EL ESTADO Y EL MONOPOLIO DE LA FUERZA

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EL ESTADO Y EL MONOPOLIO DE LA FUERZA
El sociólogo alemán Max Weber concibe el Estado como: “aquella comunidad
humana que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es elemento
distintivo), re clama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legíti
ma”.1 Y más adelanta precisa que: “el Estado es una relación de domina
ción de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violen
cia legítima”. Si nos atenemos a estos conceptos podemos deducir que
quien se levanta en armas contra el Estado está cuestionando dicho monopo
lio para alterar o cambiar drásticamente los términos de dominación, pues
quien hace política, como él mismo lo aclara, es porque aspira al poder.
La historia de los hombres está atravesada por la búsqueda de una instancia
de autoridad capaz de colocarse por encima de los asociados que entienden
que sólo de esa manera pueden convivir en paz, mediados por la ley que se
deriva de la delegación de tal función y que la comunidad acata pues sabe
que no hacerlo es caer en el imperio del más fuerte.
El Estado, en sentido hegeliano, es la concreción del espíritu universal, idea
suprema de la Razón y expresión del progreso del género humano,2 es la ins
tancia que tiene el poder de someter al amparo de una ley común los con
flictos particulares de sus miembros. En la larga tarea de construcción del Es
tado, las sociedades se han visto envueltas en conflictos y disputas que na
cen de la precariedad o la pérdida por parte del Esta do de la potestad del mo
nopolio de la violencia o también por el surgimiento de proyectos de sociedad
opuestos.
Para entender lo que quiero plantear a continuación, es preciso advertir que
no debemos confundir Estado con gobierno, éste es en fin de cuentas el direc
tor o conductor de aquel. Por eso, un cambio de gobierno no es necesaria
mente asimilable a un cambio de Estado.
Tomando como punto de referencia las sociedades democráticas podemos
imaginar un cambio de gobierno por la vía electoral no mediado por el cuestio

Publicado en El Literario Dominical de El Colombiano, septiembre 22/02, Medellín.
Webwe, Max, El político y el científico, Alianza editorial, Madrid, p. 82.
2
Véase, Hegel, G. W. F. Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal. Ediciones
de la Revista de Occidente, Madrid, 1974, pp. 100 y ss.
1
1
namiento de la característica esencial del Estado de ejercer el monopolio de
la violencia física legítima. Si lo que pretende una fuerza política determinada
es alcanzar el poder no sólo para cambiar el gobierno sino para instaurar una
nueva legalidad e institucionalidad por medios extralegales, lo que tene
mos es un insubordinación para crear una nueva forma de monopolio
de la violencia.
Si el Estado es la institución de las instituciones puesto que engloba el con
junto de las instituciones que le da condición de existencia a la sociedad po
lítica,3 si entendemos el Estado como idea suprema de orden y como fuente
sine qua non de la convivencia, que evita el desborde de los conflictos y con
jura la idea de justicia por mano propia, no se puede asumir una actitud de in
diferencia o de neutralidad frente a él: se le acoge o se le combate, y esta
no es una disyuntiva maniquea por tratarse de un asunto de capital im
portancia.
Acogerse a él es aceptar su regla de oro: el ejercicio monopólico de la violen
cia física legítima y por supuesto, el conjunto de normas esenciales y de ins
tituciones a través de las cuales se concreta tal ejercicio.
Si en cambio, hay quienes consideran que dicho monopolio en vez de fuente
de legitimidad, de justicia y de regulación, lo es de arbitrariedad, o piensan
que es deseable otro modelo de sociedad y de instituciones, entonces po
drían optar por la rebelión para combatirlo. En la primera opción, a su vez,
hay dos actitudes posibles: la de quie nes al disputar la dirección del Estado
pretenden mantener el estatu quo porque pien san que el Estado está cum
pliendo acertadamente su misión, para ellos la cuestión es dirigir bien la na
ve; y en segundo lugar, la de quienes piensan que el Estado presenta fallas o
grietas en el cumplimiento de sus funciones y por tanto amerita reformas sin
que para tal efecto haya necesidad de cuestionar el monopolio de la fuerza ni
cambiar radicalmente las estructuras e instituciones esenciales a través de
las cuales se materializa el Estado, estas fuerzas las podemos catalogar co
mo o reformistas.
3
Véase, Prélot, Marcel, La ciencia política. Librería y Editorial América Latina, Bogotá,
1979, pp.103 y ss.
2
La teoría política puede sernos de gran utilidad para entender los complejos
problemas de la sociedad colombiana y en particular para orientarnos res
pecto de ciertos asuntos puntuales. Pienso, por ejemplo, en el debate sobre
el rol de los civiles de en el conflicto armado interno.
Dos asuntos que están a la orden del día, el de la neutralidad y el de la con
formación de una red de informantes pueden ser mejor abordados a la luz de
la teoría moderna del Estado y de algunos supuestos compartidos por las co
munidades políticas contem poráneas. Frente al tema de la neutralidad cabe
lanzar como abrebocas la siguiente pregunta: ¿en qué terreno nos ubicamos
frente al Estado colombiano (no frente al gobierno de turno), lo aceptamos o
lo rechazamos? Si lo primero, ¿dónde nos ubicamos?: en el campo de los
defensores del estatu quo o en el de los reformistas? si lo rechazamos, en
tonces cabe la insubordinación.
No hay en este asunto posibilidad de asumir posiciones intermedias o neutra
les como sí las hay cuando los dilemas están referidos a asuntos menos
esenciales. Cuando es el Estado lo que se encuentra en juego, los miembros
de la comunidad política por él abarcados no tienen alternativa. El ciudadano
no puede ser indiferente o neutral en un conflicto armado interno que pone en
juego la vigencia del Estado, porque el Estado cuestionado o el que se pro po
ne como alternativa es, en términos estrictos, la condición de existencia del
individuo como miembro de una comunidad política.
Ahora bien, esa condición de no neutralidad o no indiferencia que debe
asumir el ciudadano no tiene porque traer como consecuencia la participa
ción en las hostilidades bélicas. En las sociedades modernas el ciudadano se
relaciona y cumple sus obligaciones ciudadanas con el Estado por diversos
medios y formas: pagando impuestos, acatando las leyes, denunciando los
crímenes, etc.
Pero, en lo atinente al problema central de la sociedad que es el del con
trol de la violencia y de la aplicación de justicia para garantizar el orden
y la seguridad, ellos delegan en el Estado esas funciones y éste cons ti
tuye para el efecto cuerpos armados (policía, ejército, jueces) que ac
túan con la investidura de agentes públicos responsables). Cuando el
Estado en circunstancias de crisis apela al ciudadano para cumplir las fun
3
ciones que son su razón de ser, se coloca en contravía de su esencia, del
axioma que reconoce al Estado como el único que puede y debe detentar el
monopolio de la fuerza, que es un precepto aceptado por las sociedades
democráticas (no cabe considerar aquí los regímenes totalitarios de izquierda
y de derecha que acostumbran involucrar a los ciudadanos en áreas de
vigilancia y de seguridad con fines protervos).
En este sentido, la idea de organizar una red de informantes civiles al servicio
del Estado, que trata replicar experiencias de otros países, es un mensaje
contradictorio con la política de fortalecer las fuerzas armadas y con la nece
sidad de recuperar el mono polio de la violencia física legítima por parte del
Estado colombiano, la cual le es disputada desde varios frentes y por diver
sos tipos de organizaciones y agentes.
La colaboración de los ciudadanos con su Estado en materia de seguridad,
que es un deber, ha de solicitarse por medios que no conduzcan al equívoco
de que los ciudadanos se vigilen entre sí ni a desnaturalizar las diferencias
entre los agentes estatales y los miembros de la comunidad política.
El cumplimiento de los deberes por parte de los ciudadanos no tendría, en los
marcos de la evolución del Estado contemporáneo, por qué confundirse con
el cumplimiento de funciones militares, pues cuando los Estados requieren
fortalecerse tienen instrumentos que no desvirtúan su naturaleza, como por
ejemplo, el reclutamiento.
El Estado hace valer la diferencia entre sus agentes y los ciudadanos a tra
vés de un acto formal y ritual que es la investidura de autoridad de aquellos,
cosa que no debe hacer con los civiles.
Cabe quizá una excepción en la convocatoria de los civiles a prestar su cola
boración logística y militar con el Estado: cuando se trata de una agresión
extranjera, pues ahí lo que se pone en juego no es ya el Estado cuanto sí
una instancia más elevada: la integridad nacional.
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