los tres años y medio anteriores, al pueblo alemán se le había dicho que estaba a un paso de la victoria. Walter pensó que esta vez era verdad. No compartía la creencia de su padre de que los alemanes eran una especie humana su perior, pero por otra parte veía que el dominio de Europa por parte de sus compatriotas sería positivo. Los franceses poseían muchas aptitudes destacables -la gastronomía, la pintura, la moda, el vino-, pero no tenían mano para gobernar. Los oficiales franceses se considera ban una especie de aristocracia, y creían que era perfectamente lícito hacer esperar a los ciudadanos. Una dosis de eficacia alemana les iría de maravilla. Y lo mismo podía decirse de los indisciplinados italianos. La Euro pa oriental sería la que más se beneficiaría. El antiguo Imperio ruso seguía anclado en la Edad Me dia, con campesinos harapientos muriendo de hambre en casuchas y mujeres azotadas por haber cometido adulterio. Alemania reportaría orden, justicia y técnicas agrícolas modernas. Habían creado el primer servicio aéreo regular. Los aviones cubrían el trayecto entre Viena y Kiev en ambas direcciones como si fueran trenes. Habría una red de vuelos por toda Europa después de que Alemania ganase la guerra. Y Walter y Maud criarían a sus hijos en un mundo pacífico y bien ordenado. Pero esa oportunidad de vencer en el campo de batalla no habría de durar mucho. Los norteamericanos habían empezado a llegar en grandes cantidades. Habían tardado casi un año en organizar un buen ejército, pero en esos momentos había trescientos mil soldados estadounidenses en Francia, y seguían llegando más a diario. Alemania tendría que ganar pronto, conquistar Francia y empujar a los aliados hacia el mar antes de que los refuerzos estadounidenses inclinaran la balanza. El inminente asalto había recibido el nombre de Kaiserschlacht, la batalla del Káiser. De un modo u otro, sería la última ofensiva de Alemania. Habían vuelto a destinar a Walter al frente. Alemania necesitaba a todos sus hombres en el campo de batalla, sobre todo habiendo muerto tantos oficiales. Se le había asignado el mando de un Sturmbataillon -tropas de asalto-, y tanto él como sus hombres habían reci bido un curso de adiestramiento sobre las últimas tácticas. Algunos eran veteranos curtidos; otros, muchachos y ancianos reclutados a la desesperada. Walter había llegado a apreciarlos durante el curso, pero tenía que cuidarse de no sentir excesivo afecto por hombres a quienes podría verse obligado a enviar a la muerte. Al mismo curso había asistido Gottfried von Kessel, antiguo rival de Walter en la emba jada alemana de Londres. Pese a su mala vista, Gottfried era capitán en el batallón de Wal ter. La guerra no había hecho mella en su fanfarronería. Walter inspeccionó el territorio aledaño con los binoculares. Era un día frío y despejado, con buena visibilidad. En el sur, el ancho río Oise fluía entre marismas. Al norte, la fértil tierra estaba salpicada de caseríos, granjas, puentes, huertos y pequeñas arboledas. A algo más de un kilómetro al oeste se encontraba el entramado de trincheras alemanas, y más allá, el campo de batalla. Aquel mismo paisaje agrícola había sido devastado por la guerra. Los yer mos trigales lucían cráteres similares a los de la Lu na; todos los pueblos estaban reducidos a pilas de piedras; los huertos estaban arrasados, y los puentes, destrozados. Si enfocaba bien los binoculares, alcanzaba a ver los cadáveres en descomposición de hombres y caballos, y los armazones de acero de tanques abrasados. Al final de aquel erial se encontraban los británicos. Un repentino estruendo lo hizo mirar hacia el este. Nunca antes había visto el vehículo que se aproximaba, pero había oído hablar de él. Era una pieza de artillería autopropulsada, con un cañón gigantesco y un mecanismo de disparo montado sobre un bastidor y un motor de cien caballos. Lo seguía de cerca un resistente camión cargado, presumiblemente, con munición de tamaño proporcional. A continuación, iban dos 503