Arte contemporáneo y público: entre el desencuentro y la posibilidad de un acercamiento Susana Rodríguez Díaz Universidad Nacional de Educación a Distancia srodriguez@madrid.uned.es Introducción En tiempos actuales, parece existir una tendencia hacia la organización de actividades culturales que atraigan a un gran número de gente. Sin embargo, se acaba dando una situación paradójica, a saber: el arte resulta accesible a la ciudadanía pero, simultáneamente, las propuestas más vanguardistas suscitan la incomprensión y el rechazo de buena parte del público, ya que no suelen encajar con sus ideas respecto a lo que debe ser el arte. Intentaremos abordar esta temática desde una perspectiva sociológica para intentar desentrañar algunas de sus posibles raíces. Por ello, tomaremos como ejemplo el caso de algunos artistas que, en el momento histórico que les tocó vivir, no sólo no fueron aceptados por eso que denominamos “público”, sino también por otros artistas contemporáneos suyos o por los llamados “críticos”. En ocasiones este rechazo se ha convertido, con el paso del tiempo, en valoración positiva de su obra, ya que se trataba de creaciones que marcaron un giro en el desarrollo de la historia del arte; una innovación o punto de ruptura, en definitiva. Esto nos lleva a la problemática de la aceptación de las novedades generadas por el mundo del arte. En cierto sentido, se puede decir que las artes son las avanzadillas de la cultura, explorando y trazando los caminos por los que ésta podría proceder (Bauman, 2007). Por otra parte, el arte, desde principios del siglo veinte, ha ensanchado tanto sus límites que todo, en él, parece posible, y se hace difícil encontrar criterios de demarcación y juicio. Sin embargo, a nuestro entender, habría que concluir planteando una cuestión adicional, a saber: la de la educación para el arte. Con toda probabilidad, los planes de estudio vigentes son mejorables en el sentido de introducir contenidos en historia y teoría del arte, así como en el conocimiento de las tendencias artísticas contemporáneas, lo que probablemente facilitaría tanto la comprensión como el disfrute de las creaciones artísticas más innovadoras o, incluso, la capacidad de criticar con elementos de juicio el valor de una obra de arte. La estructura de nuestra exposición será la siguiente. En primer lugar, hablaremos de algunos planteamientos que destacan la división existente entre distintos colectivos sociales en cuanto a su “capacidad” de apreciar el arte (o determinados tipos de arte), algo íntimamente relacionado con su 1 posición en la escala social y, por ende, con la educación recibida. En segundo, lugar, plantearemos algunas cuestiones esclarecedoras en torno a la innovación en el campo artístico y a cómo consolidan determinados autores o corrientes artísticas, algo que ilustraremos con casos concretos de incomprensión inicial de propuestas artísticas que acabarían convirtiéndose por ser aceptadas por parte, no sólo del público, sino también de otros artistas o de parte de la crítica. En tercer lugar, se hablará de las posibles razones de la “incomodidad” del público ante determinados planteamientos artísticos, lo que también se ilustrará con ejemplos concretos, relacionando tal incomodidad con algunas características del arte moderno. Por último, intentaremos señalar lo útil y enriquecedor que sería contar con una adecuada educación en materia de arte desde la escuela. 1. Arte y privilegio Una reflexión clásica en torno a la existencia de una “brecha” entre el artista y el público es la de Ortega y Gasset que, en “La deshumanización del arte” señala un fenómeno sociológico que está teniendo lugar en torno a 1924-25, a saber: la impopularidad de las nuevas artes (pintura, música, poesía y teatro) que tienen en común ciertos valores estéticos. Según Ortega, este tipo de arte genera una división de la sociedad en dos grupos antagónicos: un reducido número de personas a favor (porque lo entienden) y un sector mayoritario y hostil, que no es que rechace el nuevo arte porque no le guste, sino porque no lo entiende. En parte, la irritación de la masa radica en que se pone en evidencia que este tipo de arte no es para todo el mundo, sino que se trata de un “arte de privilegio”: “la mayoría de la gente es incapaz de acomodar su atención al vidrio y transparencia que es la obra de arte; en vez de esto, pasa a través de ella sin fijarse y va a revolcarse en la realidad humana que en la obra está aludida. Si se le invita a soltar esta presa y a detener la atención sobre la obra misma de arte, dirá que no ve en ello nada, porque, en efecto, no ve en ella cosas humanas, sino sólo transparencias artísticas, puras virtualidades” (Ortega y Gasset, 2003: 54). “El arte nuevo es un arte artístico”, añade, queriendo con ello decir que estamos ante un objeto que sólo puede ser percibido por quien posea el don de la sensibilidad artística, a diferencia del arte del siglo XIX, que era realista y reducía al mínimo lo puramente estético; por ello, precisamente, era tan popular. La ruptura que tiene lugar respecto de la tradición no es un capricho, sino la emergencia de un nuevo “sentido del arte” y es el resultado inevitable de la evolución artística anterior. Precisamente, eso que Ortega llama “deshumanización del arte” y que consiste en “lograr construir algo que no sea copia de lo 'natural' y que, sin embargo, posea alguna sustantividad, implica el don más sublime” (Ortega y Gasset, 2003: 65). Sobre algunas de las características del arte moderno que 2 tan incomprensible lo hace a los ojos de buena parte del público volveremos más adelante, pero ahora queremos incidir en lo lúcida que fue la observación que este tipo de arte genera una división en la sociedad. Tal división parece haberse mantenido, tal y como ponen de manifiesto algunos estudios estadísticos, como el realizado por el Ministerio de Cultura en España (1985), que muestra una relación directa entre la participación del público español en actividades culturales y artísticas, y el nivel de estudios de los encuestados. En este estudio no están contempladas apenas las variables de clase social, pero son enormemente importantes, como demostraron Pierre Bourdieu y Alain Darbel en los años sesenta en un conjunto de encuestas orientadas a estudiar el perfil sociológico de los visitantes a un grupo de museos de Francia, Grecia, Holanda, Polonia y España. La proporción de personas que tenían estudios secundarios o superiores se situaba alrededor del 75%. El desigual interés por el arte es un aspecto más de las desigualdades sociales y de educación, como también lo son los tipos de gustos y de disposición estética. Así, en La Distinción, Bourdieu mostraba cómo las personas pertenecientes a las clases cultivadas tenían más posibilidades de saber apreciar algo específicamente estético porque habían “aprendido” a hacerlo. El hecho de que la pintura moderna “guste” más a las clases cultivadas que a las populares guarda, sin duda, relación con esto, aunque en la obra de Bourdieu también se plantea un tema de gran interés, que obliga a relativizar el éxito masivo de un evento artístico, y es que éste conlleva un reconocimiento por parte de las clases dominadas de los valores de las dominantes. Sin embargo, a nuestro entender, la iniciativa de las élites a la hora de promover gustos y costumbres no agota el tema. Tanto en la creación como en la difusión artística participan otros agentes. Además, existe una producción artística que no forma parte de la clase dominante y de la alta cultura. De hecho, la llamada cultura de masas no se vincula directamente a una clase o grupo social concreto, ya que se trata de una cultura consumida por un público heterogéneo (Furió, 2000). La innovación en los mundos del arte Para dar un paso más en la comprensión de la incomodidad que a veces suscitan determinados planteamientos artísticos no sólo por parte del público masivo, sino en ocasiones por parte de personas a las que se puede considerar como versadas en materia de arte, nos vamos a detener en el tema de cómo se producen y difunden las innovaciones en el campo artístico. A nuestro entender, un planteamiento de primera línea es el de Howard S. Becker (2008). Según este autor, los mundos del arte cambian constantemente, surgiendo nuevos mundos. Pero este cambio se desarrolla organizacionalmente; esto es: “la historia del arte se relaciona con los innovadores que obtuvieron 3 victorias organizacionales, que lograron crear en torno de sí el aparato de un mundo de arte y movilizar suficiente gente para una cooperación regular que respaldara y extendiera sus ideas” (Becker, 2008: 338). Muchos de los casos de rechazo inicial de determinadas obras o planteamientos artísticos pertenecen a esta categoría de obras de arte. Hablando acerca del cambio Becker (2008: 340-341) emplea la metáfora “deriva”. Si pensamos en una tradición artística como una serie de soluciones a un problema, vemos que tanto las soluciones como el problema van cambiando de forma gradual para, posteriormente, cambiar de forma sustancial. Los cambios, que en un primer momento resultan sorprendentes, acaban por encontrar un lugar en la práctica convencional. Los mundos del arte no definen la deriva como cambio porque no exige ningún tipo de reorganización dentro de sus capacidades cooperativas. Sin embargo, otras innovaciones sí exigen que algunos participantes aprendan a hacer las cosas de otra forma, lo que a veces es incómodo y amenaza sus intereses. Cuando las innovaciones interrumpen los modelos habituales de cooperación pueden implicar algo similar a eso que Thomas Kuhn (1962) llama “revolución”. Las innovaciones revolucionarias, que implican cambios en el lenguaje del arte, afectan a las redes de cooperación de éste. Ocurre así con movimientos artísticos como el impresionismo o el cubismo, que obligaron al público a aprender a responder a lenguajes no familiares y a experimentarlos de manera estética. Toda convención implica una estética que hace de lo que es convencional la pauta de la efectividad y belleza del arte. “Dado que la gente experimenta sus creencias estéticas como naturales, adecuadas y morales, el ataque a una convención y su estética también ataca a una moral” (Becker, 2008: 343). También, añade este autor, ataca a un sistema de estratificación, puesto que las tradiciones y costumbres crean estatus. De este modo, se podría decir que “los innovadores en los mundos del arte están en guerra con los sistemas jerárquicos existentes en los mundos cuyas convenciones atacan e intentan reemplazar” (Becker, 2008: 343). Es decir, si una nueva convención exige competencias que no se tienen, no sólo se está atacando una estética, sino también una posición en el mundo del arte. “Resisto lo nuevo porque me resulta desagradable en términos estéticos y, por tanto, moralmente reprobable, y porque puedo salir perdiendo si reemplaza lo viejo” (Becker, 2008: 344). Este planteamiento puede ilustrarse con unos comentarios de Leo Steinberg (2004) en torno a varios casos en los que la indignación ante una obra de arte innovadora no procedía de eso que denominamos “público”, sino de otros artistas. Así, en 1906 Matisse expuso una pintura, Le bonheur de vivre (La alegría de vivir), que mostramos a continuación y fue una de las grandes pinturas de ruptura del siglo XX, pero enfureció al público. El más indignado era Paul Signac, destacado pintor moderno comprometido con la vanguardia. Un año más tarde, Matisse resultó ser 4 el indignado. Sucedió al contemplar un cuadro de Picasso, Les demoiselles d´Avignon (Las señoritas de Avignon). Ahora sabemos que ésta también sería considerada como obra de ruptura del arte contemporáneo. Como señala Steinberg, fueron pintores (en su mayoría académicos) quienes cerraron las puertas de los salones a Courbet, a Manet, a los impresionistas y a los postimpresionistas. Pero no sólo los pintores académicos defienden sus cánones establecidos de las nuevas formas de la pintura. También los que lideran un movimiento artístico revolucionario pueden indignarse frente a un nuevo punto de partida; probablemente, esto fue lo que le pasó a Matisse en 1907 frente a lo que llamó “el fraude de Picasso”. En efecto, Matisse se opuso al primer cubismo. Como jurado del vanguardista Salón de Otoño, rechazó en 1908 los nuevos paisajes de Braque, del mismo modo en que en 1912 los cubistas rechazarían la obra de Duchamp Nu descendant un escalier (Desnudo descendiendo una escalera). “Cualquiera puede volverse académico en virtud de aquello que rechaza”, comenta al respecto Steinberg. Continuando con Becker, ¿qué sucede cuando un planteamiento artístico triunfa? Se construye entonces una versión más o menos oficial de su historia, ignorando buena parte del trabajo producido en el pasado y concentrándose en productores y trabajos que encarnan la estética que se considera apropiada. “Luego de crear las condiciones para que emerja un abundante cuerpo de trabajo, trabajo que pueden hacer y apreciar personas que no pertenecen a la cultura local que lo generó, los que participan en un nuevo mundo de arte desarrollan las organizaciones e instituciones que lo identifican como arte y no como algunas de las otras cosas que podría ser. Luego pueden afirmar ante los miembros de otros mundos de arte que lo que hacen es arte, tras lo cual todo el aparato puede incorporarse a lo que la sociedad acepta como arte” (Becker, 2008: 382). En relación con este problemática está un tema al que este autor concede gran importancia, que es el de la “reputación”. Menciona un experimento que hizo un famoso escritor, a saber: publicó obras con un pseudónimo y descubrió que su nombre, Trollope, creaba cualidades literarias que, a aparentemente, no eran discernibles de otro modo. Esto es: si sabemos que una persona que consideramos que tiene una capacidad superior hizo un trabajo, le prestaremos más atención y le acabaremos concediendo más valor. Pero esto está sujeto al cambio. “En todos los niveles, la reputación se desarrolla por medio de un proceso de creación de consenso en el mundo de arte relevante. Como todas las formas de consenso, el consenso relacionado con la reputación en todo nivel cambia con el tiempo. Los medios básicos se convierten en medios nobles, el mejor trabajo del siglo XX se ve reemplazado por un nuevo descubrimiento (como pasó con los grandes trabajos de siglos anteriores), los géneros caen en desgracia y los artistas a los que se consideraba de 5 segunda línea ascienden cuando caen las estrellas” (Becker, 2008: 396). Para que las reputaciones surjan y persistan los críticos establecen teorías del arte y criterios de distinción del buen arte. Como afirma Arthur Danto (2002) , para ver algo como arte hay algo que el ojo no puede descubrir: una atmósfera de teoría artística, un conocimiento de la historia del arte. Eso es: “los profesionales especializados –críticos y filósofos– crean sistemas estéticos defendibles en términos filosóficos y organizados de forma lógica, y la creación de sistemas estéticos puede convertirse en una industria importante por derecho propio” (Becker, 2008: 163). Una estética demuestra –sobre bases generales que se sostienen con un éxito que le da validez– que lo que hacen los miembros del mundo del arte pertenecen a la misma categoría que otras actividades que ya disfrutan de las ventajas de ser “arte”. El título “arte” es un recurso que es a la vez indispensable para los productores del trabajo ya que, si se quiere hacer eso que se llama arte, haya que conseguir que el sistema estético en vigencia afirme que lo que hacen es arte. Desde un punto de vista estético, la labor del crítico ha sido fundamental para ampliar el conocimiento público del arte y para ahondar en sus perspectivas. Pero hay otra faceta que no conviene ignorar: dado el actual sistema de comercialización estética, el crítico, del mismo modo que el marchante, ejerce una presión esencial en la valoración de artistas y obras. Y así, tanto críticos como marchantes, indispensables para la independencia del artista, se erigen en albaceas y árbitros de las preferencias estéticas del público (Argullol, 1996: p. 259-260) El arte contemporáneo y la incomodidad del público Recientemente, Laura Revuelta, en un artículo titulado “La mala reputación del arte”, publicado en ABC Cultural (16/III/2013), comentaba críticamente un libro de Will Gompertz titulado ¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos, que pretende dar razón al público que se indigna ante lo que denominan “estafas”. Este rechazo casi crónico hacia el arte moderno lo explica a la perfección Steinberg (2004): “Ningún estilo de los últimos cien años ha conservado por mucho tiempo su inaceptabilidad original, lo que nos llevaría a sospechar que el rechazo inicial de muchas obras modernas fue un mero accidente histórico”. “Pero algo, sin embargo, no ha cambiado: la relación de cualquier arte nuevo –mientras es nuevo– con su momento. O, para decirlo de modo inverso: cada momento de los últimos cien años ha producido su propio arte de ruptura, de manera que toda generación, desde Courbet en adelante, ha intentado generar el malestar típico del arte moderno. Es por lo tanto un gran error, en este sentido, afirmar que el desconcierto que produce un estilo nuevo no importa demasiado porque se desvanece pronto. Su efecto perdura, en realidad; nos ha acompañado desde hace un siglo. El estremecimiento de dolor que provoca el arte moderno, 6 de hecho, es una suerte de adicción que se ha vuelto normal y que he llamado ‘la incomodidad del público’ ”. A continuación nos explica en qué consiste esa incomodidad. “Hay un sentimiento de pérdida, de exilio repentino, de algo que se nos niega a sabiendas; la sensación, a veces, de que la cultura o la experiencia que hemos acumulado se devalúa sin remedio, librándonos a un estado de desposesión espiritual, una experiencia que puede golpear al artista con más dureza que al amateur. Esta sensación de pérdida o confusión se describe muy a menudo como un simple fracaso en la apreciación estética o una incapacidad para percibir los valores positivos de una experiencia novedosa”. “En otras palabras, está en la naturaleza del arte contemporáneo original presentarse como un serio riesgo. Y nosotros, el público –incluidos los artistas– deberíamos enorgullecernos de enfrentar este dilema, porque ninguna otra experiencia podrá parecernos tan real y verdadera; se supone que el arte, después de todo, es un espejo de la realidad”. En la misma línea, Rafael Argullol (1996: 101-103) considera que las rupturas estilísticas dan personalidad al arte contemporáneo e indican el itinerario de sus múltiples crisis. La primera de estas rupturas es el impresionismo, movimiento que busca un lenguaje nuevo basado en un naturalismo extremo y subjetivo. La imitación de la realidad es interpretada con una radicalidad sin precedentes, ya que se considera que la representación artística no debe ser mediatizada ni por la imaginación ni por la razón, sino que tiene que trasladar a la obra las impresiones impregnadas en los sentidos. Por su parte, el expresionismo, primera vanguardia del siglo XX, arremete contra los fundamentos estéticos del impresionismo, pretendiendo justamente lo opuesto: “un arte que, más allá de lo aparente, sepa mostrar los móviles esenciales del alma humana”, desconfiando de los sentidos. Tras el expresionismo se hace más notoria la escisión entre el arte (volcado hacia el subjetivismo y la intuición) y las corrientes básicas de la civilización occidental, vertebradas aún alrededor del a razón científica y la fe en el progreso. Los sucesivos “ismos” (cubismo, dadaísmo, surrealismo, abstraccionismo) tienen en común la subversión de los vínculos habituales entre el plano lingüístico y el temático. Los cubistas buscan descubrir formas interiores, ocultas a los sentidos. Los surrealistas liberan el mundo de los sueños y potencias oníricas. Por su parte, los abstraccionistas prescinden del entorno exterior para atenerse a las sugerencias de la intuición. En todas ellas hay un rasgo compartido: “la desconfianza en el ritmo histórico de nuestra civilización y el ahondamiento en un subjetivismo que, ajeno a aquel ritmo, se debate, cada vez con menos posibilidades, por hallar nuevas formulaciones lingüísticas capaces de mantener un arte cuyas relaciones con el mundo real son sensiblemente conflictivas” . Veamos a continuación con algo más de detalle algunos casos de un rechazo que, por lo que parece ser, parece endémico en el arte contemporáneo. De hecho, la fuerte incomprensión y hostilidad del 7 público hacia grandes artistas del siglo XIX como Courbet, Manet, los impresionistas, Gauguin, Seurat o Van Gogh constituyen un fenómeno nuevo en la historia del arte (Haskell, 1987). Edouard Manet constituye un caso paradigmático de incomunicación entre un artista innovador y su época. Son muy conocidos los escándalos que provocaron la exhibición del Déjeuner sur l'herbe y de la Olympia. Se le criticó por su falta de técnica y por su vulgaridad, e incluso provocaba hilaridad. Años más tarde, una obra titulada Nana, cuya protagonista era una prostituta, fue rechazada por inmoralidad. También se ha hablado mucho de la reacción negativa ante las obras de los impresionistas por buena parte de la crítica y del público. De la misma manera que éstos se dieron a conocer organizando exposiciones colectivas al margen de los salones, la Armory Show, célebre exposición de arte contemporáneo celebrada en Estados Unidos en 1913, también fue organizada por un grupo de artistas que no estaban de acuerdo con las restringidas exposiciones de la National Academy of Design. Si bien el objetivo de la muestra era dar a conocer el arte norteamericano y algunos clásicos del arte europeo como Ingres, Delacroix, Courbet o los impresionistas, los artistas sobre los que recayó más la atención fueron Cézanne, Matisse, Picasso, Picabia y Duchamp-Villon (Furió, 2000). En general las críticas fueron negativas y se pueden distinguir tres tipos de reacciones. Una de ellas se basaba en motivos estéticos. Se decía que pintores como Cézanne y Van Gogh no conocían el oficio. Otro grupo de reacciones se caracterizó por el deseo de ridiculizar. Un tercer tipo de reacción fue de indignación moral; así, algunos desnudos de Matisse y Gauguin fueron considerados como indecentes y obscenos. Las reacciones positivas, más que entrar en cuestiones estéticas invocaron a los derechos al individualismo y destacaron el coraje de los artistas, su independencia personal. Lo más interesante es que el tipo de obras más criticadas fueron las que con el tiempo constituirían el principal modelo de arte. Es decir, que a pesar de las críticas, polémicas y burlas, esta exposición modificó las actitudes norteamericanas sobre el arte y contribuyó a introducir el arte moderno en este país (Furió, 2000). Efectivamente, los públicos cambian. Como señala Gombrich (1989), ha tenido lugar una radical transformación que ha llevado a que buena parte de todo lo que es nuevo y experimental resulte aceptable para buena parte de prensa y público. Natalie Heinich (1998b) ha estudiado con detalle los graffiti que fueron escritos en el pie de la obra de Daniel Buren Les deux plateaux, consistente en una serie de columnas a diferente altura instalada en el patio de honor del Palais Royal de París y otros similares, destacando que la mayor parte de las expresiones críticas se podían agrupar alrededor de: la defensa de la pureza y de la integridad del lugar y del patrimonio histórico, la queja por la falta de calidad estética de la obra, la negación de su carácter artístico y la consideración de que se malgastaba dinero público a favor de un arte elitista. 8 En este caso hay un desajuste entre los registros de valor que operan en el mundo ordinario y los del mundo del arte. Además, las reacciones en contra no siempre obedecen a los mismos motivos, como ocurre con la exposición de 1990 de Robert Mapplethorpe, rechazo principalmente debido a la moral sexual. Es decir, no hay que tener solamente en cuenta las características de la obra de arte y el tipo de público descrito desde el punto de vista de la educación o clase social, sino también la particular situación histórica y cultural en la que se presenta la obra (Furió, 2000). Según Heinich (1998), en el arte contemporáneo a menudo ha sido la voluntad de provocación del artista la que se ha dirigido al público. La transgresión de los límites ha sido una de las principales características del arte de vanguardia, y el rechazo una de las formas más masivas de reacción. La voluntad transgresora lleva implícita la eventualidad de rechazo, lo que viene a decir que las reacciones negativas forman parte de las reglas del juego. En general, los artistas y críticos aceptarán antes las innovaciones que el gran público, sin olvidar que una obra avanza en su proceso de aceptación tanto porque encuentra compradores, y porque comisarios de exposiciones o conservadores de museos deciden exponerlas. Las motivaciones que impulsan el reconocimiento de una obra de arte son, por tanto, diversas: estéticas, económicas, políticas, y simbólicas. A pesar de esta conexión entre la obra y su público, la recepción, al no ser una parte pasiva en el proceso sino activa que proyecta sus particulares filtros personales y socioculturales, varía. De hecho, el concepto de público artístico es impreciso (Furió, 2000), designa una realidad diversa y variable, por lo que, al igual que hablábamos de “los mundos del arte”, habría también que hablar de “los públicos del arte”. Uno de los motivos de rechazo guarda relación con la percepción de que determinado tipo de obras son fáciles de realizar y, por tanto, carecen de un mérito artístico apreciable a pesar de lo cual se paga mucho dinero por ellas. Con pocos años de diferencia, dos pinturas de Barnett Newman, Quién teme al Rojo, Amarillo y Azul IV y Quién teme al Rojo, Amarillo y Azul III fueron malogradas a golpes y cuchillazos, la primera en la Nationalgalerie de Berlín y la segunda en el Stedelijk Museum de Amsterdam. En los dos casos parece que el alto precio que los museos pagaron por estas obras de aparente simplicidad formó parte de los motivos de los agresores (Gamboni, 1997). Veamos a continuación cómo se expresa Barnett Newman en relación a su pintura: “Si mi obra fuese adecuadamente entendida, sería el fin del capitalismo estatal y del totalitarismo. Porque en la medida en que mi pintura no era una combinación de objetos, ni una combinación de espacios, ni una combinación de elementos gráficos, era una pintura abierta, en el sentido de que representaba un mundo abierto; en esa medida yo creía, y todavía creo, que mi obra desde el punto de vista de su impacto social denota la posibilidad de una sociedad abierta, no de un mundo institucional cerrado, sino de un mundo abierto” (Newman, 2006). De hecho, este pintor participó activamente en los 9 debates artísticos de su época. Por ejemplo, criticó Embattled Critic de John Canaday, una colección de controvertidas columnas de prensa del crítico de arte de el New York Times. Aunque Canaday había criticado fuertemente el arte de vanguardia, era conocido por su indiscriminado desprecio hacia artistas, críticos, coleccionistas y expertos del arte americano contemporáneo a los que calificaba de “estafadores, avariciosos, lacayos y pobres incautos”: “Pero debería tenerse en cuenta que este movimiento sin duda es parte de un movimiento general, perceptible en todo el mundo, que pretende romper y degradar si no destruir no sólo el arte sino la literatura y también la sociedad”. Así hablaba Canaday del Armory Show el 16 de marzo de 1913 en el New York Times. (Newman (2006: 104-108) defiende este arte con argumentos contundentes: “Se ha acusado al arte moderno de ser abstracto, intelectual. También lo son la teoría de Einstein, la teoría cuántica, la teoría cósmica. Sin embargo han cautivado la imaginación del mundo. Nadie proclama que deberían ser abandonadas por las teorías tradicionales de la ciencia popular. ¡Por supuesto, el arte moderno es abstracto, intelectual! Es la expresión del espíritu del hombre” . “Estos artistas están haciendo lo que parece imposible, expresar sentimientos y pensamientos con formas abstractas y espacio plano”. Este pintor parece totalmente consciente de las posibilidades revolucionarias del nuevo arte, y de su potencia para revolucionar la percepción y la vida de las personas. Esta visión sintoniza con la obra de estudiosos como Erwin Panofsky, que pone en evidencia en qué sentido el arte puede ser revelador de visiones del mundo o formas simbólicas. También Pierre Francastel (1970) apunta a la relación entre la construcción del espacio plástico a través de la mirada de los pintores y la relación del conjunto de la sociedad con el espacio. 4. Concluyendo: en torno a la necesidad de una educación para el arte Volvemos ahora al plantemiento de Bourdieu, en concreto a su concepto de habitus de clase, algo producido y re-producido en una serie de condiciones sociales y materiales de existencia, y que está unido a una determinada posición social. A cada posición social distinta le corresponden distintos universos de experiencias, ámbitos de prácticas, así como categorías de percepción y apreciación. Existen dos modos de constitución de los habitus: la educación primera (implícita en las prácticas sociales en que participa el niño) y el trabajo pedagógico (la acción escolar). La cultura escolar no es solamente un código y un repertorio común de respuestas a problemas recurrentes, sino un conjunto compartido de esquemas fundamentales a partir de los cuales se articulan una infinidad de esquemas aplicados a situaciones particulares. La escuela tiene, además de esta función de integración lógica, la función de la distinción. La cultura que trasmite separa a los que la reciben del 10 resto de la sociedad por un conjunto de diferencias sistemáticas: los que se han apropiado de la cultura trasmitida por la escuela disponen de un sistema de categorías de percepción, de lenguaje, de pensamiento y de apreciación que les distingue de los que no han conocido este aprendizaje. Parece claro, entonces, que un entrenamiento en materia de estética es tan importante como el entrenamiento del intelecto en otras disciplinas, y por tanto que es necesario una introducción del criterio estético en la vida escolar. Esto es lo que afirmaba Herbert Read (1943), defensor a ultranza de la educación artística en los planes de educación general. Umberto Eco (1968) no tiene una visión negativa de la existencia de distintos tipos de consumo cultural, pero señala que el problema surge cuando la cultura de masas es la única opción. Por ello, para Eco, es importante intervenir en la educación para aumentar el número de personas que pueden participar de la cultura más elaborada. También Gombrich (1984) se queja de las carencias del sistema educativo en materia de educación artística, por lo que considera conveniente que desde la infancia se tenga la posibilidad de entrar en contacto con el arte. Más recientemente, Rudolf Arnheim (1989) ha insistido en en que ver es pensar y pensar es ver. El arte no sólo es importante por la información que transmite, sino porque enriquece nuestra sensibilidad sino porque ayuda a aprender a pensar productivamente en cualquier campo. Además del sistema educativo, existen instituciones con responsabilidad a la hora de facilitar la apreciación del arte por parte de la ciudadanía, como son los museos. De hecho, muchos de ellos fueron crearon con la intención de “civilizar”, de fomentar la apreciación de la belleza y calidad entre las personas corrientes. En Estados Unidos, un proyecto ejemplar fue “Cultura en acción”, que llevó el arte a calles y barrios de la ciudad de Chicago. Años antes, el “situacionismo internacional”, movimiento europeo de influencia marxista de finales de los cincuenta y años sesenta, que tenía como meta derrocar a las elites y a los intelecuales, realizaba teatro callejero y gestos de estilo dadá. El “Arts and Crafts Movement”, impulsado en Inglaterra, se proponía enaltecer las experiencias cotidianas de la gente aportando belleza a su entorno estético habitual (Freeland, 2001). Como afirma acertadamente Cynthia Freeland (1991: 133): “La hostilidad a la asociación de las bellas artes con los procesos normales del vivir es un comentario patético, incluso trágico, sobre la vida tal y como se vive habitualmente. Sólo porque la vida está por lo general tan atrofiada, abortada, sea tan laxa o esté tan pesadamente cargada, se tiene la idea de que hay algún intrínseco antagonismo entre el proceso de vivir normal y la creación y el goce de las obras de arte estéticas”. Las obras de arte poseen propiedades intrínsecas que actúan sobre las emociones de los que las reciben y sobre sus categorías cognitivas, validando o cuestionando las clasificaciones mentales, 11 explorando posibilidades perceptivas, trazando el camino de las experiencias sensoriales, de los marcos perceptivos y de las categorías evaluativas que permiten asimilarlas. Por ejemplo, la pintura actúa sobre la representación del mundo que nos rodea, que adquiere otra composición en la mirada a la luz de las formas artísticas. Más concretamente, el arte contemporáneo destruye las categorías cognitivas que permiten construir un consenso sobre lo que es el arte. Al haber una transgresión sistemática de las frontera mentales y materiales entre arte y no arte, las propuestas de los artistas contemporáneos implican una espectacular ampliación de la noción de arte al mismo tiempo que un corte más marcado entre iniciados, que integran esta ampliación a su estado mental, y profanos, que reaccionan reafirmando los límites del sentido común (Heinich, 2002: 99) . Con toda probabilidad, no hay una sola explicación verdadera de la “aportación” cognitiva que hace una obra de arte, si bien unas interpretaciones funcionan mejor que otras al ser razonadas y verosímiles, y al reflejar un conocimiento de fondo y unos criterios para el debate. Por ello, y de forma complementaria a una formación artística dentro del sistema escolar, la interpretación especializada seguirá siendo esencial para la fortuna comunicativa del arte, desempeñando un importante papel en la formación de nuevos artistas. Los análisis artísticos ayudan a explicar el arte: no para decirle al público lo que tiene que pensar, sino para permitirle ver la obra y responder a ella mejor (Freeland, 1991: 184). Bibliografía Argullol, Rafael (1996), Tres miradas sobre el arte, Barcelona, Ediciones Destino. Alvarez Uría, Fernando y Varela, Julia (2008 ) Materiales de sociología del arte, Madrid, siglo XXI. Ariño, Antonio (2000), Sociología de la cultura, Barcelona, Ariel. Arnheim, Rudolf (1989), Consideraciones sobre la educación artística, Barcelona, Paidós Ibérica. Bauman, Zigmunt (2007), Arte, ¿líquido? Madrid, Sequitur. Becker, Howard S. (2008), Los mundos del arte. Sociología del trabajo artístico, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes Editorial. Benjamin, Walter (1973), Discursos Interrumpidos, Madrid, Taurus. Benjamin, Walter (2000), El autor como productor, México, Itaca, 2000. Bloor, David (2003), Conocimiento e imaginario social, Barcelona, Gedisa. 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