ELLA SIEMPRE ESTÁ Cuando Diego Lugano era alumno del Colegio María Auxiliadora de Canelones, ella estaba ahí. Cuando, después del Mundial, los alumnos del colegio con todos los escolares de la ciudad vitorearon al capitán celeste en el gimnasio canario, ella también estaba ahí. Y, todavía más: cuando el patio del colegio tenía árboles, unos paraísos preciosos que lo llenaban con el aspecto cambiante de las estaciones, mucho antes que el gris del cemento actual, ella ya estaba ahí. Hace 52 años, ella estaba ahí, iniciando sus estudios de primaria. Llegó cuando era chiquita, apenas una niña de cinco años, y aprendió “cosas” en las aulas, corrió y jugó en los recreos, rezó en la capilla… Todo lo que una niña hace en su colegio. Y desde entonces, nunca se fue. Por eso dice que conoce a Don Bosco de toda la vida. “Es cierto, aclara, que hice secundaria en el público porque aquí las hermanas no tienen liceo ni magisterio. Pero igual venía al oratorio festivo que se hacía los domingos, con su olor a tortafritas y sus helados en verano. Y cuando terminé la carrera, además de la escuela pública, empecé en el colegio”. Quien de niño ha vivido experiencias enriquecedoras, las guarda en la memoria del corazón como vivencias normales. Quien recuerda a sus compañeros de juego en la infancia, casi no distingue las edades sino que conserva relaciones. Una cosa es ver a la religiosa como maestra en clase y otra verla mezclada con las alumnas jugando a “el prisionero”. Quizás eso la mantuvo ligada siempre al colegio y le permite decir, llenando de envidia a muchos: “Aunque ser alumna y ser maestra son cosas distintas, yo siento, desde siempre, que con las hermanas somos buenas compañeras”. Y sigue nombrando a algunas: la hna. Delfina Vignoli, la hna. Blanquita (“¡Qué barbaridad! Se me escapó el apellido y ¡fue mi primera directora!”, dice), la hna. Cecilia Musetti, Rosita Viscardi, Rosita Macri… “Aquí siempre me sentí feliz; como alumna y como maestra. Ésta es mi segunda familia, mi segundo hogar”. E igual que en casa ha visto crecer y madurar a sus cuatro hijos, aquí también, en el colegio, ha ocurrido algo parecido. En su largo ejercicio docente –que ya le permitió jubilarse de la escuela pública-, ella comenzó dando clases en Primero, bien jovencita. Después, más fogueada, aceptó seguir en Cuarto año, y no cambió más. ¡Si habrán pasado alumnos y alumnas por sus clases, a lo largo de estos años! “¡Qué habrá sido de todos ellos?”, puede preguntarse. Hay una, en especial, de la que tiene noticias todos los días: es la maestra del otro Cuarto, que un día fue su alumna y hoy es su colega. “Hay cosas que cambian con el tiempo: una cosa era el patio de entonces y otra es el de ahora. Antes, ¡ni soñar con un campamento! Y ahora es lo más natural para conocer a los niños fuera del espacio escolar y ver cómo se relacionan y adaptan a un ambiente distinto. ¡Y las celebraciones! ¡Y el juego! ¡Los disfruto tanto!”. Y al decirlo, parece que se convirtiera en una niña entre sus compañeros. “Todo eso, sigue, nos sirve para tenerlos cerca, lo más cerca posible. Es la mejor edad para adquirir conocimientos y herramientas que les permita defenderse durante toda la vida. Y yo, como maestra, debo aprovechar cada oportunidad para brindárselas”. Nos contó del aula y del patio, volvió del campamento y llegó a la capilla. “Cuando era niña, las celebraciones eran distintas. Ahora todo es diferente, como la catequesis. El objetivo es el mismo: hacer que los niños se hagan amigos de Jesús, para siempre”, remarcó. Así que también participa en la catequesis de sus alumnos, ya no como responsable, otro servicio que también brindó, sino acompañando a la catequista. En el colegio de Canelones, desde hace muchos años, ella está. Sólo basta preguntar por Marina Rodríguez.