Me levanté temprano con la intención de realizar un recorrido apenas amaneciera, pero el frío y mi viejo invitándome a tomar café cambiaron mis planes. -4° de sensación térmica marcaba la app del celular. Alrededor de las 9 de la mañana, empecé el recorrido saliendo por el lateral de la casa, donde planté mi último árbol, un sauce crilollo (Salix humboldtiana). Está enorme. Mínimo tiene 15 años; me arriesgaría a decir que varios más. Bordeando la lagunita, la antigua chacra ahora es un campo de espinillos (Vachellia caven), el más alto no mide más de cuatro metros. Decido ir hasta el fondo, hacia el este, hasta chocar con el alambrado que separa el campo de la calle. Recordaba que ahí había cuevas de nutrias y tortugas. Rememoré el día en que una prima menor metió el pie por error en una de las cuevas, cayó y lloró; creo que fue más por miedo que por haberse caído. Las cuevas están, y hay señales de actividad en la entrada y en los alrededores. ¿Serán parientes de las que espiaba agazapado para no espantarlas cuando era niño? Me gustó creer que sí. A un lado de las entradas subterráneas, encontré un árbol de corteza lisa y rojiza que terminé por identificar como arrayan (Luma apiculata). No vi señales de tortugas, evidentemente por la época del año. Me fascinaba verlas a lo lejos; era raro poder acercarme a ellas sin que decidieran zambullirse al agua y desaparecer de mi vista. Me parecían seres fascinantes, hasta que esa fascinación se redirigió hacia las arañas. Mi vieja me dijo que es una laguna que suele secarse cada tanto; por ello, mientras miraba atentamente la orilla, sabía que no vería peces. En ese momento, tuve otro recuerdo: cuando pesqué y vi mi primera anguila. No tuve tanto miedo como creí. Fue un hecho fascinante, ya que jamás había visto una en persona. El momento culminó con mi madre apareciendo con un enorme tronco y estrellándolo sobre la pobre anguila. Ese día, los gatos se dieron un festín, al menos. Tuve que retroceder y dar toda la vuelta para poder acceder al resto del campo, ya que el paso más estrecho de la lagunita estaba tapado por agua y con un par de metros de barro a cada lado. Imposible. Decidí ir en dirección oeste, pasando por la casa de mi abuela; las dos casas están apenas separadas por cinco metros. Allí me crucé un árbol que de pequeño le decíamos “castor” (realmente no sé por qué). Pregunté, y me dijeron que se llama falso café (Manihot grahamii). Busqué en guías y lo encontré; estuve seguro de que era ese árbol, por su fruto verde característico, de olor fuerte, que en verano se secaba y “explotaba” dispersando sus semillas con un ruido característico. La vista por el otro lado es bastante triste. Todo desmontado, con algunos establos para caballos de carrera de uno de mis tíos. Realmente la escena que menos me gustó, por lejos. En fin, otros tantos espinillos desparramados por aquí y por allá, los cuales solo permanecen de pie por servir de utilidad para los equinos al brindarles algo de sombra. Hay un pequeño puente en dirección sur, que facilita el ingreso al campo principal. Muchos corderos sueltos, algunos terneros y vacas deambulan libremente. Con mayor conocimiento, intento realizar mejores identificaciones de la vegetación superviviente. En poco tiempo ví varias especies diferentes. Un solitario ligustro (Ligustrum lucidum), varios nandubay (Prosopis sp.), algunos ejemplares de talas (Celtis ehrenbergiana). Mas adelante, en el interior, continuaban predominando espinillos. Pero se observaron algunos ejemplares de fresnos americanos (Fraxinus pennslvanica), “pelados” por la estación fría. Encontré un ejemplar muy joven de acacia (Acacia sp.). La pastura es extremadamente baja. Es evidente que actualmente el campo es utilizado para pastoreo. Abunda el pasto común (Axonopus sp.). No me detuve tanto con esto. En cuanto a los animales divisados, observé palomas grandes (Patagioenas maculosa), torcacitas comunes (Columbina picuí), una familia de patos colorados (Anas cyanoptera), chiviros (Cyclarhis gujanensis) que suelen atacar los manzanos (Malus domestica), benteveos (Pitangus sulphuratus), teros (Vanellus chilensis), un carancho (Caracara plancus), una ratona común (Troglodytes aedon). También hay pavos (Meleagris gallopavo), patos criollos (Cairina moschata) y gallinas (Gallus gallus domesticus) que fueron traídos para crianza y están sueltos. Aunque me considero una persona consciente de que el tiempo jamás se detiene y avanza a un ritmo que varía según nuestras propias percepciones, no pude evitar sorprenderme más de lo esperado. El peso de 20 años de historia cayó rápidamente sobre mí. "Cómo pasa el tiempo", pensé mientras buscaba los restos de la tapera donde jugaba en mi infancia. Apenas encontré unos restos de ladrillos antiguos. Luego me enteré que limpiaron toda esa zona con máquinas. El "enorme" tajamar donde solía pescar ahora me parecía insignificante. El "laberinto infinito" de chilcas, en el que solía perderme y jugar durante horas y horas, ya no existía. La casita del árbol tampoco; ni siquiera logré ubicar el árbol, por lo que imagino que fue talado en este tiempo que dejé de visitarlo. Cuando tenía 10 años, el campo de apenas cinco hectáreas era un inmenso y frondoso bosque, repleto de muchas especies de árboles, aunque en ese momento apenas reconocía el nombre de dos de ellos: los abundantes espinillos y ñandubay. Hoy, la vegetación se ha reducido enormemente, quizás a un 40% de lo que era. Mi memoria no es la mejor y la percepción de un niño de 10 años debe ser muy diferente a la de un adulto de 30. El recorrido por el campo no fue breve, pero imaginé que me llevaría mas tiempo. Definitivamente sigo preso de los recuerdos de mi infancia, donde una recorrida me llevaba una tarde entera. Hoy, hay menos para ver. Es fácil divisar casas a lo lejos (antes impensado), ver autos o jinetes por las calles. Ahí es cuando verdaderamente uno comprende la magnitud del desmonte que sufrió el campo. Llegué al final del mismo, que limita con el cementerio principal del distrito. Solía escabullirme por ahí cuando era pequeño, teniendo mucho cuidado con no tropezar con las decenas de cruces oxidadas y nidos de avispas y abejas repartidos por doquier. Emprendí el regreso “cortando” camino. No hay partes del campo lo suficientemente frondosos para no poder hacerlo. Me animo a decir que la vegetación, en mas de un 80%, es todo espinillo, seguido de ñandubay y talas. Eso no me sorprende. Vivía con espinas clavadas en mis excursiones. Esta vez caminé con impunidad por dos motivos: un buen calzado, y menos vegetación que antes. El campo cambió mucho… Supongo que yo también… La nostalgia es un arma de doble filo.