nos hace viajar por cuerpos humanos y animales. Según la lógica del karma, somos zombis, muertos en vida, fantasmas de los humanos y los animales que un día fuimos. O, mejor aún: cementerios. Porque en cada uno de nosotros conviven todos los difuntos por los que hemos pasado para llegar a nuestro ser actual: un sinfín de corazones que aún palpitan. Breaking Bad: tan cerca de la frontera y tan lejos de dios «(…) levantó a Roy y lo llevó rápidamente a la tumba, e intentó meterlo cuidadosamente pero terminó dejándolo caer y después aulló, se golpeó y saltó en el borde de la tumba porque había dejado caer a su hijo». David Vann, Sukkwan Island Breaking Bad, tan sólo como título, es decir, sin contexto, es una expresión difícil de traducir. Al parecer, proviene de la jerga callejera del sudoeste de los Estados Unidos, y significa desafiar la ley, romper con las convenciones, desviarse del buen camino. Entre las traducciones posibles estarían: «echándose a perder», «malográndose», «tomando la dirección equivocada». El propio título es mucho más críptico que el de Weeds («hierba», «marihuana»), su referente inmediato. El argumento retuerce el de Weeds: otro giro manierista. Si en la serie de Jenji Kohan un ama de casa decide vender drogas blandas para mantener el nivel de vida que su repentina viudez ha puesto en peligro, metiéndose en un sinfín de embrollos por culpa de semejante decisión; en la de Vince Gilligan un profesor de Física de secundaria, tras ser informado de que padece un cáncer terminal, decide «cocinar» metanfetamina y dedicarse al tráfico de drogas. Mientras que en el primer caso las opciones familiares son aproximadamente 70 71 convencionales —dos hijos huérfanos de padre que acabarán participando en el negocio familiar—, en el segundo caso se radicalizan: el hijo del protagonista tiene una parálisis cerebral que dificulta su expresión y le obliga a usar muletas; Skyler, su esposa, está embarazada de un bebé que no tenían previsto alimentar; la hermana de Skyler es cleptómana y su esposo, agente de la DEA. Es decir, el antagonista en potencia de su cuñado, el narcotraficante. Esos cinco personajes se van fracturando a medida que se suceden los capítulos. Las grietas aparecen primero en Walter, con su cáncer y su frustración acumulada, que se ha convertido en odio. Tras décadas de humillación, su ruptura, su cambio de bando, ocurre definitivamente cuando se da cuenta de que no puede costearse la quimioterapia y que, además, su familia no podrá sobrevivir cuando falte su sueldo de profesor. Walter suma. Las sesiones de terapia. El coste de la universidad de su hijo adolescente. La manutención de su viuda. La hipoteca. La educación de su hija, a quien no sabe si conocerá. El diagnóstico del cáncer ha revelado una precariedad eminentemente económica. El puto dinero. El agobiante e injusto sistema sanitario de una potencia mundial. El agobiante e injusto sistema educativo de una potencia mundial. Walter guarda los fajos de billetes que consigue vendiendo droga en un conducto de ventilación de su casa, oculto tras una rejilla en la futura habitación de su bebé. Si el ritmo obvio de la serie son los tensos vaivenes entre Walter y su socio, el desnortado y drogadicto Jesse; entre Walter y su mujer, quien lucha contra el desajuste hormonal del embarazo, la desazón que le provocan las inexplicables desapariciones de su marido y la adicción de su hermana; o entre Walter y su hijo, cuyos cambios de humor son tan llamativos como sus problemas de identidad (se llama Walter Jr., pero se hace llamar «Flint»), con la violencia criminal y la policía siempre al acecho, el ritmo secreto de Breaking Bad es la apertura y el cierre de esa caja fuerte improvisada, que el protagonista tiene que hacer a hurtadillas y arrodillado. Postrarse. Ante el dinero. Contar los billetes. Pagar en efectivo las sesiones de terapia. Al ritmo de la banda sonora de su tos, que nos recuerda —constantemente— su enfermedad mortal. Calcular. Sumar y restar. Contrarreloj, porque se le acaba la vida y esa inesperada situación límite le ha permitido revelarse y rebelarse, afeitarse la cabeza, apodarse Heisenberg en un mundillo en que nadie sabe quién es el físico alemán, abrir boquetes mediante explosivos caseros y experimentar con venenos, reivindicarse como ser humano digno y moribundo, contradictorio pero heroico, protagonista de una trágica y miserable heroicidad. La de alguien que tiene toda la razón del mundo para estar cabreado. Aunque eso no esté bien. Si en las teleseries de los años 80 había espacio para un personaje como MacGyver, número uno de su promoción en Ciencias Físicas, maduro boyscout contrario a las armas y a la violencia, que con una navaja suiza multiusos, un chicle, un clip y un neumático fabricaba una bomba que estallaba sin herir a nadie; en las teleseries de la primera década del siglo xxi los físicos, o bien son geeks (como los de The Big Bang Theory), o bien son nuevos psicópatas como Walter Bishop o como Walter. En diversos momentos de la serie, gracias a sus avanzados conocimientos de física, justificados por el hecho de que fue un prometedor alumno de doctorado que por razones turbias dejó la carrera académica, lleva a cabo invenciones dignas de un MacGyver terrorista. El humanismo de la serie de finales de los años 80 se ha convertido en cinismo anarquista; las aventuras sin víctimas mortales han mutado en carnicerías; la inocencia formal y el humor, en disonancia, en kitsch, en saturación de color y de luz, en humor negro. Su transformación no se explica sin el hecho de que viva en Albuquerque y de que sea —por tanto— un habitante de esa 72 73