ocupa la presente voz para exponer la enseñanza de san Josemaría a ese respecto. San Josemaría predica y escribe sobre la vocación al celibato por el reino de los cielos (es la expresión que emplea el Evangelio), en cuanto pastor: más que proponer una teoría del celibato, lo vive y enseña a vivirlo. Y lo hace además en cuanto fundador y, por tanto, dirigiéndose a los fieles del Opus Dei, cristianos corrientes que viven y se santifican en medio del mundo, aunque, como es lógico, bastantes de sus orientaciones tengan un alcance más amplio. Antes de exponer esa enseñanza resultará útil ofrecer una panorámica histórica que ayude a encuadrarla. 1. Breve panorámica histórica Los textos neotestamentarios en los que se habla del celibato, y en los que aparece recomendado, son fundamentalmente dos. El pasaje del Evangelio según san Mateo en el que Jesucristo alaba a los que han decidido no contraer matrimonio “por el Reino de los cielos”, propter Regnum coelorum (Mt 19, 12). Y el texto de la Primera Carta a los Corintios en el que san Pablo habla del celibato y del matrimonio como dones o vocaciones divinas, señalando a la vez la excelencia de la primera (1 Co 7, 3-7, 25-35). Ya desde la misma época apostólica hubo cristianos, hombres y mujeres, que acogieron esa invitación y asumieron el compromiso del celibato; los primeros solían ser designados como ascetas o continentes; las segundas como vírgenes. Entre estas últimas –más numerosas– se llegó en bastantes casos a una configuración de tipo consecratorio, dando origen incluso a un rito litúrgico. No faltaron sin embargo mujeres que continuaron asumiendo el celibato sin variar su condición canónica o eclesial. Con la aparición y difusión del monaquismo a principios del siglo IV, ascetas y vírgenes, tanto las consagradas como las no consagradas, fueron integrándose en las diversas comunidades monásticas que se constituyeron. La realidad –e incluso la idea– de un compromiso de celibato asumido por cristianos corrientes que seguían viviendo en medio del mundo desapareció. Salvo casos excepcionales, sólo hubo en la Iglesia, durante bastantes siglos, dos figuras de celibato: el celibato sacerdotal y el celibato monástico o, en términos más genéricos, religioso o consagrado. La situación cambia en la primera mitad del siglo XX, cuando se produce un movimiento general de vuelta a las fuentes y por tanto a la condición de los primeros cristianos, también por lo que se refiere a un celibato asumido por quienes mantenían su vocación laical y, por tanto, en medio del mundo y en orden a la santificación del mundo. Este es el caso del celibato que viven algunos miembros del Opus Dei y el que san Josemaría tuvo presente en su predicación. 2. Celibato, amor y misión Las palabras propter Regnum coelorum con las que, siguiendo el hablar de Cristo, suele definirse el celibato cristiano, evocan el amplio y rico significado que en la Sagrada Escritura tiene la expresión “reino de los cielos”: el señorío que en consonancia con su condición de Creador corresponde a Dios sobre la totalidad del universo; la acción poderosa, amorosa y salvadora con la que Dios elige a Israel y lo dirige a lo largo de la historia preparando la venida del Mesías; Cristo que con su muerte y resurrección consuma el designio de salvación, de modo que el Reino se hace presente en Él y, desde Él, se extiende a toda la humanidad, y a la creación entera tal y como será renovada al final de los tiempos. Asumir el compromiso de celibato respondiendo a la llamada divina –es Dios, en efecto, quien concede ese don– implica, por tanto, quedar por entero en la esfera 224 CELIBATO de la acción de la gracia, participando en el amor y la misión de Cristo. En su predicación san Josemaría insistió siempre en el amor, en el amor que Dios nos tiene, y nos ha manifestado en Cristo, y en el amor con que el hombre debe corresponder. “¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?” (C, 425); “Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor” (C, 430); “¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. –Enamórate, y no “le” dejarás” (C, 999). Los pasajes mencionados –a los que podrían añadirse muchos otros– se refieren a la totalidad de los cristianos, sea cual sea su estado o condición. Tienen pues aplicación, y muy especial, a quienes son llamados al celibato. Quienes siguen ese camino vocacional no son personas que “no comprenden o no aprecian el amor; al contrario, sus vidas se explican por la realidad de ese Amor divino –me gusta escribirlo con mayúscula– que es la esencia misma de toda vocación cristiana” (CONV, 92). Quien es llamado por Dios al celibato es alguien que sabe amar, y, porque sabe, es capaz, con la ayuda de la gracia divina, de lanzarse por un camino en el que el amor a Dios deberá llenar todas las capas de su personalidad. Esta honda comprensión de la relación entre amor y celibato refleja por lo demás su propia experiencia, ya que –según él mismo ha contado– se orientó hacia el sacerdocio cuando, a la edad de dieciséis o diecisiete años, “comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor” (Meditación, 19-III-1975: AVP, I, p. 97). En la contestación a la entrevista de Conversaciones de la que acabamos de reproducir unas palabras, san Josemaría añade una segunda razón que fundamenta el celibato, poniendo de manifiesto su importancia para la vida de la Iglesia. Se trata de un pasaje en el que, después de recordar que en la Iglesia, obispos y sacerdotes están llamados al celibato dice: “los célibes tienen de hecho mayor libertad de corazón y de movimiento, para dedicarse establemente a dirigir y sostener empresas apostólicas, también en el apostolado seglar” (CONV, 92). Esta razón puede parecer de menor peso, e incluso meramente funcional y pragmática, pero sólo si se la separa de su contexto, ya que en realidad lo que hace es recordar que la llamada al celibato es, a la vez, llamada a participar en la misión de Cristo. El celibato cristiano se elige y se vive en el amor. Pero, ¿amor hacia quién? Hacia Dios y hacia los hermanos, a quienes la misión llama a servir. “El amor de Dios y el apostolado, como motivo del celibato, no son inseparables, sino intrínsecos el uno al otro. La razón de ser del celibato es el amor a Jesucristo; y este amor al Señor necesariamente comporta la participación en su misión” (Burkhart - López, I, 2010, p. 221). La inseparabilidad de los dos motivos del celibato cristiano pone de relieve el valor y la grandeza de esta condición de vida que implica tener como horizonte radical y pleno a Dios y a su Iglesia. De ahí las constantes declaraciones de la Tradición y del Magisterio en ese sentido. Desde la época patrística, en la que los escritos sobre la virginidad y el celibato son numerosos, hasta el Concilio de Trento (cfr. Concilio de Trento, sesión XXIV, canon 10: DS, 1810) y el Concilio Vaticano II (cfr. LG, 41; PO, 16, etc.), por no mencionar las múltiples referencias en los documentos, alocuciones, etc., de los pontífices recientes. Señalemos, por lo demás, que la inseparabilidad entre esos dos motivos redunda en toda la vida celibataria. El célibe que se abre al don de Dios recibe el impulso “a entregar el cuerpo y el alma al Señor, a ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno” (CONV, 122). Ese impulso, ese amor, sostendrá toda su vida y será el motivo de la perseverancia: la auténtica caridad engendra una fuerte ternura por Cristo, que lleva a orientar por entero, y cada vez más hondamente los afectos del corazón (cfr. C, 164). Y a su vez hará 225 CELIBATO que ese corazón, delicadamente dirigido hacia Dios, se abra cada vez más sincera y auténticamente al amor a los hombres. Por eso san Josemaría gustaba de unir al substantivo “celibato” el adjetivo “apostólico”, subrayando la unidad entre los dos motivos que el celibato cristiano implica. Luchar por vivir la castidad, la pureza del corazón y de los afectos, es condición indispensable para crecer en el amor a Dios y en la entrega y el servicio a los hermanos. “La pureza enrecia, viriliza el carácter” (C, 144), “actúa en la vida cristiana como la sal que preserva de la corrupción, y constituye la piedra de toque para el alma apostólica” (AD, 175), para la apertura hacia la trasmisión del don de la vida, también de la vida espiritual. El cristiano fiel a su compromiso de celibato puede así recibir una fecundidad con la cual participa de la paternidad divina: Dios “da el ciento por uno: y esto es verdad hasta en los hijos. –Muchos se privan de ellos por su gloria, y tienen miles de hijos de su espíritu. –Hijos, como nosotros lo somos del Padre nuestro, que está en los cielos” (C, 779). Por esto, san Josemaría se opuso siempre a todo intento de presentar la opción por el celibato como la consecuencia de la falta de energía o de la incapacidad para la vida afectiva. El cristiano, todo cristiano, debe tener corazón y, con ese único corazón, amar a Dios y a los hombres: “Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño! El que por Dios renuncia a un amor humano no es un solterón, como esas personas tristes, infelices y alicaídas, porque han despreciado la generosidad de amar limpiamente” (AD, 183). Esta realidad se aplica a todo celibato cristiano. Al celibato propio de la vida consagrada, a la que san Josemaría siempre manifestó gran aprecio, aunque fuera un camino muy distinto de aquél al que Dios le había llamado. Al celibato sacerdotal, que él mismo vivía y del que siempre subrayó la riqueza espiritual y humana: “Mienten –o están equivocados– quienes afirman que los sacerdotes estamos solos: estamos más acompañados que nadie, porque contamos con la continua compañía del Señor, a quien hemos de tratar ininterrumpidamente” (F, 38). Al celibato de quien, acogiendo la llamada divina, decide permanecer célibe en medio del mundo, precisamente para santificar desde dentro ese mundo en el que vive; es decir, al celibato apostólico, por usar la expresión a la que acudió con frecuencia, a veces dándole un significado genérico, pero, en otros muchos momentos, reservándola para el celibato vivido en medio del mundo y siendo del mundo, al que nos referiremos en el apartado siguiente. Añadamos ahora que la decidida afirmación de la centralidad del amor en la vida celibataria no lleva a san Josemaría a olvidar que el amor es esencial para todas las vocaciones en la Iglesia. Aquí se manifiesta el sentido de comunión en el seno de la Iglesia, que es –junto al amor– una de las claves fundamentales de su predicación sobre el celibato y en general sobre la diversidad de vocaciones o condiciones cristianas. En sus obras, se encuentran frecuentes pasajes en los que acude al procedimiento de enumerar distintos estados o condiciones –célibes, casados, viudos, sacerdotes, hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, etc.– precisamente para subrayar que todos están igualmente llamados a la santidad y al amor divino “que es la esencia misma de toda vocación cristiana” (CONV, 92): “Cada uno en su sitio, con la vocación que Dios le ha infundido en el alma –soltero, casado, viudo, sacerdote– ha de esforzarse en vivir delicadamente la castidad, que es virtud para todos y de todos exige lucha, delicadeza, primor, reciedumbre, esa finura que sólo se entiende cuando nos colocamos junto al Corazón enamorado de Cristo en la Cruz” (AD, 184; cfr. ECP, 25). 226 CELIBATO Por eso san Josemaría reitera y hace suya la constante predicación cristiana sobre “la excelencia y el valor del celibato” (CONV, 45; cfr. CONV, 92, 122; AD, 184). A la vez proclama que el matrimonio no es una mera institución social, ni la condición en la que son dejados los cristianos que no reciben la llamada al celibato, sino una vocación cristiana en el sentido fuerte y pleno de la expresión: “Llevo casi cuarenta años –afirmaba en 1968– predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando –creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio– me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!” (CONV, 91). 3. El celibato apostólico en el Opus Dei Desde el principio, desde el 2 de octubre de 1928, el mensaje del Opus Dei se dirige a todo tipo de personas, de cualquier profesión u oficio, solteros o casados. San Josemaría vio enseguida que en el Opus Dei debía de haber “personas [...] que, para asegurar la continuidad de las tareas apostólicas, se comprometan a vivir en celibato, y a las que, entre otras cosas, por su mayor disponibilidad fáctica, se les reserven determinadas funciones de dirección o formación” (IJC, pp. 43-44). Comprendió también que habría de comenzar incorporando en el Opus Dei a quienes se comprometieran al celibato: de esa forma se daría solidez a la Obra, y se sentarían las bases para que, cuando llegara el momento oportuno, se pudieran abrir las puertas a todo tipo de personas. “En consecuencia orientó así su labor fundacional, invitando a comprometerse en celibato apostólico –según la expresión que le gustaba emplear– a quienes veía que podían tener esta vocación, al mismo tiempo que predicaba con fuerza y claridad el valor cristiano del matrimonio. Como fruto de esta labor fue desarrollándose el Opus Dei, en el que, desde el principio, se afirma la posibilidad de que formen parte de él tanto personas célibes como casadas, aunque el modo de pertenencia de unos y otros recibe configuraciones diversas, de acuerdo con lo que permitía el derecho canónico de la época, hasta llegar al completo reconocimiento de que unas y otras podían ser miembros del Opus Dei de pleno derecho” (Ocáriz, “La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en OIG, p. 184). Paralelamente advirtió, también desde los inicios, que el ambiente al que antes nos referíamos, es decir, la tendencia a unir el celibato sólo a la condición sacerdotal o a la vida religiosa, reclamaba poner de manifiesto la naturaleza del compromiso de celibato que promovía. Más concretamente, la necesidad de subrayar que ese compromiso de celibato “no implica la menor referencia de consagración o de renuncia a las actividades seculares. Al contrario: se sitúa en un contexto de plena y radical afirmación del valor de lo secular” (Illanes, “Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei”, en OIG, p. 293). Supone el reconocimiento del pleno valor cristiano de las realidades seculares y la conciencia de que el cristiano corriente debe santificarse en y a través de ellas. Y surge, por tanto, en el seno de esa conciencia, y a su servicio, correspondiendo a la invitación divina de santificarse en y a través de la vida ordinaria, no sólo con plenitud de entrega sino con la disponibilidad, también fáctica o material que el celibato implica, a la difusión, con la palabra y con el ejemplo, de la llamada universal a la santidad y al apostolado en medio del mundo. El celibato en el Opus Dei es secular y laical, porque es asumido en orden a la personal santificación en medio del mundo y al servicio de una misión que hace referencia a esa santificación. En esa misma línea de explicar los rasgos y la significación del compromiso de celibato en el Opus Dei, se sitúa el uso (documentado ya a principios de los años treinta –cfr. Casas Rabasa, 2009, pp. 227 CELIBATO 371-411– aunque puede ser anterior) de la expresión “celibato apostólico” entendida no solo en sentido genérico –todo celibato cristiano implica, como antes se dijo, referencia a la misión–, sino específico. El celibato de los miembros del Opus Dei no sólo tiene una dimensión apostólica, sino que esa dimensión lo cualifica y condiciona: su razón de ser estriba en la orientación de la existencia a la luz de una llamada divina que lleva a mostrar con la totalidad de la propia vida que todas las situaciones humanas seculares son fuente y ocasión de santidad. Para explicar la realidad del espíritu y de la vida del Opus Dei, san Josemaría acudió con alguna frecuencia al ejemplo de los primeros cristianos. “La manera más fácil de entender el Opus Dei –afirmaba en una de sus entrevistas– es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos. Los socios del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe” (CONV, 24) Esa comparación, realizada en esa entrevista, en la que hablaba en términos generales, la reiteró en diversos momentos respecto al celibato, aludiendo a “aquellos ascetas y aquellas vírgenes, que dedicaban personalmente su vida al servicio de la Iglesia –no se encerraban en un convento: se quedaban en medio de la calle, entre sus iguales” (Instrucción, 8-XII1941, n. 81: AGP, serie A.3, 90-1-2). Como antes se decía, desde 1928 san Josemaría percibió que el espíritu del Opus Dei se dirigía a personas de toda condición. La decisión de iniciar su apostolado promoviendo la incorporación a la Obra con compromiso de celibato, connotaba, por tanto, ya desde el comienzo, la inten- ción de ir preparando el momento en que personas casadas pudieran formar parte del Opus Dei. Ese momento llegó en los años 1948 y 1949, poco después de que el Opus Dei hubiera recibido, el 24 de febrero de 1947, la primera aprobación pontificia: dos documentos de la Santa Sede, y la posterior aprobación definitiva, otorgada el 16 de junio de 1950, lo hicieron posible. En los años siguientes el Opus Dei se desarrolló ampliamente, de forma que en 1967 su fundador podía pronunciar las siguientes palabras: “Quienes han seguido a Jesucristo –conmigo, pobre pecador– son: un pequeño tanto por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un oficio laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo –que así confirman su obediencia a sus respectivos Obispos y su amor y la eficacia de su trabajo diocesano–, siempre con los brazos abiertos en cruz para que todas las almas quepan en sus corazones, y que están como yo en medio de la calle, en el mundo, y lo aman; y la gran muchedumbre formada por hombres y por mujeres –de diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas– que viven de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad –repito–, experimentando con los demás hombres, codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales y cívicos” (CONV, 119). En la actualidad podría emplearse un lenguaje parecido, señalando que el número de los fieles de la Obra ha aumentado hasta alcanzar los 89.000, de ellos la mayoría unidos en matrimonio. Conviene añadir que en el Opus Dei no sólo hay célibes y casados, sino que esas dos situaciones son, por lo que se refiere a la configuración del Opus Dei, complementarias. Es decir, contribuyen a poner de manifiesto y a realizar la misión propia 228 CELIBATO de la Prelatura: difundir la conciencia de la posibilidad de santificar todas las realidades terrenas, y hacerlo desde dentro de ellas mismas, esforzándose por santificar cada uno la condición a la que Dios le ha llamado y en la que, a través de las circunstancias históricas, le coloca. Es por eso connatural al Opus Dei que lo integren personas de variadas razas y países, hombres y mujeres, solteros y casados, jóvenes y ancianos, profesionales dedicados a las más diversas tareas y oficios. de miembro del Opus Dei, de la que los célibes representarían la perfección; como, desde otra perspectiva, considerar el matrimonio como un elemento definidor de la secularidad. Todos, célibes y casados, son igualmente miembros del Opus Dei y todos son plenamente seculares. Puede por eso decirse que el modo de pensar y de expresarse de san Josemaría “obedeció en todo momento a un planteamiento equivalente al que hoy solemos designar como «eclesiología de comunión»: habló siempre, en efecto, de una multiplicidad de situaciones, funciones y tareas, todas ellas dotadas de dignidad intrínseca, que, precisamente en su diversidad, se complementan contribuyendo a la perfección, y a la eficacia apostólica, del conjunto»” (Illanes, “Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei”, en OIG, p. 292). En suma, “la llamada universal a la santidad y al apostolado, con todo lo que implica –el reconocimiento de la apertura a una misma plenitud de vida cristiana en y desde todas las situaciones y condiciones humanas–, se encuentra recogida incluso en la configuración estructural del Opus Dei, haciendo posible que la Prelatura cumpla eficazmente la misión de proclamarla y difundirla desde el interior de las más diversas realidades temporales” (ibidem). Y todo esto teniendo en cuenta una afirmación decisiva que san Josemaría reiteró innumerables veces: la unidad de vocación; el hecho de que en el Opus Dei no hay categorías o grados de miembros, porque en todos los fieles del Opus Dei, sea cual sea su posición en la sociedad, se da la misma realidad espiritual –la llamada a santificar cada uno su propio estado o condición– y de que todos tienen plena responsabilidad de contribuir a la misión propia de la Prelatura. “En la Obra –afirma san Josemaría– no hay grados o categorías de miembros. Lo que hay es una multiplicidad de situaciones personales –la situación que cada uno tiene en el mundo– a la que se acomoda la misma y única vocación específica y divina: la llamada a entregarse, a empeñarse personalmente, libremente y responsablemente, en el cumplimiento de la voluntad de Dios manifestada para cada uno de nosotros” (CONV, 62). Voces relacionadas: Castidad; Fieles del Opus Dei; Matrimonio. Dicho con otras palabras: la gran variedad de fieles cristianos que forman parte del Opus Dei, “reflejo de la que existe en el entero Pueblo de Dios, lleva consigo una diversidad de modos de ser miembro del Opus Dei; modos, sin embargo, que no son grados de mayor o menor pertenencia a la Obra, ni comportan diversidad de vocación peculiar” (Ocáriz, “La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en OIG, p. 179). De ahí que sería equivocado considerar a los fieles casados de la Prelatura como una aproximación a la categoría Bibliografía: Ernst Burkhart - Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, I, Madrid, Rialp, 2010; Santiago Casas Rabasa, “Las relaciones escritas de San Josemaría sobre sus visitas a Francisco Morán (1934-1938)”, SetD, 3 (2009), pp. 371-411; José Luis Gutiérrez, “El laico y el celibato apostólico”, Ius Canonicum, 26 (1986), pp. 209-240; José Luis Illanes, “Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei”, en OIG, pp. 289-295; Id., La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad, Madrid, Palabra, 2001 rev. y act.; 229 CENTROS ELIS Y SAFI Mauro Leonardi, Come Gesù. L’amicizia e il dono del celibato apostolico, Milano, Ares, 2011; Fernando Ocáriz, “La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en OIG, pp. 179188; Álvaro del Portillo, “Celibato”, en GER, V, cols. 450-454 (recogido en Álvaro del Portillo, Rendere amabile la verità. Raccolta di scritti di Mons. Alvaro del Portillo, pastorali, teologici, canonistici, vari, Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 1995, pp. 311-321). Laurent TOUZE CENTROS ELIS Y SAFI Los Centros ELIS y SAFI son unas de las principales obras apostólicas promovidas por fieles del Opus Dei en Roma, la primera para varones y la segunda para mujeres. Fueron realizadas gracias al impulso de san Josemaría y por encargo del papa Juan XXIII. En la concreción de este encargo del Santo Padre, tuvo una intervención destacada Mons. Angello dell’Acqua, que, en 1959, después de haber conocido a algunos fieles y cooperadores del Opus Dei, y de haber visto la experiencia de Tajamar en Madrid, sugirió que se confiara la realización del nuevo centro social al Opus Dei. Obtenida la conformidad del Santo Padre, Mons. Dell’Acqua se dirigió a san Josemaría, en quien encontró una total disponibilidad, lo que dio inicio a una profunda amistad entre ambos. Los terrenos para la edificación se encontraron cerca de la Via Tiburtina, en una zona de Roma en rápida expansión y con muchos problemas sociales. Los trabajos comenzaron en 1962, año en que se constituyó el Associazione Centro ELIS (Educazione, Lavoro, Istruzione, Sport), que se convirtió sucesivamente en propietaria del terreno y de los edificios. El proyecto incluía una residencia para jóvenes trabajadores, un centro de formación profesional con varias especializaciones, una biblioteca para el barrio, un centro deportivo con una escuela de fútbol y una hospedería. Al mismo tiempo las mujeres del Opus Dei organizaron la escuela hostelera SAFI (Scuola Alberghiera Femminile Internazionale). En los años siguientes se añadió una escuela secundaria estatal experimental, una escuela deportiva femenina y otras actividades destinadas a personas desfavorecidas. La Santa Sede decidió erigir en el mismo complejo una iglesia parroquial que fue confiada a sacerdotes del Opus Dei. La nueva iglesia –San Giovanni Battista in Collatino– fue dedicada a san Juan Bautista, nombre de pila del papa Pablo VI, que el 21 de noviembre de 1965 la inauguró a la vez que los Centros ELIS y SAFI. De este modo el Papa pudo mostrar a muchos cardenales, obispos y padres conciliares una labor de la Iglesia a favor de los estratos sociales más débiles, puesta en marcha por el Opus Dei, hacia el cual Pablo VI mostraba gran confianza. Era la primera vez que un Papa se acercaba a un Centro del Opus Dei, y al final de la tarde, saliéndose del programa previsto, Pablo VI saludó a san Josemaría con un cariñoso: Tutto qui è Opus Dei! y le abrazó. La prensa y la televisión pusieron de relieve este acontecimiento. San Josemaría estudió personalmente los programas formativos de ELIS. A través de sus indicaciones y de los encuentros con las personas de la Obra que trabajaban en el Centro, se percibía el interés que tenía en la calidad del trabajo, en la enseñanza de la doctrina social de la Iglesia, en la deontología y en la formación humana y doctrinal de los trabajadores. Animaba a que se combatiese la ignorancia religiosa, que estaba difundiéndose rápidamente por todas las clases sociales y exponía a los obreros al influjo del marxismo. Fue en varias ocasiones a ELIS –lo llamaba “el Tiburtino”– antes del inicio de las actividades en octubre de 1964, e incluso después, para estar junto a sus hijos. Manifestó su deseo, que quedó sin realizar, de sentarse en un confesonario de la parroquia para administrar el sacramento de la Penitencia. 230 CHILE Esta iniciativa ha contribuido a ofrecer un ejemplo tangible de promoción social y de santificación del trabajo, como consecuencia del espíritu del Opus Dei, que han podido apreciar autoridades civiles y eclesiásticas, en frecuentes visitas. El 15 de enero de 1984 otro papa, Juan Pablo II, en el ámbito de la visita pastoral a la parroquia de San Giovanni Battista in Collatino, pasó algunas horas en ELIS, donde se reunió en el gimnasio con Mons. Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei y con un numeroso grupo de jóvenes. África, como la creación de escuelas y la formación de maestros, técnicos y mujeres microempresarias. A lo largo de casi cincuenta años, ELIS y SAFI han visto pasar millares de alumnos y alumnas que han aprendido una profesión que les ha permitido encontrar un puesto de trabajo. El objetivo inicial de constituir un centro internacional para la juventud trabajadora se ha conseguido y el alcance social ha superado ampliamente la ciudad de Roma. Las actividades formativas se han adecuado a las exigencias del mercado de trabajo con la constitución de una cooperativa social y la creación en 1992 de un consorcio estable con muchas grandes empresas italianas y multinacionales para personalizar las necesidades formativas y garantizar las salidas profesionales. Esta ampliación hace que los beneficiarios de la formación sean desde niños de las escuelas deportivas hasta adultos de los masters empresariales, pasando por diversos niveles y ámbitos educativos y profesionales, todos orientados a favorecer la adquisición de una verdadera competencia profesional que facilite la rápida incorporación al mercado del trabajo. El cuerpo docente está compuesto por profesores, técnicos de las empresas del consorcio y directores de empresas que colaboran gratuitamente para transmitir a los estudiantes su experiencia y competencia. CHILE Desde 1987, ELIS es también una ONG para la cooperación al desarrollo, reconocida por el gobierno italiano. Realiza proyectos de formación profesional en diversos países de América Latina, Asia y Voces relacionadas: Italia; Pablo VI; Roma (1956-1965); Roma (1965-1975). Bibliografía: Il Centro Elis, 1965-1990, Roma, Fratelli Palombi, 1990; http://www.elis.org Cosimo DI FAZIO 1. Inicio de la labor estable. 2. Desarrollo de la labor apostólica. 3. El viaje de catequesis de san Josemaría. La labor del Opus Dei en Chile comenzó en 1950. En 1974, como parte del viaje de catequesis que realizó por tierras americanas, san Josemaría –que había seguido desde Roma el crecimiento de la labor– se detuvo en Chile durante diez días, donde celebró diversos encuentros y reuniones. 1. Inicio de la labor estable En 1947, Mons. Raúl Pérez Olmedo, vicerrector de la Pontificia Universidad Católica de Chile y asesor de la Acción Católica, viajó a Roma. En la ceremonia de condecoración al embajador de Chile ante la Santa Sede, Luis Subercaseaux Errázuriz, le correspondió sentarse al lado de Mons. Montini –futuro Pablo VI– con quien habló de su preocupación por los universitarios de provincias que estudiaban en Santiago, a los que no sabía cómo atender bien en una residencia a su cargo. Mons. Montini le recomendó que se pusiera en contacto con san Josemaría, ya que el Opus Dei por él fundado tenía gran experiencia en residencias universitarias, y le dio una tarjeta de presentación. Mons. Pérez Olmedo visitó a san Josemaría en el Centro de Diego de León, en Madrid, quien lo invitó a almorzar unos días más tarde junto con 231 CHILE Mons. Alfredo Cifuentes, arzobispo de La Serena; estaban también Mons. Eijo y Garay, el sacerdote Pedro Casciaro –que en 1948 hizo un viaje de reconocimiento por gran parte de los países de América, entre ellos, Chile–, Adolfo Rodríguez Vidal y Ricardo Fernández Vallespín. Agradeció la acogida que tuvo y visitó algunas residencias universitarias, quedando impresionado por su categoría. El 18 de enero de 1950, san Josemaría escribió a Adolfo Rodríguez Vidal (19202003), recién ordenado sacerdote: “Hijo mío, ¿te atreverías a ir a Chile de Consiliario de esa Quasiregión? El viaje sería casi inmediato. Desde luego es predilección de Dios y mía” (AGP, serie A.3.4, 261-4, 500118-2). Secundando esa petición, Rodríguez Vidal llegó a Santiago dos meses después, el 5 de marzo, para comenzar la labor estable del Opus Dei en Chile. Ese día escribió una carta a san Josemaría, a la que el fundador del Opus Dei contestó con estas palabras: “Dios te bendiga y te haga el corazón cada día más grande y la cabeza cada día más clara, para que sepas comprender y amar a ese país magnífico donde el Señor te ha puesto para que trabajes en su viña del Opus Dei” (AGP, serie A.3.4, 261-4, 500313-4). El cardenal arzobispo de Santiago, Mons. José María Caro, invitó a don Adolfo Rodríguez a permanecer en el palacio episcopal hasta que encontrara una casa adecuada para instalar el primer Centro del Opus Dei en el país. Así lo hizo, pero durante pocos días, porque el 4 de abril de 1950, don Adolfo comenzó a dirigir una residencia universitaria ya existente, que hasta entonces había estado a cargo de Mons. Pérez Olmedo, pero que le fue confiada para que la impulsara y desarrollara. La llamó Alameda porque estaba ubicada en la avenida Bernardo O’Higgins 2138, conocida popularmente como La Alameda, según su denominación en el periodo colonial. El 16 de junio de 1950 celebró por primera vez la santa Misa en esa residencia, que fue el primer Centro del Opus Dei en Chile, pero por falta de sagrario no pudo dejar reservado el Santísimo. Muy contento, un mes después, el 16 de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, escribía a Roma: “¡Tenemos al Señor con nosotros desde esta mañana! (...) La Virgen del Carmen es la Patrona de Chile y de hoy no podía pasar” (Sastre, 1990, p. 403). A mediados de 1951, un estudiante universitario español, José Enrique Díez Gil, se unió a Rodríguez para trabajar en los comienzos de los apostolados de la Obra en Chile. Comenzó a estudiar Derecho en la Universidad Católica. En 1953 llegaron, procedentes también de España, José Manuel Domingo Arnáiz, ingeniero naval, y Francisco Martí, sacerdote. Don Adolfo Rodríguez, con la ayuda de María de Tezanos-Pinto de Infante y Laura Prado de Dávila –a las que conoció a través de sus maridos y que serían las primeras mujeres chilenas del Opus Dei–, preparó todo lo necesario con el fin acoger a Dorotea Calvo, Petra Angulo, Rosario Gómez Antón y Patricia Ilarraz. Llegaron el 9 de noviembre de 1953, para comenzar a trabajar profesional y apostólicamente en el país. El Centro estaba en la calle Moneda 1847. San Josemaría acompañó epistolarmente a las personas de la Obra en Chile, manifestando así su cercanía espiritual. Por ejemplo, escribía a Rodríguez en octubre de 1950: “Me doy cuenta de tu soledad, que es sólo aparente (¡te acompañamos tanto!)” (AVP, III, p. 183). El 18 de noviembre de 1953, escribía a las mujeres recientemente llegadas al nuevo país: “Muy contento de vuestra llegada a Chile. Tened buen humor y, con la gracia de Dios, serenas y adelante. La bendición más cariñosa del Padre” (AGP, serie A.3.4, 265-3, 531118-2). 2. Desarrollo de la labor apostólica Durante los primeros años de su estancia en Chile, Rodríguez –ingeniero naval 232 CHILE de profesión–, dio clases en las Escuelas de Ingeniería y de Economía de la Pontificia Universidad Católica de Chile. También empezó muy pronto a impartir docencia en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile. Desde allí, con su trabajo sacerdotal de formación doctrinal y dirección espiritual, trató a numerosas personas, algunas de las cuales se acercaron al Opus Dei. Los primeros jóvenes que pidieron la admisión en el Opus Dei fueron Juan Cox, José Miguel Ibáñez y Pablo Vial. También se incorporaron pronto algunos hombres casados como Eduardo Infante, Fernando Dávila, Emilio Donoso y Carlos Cuevas. Con el inicio del curso académico, el 19 de marzo de 1954, las mujeres comenzaron la Escuela Hogar Lar con nueve alumnas, en la casa de la calle Moneda. Un mes antes, habían recibido una carta fechada en Roma, el 25 de enero de 1954, en la que san Josemaría escribía: “Que Jesús me guarde a mis chilenas. ¡Adelante! Mucha alegría, que eso andará cada día mejor. Encomendamos vuestra labor de la escuela-hogar” (AGP, serie A.3.4, 2654, 540125-1). El 19 de abril de 1955, les volvía a escribir: “Contento con vuestra labor. Que el Señor y nuestra Madre del Cielo sigan enviando vocaciones chilenas. A Elena, una bendición especial. Y otra, también muy cariñosa, para todas del Padre” (AGP, serie A.3.4, 267-2, 550419-2). Efectivamente, poco antes había pedido la incorporación la primera chilena: María Elena Wielandt, a la que siguieron María Angélica Yrarrázaval, Eugenia Armijo, Eliana Azúa, Olga Villarreal, Alicia Sandoval y otras mujeres casadas, además de las dos mencionadas más arriba: Paula RuizTagle, Rosa Yrarrázaval de Ríos, Isabel Valdés, Luz María Videla de Yrarrázaval, Yolanda Cox de Ruiz-Tagle y María Teresa Correa de García. En 1955, los primeros chilenos fueron a Roma para formarse junto al fundador, aprendiendo a su lado el espíritu de la Obra: primero, Pablo Vial; después, José Miguel Ibáñez, Fernando Iacobelli y Eugenio Zúñiga, quienes recibieron la ordenación sacerdotal y volvieron a trabajar pastoralmente en Chile. El trabajo apostólico creció y se hicieron necesarias más manos. En esos primeros años llegaron otros sacerdotes: Antonio Martín, Vicente de Fuenmayor y Juan Roselló. También llegaron otras mujeres como Victoria Careaga, María Consolación Pérez, Pilar de Pedro, Begoña Orúe y Teresa Zumalde. En octubre de 1955 comenzó a construirse Antullanca, la primera casa de retiros del Opus Dei en América del Sur, que se pudo utilizar a fines de 1959. En el año 1956, la Escuela Hogar Lar se trasladó a una nueva sede en la avenida Colón 3296, en la casa que perteneció a Elina Gaínza de Gianoli, fiel del Opus Dei, natural de Uruguay, que había regresado a su país natal. En la casa de la calle Moneda se inauguró, entonces, la primera residencia universitaria de las mujeres. En 1960 se comenzó a trabajar en el barrio El Salto, aprovechando un establo y una lechería adjunta, donados por una cooperadora. En 1961 se dieron los primeros pasos de lo que pocos años después sería Fontanar, una escuela para empleadas del hogar que quisieran completar la enseñanza escolar y hacer estudios profesionales. En 1963, en Chimbarongo, Sexta Región, se abrió la Escuela Agrícola Las Garzas. A fines de los años sesenta, un grupo de padres de familia comenzó los colegios Los Andes y Tabancura, confiando la atención espiritual de esos centros educativos al Opus Dei. En esa década también se dio inicio a una serie de viajes a Valparaíso, Viña del Mar, Concepción y Rancagua para dar a conocer el mensaje del Opus Dei. 3. El viaje de catequesis de san Josemaría San Josemaría llegó a Santiago de Chile el 28 de junio de 1974, procedente de Brasil y Argentina. 233 CHILE Durante su visita quiso reunirse con las personas de la Obra en un ambiente de intimidad familiar y por eso les hizo saber que prefería que los encuentros informales –tertulias– se realizaran en sitios donde se desarrollara una labor apostólica. Así, los grandes encuentros (o tertulias generales) se tuvieron en el Colegio Tabancura; y para otros más reducidos, se utilizaron diversos Centros, preferentemente Alameda (que en ese momento ocupaba una sede diversa de la de los inicios). gró altares, visitó Centros, estuvo con el cardenal-arzobispo de Santiago, celebró veinticinco reuniones públicas y otras tantas más reducidas. No dio señales de agotamiento, pero su salud estaba quebrantada: le hicieron un análisis de sangre y, al ver los resultados, el médico preguntó si el paciente estaba haciendo reposo absoluto. No era así; tampoco en los días sucesivos el reposo fue absoluto, ya que san Josemaría se opuso a ello; pero los que le acompañaban extremaron su cuidado. Los primeros días hubo un fuerte temporal, al que san Josemaría, bromeando, sacó punta sobrenatural para hablar de fe: “¿Dónde están los Andes?; me estáis engañando. Yo tengo que tener fe, una fe tremenda para tragarme que hay Andes, toda una montaña inmensa, ahí. ¡Si no la he visto!” (AVP, III, p. 710). La lluvia torrencial obligó a suspender la primera tertulia general en el Colegio Tabancura, programada para el domingo 30 de junio. San Josemaría tuvo el detalle de reunirse en Alameda con los que, desafiando el temporal viajaron desde Rancagua, Viña del Mar y Aconcagua. Advirtió desde un comienzo que él nunca hablaba de cosas que no fueran sobrenaturales: “hablo sólo de Dios y del alma. De manera que no me refiero a cosas políticas” (AVP, III, p. 711). Aclarado este punto, pidió a los que lo oían comprensión en la convivencia social, sin que renunciasen a sus ideas cristianas: “Que os comprendáis los chilenos, que os disculpéis, que conviváis, que os queráis” (AVP, III, p. 711). En las circunstancias políticas que vivía el país, eran unas palabras muy necesarias. En los encuentros celebrados en Chile –como en otros países–, los asistentes solían hacerle preguntas variadas, manifestando así sus inquietudes de vida cristiana. La mayoría de esas intervenciones trataban de la fe, de la práctica de los sacramentos, de la vida familiar y de la educación de los hijos. En la predicación de san Josemaría, uno de los temas constantes fue la necesidad de acudir al sacramento de la Penitencia: “¡El Señor está esperando a muchos para que se den un buen baño en el Sacramento de la Penitencia! Y les tiene preparado un gran banquete, el de las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de la alianza y de la fidelidad y de la amistad para siempre. ¡Que vayan a confesar! Vosotros, hijas e hijos, acercad las almas a la Confesión. ¡No hagáis que sea inútil mi venida a Chile! ¡Que sea mucha gente la que se acerque al perdón de Dios!” (AVP, III, p. 715). Un fuerte enfriamiento, a causa de una avería en la instalación del aire acondicionado durante el vuelo a Santiago, le había producido afonía y fiebre. Unos días de relativo descanso dejaron al Padre en condiciones de reanudar el plan de tertulias con renovado brío y con voz firme. Mejoró el tiempo y, por fin, pudo divisar la cordillera de Los Andes. Durante esos días consa- Uno de esos días, el 5 de julio, las religiosas Carmelitas Descalzas del Monasterio de San José de la calle Pedro de Valdivia hicieron llegar a san Josemaría una carta invitándolo a visitarlas, pues conocían su amor a santa Teresa. Para conseguir su propósito argumentaban –usando palabras de la Santa– “tanto alcanzas cuanto esperas”. Esa misma mañana hizo el hueco para ir a verlas acompañado de don Álvaro del Portillo, don Javier Echevarría y don Adolfo Rodríguez. Les explicó apenas llegó: “Yo tengo un amor muy grande a la vocación de almas contemplativas, porque 234 COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ en el Opus Dei somos contemplativos en medio de la calle” (AVP, III, p. 713). Luego les habló de la necesidad de rezar por los sacerdotes, de ser fieles a su vocación y de vida de piedad, con mucha persuasión y energía (cfr. AVP, III, pp. 713-714). El lunes, 8 de julio, víspera de la partida de san Josemaría para Lima, “fueron muchos los que a la hora de comer se lanzaron a la carretera, para llegar a primera hora de la tarde al santuario mariano de Nuestra Señora de Lo Vásquez, adonde acudiría el Padre. (...) Tan pronto llegó a la explanada delante del templo, se emocionó al ver la multitud de personas que habían sacrificado el almuerzo para acompañarle en el rezo del rosario. (...) Antes de salir a la explanada se puso el Padre unas gafas oscuras. No sólo para defenderse del sol. Es que no vería ya más a aquellas gentes, y le embargaba la emoción” (AVP, III, p. 715). La visita de san Josemaría marcó un hito en el desarrollo de la labor apostólica. En 1975 había Centros del Opus Dei sólo en Santiago y Chimbarongo. Gracias a su impulso y a su intercesión, en los años siguientes comenzó la labor estable en Viña del Mar y Concepción, y años más tarde, en Antofagasta y Temuco. En esas ciudades y en Santiago aumentaron los centros culturales, las residencias universitarias, los clubs juveniles, y otras labores educativas y de promoción social, y se consolidaron las que él conoció: las primeras residencias universitarias –ahora llamadas Alborada y Araucaria– contaron con sedes construidas de planta; y también se desarrollaron las obras sociales y educativas El Salto, Fontanar y Las Garzas. Después de 1975, miembros de la Obra que se han trasladado a diversos puntos del país, han comenzado el trabajo apostólico desde Arica, en el extremo norte, hasta Punta Arenas, junto al Estrecho de Magallanes, incluyendo Iquique, Calama, La Serena, Ovalle, Curicó, Talca, Chillán, Los Ángeles, Valdivia, Osorno, Puerto Varas y Puerto Montt. En 1989 se inició la Universidad de Los Andes, con sede en la ciudad de Santiago. También hay chilenas y chilenos del Opus Dei en países de los cinco continentes, haciendo realidad el deseo que san Josemaría manifestó frecuentemente en Santiago: “En Chile y desde Chile”. Voces relacionadas: Catequesis, Labor y viajes de. Bibliografía: AVP, III, pp. 709-731; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 19903, pp. 566-571. Speria CAYO TAMBURRINO COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ 1. Un centro de formación en Roma. 2. Los comienzos (1948-1955). 3. Consolidación y sede definitiva (1956-1975). El Colegio Romano de la Santa Cruz es uno de los Centros interregionales del Opus Dei, directamente dependientes del prelado, destinados a proporcionar una intensa formación doctrinal-religiosa y espiritual a los fieles de la Prelatura, en este caso, numerarios varones, que posteriormente pueden recibir encargos de formación en las diversas circunscripciones (cfr. Statuta, n. 98). En este lugar reciben también su formación específica la mayoría de los candidatos al sacerdocio del clero incardinado en la Prelatura (cfr. Statuta, n. 102). Tiene su sede en Roma y fue erigido el 29 de junio de 1948, fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo. También en Roma existe un Centro paralelo para las mujeres: el Colegio Romano de Santa María, erigido por el fundador en 1953. 1. Un centro de formación en Roma La mejor explicación sobre el espíritu y fines del Colegio Romano de la Santa Cruz nos la ofrecen las siguientes pa- 235 COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ labras del fundador, dirigidas a un grupo de nuevos alumnos: “¿Sabéis qué quiere decir Colegio Romano de la Santa Cruz? Colegio (...) es una reunión de corazones que forman –consummati in unum– un solo corazón, que vibra con el mismo amor. Es una reunión de voluntades, que constituyen un único querer, para servir a Dios. Es una reunión de entendimientos, que están abiertos para acoger todas las verdades que iluminan nuestra común vocación divina. Romano, porque nosotros, por nuestra alma, por nuestro espíritu, somos muy romanos. Porque en Roma reside el Santo Padre, el Vice-Cristo, el dulce Cristo que pasa por la tierra. De la Santa Cruz, porque el Señor quiso coronar la Obra con la Cruz, como se rematan los edificios, un 14 de febrero... Y porque la Cruz de Cristo está inscrita en la vida del Opus Dei desde su mismo origen, como lo está en la vida de cada uno de mis hijos... Aquí venís (...) para seguir estudios teológicos de altura universitaria. Después, para convivir con vuestros hermanos de distintos países, y para que veáis que en las demás naciones hay muchas cosas admirables, dignas de ser alabadas e imitadas (...). Habéis venido a llenar de Sabiduría el vaso de vuestra alma, poniendo mucho empeño en que no se rompa. Si no mejorarais en vuestra vida interior, en la piedad y en la doctrina, habríamos perdido el tiempo” (citado en Sastre, 1991, p. 343). Como escribe Vázquez de Prada, “el Fundador había concebido el Colegio Romano como instrumento de instrumentos, para romanizar la Obra y mantenerla unida” (AVP, III, p. 279). Entendía por “romanizar” el amor y la lealtad al Sumo Pontífice, la visión católica y ecuménica –que sabe superar nacionalismos y particularidades pueblerinas–, algo que deseaba inculcar en todos los miembros del Opus Dei, pero especialmente en aquellos que ocuparían encargos de formación o de gobierno, o servirían a los demás como sacerdotes. Además, deseaba que el tiempo pasado en Roma ayudara a los alumnos a refor- zar su unión con el Padre y sus Consejos centrales de gobierno, y con el resto de la Obra, representada allí por personas de países, culturas y mentalidades muy diversas. También deseaba que ese periodo robusteciera su vida espiritual y el conocimiento teórico y práctico del espíritu del Opus Dei. Todo esto, acompañando la realización de los estudios institucionales de Filosofía y Teología, la licencia de grado y el doctorado en una disciplina eclesiástica. Se cuentan por millares los alumnos que han pasado por este Centro. Hasta su muerte, san Josemaría les dedicó muchas energías y durante algunas temporadas la convivencia con ellos fue muy estrecha. Así, varias generaciones de alumnos pudieron beneficiarse directamente de su ejemplo y de sus enseñanzas, que –como tantos de ellos han declarado– fueron la experiencia más fecunda de ese periodo romano. La historia de la expansión internacional y consolidación institucional del Opus Dei debe mucho al Colegio Romano, donde el fundador pudo formar directamente a laicos y sacerdotes que protagonizarían, en muchos casos, los comienzos y el desarrollo de la Obra en tantos lugares e iniciativas. Ellos han sido quizá la mejor cadena de transmisión del espíritu del Opus Dei, aprendido junto al fundador, a las generaciones futuras de fieles. 2. Los comienzos (1948-1955) Los comienzos de Colegio Romano de la Santa Cruz fueron muy modestos y estuvieron caracterizados por la pobreza, las incomodidades materiales, y también la alegría de convivir en Roma con el fundador y de estar cerca de la Sede de Pedro. Durante el verano de 1947, san Josemaría y algunos miembros del Opus Dei se habían trasladado a la portería de la actual Villa Tevere. No pudieron ocupar la vivienda principal hasta febrero de 1949, a causa de los antiguos inquilinos, que se negaron a abandonarla. Los planes contemplaban instalar allí la sede central de la Obra y 236 COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ buscar otra sede propia para un centro de formación al que acudirían universitarios de distintos países, que sería el Colegio Romano de la Santa Cruz. Había muy pocos medios, de modo que ni tan siquiera tenían camas para todos, ni podían encender la calefacción. En esas circunstancias, san Josemaría tomó una decisión audaz: erigir allí mismo el Colegio Romano de la Santa Cruz, con un decreto que firmó el 29 de junio de 1948. Álvaro del Portillo, que fue nombrado Rector del mismo, consideraba muchos años después que “humanamente, la erección de este Centro de formación en 1948 era una auténtica locura. En una casa mínima –la portería de Villa Tevere–, vivíamos amontonados todos los que entonces estábamos en Roma”. Y a pesar de todo, sin esperar a que las circunstancias fueran más favorables, y contando con un exiguo número de personas –sólo cuatro alumnos comenzaron los estudios–, redactó “un decreto en el que, con espíritu profético, afirmaba que el Colegio Romano de la Santa Cruz estaba destinado a recibir gente ex omni natione, de todas las naciones, y a dar frutos cada día más copiosos. ¿No es esto una gran manifestación de fe?” (Del Portillo, 1988, p. 132). Para san Josemaría se trataba de una carrera contra el tiempo, pues estaba convencido –lo dijo muchas veces en esos años– de que si no lograba sacar adelante ese proyecto, la expansión y el desarrollo de la Obra sufrirían un retraso de medio siglo. “Se sabía depositario del espíritu de la Obra –explicaba Mons. Del Portillo–, con la obligación de extenderlo cuanto antes por todas partes. Para eso necesitaba ­sacerdotes y Directores, y quiso formarlos personalmente, a su lado, al mismo tiempo que romanizaba la Obra, haciendo que estuviera cada día más pegada al Papa” (Del Portillo, 1988, p. 132). Un año después, como se lee en una nota programática de 1949, san Josemaría pensaba en organizar un gran centro universitario en Roma, en donde cursarían sus estudios de Filosofía y Teología los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz. Para que eso fuera posible, antes tenían que formarse un número suficiente de profesores, realizando licenciaturas y doctorados en las facultades eclesiásticas romanas. El centro universitario no pudo verlo realizado en vida, pero tocaría a su sucesor ponerlo en marcha en 1984: se trata de la actual Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Algunos de los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz que habían obtenido el doctorado en las facultades eclesiásticas romanas decidieron dedicarse profesionalmente a la Filosofía, el Derecho Canónico, la Pedagogía y la Teología. Con ellos se formó con el tiempo un cuerpo de profesores que se dedicó a impartir en la misma sede del Colegio las asignaturas del ciclo institucional de estudios eclesiásticos. Más tarde, varios de ellos trabajaron en las facultades eclesiásticas de la Universidad de Navarra o en otras instituciones, entre otras la actual Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Volviendo a 1949, era urgente conseguir un edificio como sede del Colegio Romano. Se vieron varios lugares. La posibilidad más concreta que se ofrecía –el Oratorio del Gonfalone, junto a la Via Giulia– se desvaneció en 1950. Lo mismo ocurrió con otra posible sede, junto a la Iglesia de los Santi Quattro Coronati. Escrivá de Balaguer tuvo que contentarse con Villa Tevere como sede provisional del Colegio. En el curso 1950-51, el Centro contaba ya con más de veinticinco alumnos “y pronto –escribía con satisfacción san Josemaría– podremos enviar profesores y directores de Centros de Estudios a cada Región, con láurea en filosofía escolástica, en Derecho canónico y en Teología. ¡Un gran paso, para la formación de todos y para facilitar la elección de gente que vaya al Sacerdocio!” (AVP, III, p. 213). Ya en esos incipientes momentos, veía proyectada en 237 COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ el tiempo lo que hoy es una realidad: “De aquí, del Colegio Romano, saldrán centenares –millares– de sacerdotes y de laicos que extenderán la labor en los sitios en que se está trabajando; la comenzarán en otras muchas naciones que nos esperan; y pondrán en marcha Centros de formación, para hombres de todos los continentes y de todas las razas, en servicio de la Iglesia” (Bernal, 1980, p. 322). Enseguida, las dificultades económicas motivadas por la construcción de los edificios de Villa Tevere y el mantenimiento de los alumnos fueron agobiantes. Eran obras de cierta envergadura y, como la penuria económica fue tanta, representaron un auténtico desafío: “Muy apurados de dinero [escribía en 1950 el fundador en una carta a sus hijos del Consejo General, entonces todavía en Madrid]. Días de no saber cómo pagar –ni un resquicio humano se ve–, para poder continuar estas obras de Villa Tevere” (AVP, III, p. 213). “Seguimos saliendo adelante, cada día, de milagro” (ibidem, p. 212), se lee en otra carta de 1954. Fueron esos primeros años “una dura prueba, un interminable agobio en medio de una indecible pobreza” (ibidem, p. 273). Pero estas dificultades no frenaron el desarrollo del Centro: siguió aumentando el número de alumnos y el ambiente iba haciéndose cada vez más internacional. San Josemaría lo recordaba así: “Estábamos siempre pensando en traer más gente al Colegio Romano, todos los posibles, porque convenía: para la gloria de Dios, para el servicio de la Iglesia, de las almas y de la Obra, para que (...) aprendáis a amar a otras naciones, y a ver las cosas buenas y los defectos que hay en otras tierras como los hay en la de cada uno. Convenía, además, para recibir una formación recia, unitaria, en el buen espíritu de la Obra” (citado en Bernal, 1980, p. 320). En 1951 san Josemaría aprobó el plan de estudios para los numerarios del Opus Dei, en el que se fijaban, en particular, los cursos institucionales de Filosofía y Teolo- gía que debían seguir. Los programas de cada asignatura tenían la profundidad y rigor que se exigían en las universidades pontificias de Roma. A este plan de 1951 siguió otro análogo, del 14 de febrero de 1955, para las numerarias del Opus Dei. En 1952 se incorporaron al Colegio Romano de la Santa Cruz personas de México, Portugal, Irlanda, Italia y España. Ese año, la ya difícil situación económica se hizo desesperada y fue ésta una de las intenciones que llevaron a san Josemaría a consagrar el Opus Dei al Sagrado Corazón, el 26 de octubre de 1952. En 1953, los alumnos eran ya ciento veinte, y el fundador pensaba todavía en aumentar ese número hasta un máximo de doscientos. Las dificultades de espacio y las restricciones eran tales que fue necesario buscar un lugar donde los alumnos pudieran tener un poco de esparcimiento, al menos durante el verano. Gracias a los buenos oficios de Álvaro del Portillo –que contó con la generosidad de un amigo suyo–, se consiguió una finca agrícola en Salto di Fondi, cerca de Terracina, que además de convertirse en sede del Colegio Romano en los periodos de descanso, proporcionó comestibles muy necesarios para los Centros de Roma: el fundador lo veía como “el pan, el descanso y la salud de nuestra gente del Colegio Romano” (AVP, III, p. 250). Para su puesta en marcha fue muy valiosa la ayuda personal de Carmen Escrivá de Balaguer, hermana del fundador. La casa se usó desde 1953 a 1966, cuando se dejó y se buscó otra en una zona de montaña, cerca de L’Aquila. En 1953, con motivo del 25º aniversario de la fundación del Opus Dei, san Josemaría recibió una carta muy elogiosa del Prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades, el Card. Pizzardo. Después de alabar el plan de estudios eclesiásticos para todos los miembros de la Obra, calificaba de “sabia y previsora prudencia” la decisión de erigir, en 1948, el Colegio Romano de la Santa Cruz, 238 COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ “sin ahorrarse fatigas y sufrimientos” (IJC, Apéndice documental, n. 39, pp. 561-563). Ciertamente, los hechos confirmaron la cordura de aquella “locura” inicial de san Josemaría. Después de seis años, en agosto de 1954, podía vislumbrar los prometedores resultados del Centro, y así lo escribía a varios hijos suyos que estaban al frente de las circunscripciones de la Obra: “Si me sois fieles, si no nos dejáis solos, desde el próximo año habrá numerosas promociones de sacerdotes, con los grados académicos eclesiásticos obtenidos en Roma. Esto supone que, desde diciembre del 55, podréis contar cada año con personal... si respondéis a mis llamadas, que son llamadas de Dios”. Les hablaba de la improrrogable necesidad de enviar dinero y gente para el Colegio Romano de la Santa Cruz. “Pensad que, mientras no lleguemos al final –hasta el último ladrillo, hasta la última silla–, es como si la casa de la Obra se nos quemara. Es preciso, por encima de todo, apagar este incendio” (AVP, III, pp. 273-274). Un año después, el 20 de abril de 1955, se obtuvo el apoyo de una empresa de construcción, la empresa Castelli, que –sin solucionar el problema económico– proporcionó serenidad, pues las obras podrían continuar sin los continuos agobios debidos a la falta de liquidez, que amenazaban con paralizar todo. “Ese respiro económico permitió realizar el proyecto sin mayores retrasos. De modo que se pudo hacer frente a la necesidad de disponer de plazas suficientes, mejorando la situación de los nuevos alumnos del Colegio Romano” (AVP, III, p. 256). 3. Consolidación y sede definitiva (19561975) En el año académico 1955-56 salieron sesenta nuevos doctores del Colegio Romano. A menos de diez años de su fundación, el Centro estaba alcanzando su madurez y –como había previsto san Josemaría– podía ofrecer de manera continua- da promociones de sacerdotes y seglares debidamente formados. Pero, como se ha dicho, san Josemaría quería aumentar el número de alumnos hasta llegar a doscientos, y para eso era absolutamente necesario acabar los trabajos de Villa Tevere. Además, las obras requerían una notable dedicación de tiempo por parte de los alumnos, que colaboraban en múltiples tareas relacionadas con las obras sin descuidar su exigente plan de estudios y de formación. El tiempo escaseaba y también el espacio y los medios materiales, pero estos inconvenientes se suplían con la cariñosa y vigilante presencia del fundador. Sus palabras en frecuentes tertulias eran la mejor explicación del espíritu y de la historia del Opus Dei, como han testimoniado muchas personas. Sabía encender a sus oyentes en deseos de entregarse a Dios y de llevar la luz del Evangelio a todas partes. El ambiente, muy hogareño, rebosaba alegría y espíritu juvenil, así que las incomodidades materiales se tomaban a modo de anécdota divertida. Era clara la conciencia del privilegio que suponía vivir junto a un santo auténtico, que era además un Padre, enérgico y cariñoso a la vez. Todo esto, que procede de los relatos de quienes vivieron esos momentos, permite concluir que la huella que el fundador dejó en el Colegio Romano de la Santa Cruz fue imborrable. Con frase expresiva, lo explicaba su sucesor, cuando afirmaba que aquel Centro era “obra de las manos, de la cabeza, del alma, del corazón de nuestro queridísimo Padre” (Del Portillo, 1988, p. 132). El 9 de enero de 1960 se terminaron por fin las obras de Villa Tevere, pero a mediados de esa década, aquellos edificios que tanto esfuerzo habían costado se habían quedado pequeños para albergar el Colegio Romano. Los alumnos seguían aumentando en número, con lo que el espacio disponible disminuía de curso en curso. San Josemaría deseaba que esos hijos suyos pudieran estar más tiempo al 239 COLEGIO ROMANO DE LA SANTA CRUZ aire libre y con facilidades para hacer deporte. Los órganos centrales de gobierno de la Obra, cuyas funciones también se habían dilatado, necesitaban más espacio. Fue entonces –en el mes de noviembre de 1967– “cuando determinó que el Colegio Romano no podía seguir alojado por más tiempo en la sede central del Opus Dei. Debía trasladarse a otra parte; y rápidamente. Así, pues, se pusieron a buscar un posible emplazamiento en el casco urbano. (...) Después de algunas consultas, y teniendo en cuenta el factor principal –la escasez de dinero–, el Padre se decidió por lo más ventajoso. Es decir, levantar edificios de nueva planta” (AVP, III, pp. 675-676). Se encontraron unos terrenos en las afueras de Roma, junto a la vía Flaminia: el nombre elegido para la sede definitiva fue “Cavabianca”. De nuevo se embarcaba san Josemaría en una empresa demasiado audaz, otra “locura” a los ojos humanos (de hecho la llamaría, bromeando, una de sus “últimas locuras”). Ciertamente la situación económica no era tan desastrosa como en los años cincuenta, pero tampoco se contaba con suficientes recursos para afrontar una empresa de tal envergadura. Por otro lado, en muchos lugares se estaban cerrando seminarios y noviciados de religiosos, a causa de la crisis vocacional que se desencadenó tras el Concilio Vaticano II, y no faltaron quienes le criticaron por esto o intentaron disuadirle: “Vienen a verme obispos de todo el mundo –explicaba en 1972–, y me dicen: pero usted está loco... Y les contesto: estoy cuerdísimo. Cuando hay pájaros y no se tiene jaula, lo que hace falta es la jaula. Necesito formar allí –teniéndolos uno, dos o tres años, todo lo más– a hijos míos intelectuales de todos los países” (AVP, III, p. 677). Entre 1968 y 1970 se realizaron los estudios y proyectos previos. En 1971, anunciaba san Josemaría: “Vamos a comenzar las obras allá arriba, en Cavabianca, con dinero que no es nuestro, con el fruto del trabajo de muchos hermanos vuestros, y con la ayuda de muchas personas que ni siquiera son cristianas”. Y más tarde añadía: “En todo el mundo hemos comenzado a preparar instrumentos de trabajo sin dinero. Yo lo había hecho antes muchas veces; pero desde hace años tenía el propósito de no volver a obrar así. Sin embargo, pensando que el bien de la Iglesia y el bien de la Obra (...) hace conveniente que muchos hijos míos pasen por Roma, hemos comenzado a construir Cavabianca con pocas liras. No quería repetir esa locura, pero ya estamos metidos en esta tarea” (Sastre, 1991, p. 618). Las obras comenzaron el 9 de enero de 1971 y el 7 de marzo de 1974 pudieron trasladarse a Cavabianca algunos alumnos del Colegio Romano. Como había hecho en Villa Tevere, san Josemaría dedicó toda su atención a la preparación de este nuevo instrumento, incluso a detalles arquitectónicos o de decoración, para garantizar que cumpliera su función formativa y se facilitaran la vida de piedad, el estudio y el necesario descanso, junto a la práctica de las virtudes cristianas. También los alumnos de Colegio Romano colaboraron en muchas cuestiones materiales para agilizar las obras y ahorrar en lo posible. Hasta pocos días antes de morir, san Josemaría atendió con cariño y desvelos de buen Pastor a los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz. Siguió yéndoles a ver y a charlar con ellos a menudo, para formarlos y transmitirles el espíritu del Opus Dei. Cuando entregó su alma a Dios, 934 alumnos habían pasado por el Colegio Romano. Voces relacionadas: Colegio Romano de Santa María; Villa Tevere. Bibliografía: AVP, III, passim; Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 19806; Javier Echevarría, “Un’università romana ideata da San Josemaría Escrivá e 240 COLEGIO ROMANO DE SANTA MARÍA realizzata da Mons. Álvaro del Portillo. Inaugurazione dell’anno accademico 2009-2010”, en Giovanni Tridente - Cristian Mendoza (eds.), Pontificia Università della Santa Croce. Dono e compito. 25 anni di attività. Pontifical University of the Holy Cross. A Gift and a Calling. 25 Years of Activities, Cinisello Balsamo (Milano), Silvana Editoriale, 2010, pp. 24-33; Álvaro del Portillo, “Homilía”, 29-VI-1988, Romana. Bolletino della Prelatura della Santa Croce e Opus Dei, 6 (1988), p. 132; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1991. Luis CANO COLEGIO ROMANO DE SANTA MARÍA 1. Los comienzos del Colegio Romano. 2. El Colegio Romano de Santa María en Villa delle Rose. 3. El Colegio Romano en Villa Balestra. El Colegio Romano de Santa María es un Centro interregional para la formación de mujeres del Opus Dei, con sede en Roma, erigido por san Josemaría. Su prehistoria se remonta a finales de la década de 1940. 1. Los comienzos del Colegio Romano En junio de 1948, convencido de que había llegado el momento de dar un nuevo impulso en la expansión del Opus Dei por todo el mundo, san Josemaría firmó el Decreto de erección del Colegio Romano de la Santa Cruz, para la formación de los varones. No era posible aún empezar un Colegio análogo para sus hijas, pues había pocas mujeres del Opus Dei y no podían desplazarse a Roma sin desatender la labor que se realizaba. La Guerra Civil española (1936-39) había dificultado el incremento de mujeres en el Opus Dei. San Josemaría iba sin embargo preparando el comienzo de un Centro de Estudios interregional para mujeres del Opus Dei (cfr. AVP, III, p. 281). Veía necesario formar bien a los fieles del Opus Dei –tanto varones como mujeres–, para enraizar los apostolados de la Obra en sus países y comenzar actividades en nuevos lugares. La gran diversidad de los fieles del Opus Dei que se preveía –de origen, raza, cultura y profesión– hacía necesario dar una sólida formación a todos en la doctrina cristiana y en el espíritu de la Obra; sólo así se podía garantizar la unidad y la eficacia apostólica del Opus Dei a lo largo del tiempo. San Josemaría inició en aquellos años una verdadera “batalla de formación” para proporcionar a todos los fieles de la Obra estudios de Filosofía y Teología, adecuados a la capacidad intelectual y al nivel cultural de cada uno. Tenía el profundo convencimiento de que la ignorancia es el mayor enemigo de la fe y el obstáculo para que se dé un verdadero desarrollo humano. Deseaba también que todos –también las mujeres– se “hicieran muy romanos”, es decir, que cimentasen su amor a la Iglesia y al Papa, siendo así universales, católicos, con corazón grande y espíritu amplio, abiertos a todos los hombres, sin distinción de raza, lengua, cultura o nacionalidad. En ese contexto, el 12 de diciembre de 1953, san Josemaría erigió el Colegio Romano de Santa María. Su fin, como expresa el Decreto de erección del Colegio Romano de Santa María, es fortalecer en las mujeres del Opus Dei la unión con Dios –vida contemplativa en medio de las actividades ordinarias– y capacitarlas para llevar a cabo una constante y sobrenatural actividad apostólica. El Colegio Romano –afirma el Decreto– imparte una formación doctrinal teológica y espiritual que contribuya a profundizar en la vida cristiana y en el espíritu del Opus Dei, y permita transmitir la fe allá donde cada uno se encuentre. El Decreto continúa diciendo que se constituye para mujeres procedentes de todas las naciones, en la Urbe, centro y cabeza de la Iglesia católica, de modo que sea, también para el Opus Dei, instrumento de unidad y cohesión. Recuerda finalmente 241 COLEGIO ROMANO DE SANTA MARÍA que toda la labor está al servicio de la Iglesia, y que quienes cursen sus estudios deberán ser sembradoras de paz y de alegría, atrayendo así a muchas almas a Dios (cfr. IJC, pp. 557-558). Del Colegio Romano de Santa María deberían salir promociones de mujeres hondamente formadas, capacitadas para santificar cada una su propia profesión y para ser profesoras de los Studia Generalia de las diversas circunscripciones del Opus Dei. razón metido: ¡cuánta ilusión he puesto! Y veo a la vuelta de los años la labor portentosa. Va a ser una gran sementera” (Sastre, 1989, p. 433). El 14 de febrero de 1955 se concretaba para las mujeres un plan de estudios de Filosofía y Teología análogo al que ya existía desde 1951 para los varones del Opus Dei. San Josemaría habría querido que sus hijas cursaran esos estudios en las facultades eclesiásticas –como lo hacían sus hijos–, pero las normas canónicas entonces vigentes no lo permitían. Manifestó al Papa su preocupación por que las mujeres, que podían asistir a los centros superiores de enseñanzas de ámbito civil, no pudieran acceder a los centros del mismo nivel de ciencias eclesiásticas. Mientras se resolvía este problema, animó a sus hijas a que siguiesen con hondura los estudios de Filosofía y Teología en el Colegio Romano de Santa María, y en los Centros de Estudios regionales (cfr. AVP, III, p. 287, nt. 103). Desde la primavera de 1948 Villa delle Rose, una edificación situada en Castel Gandolfo, se utilizaba como casa de retiros. En 1949, después de haber cedido la condesa Campello sus derechos sobre el edificio, Pío XII otorgó en usufructo la propiedad al Opus Dei y, diez años más tarde, Juan XXIII se la entregó definitivamente. San Josemaría decidió destinar Villa delle Rose como sede del Colegio Romano de Santa María. Fue necesario realizar obras de ampliación, que empezaron el 7 de julio de 1959, con escasez de medios económicos. El fundador actuó como solía hacer: ante lo que veía necesario para el servicio a Dios y a las almas, no rehuía las dificultades ni los sacrificios. Se pusieron los medios: oración, mortificación y búsqueda de recursos en todo el mundo. Los donativos llegaron con generosidad. San Josemaría siguió muy de cerca las obras, que duraron casi cuatro años. Le importaba mucho que las alumnas vieran materializado el espíritu del Opus Dei: buen gusto, compaginado con el espíritu de pobreza y el cuidado de las cosas pequeñas. Quería que la residencia fuese muy clara y alegre, para que todas pudieran disponer de un mínimo de comodidad. Pensaba especialmente en las alumnas que llegarían de culturas diversas a la europea, en las que provendrían de climas tropicales luminosos. Erigido jurídicamente el Colegio Romano, se empezó de modo modesto. En 1954, formaron parte de la primera promoción siete alumnas. Provenían de España, Irlanda, Italia y México. Las seis primeras promociones se alojaron en Villa Sacchetti, Centro situado en el conjunto de edificios de Villa Tevere, con fachada a la Via di Villa Sacchetti. La proximidad del fundador facilitaba el seguimiento cercano de la formación: impartía sesiones doctrinales, dirigía meditaciones o intervenía en tertulias familiares. Y subrayaba la importancia y el sentido de su estancia en el corazón de la Obra; con estas palabras lo hacía a la segunda promoción, en enero de 1955: “No imagináis cuánto rezo por el Colegio Romano de Santa María. Tengo aquí el co- A medida que el Opus Dei se iba extendiendo a nuevos países, aumentaba también el número de alumnas del Colegio Romano de Santa María, y la variedad de su procedencia. En 1956 ya había representantes de catorce naciones y se preveía la necesidad de una sede propia. De 1959 a 1963, no se incorporaron al Colegio Romano de Santa María nuevas promociones de alumnas. El 14 de febrero 1963, san Josemaría inauguró la nueva sede del Colegio Romano. Consagró el 242 COLEGIO ROMANO DE SANTA MARÍA altar del oratorio dedicado a Sancta Maria Mater Pulchrae Dilectionis, celebró la santa Misa y dejó el Santísimo Sacramento reservado en el sagrario. Asistieron mujeres del Opus Dei de unos veinte países. Doce años más tarde, en su última estancia en Villa delle Rose, el 26 de junio de 1975, el mismo día de su muerte, san Josemaría tuvo un encuentro con alumnas de los cinco continentes. 2. El Colegio Romano de Santa María en Villa delle Rose Al poco de funcionar en Villa delle Rose, el Colegio Romano de Santa María vio ampliada su actividad. El 24 de octubre de 1964 se constituyó el Istituto Internazionale di Pedagogia, que impartiría licenciatura y doctorado en Ciencias de la Educación. El Istituto era una sección en Roma de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra. Esos estudios iban dirigidos a preparar a las alumnas para realizar con nivel científico las tareas de formación personal y la dirección de centros educativos. El 31 de mayo de 1989 se comunicó al profesorado del Istituto que cesaban sus actividades hasta que el Gran Canciller viera oportuno activarlo de nuevo. Desde 1963 a 1975 san Josemaría acudió con frecuencia a Villa delle Rose para estar con sus hijas. Procuraba hacerlo en las fiestas más destacadas: Navidad, Pascua, las fechas fundacionales del Opus Dei, y cuando una promoción terminaba sus estudios y dejaba Roma. Siempre llevaba algún detalle: objetos de decoración para la casa, abanicos para decorar el soggiorno, o unos caramelos. Dirigió meditaciones y charlas y en ocasiones mantuvo encuentros de tono familiar. En todo momento transmitía el amor a Dios y a las almas, y el interés por todo lo humano noble y bello; animaba a aprovechar la convivencia con personas procedentes de naciones distintas, para conocer y comprender mejor su cultura y sus tradiciones; y también las impulsaba a aprender idiomas y a cultivar el propio, para poder comunicarse eficazmente con los demás, y dar a conocer a Jesucristo. Y, entremezcladas con esas enseñanzas, transmitía su cariño y animaba a disfrutar cantando, pasándolo bien y haciéndolo pasar bien a las demás; le gustaba que se cantaran canciones de amor humano “a lo divino”. Trataba temas espirituales y apostólicos, especialmente lo que en cada momento llevaba más en el corazón o consideraba de más actualidad para las oyentes, respondiendo también a las situaciones concretas de la Iglesia y del mundo. Y hablaba del amor a la Iglesia y al Papa, de la unidad vocacional en el Opus Dei; de sinceridad; de humildad para buscar en todo la gloria de Dios, para saber agradecer, para rectificar, para comprender y perdonar, para saber pedir perdón, para servir… Sabía que algunas de esas hijas suyas, al terminar su estancia en Roma, posiblemente ocuparían cargos de dirección y de formación en la Obra, e inculcaba con fuerza que ambas son siempre tareas de servicio a los demás. En esos encuentros en Villa delle Rose el fundador del Opus Dei pudo conocer a muchas de las primeras que habían llegado al Opus Dei en los diversos países; sabía escuchar con sonriente paciencia a las que no conocían bien el castellano; se interesaba por las penas, las alegrías, la salud de todas; por las dificultades que podían tener algunas, por el cambio de clima o de hábitos alimentarios, y preguntaba con frecuencia si estaban alegres y si se practicaba la corrección fraterna, señal de verdadera caridad. Alrededor de esos temas giró también su última estancia en Villa delle Rose. Al llegar a Castel Gandolfo el 26 de junio 1975 comentó que ya no estaba en Roma para nadie, porque pensaba salir de viaje. Pero Dios le permitió ausentarse de Roma por unas horas para un breve encuentro con las mujeres del Opus Dei de todo el 243 COLOMBIA mundo en ese Colegio Romano en el que tenía tan metido su corazón. 3. El Colegio Romano en Villa Balestra Después de la muerte de san Josemaría, el Colegio Romano continuó en Villa delle Rose diecisiete años más, aunque pronto, como fruto de la expansión de la Obra, se advirtió que Villa delle Rose quedaba pequeña para el Colegio Romano. En 1983 se iniciaron las gestiones para encontrar una nueva sede. Ya entonces, habían pasado por Villa delle Rose más de seiscientas personas y se preveía un crecimiento mayor. En 1985 se pudo adquirir un inmueble cercano a la Sede Central del Opus Dei en Roma: Villa Balestra. Había servido durante años como colegio. Requería obras de adaptación para constituir la nueva sede. Las obras empezaron en 1990 y en septiembre de 1992 el Colegio Romano pudo trasladarse definitivamente a Villa Balestra, pocos meses después de la beatificación de san Josemaría. Este traslado respondía a un deseo explícito suyo. El 12 de mayo de 1993, el Prelado del Opus Dei, Álvaro del Portillo, celebró la primera Misa solemne en la nueva sede. La homilía que pronunció expresó lo que debía ser la actitud de las que comenzaran allí sus estudios: “Hijas mías, tenéis que santificar vuestro trabajo, con la conciencia clara de que habéis venido a este Centro, que se encuentra en el corazón de la Obra, en comisión de servicio, para formaros bien, para identificaros con el espíritu de la Obra, para ser ipse Christus. … Lo primero que os inculco es la unidad, para que sintáis con el corazón de la Obra. Unidad. Y para tener unidad, caridad: alter alterius onera portate… Servid a las demás de todo corazón; con alma sacerdotal, sin decir nunca “basta”. Ayudad con cariño a vuestras hermanas, sin desear pago humano…” (Noticias, V-1993, p. 27: AGP, Biblioteca, P02). El desarrollo de la Pontificia Università della Santa Croce, con sus facultades de Teología, Derecho Canónico, Filosofía o Comunicación Social Institucional de la Iglesia, ha permitido a muchas alumnas de Villa Balestra cursar estudios en este centro académico. Lo que en 1953 era sólo una pequeña semilla, ha alcanzado una madurez notable y un alcance universal. Han pasado desde entonces por el Colegio Romano de Santa María muchas mujeres jóvenes de más de sesenta nacionalidades. Unas han vuelto a sus países de origen, otras han ido a diferentes regiones para llevar, con su trabajo profesional y su apostolado, el espíritu del Opus Dei a los más diversos países: China, Singapur, Suecia, Finlandia, los Países Bálticos, India, Israel, Kazajistán, Hungría, Croacia, Rusia, India, Sudáfrica, etc., o han ido a reforzar la labor en naciones donde hacía falta. Voces relacionadas: Mujeres en el Opus Dei. Inicio del apostolado; Villa delle Rose. Bibliografía: AVP, III, passim; Decreto de erección del Colegio Romano de Santa María, en IJC, pp. 557-558; François Gondrand, Al paso de Dios. Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 19854; Gertrud Lutterbach, “Jahre in Rom”, en César Ortiz (Hrsg.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln, Adamas Verlag, 2002; Ana Sastre, Tiempo de caminar. Semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1989. Gertrud LUTTERBACH COLOMBIA 1. Inicio de la labor estable. 2. Desarrollo de la labor apostólica. 3. El paso de san Josemaría por Colombia. La labor apostólica del Opus Dei en Colombia se inició en 1951. Desde Roma, san Josemaría siguió muy de cerca el co- 244 COLOMBIA mienzo y posterior desarrollo de la labor que allí se venía realizando. Durante el viaje de catequesis que hizo por diversos países americanos, tenía previsto detenerse también en Colombia, pero ese proyecto no pudo ser llevado a la práctica. 1. Inicio de la labor estable Durante su viaje a Colombia en 1983, el primer sucesor de san Josemaría, Mons. Álvaro del Portillo, afirmó que ya en 1939 había oído hablar a san Josemaría de su devoción a Nuestra Señora de Chiquinquirá, Patrona de Colombia, y también referirse con enorme cariño a este país (AGP, P04, 1983, p. 416). Diez años después, a finales de los años cuarenta, san Josemaría preveía el comienzo del trabajo apostólico del Opus Dei en Colombia. La insistencia, ante el fundador, del nuncio en Colombia, Mons. Antonio Samoré (19501953), y del arzobispo de Bogotá, Mons. Crisanto Luque (1950-1959), para que se emprendiera cuanto antes la labor, motivó que a comienzos de 1951 se le planteara de parte de san Josemaría al presbítero Teodoro Ruiz Jusué (1917-2001), que residía en España, su traslado a Colombia para iniciar allí la labor apostólica. La tarde del 11 de octubre de 1951 san Josemaría, que se encontraba de paso por Madrid después de haber renovado la consagración del Opus Dei al Corazón Inmaculado de María en los santuarios de Lourdes y de El Pilar, recibió a don Teodoro, para impartirle la bendición antes del viaje que emprendería a Colombia. Llegó a Bogotá, la capital de la República, el sábado 13 de octubre. Cinco días después, san Josemaría le escribía desde Oporto (Portugal) una tarjeta en la que le manifestaba su cercanía y cariño. Después de cuatro meses de trabajo apostólico, en 1952 llegaron dos nuevos miembros del Opus Dei desde España: en febrero don Teodoro contó con la ayuda del presbítero Aurelio Mota; y en julio de ese año llegó a Colombia el médico Ángel Jolín (1925-1961). En febrero de 1952 se estableció el primer Centro del Opus Dei en el país, situado en la carrera 4, N. 12-47, en el actual barrio de La Candelaria; al año siguiente, con la llegada de José Albendea, que fue posteriormente Profesor Titular de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Sabana (1932-2003), y del arquitecto Luis Borobio (1924-2005), creció la labor apostólica y se trasladaron a una sede más amplia en la calle 35 N. 6-41, situada en el barrio de La Merced. Desde Roma, san Josemaría seguía de cerca la marcha del trabajo apostólico: acompañaba a sus hijos colombianos con su oración, sus consejos y su cariño. En carta a Ángel Jolín, enfermo de hemofilia, le escribía: “me da envidia ver cómo te toma el Señor para que le consueles con tus sufrimientos, ante el desamor y el olvido de tantas almas” (AVP, III, p. 242). También acudía a ellos en momentos de grandes estrecheces económicas en Roma, donde se construía la sede central del Opus Dei y se impulsaba la expansión apostólica por todo el mundo, incluso cuando faltaban los medios materiales más imprescindibles. En carta a don Teodoro le recordaba: “ya te he escrito varias veces, angustiado. Por eso, haz lo que puedas y –in nomine Domini– hasta lo que no puedas” (AVP, III, p. 229). San Josemaría también impulsó a don Teodoro Ruiz a que acelerase los preparativos necesarios para la llegada de las mujeres del Opus Dei a Colombia, “porque sin ellas las cosas van más lentas y peor (…) estaréis siempre mancos” (AVP, III, p. 323). De este modo, el 15 de abril de 1954, llegaron a Cartagena, para seguir después a Bogotá, las primeras mujeres: Josefina de Miguel (1909-2005), María Adela Tamés, Teresa Ivars y Concha Campá, haciendo así realidad este deseo de san Josemaría. El 14 de febrero de 1956 abrió sus puertas en Bogotá la Residencia Universitaria Ina- 245 COLOMBIA ya, primera iniciativa apostólica dirigida a mujeres, desde donde se realizó una amplia labor cultural con jóvenes y señoras. Pronto, con la gracia de Dios, algunas personas decidieron incorporarse al Opus Dei: en 1952 Ignacio Gómez Lecompte, y pocas semanas después Diego Torres Gómez. Las primeras mujeres de la Obra en Bogotá fueron Mercedes Posada de Gómez Tanco, Ángela Restrepo de Casas, Mercedes Sinisterra Pombo y Anita Quiroga Fandiño; en Medellín, Lillyam Aristizábal Correa, Cecilia Toro Villa y Esther Mejía Picón. La primera colombiana del Opus Dei fue Rosi Escobar Henríquez, que pidió la admisión en Irlanda y llegaría al país unos años después. En enero de 1955, san Josemaría escribía a don Teodoro manifestándole su alegría ante la próxima llegada de los primeros colombianos al Colegio Romano de la Santa Cruz. Esa alegría se trocó en duelo el 20 de agosto de 1958, cuando murió ahogado en las playas de Terracina (Italia) Gustavo Bedoya, que acababa de llegar al Colegio Romano dos días antes. Para san Josemaría, que se encontraba en Gran Bretaña en ese momento, la noticia del accidente, que le comunicaron ese mismo día, fue un golpe muy duro. 2. Desarrollo de la labor apostólica En febrero de 1954 se trasladaron a Medellín, la segunda ciudad del país, los primeros fieles del Opus Dei que iban a iniciar la labor apostólica en esa ciudad; las mujeres empezaron a viajar desde Bogotá en julio de ese año, y se establecieron en 1957 en la Residencia Universitaria Citará. A comienzos de 1958, desde Medellín, se empezó a realizar viajes a Manizales, hasta que dos años después se estableció el primer Centro de la Obra en esa ciudad. Y, a partir de 1961, algunos fieles comenzaron a viajar periódicamente a Cali, entonces la tercera ciudad colombiana en población, para promover la labor apostólica. En esas y en otras ciudades la labor fue tomando cuerpo entre hombres y mujeres, tanto solteros como casados. El 15 de agosto de 1959, se erigió un Centro de Estudios en Bogotá para intensificar la formación de los colombianos que el Señor iba enviando a la Obra. En 1964 y 1969 comenzaron Centros de Estudios para los apostolados con mujeres. También a comienzos de la década de los sesenta, con el impulso de san Josemaría, se iniciaron en Bogotá actividades apostólicas con “muchachos de la calle” y huérfanos de la violencia que venía azotando al país desde hacía décadas; algunos de estos muchachos vivían en una obra benéfica llamada La Ciudad del Niño. De esa labor muchos jóvenes se acercaron más a Dios. San Josemaría impulsó desde el primer momento el establecimiento de casas de retiro, para ahondar en la formación cristiana de las personas que participaban en las labores apostólicas de la Obra; así nacieron Guaycoral, en Medellín, en 1955, y Torreblanca, en Bogotá, en 1966. A partir de 1964, algunos padres de familia crearon la Asociación para la Enseñanza (ASPAEN), que inició sus labores con el Gimnasio Los Cerros, para muchachos, y el Gimnasio Pinares, para niñas, en Bogotá y Medellín, respectivamente. María Adela Tamés fue una de las principales promotoras de los colegios para niñas. En mayo de 1967, san Josemaría escribió a los fieles del Opus Dei en Colombia manifestándoles su alegría ante la posibilidad de comenzar una Facultad de Pedagogía en el país. Ese comentario se convirtió en la primera piedra de la que doce años después sería la Universidad de La Sabana, obra de apostolado corporativo del Opus Dei. 3. El paso de san Josemaría por Colombia En 1974, durante su segunda catequesis por tierras americanas, san Josemaría aspiraba a que se realizase algo que, casi veinte años antes, había manifestado a un 246 COMUNIÓN DE LOS SANTOS fiel del Opus Dei colombiano: “¡Qué maja es esa tierra tuya, hijo mío! ¡Qué deseos tengo de conocerla!” (AGP, P04, 1983, p. 402). Sin embargo, los planes de Dios eran diferentes: su situación de salud y la altura de Bogotá (2.650 metros sobre el nivel del mar), aconsejaron aplazar su estancia en Colombia. Esto no impidió que el avión que lo trasladaba de Quito a Caracas hiciera escala en el aeropuerto de Bogotá durante cincuenta minutos, momentos que aprovechó para saludar al Vicario Regional y a algunas mujeres del Opus Dei, manifestándoles que ofrecía al Señor y a su Madre Santísima el no poder estar con sus hijas e hijos colombianos: “muchas veces tenemos que decir fiat!”, les dijo; y los animó a realizar una gran labor apostólica “en Colombia y desde Colombia” (AGP, P04, 1983, p. 405). la gracia y de la fuerza que da la unión–, como fuente de alegría –al sentirse cada uno integrado en una multitud, en una familia, formando parte de una causa común, versos de un mismo poema–, y también como fuente de responsabilidad, al influir la propia lucha y virtud en la lucha y virtud de los demás. En este caso, como en otros muchos puntos, su experiencia espiritual y su predicación retoman la tradición de la Iglesia y la transmiten con el calor y la vibración con que se comunica lo personalmente asumido y vivido. Comen­ zaremos, por eso, evocando la fe de la Iglesia a este respecto, para pasar luego a ver cómo reverbera en la doctrina de san Josemaría. San Josemaría no pudo volver físicamente a Colombia. Cuando falleció, había labor apostólica estable del Opus Dei en Bogotá, Medellín, Manizales, Cali y Cartagena. Existían centros educativos de hombres y mujeres en las dos primeras ciudades; se estaban colocando los cimientos de la futura Universidad de La Sabana; y se facilitaba formación espiritual, humana, y profesional a personas de todas las condiciones sociales del país. La comunión de los santos integra el artículo IX del designado como Credo de los Apóstoles: “Credo Sanctam Ecclesiam Catholicam, sanctorum communionem”. El Catecismo de la Iglesia Católica resalta que estas dos verdades no se distinguen, pues la comunión de los santos es precisamente la Iglesia (cfr. CCE, n. 946). Y siguiendo la tradición oriental y occidental desglosa su contenido con dos palabras: sancta sanctis (lo que es santo para los que son santos), que expresan dos significados estrechamente relacionados: la comunión en las cosas santas y la comunión entre las personas santas. Voces relacionadas: Catequesis, Labor y viajes de. Manuel PAREJA ORTIZ COMUNIÓN DE LOS SANTOS 1. La comunión de los santos, artículo de la fe. 2. De la comunión eucarística a la comunión de los santos. 3. De la comunión con la humanidad que puebla la tierra a la comunión con los cielos. San Josemaría vivió de un modo particular la comunión de los santos y enseñó a vivirla como fuente de vida –que hace partícipe de la abundancia de 1. La comunión de los santos, artículo de la fe Los fieles (sancti) se alimentan con el cuerpo y la sangre de Cristo (sancta) para crecer en la comunión (Koinônia) con el Espíritu Santo y comunicarla al mundo (cfr. CCE, n. 948). Por otra parte, la comunión de las personas santas abarca, desde el punto de vista teológico y dogmático, tanto la fraternidad de los fieles que “peregrinan” ahora en la Iglesia (Ecclesia in terris) como la de los que ya gozan de la visión de Dios (Ecclesia in patria) y la de los difuntos que se purifican antes de ser recibidos en la gloria (Ecclesia purgans). Este es el 247 COMUNIÓN DE LOS SANTOS fundamento de la veneración a los santos, que nos ayudan con su intercesión desde la otra vida, y de la oración por las almas del Purgatorio, a las que podemos ayudar desde la tierra. predicación y en sus escritos, expresado no de una manera abstracta y conceptual, sino viva: “¡Qué alegría da la comunión de los santos!” (F, 258). Para explicitar los bienes espirituales –cosas santas– que se comparten, el Catecismo acude a los primeros cristianos, que tenían en común la fe trasmitida por los Apóstoles, los sacramentos, los carismas, la caridad e incluso los bienes materiales (cfr. CCE, nn. 949-953). Por otra parte, es significativo advertir que alude a la comunión de personas de un modo trasversal en las principales verdades de la fe, tanto para referirse a la intimidad de Dios, o a la imagen de Dios plasmada en la Creación en el ser humano, como para hablar de la Iglesia, descrita como comunión de los santos y como la única familia de Dios (cfr. CCE, n. 959; ver Castilla de Cortázar, 1996, pp. 163-194). 2. De la comunión eucarística a la comunión de los santos El misterio de la comunión de las personas, distinguiéndola de la mera comunidad en sentido sociológico, ha despertado un creciente interés a lo largo del siglo XX, tanto en la filosofía –fenomenológica y personalista–, como en la teología. A partir del Concilio Vaticano II y de las enseñanzas de Juan Pablo II abundan los estudios que ahondan en que Dios es Amor, es decir, Comunión de Personas, así como en el hecho de que la plenitud de la imagen de Dios en el hombre no está en cada persona aislada sino en la comunión de personas unidas entre sí, a imagen de la Trinidad. En consonancia, se advierte que, entrelazada con su estructura jerárquica, lo más nuclear del misterio de la Iglesia es la unión –comunión– con Dios y con los demás; de ahí que la expresión comunión de los santos sea reconocida por la eclesiología contemporánea como una de las mejores, o incluso la mejor, descripción de la Iglesia. En san Josemaría ese gran horizonte teologal que acabamos de describir lo encontramos, como es usual, en su Situado en el seno de la Iglesia san Josemaría percibe y vive la comunión de los santos, generada a través de la “comunión en los sacramentos”, en especial de la “communio eucharistica”. La Eucaristía es para él el corazón de la Iglesia, la autodonación de Jesús en el Sacrificio, en la Comunión y en el Sagrario, que genera la unión fraterna. Lo expresa en Camino: “Comunión, unión, comunicación, confidencia: Palabra, Pan, Amor” (C, 535), queriendo significar que el don por excelencia de Cristo –“Palabra, Pan, Amor”–, es también la base de la “comunión, unión, comunicación, confidencia”, de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. En la santa Misa, se da cita la única Iglesia celestial y terrena: “Todos los cristianos, por la Comunión de los Santos, reciben las gracias de cada Misa, tanto si se celebra ante miles de personas o si ayuda al sacerdote como único asistente un niño, quizá distraído. En cualquier caso, la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus... Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad. Como sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la íntima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la que se ofrece 248 COMUNIÓN DE LOS SANTOS en sacrificio redentor, en el Calvario y en la Santa Misa” (ECP, 89). Celebrar la Misa, participar en la Misa, es entrar en una realidad de comunión a la que el cristiano acude con sus realidades y problemas, grandes o pequeños, uniéndose a la Iglesia entera y a toda la humanidad, tanto la que puebla ahora la tierra como la que ha concluido ya su caminar terreno. Todos estos aspectos están presentes en la enseñanza de san Josemaría, si bien de ordinario en sus escritos la expresión “comunión de los santos” designa de manera primaria la gran fraternidad de los fieles en la Iglesia (Ecclesia in terris): “«Saludad a todos los santos. Todos los santos os saludan. A todos los santos que viven en Éfeso. A todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos.» –¿Verdad que es conmovedor ese apelativo –¡santos!– que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí? –Aprende a tratar a tus hermanos” (C, 469). Lo mismo que en san Pablo, la expresión los “santos” designa aquí sencillamente los fieles, los cristianos, hombres y mujeres seguidores de Cristo en las diversas circunstancias de la vida, “tus hermanos”. De ahí que las relaciones entre los cristianos sean fraternales, familiares. Describe esta “communio” gráfica­ mente: “Comunión de los Santos. –¿Cómo te lo diría? –¿Ves lo que son las transfusiones de sangre para el cuerpo? Pues así viene a ser la Comunión de los Santos para el alma” (C, 544). San Josemaría se une a esa gran Comunión en la Iglesia viviendo intensamente la comunión con quienes dependen especialmente de él: sus hijos, a quienes les propone: “Vivid una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo” (C, 545). La Comunión se manifiesta en esa conciencia de estar acompañado, ayudado, seguro, como dentro de una ciudad amurallada, pues: “Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma” (C, 460; Pr 18, 19). Así lo subrayaba en una carta a una hija suya que se encontraba lejos de otras: “Únete a las intenciones del Padre: no olvides el valor inmenso de la Comunión de los Santos: de este modo no podrás decir nunca que estás sola, puesto que te encontrarás acompañada por tus hermanas y por toda la familia” (AVP, II, p. 455). La comunión de los santos es una comunión vivificadora que trasmite energía, fuerza, apoyo que se constata; incluso en el mismo momento en el que se presta la ayuda: “Hijo: ¡qué bien viviste la Comunión de los Santos, cuando me escribías: “ayer ‘sentí’ que pedía usted por mí”!” (C, 546). “Comunión de los Santos: bien la experimentó aquel joven ingeniero cuando afirmaba: «Padre, tal día, a tal hora, estaba usted pidiendo por mí»” (S, 472). Esa ayuda es fuente de alegría: “Qué bonita oración, para que la repitas con frecuencia, la de aquel amigo que pedía por un sacerdote encarcelado por odio a la religión: «Dios mío, consuélale, porque sufre persecución por Ti. ¡Cuántos sufren, porque te sirven!» –¡Qué alegría da la Comunión de los Santos!” (F, 258). La comunión de los santos –huelga decirlo– es una presencia y una ayuda que no dependen de la cercanía física y menos aún de la materialidad de “vivir bajo un mismo techo”: superando las distancias se sitúa en un plano distinto al de las leyes del espacio. Por eso se puede ayudar a todos o ser ayudado por todos, aunque estén físicamente lejos, como le escribían: “(…) cuando por necesidad se está aislado, se nota perfectamente la ayuda de los hermanos. Al considerar que ahora todo he de soportarlo «solo», muchas veces pienso que, si no fuese por esa «compañía que nos hacemos desde lejos» –¡la bendita Comunión de los Santos!–, no podría conservar este optimismo, que me llena” (S, 56). Esa unidad, unión-con, es fuente de vida y eficacia: “Ausencia, aislamiento: 249 COMUNIÓN DE LOS SANTOS pruebas para la perseverancia. –Santa Misa, oración, sacramentos, sacrificios: ¡comunión de los santos!: armas para vencer en la prueba” (C, 997). “Por la Comunión de los Santos –sigue diciendo–, has de sentirte muy unido a tus hermanos. ¡Defiende sin miedo esa bendita unidad! –Si te encontraras solo, las nobles ambiciones tuyas estarían condenadas al fracaso: una oveja aislada es casi siempre una oveja perdida” (S, 615). Apoyados unos en otros, como los naipes, como eslabones de una misma cadena, la Comunión invita a los cristianos a sentir la responsabilidad respecto de los demás; responsabilidad que se expresa no solo en la oración, sino en la totalidad de la vida: en el empeño por vivir cristianamente, por ser fiel a Dios en todo momento, también, e incluso especialmente en las tareas ordinarias: “Recuerda con cons­ tancia que tú colaboras en la formación espiritual y humana de los que te rodean, y de todas las almas –hasta ahí llega la bendita Comunión de los Santos–, en cualquier momento: cuando trabajas y cuando descansas; cuando se te ve alegre o preocupado; cuando en tu tarea o en medio de la calle, haces tu oración de hijo de Dios, y trasciende al exterior la paz de tu alma; cuando se nota que has sufrido –que has llorado–, y sonríes” (F, 846). La llamada a la responsabilidad, “que tu vida no sea una vida estéril”, con la que san Josemaría comienza Camino, enfatiza que la propia fidelidad a Dios, a la fe, a la personal condición cristiana, con todo lo que implica, es la mejor ayuda que se puede prestar a los demás, pues “de que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes” (C, 755). Para lograrlo enseña: “Tendrás más facilidad para cumplir tu deber al pensar en la ayuda que te prestan tus hermanos y en la que dejas de prestarles, si no eres fiel” (C, 549). 3. De la comunión con la humanidad que puebla la tierra a la comunión con los cielos La comunión en la Iglesia presupone participar en los méritos infinitos de Jesucristo, de la Virgen y de todos los santos. Por eso, así como supera las distancias, también trasciende el tiempo. En este sentido, san Josemaría escribe: “Si sientes la Comunión de los Santos –si la vives–,… te sentirás “aliado” de todas las almas penitentes que han sido, son y serán” (C, 548). Dentro de esta dilatación, que se actualiza y concentra en la celebración de la santa Misa, san Josemaría vivía en intensidad la “Communio” con la Iglesia “in patria”. De esa realidad nos da un buen testimonio el capítulo de Camino titulado “Devociones”. Pedro Rodríguez, analizando este capítulo ha señalado que lo más original de su planteamiento es que explica la doctrina a través de las formas de vivirla (cfr. Rodríguez, 2004, pp. 199-212). En efecto, no procede a declaraciones genéricas, sino que va señalando medios prácticos y concretos para que la relación personal con la Iglesia del Cielo se lleve a efecto. Sigue, además, un orden rigurosamente teológico: primero, el trato con “el hombre Cristo Jesús” (1 Tm 2, 5) (cfr. C, 554-557); a continuación, los modos o formas para establecer una comunión viva con los hombres y mujeres que nos han precedido en la fe, y con los ángeles: ante todo con la Virgen María (cfr. C, 558) y con san José (cfr. C, 559-561), después con los Ángeles, en especial los Ángeles Custodios (cfr. C, 562-570), finalmente con las almas del purgatorio (cfr. C, 571). Un ejemplo que ilustra con particular viveza la predicación oral de san Josemaría sobre la comunión de los santos tuvo lugar en Buenos Aires, en el Teatro Coliseo. Era el 26 de junio de 1974, un año antes de su tránsito al cielo, en la última reunión de su viaje a Argentina, la más multitudinaria. La noche anterior 250 CONCIENCIA se preguntaba con cierta preocupación si era posible que se congregasen en un local miles de personas para oír hablar de Dios a un sacerdote –“a un cura que no dice más que cosas archisabidas” (AVP, III, p. 707)–. Su inquietud obtuvo respuesta al ver el local abarrotado de gente, lo que le llevó enseguida a pensar en la fuerza de la oración, principalmente de quienes, en otros lugares del mundo, estaban encomendando su viaje, o sea en la comunión de los santos, a la que hizo alusión varias veces a lo largo de ese encuentro. Seleccionamos algunos párrafos: “Si ahora que me encuentro yo aquí, si podemos tener estas con­ versaciones tan afectuosas –que nadie diría que estamos aquí cuatro mil personas por lo menos, sino una docena–, si podemos tenerlas es porque están rezando en todo el mundo. (…) Formamos una gran Comunión de los Santos: nos están enviando a raudales la sangre arterial y llena de oxígeno, pura, limpia: por eso podemos conversar así, por eso estamos a gusto. Si no, no aguantaríais, hijos; diríais: este curita que se marche a su casa. Y en cambio me decís: Padre, quédese” (Catequesis en América, I, 1974, pp. 606611: AGP, Biblioteca, P05). El dogma de la comunión de los santos nos sitúa ante la realidad de una Iglesia que vive en virtud de la comunión con los sancta, con los ritos santos, con los sacramentos. Y, en consecuencia, se constituye como comunión de los santos (sancti), como participación de todos sus miembros en la misma vida de Cristo. La comunión de los santos implica que ningún cristiano puede sentirse solo. Y a la vez que ninguno pueda considerar que crece como cristiano en virtud de sus solas fuerzas, sino gracias a la ayuda que recibe de Cristo y de su cuerpo místico. Es, por eso, fuente de fortaleza, de esperanza y, a la vez, de humildad. Voces relacionadas: Devoción, devociones; Espíritu Santo; Eucaristía; Fraternidad; Iglesia. Bibliografía: CCE, nn. 946-958; Congregación para la Doctrina de la Fe, Cart. Communionis notio, 1992; Blanca Castilla de Cortázar, “«Comunión de Personas» y dualidad varón-mujer”, en Estudios sobre el Catecismo de la Iglesia Católica, Madrid, Unión Editorial, 1996, pp. 163-194; Paul Émile Mersch, “Communion des saints”, en DSp, II, 1995, cols. 1292-1294; Paul O’Callaghan, “Comunión de los santos”, en César Izquierdo (dir.) - Jutta Burgraff - Félix María Arocena, Diccionario de Teología, Pamplona, EUNSA, 2006, pp. 142-146; Joseph Ratzinger, Fraternidad cristiana, Barcelona, Taurus, 1962; Pedro Rodríguez, La Iglesia. Misterio y misión, Madrid, Cristiandad, 2007; Id., “La comprensión de la Iglesia en Camino”, en GVQ, V/1, pp. 199-212. Blanca CASTILLA DE CORTÁZAR CONCIENCIA 1. La conciencia, un lugar de encuentro con Dios. 2. La libertad de las conciencias, una búsqueda de la verdad de Dios. 3. En un camino de santidad: la plenitud de una vida. 4. La formación de la conciencia y las realidades seculares. “Nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien” (AD, 75). Un camino hacia Dios, así comprendía san Josemaría la vida del hombre, un camino trazado por Dios mismo, en el que se hace el encontradizo para conducirlo hacia la casa del Padre. Si la iniciativa es divina, pues procede de la gracia de Cristo, tal como lo explica el texto, la respuesta humana revela toda una verdad interior del hombre que fue decisiva en la enseñanza de san Josemaría. La gran importancia concedida por el fundador del Opus Dei a la “vida interior” es una forma de destacar la resonancia 251 CONCIENCIA de la presencia de Dios en la vida de cada hombre a modo de un “Maestro interior” que le enseña la verdad definitiva de su vida, una vida de santidad. Este es el marco en el que hay que comprender su modo de referirse a la conciencia y también a las características que presenta, sobre las cuales va a incidir en sus escritos. 1. La conciencia, un lugar de encuentro con Dios Lo que más llama la atención es que, al referirse a la conciencia, san Josemaría siempre la considera desde un punto de vista teologal, es decir, como un modo de relacionarse con Dios. No era un modo común de concebirla en la época de sus estudios, donde la manualística, centrada de forma casi exclusiva en la relación entre la ley (polo objetivo) y la conciencia (polo subjetivo), entendía esta última sólo como una aplicación cognoscitiva de la ley general al caso concreto, según el modelo del silogismo práctico racionalista que entonces se enseñaba. Era un modo sencillo de referirse a la conciencia para resolver los problemas morales relacionados con la confesión, pero que ocultaba dos cuestiones fundamentales, precisamente las que vemos resaltadas en la enseñanza de san Josemaría. La primera consiste en que la aplicación de la ley se comprendía de forma casi exclusivamente deductiva, sin considerar adecuadamente el sentido propio de la intimidad del hombre, que es siempre esencial para que éste pueda percibir la cuestión del sentido de la acción, que es a su vez clave para la moralidad. El acto humano no es un simple “caso” de una norma, sino la expresión real de una persona. La perspectiva manualística tiende a una cierta visión “negativa” de la conciencia, que marca exclusivamente los mínimos de la ley en la conducta humana, y pierde la consideración de la conciencia como guía de un camino que conduce a la plenitud de Dios. La segunda, es que, ante la práctica mecánica de la conciencia aplicativa, se obviaba la cuestión de la conciencia como voz de Dios, y su valor auténticamente religioso. Ya Newman había indicado con precisión que éste era el mayor problema de una cultura moderna secularizada, y también la forma en que se estaba llevando a cabo una emotivización de la conciencia, que era, en definitiva, una emotivización de la fe, reducida así a un modo romántico de “sentir a Dios”. Para evitarlo, el cardenal inglés defendía el valor de una conciencia en diálogo con Dios, pues no es una simple creencia privada. Las dos cuestiones se hicieron patentes en el debate sobre la “moral de situación”, tan importante en el periodo anterior al Concilio Vaticano II (cfr. Fernández, 1997, pp. 69-101) y que luego marcaría las disputas morales del postconcilio. San Josemaría, que en torno a la conciencia mantiene una postura constante en su enseñanza, pudo, en medio de estas confusiones, ofrecer una doctrina clara en este tema. Habla de la conciencia, porque “cada hombre debe libremente responder a Dios” (CONV, 59). Se aleja de presentar esta visión de la conciencia como una mera opinión privada y destaca en cambio la clave de la implicación de la persona humana en su relación con Dios. Newman lo explica al definirla: “no como capricho u opinión sino como obediencia debida a la Voz Divina que habla en nosotros” (Newman, 1996, p. 79). En el interior del hombre la conciencia es el “lugar de encuentro con Dios”, tal como lo describió Pío XII: “La conciencia es como un núcleo recóndito, como un sagrario dentro del hombre, donde tiene sus citas a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (Pío XII, 1952, p. 271; cfr. GS, 16). Este es sin duda el marco en el que se inserta el pensamiento de san Josemaría y es el que permite comprender los puntos en los que insiste especialmente. 252 CONCIENCIA 2. La libertad de las conciencias, una búsqueda de la verdad de Dios Un punto central sobre el que vuelve una y otra vez san Josemaría es el de la “libertad de las conciencias”. Con tal expresión se refiere al modo como el hombre se relaciona con Dios, que es incomprensible sin la libertad. Para esto, resalta –basándose, según los datos que se poseen, en textos de Pío XI de 1931– su diferencia radical con una pretendida “libertad de la conciencia”, expresión que emplea dándole el sentido que tiene en los textos pontificios aludidos y en otros escritos de la época, es decir, como si el hombre no estuviera llamado a buscar y encontrar a Dios según verdad. Así lo explica: “no es exacto hablar de libertad de conciencia, que equivale a avalorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios. (...) Podemos oponernos a los designios salvadores del Señor; podemos, pero no debemos hacerlo. Y si alguno tomase esa postura deliberadamente, pecaría al transgredir el primero y fundamental entre los mandamientos: amarás a Yavé, con todo tu corazón”. Y enseguida añade: “Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar a Dios, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios” (AD, 32). La referencia a la “libertad de las conciencias” es una constante en sus escritos (cfr. CONV, 44, 59, 73; S, 389). Habla de la libertad como una dimensión del obrar humano y no como una mera elección de un objeto. El hombre debe libremente buscar la verdad de Dios y esto supone que se implica a sí mismo en tal camino. Es algo muy diferente a elegir cualquier cosa sin más referencia que el propio parecer. El fundador del Opus Dei integra de forma decidida el movimiento de la libertad como reconocimiento de la presencia de Dios en la propia vida, y el inicio real de esta búsqueda. Esto conlleva la necesidad de un discernimiento en el cual se percibe lo absoluto de Dios en la existencia cotidiana. Solo por esta relación libre con Dios se puede comprender el valor absoluto que el cristianismo concede a la conciencia y que san Josemaría defendió con toda fuerza, desde el inicio de su labor fundacional: “Desde el principio de la Obra (…) se ha procurado vivir un catolicismo abierto, que defiende la legítima libertad de las conciencias, que lleva a tratar con caridad fraterna a todos los hombres, sean o no católicos, y a colaborar con todos, participando de las diversas ilusiones nobles que mueven a la humanidad” (CONV, 29). La conciencia se define por su movimiento de búsqueda de la verdad; tiene por eso siempre un valor cognoscitivo que se distingue, tal como Juan Pablo II aclara en la Cart. Enc. Veritatis splendor (n. 55), de la simple decisión subjetiva en un sentido voluntarista. La conciencia se ha de seguir, y se ha de exigir para ella un respeto de su libertad, por su relación dinámica hacia la verdad que busca. Los grandes derechos de la conciencia se fundan en el grave deber de formar la conciencia. “De otra parte, nadie puede violar la libertad de las conciencias: la enseñanza de la religión ha de ser libre, aunque el cristiano sabe que, si quiere ser coherente con su fe, tiene obligación grave de formarse bien en ese terreno” (CONV, 73). 3. En un camino de santidad: la plenitud de una vida Si la conciencia no es solo una aplicación de la ley, sino una guía hacia Dios al que se dirige, formar la conciencia y seguirla es ante todo un camino de santidad, muy por encima de la seguridad que se siente al cumplir una norma de conducta. Si san Josemaría insiste en una finura 253 CONCIENCIA grande de conciencia, es por ver en ella el mejor conocimiento de la voluntad de Dios en una exigencia de amor que es la esencia de la santidad. Así exhorta a los fieles: “Procuremos fomentar en el fondo del corazón un deseo ardiente, un afán grande de alcanzar la santidad, aunque nos contemplemos llenos de miserias. No os asustéis; a medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales. Sucede que la ayuda de la gracia se transforma como en unos cristales de aumento, y aparecen con dimensiones gigantescas hasta la mota de polvo más minúscula, el granito de arena casi imperceptible, porque el alma adquiere la finura divina, e incluso la sombra más pequeña molesta a la conciencia, que sólo gusta de la limpieza de Dios” (AD, 20). Distingue claramente la respuesta en lo pequeño a Dios, de los escrúpulos que encierran al hombre en la búsqueda de una seguridad propia. Así lo deja claro en Camino en el capítulo que dedica a aquéllos y que se puede resumir como: “los escrúpulos son una prueba que Dios puede enviar al que le busca. El Autor la experimentó, y transmite al lector un criterio claro: «No es de Dios lo que roba la paz del alma» (C, 258)” (CECH, p. 439). Esta paz que nos aparece como criterio de la rectitud de la conciencia se ha de ver como el modo de experimentar una auténtica concordia con Dios, el hombre descansa en el encuentro con Dios, porque “pierdes la paz –¡y bien lo sabes!–, cuando consientes en puntos que entrañan descamino” (F, 166). La conciencia nos abre así a la consideración de las exigencias propias de cada vocación, en la que se integran la variedad inmensa de las circunstancias de cada existencia y de cada día, en un camino de santidad, y unida a la práctica del examen diario de conciencia. Se comprende entonces cómo el gran guía de la conciencia es el Espíritu Santo, el Maestro interior, porque es Él quien nos atrae a Cristo y nos conforma con Él (cfr. C, 27). San Josemaría recordaba con frecuencia que “la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón” (ECP, 130). 4. La formación de la conciencia y las realidades seculares La regla interna de “formar la conciencia” desarrolla toda la potencialidad propia de la búsqueda de la verdad. Es un aspecto esencialmente operativo y característico de una verdad que “obra”, y el hecho de que se denomine “formación” tiene que ver con “dar forma”, es decir, que el hombre se configura en lo más íntimo a partir de una verdad inicial que es su “forma”. En este sentido, la formación requiere un buen conocimiento de los principios morales de la Iglesia católica en una obediencia fiel al Magisterio; pero no basta con ello, es necesaria también la experiencia en el actuar concreto iluminada por la prudencia. En este ámbito el fundador del Opus Dei era especialmente exigente: “En primer término, nos empeñaremos en afinar nuestra conciencia, ahondando lo necesario hasta tener seguridad de haber adquirido una buena formación” (AD, 185). Dentro de un camino de santidad, el imperativo de la formación afecta a todas las realidades de la vida que esa santidad ilumina. Una verdadera formación requiere, además de la prudencia personal, la petición de consejo a personas instruidas; pero el fundador del Opus Dei tenía muy claro que había que tender a una formación estable y suficiente para que cada persona supiera responder a las condiciones ordinarias de su trabajo por sí mismo y fuera capaz de ayudar a otros en tal formación de la conciencia. Esto es lo que san Josemaría designa como “hombre de criterio” 254 CONCILIO VATICANO II (C, 33), que no tiene miedo de “agotar la verdad” (ibidem) y de saber obrar como cristiano. Se trata de una búsqueda de la verdad que, además, une al cristiano con los hombres de buena voluntad y es una contribución muy notable en la vida social. Se le puede aplicar a san Josemaría con exactitud la exhortación del Concilio: “Por la fidelidad a su conciencia, los cristianos se unen a los demás hombres en la búsqueda de la verdad y en la acertada solución de tantos problemas morales que surgen en la vida individual y social” (GS, 16). Aquí se aprecia la profundidad del valor teologal que la conciencia tiene. Es el plan de Dios el que ilumina la verdad propia de lo secular y permite una mejor comunicación entre los hombres, respetando siempre la propia autonomía personal en la búsqueda de la verdad, dentro de un sano pluralismo en lo social (cfr. Rodríguez Luño, 1997, pp. 162-181). El planteamiento del fundador del Opus Dei es por eso mismo expresión de lo que la Cart. Enc. Veritatis splendor denomina “justa autonomía” (n. 40), muy diversa de lo que otros llamaron “autonomía teónoma”, que separaba a Dios de un ámbito mundano del todo secularizado (cfr. Trigo, 2003, pp. 631-689). La conciencia guía al hombre para que sepa hacer presente el amor de Dios en el mundo en todas las implicaciones que el amor humano sabe descubrir. Voces relacionadas: Caridad; Examen de conciencia; Formación: Consideración general; Libertad; Moral cristiana; Santidad; Secularidad. Bibliografía: Concilio Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes y Decl. Dignitatis humanae, 1965; Juan Pablo II, Cart. Enc. Veritatis splendor, 1993; Pío XII, Radiomensaje sobre la recta formación de la conciencia cristiana en la juventud (23-III-1952), AAS, 44 (1952), pp. 270-278; Evencio Cófreces - Ramón García de Haro, Teología Moral Fundamental, Pamplona, EUNSA, 1998, pp. 356-410; Enrique Colom - Ángel Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos, Madrid, Palabra, 2000, pp. 397-437; Aurelio Fernández, Compendio de Teología Moral, Madrid, Palabra, 1995, pp. 163-183; Id., La reforma de la Teología Moral. Medio siglo de Historia, Burgos, Aldecoa, 1997; Livio Melina - José Noriega - Juan José Pérez-Soba, Caminar a la luz del amor. Fundamentos de la moral cristiana, Madrid, Palabra, 2010, pp. 815-860; Livio Melina, “Conciencia y verdad en la encíclica «Veritatis splendor»”, en Gerardo del Pozo Abejón (ed.), Comentarios a la “Veritatis splendor”, Madrid, BAC, 1994, pp. 619-650; John Henry Newman, Carta al Duque de Norfolk, Madrid, Rialp, 1996; Joseph Ratzinger, El elogio de la conciencia, Madrid, Palabra, 2010; Ángel Rodríguez Luño, “La formación de la conciencia en materia social y política según las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 24 (1997), pp. 162-181; Tomás Trigo, El debate sobre la especificidad de la moral cristiana, Pamplona, EUNSA, 2003. Juan José PÉREZ-SOBA CONCILIO VATICANO II 1. San Josemaría y los trabajos del Concilio Vaticano II. 2. Sintonías entre el espíritu del Opus Dei y los documentos del Vaticano II. 3. La etapa post-conciliar. El 9 de octubre de 1958 se clausuraba el largo pontificado de Pío XII, durante el cual la Iglesia había afrontado el tempestuoso período del segundo conflicto mundial y de una posguerra caracterizada, de una parte, por la amenaza de los sistemas ideológicos y totalitarios inspirados en el marxismo-leninismo, y, de otra, por el comienzo de la descolonización. Menos de veinte días después, el 28 de octubre, tras un cónclave en su conjunto bastante rápido, era elegido papa el patriarca de Venecia, Card. Angelo Giuseppe Roncalli, de setenta y siete años de edad, que asumía el nombre de Juan XXIII. Tres meses después de su elección, el 25 de enero de 1959, fiesta de la Conversión de San Pablo, pronunció una alocución a los cardenales reunidos en la sala capitular del monasterio 255 CONCILIO VATICANO II benedictino de San Pablo Extramuros, al término de una Misa celebrada para rezar por los católicos perseguidos, especialmente en China. En medio de la sorpresa general, el pontífice pronunció en su discurso las siguientes palabras: “¡Venerables Hermanos y queridos hijos! Pronunciamos delante de vosotros, a la verdad temblando con un poco de conmoción, pero a la par con humilde resolución de propósitos, el nombre y la propuesta de una doble celebración: de un sínodo diocesano para la Urbe, y de un concilio ecuménico de la Iglesia universal”. Se trataba de un paso decidido a casi noventa años de la dramática interrupción del concilio precedente, el Vaticano I, y que ya durante los pontificados de Pío XI y Pío XII había sido tomado en consideración, sin que se hubiera llevado a cabo. Iniciados los trabajos preparatorios, el concilio fue convocado el 25 de diciembre de 1961 por medio de la Const. Ap. Humanae salutis, para el año siguiente. El Vaticano II comenzó el 11 de octubre de 1962, con la participación de unos dos mil quinientos padres conciliares. 1. San Josemaría y los trabajos del Concilio Vaticano II San Josemaría Escrivá no tomó parte directamente en el Concilio, pero mostró por este acontecimiento eclesial de extraordinaria importancia un interés y una atención muy especiales. Siendo presidente general del Opus Dei, podría haber sido invitado a participar en el Vaticano II como padre conciliar: declinó de antemano este ofrecimiento, ya que hubiera supuesto asistir como presidente de un instituto secular, justo en un momento en el que estaba insistiendo, en los dicasterios romanos, en que se encontrara una solución distinta con respecto a la naturaleza jurídica del Opus Dei: su presencia por este título en el Vaticano II como padre conciliar habría podido ser interpretada como un precedente en el sentido de la aceptación de la existencia del Opus Dei dentro de la figura canónica de instituto secular. Más adelante se le propuso participar en el Concilio como perito, pero prefirió renunciar a esta posibilidad. De todas formas, iban a ser padres conciliares Ignacio de Orbegozo, prelado de Yauyos, y Luis Sánchez-Moreno Lira, auxiliar de Chiclayo, ambos procedentes del clero del Opus Dei (a partir de la tercera sesión participó también Alberto Cosme do Amaral, nombrado auxiliar de Oporto, agregado de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz). Estas renuncias no significaron una falta de compromiso por parte de san Josemaría ante un acontecimiento eclesial tan importante. Al contrario, ofreció toda la colaboración posible, suya y del Opus Dei: organizó una comisión de trabajo en la Obra para responder a la carta del Card. Domenico Tardini a numerosas autoridades eclesiásticas y académicas, que pedía sugerencias y temas con vistas al Concilio; aceptó ser privado de gran parte del tiempo de su principal colaborador en el gobierno del Opus Dei, don Álvaro del Portillo, que fue nombrado secretario de la Commissio de Disciplina Cleri et Populi Christiani; en una carta del 28 de junio de 1960 envió al Card. Tardini, como respuesta a una petición suya, una lista de doce miembros de la Obra entre los cuales fuera posible elegir eventuales colaboradores para la asamblea conciliar (de hecho fueron puestos a disposición del Concilio, para diversas tareas, los sacerdotes Julián Herranz Casado y Salvador Canals Navarrete, a los que se unió el trabajo de algunos profesores de Teología y de Derecho Canónico); aconsejó a los miembros de la Obra en todo el mundo que participaran –como peritos, etc.– siempre que fueran invitados por los obispos a colaborar en los trabajos preparatorios que se desarrollaban en las Iglesias particulares; en 1963 elaboró un dictamen sobre los temas que se podrían incluir en el manual para párrocos y en el directorio catequético. Por lo demás, no sólo siguió con notable interés el desarrollo de los trabajos, sino 256 CONCILIO VATICANO II que los acompañó con la oración por el buen desenlace de los mismos. También pidió a todos los miembros del Opus Dei que rezaran por esta intención: el 12 de julio de 1962, poco después de una audiencia que le había concedido Juan XXIII (27 de junio), les escribió pidiéndoles que ofrecieran oraciones, mortificaciones y su trabajo cotidiano por el buen resultado del concilio ecuménico; reiteró esa petición en otras ocasiones y aconsejó que recitaran a menudo, con esa intención, el himno Veni, Sancte Spiritus. A lo dicho se debe añadir que con frecuencia intercambió ideas con los fieles de la Obra que eran padres conciliares. Tuvo además muchos encuentros con padres y peritos del Concilio, lo que le permitió conocer bien los hechos y, a la vez, transmitir su experiencia pastoral en relación con el apostolado de los laicos y con su misión de evangelización en la Iglesia. Con frecuencia eran los padres o peritos los que se acercaban a visitar a san Josemaría en la sede central del Opus Dei, en la calle Bruno Buozzi, 73 (Villa Tevere), en el barrio romano de Parioli (en más de una ocasión, la visita estaba unida a invitaciones a comer o a cenar). Entre los obispos que se entrevistaron con el fundador de la Obra se encuentran, por ejemplo: John Joseph Wright, arzobispo de Pittsburgh; el Card. Miguel Darío Miranda y Gómez, arzobispo de Ciudad de México; Octavio Antonio Beras Rojas, arzobispo de Santo Domingo; George Andrew Beck, arzobispo de Liverpool; el Card. José María Bueno Monreal, arzobispo de Sevilla; el Card. Fernando Quiroga Palacios, arzobispo de Santiago de Compostela; François Marty, arzobispo de Reims; Guillaume-Marie van Zuylen, obispo de Lieja; el Card. Julius Döpfner, arzobispo de Múnich; el Card. Franziskus König, arzobispo de Viena; el Card. Alfredo Ottaviani, secretario de la Sagrada Congregación del Santo Oficio; el Card. Giuseppe Siri, arzobispo de Génova. 2. Sintonías entre el espíritu del Opus Dei y los documentos del Vaticano II El Vaticano II fue un acontecimiento especialmente importante para el Opus Dei, no sólo por su general relevancia en la vida de la Iglesia, sino también porque algunos de los aspectos basilares de la espiritualidad promovida por esta institución fueron confirmados en la asamblea conciliar, lo que explica que san Josemaría fuera reconocido como precursor de algunos temas conciliares por diversos participantes, como los cardenales Joseph Frings, Franziskus König y Giacomo Lercaro. En el capítulo IV de la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, del 21 de noviembre de 1964, estaban presentes muchos temas que habían sido objeto de la predicación de san Josemaría desde los años veinte y treinta; por ejemplo, en el número 31 de dicho documento se encuentran las siguientes palabras: “los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, que forman como el tejido de su existencia. Es ahí donde Dios los llama a realizar su función propia, dejándose guiar por el Evangelio para que, desde dentro, como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo, y de esta manera, irradiando fe, esperanza y amor, sobre todo con el testimonio de su vida, muestren a Dios a los demás. A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos”. El capítulo V de la Const. Dogm. Lumen gentium, por otra parte, está enteramente dedicado a la vocación universal a la santidad en la Iglesia, otro elemento típico de la predicación del fundador del Opus Dei. También en el decreto sobre el apostolado de los laicos, Apostolicam actuositatem, del 18 de noviembre de 1965, se encuentran singulares consonancias con las en- 257 CONCILIO VATICANO II señanzas de Mons. Escrivá y con la praxis apostólica del Opus Dei. Y, por último, la Const. Past. Gaudium et Spes (nn. 33-39) proclama una doctrina sobre el trabajo que entronca con cuanto había predicado a ese respecto san Josemaría desde 1928. Además de ver confirmadas ideas centrales de su espiritualidad, la Obra encontró en el concilio la posibilidad de una solución a la cuestión de su configuración jurídica dentro del ordenamiento canónico: de hecho, el decreto sobre el ministerio y la vida sacerdotal, Presbyterorum ordinis, del 7 de diciembre de 1965, en el número 10, preveía la creación de la figura jurídica de la prelatura personal donde fuera necesaria para la actuación de particulares iniciativas pastorales, lo que permitió que el Opus Dei fuera erigido, en 1982, en un ente jerárquico de este tipo, abandonando la condición de instituto secular y encontrando finalmente una forma jurídica adecuada a su naturaleza. 3. La etapa post-conciliar Pablo VI, con la Cart. Ap. In Spiritu Sancto, del 8 de diciembre de 1965, declaraba concluido el concilio: se abría entonces la difícil etapa posconciliar. Pocos meses antes, el 24 de octubre, san Josemaría Escrivá había dirigido una carta a los miembros del Opus Dei, en la que los invitaba a dedicarse a la aplicación de los resultados del Vaticano II, por los que mostraba su veneración; así escribía: “conocéis el amor con que he seguido durante estos años la labor del Concilio, cooperando con mi oración y, en más de una ocasión, con mi trabajo personal. Sabéis también mi deseo de ser y de que seáis fieles a las decisiones de la Jerarquía de la Iglesia hasta en los menores detalles, obrando no ya como súbditos de una autoridad, sino con piedad de hijos, con el cariño de quienes se sienten y son miembros del Cuerpo de Cristo” (Carta 24-X-1965: AGP, serie A.3, 94-4-2). Al mismo tiempo el fundador del Opus Dei no infravaloraba los proble- mas que había que afrontar: “los años que siguen a un Concilio son siempre años importantes, que exigen docilidad para aplicar las decisiones adoptadas, que exigen también firmeza en la fe, espíritu sobrenatural, amor a Dios y a la Iglesia de Dios, fidelidad al Romano Pontífice” (ibidem). Ese realismo, que iba acompañado de una actitud optimista, le llevaba a decir: “Hijas e hijos míos, colocados nosotros por voluntad de Dios en medio del mundo, ciudadanos a la vez –con pleno derecho– de la sociedad humana y de la eclesial, tenéis en esta hora actual de la Iglesia una honda misión que realizar. Y la llevaréis a cabo en la medida en que vuestra fe sea recia y hunda sus raíces hasta lo más profundo de vuestros corazones” (ibidem). Un término muy usado durante los trabajos del Vaticano II fue el de aggiornamento (actualización), para indicar la actitud que debía animar los trabajos en la asamblea conciliar; es interesante traer aquí algunas palabras de 1967 de san Josemaría al respecto, que expresan bien su pensamiento sobre el tema y ayudan a entender su actitud en relación con la difícil etapa post-conciliar: “Fidelidad. Para mí aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad (...). Esa fidelidad delicada, operativa y constante –que es difícil, como difícil es toda aplicación de principios a la mudable realidad de lo contingente– es por eso la mejor defensa de la persona contra la vejez de espíritu, la aridez de corazón y la anquilosis mental. Lo mismo sucede en la vida de las instituciones, singularísimamente en la vida de la Iglesia (...). Por eso, el aggiornamento de la Iglesia – ahora, como en cualquier otra época– es fundamentalmente eso: una reafirmación gozosa de la fidelidad del Pueblo de Dios a la misión recibida, al Evangelio. Es claro que esa fidelidad –viva y actual ante cada circunstancia de la vida de los hombres– puede requerir, y de hecho ha requerido muchas veces en la historia dos veces milenaria de la Iglesia, y recientemente en el Concilio Vaticano II, oportunos desarrollos 258 CONSAGRACIONES DEL OPUS DEI doctrinales en la exposición de las riquezas del Depositum Fidei, lo mismo que convenientes cambios y reformas que perfeccionen –en su elemento humano, perfectible– las estructuras organizativas y los métodos misioneros y apostólicos. Pero sería por lo menos superficial pensar que el aggiornamento consista primariamente en cambiar, o que todo cambio aggiorna” (CONV, 1). Voces relacionadas: Apostolado; Fieles cristianos; Iglesia; Laicos; Prelaturas personales; Sacerdocio ministerial; Santidad. Bibliografía: AVP, III, pp. 473-496; IJC, pp. 365371; Hugo de Azevedo, Uma luz no mundo. Vida do Servo de Deus Monsenhor Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador do Opus Dei, Lisboa, Prumo - Rei dos Livros, 1988, pp. 282-294; Peter Berglar, Opus Dei. Leben und Werk des Gründers Josemaría Escrivá, Salzburg, Otto Müller, 1983, pp. 267-278; Ernst Burkhart - Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, I, Madrid, Rialp, 2010, pp. 93-105; Julián Herranz, Nei dintorni di Gerico. Ricordi degli anni con san Josemaría Escrivá & con Giovanni Paolo II, Milano, Ares, 2005, pp. 13-119; Javier Medina Bayo, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, Madrid, Rialp, 2012; César Ortiz (Hrsg.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Köln, Adamas, 2002, pp. 98-103, 105-121; Carlo Pioppi, “Alcuni incontri di san Josemaría Escrivá con personalità ecclesiastiche durante gli anni del Concilio Vaticano II”, SetD, 5 (2011), pp. 165228; Álvaro del Portillo, Intervista sul Fondatore dell’Opus Dei (a cura di Cesare Cavalleri), Milano, Ares, 1992, pp. 181-183. Las consagraciones personales y colectivas –tanto de diócesis y demás instituciones religiosas como de entidades civiles– tienen una tradición secular en la Iglesia católica. Entre las de mayor arraigo popular pueden señalarse las realizadas a la Santísima Virgen y al Sagrado Corazón de Jesús. Países enteros, ciudades, iglesias particulares, órdenes y congregaciones religiosas, familias y hogares... y naturalmente personas singulares, se han consagrado a la Virgen, al Sagrado Corazón o a otras advocaciones para pedir la protección divina ante peculiares necesidades. Al mismo tiempo, ese acto ha conllevado siempre un compromiso de vida cristiana: desde practicar un acto de devoción, hasta identificar la propia vida con el significado espiritual de aquella particular consagración, buscando un efecto permanente y conformador de la propia espiritualidad. Por esta razón, las consagraciones suelen renovarse con periodicidad, a menudo todos los años, o en aniversarios particulares. El Opus Dei fue consagrado por su fundador en cuatro ocasiones: a la Sagrada Familia (1951), al Corazón Dulcísimo de María (1951), al Corazón Sacratísimo de Jesús (1952) y al Espíritu Santo (1971). En todos los casos, san Josemaría dio ese paso para pedir la ayuda divina ante necesidades concretas. Al mismo tiempo, esas consagraciones –y la indicación de que se renovaran año tras año–, sirvieron al fundador para reforzar algunos aspectos de la vida de piedad de los miembros del Opus Dei. 1. Consagración a la Sagrada Familia (1951) Carlo PIOPPI CONSAGRACIONES DEL OPUS DEI 1. Consagración a la Sagrada Familia (1951). 2. Consagración al Corazón Dulcísimo de María (1951). 3. Consagración al Corazón Sacratísimo de Jesús (1952). 4. Consagración al Espíritu Santo (1971). La primera consagración tuvo lugar el 14 de mayo de 1951, en el oratorio dedicado a la Sagrada Familia –todavía en construcción– en Villa Tevere. La decisión de realizarla fue rápida, al poco de regresar a Roma el fundador, tras un viaje por España en el que se había enterado de que algunas personas habían hecho llegar al 259 CONSAGRACIONES DEL OPUS DEI Papa una queja contra el Opus Dei, firmada por los padres de cinco miembros de la Obra italianos. Ese escrito contenía quejas sobre la decisión de sus hijos de pedir la admisión en el Opus Dei, que libremente habían realizado. Enseguida, san Josemaría escribió: “Roma, 14 de mayo, 1951. Poner bajo el patrocinio de la Sagrada Familia, Jesús, María y José, a las familias de los nuestros: para que logren participar del gaudium cum pace de la Obra, y obtengan del Señor el cariño para el Opus Dei” (AVP, III, p. 194). Esta reacción del fundador no se debió sólo a ese episodio aislado. En otras ocasiones, años atrás, algunas familias de personas de la Obra habían sido prevenidas contra el Opus Dei por algunos religiosos –algo parecido a lo que acababa de suceder en Italia– y no habían faltado otras incomprensiones por parte de padres que, por diversos motivos, no aceptaban con agrado la vocación de sus hijos. Al mismo tiempo, la mayoría de las familias habían acogido con alegría esa elección e incluso se habían acercado al Opus Dei, hasta el punto de que pedían la admisión en los años sucesivos. Pero san Josemaría, que profesaba un cariño y simpatía especial por las familias de los miembros del Opus Dei, hasta decir que debían a sus padres no sólo el don de la vida sino también “el noventa por ciento de la vocación” (AVP, III, p. 188), tuvo una gran pena con esta nueva contradicción, sobre todo porque sabía que habían sido confundidos y obraban de buena fe. Siempre le dolió la falsa acusación de que el Opus Dei separaba a los hijos de sus familias, porque deseaba precisamente lo contrario: que las familias participaran del calor de hogar y de la ayuda de la Obra, sobre todo si las exigencias del servicio de Dios implicaban que un hijo o una hija tuviera que irse lejos para trabajar. Por otra parte, sabía que ese reproche lo habían sufrido muchas instituciones a lo largo de la historia y la biografía de los santos está llena de ejemplos de oposición familiar a la vocación de una hija o un hijo. El mismo Jesucristo antepuso el seguimiento de la llamada de Dios a la cercanía con los propios parientes con palabras tajantes (cfr. Lc 9, 59-62; 14, 26) y en su conducta se encuentran claros ejemplos en ese sentido (cfr. Mt 12, 46-49; Lc 2, 49). En la fórmula –que se repite en el Opus Dei en la fiesta de la Sagrada Familia–, se pide por los familiares de los miembros del Opus Dei: “Concédeles, Señor, que conozcan mejor cada día el espíritu de nuestro Opus Dei, al que nos llamaste para tu servicio y nuestra santificación; infunde en ellos un amor grande a nuestra Obra; haz que comprendan cada vez con luces más claras la hermosura de nuestra vocación, para que sientan un santo orgullo porque te dignaste escogernos, y para que sepan agradecer el honor que les otorgaste. Bendice especialmente la colaboración que prestan a nuestra labor apostólica, y ­hazles siempre partícipes de la alegría y de la paz, que Tú nos concedes como premio a nuestra entrega” (AVP, III, p. 195). Con esta consagración realizada a la Sagrada Familia, san Josemaría reforzaba la presencia de la Familia de Nazaret (la “trinidad de la tierra”, como la solía llamar) en la vida espiritual de los fieles del Opus Dei, tanto célibes como casados. Años después, les decía: “que busquéis con mayor esfuerzo la presencia, la conversación, el trato y la intimidad con Dios Señor Nuestro, Trino y Uno, a través de la devoción familiar a la trinidad de la tierra: que esta habitual confianza con Jesús, María y José sea para nosotros y para quienes nos rodean como una continua catequesis, un libro abierto que nos ayude a participar en los misterios, misericordiosamente redentores, del Dios hecho Hombre” (Carta 14-II-1974, n. 1: AVP, III, p. 687). Al final de su vida, presentaba esa devoción y la contemplación de ese misterio, que él mismo practicaba, como una vía maestra para llegar a Dios: “Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: 260 CONSAGRACIONES DEL OPUS DEI Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande: más que Ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío!; ¡Qué modelos!” (“Oración”, 28-III-1975: Bernal, 1976, p. 319). 2. Consagración al Corazón Dulcísimo de María (1951) La segunda consagración tuvo lugar el 15 de agosto de 1951, en el santuario de Loreto. En los meses anteriores, el fundador tuvo el presentimiento de que una grave amenaza se cernía sobre la Obra debido a un conjunto de indicios que, en distinta medida, apuntaban en esa dirección. Pero como no tenía pruebas concluyentes ni sabía a quién dirigirse para actuar y debelar ese peligro, su zozobra interior no encontraba salida. Al fin, pidió a todos los miembros del Opus Dei que rezaran la jaculatoria Cor Mariæ dulcissimum, iter para tutum! (“¡Corazón dulcísimo de María, prepáranos un camino seguro!”), y tomó la decisión de consagrar la Obra al Corazón Dulcísimo de María. Eligió el santuario de Loreto, donde se venera la Santa Casa, para realizar la consagración, con palabras espontáneas, mientras celebraba la Misa. Después compuso una fórmula e indicó que se renovara todos los años el 15 de agosto. Meses más tarde, salió a la luz la amenaza que san Josemaría había presentido, gracias a varias circunstancias, entre otras, al aviso del beato Cardenal Schuster, arzobispo de Milán. Según los datos que se poseen, se trataba de un intento de revisar el estatuto jurídico del Opus Dei (que acababa de ser aprobado en modo definitivo por el Papa, un año antes) para modificarlo sustancialmente, prescindiendo incluso del fundador. Tras una protesta decidida por parte de Mons. Escrivá, dirigida por carta al Papa, Pío XII puso fin a cualquier procedimiento que estuviera en curso, y la cuestión terminó ahí. Esta consagración armoniza con el profundo espíritu mariano que caracteriza la vida espiritual de los miembros del Opus Dei, y vino a corroborar algo que ya se vivía desde el principio: poner la Obra y sus apostolados bajo la protección de la Santísima Virgen. Situándola en su contexto histórico, hay que recordar que Pío XII consagró la entera humanidad al Corazón Inmaculado de María en 1942 y que, en 1948, invitó a todas las diócesis, parroquias y familias católicas a realizar esa misma consagración (Enc. Auspicia Quaedam, 1-V-1948). Aunque san Josemaría no estableció una ligazón directa con esa petición pontificia –relacionada con la paz del mundo–, la idea estaba en el ambiente y pudo inspirar al fundador, ante la grave necesidad que atravesaba la Obra. Por otro lado, el 15 de agosto de 1951 estaba reciente la proclamación del dogma de la Asunción de María, realizada por Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, lo que la convertía en una fecha doblemente apropiada para realizar la consagración del Opus Dei. 3. Consagración al Corazón Sacratísimo de Jesús (1952) El 26 de octubre de 1952, solemnidad de Cristo Rey, san Josemaría realizó la consagración del Opus Dei al Sagrado Corazón de Jesús. Era la tercera consagración en el lapso de año y medio. Sabemos que uno de los motivos tenía puntos en común con los dos anteriores: una “contradicción de los buenos” (cfr. AVP, III, p. 227), relacionada también con el estatuto jurídico del Opus Dei. Otro era la grave situación económica en la que se encontraba la Obra, para sacar adelante la construcción de la sede central y de la sede provisional del Colegio Romano de la Santa Cruz, en Roma. Las obras no se podían parar sin grave quebranto económico y apostólico, pero no había dinero para hacer frente a las deudas. Un tercero era la petición por la paz de las almas y del mundo. De ahí que uniera a esta consagración la jacula- 261 CONSAGRACIONES DEL OPUS DEI toria Cor Iesu Sacratissimum, dona nobis pacem!, que posteriormente, ya en los años setenta, completó con las palabras et misericors (“¡Corazón sacratísimo y misericordioso de Jesús, danos la paz!”). La decisión de llevar a cabo la consagración debió de tomarla el fundador entre los meses de abril y mayo de 1952. En junio tenía ya preparada la fórmula que usaría en la fiesta de Cristo Rey y que –desde el año siguiente– se renovaría en todos los Centros del Opus Dei (cfr. documentos en AGP, A-85-2-01). El 26 de octubre de 1952, por la mañana, durante la acción de gracias de la Comunión, consagró el Opus Dei ante una imagen del Sagrado Corazón, en el llamado Oratorio-biblioteca, contiguo al despacho del entonces Presidente General, ahora Prelado, del Opus Dei. El oratorio estaba todavía en construcción y la imagen no era la que lo preside en la actualidad. También esta consagración suponía un refuerzo del amor y devoción a la santísima Humanidad de Cristo que caracteriza la vida espiritual de los miembros del Opus Dei. La fórmula evidencia el carácter interior, de entrega personal a Cristo, que Escrivá de Balaguer quiso dar a esa consagración. En efecto, indica que, al consagrar el Opus Dei “con todas sus obras apostólicas, te consagramos también nuestras almas con todas sus facultades; nuestros sentidos; nuestros pensamientos, palabras y obras; nuestros trabajos y nuestras alegrías. Especialmente te consagramos nuestros pobres corazones, para que no tengamos otra libertad que la de amarte a Ti, Señor”. En las peticiones finales se ponen de relieve el amor a Cristo y a su Madre, el servicio a la Iglesia y al Papa, y el celo apostólico. Incluye, además, una doble petición por la unidad: “mantennos siempre unidos, por el amor, a la Obra, al Padre y a nuestros hermanos (...) establece en nuestros corazones el lugar de tu reposo, para permanecer así íntimamente unidos: a fin de que un día te podamos alabar, amar y poseer por toda la eternidad en el Cielo” (cfr. AVP, III, p. 233). La elección de la fiesta de Cristo Rey era la adecuada, porque en ese día se renovaba cada año la consagración de la Humanidad al Sagrado Corazón, que León XIII había realizado en 1899. Así lo había dispuesto Pío XI al crear la nueva fiesta en 1925 (cfr. Enc. Quas primas, 11-XII-1925). Era, por tanto, un día dedicado a la renovación del afán de identificarse con Cristo y participar en la misión evangelizadora de la Iglesia para edificar su Reino, objetivos con los que el Opus Dei se identifica plenamente y que la consagración de 1952 vino a reforzar. 4. Consagración al Espíritu Santo (1971) La última consagración del Opus Dei la realizó el fundador el 30 de mayo de 1971, en el oratorio del Consejo General en Villa Tevere, que tiene como retablo una vidriera que representa la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés. El motivo de esta consagración fue múltiple. Ante todo, san Josemaría quería implorar la ayuda de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad para inspirar y guiar toda la acción de la Obra y su expansión “en almas de toda raza, lengua y nación” y acrecentar la santidad de sus miembros en medio de la crisis doctrinal y disciplinar que estaba abatiéndose sobre muchas instituciones católicas, en los años del post-concilio. La fórmula –la más larga y elaborada de las cuatro– incluye, además, una especial petición por la Iglesia, por el Papa y por los pastores. Es muy posible que también tuviera presente en esa consagración el nuevo estatuto jurídico para el Opus Dei, de cuya consecución dependía, en definitiva, la defensa del genuino carisma de la Obra. Por último, este acto es un reflejo de un nuevo reverdecer de la devoción al Paráclito en el alma del fundador –muy antigua en san Josemaría– que en esos años se presentó en su alma como un “nuevo des- 262 CONTEMPLACIÓN cubrimiento”, especialmente de la acción del Paráclito en la Misa (cfr. AVP, III, p. 609). Con esta consagración, san Josemaría no estaba simplemente recomendando una devoción más a los miembros del Opus Dei. Era su propósito fomentar una vida espiritual más pneumática, acrecentar en quienes por vocación están llamados a buscar la santidad un mayor trato con el Santificador, a quien solía llamar “el Gran Desconocido”, ya que así lo era al menos en la devoción popular y también en parte de la reflexión teológica-espiritual. De esos años data una homilía dedicada al Espíritu Santo, que tituló precisamente El Gran Desconocido (recogida posteriormente en Es Cristo que pasa), y en la que se subraya la constante acción del Paráclito en las almas y en la Iglesia. Voces relacionadas: Espíritu Santo; Jesucristo; Roma (1946-1956); Roma (1965-1975); Sagrada Familia; María Santísima. Bibliografía: AVP, III, pp. 189-195, 195-202, 227-233,609-611;SalvadorBernal,Mons.Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1976; FedericoRequena-JavierSesé,Fuentesparalahistoriadel Opus Dei, Madrid, Ariel, 2002, pp. 99-101. Luis CANO CONTEMPLACIÓN 1. Distinción del concepto. 2. La doctrina de san Josemaría. El lenguaje común identifica el término “contemplación” con la operación física de centrar la mirada en un objeto o espacio material, y también con su derivado espiritual de fijar la atención sobre un asunto. En el ámbito religioso, “la contemplación es el acto con que la mente del creyente penetra y saborea la esfera luminosa de las verdades divinas” (Álvarez - Ancilli, 1983, p. 472). 1. Distinción del concepto El lenguaje cristiano asumió el término “contemplación” de la reflexión filosófica del pensamiento grecorromano y lo dotó de nuevos elementos: el pasar del mundo de la contemplación de las ideas o de la belleza a saberse en comunión vital con la Trinidad; la exclusión de todo panteísmo y la afirmación de un Dios creador y trascendente que llama al hombre a participar de su vida divina, y que sitúa la contemplación como una realidad nueva, de donde derivan el mutuo influjo entre conocimiento y amor en el proceso de acercamiento a Dios; y el desembocar de la contemplación en la acción, en el amor a Dios y al prójimo manifestado en obras (cfr. Illanes, 2003, pp. 308-309). En la historia de la espiritualidad la contemplación ha sido objeto de estudio por parte de los teólogos y –en el caso particular de la contemplación mística– de descripción fenomenológica por parte de los místicos, ofreciendo una gran riqueza de reflexiones, aunque sin llegar, como es lógico ante un tema tan profundo, a dar respuesta plena a todas las cuestiones que su noción plantea. De la amplitud de esas aportaciones dan testimonio las más de quinientas apretadas columnas que el Dictionnaire de Spiritualité dedica al tema. Esa misma amplitud nos exime de intentar ofrecer aquí ni siquiera una brevísima síntesis. Podemos por eso limitarnos a señalar, situándonos ya en nuestros días, que en los primeros cuatro decenios del siglo XX –y contemporáneamente al afirmarse la teología espiritual como disciplina científica– diversos autores dieron vida al debate sobre la llamada “cuestión mística”: “los problemas planteados por la polémica se podrían reducir, esencialmente, a la llamada universal a la contemplación y las relaciones entre lo ascético y lo místico en la vida cristiana” (Bosch, 2007, p. 477). Este debate y la doctrina de la llamada universal a la santidad, recordada y enfatizada por el Concilio Vaticano II, condujeron a la ge- 263 CONTEMPLACIÓN neralizada aceptación de la contemplación como dimensión connatural de la vocación cristiana: todo bautizado debe aspirar a ser contemplativo, a lograr una unión íntima de conocimiento y amor con Dios que impregne todo su actuar. En esa línea se mueve el Catecismo de la Iglesia Católica, como lo demuestran el número 2014 y los relativos a la oración contemplativa (nn. 2709-2719). Y ese mismo principio se encuentra en el corazón de la doctrina espiritual de san Josemaría. 2. La doctrina de san Josemaría En las obras publicadas de san Josemaría aparecen con cierta frecuencia el sustantivo “contemplación” (15 ocasiones) y el adjetivo “contemplativo/a” (25), así como también, con mayor frecuencia, el verbo “contemplar” (116). Llama la atención el uso repetido del verbo en comparación con el que se hace del sustantivo y del adjetivo. En parte se puede justificar por su empleo con el significado genérico de “mirar”, “ver”, “presenciar”; un reciente estudio señala, sin embargo, que en ochenta pasajes se acude al verbo “contemplar”, precisamente para aconsejar que en la oración o meditación “se consideren y revivan en la presencia de Dios, las escenas del Evangelio” (Illanes, 2003, p. 313), lo que también explicaría esa diferencia numérica. En tales casos, san Josemaría usó con frecuencia la expresión “contemplativos en medio del mundo” para indicar que el cristiano crece en vida de oración, se abre a la contemplación también “en las actividades de la vida ordinaria y a través de ella, constituyendo, por tanto, un modo específico secular de vivir la oración contemplativa” (Belda, 2007, p. 175). Dejando un estudio más detenido del tema para otras voces del Diccionario, subrayemos, no obstante ya desde ahora, que para san Josemaría, la conciencia de la filiación divina, es decir, el saberse hijo de Dios, lleva al cristiano a “contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han sali- do de las manos de Dios Padre Creador” (ECP, 65). Y también, en consecuencia, a ver a Dios en todas las cosas, con sus implicaciones prácticas. Escribe, por ejemplo: “Contempla al Señor detrás de cada acontecimiento, de cada circunstancia, y así sabrás sacar de todos los sucesos más amor de Dios, y más deseos de correspondencia” (F, 96). Y, en el mismo sentido, como algo propio de los hijos de Dios, alude a un hablar “la lengua de las almas contemplativas, la de los hombres que son espirituales, porque se han dado cuenta de su filiación divina” (ECP, 13). La santidad cristiana, que se apoya necesariamente en la oración, busca traducirse en vida contemplativa. Al ser universal la llamada de los bautizados a la santidad, cabe también decir que, por lo mismo, están todos llamados a la contemplación amorosa de Dios, sean cuales fueren las circunstancias en que se desenvuelve su existencia. San Josemaría, que dirige su enseñanza a todos los cristianos, y de manera particular al fiel cristiano que denomina “cristiano corriente”, escribe: “La oración es el fundamento de toda labor espiritual; con la oración somos omnipotentes y, si prescindiéramos de este recurso, no lograríamos nada” (AD, 238). San Josemaría enseña también –como quien lo tiene bien experimentado– que en la base de esa actitud contemplativa u oración continua han de hallarse algunos momentos especialmente dedicados cotidianamente a la oración mental. Se une así a la Tradición cristiana, de la que es también eco el Catecismo de la Iglesia Católica: “no se puede orar «en todo tiempo» si no se ora con particular dedicación, en algunos momentos: son los tiempos fuertes de la oración cristiana, en intensidad y duración” (CCE, n. 2697). La más alta expresión de la oración es, en efecto, la oración de contemplación (cfr. CCE, n. 2699), cuyo inicio se encuentra, con ayuda de la gracia, en la búsqueda constante de la presencia de Dios. San Josemaría lo refleja, por 264 CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO ejemplo, entre otros lugares, en el itinerario espiritual que presenta en su homilía Hacia la santidad: “Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, (…) ¿No es esto –de alguna manera– un principio de contemplación, demostración evidente de confiado abandono?” (AD, 296). La oración progresa por medio de los actos de fe, esperanza y amor, que informan la propia existencia; y la meditación – segunda expresión de la oración (cfr. CCE, n. 2699)– tiene en el Evangelio, actualizado y revivido, su alimento preferido: “Quieres aprender de Cristo y tomar ejemplo de su vida? –Abre el Santo Evangelio, y escucha el diálogo de Dios con los hombres…, contigo” (F, 322). Es en este contexto en el que san Josemaría emplea más veces la noción de contemplar, con el significado de revivir y hacer presentes las escenas de la vida de Jesús y de María: “La Iglesia nos anima a la contemplación de los misterios: para que se grabe en nuestra cabeza y en nuestra imaginación, con el gozo, el dolor y la gloria de Santa María, el ejemplo pasmoso del Señor, en sus treinta años de oscuridad, en sus tres años de predicación, en su Pasión afrentosa y en su gloriosa Resurrección” (AD, 299). Y del trato con la Humanidad Santísima de Jesús, con María y José se pasa al trato con las Personas divinas: “de la trinidad de la tierra a la Trinidad del cielo”, según una expresión que san Josemaría gustaba repetir. “El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como la de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia” (AD, 306). San Josemaría era perfectamente consciente de la gratuidad de la contemplación, y, al mismo tiempo, consideraba que era meta y horizonte de todo cristiano, pues comporta unión con Dios: “Si tú procuras meditar, el Señor no te negará su asistencia. Fe y hechos de fe, porque el Señor (…) es cada día más exigente. Eso es ya contemplación y es unión; ésta ha de ser la vida de muchos cristianos (…)” (AD, 308). Voces relacionadas: Contemplativos en medio del mundo; Filiación divina; Mística; Oración; Presencia de Dios; Santidad; Vocación. Bibliografía: AD, 238-366, 294-316; CCE, nn. 2697-2699; Tomás Álvarez - Ermanno Ancilli, “Contemplación”, en Ermanno Ancilli (dir.), Diccionario de Espiritualidad, I, Barcelona, Herder, 1983, pp. 472-480; Manuel Belda, “La contemplazione in mezzo al mondo nella vita e nella doctrina di San Josemaría Escrivá de Balaguer”, en Laurent Touze (a cura di), La contemplazione cristiana. Esperienza e dottrina, Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2007, pp. 151176; Vicente Bosch, “La noción de contemplación en el Catecismo de la Iglesia Católica”, en Laurent Touze (a cura di), La contemplazione, op. cit., pp. 477-492; José Luis Illanes, “Contemplación y acción cristiana en el mundo”, en Id., Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Pamplona, EUNSA, 2003, pp. 301-331; Jean-Hervé Nicolas, Contemplation et vie contemplative en christianisme, Fribourg-Paris, Éditions Universitaires de Fribourg-Beauchesne, 1980. Vicente BOSCH CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO Con la expresión “contemplativos en medio del mundo”, san Josemaría resumía uno de los rasgos esenciales del espíritu del Opus Dei, afirmando que el cristiano corriente, llamado a santificarse en medio del mundo, puede alcanzar la plenitud de la contemplación sin necesidad de apartarse de su condición secular, sino precisamente en y a través de las realidades temporales. Esta doctrina no es fruto de una reflexión abstracta, sino consecuencia de algo que san Josemaría había encarnado 265 CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO en su propia existencia, como se lee en el Decreto sobre la heroicidad de sus virtudes: “Los rasgos más característicos de su personalidad no hay que buscarlos tanto en sus egregias cualidades para la acción como en su vida de oración, y en la asidua experiencia unitiva que hizo verdaderamente de él un contemplativo itinerante” (Congregación, 1990, p. 24). San Josemaría proclamó abiertamente la contemplación en medio del mundo: “La contemplación no es cosa de privilegiados. Algunas personas con conocimientos elementales de religión piensan que los contemplativos están todo el día como en éxtasis. Y es una ingenuidad muy grande. Los monjes, en sus conventos, están todo el día con mil trabajos: limpian la casa y se dedican a tareas, con las que se ganan la vida. Frecuentemente me escriben religiosos y religiosas de vida contemplativa, con ilusión y cariño a la Obra, diciendo que rezan mucho por nosotros. Comprenden lo que no comprende mucha gente: nuestra vida secular de contemplativos en medio del mundo, en medio de las actividades temporales” (citado en Belda, 1998, p. 331). Según san Josemaría, el cristiano corriente debe ser contemplativo precisamente –como ya decíamos– en y a través de su vida ordinaria, ya que la contemplación no se ha de limitar a unos momentos concretos durante el día: ratos dedicados expresamente a la oración personal y litúrgica, participación en la santa Misa, etc., sino que ha de abarcar toda la jornada, hasta llegar a ser una oración continua, donde el alma “se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas” (AD, 307). Por eso afirma: “Quisiera que hoy (…) nos persuadiésemos definitivamente de la necesidad de disponernos a ser almas contemplativas, en medio de la calle, del trabajo, con una conversación continua con nuestro Dios, que no debe decaer a lo largo del día. Si pretendemos seguir lealmente los pasos del Maestro, ése es el único camino” (AD, 238). En su enseñanza, la posibilidad de alcanzar la plenitud de la contemplación en medio del mundo está unida a una realidad que constituye el núcleo de su mensaje espiritual: la santificación del trabajo y de las actividades ordinarias, pues la clave para ser contemplativos en medio del mundo consiste en transformar el trabajo en oración: “Trabajemos, y trabajemos mucho y bien, sin olvidar que nuestra arma es la oración. Por eso, no me canso de repetir que hemos de ser almas contemplativas en medio del mundo, que procuran convertir su trabajo en oración” (S, 497); y también: “Nuestra vida es trabajar y rezar, y al revés, rezar y trabajar. Porque llega un momento en que no se saben distinguir estos dos conceptos, esas dos palabras, contemplación y acción, que terminan por significar lo mismo en la mente y en la conciencia” (citado en Rodríguez, 1986, p. 212). En estos textos se apunta la idea de que el trabajo puede transformarse no sólo en oración, sino además en oración contemplativa. Afirma así san Josemaría que es posible alcanzar la contemplación “en las ocupaciones diarias, que no me son estorbo; que son –al contrario– vereda y motivo para amar más y más, y más y más unirme a Dios” (AD, 310). Es más, cuanto más inmerso esté un cristiano corriente en las realidades temporales, más hondamente ha de sentir la necesidad de crecer en presencia de Dios, pues de otro modo no podría santificar esas realidades. “Nuestra condición de hijos de Dios nos llevará –insisto– a tener espíritu contemplativo en medio de todas las actividades humanas –luz, sal y levadura, por la oración, por la mortificación, por la cultura religiosa y profesional–, haciendo realidad este programa: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios” (F, 740). Siguiendo la tradición espiritual cristiana, considera que la contemplación consiste esencialmente en “un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio” (AD, 296), y a 266 CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DEL MUNDO la vez enseña que Dios concede su gracia para que pueda alcanzarse también en una existencia secular y laical: “Nunca compartiré la opinión –aunque la respeto– de los que separan la oración de la vida activa, como si fueran incompatibles. Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura” (F, 738). El cristiano corriente puede reconocer a Dios en su trabajo cotidiano: “El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo” (ECP, 48). La actitud contemplativa está unida a una revalorización con sentido teologal de la actividad diaria: “Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir (...). Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto– ese algo divino que en los detalles se encierra” (CONV, 114 y 121). La enseñanza de san Josemaría puede sintetizarse con estas palabras: “«Contemplativos en medio del mundo», unidos a Dios y reconociendo su realidad en y a través de las variadas ocupaciones y situaciones del mundo, éste es, en suma, el ideal que Mons. Escrivá propone como meta de la vida de oración” (Illanes, “Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei”, en OIG, pp. 269-270). Con la expresión “contemplativos en medio del mundo”, san Josemaría plantea a los cris- tianos corrientes que crezcan con su vida de oración, llegando a esa meta que es la contemplación. La segunda parte de la expresión, “en medio del mundo”, debe, pues, entenderse en un pleno sentido teológico-espiritual, presuponiendo que el mundo es no sólo un ámbito sociológico, sino también el medio o instrumento para poder santificarse y alcanzar la plenitud de la comunión con Dios. En definitiva, la afirmación de la contemplación en medio del mundo lleva a sus últimas consecuencias la valoración, a la vez, de la oración contemplativa y de la vida secular que caracteriza la enseñanza de san Josemaría. Voces relacionadas: Contemplación; Oración; Presencia de Dios; Unidad de vida. Bibliografía: AD, 294-316, 238-255; CONV, 113-123; ECP, 39-56; F, 678-749; S, 482-531; Congregación para las Causas de los Santos, “Decreto pontificio sobre el ejercicio heroico de las virtudes del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 9-IV-1990”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 10 (1990), pp. 22-25; Manuel Belda, “Contemplativos en medio del mundo”, Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 27 (1998), pp. 326-340; Id., “La contemplazione in mezzo al mondo nella vita e nella dottrina di San Josemaría Escrivá de Balaguer”, en Laurent Touze (a cura di), La contemplazione cristiana. Esperienza e dottrina, Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2007, pp. 151-176; José Luis Illanes, “Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei”, en OIG, pp. 199300; Pedro Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona, EUNSA, 1986; Laurent Touze, “La contemplation dans la vie ordinaire. À propos de Josémaria Escrivá”, Esprit et Vie, 67 (2002), pp. 9-14. 267 Manuel BELDA CONTRICIÓN CONTRICIÓN 1. Necesidad de la conversión y la contrición cristianas. 2. Volver a Dios, nuestro Padre, mediante el sacramento de la Penitencia. 3. Dolor de amor. En muchas ocasiones san Josemaría decía que la mejor de las devociones son los actos de contrición. “La vida espiritual es –lo repito machaconamente, de intento– un continuo comenzar y recomenzar. – ¿Recomenzar? ¡Sí!: cada vez que haces un acto de contrición –y a diario deberíamos hacer muchos–, recomienzas, porque das a Dios un nuevo amor” (F, 384). La doctrina sobre la contrición ocupa un lugar importante en su mensaje; la analizaremos partiendo de su conexión con otra cuestión decisiva: la conversión. 1. Necesidad de la conversión y la contrición cristianas Jesucristo comenzó su predicación del anuncio del reino de Dios con la llamada a la contrición, al arrepentimiento y, como consecuencia, a la conversión: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). La conversión supone un profundo reconocimiento de nuestra condición de pecadores, de nuestras miserias, una específica humildad que deteste el pecado y sepa dejar todas las insuficiencias que arrastramos –aquellas que son consecuencia del pecado original y las causadas por nuestra propia culpa– en manos del Señor mediante actos verdadera y profundamente contritos. Esto es necesario al comenzar a vivir una vida auténticamente cristiana. Pero es igualmente necesario después de años de una rigurosa lucha ascética, ya que con el paso del tiempo se ven los propios defectos con más claridad, y pesan más. Esa experiencia no es motivo de sorpresa, más bien es algo muy normal en la vida interior. Ningún santo se sentía santo porque conocía perfectamente la discrepancia que hay entre el amor afecti- vo y el amor efectivo a Dios (el tema es recurrente en Tratado del amor a Dios de san Francisco de Sales, en Práctica del amor a Jesucristo de san Alfonso María de Ligorio y en otras obras similares). Hay que reaccionar con una visión sobrenatural, ver las cosas bajo la luz de la fe, que nos dice: una de las consecuencias del pecado original es nuestra constante inclinación al pecado y al error. A pesar de la lucha ascética, darse cuenta de esa inclinación puede llevar a la tentación de perder la paz y la alegría, cayendo en escrúpulos que no ven los propios defectos como faltas de amor a Dios. La salida a esta situación está únicamente en la verdadera humildad. “Si has cometido un error, pequeño o grande, ¡vuelve corriendo a Dios! –Saborea las palabras del salmo: «cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies» –el Señor jamás despreciará ni se desentenderá de un corazón contrito y humillado” (F, 172). A san Josemaría le gustaba tener siempre muy presente la parábola del hijo pródigo (Lc 15), “que nunca nos cansaremos de meditar” (ECP, 178), pues “la vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que, por tanto, se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega” (ECP, 64). 2. Volver a Dios, nuestro Padre, mediante el sacramento de la Penitencia Este volver tiende por su propia naturaleza al sacramento de la Penitencia. “Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios. (...) No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don 268 CONTRICIÓN que Dios nos hace de podernos llamar y ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos” (ibidem). La contrición tiene, pues, una estrecha relación, por un lado, con la filiación divina, que, según la enseñanza de san Josemaría, constituye el fundamento de toda la vida espiritual, y, por otro, con el sacramento de la Penitencia. Consideremos primero su relación con la filiación divina: “La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre” (ibidem). El hombre necesita convertirse mediante la contrición, dándose cuenta del regalo inmenso y gratuito de su filiación divina. La gracia nos empuja a esa conversión siempre que, de un modo u otro, nos hemos apartado de Dios. “Si obraras conforme a los impulsos que sientes en tu corazón y a los que la razón te dicta, estarías de continuo con la boca en tierra, en postración, como un gusano sucio, feo y despreciable... delante de ¡ese Dios! que tanto te va aguantando” (C, 597). Pero esta situación no nos debe quitar la paz y la confianza en el Señor. “La indulgencia es proporcional a la autoridad. Un simple juez ha de condenar –quizá reconociendo los atenuantes– al reo convicto y confeso. El poder soberano de un país, algunas veces, concede una amnistía o un indulto. Al alma contrita, Dios la perdona siempre” (S, 763). “Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado (Lc 15, 32)” (ECP, 178). Los actos de contrición deben respirar el aire de la filiación divina auténticamente vivida: “Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón” (ECP, 64). Pero si san Josemaría insiste en la filiación divina, subraya también que está en relación con el sacramento de la Penitencia, como lo señala la Tradición cristiana. Según la enseñanza del Concilio de Trento, “son quasi-materia de este sacramento los actos del penitente, es decir: contrición, confesión y satisfacción” (DH, 1673). Doctrina que se precisa añadiendo a continuación que la contrición ocupa entre los tres actos del penitente el primer lugar (cfr. DH, 1674). Dejando claro que este sacramento es absolutamente necesario para el perdón de los pecados graves, san Josemaría va más allá recomendando el uso frecuente, incluso semanal, de este sacramento. Ese consejo parte de una razón teológica: la importancia del perdón, también de las faltas leves, y el hecho de que todos los sacramentos implican una específica configuración con Cristo, también el sacramento de la Penitencia. La configuración con Cristo en este sacramento hace al penitente partícipe de Cristo crucificado en cuanto que Cristo, al asumir la condición humana, se sometió al juicio de Dios Padre sobre el pecado. Recibiendo este sacramento, el penitente cobra una especial dignidad al quedar incorporado, mediante su contrición, a la obra redentora de Jesús, a esa reconciliación obrada por la Cruz de Cristo, que alcanza la humanidad entera. Dice san Josemaría: “Jesús: que nunca más te pierda (...). Y entonces la desgracia y el dolor nos unen, como nos unió el pecado, y salen de todo nuestro ser gemidos de profunda contrición y frases ardientes, que la pluma no puede, no debe estampar” (SR, Quinto Misterio Glorioso); “Acaba siempre tu examen con un acto de Amor –dolor de Amor–: por ti, por todos los pecados de los hombres...” (C, 246). 269 CONTRICIÓN 3. Dolor de amor San Josemaría repite con frecuencia que la santidad personal consiste en identificarse con Cristo, en “ser otro Cristo, el mismo Cristo”; tarea que dura toda la vida y que lleva a mantener el deseo de conversión de forma constante. Puede darse el caso de que la conversión inicial parta de un gran alejamiento de Dios, pero aún entonces no se debe desesperar: “¡Muy honda es tu caída! –Comienza los cimientos desde ahí abajo. –Sé humilde. –“Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies”. –No despreciará Dios un corazón contrito y humillado” (C, 712). “Padre: ¿cómo puede usted aguantar esta basura? –me dijiste–, luego de una confesión contrita. –Callé, pensando que si tu humildad te lleva a sentirte eso –basura: ¡un montón de basura!–, aún podremos hacer de toda tu miseria algo grande” (C, 605). Siempre se debe ir adelante por el camino cristiano con plena confianza en Dios: “El Señor convirtió a Pedro –que le había negado tres veces– sin dirigirle ni siquiera un reproche: con una mirada de Amor. –Con esos mismos ojos nos mira Jesús, después de nuestras caídas. Ojalá podamos decirle, como Pedro: “¡Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo!”, y cambiemos de vida” (S, 964). Pero en la vida espiritual ordinaria no se trata siempre de un comienzo completamente nuevo. “En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera –ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide– es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón. (…) Él nos oye, y no desatenderá lo que pide un corazón contrito y humillado” (ECP, 57; las palabras finales son una cita del Salmo 51, que san Josemaría meditaba a diario). Justamente cuando uno ya lleva años de lucha ascética, viendo sus propias faltas de correspondencia al amor a Dios, se puede caer en la tentación de calibrar las deficiencias como algo inevitable. Precisamente entonces hay que mantener el alma joven y profundamente humilde, y temer cualquier forma de aburguesamiento espiritual. “Advierte la Escritura Santa que hasta el justo cae siete veces (Pr 24, 16). Siempre que he leído estas palabras, se ha estremecido mi alma con una fuerte sacudida de amor y de dolor” (AD, 215). El dolor de los pecados es perfecto cuando es un “dolor de amor”, cuando es expresión de un amor que nace de lo más hondo del alma. Así lo recalcó con fuerza san Josemaría: “Dolor de Amor. –Porque Él es bueno. –Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida. –Porque todo lo bueno que tienes es suyo. –Porque le has ofendido tanto... Porque te ha perdonado... ¡Él!... ¡¡a ti!!–Llora, hijo mío, de dolor de Amor” (C, 436; cfr. C, 503). “¿Lloras? –No te dé vergüenza. Llora: que sí, que los hombres también lloran, como tú, en la soledad y ante Dios. –Por la noche, dice el Rey David, regaré con mis lágrimas mi lecho. Con esas lágrimas, ardientes y viriles, puedes purificar tu pasado y sobrenaturalizar tu vida actual” (C, 216). “Lo que debo a Dios, por cristiano: mi falta de correspondencia, ante esa deuda, me ha hecho llorar de dolor: de dolor de Amor. ‘Mea culpa!’” –Bueno es que vayas reconociendo tus deudas: pero no olvides cómo se pagan: con lágrimas... y con obras” (C, 242). En ese contexto se entiende bien que, como ya hemos visto, para san Josemaría, la vida espiritual sea un continuo comenzar y recomenzar. “Vivía, con esperanza, el hoy y ahora” (Bernal, 1976, p. 215). El estar aquí y ahora en la presencia de Dios es fundamental en toda la enseñanza del fundador del Opus Dei. “Que los tropiezos y derrotas no nos aparten ya más de Él. Como el niño débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo 270 CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER (libro) nos asiremos al yugo de Jesús. Sólo esa contrición y esa humildad transformarán nuestra flaqueza en fortaleza divina” (VC, VII Estación). Como el amor no tiene límites, cada momento presenta –en cierto modo– una nueva apertura al amor a Dios, y “no olvides que el Dolor es la piedra de toque del Amor” (C, 439). Por lo tanto el “dolor de Amor” debe ser algo constante en la vida interior. “Alimenta en tu alma el afán de reparación, para conseguir cada día una contrición mayor” (F, 198). El dolor y la contrición se convierten aquí en desagravio, que se extiende a los pecados de todos los hombres. “Renueva durante el día tus actos de contrición: mira que a Jesús se le ofende de continuo y, por desgracia, no se le desagravia con ese ritmo. Por eso vengo repitiendo desde siempre: los actos de contrición, ¡cuantos más, mejor! Hazme tú eco, con tu vida y con tus consejos” (S, 480). Esta solidaridad con el género humano es una consecuencia de la íntima unión con Cristo que se ofrece por todos los hombres en la Cruz. Así el fundador del Opus Dei aconseja: “Acaba siempre tu examen con un acto de Amor –dolor de Amor–: por ti, por todos los pecados de los hombres... –Y considera el cuidado paternal de Dios, que te quitó los obstáculos para que no tropezases” (C, 246). Finalmente, un texto que nos sitúa ante el horizonte mariano de la contrición: “Dirígete a la Virgen, y pídele que te haga el regalo –prueba de su cariño por ti– de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor. Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano..., y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos. Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús” (F, 161). Voces relacionadas: Amor a Dios; Conversión; Desagravio; Filiación divina; Lucha ascética; Pecado; Penitencia, Virtud y sacramento de la. Bibliografía: F, 158-215, 377-474; Juan Pablo II, Exhort. Ap. Reconciliatio et paenitentia, 1984; Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1976; Leo Scheffczyk, “Die spezifische Heilswirkung des Bußsakraments”, en Klaus M. Becker (ed.), Sinn und Sendung, III Erneuerung durch Buße, St. Augustin, Wort und Werk, 1978, pp. 17-45. Klaus M. BECKER CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER (libro) 1. El ciclo de las entrevistas. 2. La homilía Amar al mundo apasionadamente. 3. De la prensa periódica al libro. 4. Tipo de entrevistas. 5. Contexto, temas, ideas. 6. Repercusión y fortuna editorial. En 1968 se publicó en castellano, y también, casi simultáneamente, en inglés, portugués e italiano, Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer, un libro con algunas entrevistas que san Josemaría había concedido a la prensa en los dos años anteriores. 1. El ciclo de las entrevistas A mediados de los años sesenta, en efecto, san Josemaría se había dado cuenta, según explica Illanes, de “que la concesión de entrevistas a la prensa podía ser un vehículo adecuado para trasmitir su testimonio como fundador sobre la realidad del Opus Dei y, eventualmente, para tratar temas doctrinales hacia los que la opinión pública, recién celebrado el Concilio Vaticano II, estaba particularmente sensibilizada” (Illanes, 2009, p. 259). Y en 271 CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER (libro) consecuencia fue entrevistado por varios medios de comunicación. En la primavera de 1966, pocos meses después de la clausura del Concilio Vaticano II, san Josemaría concede su primera entrevista. Se la hace Jacques GuilleméBrûlon, corresponsal de Le Figaro, y aparece publicada en el diario parisino el 16 de mayo. Ese mismo año, en otoño, recibe a Tad Szulc, del New York Times, y en abril del año siguiente a Peter Forbath, de Time: ambos le entrevistan, pero luego publican sólo una parte muy reducida de las respuestas, cada uno en el marco de un reportaje sobre el Opus Dei. En el libro Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer, en cambio, las dos entrevistas serán reproducidas íntegramente. En octubre de 1967, con ocasión de un viaje a España, san Josemaría concede un par de entrevistas a dos publicaciones promovidas por personas del Opus Dei y dirigidas a un público sectorial: Palabra, revista atenta sobre todo a dar información católica a los sacerdotes, y Gaceta Universitaria, un semanario estudiantil. Los entrevistadores son, respectivamente, Pedro Rodríguez y Andrés Garrigó. En enero de 1968, una revista femenina española, Telva, envía a Roma a su directora, Pilar Salcedo, que hace una nueva entrevista a san Josemaría. Publicada en Telva el 1 de febrero, la entrevista aparecerá también, en marzo, con algún pequeño añadido que quiso introducir san Josemaría, en Mundo Cristiano, una revista familiar muy popular en España en aquel momento. Para entonces también L’Osservatore della Domenica, semanario vaticano, había solicitado una entrevista al fundador del Opus Dei, que de nuevo había accedido. La harán el director, Enrico Zuppi, y un colaborador, Antonino Fugardi. Se publicará, con abundantes fotografías, en tres entregas, los días 19 y 26 de mayo y 2 de junio de 1968. Será la última de lo que se puede llamar el “ciclo de las entrevistas” de san Josemaría. Tras la de L’Osservatore della Domenica, en efecto, el fundador del Opus Dei deja de dar entrevistas a la prensa: más adelante, sólo en un par de ocasiones, por circunstancias muy particulares, volverá a concederlas. 2. La homilía Amar al mundo apasionadamente Cuando se publicó Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer, a las siete entrevistas para la prensa se añadió, como último capítulo del libro, el texto de una homilía que san Josemaría había pronunciado en la Universidad de Navarra durante su viaje a España en octubre de 1967. A esa homilía, que tocaba temas afines al mensaje que las entrevistas transmitían –lo que justificaba su inclusión en el libro–, se le puso por título Amar al mundo apasionadamente. San Josemaría pronunció la “homilía del campus”, como hoy es popularmente conocida, el domingo 8 de octubre, en una misa al aire libre para los participantes (decenas de miles de personas) en la II Asamblea General de la Asociación de Amigos de la Universidad de Navarra. 3. De la prensa periódica al libro Las entrevistas de Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer se difundieron ampliamente no sólo desde los órganos de prensa a los que habían sido concedidas, sino también desde otros que las reprodujeron posteriormente, e incluso por medio de folletos, separatas, etc., tanto en su lengua original como en otras. Al reunirlas en libro, las entrevistas fueron dispuestas según un orden no cronológico, sino temático. En primer lugar, una entrevista sobre la Iglesia, la de Palabra, como marco de las cuatro siguientes, centradas en el Opus Dei (Time, New York Times, Le Figaro y L’Osservatore della Domenica), y al final las de Gaceta Universita- 272 CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER (libro) ria y Telva, que se ocupan de temas monográficos (la universidad y la mujer). 4. Tipo de entrevistas Las entrevistas de que se compone el libro fueron contestadas por escrito. San Josemaría prefería este tipo de entrevista, más adecuada para comunicar mensajes perennes. Por lo demás, como escribe Illanes, este modo de trabajar implicó que san Josemaría fuera “a la vez persona entrevistada y protagonista; dicho de otro modo, autor de un texto que responde por entero a su autoría. Las preguntas, en efecto, no sólo fueron contestadas por escrito, sino que al elaborar esas respuestas san Josemaría, aun ateniéndose a las normas sobre extensión y a la brevedad de plazos que reclaman la naturaleza y el ritmo propios de los medios de comunicación social, expuso con detenimiento sus ideas y procedió con calma, revisando varias veces –hasta siete u ocho en más de un caso– lo escrito, a fin no sólo de precisar los conceptos, sino también de pulir el estilo” (Illanes, 2009, p. 260). Los entrevistadores estuvieron de acuerdo en atenerse a la metodología señalada: es decir, enviaron siempre un cuestionario y, en el momento de su encuentro con san Josemaría (o, en algún caso, en otro momento), recibieron las respuestas por escrito. 5. Contexto, temas, ideas De lo dicho en los párrafos anteriores se sigue que los grandes temas de Conversaciones no son simplemente los que sugieren con sus preguntas los entrevistadores, sino también los que intencionadamente plantea san Josemaría en sus respuestas. Lógicamente, en buena parte unos y otros son coincidentes. El Opus Dei, y su papel y significado en la Iglesia y en la sociedad, es un primer tema de las entrevistas con san Josemaría. Se trata de un tema obvio en un diálogo con el fundador, pero además viene exigido por algunas circunstancias entonces muy vivas: por una parte, la provisionalidad de su estatuto canónico (en los años sesenta el Opus Dei era todavía un Instituto secular, figura inadecuada a su realidad constitutiva); por otra, la presencia de algunos de sus miembros en puestos relevantes de la vida pública española en un momento histórico delicado e interesante; y por otra, su evidente dinamismo evangelizador, que en veinte años le había llevado a estar presente en los cinco continentes. Otro tema fuerte es la libertad cristiana. “El vocablo que con más insistencia aparece a lo largo de este volumen es el de «libertad»”, escribió uno de los primeros recensores del libro (Fernández de la Mora, 1968, p. 7). La idea de libertad que desarrolla san Josemaría es, por supuesto, teológica: el hombre es libre porque ha sido hecho a imagen de Dios. Pero tiene implicaciones muy concretas en el orden temporal: es también libertad política, por ejemplo. Para el cristiano, la condición de hijo de Dios y la misión apostólica son elementos constitutivos de una libertad de orden superior que pide ser reconocida, especialmente, en el seno de la Iglesia. Esta “reivindicación de la «autonomía apostólica» de los laicos” (García Suárez, 1970, p. 160), presentada no en términos de tensión dialéctica frente al ministerio jerárquico, sino de comunión (cfr. ibidem), es uno de los rasgos destacados de la visión de la Iglesia que emerge de las entrevistas a san Josemaría y de la “homilía del campus”. La Iglesia, naturalmente, y en particular la Iglesia del Concilio Vaticano II, es otro tema importante en Conversaciones. Lo son también la universidad y la mujer, hasta el punto de merecer dos entrevistas por así decir monográficas, las dos últimas. Es llamativo el sentido de anticipación que supone afrontar en aquel momento (otoño de 1967 e invierno de 1968) esos dos temas, que van a ocupar enseguida un 273 CONVERSACIONES CON MONS. ESCRIVÁ DE BALAGUER (libro) lugar destacado en la agenda de la historia: de mayo de 1968 es la gran revuelta estudiantil de París, extendida rápidamente a toda Europa; de julio, la encíclica Humanae vitae, que sale al paso de la revolución sexual y desata inevitablemente la oposición de un cierto feminismo al Magisterio católico. Muchas de las cosas que san Josemaría dice en esas dos entrevistas revelan una profunda conciencia de los problemas latentes y arrojan luz para darles una solución cristiana. Solución que pasa por la aceptación de ciertas transformaciones en curso, perfectamente legítimas (la garantía de una progresiva democratización de la enseñanza, el acceso de la mujer al espacio público, etc.), y por un esfuerzo de concordia en la universidad, en la familia, en la sociedad en general. Las entrevistas y la homilía de Conversaciones se enmarcan en una coyuntura que tiene como puntos de fuerza, entre otros, el Concilio Vaticano II, con su programa de renovación de la Iglesia, y el desfase entre la pujanza apostólica y la provisionalidad jurídica del Opus Dei en aquellos momentos. Entre los restantes elementos de contexto, uno no despreciable es el régimen de Franco en España, que por una parte representaba una anomalía en el mundo occidental, donde la democracia parlamentaria era la norma, y por otra, aun siendo oficialmente católico, debía adaptarse al principio de libertad religiosa, sancionado por la Iglesia en el Concilio. Este último tema interesa especialmente a Le Figaro, Time y New York Times, medios más atentos a los equilibrios y desequilibrios de la política internacional –y, en general, a las cuestiones humanas– que a la vida de la Iglesia. Al ser interrogado acerca de la política española, san Josemaría, evitando juicios sobre cuestiones concretas, que considera que no le competen, afirma siempre netamente la libertad de que gozan en esta materia los miembros del Opus Dei y, más en general, todos los católicos, y deja en manos de la jerarquía episcopal las eventuales indicaciones que, en relación con determinadas cuestiones temporales, pueda ser preciso dar a los fieles. Sobre el Concilio Vaticano II hay referencias, sobre todo, en las entrevistas a Palabra y L’Osservatore della Domenica. La primera se abre con un revelador comentario de un término italiano entonces en boga, aggiornamento (actualización, puesta al día), que para él significa, sustancialmente, fidelidad: la Iglesia se pone al día en el Concilio Vaticano II, viene a decir san Josemaría, no por un superficial afán de estar de moda, sino para que sea eficaz en el momento presente, con sus características propias, su deseo de fidelidad a la misión que Jesucristo le ha dado al fundarla. A esta hermenéutica se ajustan luego muchas otras consideraciones de san Josemaría –siempre positivas y estimulantes– sobre la Iglesia del Concilio. 6. Repercusión y fortuna editorial El impacto de Conversaciones fue grande sobre todo en España, donde en el momento de su aparición figuró durante varias semanas en las listas de libros más vendidos. Con el paso de los años, además, las ediciones en castellano y en otros idiomas se han sucedido de manera continua, lo que ha hecho del libro, como de otros de san Josemaría, no sólo un best seller momentáneo, sino también un long seller. De Conversaciones se han impreso, hasta la fecha, unas setenta ediciones en once lenguas. En 1968, como se ha dicho, el libro salió casi a la vez en castellano, italiano, inglés y portugués; al año siguiente se publicó en francés. En 1970 aparecieron las traducciones alemana y catalana. Más recientes son las primeras ediciones en neerlandés (1991), polaco (1993), checo (2002) y sueco (2010). El número total de ejemplares publicados es de algo más de 350.000. 274 CONVERSIÓN En 2012 Ediciones Rialp (Madrid) publicó la edición crítico-histórica del libro, preparada por José Luis Illanes y Alfredo Méndiz. La obra, que incluye un prólogo de Mons. Javier Echevarría, forma parte de la Colección de Obras Completas de san Josemaría, dirigida por el Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer. Voces relacionadas: Escritos de san Josemaría: Descripción de conjunto. Bibliografía: CONVECH; Gino Concetti, “Colloqui con mons. Escrivá de Balaguer”, 16-IX1969, L’Osservatore Romano; Cornelio Fabro, El temple de un Padre de la Iglesia, Madrid, Rialp, 2002; Gonzalo Fernández de la Mora, “Conversaciones de J. M. Escrivá de Balaguer”, 26XII-1968, ABC, Suplemento dominical, pp. 7-8; Alfredo García Suárez, “Existencia secular cristiana: notas a propósito de un libro reciente”, ScrTh, 2 (1970), pp. 145-164; José Luis Illanes, “Obra escrita y predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer”, SetD, 3 (2009), pp. 203276; André-Mutien Léonard, “Le matérialisme chrétien de Josémaria Escrivá. Réflexions autour du livre Entretiens avec Mgr. Escrivá”, AnTh, XVII (2003), pp. 167-184; Antonio Livi, “Conversaciones: el ideal de «amar al mundo apasionadamente»”, en Miguel Ángel Garrido Gallardo (coord.), La obra literaria de Josemaría Escrivá, Pamplona, EUNSA, 2002, pp. 215-217. del don de Sí que hace Dios en Cristo por el Espíritu Santo. 1. Enseñanzas bíblicas La conversión implica un cambio profundo que el Nuevo Testamento describe como paso de las tinieblas a la luz (cfr. Jn 1, 4-9; Hch 26, 18; 1 P 2, 9; Ef 5, 8), de la vida según la carne a la vida según el espíritu (Rm 8, 1-13; Ga 5, 15-26), del poder y esclavitud de Satanás a la libertad de los hijos de Dios. Es, en definitiva, la muerte del “hombre viejo” y la aparición del “hombre nuevo” resucitado en Cristo (Ef 4, 2224): un segundo nacimiento, una resurrección, una nueva creación. 1. Enseñanzas bíblicas. 2. Primera conversión y conversiones sucesivas. 3. Elementos de la doctrina de la conversión. En el lenguaje bíblico, la idea de conversión se expresa mediante los verbos hebreos šûb y nhm (en griego, strefô y metánoia). El primero significa dirigirse hacia una meta o ideal distinto del que se tenía hasta el momento, alejarse de, volver (aunque en sí mismo no posee un valor religioso, fue adquiriendo poco a poco el sentido de vuelta a Yahveh, a través de la fe, la obediencia y el rechazo de las obras malas, tanto del pueblo elegido como del individuo). El segundo, suspirar, sollozar, dolerse, arrepentirse, consolar, que expresa la idea de conversión moral o religiosa, de vuelta a Dios en su sentido más fuerte. Si en el Antiguo Testamento, convertirse era vivir según la ley de Yahveh, huyendo de lo que le desagrada, en el Nuevo Testamento, la conversión adquiere un marcado carácter cristocéntrico: consiste en escuchar y seguir a Jesucristo, es decir, creer en Él, vivir su vida (cfr. entre otros muchos textos Lc 9, 23 y Flp 1, 21). En sentido religioso, se entiende por conversión la transformación mediante la cual el sujeto pasa de una vida pecadora a otra virtuosa y justa. Significa también el paso de la incredulidad a la fe, y la vuelta a la fe después de un tiempo de distanciamiento. En su acepción teológica, consiste en la acogida libre por parte del hombre La Sagrada Escritura muestra claramente la primacía de la acción gratuita de Dios en la conversión: sale al encuentro, llama y se adelanta dando su gracia: “Ninguno puede venir a Mí, si mi Padre no lo atrae” (Jn 6, 44). En este sentido, el Magisterio de la Iglesia ha afirmado en varias ocasiones la necesidad de la gracia y de los auxilios del Espíritu Santo, y ha puesto Alfredo MÉNDIZ CONVERSIÓN 275 CONVERSIÓN de manifiesto también el papel de la libertad del hombre para acoger el Evangelio (cfr. CCE, nn. 1426-1429). 2. Primera conversión y conversiones sucesivas Es tradicional en teología espiritual referirse a una primera conversión, que acontece con el Bautismo, por el que el hombre es justificado y santificado, naciendo a la vida de la gracia; y a sucesivas conversiones, ya que el inicio es susceptible de perfeccionamiento, en la medida en que el creyente, con la gracia y sus buenas obras, se identifica más con Cristo. “La liturgia de la Iglesia propone a los cristianos unos tiempos especiales de conversión como son los de Adviento y Cuaresma. Sin embargo, la conversión personal ha de ser una actitud permanente del creyente, como respuesta a la llamada universal a la santidad (cfr. Mt 5, 48)” (Alonso, 2006, p. 186). Por primera conversión se entiende también el momento de toma de conciencia de la propia vocación dentro de la común llamada a la santidad que Dios dirige a todos los hombres, o sea, la percepción de cómo, en un modo concreto, la vocación cristiana se determina dando cauce, a lo largo de la propia existencia, a la condición de hijos de Dios. En todo caso, puede afirmarse, por tanto, que la vida cristiana es conversión continua, es decir, vida que se va edificando a través de sucesivas conversiones o segundos nacimientos, en el encuentro con Dios por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo, en la oración, en la Escritura y en los sacramentos. Esta doctrina común de la Iglesia encuentra una expresión clara y sintética en un texto de san Josemaría: “La conversión es cosa de un instante. –La santificación es obra de toda la vida” (C, 285). Aquí, san Josemaría usa el término “conversión” en un sentido muy próximo al de “justificación”, es decir, como cambio de pecador a justo, pero también en el del cambio por el que una persona advierte que debe pasar de una existencia superficial a otra comprometida y coherente. Así entendida, la conversión acontece, efectivamente, en un instante, aunque pueda tener actos previos de preparación. El vocablo “santificación”, en cambio, lo aplica al despliegue, posibilitado y guiado por la gracia de Dios, de la “santificación” radical producida en el instante de la justificación (cfr. CECH, p. 468). El mensaje transmitido por san Josemaría busca precisamente difundir entre los cristianos la pujanza de la primera conversión, y desplegar con la ayuda de la gracia, a través de sucesivas conversiones, toda la virtualidad de la primera: “La semilla divina de la caridad, que Dios ha puesto en nuestras almas, aspira a crecer, a manifestarse en obras, a dar frutos que respondan en cada momento a lo que es agradable al Señor. Es indispensable por eso estar dispuestos a recomenzar, a reencontrar –en las nuevas situaciones de nuestra vida– la luz, el impulso de la primera conversión” (ECP, 58). Y así en otro lugar menciona: “En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera –ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide– es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón” (ECP, 57). En este sentido, las segundas conversiones vienen exigidas por la primera ya que, en realidad, no son sino momentos de una única y misma llamada de Dios al hombre, y del despliegue de la respuesta humana que busca una mayor proximidad a Dios: “Acercarse un poco más a Dios quiere decir estar dispuesto a una nueva conversión, a una nueva rectificación, a escuchar atentamente sus inspiraciones –los santos deseos que hace brotar en nuestras almas–, y a ponerlos por obra” (F, 32). 276 COOPERADORES DEL OPUS DEI 3. Elementos de la doctrina de la conversión La homilía La conversión de los hijos de Dios, recogida en Es Cristo que pasa, nos proporciona los principales elementos de la doctrina de san Josemaría sobre nuestro tema. Ya el mismo título relaciona la conversión con la filiación divina, característica esencial en la experiencia y doctrina espiritual de san Josemaría: “La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre” (ECP, 64). La conversión implica “un examen hondo, pidiendo ayuda al Señor, para que podamos conocerle mejor y nos conozcamos mejor a nosotros mismos. No hay otro camino, si queremos convertirnos de nuevo” (ECP, 58). El humilde reconocimiento del pecado y la seguridad del perdón divino (“Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve a Él, cuando se arrepiente y pide perdón”: ECP, 64) desemboca en la contrición (“esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto–, se manifiesta en obras de sacrificio y entrega”: ECP, 64), y se materializa en el sacramento de la Penitencia: “volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo” (ECP, 64). Ese deseo de cambiar, el propósito de enmienda, se manifiesta en la lucha ascética. Una constante de las enseñanzas de san Josemaría es presentar la vida del cristiano no como una acumulación de victorias, sino como un continuo comenzar y recomenzar: “La vida espiritual es –lo repito machaconamente, de intento– un continuo comenzar y recomenzar. –¿Recomenzar? ¡Sí!: cada vez que haces un acto de contrición –y a diario deberíamos hacer muchos–, recomienzas, porque das a Dios un nuevo amor” (F, 384). En el trasfondo teológico de las enseñanzas de san Josemaría sobre la conversión no falta el recurso filial a la intercesión de Santa María, que desde el Cielo continúa su función maternal (“Antes, solo, no podías... –Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!”: C, 513), y “facilitando” la conversión: “A Jesús siempre se va y se “vuelve” por María” (C, 495). Voces relacionadas: Contrición; Desagravio; Filiación divina; Fortaleza; Examen de conciencia; Lucha ascética; Pecado; Penitencia, Virtud y sacramento de la; Santidad. Bibliografía: ECP, 57-66; Juan Alonso, “Conversión”, en César Izquierdo (dir.) - Jutta Burgraff - Félix María Arocena, Diccionario de Teología, Pamplona, EUNSA, 2006, pp. 181-187; Jacques Guillet, “Metanoia”, en DSp, X, 1980, cols. 1093-1099; José Luis Illanes, “Inicio de la vida espiritual y conversión”, en Id., Tratado de Teología Espiritual, Pamplona, EUNSA, 2007, pp. 400-414; Fernando Ocáriz, “Vocación a la santidad en Cristo y en la Iglesia”, en Manuel Belda - José Escudero - José Luis Illanes - Paul O’Callaghan (eds.), Santidad y mundo. Actas del simposio teológico de estudio en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 de octubre de 1993), Madrid, EUNSA, 1996, pp. 35-54; Pedro Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona, EUNSA, 1986. María Ángeles VITORIA COOPERADORES DEL OPUS DEI Los cooperadores del Opus Dei son mujeres y hombres de todos los credos, razas, culturas, países y condiciones sociales, que colaboran en las tareas de evangelización y de promoción humana y social que alienta la Prelatura del Opus Dei, sin formar parte jurídicamente de ella. “Sueño –y el sueño se ha hecho realidad– con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas” (ECP, 277 COOPERADORES DEL OPUS DEI 20). San Josemaría, consciente de la universalidad del mensaje de santidad en medio del mundo que Dios le había confiado, comprendió que los apostolados del Opus Dei no podían apoyarse exclusivamente en el trabajo de los fieles de la Obra, sacerdotes y laicos, sino que debían contar también con la colaboración de otras muchas personas, a las que movería la honda tarea de promoción humana y cristiana que desarrolla el Opus Dei a través de esas labores apostólicas. Desde el inicio vio en los cooperadores una gran ayuda para extender el servicio del Opus Dei a la Iglesia y a todas las almas. Los cooperadores, sin ser fieles de la Prelatura, colaboran activa y eficazmente en sus apostolados aportando su oración, su ayuda económica o su trabajo. Para ser cooperador no es preciso tener vocación al Opus Dei, sino solo la intención de colaborar en sus apostolados (cfr. Statuta, nn. 16 §1 y 108). Los cooperadores forman una asociación propia e inseparable de la Obra, que también puede ser constituida formalmente. En algunos lugares han sido constituidas asociaciones que cuentan con reconocimiento civil, y a las que pueden pertenecer aquellos cooperadores que lo deseen (así, por ejemplo, la Asociación de Cooperadores del Opus Dei en España). Los cooperadores pueden prestar su colaboración de formas diversas: con su oración, con sus limosnas y donativos, o dedicando parte de su tiempo como servicio a una labor apostólica promovida por fieles de la Prelatura. A su vez, los cooperadores se benefician y participan en la medida de sus disposiciones personales de los bienes espirituales de la Obra (cfr. Statuta, n. 16). La Santa Sede ha concedido indulgencias que pueden ganar en determinadas fechas del año. Y los sacerdotes de la Prelatura celebran la Eucaristía, anualmente, en el mes de noviembre por el eterno descanso de las almas de los cooperadores fallecidos. Además de recibir la ayuda espiritual de la oración de todos los fieles de la Prelatura, los cooperadores pueden participar, si lo desean, en los medios de formación cristiana que promueve el Opus Dei. Pueden ser admitidas como cooperadoras las comunidades religiosas. Y también personas católicas o no católicas, o incluso no cristianas (cfr. Statuta, nn. 108, 16 §2 y 108. El Opus Dei ha sido la primera institución de la Iglesia en la que se ha admitido la posibilidad de contar con cooperadores no católicos. En 1948 san Josemaría formuló por primera vez a la Santa Sede la petición oficial. La respuesta de la Curia fue que se trataba de una petición que carecía de precedentes en la historia de la Iglesia. Al insistir, ya no obtuvo una rotunda negativa sino un dilata, dejando la cuestión pendiente para el futuro. Tras dejar pasar un tiempo prudencial, en 1950, con la aprobación definitiva del Opus Dei, quedó establecida la figura de los cooperadores no católicos (cfr. AVP, III, p. 482, nt. 61; IJC, p. 253, nt. 63). San Josemaría consideró la existencia de cooperadores acatólicos del Opus Dei como una inmediata realidad de colaboración en iniciativas apostólicas de alcance cultural, social, etc., consciente de que la cooperación de católicos y no católicos en actividades de interés humano, impregnadas de espíritu cristiano, es también un modo de dar a conocer a Cristo y la Iglesia (cfr. Ocáriz, 2009, pp. 109-110). Ésta es precisamente una de las vías posteriormente propuestas por el Concilio Vaticano II para el ejercicio de la actividad ecuménica (cfr. UR, 12). De hecho, san Josemaría vio a los cooperadores acatólicos como una posible expresión de lo que él llamaba apostolado ad fidem, es decir, como un camino a través del cual las personas no cristianas puedan llegar a recibir el don de la fe, y los cristianos no católicos la plenitud de la fe que ya poseen imperfectamente (cfr. Ocáriz, 2009, p. 109). 278 CORAZÓN Voces relacionadas: Apostolado ad fidem; Descripción general del Opus Dei (ver Introducción); Actividad del Opus Dei. Bibliografía: CONV, 22, 44; ECP, 12-21; Statuta Operis Dei o Codex iuris particularis seu S ­ tatuta Praelaturae Sanctae Crucis et Operis Dei, en OIG, pp. 309-346 y en IJC, pp. 628-657; AVP, III, passim; IJC, passim; Fernando Ocáriz, “La Prelatura del Opus Dei: apostolado “ad fidem” y ecumenismo”, en Eduardo Baura (ed.), Estudios sobre la Prelatura del Opus Dei. A los veinticinco años de la Constitución apostólica Ut sit, Pamplona, EUNSA, 2009, pp. 109-123. Montserrat Gas Aixendri CORAZÓN 1. El “corazón”, centro de la persona. 2. Amar a Dios con todo el corazón. 3. Tener corazón para todos. 4. Corazón puro. 5. En el corazón de María. “Me produce una honda alegría considerar que Cristo ha querido ser plenamente hombre, con carne como la nuestra. Me emociona contemplar la maravilla de un Dios que ama con corazón de hombre” (ECP, 107). Estas palabras de san Josemaría pueden servir para exponer sus enseñanzas sobre una realidad que la teología espiritual ha tratado con frecuencia usando el vocablo “corazón”. “Corazón” (con sus equivalentes en hebreo o en griego) aparece con frecuencia en la Sagrada Escritura, y no simplemente para designar a un órgano concreto del cuerpo humano, sino para aludir a la totalidad del ser humano, con sus pensamientos, deseos, anhelos y decisiones. El propio san Josemaría nos ofrece, en una homilía, un florilegio que confirma lo que acabamos de decir, a la vez que evidencia la raíz última de su pensamiento. “Al corazón pertenecen la alegría: que se alegre mi corazón en tu socorro (Sal 12 [Vg 11], 6); el arrepentimiento: mi corazón es como cera que se derrite dentro de mi pecho (Sal 21 [Vg 20], 15); la alabanza a Dios: de mi corazón brota un canto hermoso (Sal 44 [Vg 43], 2); la decisión para oír al Señor: está dispuesto mi corazón (Sal 56 [Vg 55], 3); la vela amorosa: yo duermo, pero mi corazón vigila (Cant 5, 2). Y también la duda y el temor: no se turbe vuestro corazón, creed en mí (Jn 14, 1). El corazón no sólo siente; también sabe y entiende. La ley de Dios es recibida en el corazón (cfr. Sal 39 [Vg 38], 9), y en él permanece escrita (cfr. Pr 7, 3). Añade también la Escritura: de la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12, 34). El Señor echó en cara a unos escribas: ¿por qué pensáis mal en vuestros corazones? (Mt 9, 4). Y, para resumir todos los pecados que el hombre puede cometer, dijo: del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias (Mt 15, 19)” (ECP, 164). La tradición teológica y espiritual cristiana ha vuelto con frecuencia a estas ideas, comentándolas desde muchas perspectivas. En la Edad Media, sobre todo a partir de san Bernardo, se produjo una clara acentuación de los aspectos cristológicos, centrando la atención en el Corazón de Jesús, del que brota un amor que es expresión del amor infinito de Dios. A partir de ese momento la devoción al Sagrado Corazón de Jesús se fue extendiendo, recibiendo un impulso especial con santa Margarita María de Alacoque (16471690), hasta el punto de llegar a ser, desde entonces hasta nuestros días, una de las líneas devocionales más significativas de la espiritualidad católica. San Josemaría no sólo conoció, sino que participó personalmente de esa devoción y contribuyó a su difusión, como lo ponen de manifiesto, entre otras muchas cosas, la homilía que le dedicó (cfr. ECP, 162-170) y el hecho de que, en 1952, en momentos difíciles de la historia de la Obra, decidiera consagrar el Opus Dei al Sagrado Corazón de Jesús, pidiendo por 279 CORAZÓN la paz de la Iglesia, del mundo y de todas las almas. 1. El “corazón”, centro de la persona El “corazón” hace referencia al “centro” de la persona desde el que brota todo pensamiento y toda acción. Es la sede del amor, mucho más que de los sentimientos, como a veces afirman algunos autores. San Josemaría lo señala con claridad: “Cuando hablamos de corazón humano no nos referimos sólo a los sentimientos, aludimos a toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás. Y, en el modo de expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las acciones. Un hombre vale lo que vale su corazón, podemos decir con lenguaje nuestro (...). Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda ella – alma y cuerpo– a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6, 21)” (ECP, 164). “Corazón”, por lo tanto, quiere decir humanidad plena, con el espesor de la emotividad, en armonía con todas las facultades. El propio san Josemaría ejemplificó en su vida lo que significa tener corazón. Dotado de cordialidad, de buen humor, de intuición profunda, de grandes pasiones, sabía manifestar el cariño con concreción, también material, de atención humana. Los que lo trataron testimonian que aquello que conquistaba de él, antes incluso que su profundo mensaje de santificación del trabajo y en el trabajo, era percibir, de forma inmediata y clara, que recibía a cada persona con el corazón; se le sentía aliado, amigo. Con él, ser ayudados para mejorar, ser corregidos de cualquier defecto, no provocaba humillación, sino estímulo. Por lo demás, lo que traslucía en su persona remitía a una fundamentación más honda que no dejó nunca de explicitar: “Si no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. Si pensásemos, como algunos, que conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial, seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño, calor humano” (ECP, 167). Y en otro lugar: el camino de Jesús “se resume en una única palabra: amar. Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir, y defenderemos la verdad claramente y con amor” (ECP, 158). Con el racionalismo que dominó en la filosofía durante los siglos pasados, especialmente después de Descartes, la verdad del hombre tendió a ser referida solamente a la esencia abstracta, a la racionalidad y a la lógica, mientras que los sentimientos pasaron a ser considerados fenómenos irracionales, ciegos, superficiales, de adolescentes. Y esta actitud se hizo presente también entre cristianos, en parte tal vez por la influencia del rigorismo jansenista. Pero la realidad es que la necesidad de amor está profundamente enraizada en el corazón del hombre, incluso más de lo que está en la mente el deseo de verdad. Si el corazón no se siente amado, la mente va detrás del corazón con sus miedos, con su necesidad irreprimible de ser reconocido y acogido, aceptando toda idea que haga al corazón sentirse apreciado. De ahí que el amor da sentido a la vida, y esto tanto más cuanto más hondo sea y más represente a nuestros ojos a la persona que nos ama; lo que llega a su cumbre cuando quien nos 280 CORAZÓN manifiesta amor, y amor de Padre, es Dios, infinito y omnipotente. de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía” (C, 432). 2. Amar a Dios con todo el corazón Amar a Jesús con corazón humano quiere decir también amarlo radicalmente, queriéndolo Señor, Rey de nuestra vida, desde lo más hondo de nuestro ser: “Pero el Señor sabe que dar es propio de enamorados, y Él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón (Pr 23, 26). ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo” (ECP, 35). “No destruye el Señor la libertad del hombre: precisamente Él nos ha hecho libres. Por eso no quiere respuestas forzadas, quiere decisiones que salgan de la intimidad del corazón” (ECP, 100). Como respuesta a Dios, que se encarna para amarnos con corazón de hombre, hemos de amarle con todo nuestro ser, con todo nuestro corazón. Es decir, no con un amor de pura admiración o en la distancia, y menos aún con un amor que viera a Dios como un mero dispensador de dones, sino con un amor verdadero, apasionado, al que se unen inteligencia, voluntad y sentimiento, y que ve en Dios al Amado hacia el que se dirige toda la persona. “Señor: que tenga peso y medida en todo... menos en el Amor” (C, 427). Para llegar a ese amor, el camino es Cristo: contemplar a Cristo, amar a Cristo, enamorarse de Cristo, de su figura humana en la que se nos manifiesta la divinidad. Este enamoramiento se puede alcanzar gracias a la fe. Porque Jesús está vivo, resucitado, y quiere permanecer en intimidad con nosotros: “Permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Son numerosísimas las expresiones de san Josemaría en este sentido. Así, en una homilía en la fiesta de la Epifanía, ante el Niño Jesús envuelto en pañales al que los Magos proclaman rey de Israel, se preguntaba: “¿Dónde está el Rey? ¿No será que Jesús desea reinar, antes que nada en el corazón, en tu corazón? Por eso se hace Niño, porque ¿quién no ama a una criatura pequeña?” (ECP, 31). Y para eso se queda en la Eucaristía: “Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y lo que es recreo de la carne y de los sentidos... Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. –Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! –¡tuyo!– tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller 3. Tener corazón para todos Cuando el amor de Dios anida en el corazón, se dirige también con fuerza hacia los demás. “En esto se conocerá que sois mis discípulos” (Jn 13, 35), ha dicho Jesús. El amor a los demás hace visible el amor a Dios. Pero no hay verdadera visibilidad si los demás no perciben el amor. No es verdadero amor el actuar de quien da cosas e incluso realiza obras sacrificadas, al tiempo que el otro nota que se le ayuda pero no se le ama. Quien ama, obra y se sacrifica; pero quien hace cosas que ayudan a los demás no siempre sabe amarlos. Este punto manifiesta propiamente el verdadero sentido de tener corazón. “Fijaos en que Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa Ma- 281 CORAZÓN ría. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos. (...) El amor humano, el amor de aquí abajo en la tierra cuando es verdadero, nos ayuda a saborear el amor divino” (ECP, 166). Podemos pensar que amamos cuando nos sacrificamos por los demás o nos esforzamos por vivir bien las virtudes que se refieren a la relación con los demás. Pero no basta: el verdadero secreto es tener al otro en el corazón, para que sienta nuestra comprensión y amistad: “la caridad, más que en dar, está en comprender” (ECP, 123). “Si queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, insisto, con un amor que sea comprensión y entrega, afecto y voluntaria humildad” (ECP, 167). Se puede decir que se tiene corazón cuando se tiene verdadero interés por quien se nos acerca, superando categorías, barreras, fronteras ideológicas, religiosas, de grupo. Incluso ante la barrera que puede representar el daño o la ofensa sufrida, el cristiano está llamado a perdonar; y a perdonar sabiendo reconocer que toda persona, también la que ha realizado el mal o incluso parece afirmarse en él, es capaz de arrepentimiento, pues el corazón conserva siempre, aunque sea entre rescoldos, la capacidad de amar. “Mi experiencia de hombre, de cristiano y de sacerdote me enseña todo lo contrario: no existe corazón, por metido que esté en el pecado, que no esconda, como el rescoldo entre las cenizas, una lumbre de nobleza. Y cuando he golpeado en esos corazones, a solas y con la palabra de Cristo, han respondido siempre” (AD, 74). El mandamiento de la caridad, el mandamiento nuevo, está más allá de nuestras fuerzas. Como hacía notar Benedicto XVI a los seminaristas del Seminario Romano, el 12 de febrero de 2010, se trata ciertamente de un amor que imita a Cristo hasta el don de sí mismo, pero no en virtud de un heroísmo personal: “en este caso el cristianismo sería un moralismo heroico. Es verdad que debemos alcanzar esta radicalidad del amor, que Cristo nos ha mostrado y donado, pero también aquí la verdadera novedad no es lo que hacemos nosotros, la verdadera novedad es lo que hace Él”. El cristiano no es un héroe que intenta poner en práctica el Evangelio en virtud de sus propias fuerzas, sino alguien que, consciente de su debilidad, se abre a la acción del Espíritu Santo. Prueba de que deja actuar al Espíritu Santo es exactamente el corazón humano, que se abre a toda persona que se hace prójimo, que resulta cercana. Por eso no se debe confundir la auténtica caridad fraterna con las “obras de caridad” realizadas sin verdadero amor: “Con frecuencia, los cristianos no hemos sabido corresponder a ese don; a veces lo hemos rebajado, como si se limitase a una limosna, sin alma, fría; o lo hemos reducido a una conducta de beneficencia más o menos formularia. Expresaba bien esta aberración la resignada queja de una enferma: aquí me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño. El amor que nace del Corazón de Cristo no puede dar lugar a esa clase de distinciones. (...) Para que se os metiera bien en la cabeza esta verdad, de una forma gráfica, he predicado en millares de ocasiones que nosotros no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural” (AD, 229). 4. Corazón puro El corazón está hecho para amar y, dada la limitación humana, puede descarriarse. Es necesario mantener el corazón puro evitando que se manche como consecuencia de alguna de las tres concupiscencias de que habla san Juan: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida (cfr. 1 Jn 2, 16). La soberbia de la vida, el orgullo, el colocarse por encima de los demás, el hacer 282 CORAZÓN que nuestro pensamiento gire siempre en torno a nosotros mismos, empequeñecen el corazón, le hacen incapaz de amar, y lo condenan al aislamiento. “Te encuentras solo..., te quejas..., todo te molesta. –Porque tu egoísmo te aísla de tus hermanos, y porque no te acercas a Dios” (S, 709). “Arrancar de cuajo el amor propio y meter el amor a Jesucristo: aquí radica el secreto de la eficacia y de la felicidad” (S, 696). La concupiscencia de la carne, la impureza en el sentido moral de la palabra, es un sucedáneo del verdadero amor, pues es fruto del amor egoísta, que busca el propio placer y no la unión con el otro, al que no se ama, sino del que uno se sirve. La virtud de la castidad, el dominio del propio cuerpo, lleva en cambio al amor verdadero. Y “para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud. Joven era el corazón y el cuerpo de San José cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella respetando la integridad que Dios quería legar al mundo, como una señal más de su venida entre las criaturas. Quien no sea capaz de entender un amor así, sabe muy poco de lo que es el verdadero amor, y desconoce por entero el sentido cristiano de la castidad” (ECP, 40). Es necesario mantener el corazón puro, libre, capaz de apasionarse, también humanamente, por los verdaderos amores, en el matrimonio o en el celibato: “Si tu ojo derecho te escandalizare..., ¡arráncalo y tíralo lejos! –¡pobre corazón, que es el que te escandaliza! …. Apriétalo, estrújalo entre tus manos: no le des consuelos. –Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: «Corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!»” (C, 163). “He de repetirte que la existencia del cristiano –la tuya y la mía– es de Amor. Este corazón nuestro ha nacido para amar. Y cuando no se le da un afecto puro y limpio y noble, se venga y se inunda de miseria. El verdadero amor de Dios –la limpieza de vida, por tanto– se halla igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la ausencia o dureza de corazón” (AD, 183). En este sentido, el celibato no es renuncia al corazón, sino empeño por amar con todo el corazón, como se ve en esta afirmación: “El Amor... ¡bien vale un amor!” (C, 171). Ciertamente el corazón se deja captar por aquello que le atrae y es necesario contemplar los amores verdaderos para aprender a enamorarse; pero con frecuencia el ambiente rodea el corazón de atracciones que están fuera de lugar, o de miedos; y el cristiano, hombre o mujer, debe colaborar siempre con la gracia divina manteniéndose alejado de las tentaciones que pueden engañar el corazón: “lucha ascética, íntima, que cada cristiano debe sostener contra todo lo que, en su vida, no es de Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la superficialidad, la estrechez de corazón. Es inútil clamar por el sosiego exterior si falta tranquilidad en las conciencias, en el fondo del alma” (ECP, 73). Finalmente, la concupiscencia de los ojos, que centra el corazón en la posesión de los bienes materiales que por sí mismos son buenos, pero que pueden, si el corazón se centra por entero en ellos, hacer perder el sentido de la vida: “Los bienes de la tierra no son malos; se pervierten cuando el hombre los erige en ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen cuando los convertimos en instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va en busca de un tesoro; nuestro tesoro está aquí, reclinado en un pesebre; es Cristo y en Él se han de centrar todos nuestros amores, porque donde está nuestro tesoro allí estará también nuestro corazón (Mt 6, 21)” (ECP, 35). Todas las criaturas están finalizadas hacia el amor. Cuando 283 COSAS PEQUEÑAS el corazón está lleno de amor verdadero, sabe ver en toda criatura el vehículo de su amor. Un corazón enamorado sabe apreciar todo aquello que Dios ha creado, pero sabe también apartarse cuando pone en peligro su verdadero tesoro. Un cristiano que tiende hacia la santidad, donde quiera que sea, “es capaz de admirar todas las bellezas y maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón humano” (ECP, 138). Y esto se aplica no sólo al círculo de las relaciones habituales, sino también respecto al bien social: “Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo” (ECP, 167). Un corazón que sabe amar no tiene nunca un horizonte pequeño, sino universal. 5. En el corazón de María La Virgen María tenía siempre su corazón totalmente abierto a Jesús. Y, puesto que el verdadero amor ama los amores de la persona amada, María, dirigiendo en su propio corazón todo el amor hacia Jesús, mantenía –y mantiene– los lazos de amor que Jesús establece con cada uno de nosotros. Por esto aceptó la Cruz, puerta del amor de Jesús por cada persona humana, y por eso ha llegado a ser Madre nuestra. Innumerables son las expresiones llenas de ternura con las que el fundador del Opus Dei se dirigía a la Virgen; citemos una en la que se nos muestra como maestra de amor: “La Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, aquietará tu corazón, cuando te haga sentir que es de carne, si acudes a Ella con confianza” (C, 504). Voces relacionadas: Amistad; Amor a Dios; Carácter, Formación del; Caridad; Castidad; Celibato; Desprendimiento; Fraternidad; Lucha ascética. Bibliografía: C, 146-171; ECP, 162-170; Ugo Borghello, Liberare l’amore, Milano, Ares, 2000; Louis Cognet, “Cor et cordis affectus”, en DSp, II-2, 1953, cols. 2278-2307; Dietrich von Hildebrand, El corazón. Un análisis de la afectividad humana y divina, Madrid, Palabra, 1997. Ugo BORGHELLO COSAS PEQUEÑAS 1. Noción. 2. Ámbito de las cosas pequeñas. 3. Relación con el mensaje fundacional. 4. Fundamento teológico. La vida cotidiana de todas las personas se compone de hechos, circunstancias, acciones, relaciones habituales, costumbres, en su mayoría aparentemente sin relieve, de modo que por su carácter repetitivo pueden ser vividos de modo rutinario y superficial. Pero la mirada atenta, unida a una motivación noble, descubre allí modos de servir y de hacer la vida más humana. Es el valor antropológico de lo pequeño, que requiere el giro del interés propio hacia el bien de los otros y se experimenta como un vencimiento gratificante. El cristiano, y así lo enseñó san Josemaría, por la fe y con la ayuda de la gracia, puede encontrar en ese entramado constantes ocasiones de amar a Dios y al prójimo. 1. Noción La espiritualidad cristiana, ya desde los tiempos apostólicos, considera esa posibilidad como una dimensión ordinaria de la vida de la gracia, aunque rara vez se detiene a comentarla con detalle. Algunos autores clásicos han destacado, con diferentes enfoques, la importancia de las cosas pequeñas para avanzar en la práctica de virtudes y crecer en amor de Dios, como es el caso del jesuita Alonso Rodríguez (15381616) con su obra de amplia difusión Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, y el de la carmelita santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897), que en los manuscritos 284 COSAS PEQUEÑAS que compuso presenta las cosas pequeñas como expresión propia y adecuada de su camino de infancia espiritual. Esta propuesta y otras análogas tienen de ordinario su origen y ámbito en la vida religiosa, dejando a cada lector la aplicación a sus personales circunstancias en el mundo (Illanes, 2003, p. 126). San Josemaría –que conocía estos escritos– entiende las cosas pequeñas en una perspectiva nueva, como parte integrante de la santificación en la vida ordinaria en medio del mundo, a la que están llamados la inmensa mayoría de los cristianos, y como algo característico de la espiritualidad laical (Illanes, 2003, pp. 127-130). La fuente más certera para conocer el origen y contenido de las cosas pequeñas en sus escritos es el correspondiente capítulo de Camino, “Cosas pequeñas”. Este capítulo procede de la época redaccional de Burgos (1938) y no existía en su antecedente Consideraciones espirituales (Cuenca, 1934), aunque algunos puntos de esta obra (dos de “Caridad” y cinco de “Infancia espiritual”) pasaron a este nuevo capítulo junto con otros once puntos de distinta procedencia. Pedro Rodríguez, basándose en la intención y en el orden temático de Camino, ve en esta nueva disposición el deseo del autor de ampliar el enfoque de las cosas pequeñas: no son en primer lugar expresión de la infancia espiritual, sino del amor a Dios y al prójimo en la santificación de la vida ordinaria del cristiano. Aunque personalmente el fundador del Opus Dei seguía un verdadero “camino de infancia” y lo recomendaba (cfr. AVP, I, p. 404), veía con claridad que esto era un don particular (cfr. C, 852), mientras que la santificación de la vida cotidiana es llamada divina para todos los cristianos (cfr. CECH, p. 911). La posición del capítulo en el conjunto de la obra, entre “Proselitismo” y “Táctica”, advierte Pedro Rodríguez, “parece algo muy meditado”, porque cuidar las cosas pequeñas en el trabajo y en la vida espiritual es el presupuesto de toda acción apostólica –así se evita la tentación de limitar la santificación a situaciones extraordinarias–, y subraya que “la relación personal del cristiano con Dios ha de ser un flujo incesante, como las pequeñas realidades de cada día: un flujo de Amor y de oración” (CECH, p. 912). Estos tres temas enlazados entre sí –proselitismo, cosas pequeñas y táctica– conducen a los dos capítulos sobre infancia espiritual, un estilo de vida cristiana con raigambre evangélica (cfr. Mt 18, 3 ss.), que implica y realza el valor de lo pequeño dándole un brillo especial, sin que nadie esté obligado a seguir este camino. 2. Ámbito de las cosas pequeñas Un bosquejo temático en los escritos de san Josemaría nos permitirá ver el alcance de las cosas pequeñas, tanto en profundidad como en extensión. La clave de su valor se encuentra en el primer punto del capítulo correspondiente de Camino: “Hacedlo todo por Amor. –Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. –La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo” (C, 813), y en concreto: “Un pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto vale!” (C, 814); la mayúscula indica que es Dios quien es amado mediante esos actos, en apariencia insignificantes. Si el amor humano se expresa en los detalles, en “pequeñeces”, lo mismo el Amor divino (cfr. C, 824). “El secreto para dar relieve a lo más humilde, aun a lo más humillante, es amar” (C, 418). Lo pequeño se agranda por el Amor y éste, si es real, se expresa en los detalles. Debido a esta relación recíproca entre el Amor y las cosas pequeñas, se agudiza la mirada para descubrir nuevas ocasiones similares de amar. El fundador del Opus Dei lo proclamó en la homilía de la Misa celebrada en el Campus de la Universidad de Navarra, el 8 de octubre de 1967: “Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir” (CONV, 114). “Os aseguro, hijos 285 COSAS PEQUEÑAS míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios” (CONV, 116). Para dar fuerza a su mensaje, san J ­osemaría utilizaba a veces la paradoja: “intras­ cendente” - “trascendente”, “deberes pe­ que­ños” - “san­ti­dad grande” (cfr. C, 817), no “poder vencer” en lo grande por no “querer vencer” en lo pequeño (cfr. C, 828). Al enseñar el valor de los detalles pequeños, siempre hacía referencia al Amor de Dios, y por eso mismo rechazaba lo cuadriculado o maniático. Estaba convencido de que el Amor a Dios en esos detalles evitaba el perfeccionismo que, al nutrirse de intereses egoístas, empequeñece y enrarece a las personas a la vez que dificulta las relaciones con los demás. El ámbito de las cosas pequeñas es tan extenso como la vida misma. Consiste ante todo en cumplir el pequeño deber de cada momento, más en concreto “haz lo que debes y está en lo que haces” (C, 815), que es al mismo tiempo “oración cuajada en obras” y fundamento para la gracia del apostolado (cfr. C, 825). De portarse en cada momento como Dios quiere “dependen muchas cosas grandes” (C, 755), pero para asegurarlo hay que preguntarse con frecuencia si realmente se está actuando así (cfr. C, 772). El segundo momento de la frase citada –“está en lo que haces”– implica realizar nuestras actividades –particularmente el trabajo profesional– con perfección humana, perseverando en el amor hasta “poner la última piedra”, como lo expresa san Josemaría (cfr. AD, 55). En la homilía de Pamplona se detiene con particular interés en el matrimonio y la familia, “un camino divino, vocacional, maravilloso”, donde es imprescindible cultivar este estilo cristiano: “Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto– ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano” (CONV, 121). Una década antes, había puesto a la Virgen María como ejemplo en el cuidado del hogar familiar: “María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!” (ECP, 148). El crecimiento en virtudes también es fruto de cosas pequeñas y, en general, el mismo fortalecimiento de la voluntad (cfr. C, 19). La vida de piedad se desarrolla a base de muchos detalles, que nunca se convierten en rutina si se alimentan de la filiación divina (cfr. AD, 146, 149) y, especialmente, si son expresión de infancia espiritual (cfr. C, 876, 878, 891). En la liturgia, el cuidado de los detalles es prueba de interés y amor (cfr. F, 833). La sobriedad (cfr. C, 681) y el desprendimiento (cfr. AD, 119), como aspectos de la templanza, se pueden vivir en cosas pequeñas y nada llamativas, igual que sucede con la obediencia (cfr. C, 614, 618). La penitencia, imprescindible en la vida cristiana, se puede ejercitar en muchos detalles que pasan inadvertidos a los demás, pero contribuyen a mejorar las relaciones humanas (cfr. AD, 138-139). Existe también el “apostolado de las cosas pequeñas”: “El deber de la fraternidad, con todas las almas, hará que ejercites el «apostolado de las cosas pequeñas», sin que lo noten: con afán de servicio, de modo que el camino se les muestre amable” (C, 737). El fundador del Opus Dei ilustra el valor de las cosas pequeñas con numerosos ejemplos tomados de la literatura, el arte, la naturaleza, la técnica, la industria, el deporte. Así, mediante la referencia al personaje de Tartarín de Tarascón denuncia las inútiles hazañas imaginarias (cfr. AD, 8), el mito del rey Midas le sirve para destacar el valor de lo pequeño (cfr. AD, 308), unos versos de Antonio Machado le sugieren la 286 COSAS PEQUEÑAS perfección en las tareas (cfr. CONV, 116), propone “hacer endecasílabos de la prosa de cada día” (CONV, 116) y se fija en los relatos de gestas que recogen, junto con aventuras gigantescas, “detalles caseros del héroe” (C, 826). La filigrana gótica en la crestería de la catedral de Burgos, que no se puede ver desde la calle, le parece un paradigma de trabajo hecho con perfección y de cara a Dios (cfr. AD, 65). Un edificio enorme se construye a fuerza de ladrillos, sacos de cemento, barras de hierro y horas de trabajo (cfr. C, 823) y un tapiz se teje a base de numerosas tramas de hilo (cfr. C, 826). Un pequeño tornillo que no apriete bien o se salga de su sitio puede inutilizar toda la maquinaria (cfr. C, 830). Las pequeñas ocasiones de penitencia son comparables a recoger flores sencillas para formar un ramillete que se entrega a Dios al final del día (cfr. C, 408). Para no prejuzgar “la pequeñez de los comienzos”, sirve el ejemplo de las semillas: “no se distinguen por el tamaño las simientes que darán hierbas anuales de las que van a producir árboles centenarios” (C, 820). Y, finalmente, para “vencer en la Olimpiada sobrenatural” hace falta un entrenamiento concreto y diario (C, 822). 3. Relación con el mensaje fundacional La doctrina de san Josemaría sobre las cosas pequeñas está presente desde los inicios de su actividad fundacional y en sus anotaciones personales de esa época, como se desprende del estudio críticohistórico de Camino (cfr. CECH, pp. 883895). Su enseñanza oral y escrita refleja continuamente la importancia de las cosas pequeñas, y a esa repetición intencionada se refería en la mencionada homilía de 1967 (cfr. CONV, 116). Era una convicción arraigada en su propia vida, que transmitía incansablemente a los miembros de la Obra, tomando ocasión de incidencias corrientes y señalando siempre como motivo el amor a Dios (cfr. AVP, III, pp. 397, 420, 424). Como ya se ha expuesto, las cosas pequeñas tienen su lugar propio en el entramado de la vida ordinaria del cristiano en el mundo, especialmente en el trabajo profesional, que para san Josemaría es “una realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora” (ECP, 47). La práctica de las cosas pequeñas guarda una relación vital con un rasgo característico del espíritu fundacional, que es la unidad de vida: “Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas. ¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser en el alma y en el cuerpo santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales” (CONV, 114). En efecto, la presencia de Dios propia de la unidad de vida hace descubrir en las circunstancias corrientes los más diversos modos de amar a Dios, y así se fortalece a su vez la unidad de vida. 4. Fundamento teológico San Josemaría se dedicó plenamente a llevar a cabo el encargo recibido de Dios el 2 de octubre de 1928: difundir por todo el mundo y con carácter permanente la santidad en y mediante la vida ordinaria. Esto implicaba, sobre todo, una dedicación incansable a la tarea de formación y de gobierno del Opus Dei. La luz fundacional, convertida en mensaje de alcance universal, ha dado lugar a una espiritualidad laical dotada de un “dinamismo teológico”, 287 COSAS PEQUEÑAS que Antonio Aranda explica así: “En ninguna de las obras que conocemos de su Autor se pretende teologizar, aunque, sin embargo, es patente que están en ellas los elementos configuradores de la reflexión teológica, es decir el estudio y la meditación de la Sagrada Escritura en consonancia con el sentir de la Tradición, y una firme adhesión a la doctrina magisterial, en una atmósfera esencialmente teologal donde la fuerza de la fe permite descubrir constantemente nuevos aspectos de los misterios revelados” (Aranda, 2000, p. 68). Estos elementos relucen también en la enseñanza de san Josemaría sobre las cosas pequeñas, aunque aquí sólo es posible esbozarlos. En efecto, la luz fundacional, siempre presente en su vida, le hacía descubrir en la Sagrada Escritura nuevas “luces” para hacer el Opus Dei. Esto afecta también a las cosas pequeñas en cuanto parte integrante del mensaje. En el Antiguo Testamento leía la importancia de acabar bien las tareas: “Más vale el final de una obra que su principio” (Qo 7, 8 [9]: AD, 55). En las palabras “No presentaréis nada defectuoso, pues no sería digno de Él” (Lv 22, 20) ve un acicate para trabajar con perfección (cfr. AD, 55). Más numerosas son las referencias al Nuevo Testamento, sobre todo al Evangelio. En la escena de Jesús resucitado que se presenta ante los Apóstoles en su realidad humana y divina, mostrando sus manos y sus pies (cfr. Lc 24, 39), ve una llamada al realismo cristiano, para atenernos sobriamente “a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor” (CONV, 116). Sobre la exclamación de la gente, “Bene omnia fecit” (Mc 7, 37), comenta que Jesús, perfecto Dios y hombre perfecto, “todo lo ha hecho admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron” (AD, 56). La pequeña moneda de la viuda (cfr. Mc 12, 41-44) alegra al Señor por la intención que implica (cfr. C, 829). La generosidad que la mujer pecadora muestra con Jesús en el convite del fariseo (cfr. Lc 7, 44-47) mueve a san Josemaría a destacar los detalles de hospitalidad y delicadeza humana que el Señor echaba en falta en la conducta del anfitrión (cfr. AD, 73, 122). Una referencia frecuente es la alabanza del siervo bueno y fiel (cfr. Mt 25, 21; Lc 16, 10) para destacar la importancia de ser fieles en lo pequeño (cfr. AD, 62 y 221; C, 819 S, 507). La parábola de las vírgenes necias y las prudentes (cfr. Mt 25, 6-12) es también una llamada a estar en los detalles, que son “el aceite” (AD, 40-41). En la multiplicación de los panes (cfr. Jn 6, 12-13) advierte que Jesús hizo recoger los trozos sobrantes para que no se perdiesen (cfr. AD, 121). A propósito de las bodas de Caná (cfr. Jn 2, 1-11), destaca cómo la Virgen María está pendiente de los detalles de servicio (cfr. S, 63). Es conocido el amplio uso de la patrística en los escritos de san Josemaría. En la homilía La grandeza de la vida corriente hay tres referencias en relación con las cosas pequeñas: a san Marcos Eremita, para mostrar que la santidad es tarea paciente y progresiva; a san Jerónimo, para subrayar el realismo de aprovechar las pequeñas ocasiones de amar a Jesucristo; y a Juan Casiano, sobre la importancia de los pequeños descuidos en la vida espiritual (cfr. AD, 7, 8, 15). La vida y la enseñanza de san Josemaría son profundamente cristocéntricas, como refleja este texto de la homilía Cristo presente en los cristianos: “Instaurare omnia in Christo, da como lema San Pablo a los cristianos de Efeso (Ef 1, 10); informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor 288 COSTA RICA de toda criatura” (ECP, 105). La percepción extraordinariamente intensa de estas palabras de Jesús (cfr. Jn 12, 32), el 7 de agosto de 1931, fue una nueva faceta decisiva de la luz fundacional (cfr. AVP, I, pp. 380-384), como una llamada del amor redentor de Cristo para identificarse con Él y ponerle en la cumbre de todas las actividades humanas (cfr. ECP, 183). La corriente de Amor que procede de Cristo en la Cruz y se hace presente en el Sacrificio eucarístico es la fuerza que santifica todas las actividades humanas, grandes y pequeñas, cuando es correspondido por el amor de quienes son hijos de Dios en Cristo; este amor filial lleva a imitar a Jesús –especialmente en su vida oculta– hasta ser, con expresión paulina, alter Christus, ipse Christus. La base y el impulso de esta imitación transformadora es precisamente la filiación divina, que san Josemaría experimentó como gracia extraordinaria, también en ese mismo año (cfr. AVP, I, p. 388). Por eso no dudó en considerar la filiación divina como fundamento del espíritu del Opus Dei (cfr. ECP, 64). En esta percepción viva del misterio de la Encarnación redentora se encuentra también el arraigo teológico y sentido último de las cosas pequeñas. Voces relacionadas: Amor a Dios; Infancia espiritual; Presencia de Dios; Vida ordinaria, Santificación de la. Bibliografía: Antonio Aranda, “El bullir de la sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá, Madrid, Rialp, 2000; Ernst Burkhardt - Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, II, Madrid, Rialp, 2011, pp. 465-471; José Luis Illanes, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Pamplona, EUNSA, 2003; Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1993. Elisabeth REINHARDT COSTA RICA 1. Inicio de la labor. 2. Algunos datos sobre el desarrollo posterior del apostolado. Costa Rica es el tercer país de Centroamérica en el que se inició la labor apostólica del Opus Dei, después de Guatemala y El Salvador. 1. Inicio de la labor En 1957, el arzobispo de San José de Costa Rica, Mons. Rubén Odio, viajó a Guatemala con motivo de un Congreso Eucarístico. El arzobispo de Guatemala, Mons. Rossell, que tenía un gran aprecio a la Obra y había pedido a san Josemaría que llegara el Opus Dei a Guatemala, le llevó al único Centro que había por entonces en Centroamérica y le presentó al sacerdote Antonio Rodríguez Pedrazuela, con quien conversó sobre la Obra y la labor apostólica que ésta realizaba en medio del mundo. Quedó entusiasmado y manifestó su deseo de que el Opus Dei trabajara en su diócesis. Por entonces Costa Rica era un pequeño país agrícola, con una población de un millón escaso de habitantes. La capital, San José, ciudad rodeada de cafetales y palmeras, tenía una sola universidad, con unos cuatro mil alumnos, que pugnaba por desarrollarse y ser la puerta por la que el país se abriera al mundo y a una mayor participación en el consorcio de naciones. La expansión a esta nación significaba no poco sacrificio para el Opus Dei, pues había que consolidar la aún reciente labor en Guatemala y en El Salvador y la expansión de la Obra –ya presente en más de veinte países- exigía un notable esfuerzo. El corazón de san Josemaría se dolía al tener que enviar a sus hijos, la mayoría jóvenes, con pocos medios. Muchas veces, sólo llevaban una imagen de la Santísima Virgen y su bendición. Pero el amor de san Josemaría a la Iglesia le movía a corres- 289 COSTA RICA ponder a las solicitudes que le llegaban de parte de las autoridades eclesiásticas. como supernumeraria. Pronto la siguieron Ligia Herrera, María Terán y otras. El 8 de agosto de 1959 aterrizaron en San José los sacerdotes Antonio Rodríguez y José Luis Masot, acompañados por la oración de san Josemaría. Mientras cavilaban sobre cómo se trasladarían al centro de la ciudad y cómo lograrían una pensión barata hasta conseguir una casa donde instalarse, tuvieron la sorpresa de ver que salía a su encuentro el propio arzobispo, que les saludó efusivamente. Les anunció que se quedarían en el Palacio Arzobispal y les reiteró su deseo de ayudarles en lo que necesitaran. San Josemaría siguió paso a paso estas primeras andanzas. Le daba alegría leer las noticias que le enviaba don Antonio Rodríguez, que hacía frecuentes viajes desde Guatemala a Costa Rica. Aprovechando un viaje de Rafael Calvo Serer, lo envió a San José para ver a don José Luis y a don Fernando. Rafael les animó a alquilar una casa localizada a cincuenta varas al sur de la Pulpería La Luz, conocido punto de referencia en la ciudad. Cuando san Josemaría se enteró de la dirección, comentó en broma: “¡Parece que sólo tienen una luz…!” Y años más tarde, de nuevo bromeando con don Antonio en Roma, le dijo refiriéndose a las direcciones josefinas: “Oye, hijo mío, ¿y allí no han descubierto el número…?” Poco más de una semana después, el 19 de agosto, don Antonio regresó a Guatemala y don José Luis se quedó viviendo en el Palacio Arzobispal. Pasados apenas tres días, el 22, Mons. Odio falleció repentinamente de un paro cardíaco, a los cincuenta y siete años. El golpe fue duro para todos, también para don José Luis, pues el afecto que Mons. Odio, había manifestado y la ayuda que deseaba prestar, auguraban un buen comienzo de la labor apostólica. Su soledad duró poco, pues unas semanas más tarde, el 15 de octubre, llegó a Costa Rica Fernando Sáenz, también sacerdote. La labor apostólica comenzó pronto, tanto con los varones como con las mujeres. La primera mujer que se acercó a la Obra fue Isabel Terán de Artiñano, a quien acudió don José Luis en busca de ayuda para conseguir la sede de la futura residencia universitaria. Isabel, acostumbrada a que la visitaran muchas personas para pedirle dinero, se impresionó de que este sacerdote –siguiendo una enseñanza de san Josemaría– le dijera a las claras que “no le interesaba su plata, sino su alma”. Prometió ayudarle y pronto le presentó a su prima, María Terán de Rohrmoser. Entre las dos organizaron el primer curso de retiro para señoras que se tuvo en Costa Rica, en el Hotel Robert. El 11 de noviembre Isabel pidió la admisión en el Opus Dei Mientras tanto, continuaba la labor de formación humana y cristiana con los muchachos y señores que habían ido conociendo: Enrique Vargas, Roger Echeverría, Juan Francisco Montealegre –que fue el primer supernumerario-, etc. En marzo de 1960 comenzó a funcionar la Residencia Miravalles. En esa época pasó por el país don Ricardo Fernández Vallespín, uno de los primeros fieles del Opus Dei; fue otra muestra del cariño de san Josemaría, que quería estar de esa manera cerca de los que abrían brecha. El 28 de octubre de 1961 pidió la admisión en la Obra José Antonio Sauma. San Josemaría seguía el crecimiento del apostolado. En un viaje que don Antonio Rodríguez hizo a Roma a finales de los años cincuenta, san Josemaría le habló de las gentes de estas tierras y del afecto que sentía por ellas. Le dijo, con conocimiento de la historia centroamericana, que esos pueblos no podían vivir dándose la espalda. Sus hijos debían sembrar por doquier el espíritu del Opus Dei: un espíritu de paz, de amor al trabajo bien hecho, de respeto a la libertad de los demás, de aprecio a la justicia y de solidaridad cristiana, de en- 290 COSTA RICA tendimiento mutuo; evocó el cariño que tenía su hermana Carmen por Centroamérica y cómo había seguido día a día los inicios en Guatemala (cfr. Rodríguez Pedrazuela, 1999, pp. 280-281). El 18 de diciembre de 1960 llegaron las primeras mujeres para establecerse en la ciudad: Fina Ventura, Conchita Puig, Piluca Jiménez, y cuatro numerarias auxiliares: Marta Cojolón, Paulina Segura, Daría Cifuentes y Eugenia Teque. Gracias a las que ya pertenecían al Opus Dei desde ese año, la casa –Veragua– ya estaba instalada y enseguida comenzaron las actividades. 2. Algunos datos sobre el desarrollo posterior del apostolado Con el paso del tiempo, fueron surgiendo numerosas iniciativas apostólicas, impulsadas personalmente por san Josemaría o inspiradas en sus enseñanzas, como el Club Kamuk para muchachos, en 1963. En ese mismo año, la Escuela de Capacitación para la Mujer, en la zona de Pavas, a la que en 1974 se agregó el Instituto Profesional Femenino, un colegio de secundaria; hoy ambas iniciativas están integradas en el Proyecto Educativo Surí, en un edificio que se comenzó a construir en el año 2007 con la ayuda de numerosas personas. En 1967 se abrió el Club Moyagua, para oficinistas y obreros, y el Club Yokó, para muchachas jóvenes. Estas instituciones educativas y culturales han beneficiado a muchas personas de todos los ambientes sociales y han echado raíces en el país. Su influjo hizo que, en 1970, el entonces presidente de la República, don José Figueres Ferrer, invitara a san Josemaría a visitar la nación. Por carta, san Josemaría le contestó afectuosamente: “Le aseguro Señor Presidente que no dejo de importunar al Señor para que me dé pronto la oportunidad y la alegría de conocer ese querido país”. Ese deseo no pudo verlo cumplido en vida, aunque fueron muchos los costarricenses que acudieron en 1970 a México, y en 1975, a Guatemala, para verle y escuchar sus enseñanzas. La labor apostólica del Opus Dei en Costa Rica siguió creciendo después del fallecimiento de san Josemaría. El Patronato de la Residencia Universitaria Veragua adquirió en 1976 el local para la sede definitiva. Esta sede, además de una residencia para estudiantes, es un centro cultural, en el que se desarrollan actividades dirigidas a la formación integral de la mujer universitaria y profesional. También están Guaitil, Administración de la Residencia Miravalles, que comenzó en 1978 como un centro de capacitación profesional, dirigido a muchachas jóvenes; o el Centro de Complementación Educativa Lari, que nació en 1987 en el oeste de San José y desde donde se desarrollan labores sociales en zonas desfavorecidas de la ciudad. La propia Residencia Universitaria Miravalles cambió de sede en 1980, junto a los campos deportivos de la Universidad de Costa Rica. El Centro Cultural Caleros, desde 1989, ofrece a los profesionales del oeste de la ciudad de San José todos los medios de formación propios del Opus Dei. Desde 1983, y por iniciativa de un grupo de padres de familia interesados en dar a sus hijos una formación completa y personalizada, funciona la Asociación para el Desarrollo Educativo y Cultural (ADEC), entidad que ha promovido varias iniciativas educativas, fundamentadas en las enseñanzas de san Josemaría: el colegio Yorkín, para muchachos; Iribó, para muchachas; y el preescolar Los Olmos. Bibliografía: Antonio Rodríguez Pedrazuela, Un mar sin orillas. El trabajo del Opus Dei en Centroamérica. Recuerdos sobre los comienzos, Madrid, Rialp, 1999. 291 Rosario DE JUANA ZUBIZARRETA CRUZ CRUZ 1. La Cruz en la vida de san Josemaría. 2. Abandono en Dios e identificación con Cristo. 3. Dolor y alegría: obediencia al Padre. 4. El sentido amable y victorioso de la Cruz. 5. La devoción a la Cruz. 6. Para corredimir con Cristo. 7. La Cruz y la Misa. 8. El Espíritu Santo, “fruto” de la Cruz. 9. María junto a la Cruz. La cruz de que aquí se trata es la Cruz de Cristo, o sea el “patíbulo” de su suplicio, cuyo significado ha cambiado radicalmente respecto al original: dejando de indicar la maldición, llegó a significar la bendición. Éste, pues, es el sentido que ha cobrado en un contexto cristiano la palabra “cruz”, por el misterio pascual de Jesús, que fue la obra de nuestra Redención. En toda la Tradición de la Iglesia, la cruz no se refiere sin más al sufrimiento, sino también, inseparablemente, a la manera de recibirlo así como al horizonte de esperanza que abre en aquel que lo acoge. Se trata, en definitiva, de la disposición de conformidad alegre con la Voluntad de Dios, con lo que Dios quiere o permite, especialmente cuando conlleva dificultad. Fue en ese sentido como san Josemaría usó la palabra “Cruz”, escribiéndola frecuentemente con mayúscula para subrayar que se trata de la Cruz de Cristo a la que se une el cristiano. En coherencia con ese planteamiento, san Josemaría edificó su vida y su enseñanza en coherencia con la vivencia de la Cruz ampliamente desarrollada por la Tradición cristiana aunque, como acontece en toda experiencia profunda, con matices propios. Por esa razón desarrollamos el tema siguiendo una perspectiva fuertemente biográfica. 1. La Cruz en la vida de san Josemaría La vida de san Josemaría “muestra una visión serena y recia, sencilla y amable de la cruz; se trata de la visión que brota de la cercanía al Crucificado” (Mateo-Seco, 1992, p. 420). Muy temprano supo de la Cruz, no sólo porque oyó hablar de ella al ser educado como cristiano, sino también por los acontecimientos que fueron afectando a su familia. Sufrió por la muerte de sus tres hermanas pequeñas, que murieron en años sucesivos –comenzando por la más pequeña hasta la más cercana a él en edad– y pudo percibir, en estas circunstancias, la entereza cristiana con la que sus padres sobrellevaron esas desgracias. Después, les vio llevar con serenidad la ruina del negocio familiar, ocasionada por actuaciones desleales de un antiguo socio. En lo físico, además de la enfermedad grave que tuvo a los dos años, san Josemaría padeció a lo largo de su vida diversas dolencias de cierta entidad, que soportó con reciedumbre. Había aprendido, pues, a integrar el momento del dolor en el horizonte de la totalidad de la vida, transida de esperanza sobrenatural. Es más, supo dar sentido positivo al dolor, precisamente a la luz de la Cruz de Cristo. San Josemaría fue ahondando en la comprensión del Misterio de la Cruz conforme se fue fortaleciendo su vida de oración y de penitencia, especialmente desde que vio el Opus Dei, el 2 de octubre de 1928. En el momento en que entendió que Dios quería algo de él, supo también que el camino que debía recorrer implicaba penitencia y expiación, o sea, sufrimiento serenamente aceptado, vivido y buscado. Así lo expresó: “El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para meter en mi alma esa inquietud divina. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo, que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión… y a la penitencia” (Meditación, 14-II-1964: AVP, I, p. 92). 292 CRUZ Tuvo algunas contradicciones en los años del Seminario de Zaragoza y en los comienzos de su ministerio sacerdotal: la hostilidad de ciertos compañeros, la incomprensión de algún formador…; y, en el ámbito familiar, la inopinada muerte de su padre, pocos meses antes de la ordenación diaconal, y el rechazo por parte de algunos parientes. Fueron momentos vividos junto a Jesucristo, presente en el sagrario; a veces, pasando la noche en vela de oración ante el Santísimo. Ya después del 2 de octubre de 1928, frecuentó los hospitales para atender enfermos a los que pedía que ofrecieran su sufrimiento a Dios. Su trato con María Ignacia García Escobar, una mujer enferma de tuberculosis, que sería una de las primeras en pedir la admisión en el Opus Dei, se sitúa precisamente en este marco. Fue asimismo en el trato con varios de estos enfermos cuando sucedió un hecho que le impresionó: una mujer, ya a las puertas de la muerte, después de que le fueran administrados los últimos auxilios espirituales, a sugerencia del sacerdote, repetía a voces esta letanía del dolor: “Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor… ¡Glorificado será el dolor!” (Apuntes íntimos, n. 563: AVP, I, p. 443; cfr. C, 208). Este descubrimiento de la Cruz como gloria (cfr. F, 1020, 1022) se enraizó en su propia experiencia personal: “Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz: 1931. – ¡Cómo me hizo gozar la epístola de este día! En ella el Espíritu Santo, por S. Pablo, nos enseña el secreto de la inmortalidad y de la gloria (...). Este es el camino seguro: por la humillación, hasta la Cruz: desde la Cruz, con Cristo, a la Gloria inmortal del Padre” (Apuntes íntimos, n. 284: AVP, I, p. 387). Siguiendo el recorrido de la vida de san Josemaría, se llega a la Guerra Civil en 1936, año en el que se desató una sangrienta persecución religiosa en España. San Josemaría mantuvo una actitud de serenidad frente a los graves acontecimientos a pesar de las mil vejaciones que so- portó en estas circunstancias, pero, como es lógico, no dejó de sufrir por todo eso. Después de la guerra, cuando recomenzó el normal desarrollo la labor apostólica del Opus Dei –también fuera de Madrid–, arreció la “contradicción de los buenos”, es decir la hostilidad de aquellos que, siendo hermanos en la fe, combatían la novedad de la Obra porque no la entendían. El sufrimiento que suponía semejante situación fue moralmente mayor que el de la guerra. En esos primeros años cuarenta, a causa de las calumnias contra su persona, una noche el fundador del Opus Dei le dijo a Jesús, presente en el sagrario: “Jesús, si Tú no necesitas mi honra, ¿yo para qué la quiero?” (Carta 29-XII-1947/14-II-1966, n. 38: AVP, II, p. 480). En una homilía en la que aludía a este tipo de contrariedades, san Josemaría comenzaba diciendo: “no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza” (AD, 301). Y termina explicando: “Así esculpe Jesús las almas de los suyos, sin dejar de darles interiormente serenidad y gozo” (ibidem). 2. Abandono en Dios e identificación con Cristo San Josemaría aceptó la Cruz en su vida, según estas palabras del Señor que meditó muchas veces: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día y que me siga” (Lc 9, 23, cfr. Mt 16, 24 y Mc 8, 34). Llegó muy lejos en esta vía del abandono confiado y alegre en las manos de Dios: “Jesús lleva Cruz por ti: tú, llévala por Jesús. Pero no lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco gene- 293 CRUZ rosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz” (SR, Cuarto Misterio Doloroso). Acostumbraba a anotar en la epacta o calendario litúrgico anual: “In laetitia, nulla dies sine cruce!” (¡Con alegría, ningún día sin cruz!), y comentaba que lo hacía “para animarme a llevar con garbo la carga del Señor, siempre con buen humor –aunque sea a contrapelo tantas veces–, siempre con alegría” (Carta 2-II-1945, n. 21: AGP, serie A.3, 92-3-2). El breve recorrido biográfico deja ver una progresiva identificación de san Josemaría con Cristo en la Cruz. Desde la interpretación serena de los acontecimientos adversos, que aprendió por la educación recibida, hasta asumir el dolor como camino de penitencia y de identificación con la Voluntad de Dios, más aún, de identificación con Cristo. Es así también como lo entiende Flavio Capucci, cuando habla de las pruebas que sufrió san Josemaría en el arco de tiempo que va de 1931 a 1935: “Se trata de una serie de pruebas duras y prolongadas, que cada día y durante varios años le hicieron sentirse incapaz de proveer con sus solas fuerzas incluso a sus deberes más básicos, como el sostenimiento de la familia. Una sola de aquellas pruebas habría bastado para desanimar a cualquiera que no estuviera llevado de la mano y guiado por Dios para enfrentarse con ellas (…). En la vida del Fundador, éstas se sobrepusieron una sobre otra hasta evidenciar el heroísmo de su aceptación de la Cruz. (…) La Cruz no aparece sólo como el precio que pagar para conseguir fruto sobrenatural, sino también y sobre todo como camino de purificación, de desasimiento interior, de aquel abandono total en Dios que permite al Señor obrar según su beneplácito. En otras palabras: en cada uno de estos acontecimientos, se asiste a un desarrollo que va de una aceptación radical, ya al comienzo de las dificultades interpuestas por el Señor en el camino del Opus Dei, y avanza, a través de un abandono cada vez más completo, hasta llegar a un hito donde se presencia una identificación ya plenamente gozosa con la lógica de Dios, que es la lógica de Cristo. El proceso de identificaciónconCristoculminaenlaCruz”(Capucci, 2003, pp. 165-166). 3. Dolor y alegría: obediencia al Padre Santo Tomás –que se apoya en Juan Damasceno– explica que, en Cristo, el dolor es compatible con la alegría (cfr. S.Th. III, q. 46, a. 8). San Josemaría prolonga esta consideración en el sentido de que, por la fe, cualquier cristiano está unido a Cristo: “La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. – Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada” (C, 758). Es esta la sorprendente experiencia de los santos: “Tú has hecho Señor que yo comprendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo y, por eso, ser hijo de Dios” (Apuntes tomados en una meditación, 28-IV-1963). Es más, el amor y la alegría encuentran su fundamento en la Cr