Capítulo 9—La perla de gran precio Este capítulo está basado en Mateo 13:45, 46. El Salvador comparó las bendiciones del amor redentor con una preciosa perla. Ilustró su lección con la parábola del comerciante que busca buenas perlas, “que, hallando una preciosa perla, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró”. Cristo mismo es la perla de gran precio. En él se reúne toda la gloria del Padre, la plenitud de la Divinidad. Es el resplandor de la gloria del Padre, y la misma imagen de su persona. La gloria de los atributos de Dios se expresa en su carácter. Cada página de las Santas Escrituras brilla con su luz. La justicia de Cristo, cual pura y blanca perla, no tiene defecto ni mancha. Ninguna obra humana puede mejorar el grande y precioso don de Dios. Es perfecto. En Cristo “están escondidos todos los tesoros de sabiduría y conocimiento”. El “nos ha sido hecho por Dios sabiduría, y justificación, y santificación, y redención”. Todo lo que puede satisfacer las necesidades y los anhelos del alma humana, para este mundo y para el mundo venidero, se halla en Cristo. Nuestro Redentor es una perla tan preciosa que en comparación con ella todas las demás cosas pueden reputarse como pérdida. PVGM 87.1 Cristo “a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron”. La luz de Dios brilló en las tinieblas del mundo, “más las tinieblas no la comprendieron”. Pero no todos fueron indiferentes a la dádiva del cielo. El comerciante de la parábola representa a una clase de personas que desea sinceramente la verdad. En diferentes naciones ha habido hombres fervientes y juiciosos que han buscado en la literatura, en la ciencia y en las religiones del mundo pagano aquello que pudieran recibir como el tesoro del alma. Entre los judíos había personas que estaban buscando lo que no tenían. Insatisfechos con una religión formal, anhelaban algo que fuera espiritual y elevador. Los discípulos escogidos por Cristo pertenecían a la última clase; Cornelio y el eunuco etíope, a la primera. Habían estado anhelando la luz del cielo y orando para recibirla; y cuando Cristo se les reveló, lo recibieron con alegría. PVGM 87.2 En la parábola, la perla no es presentada como dádiva. El tratante la compró a cambio de todo lo que tenía. Muchos objetan el significado de esto, puesto que Cristo es presentado en las Escrituras como un don. El es un don, pero únicamente para aquellos que se entregan a él sin reservas, en alma, cuerpo y espíritu. Hemos de entregarnos a Cristo para vivir una vida de voluntaria obediencia a todos sus requerimientos. Todo lo que somos, todos los talentos y facultades que poseemos son del Señor, para ser consagrados a su servicio. Cuando de esta suerte nos entregamos por completo a él, Cristo, con todos los tesoros del cielo, se da a sí mismo a nosotros. Obtenemos la perla de gran precio. PVGM 88.1 La salvación es un don gratuito, y sin embargo ha de ser comprado y vendido. En el mercado administrado por la misericordia divina, la perla preciosa se representa vendiéndose sin dinero y sin precio. En este mercado, todos pueden obtener las mercancías del cielo. La tesorería que guarda las joyas de la verdad está abierta para todos. “He aquí he dado una puerta abierta delante de ti—declara el Señor—, la cual ninguno puede cerrar”. Ninguna espada guarda el paso por esa puerta. Las voces que provienen de los que están adentro y de los que están a la puerta dicen: Ven. La voz del Salvador nos invita con amor fervoroso: “Yo te amonesto que de mí compres oro afinado en fuego, para que seas hecho rico”. PVGM 88.2 El Evangelio de Cristo es una bendición que todos pueden poseer. El más pobre es tan capaz de comprar la salvación como el más rico; porque no se puede conseguir por ninguna cantidad de riqueza mundanal. La obtenemos por una obediencia voluntaria, entregándonos a Cristo como su propia posesión comprada. La educación, aunque sea de la clase más elevada, no puede por sí misma traer al hombre más cerca de Dios. Los fariseos fueron favorecidos con todas las ventajas temporales y espirituales, y dijeron con jactancioso orgullo: Nosotros somos ricos, y estamos enriquecidos, y no tenemos necesidad de ninguna cosa; aunque eran cuitados y miserables y pobres y ciegos y desnudos. Cristo les ofreció la perla de gran precio, más desdeñaron aceptarla, y él les dijo: “Los publicanos y las rameras os van delante al reino de Dios”. PVGM 89.1 No podemos ganar la salvación, pero debemos buscarla con tanto interés y perseverancia como si abandonáramos todas las cosas del mundo por ella. PVGM 89.2 Hemos de buscar la perla de gran precio, pero no en los emporios del mundo y por medio de los métodos mundanos. El precio que se nos exige no es oro ni plata, porque estas cosas pertenecen a Dios. Abandonad la idea de que las ventajas temporales o espirituales ganarán vuestra salvación. Dios pide vuestra obediencia voluntaria. El os pide que abandonéis vuestros pecados. “Al que venciere—declara Cristo—, yo le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono”. PVGM 89.3 Hay algunos que parecen estar siempre buscando la perla celestial. Pero no hacen una entrega total de sus malos hábitos. No mueren al yo para que Cristo viva en ellos. Por lo tanto, no encuentran la perla preciosa. No han vencido la ambición no santificada y el amor a las atracciones mundanas. No toman la cruz y siguen a Cristo en el camino de la abnegación y de la renunciación propia. Casi cristianos, aunque todavía no totalmente, parecen estar cerca del reino de los cielos, pero no pueden entrar. Casi, pero no totalmente salvos, significa ser no casi sino totalmente perdidos. PVGM 89.4 La parábola del tratante que busca buenas perlas tiene un doble significado: se aplica no solamente a los hombres que buscan el reino de los cielos, sino también a Cristo, que busca su herencia perdida. Cristo, el comerciante celestial, que busca buenas perlas, vio en la humanidad extraviada la perla de gran precio. En el hombre, engañado y arruinado por el pecado, vio las posibilidades de la redención. Los corazones que han sido el campo de batalla del conflicto con Satanás, y que han sido rescatados por el poder del amor, son más preciosos para el Redentor que aquellos que nunca cayeron. Dios dirigió su mirada a la humanidad no como a algo vil y sin mérito; la miró en Cristo, y la vio cómo podría llegar a ser por medio del amor redentor. Reunió todas las riquezas del universo, y las entregó para comprar la perla. Y Jesús, habiéndola encontrado, la vuelve a engastar en su propia diadema. “Serán engrandecidos en su tierra como piedras de corona”. “Y serán míos, dijo Jehová de los ejércitos, en el día que yo tengo de hacer tesoro”. PVGM 90.1 Pero Cristo como perla preciosa, y nuestro privilegio de poseer este tesoro celestial, es el tema en el cual más necesitamos meditar. Es el Espíritu Santo el que revela a los hombres el carácter precioso de la buena perla. El tiempo de la manifestación del poder del Espíritu Santo es el tiempo en que en un sentido especial el don del cielo es buscado y hallado. En los días de Cristo, muchos oyeron el Evangelio, pero sus mentes estaban oscurecidas por las falsas enseñanzas, y no reconocieron en el humilde Maestro de Galilea al Enviado de Dios. Mas después de la ascensión de Cristo, su entronización en el reino de la mediación fue señalada por el descenso del Espíritu Santo. En el día de Pentecostés fue dado el Espíritu. Los testigos de Cristo proclamaron el poder del Salvador resucitado. La luz del cielo penetró las mentes entenebrecidas de aquellos que habían sido engañados por los enemigos de Cristo. Ellos lo vieron ahora exaltado a la posición de “Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y remisión de pecados”. Lo vieron circundado de la gloria del cielo, con infinitos tesoros en sus manos para conceder a todos los que se volvieran de su rebelión. Al presentar los apóstoles la gloria del Unigénito del Padre, tres mil almas se convencieron. Se vieron a sí mismos tales cuales eran, pecadores y corrompidos, y vieron a Cristo como su Amigo y Redentor. Cristo fue elevado y glorificado por el poder del Espíritu Santo que descansó sobre los hombres. Por la fe, estos creyentes vieron a Cristo como Aquel que había soportado la humillación, el sufrimiento y la muerte, a fin de que ellos no pereciesen, sino que tuvieran vida eterna. La revelación que el Espíritu hizo de Cristo les impartió la comprensión de su poder y majestad, y elevaron a él sus manos por la fe, diciendo: “Creo”. PVGM 90.2 Entonces las buenas nuevas de un Salvador resucitado fueron llevadas hasta los últimos confines del mundo habitado. La iglesia contempló cómo los conversos fluían hacia ella de todas direcciones. Los creyentes se convertían de nuevo. Los pecadores se unían con los cristianos para buscar la perla de gran precio. La profecía se había cumplido: El flaco “será como David, y la casa de David, como ángeles, como el ángel de Jehová”. Cada cristiano vio en su hermano la semejanza divina de la benevolencia y el amor. Prevalecía un solo interés. Un objeto era el que predominaba sobre todos los demás. Todos los corazones latían armoniosamente. La única ambición de los creyentes era revelar la semejanza del carácter de Cristo, y trabajar por el engrandecimiento de su reino. “Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma... Y los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con gran esfuerzo [poder]; y gran gracia era en todos ellos”. “Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos”. El Espíritu de Cristo animaba a toda la congregación; porque habían encontrado la perla de gran precio. PVGM 91.1 Estas escenas han de repetirse, y con mayor poder. El descenso del Espíritu Santo en el día de Pentecostés fue la primera lluvia, pero la última lluvia será más abundante. El Espíritu espera que lo pidamos y recibamos. Cristo ha de ser nuevamente revelado en su plenitud por el poder del Espíritu Santo. Los hombres discernirán el valor de la perla preciosa, y junto con el apóstol Pablo dirán: “Las cosas que para mí eran ganancias, helas reputado pérdidas por amor de Cristo. Y ciertamente, aun reputo todas las cosas pérdida por el eminente conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”.