Abre el gas para suicidarse Una Hermanita de los Pobres, que murió en Francia siendo Superiora, contaba lo que le había sucedido a ella misma: “Muerto mi padre, nos fuimos a vivir a París, mi madre, que ya era anciana, y yo. En mi casa había dinero para abrir un modesto taller; y como yo sabía, gracias a Dios, ganarme la vida con mi trabajo, logré ir haciendo un pequeño capital. Pero después mi pobre madre cayó enferma de muerte, aunque la enfermedad había de ser muy larga... Cerré mi taller y mi tienda y, dejándolo todo, solamente me desvelaba por aliviar los padecimientos de mi madre (a quien yo amaba de todo corazón) y de ir alargando su vida minada por un cáncer, que no tenía cura. Al cabo de dos años murió mi querida enferma, y yo quedé sola en el mundo; y no solamente quedé huérfana, sino también arruinada, porque todos mis ahorros y ganancias se habían consumido en la enfermedad. Aquella muerte, aquella soledad, aquella ruina, fueron mi perdición. Perdí en efecto la esperanza en Dios Nuestro Señor, me desesperé, y, finalmente, para suicidarme, entré una noche del mes de Julio en mi aposento; cogí un gran brasero, lo llené de carbones y lo encendí, habiendo cerrado la puerta y la ventana, me acosté para morir dulcemente por asfixia. Serían como las cinco de la mañana cuando casualmente, es decir, providencialmente, vino a visitarme una antigua amiga mía que terminaba de llegar a París a esas horas. Llamó a mi cuarto; y como nadie contestase, preguntó por mí a los vecinos: y sospechando todos alguna desgracia, descerrajaron la puerta de mi cuarto y quedaron espantados al verme muerta. Casualmente también, es decir, providencialmente, entraba entonces en la casa el famoso Doctor Recamier a visitar a un enfermo, y, habiéndole rogado los vecinos que pasase a verme, el doctor me examinó mu y despacio, declaró a todos los circunstantes que yo estaba muerta y bien muerta. Pero casualmente, es decir, providencialmente, vio el doctor que yo llevaba el ESCAPULARIO DEL CARMEN, y entonces exclamó: -No señores, no; no debe estar muerta esta mujer: lleva el Santo Escapulario; y ningún suicida logra morir, aunque en ello se empeñe, cuando lleva consigo este talismán. Tomó, pues, en sus manos -el doctor- mi Escapulario, volvió a ponérmelo bien, tornó a mirar, a remirar, a palpar mi cuerpo yerto y a exam inarme más despacio. ¡Inútil empeño! No lograba encontrar en mí ninguna señal de vida. Pero no por eso se daba por vencido el cristianísimo doctor, en cuyo rostro, muy a las claras, se leían el dolor, la pena, el asombro y la profunda meditación que le embargaban. -Traed -dijo de repente, traedme dos mazos de madera, y vamos a golpear todo el cuerpo, particularmente por la región del estómago. No puede ser que haya muerto en medio de la desesperación quien lleva puesto el Escapulario del Carmen. Comenzaron a menudear suaves golpes de mazo sobre mi cuerpo frío; y el sabio y piadoso doctor examinaba atentamente, a cada minuto, mis yertos despojos, sin descubrir ni atisbar ninguna señal cierta de vida. Y así se pasó una hora mortal: ellos dándome golpes con los mazos, y el doctor observando con mucha atención y vigilancia mi cadáver. Pero de repente se ilumina la cara del Doctor Recamier, el cual, con lágrimas en los ojos, comenzó a gritar: -¡Ya, ya vuelve a la vida este cuerpo. Bien lo decía yo: Nuestra Señora del Carmen no podía dejar morir así a quien llevaba puesto su SANTO ESCAPULARIO. Confusos, atónitos y espantados quedaron los circunstantes, que, después de aquella larga brega, casi fúnebre, habían perdido ya toda esperanza. Pero todos se desvivían después por cuidar amorosamente de esta infeliz pecadora. Finalmente logré la más cabal salud; lloré mi pecado, pedí perdón a Dios y a los hombres y entré en religión. Yo deberé, pues, mi salvación eterna al bendito ESCAPULARIO de la Santísima Virgen del Carmen.