1.5. Por qué se construyen los edificios de gran altura • Desde que nació la tipología de los edificios de altura allá en Chicago a finales del siglo XIX, se han argumentado razones de toda índole tratando de justificar su presencia y su escala abrumadora como solución a múltiples problemas urbanísticos dentro del paisaje edificatorio de nuestras ciudades. Indudablemente, los partidarios de los rascacielos encuentran mil y una razones a favor de los mismos y sus detractores, que también existen en un número tal vez mayor que sus defensores, argumentan de igual forma mil y una razones para que no se construyan más, y si fuese posible, intentarían hacerlos desaparecer de la faz de la tierra sin mayores remordimientos, aunque, y esperemos que así sea, lo hagan con métodos más sutiles y civilizados que los empleados por los iluminados de Alá en las “Torres Gemelas” de Nueva York. Trataremos de exponer en este apartado, sin ánimo alguno de agotar el tema, algunas de las razones básicas de los que están a favor y de los que están en contra de esta tipología de edificios; y lo haremos también sin intención alguna de ser objetivos, puesto que nosotros somos unos claros partidarios de estas construcciones, puesto que en sí mismas nada tienen de malo. Se cuenta en el mundo del montañismo que al preguntarle a un afamado montañero por qué se jugaba la vida escalando montañas, él sencillamente se limitó a responder: “Porque están ahí”. Un razonamiento similar podríamos argumentar a favor de la construcción de los rascacielos: Simplemente, nos limitamos a construirlos porque están ahí, están a nuestro alcance y tenemos a nuestra disposición la tecnología que los hace posibles. Tal y como se comporta y reacciona el ser humano, la argumentación anterior bastaría por sí sola para justificar la aventura y el reto de construir estructuras que rozan los límites de la gravedad y desafían las tormentas, elevándose majestuosas e imponentes hasta perderse en el interior de las nubes. El anhelo del hombre por la altura, por alcanzar el cielo con sus obras, resulta claramente evidente en infinidad de antecedentes. • Las construcciones de gran altura siempre estuvieron latentes a lo largo de la historia de la Humanidad, reflejadas en la arquitectura de los más ambiciosos e imaginativos proyectos nunca construidos, y en menor medida, pero en un volumen considerablemente elevado, también en la arquitectura realmente construida. Fig. 1.31. Representaciones tradicionales de la Torre de Babel. La primera, obtenida de un manuscrito francés del siglo XV y la segunda, del pintor J.N. Brueghel (siglos XVI y XVII) No existe un solo libro dedicado a los edificios de gran altura que no muestre como antecedente de los mismos la mítica Torre de Babel, motivo del castigo divino a la presunción y soberbia del hombre por pretender con la misma llegar al cielo y salvarse de otros posibles diluvios universales que podrían acontecer en su futuro. La legendaria Torre de Babel fue, probablemente, un zigurat, una torre escalonada cuya construcción fracasó al tratar de erigirla en un territorio donde no existían canteras, pretendiendo realizar su construcción con materiales prefabricados, ladrillos de barro cocido y de barro con paja, bastante inapropiados ambos para una obra que requería sobre todo resistencia por su volumen. Fig. 1.32. El coloso de Rodas, supuestamente desaparecido en el año 227 A.C. tras el terremoto. Sin lugar a dudas el Coloso de Rodas, una de las grandes maravillas del mundo, si es que realmente llegó a existir alguna vez, con su potencia y sus 35 metros de altura en bronce representando al dios Helios (el Sol), refleja espléndidamente el deseo del hombre por construir en altura. Según cuenta la leyenda, su presencia servía de faro y guía a las naves, hasta que se vino abajo por un terremoto en el siglo III A.C. Sus despojos de bronce permanecieron abandonados hasta que unos mercaderes los vendieron en el siglo VII de nuestra era, según cuentan las leyendas. La naturaleza, en este caso puesta de relieve por sus montañas, siempre ha sido un filón de referencias a imitar. Poco se diferencian las siluetas de un número elevado de rascacielos, de las agujas de piedra que conforman con su desnuda grandeza y sus impresionantes alturas, las cordilleras que pueblan nuestros continentes. Fig. 1.33. Agujas montañosas: Claros antecedentes de los rascacielos postmodernistas y los obeliscos egipcios. La Edad Media y el Renacimiento fueron periodos especialmente proclives a la construcción de grandes torres, propiciada por creencias religiosas de todos los signos. Especialmente las religiones musulmana y cristiana sirvieron de base, justificación e inspiración, al diseño de infinidad de edificios y torres, convirtiéndose incluso en modelos a imitar, principalmente y sobre todo por los rascacielos del período ecléctico y modernista, que con su presencia construida, poblaron de encanto las calles de Chicago y Nueva York con harto dolor de los padres de la Bahaus y sus discípulos. Fig. 1.34. Obelisco egipcio (Luxor), claro antecedente del perfil troncopiramidal del Hancok Center de Chicago, uno de los rascacielos más emblemáticos de los construidos hasta el presente. Fig. 1.36. Campanile de Florencia Fig. 1.35. Minarete en Yemen Fig. 1.37. Campanile de San Marcos (Venecia) de 98 metros de altura reconstruido miméticamente a partir del original, que sucumbió bruscamente tras una sacudida de origen sísmico en 1902. Fig. 1.38. Skyline medieval y renacentista. San Giminiano – La Toscana (Italia). Todavía hoy nos sigue maravillando y sorprendiendo la enorme grandeza y altura de las torres de las catedrales medievales, especialmente las góticas, construidas con un refinamiento y virtuosismo más propio de orfebres que de constructores artesanos, y que con unos medios sumamente precarios, fueron capaces de elevarlas hacia el cielo y hacerlas permanecer en el tiempo, incluso por encima de las guerras. Estas construcciones de piedra alcanzaron su apogeo en la aguja calada de la Catedral de Ulm, al sur de Alemania. Fig. 1.39. Aguja de la Catedral de Ulm, de finales del siglo XIV al sur de Alemania. Es la torre de piedra más alta jamás construida por el hombre. El conjunto de faros que poblaron y todavía pueblan las costas del mundo entero y que sirvieron de hitos de referencia a la navegación hasta que dejaron de ser escasamente útiles merced a los modernos G.P.S. y demás artilugios modernos de navegación por satélite, configuran un conjunto construido donde se han inspirado también más de uno de los diseños arquitectónicos de los rascacielos historicistas después de su primera etapa funcional. Fig. 1.40. Posible sección inventada del Faro de Alejandría y la Torre de Hércules (La Coruña, España) construida inicialmente durante el mandato del emperador Trajano, aunque posteriormente experimentó reformas y reconstrucciones a través de los tiempos. • Aunque podríamos seguir buscando referencias y antecedentes de todo tipo buceando en el pasado, tratando de explicar por qué se construyen los rascacielos dentro de un contexto espiritualista del hombre, mucho nos tememos que los edificios de gran altura, sin negar en modo alguno dicho contexto, se han construido, se están construyendo y se construirán, por razones mucho más prosaicas y materialistas, tal y como fueron aquéllas con las que empezaron su andadura en los Estados Unidos de América. Los edificios de gran altura se construyen porque dentro de la industria inmobiliaria representan la guinda emblemática de un puro pastel financiero. El rascacielos no nace de la mente creativa de los arquitectos e ingenieros sino de la mente de empresarios y políticos que perciben la necesidad de la sociedad demandando vorazmente nuevos y deslumbrantes espacios construidos, ya sea para oficinas, locales comerciales o simples viviendas, y tratan de satisfacerla con edificios que produzcan el máximo beneficio posible echando mano de todo aquello que posibilite el lograrlo. Fig. 1.41. El edificio del Banco de Hong Kong (1979-1986), de Norman Foster, imagen corporativa de la institución. Desconocemos si en el presente sigue ostentando el record de ser el edificio más costoso jamás construido. Si la máxima rentabilidad se consigue con un edificio de 80 pisos, el empresario tratará de construirlo por todos los medios a su alcance; pero si la rentabilidad se alcanza construyendo hacia el interior de la tierra, la estructura de su edificio en vez de rascar los cielos buscará los infiernos con el mismo denuedo y afán, al margen de cualquier consideración que no sea la del máximo beneficio; y sobre esto último téngase en cuenta que no siempre tiene que ser el puramente material a corto plazo, puesto que existen otros valores intangibles sumamente importantes, como los fondos de comercio y los de imagen, que el marketing más agresivo y visionario ha puesto de moda en la desnortada y algo estrafalaria época que nos ha tocado vivir. Para conseguir sus fines constructivos, empresarios y políticos irán frecuentemente de la mano, bordeando incluso los límites del urbanismo legislado y, si así fuese necesario, modificándolo puntualmente con tal de hacer posible la construcción de tal o cual edificio, la mayoría de las veces amparándose también en rimbombantes y grandilocuentes conceptos sobre los beneficios sociales y económicos que dicho edificio aportará para el bien de la ciudad; y a veces sorprendentemente, hasta resulta que son ciertos y verdaderos, como pueden demostrar bastantes edificios construidos que han logrado alcanzar el calificativo de “emblemáticos” (Empire State, Torre Eiffel, Museo Guggenheim de Bilbao, etc). Ya lo hemos dicho, pero no está de más repetirlo para tenerlo más claro: los beneficios materiales que puede aportar un determinado edificio no siempre se miden en términos de dinero a corto plazo, ya que si así se hiciera, un buen número de ellos jamás se habrían construido. El poder de las imágenes corporativas dentro del mundo de los negocios globalizados hace fluctuar los valores bursátiles más allá de los valores tangibles reales que posean. La mentira y el engaño, adecuadamente envueltos en el ropaje adecuado (y qué mejor envoltura que la que pueda proporcionar un bello edificio de una firma consagrada) pueden ser vendidos a unos niveles claramente preocupantes para el bien del futuro de la Humanidad; aunque sobre esto último se puede argumentar, con razón, que este tipo de cosas se ha estado haciendo siempre a lo largo de la historia y el hombre, con mayor o menor dificultad, ha sido capaz de sobrevivir siempre dejándose jirones de su espíritu y de su carne en el camino. No obstante, los ingenieros y arquitectos, que normalmente no suelen pintar absolutamente nada y son ignorados en los procesos y las decisiones previas trascendentales, que son las que realmente dan pie al desarrollo urbanístico y constructivo del mundo, se prestan después con denodado y loable empeño, incluso dándose dentelladas entre sí para conseguirlo, a materializar en acero, hormigón y cristal, lo que desean construir sus clientes promotores con las formas más llamativas y brillantes posibles, siempre y cuando sean compatibles con el beneficio esperado, ya sea éste de tipo material, inmaterial o político. Los intentos teóricos de establecer modelos urbanos donde los rascacielos tengan una razón de estar y de ser han sido simplemente eso: meros intentos teóricos y puros teoremas especulativos que solamente sirven a los retóricos del urbanismo y a la arquitectura teórica para rellenar algún que otro capítulo en sus rimbombantes tratados, repletos de justificaciones y explicaciones a toro pasado. Tomemos, por ejemplo, la figura arquitectónica de Le Corbusier, como el exponente más representativo y brillante de la arquitectura teórica, injustamente vilipendiado por el polémico periodista americano Tom Wolfe, al decir sobre el mismo en su libro Quién teme a la Bauhaus feroz: “Enseñó a todo el mundo cómo ser un gran arquitecto, sin construir apenas nada”. Sin embargo, y sin estar de acuerdo con lo expresado por Wolfe, no deja de ser cierto que las elucubraciones teóricas de Le Corbusier de cómo debían de ser las ciudades y sus rascacielos, no sólo han sido ignoradas olímpicamente por los políticos y promotores del urbanismo, sino también por sus propios colegas, que pasaron de proyectar los modelos de rascacielos cruciformes y los restantes edificios de gran altura por él propuestos, puesto que nosotros sepamos, jamás fueron construidos ni en similares apariencias, salvo cuando se avino a proponer una planta simple y tradicionalista con su modelo de rascacielos lenticular, fielmente materializado por el edificio Pirelli de L. Nervi y el edificio Panam de Nueva York (Met Life en el presente), en el que intervino en 1963 el famoso maestro de la rompedora Bauhaus, W. Gropius, colaborando en machacar con el mismo la visión y el horizonte de Park Avenue porque así lo exigía el negocio de sus promotores. Fig. 1.42. Los edificios Pirelli y Panam ejemplos representativos del rascacielos de planta lenticular. ¿Se hubiesen diseñado igual si no hubiesen existido Le Corbusier y su modelo de rascacielos lenticular?: Que Le Corbusier nos perdone, pero creemos que sí. Le Corbusier realizó planos para construir todo lo divino y humano, como el propuesto para levantar una “ciudad radiante” donde hileras de rascacielos idénticos se disponían en una cuadrícula geométrica que, utópicos por su escala y propósito, jamás pasaron de ser una simple especulación urbanística. Fig. 1.43. La Ville Radieuse, una propuesta teórica de Le Corbusier (1985). Con una forma expositiva más academicista y algo más oscura que la nuestra, si nosotros acertamos a interpretarla correctamente (no siempre estamos seguros de hacerlo), los arquitectos I. Ábalos y J. Herreros nos exponen la intencionalidad de Le Corbusier cuando, nada más empezar su magnífico libro Técnica y Arquitectura (Nerea, 3ª edición, 2000), exponen: “El centro de negocios de las principales ciudades americanas fue entendido por Le Corbusier como un hecho que afectaba de forma radical al plano de la ciudad, producto y consecuencia directa de los cambios impuestos por la industrialización sobre la sociedad y el territorio. Rascacielos y centro de negocios se interpretan como acontecimientos aún no desarrollados en el contexto europeo, pero fatalmente destinados a transformar el paisaje urbano de toda la sociedad industrial. De ahí la urgencia, la necesidad de Le Corbusier por anticiparse al vértigo de los movimientos del capital en su primeros proyectos urbanos. En ellos se expresará ante todo el deseo de imponer un orden formal como expresión de su fe positivista en la historicidad, y el carácter benéfico de tal proceso obliga a ensayar las potencias del rascacielos prescindiendo de toda contingencia, de toda mediación pragmática en un método coincidente con la abstracción de tantos proyectos académicos”. Traducido a un lenguaje más coloquial y menos barroco, lo que Ábalos y Herreros creemos que nos quieren transmitir es que Le Corbusier iba con la lengua fuera tratando de anticiparse y explicar lo que el empresariado americano en ciudades como Chicago y Nueva York materializaba con espléndidos edificios, sin que existiera una teoría arquitectónica academicista previamente definida sobre los rascacielos y el urbanismo que tenía que soportarlos. Sin esperar a Le Corbusier, los gestores americanos ya habían resuelto el problema con el sistema urbano de grandes cuadrículas conformadas por amplias avenidas antes que lo hiciera el urbanismo de Cerdá en Barcelona. Y este tipo de urbanismo, como bien manifestaba públicamente el arquitecto Sáez de Oiza, es tan bueno, que es capaz de aguantarlo todo. Fig. 1.44. Aspecto teórico de los rascacielos “cruciformes” de Le Corbusier, recogidos en su teórico Plan Voisin, que tampoco llegó a ver la luz (1925). Los arquitectos, y en menor medida pero a muy escasa distancia los ingenieros, siempre han caminado detrás de los empresarios y políticos que señalaban el camino y el fin a conseguir, dejando escasa autonomía a especulaciones de tipo alguno, salvo las meramente expresivas y formales que pudieran vender de la mejor manera posible el producto ideado. Pensar y creer lo contrario de lo expuesto, posiblemente sólo responda al lícito deseo de luchar contra la depresión que semejante hecho suscita entre nosotros los técnicos, especialmente si no formamos parte del reducido y selecto grupo de los “elegidos”, al que el poder establecido y los medios de comunicación oficialistas permiten alguna que otra diablura, siempre que lo hagan con las debidas cautelas y rindiendo las pleitesías correspondientes, ya que experiencias tan positivas como la del museo Guggenheim de Frank O. Gehry en Bilbao, solamente resultan bien y brillantes una de cada diez, siendo sumamente optimistas. Cualquier construcción singular, y un edificio que se aproxime o supere las cincuenta plantas, por su propia idiosincrasia y envergadura puede ser considerado también como una obra singular, exige para su materialización constructiva la movilización de una cantidad de recursos impresionantes. Estos recursos, que abarcan casi todas las áreas que puedan ser imaginables en la actividad y humana de una ciudad, por su magnitud y coste, requieren ser planificados cuidadosamente por un equipo multidisciplinar, una vez que los primeros estudios políticos y financieros deciden la construcción de un edificio de esta naturaleza. Un error serio en la construcción y planificación de un rascacielos, no sólo lo pagan los financieros que lo promueven y los políticos que lo autorizan, sino toda la sociedad en su conjunto. La grandeza y miseria de estas grandes operaciones urbanísticas constructivas es que tienen repercusiones de todo tipo y en todos los campos: Ambientales, sociológicos, circulatorios, estéticos, económicos, etc, etc, en la sociedad que tiene que soportarlas, mantenerlas y usarlas por unos periodos de tiempo muy considerables, dado que salvo que el error cometido alcance un grado tal que exija su demolición, como ha sucedido alguna que otra vez, su presencia puede torturar la trama urbana de una ciudad y a sus habitantes por más de un siglo. Recopilando el material que nos permitiera escribir esta sencilla introducción, topamos con un artículo publicado en la R.O.P. por el ingeniero de caminos Domingo Mendizábal allá por los años treinta del siglo pasado, que explica y confirma nuestra opinión básica de por qué y cuando se construyen los rascacielos. El ingeniero Domingo Mendizábal fue enviado a Nueva York nada más acabar de construirse el Empire State, con el encargo por parte de un grupo financiero español de estudiar los edificios de gran altura y de analizar su viabilidad económica trasplantados a una de las ciudades españolas, sin que llegara a decir cuál en el artículo donde resume las conclusiones de su trabajo de la siguiente forma: “Veamos ahora si en Europa, y especialmente en España, existen todas las circunstancias, y por ello estaría justificada la adopción de estos enormes edificios. En primer lugar, en ninguna de las principales capitales europeas el terreno ha alcanzado valores tan extraordinarios como los indicados en estas notas, principal motivo y motor de la tendencia a la construcción de estos enormes edificios, en los que se busca, con elevación vertical considerable, las posibilidades de obtener rendimiento al crecidísimo capital empleado, que de otro modo se encontraría imposibilitado de alcanzar interés razonable; ya hemos visto que, en general, se contentan con un 10 por 100 de interés, porcentaje no muy crecido dada la categoría de la empresa. En Londres es quizás donde esos valores alcanzan mayor importancia, pero existe todavía gran diferencia si se comparan con Norteamérica. La centralización de las actividades comerciales e industriales de cuantas personas se ocupan de ellas y les interesan, ha de venir acompañada, como contrapartida, de la descentralización de sus viviendas (puesto que en estos rascacielos no suelen establecerse), en zonas de la población más bien alejadas del centro y en edificios si es posible, y ello en general todavía es un ideal, utilizable por una sola familia. ¿Son éstas las condiciones existentes como precisas en las poblaciones europeas, y muy especialmente en España, las que pudieran justificar la tendencia que examinamos? Todavía no, y por ello la necesidad no se ha sentido, no digo como apremiante, ni siquiera como aconsejable, y la realidad acompaña y confirma esta conclusión al ser tan pocos los edificios que en Europa se han construido, no en realidad rascacielos, pero sí con alturas excepcionales, dadas las que corrientemente se alcanzan. Solamente pueden citarse dos importantes: en Madrid, el primero en altura y fecha, aquella de 88,90 metros, que aloja todas las oficinas de la Telefónica, y el segundo, en Amberes, con 85,50 metros de altura, como sede de «Algemeine Bank Vereiningen». Mi opinión es terminante: No ha llegado todavía el momento de la erección de estos edificios, y en este sentido, y fundamentándolo con todas estas notas, evacué la consulta que se me había hecho, a la que aludo al principio de estas páginas, y ello en sentido negativo. Doy a la publicidad todos estos datos y conclusiones, por si a alguien pudieran ser útiles al tener que hacer algún estudio semejante, y del que tal vez pudiera deducir consecuencias contrapuestas”. Tal vez debido a las razones expuestas, debieron pasar más de treinta años desde que el ingeniero Mendizábal escribiera su artículo para que empezara a construirse en Madrid y en Barcelona tímidamente algún que otro edificio que superase las veinte plantas, excepción hecha de la singularidad que presentan en el panorama constructivo español la provincia de Alicante, donde la construcción de estos edificios, esencialmente en su costa norte, constituye una realidad cotidiana. 1.6. El futuro de los edificios de gran altura ¿Quién lo sabe? Aceptando el hecho incuestionable de que la construcción de los edificios de gran altura depende del mundo empresarial y que los movimientos de este mundo se encuentran íntimamente ligados a los vaivenes de la economía, y teniendo presente que los ciclos de pujanza y recesión de la economía no los entienden ni los pueden vaticinar ni los propios economistas, resulta atrevido aventurarse a hacer de profeta y dibujar el futuro de los rascacielos en el mundo. Si le hubiesen dicho a un norteamericano de Chicago hace escasamente 25 años que el orgullo de su ciudad, la torre Sears (442 m), se iba a ver superada por las torres Petronas (452 m) en Kuala Lumpur (Malasia) y, por si quedara alguna duda de esta realidad debido a las discusiones en el establecimiento y medición de la altura de los edificios, que también se vería superada por la torre que tiene un círculo en su parte superior, la Shanghai World Financial Center (459,9 m) en Shanghai (China), y por el Tai Pei 101 de 509 m en Taiwán, y otros que vienen de camino, como la Torre Borj que se construye en Dubai y que se especula tendrá 700 m de altura, probablemente nos hubiera dicho que estábamos soñando y que eso no sucedería jamás y, sin embargo, ha sucedido. Y si, además, le hubieran dicho al mismo ciudadano americano de Chicago que el liderato en la construcción de los rascacielos en el mundo no lo iban a poseer los downtowns de sus ciudades más cinéfilas y que el mismo se iba a desplazar a Hong Kong, Kuala Lumpur, Sanghai, Yakarta, etc, hubiera añadido con seguridad que no sólo estábamos soñando sino que éramos unos antiamericanos por decir algo que resultaba imposible que pudiera suceder y, sin embargo, ha sucedido. No obstante, a nuestro asombrado americano, una vez que se convenciera de que las cosas iban a suceder como se las estábamos contando, siempre le hubiese quedado la satisfacción y el orgullo (¿hasta cuándo?) de que pudiera respondernos: “De acuerdo, está sucediendo así, pero se están diseñando y construyendo con tecnología americana, alguna que otra participación de los ingleses a través de N. Foster y el equipo de ingeniería Ove Arup y la inevitable tecnología nipona, mitad copiada y mitad de producción propia”. La globalización de la economía y el desplazamiento de los procesos productivos fácilmente transportables a países y regiones con mano de obra barata o etiquetados como “paraísos fiscales”, han sido causa suficiente para propiciar rascacielos corporativos y crear una especie de espiral sin fin con una imagen de riqueza y prosperidad que sirviera a su vez para atraer nuevos negocios y nuevos rascacielos. Ciudades como las mencionadas anteriormente (Hong Kong, Sanghai, Kuala Lumpur, etc.) son extraordinarios y claros ejemplos representativos del proceso mencionado. La ciudad de lujo, fantasía y horterismo que se desarrolla en Dubai para cuando se acabe el petróleo que la está haciendo posible, rompe todos los esquemas que una imaginación desbocada del siglo pasado hubiese podido concebir. Fig. 1.45. Dubai: Presente y Futuro (Oriente Medio). Por otra parte, dentro del panorama actual de los edificios de gran altura, desaparecido ya el monopolio que tenían los norteamericanos debido a la ya mencionada globalización de la economía y la incorporación a la misma por la puerta grande del lejano oriente, cabe incluir en dicho panorama con todos los honores al Japón y sus grandes edificios, y también resulta obligado contar con las recientes y brillantes aportaciones que Europa ha hecho y está haciendo al mundo de los rascacielos con proyectos interesantes, especialmente en las ciudades de Londres y Berlín, y a las que se ha incorporado recientemente Madrid con sus torres en el norte de la Av. de la Castellana Norte de Madrid. Cuando comenzó a manejarse ampliamente el concepto de la globalización económica del mundo, fechado aproximadamente en los comienzos de la década de los noventa –coincidiendo prácticamente con el nacimiento y desarrollo de las comunicaciones telefónicas inalámbricas y de Internet–, se creó una atmósfera algo paranoica que propició que muchos futurólogos enterraran prematuramente a los rascacielos como contenedores de servicios unificados, creyendo que Internet iba a convertirse en la solución de todos los problemas haciendo innecesario centralizar los servicios en grandes edificios corporativos. En línea con lo mencionado anteriormente, resulta sumamente interesante traer a colación algunas de las ideas contenidas en algunos párrafos del artículo publicado en el diario El Mundo (12-05-96) escrito por el arquitecto Carlos Fresneda, desde Nueva York, con el periodístico y llamativo título “Requiem por el rascacielos”, que a la postre se ha demostrado bastante inexacto y equivocado: “Durante años han reinado los rascacielos en los cielos de las ciudades americanas. Eran el símbolo de la prepotencia de los EE.UU. y la confirmación del sueño más antiguo del hombre: llegar más alto. Hoy son enormes moles desiertas, heridas de muerte por la informática que ha llevado el trabajo a casa y ha descentralizado las empresas”. “El país que inventó y mitificó los colosos de acero ha decidido volver a poner los pies en la tierra. Hoy por hoy, sólo se están construyendo en Estados Unidos diez edificios por encima de los veinte pisos”. “Los rascacielos quedarán como iconos de una época que ya pasó”. “Son y seguirán siendo impresionantes: pero cumplieron su función y ya no sirven”. “Según Birch, los rascacielos pasarán a la historia como las catedrales góticas del siglo XX, colosales monumentos a la desmesura, símbolos anacrónicos de la edad de oro del capitalismo”. “Tuvieron su razón de ser cuando las comunicaciones eran frágiles. Hoy con las autopistas de la información en marcha, ya no hacen falta. Las compañías se están descentralizando y la gente trabajará desde sus casas. En cierto modo, el ordenador está matando al rascacielos: construir otro Empire State a estas alturas es un atentado contra la lógica”. “La construcción ascendente de rascacielos en Asia constituyen ramalazos del capitalismo tardío, y que tarde o temprano sus boyantes “downtowns” acabarán mirándose en el espejo patético de Detroit, la ciudad fantasma”. “Las grandes compañías prefieren ahora construir sedes de apenas dos plantas y cuyos empleados trabajen con el ordenador desde casa (teletrabajo)”. Fig. 1.46. Imagen de algunas de las siluetas de los rascacielos más emblemáticos del mundo, publicada por C. Fresneda en el diario El Mundo (1996), que se encuentra en el presente ampliamente superada al no haberse cumplido sus presagios agoreros. Las opiniones sobre los rascacielos expresadas por uno de los arquitectos que más rascacielos ha proyectado, Philip Johnson, en la entrevista que Judith Dupré le hace en su popular libro sobre estos edificios, sin lugar a dudas también merecen nuestra atención: “Creo que lo más interesante es preguntarse por qué el hombre quiere construir hasta el cielo, por qué se erigieron en su día las pirámides y más recientemente torres de gran altura. Cómo se relaciona eso con el afán de dominio, de acercarse a Dios o con el orgullo personal. Todas las civilizaciones muestran la misma inquietud: los aztecas con sus grandes escalinatas, las pagodas chinas, los templos del sur de la India, las catedrales góticas como Ulm. Todos se alzaron para conseguir una altura dominante. El impulso ha podido ser diferente, pero hay un sentimiento común en la mayoría de las culturas. En el mundo comercial, el rascacielos empezó a existir porque no había ninguna religión que expresar. Sin embargo, fue el deseo de alcanzar el cielo - no el resultado de una necesidad económica - lo que originó su existencia, aunque, por ejemplo, el señor Rockefeller (centro Rockefeller) o los arquitectos de Chicago no estaban muy interesados en los «esqueletos de acero», a pesar del interés general. Fue un intento de ascender al cielo y su mejor exponente tal vez sea la torre Sears. Existen diferentes opiniones sobre el origen de los rascacielos, pero, en realidad, sólo existe una razón - presente en todas las culturas - y es el afán por «llegar allá arriba» ya sea por una creencia religiosa o por orgullo. Nuestros rascacielos comerciales son el resultado del empuje y la iniciativa del competitivo mundo de los negocios. Todo empezó en Norteamérica, porque era allí donde había la tecnología y los conocimientos necesarios, y más concretamente en Chicago y en Nueva York, aunque esta última ciudad, que es tan importante como Chicago en el desarrollo de los rascacielos, se suele infravalorar. El edificio Home Insurance no llega arriba realmente ... [Louis] Sullivan es más interesante, aunque en realidad fue decorador y no perteneció a la escuela arquitectónica de Chicago. La albañilería brindó el mayor monumento de mi país, el monumento a Washington, un importante símbolo de Estados Unidos que se halla en solitario. Precisamente éste es su éxito: su ubicación. Todo en la historia se relaciona con la ubicación, excepto en el mundo de los negocios, en el que domina la competitividad. La agrupación de torres representa una época cultural que busca la fama y el reconocimiento. «Poseo algo más grande que tú». Este deseo de altura parece un deseo natural, como el sexo o la lucha. Piense en el mito de la torre de Babel. Se relaciona con el poder y la dominación, unos conceptos que aparecen en el alma humana sin encontrar su vía de expresión. Desde Nueva York y Chicago, los rascacielos fueron avanzando hacia el oeste. Ahora el círculo del Pacífico es el nuevo mundo: el simbolismo del rascacielos se ha desplazado a Asia. En Estados Unidos ya no se hacen rascacielos, ya que no son nada rentables debido a su elevado coste. En Manhattan, por ejemplo, se alude al precio del suelo para justificar la construcción de rascacielos. Si esto es así, ¿por qué se construyen en China? No, las torres se levantan por el afán de poder. Quizás las construyan para competir con Occidente. Personalmente, no comprendo la mentalidad asiática, y creo que ningún norteamericano pueda hacerlo. Sin embargo, es interesante que sus edificios altos se inspiren en los de Estados Unidos en lugar de hacerlo en su arquitectura religiosa indígena y tradicional. Asia es un cheque en blanco. No hay nada que la detenga, pero eso no parece una buena razón. No están emulando nuestro modelo económico sino nuestro orgullo. También es interesante observar cómo se están imitando las formas norteamericanas, aunque no sé qué va a decir la historia sobre esto. Es prácticamente imposible prever qué va a ocurrir con los rascacielos. Creo sinceramente que la época de los rascacielos se ha acabado. ¿Por qué digo esto yo que los he construido? Pues porque no son necesarios desde el punto de vista económico; es sólo una cuestión de orgullo. Los rascacielos siempre serán un capricho, caros y superfluos. Hoy en día podemos «celebrar» la cultura con las ilustraciones de rascacielos. Nuestra manera de entender la vida se expresa mejor a través de ellos, y cuando digo rascacielos, quiero decir la cultura norteamericana durante la gran época de estos edificios. En Estados Unidos se ha dejado de construir edificios altos sin una razón aparente” (Philip Johnson, 1995). Resulta evidente que los dos autores mencionados se han equivocado en sus apreciaciones sobre el futuro de los rascacielos, al menos analizando el período que va desde que dichas manifestaciones fueron hechas hasta el presente, puesto que ha resultado ser uno de los períodos más fecundos, donde más y más altos rascacielos han sido construidos y han sido proyectados para ser construidos en el futuro. En un período de cierta atonía económica como fue el período comprendido entre 1990 y 1996, el que esta tipología de edificios hiciera crisis entra dentro de lo esperable si aceptamos la tesis ya expuesta de que su construcción se encuentra íntimamente ligada a la economía de los países. Basta que se despierte la situación económica de cualquier país para que inmediatamente surjan promotores que deseen construir grandes edificios y se revaloricen otros que se encuentran en decadencia. Por otra parte, posibilita que los nuevos rascacielos hayan abandonado su carácter funcional exclusivo de oficinas y se diseñen ampliando su espectro de uso (hoteles, residencias, centros comerciales, etc.), para que se haya producido un incremento en la demanda de los mismos en todo el mundo, sin que ello suponga que se haya abandonado del todo el carácter corporativo de un cierto número de los que se han proyectado y construido, estando ahí para demostrarlo el Commerzbank en Frankfurt de Norman Foster o la Torre Agbar de Jean Nouvel en Barcelona. Fig. 1.47. Edificio Commerzbank en Frankfurt (N. Foster) y Torre Agbar en Barcelona (J. Nouvel). Y otra razón fundamental de por qué se han seguido construyendo edificios de gran altura, contradiciéndose los augurios pesimistas sobre los mismos, tiene que ver con las expectativas puestas en Internet como solución a todos los problemas, creyéndose además que la misma iba a revolucionar los sistemas tradicionales del trabajo en las empresas, y que a la postre, dichas expectativas se han demostrado evidentemente sobredimensionadas y de alguna manera falsas; y las Bolsas de todo el mundo así lo hicieron patente, penalizando con sonoros batacazos la cotización de muchos de los valores bursátiles tecnológicos sustentados en la red y las imágenes proyectadas por la misma, mucho más virtuales que reales. Las empresas siguen necesitando espacios donde concentrar y coordinar servicios y trabajo y no acaban de fiarse de la disponibilidad y los rendimientos que su personal pueda tener fuera de su control físico tradicional vía Internet; y por otra parte, las personas que trabajan necesitan espacios donde alojarse y también de sitios donde disfrutar de los tiempos de ocio cada vez mayores que se generan en los sistemas avanzados de producción, todo lo cual puede ser recogido funcionalmente en los diseños de los modernos rascacielos respondiéndose con ellos a dichas demandas. El todo uso (mixed-use), como una ya no tan nueva premisa de proyecto, está siendo la salvación y una nueva razón de ser de muchos de estos grandes edificios, justificando su proyecto y construcción. En definitiva se trata de organizar y planificar en altura y en un solo edificio, lo que la ciudad puede ofrecer (servicios, oficinas, comercios, viviendas, parkings, etc) en un conjunto de edificios dispersos en su trama urbana, tratando de simplificar la movilidad y el transporte de los ciudadanos relacionados con todo aquello que puede ofrecernos el edificio de gran altura construido. Más acertado en sus previsiones sobre los rascacielos, y más optimista sobre el futuro de ésta tipología de edificios, se muestra el profesor M. Salvadorí en su espléndido libro ¿Por qué las estructuras se mantiene en pie?, publicado en 1980, cuando nos dice que la ciencia y la técnica avanzan de forma imparable y que ambas son capaces de responder a todas las demandas sociales que los hombres plantean, impulsados por nuevas necesidades y por el anhelo de constantes cambios. “Desde 1850 la población de la tierra ha sufrido un aumento considerable de su demografía y, simultáneamente, la masiva industrialización de todos los sistemas productivos agrícolas ha despoblado las zonas rurales, propiciando la creación de grandes aglomeraciones que obligaban a conformar las ciudades modernas de manera mucho más imaginativa y avanzada. Los viejos clichés de los urbanismos al uso, prácticamente se encuentran en una profunda crisis, si escuchamos el constante lamento de los urbanistas más dinámicos. Son ya muchas las ciudades del mundo en las que su población supera los cinco millones de personas y una veintena de ellas alcanzan la escalofriante cifra de los veinte millones. Las grandes poblaciones que el éxodo rural ha originado poseen un apetito voraz –nunca suficientemente satisfecho– de suelo edificable para todo tipo de uso, lo cual ha disparado los precios del mismo hasta unos niveles tan altos que hacen justificable la construcción de rascacielos.” Con la argumentación anterior el profesor M. Salvadorí no aporta nada original, pero une su voz a los que de alguna manera piensan que los rascacielos están respondiendo técnica y económicamente a una demanda social propiciada por la coyuntura de los tiempos en las grandes metrópolis, sobre todo cuando en el presente prácticamente todos los problemas técnicos relacionados con las construcciones de gran altura se encuentran resueltos; aunque nosotros nos atreveríamos a matizar la afirmación anterior del profesor M. Salvadorí añadiendo que siempre y cuando las alturas no se alejen excesivamente del rango de los 500 metros, al menos en los tiempos presentes. Superar el perfil de los 500 metros supone penetrar en una galaxia inexplorada, donde los costes constructivos y funcionales pueden alcanzar rangos desconocidos y absurdos. Los perfiles de acero empleados en los elementos estructurales han pasado de tener un límite elástico de 250 MPa a tenerlo de 350 MPa y la resistencia de los hormigones, gracias a la cada vez más sofisticada química de los aditivos, especialmente con el uso masivo de los fluidificantes, cenizas volantes y el humo de sílice, pueden alcanzar valores oscilando entorno a los 80 ± 20 MPa sin prácticamente problemas dignos de consideración. En España, sin ir más lejos y pese a que la altura de los edificios parece encontrarse acotada en las 50 plantas, podemos dar fe de la materialización práctica de las palabras de M. Salvadorí, ya que se han construido una docena de Torres de viviendas con hormigones que alcanzan y superan la resistencia de los 60 MPa en las provincias de Alicante, Murcia y Valencia. Independientemente de los materiales, M. Salvadorí apuesta decididamente por los sistemas mecánicos que dinámicamente colaboren con los sistemas estructurales para resistir las oscilaciones de viento y sismo, posibilitando afinar los costes estructurales de los grandes edificios en altura. Nos estamos refiriendo a los sistemas de feed-back de reacción mecánica opuesta a los movimientos, también llamados TMD (Tuned Mass Damper Sistem); es decir, sistemas que amortiguan las oscilaciones, de los cuales tendremos ocasión de hablar más adelante. Resumiendo, lo que M.Salvadorí nos viene a decir en su libro es que no existe técnicamente nada, sino todo lo contrario, que haga peligrar el futuro de los rascacielos por causas técnicas, al contar el hombre con recursos de diseño, cálculo, materiales y elementos dinámicos cada vez mejores y más sofisticados. Sin embargo, y no obstante lo anterior, algunos técnicos y promotores, tras lo ocurrido con el colapso terrorista de las Torres Gemelas, pueden opinar de forma contraria a M. Salvadorí, considerando que los rascacielos son demasiado vulnerables para que el hombre siga empeñado en construirlos (Véase la opinión de J. Carlos Canalda recogida en el punto 1.2). Nosotros discrepamos radicalmente de toda opinión que pueda extraerse contra cualquier obra humana, fruto de romper las reglas de juego más elementales de la convivencia social que nos hemos dado, y vulnerar los derechos humanos con actos vandálicos basados en la destrucción y en la muerte. En nuestras carreteras muere cada año 6.000 personas y salvo las breves reseñas de los telediarios, nadie pestañea por ello: ¿Cinismo? ¿Hipocresía? ¿Distintas formas de apreciar los muertos?. A título meramente de ejemplo, afirmamos con rotundidad, que ninguna conclusión válida puede extraerse con relación a la resistencia al fuego de los edificios de altura tras el colapso bajo el mismo de las Torres Gemelas, puesto que los edificios jamás pueden diseñarse teniendo presente que algún terrorista vaya a colocar en cualquiera de sus plantas más de 500 kN de combustible para después prenderles fuego o haga impactar unos aviones sobre los mismos. En sentido contrario, basta que un edificio se encuentra razonablemente bien hecho, para que pueda soportar los incendios, digamos “naturales”, con notable dignidad; y el incendio de la Torre Winsor de Madrid lo demuestra claramente, habiendo resistido el edificio un incendio global sin colapsar, tras soportarlo durante un periodo de tiempo que supera todos los ratios de las Normas de Fuego vigentes, aunque después haya tenido que ser demolido. No tener presente lo anterior, supondría aceptar el hecho de que las ciudades tendrían que ser diseñadas y construidas pensando que pueden ser bombardeadas. Estaríamos locos si condicionáramos la construcción y el urbanismo vital de una ciudad con parámetros de tipo bélico, en vez de parámetros basados en una calidad de vida creciente. Fig. 1.48. Inicio del colapso de las Torres Gemelas bajo la acción del fuego (11 de septiembre de 2001). Sin dudas de tipo alguno, otras deberán ser las razones en las que deberemos basarnos si queremos prescindir de los edificios de gran altura, puesto que si no, estaríamos subordinando nuestra forma de vida, nuestras creaciones y nuestros pensamientos al terror, a los fascismos y a un conjunto de fanáticos religiosos, dejando que sean ellos los que decidan y no nosotros, renunciando a poder proclamar democráticamente lo que está bien y lo que está mal, lo que tenemos que construir y lo que debemos ignorar para mejorar el contexto donde vivimos. La postura final de M. Salvadorí con relación a los rascacielos creemos que es la adecuada cuando la expresa acabando el capítulo de su libro dedicado a los rascacielos de la forma siguiente: “Hay rascacielos que han emergido gracias a la presión demográfica de algunas de nuestras más densamente pobladas áreas metropolitanas: ¿Son fruto de la deshumanización o de la tecnología? ¿Son los rascacielos ejemplos de una economía emergente o de nuestras aspiraciones espirituales que pretenden superar los obstáculos de la naturaleza? ¿Son una expresión de una cultura puramente materialista o la realización de los sueños del hombre? ¿Son éstas acondicionadas colmenas aéreas el ambiente ideal del hombre moderno, o representan lo peor de nuestra individualidad y la negación de la naturaleza? Ya sea que nosotros crezcamos en un rascacielos o no, dejadme recordaros que las aspiraciones del hombre a lo largo de la historia, han tomado diferentes formas y que muy posiblemente, los rascacielos desaparezcan cuando llegue la hora de su defunción. Lo efímero de nuestras construcciones es la mejor esperanza para el futuro, ya sea en el espacio o bajo tierra” Dejemos pues que sean las aspiraciones del hombre las que acaben con los rascacielos como dice M. Salvadorí, pero no lo terrorista y, hoy por hoy, las aspiraciones de los hombres, social, técnica y económicamente, no parece que tengan intención de acabar con los edificios de gran altura a tenor de lo que la prensa cotidiana nos trasmite, incluso sin salir de España, nación escasamente proclive a la construcción de rascacielos.