Vida de nadie, muerte de Alguien Para ser Alguien es necesario tener, al menos, un nombre y un cuerpo. Un nombre que inscribir en una lápida de frío mármol blanco o grabar sobre un sencillo trozo de madera cuando llegue la hora. Un cuerpo lavado, perfumado y envuelto en un sudario, colocado con delicadeza mirando al Este, y que la tierra horadada acogerá. “Volverá entonces el polvo a la tierra, como antes fue”. Pero antes, mucho antes si todo ha ido bien, ese cuerpo recorrerá cargado de ilusiones, como es natural, el largo camino que va desde la primera luz del primer día hasta la postrera sombra. Desde que es un bulto sonrosado en los brazos de una madre, hasta que se convierte en un despojo negro que sirve de alimento a los esbeltos ejemplares de un bosque de cedros. Quizá ese Alguien sea una mujer, antes una joven, una de las afortunadas féminas que ha tenido la suerte de nacer en un país y en una época en la que a las niñas se les permite estudiar más allá de los 12 años. Porque ciertas partes del mundo sufren lo que podríamos comparar con el bamboleo de Chandler que experimenta la Tierra: nunca están en el momento histórico que les correspondería por cronología. Quizá ese Alguien sí que tenga un nombre, pongamos por caso Basira Joya, una presentadora de la televisión afgana que ha sido capaz de transportar su cuerpo, vehículo de sus anhelos, hasta el mes de agosto de 2021. Antes, mucho antes de esa fecha, Basira Joya fue una niña que paseaba por la calle de la mano de su madre; que asistió a la escuela junto con otras niñas; que estudió en la universidad para cumplir su sueño de ser periodista. Para ser los ojos con los que mirar el mundo que le rodea y contárselo a otros. Para ser su voz. Pero el retorno de los talibanes al poder en el verano pospandémico dejó a mujeres como Basira Joya sin voz, sin palabra. Mudas. Primero, el régimen, a través de los ministerios de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio, e Información y Cultura, obligó a todas las mujeres a cubrirse el cuerpo y la cara en lugares públicos. Millones de personas de sexo femenino pasaron así, en solo un día, de un plumazo, de ser Alguien a ser nadie. Pero es que en mayo del año siguiente, el celo del gobierno por el decoro y la decencia de las mujeres llegó hasta la televisión, esa ventana abierta al mundo por donde entran en los hogares desgracias como los huracanes -con qué nombres tan bellos son bautizados- que asolan paisajes idílicos hasta minutos antes, guerras en lugares remotos o vacunas que salvan vidas. Ese día, Basira Joya presentó el telediario con el cuerpo y el rostro cubiertos de negro y el alma bañada en lágrimas. “Las mujeres son el espejo en el que se mira Afganistán”. Para sentir dolor hay que tener un cuerpo recorrido por terminaciones nerviosas, pero para que a los otros les alcance siquiera una esquirla de ese dolor deben ser capaces de ver a la mujer que ha sido ocultada bajo un burka azul. En el informativo, Basira Joya da paso al vídeo en el que se puede contemplar cómo un hombre azota a una mujer -es tan menuda que podría ser una niña- ante la impávida mirada del público congregado en una gran explanada sin vegetación, seca. Para sentir dolor hay que ser Alguien, tener un nombre que un ser conmovido, quizá desde el otro extremo del mundo, pronuncie en voz alta y con desesperación, impotente. La mujer del vídeo -tan menuda que es una niña- grita de dolor. Basira Joya se estremece e imagina la piel enrojecida debajo de la tela, el flujo acelerado de la sangre, las plaquetas taponando las heridas que luego se convertirán en cicatrices, el mapa perpetuo donde el látigo ha trazado su marca. El lamento de la mujer tan menuda que ya nunca podrá ser una niña- penetra en su cerebro a través del pinganillo y allí queda alojado para siempre. El niqab impide que Basira Joya muestre al mundo el grito mudo que sale de su garganta y que muere, silenciado, en sus labios. “Otro día negro para las mujeres”. Hay lugares en el mundo donde una mujer no es más que un bulto, un cuerpo envuelto, como una cebolla, en capas de tela negra o azul, y sabido es que las cebollas no tienen alma. Mahsa Amini tiene un nombre porque está muerta. Una tarde, salió a pasear con su hermano por las calles de Teherán. Ahora su familia denuncia que murió asesinada después de ser arrestada por la llamada Policía de la Moral. ¿El motivo del arresto? No llevar el velo colocado conforme a las normas que dictan las autoridades. Basira Joya sabe que las periodistas tienen la misión de contar lo que ocurre en la realidad, de arrojar luz en un mundo sumido en las tinieblas de la represión. El caso de la joven Mahsa es otro grito mudo ahogado contra el niqab de Basira Joya. “Hoy estamos de luto”. Las periodistas afganas tienen ojos cada vez más grandes, pero solo son dos hermosos agujeros por los que no puede penetrar la luz del conocimiento. La sombra invade cada rincón del país de los talibanes. ¿Cómo arrojar luz? ¿Cómo mostrar la realidad? La realidad son los espacios colonizados por los hombres, una realidad mutilada donde no se oye ninguna voz femenina, ni a ninguna niña recitando la lección en la escuela, ni un coro de risas en el parque puesto que niños y niñas tienen prohibido ir juntos. Los ojos con los que las afganas, las iraníes y tantas otras mujeres sometidas miran el mundo han sido cercenados. Los ojos de Basira Joya han sido cercenados. “Seguiremos trabajando aunque sea con burka”. Mujeres cortándose el cabello ante las cámaras. Hombres gritando free her face. Chicas estudiantes mostrando sus cabezas libres de velos, y sus trenzas. Muertos en Irán por las protestas por el asesinato de Mahsa Amini. Ese el clamor solidario del planeta, un grito que volverá a ser contenido por el niqab que Basira Joya es obligada a llevar cuando presenta las noticias del mediodía. “Nada nos detendrá”. A pesar de la solidaridad que despierta la situación de tantas mujeres sometidas, Basira Joya no es optimista. Los cabellos de las actrices y cantantes volverán a crecer. Las muchachas de la escuela volverán a llevar el velo bien colocado, sin atreverse a quitárselo de nuevo. Ninguna de ellas podrá ir a la universidad. Ni conducir un coche, y mucho menos un autobús. Ni se les dejará ocupar un cargo público. Ni viajar solas. Ni presentar un telediario a cara descubierta. Estas tragedias solo afectan a seres inferiores, a gente sin cuerpo. A perras, a esclavas, a cebollas. A bultos -azules y negros- sin alma. Basira Joya no es optimista, no. De conseguirse algún logro, será gracias a la sangre derramada por las mujeres. Será gracias a esos bultos -negros, azules- que sangran debajo del burka. Que no tienen cuerpo, que no tienen alma. Que ni siquiera cuando mueren tienen un nombre que las periodistas afganas puedan citar en las noticias del mediodía.