Kurt Cobain: Adiós al macho

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Kurt Cobain: Adiós al macho
Carlos Bouza :: 04/08/2015
Cobain logra introducir un puñado de oscuras reflexiones sobre la alienación, el abuso sexual o
el machismo en los canales musicales de mayor audiencia
En 1991, un hombre de 24 años llamado Kurt Cobain trastocó la industria musical al convertir su
disco ‘Nevermind’, un fragmento de cultura punk rock, en un éxito millonario. El fenómeno hizo real
una idea tan poderosa que parecía inconcebible: de la noche a la mañana, una estrella del rock
masculina que pulverizaba todos los clichés de las estrellas del rock masculinas, se deslizaba con un
mensaje feminista, antirracista y anti-homófobo en la conciencia de toda una generación.
La voz de Kurt Cobain suena neutra y
desafectada a través de la grabadora,
como si su confesión perteneciese a
otra persona, y no al adolescente
asediado que él mismo había sido años
atrás: “Para una sociedad que celebra
las hazañas sexuales del hombre
macho, yo era el inmaduro, el
hombrecito que nunca tuvo sexo, y me
hostigaban por ello”. Kurt tiene
dieciséis años y, con frecuencia, miente
a sus amigos, alardeando de una serie
de encuentros sexuales que nunca
llegan a producirse.
Hasta que una tarde, con las hormonas borboteando, el futuro líder de Nirvana se desliza en casa de
una chica discapacitada y comienza a manosearle los pechos, dispuesto a perder su virginidad de
forma drástica. De pronto, se ve invadido por una sensación de abatimiento: “Intenté tirármela, pero
no sabía cómo. Me empezó a dar asco su olor corporal, así que me largué”. Pese a no haber podido
consumar el coito, la doble humillación (el autodesprecio por su falta de determinación, los
remordimientos tras el abuso infligido) le perseguiría durante el resto de su vida.
El episodio, registrado en los diarios del músico y reproducido por él mismo en una grabación
exhumada en el documental ‘Cobain: Montage Of Heck’ (Brett Morgen, 2015), marca un punto de no
retorno en la existencia de Kurt: es el inicio de un lento repliegue en sí mismo, que precipita su
definitivo exilio mental de una ciudad cuya rudeza le había convertido en un torbellino de ira y
miedo.
En una posterior hoja promocional destinada a presentar el álbum ‘Bleach’ (1989), el debut
discográfico de Nirvana, Cobain recordaría Aberdeen (Washington) como una comunidad
“compuesta mayoritariamente por madereros ignorantes y fanáticos, mascadores de tabaco,
cazadores de venado y homófobos”. Allí crece aterrado por un ambiente de masculinidad brutal que
comienza en el instituto, donde sus compañeros le persiguen por su supuesta homosexualidad, y se
extiende hasta los varones de su familia: un abuelo que “solía contar chistes racistas” y un padrastro
que, ante la infrecuencia con la que Kurt lleva a chicas a casa, le arenga diariamente con la idea de
que “un hombre necesita ser un hombre y actuar como tal”.
Poco a poco, el adolescente comienza a defenderse del mundo con las pocas armas que tiene a su
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alcance: llenando la ciudad de pintadas que brotan como úlceras (la más famosa, ‘Dios es gay’, sería
recuperada años después en la canción de Nirvana ‘Stay Away’), y acribillando sus cuadernos con
reflexiones y dibujos que reflejan un estado de aislamiento cada vez mayor.
Esos cuadernos, publicados parcialmente bajo el nombre de ‘Diarios’ (Mondadori, 2003), se integran
con naturalidad en el conjunto de una obra que debemos entender, ante todo, como la gran tentativa
de Cobain de transformar su marginación en arte. En una de las páginas, con estilo tosco e
inflamado, Kurt esboza un cómic protagonizado por Mr Moustache: un personaje rudo y primitivo
que sintetiza a todos los paletos que tanto le atemorizaban en Aberdeen. En la primera viñeta, Mr.
Moustache se acerca al vientre de su mujer embarazada y expresa sus deseos: “¡Hijo mío! El chico
será todo un hombre. ¡Mira qué fuerza tiene en esas piernecitas! ¡Este va para futbolista!”. De
pronto, Mr. Moustache se enciende: “Más vale que no sea una asquerosa niñata. ¡Quiero un macho
americano de carne 100% pura, honrado, trabajador, y que odie a los judíos, a los hispanos, a los
negros y a los maricones! Le enseñaré a arreglar coches y a aprovecharse de las mujeres”. En la
penúltima viñeta, el personaje se transforma de nuevo en un falso amasijo de ternura (“Ahhh, mira
qué patadas da con esas piernecitas tan fuertes”), antes de que el feto responda a sus anhelos de
forma determinante: propinándole un enérgico y resolutivo puntapié en la cara.
Otras muchas anotaciones, en especial las que tienen que ver con su incipiente interés en el
feminismo, proceden ya de su nueva vida en Olympia (Washington), hacia donde Cobain escapa en
1987, tratando de borrar cualquier rastro de su paso por Aberdeen. En esta pequeña ciudad
universitaria, donde el punk rock florece dentro de una escena tan reducida como entregada, Cobain
entra en contacto con las mujeres que están empezando a sentar las bases del movimiento riot grrrl:
una intensa corriente que, estimulada por la ética punk, lucha colectivamente por el
empoderamiento femenino, partiendo de la intervención activa de las chicas en la música rock.
El día en que Kurt conoce a Tobi Vail, impulsora del destacado fanzine riot Jigsaw e inminente
cofundadora de la banda Bikini Kill, se siente tan abrumado por la solidez de su discurso (y por su
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inabarcable colección de discos) que acaba vomitando de puro nerviosismo. Poco tiempo después,
con ambos unidos en una fugaz relación de pareja, los diarios de Kurt revelan ya la intensa
construcción del icono feminista que hoy conocemos.
La inspiradora influencia intelectual de Tobi y otras riot, como Kathleen Hanna, se hace patente en
las abundantes listas de discos favoritos elaboradas por Cobain, que comienzan a llenarse de
referencias hacia el pop femenino, subterráneo y de vanguardia facturado entre los años 70 y 80:
The Raincoats, The Slits, Marine Girls. Además, la conciencia del músico parece estallar en
cualquier página, en cualquier rincón: “La gente no puede negar ningún ismo ni pensar que hay
unos más subordinados que otros. Salvo el sexismo. Él manda. Él decide. Sigo pensando que, para
que se desarrollen los demás ismos, hay que poner al descubierto el sexismo”. O: “Me tranquiliza el
consuelo de saber que las mujeres son generalmente superiores y por naturaleza menos violentas
que los hombres. Me tranquiliza el consuelo de saber que las mujeres son el único futuro del
rock’n’roll”.
En enero de 1992, tras fulminar a Michael Jackson en el Top 1 de la lista Billboard con el álbum de
Nirvana ‘Nevermind’ (1991), Kurt Cobain se convierte en una de las dos estrellas del rock
masculinas más famosas de los EEUU. La otra es Axl Rose, el líder de Guns N’ Roses, una banda
ultraconservadora que encarna todavía los valores más feroces del reaganismo. La tensión entre
ambos no tarda en estallar públicamente, escenificando un conflicto en el que se difuminan los
límites de lo personal y lo político: ante Cobain, convertido ya en el eventual portavoz de la juventud
azotada por el neoliberalismo salvaje de las administraciones de Reagan y Bush, Axl se presenta
como una ampliación monstruosa de todos los matones de Aberdeen: la metáfora de una
Norteamérica de pesadilla. Tanto que la simple idea de compartir una audiencia común comienza a
aterrarle.
Sin embargo, los discos superventas que ambos entregan casi al mismo tiempo no pueden ser más
opuestos. Con ‘Use Your Illusion’ (1991), un doble álbum barroco y desmesurado, Guns N’ Roses
persisten en la tradición del rock androcéntrico, con canciones que acolchan a las mujeres entre
algodones románticos o las presentan como simples bitches. Al mismo tiempo, Cobain logra algo que
hasta el momento parecía improbable: introducir un puñado de oscuras reflexiones sobre la
alienación, el abuso sexual o el machismo en los canales de difusión musical de mayor audiencia. En
menos de cuatro meses, ‘Nevermind’ alcanza los tres millones de copias vendidas. Hoy lleva más de
treinta y cinco.
El crítico Charles R. Cross, que años después firmaría la biografía definitiva de Cobain (‘Heavier
Than Heaven’, Random House, 2005) recibe el “fenómeno Nirvana” con escepticismo, argumentando
que la banda “tiene audiencia, pero ojalá tuviera un mensaje”. Cross apenas rascaba en la superficie
de ‘Nevermind’ –un gran disco de pop distorsionado, insuflado con el aliento poético de un bicho
raro- sin llegar a percibir que Cobain estaba detectando las llagas adheridas a su época con una
eficacia inédita en sus contemporáneos.
En ocasiones, como en el descarnado terremoto punk de ‘Territorial Pissings’ (“Nunca he conocido a
un hombre inteligente / y si lo era, era una mujer”), el músico se revuelve explícitamente contra el
machismo, reclamando atención hacia el enfoque feminista que tanto le había estimulado en
Olympia. A veces, como en ‘Polly’, una canción abstracta sobre la violación que Kurt había escrito
desde el punto de vista del agresor, su tendencia a los textos oblicuos provoca malinterpretaciones
con consecuencias fatales. ‘Polly’ se basaba en un suceso real ocurrido años antes en Tacoma
(Washington) y desencadenó otro terrible, cuando dos fans de Nirvana asaltaron sexualmente a una
mujer mientras tarareaban la canción, ajenos a la angustia punzante que transmitía la letra.
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