Capítulo VI El uranio puso en peligro nuestras vidas El director

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Capítulo VI
El uranio puso en peligro nuestras vidas
El director anotó en su agenda de bolsillo: el día 12 de junio, a las
ocho de la noche, conferencia en el Paraninfo de la universidad. Tema:
“¿Hubo contaminación por uranio en el accidente de los jumbos en Los
Rodeos en 1977?”. Le dio a su secretaria, Ana, un texto sobre el asunto
para ser publicado en una revista especializada que lo había pedido. Y se
olvidó del tema hasta el día señalado.
Dada la personalidad del conferenciante, el auditorio se llenó. El
periodista, para curarse en salud, indicó al comienzo de su charla que
aquellas eran unas notas deslavazadas sobre una experiencia inolvidable y
terrible. Muchas veces había contado su actuación en el lugar del accidente
de los dos grandes aviones, el más grave de la aviación comercial ocurrido
jamás en el mundo.
“Si lo analizamos fríamente”, comentó el director al auditorio, “se trató
de un accidente de tráfico; ninguna de las aeronaves llegó a volar, sólo una
de ellas, la de KLM, levantó ligeramente el morro, en un intento
desesperado del piloto por evitar al aparato de Pam Am, que rodaba por la
pista principal”.
No era cierto que su disertación se redujera a meros apuntes de un
periodista en acción. Había estudiado el tema a fondo; había visitado
bibliotecas de los Estados Unidos; conocía de memoria el informe de la
Comisión de Accidentes; consultó a la FAA americana (Federal Aviation
Administration) y con ingenieros de la Boeing Company había hablado de
aspectos técnicos relacionados con el siniestro; y también con pilotos de
jumbo, sobre todo con Frederick Moscoso, un cubano americano con
10.000 horas de vuelo en ese tipo de aparatos. Además, se entrevistó en
varias oportunidades con mecánicos y expertos en seguridad aérea.
Su conferencia era esperada, tantos años después de ocurrido aquel
suceso que él cubrió para su periódico, como celebradas fueron las mil
veces que contó los hechos a sus alumnos antes de aquel 12 de junio.
La disertación del director fue, pues, medida, brillante y exacta; pero
mucho más animado resultó el coloquio posterior, en el que participó una
docena de asistentes, la mayoría discípulos suyos. Intentaban demostrarle
los chicos y chicas del último curso de periodismo que con preguntas
certeras se puede llegar a la verdad en esta profesión.
“¿Qué verdad?”, preguntaba en voz alta el conferenciante, “¿la tuya, la
mía, la de Boeing, la del químico al que creían loco que recogió las
muestras de uranio en La Laguna, la de KLM, la de Pan Am? Lo único
cierto es que el accidente se produjo el 27 de marzo de 1977 y provocó 583
muertos; y 61 supervivientes pudieron contarlo, luego existen otras 61
versiones de lo que sucedió, más los informes oficiales y las absurdas
teorías que genera la imaginación popular”.
“Los periodistas”, añadió el director citando a Edmundo About,
“escribimos cosas que deben ser devoradas como los pasteles, nada más
salir del horno”. ¿Qué hacemos aquí hablando de todo esto treinta años
después?”.
“Cierto es”, continuó su charla, “que un viejo químico comprobó con
pavor, hurgando con un contador Geiger entre la chatarra de los aviones
accidentados que compró a un gangochero de La Laguna, que las agujas se
disparaban sospechosamente. Tras investigar, supo que varios tipos de
aviones, entre ellos muchos Boeing 747, llevan en las alas, como
contrapeso, unas barras de depleted uranium, uranio empobrecido 238. Este
material, de poco volumen y muy pesado, es inofensivo a temperaturas
moderadas, pero a 500 grados y más emite unas partículas que al inhalarse
son mortales. Los aviones que ardían generaron más de 1.200 grados de
calor, según los expertos de la FAA”.
La curiosidad del auditorio era grande. El conferenciante domina la
comunicación:
“El uranio empobrecido es un subproducto del proceso de
enriquecimiento del uranio y su radiactividad es de un 60% del natural. A
500 grados de temperatura desprende unas partículas que se alojan en los
pulmones durante años. Y el tiempo de incubación de los tumores que
puede producir el uranio 238 oscila entre los 5 y los 60 años. De manera
que todos los que nos hallábamos cerca de los aviones que ardían el 27 de
marzo de 1977 estamos todavía expuestos a las consecuencias de aquel
accidente, incluidos los supervivientes del mismo; y aun la gente que vivía
en las poblaciones próximas”.
Un alumno ha preguntado en el coloquio si se ha hecho un seguimiento
de la salud de las personas que se hallaban aquel día en el lugar. La
respuesta del conferenciante fue prudente:
“No, no, al menos que yo sepa. Y si yo no lo sé es que probablemente
jamás se realizó el censo de las personas que permanecieron en la zona de
las deflagraciones, unas para salvar vidas y el resto como víctimas”.
Otra asistente se interesó por las compañías aéreas cuyos aviones
incorporaban este material peligroso en las alas:
“Son varias, TWA, Pan Am, United, Delta. Northwest, American
Airlines, Quantas, Lufthansa, Air France, Alitalia, British Airways, Air
China, SAS, Swissair y El Al, entre otras”, dijo el periodista. “Cada uno de
los aviones siniestrados en Tenerife transportaba 1.500 kilos de uranio 238,
en sus alas. Todo quedó en la Isla. Un representante de “Lloyd´s” conservó
como pisapapeles una de estas barras por un tiempo, hasta que se dio
cuenta del peligro potencial que corría, aún con el material en estado frío.
El representante de la Junta de Energía Nuclear española que estuvo en
Tenerife para inspeccionar los restos de los jumbos, tras una denuncia
periodística amparada en el informe del viejo químico, me dijo que bastaba
con un buen lavado de manos después de coger la barra de uranio 238 para
evitar efectos posteriores de picores y pequeñas radiaciones”.
La gente se deshizo en aplausos. Calmados estos, continuó el turno de
preguntas.
“¿Y qué fue de esos 3.000 kilos de uranio, señor?”, se interesó una joven
estudiante de física.
“No lo sé; esto es precisamente lo que me atormenta ahora. Ignoro dónde
fueron a parar, si se hizo buen uso de él, si alguien ignorante lo tiene
escondido en su casa. Lo cierto es que, tras el accidente de Amsterdam,
ocurrido en octubre de 1992, cuando un Boeing 747 de la compañía
israelita El Al se estrelló en aquel aeropuerto, un portavoz de la empresa
Nuclear Metals, que proporciona a la fábrica el uranio empobrecido,
reconoció que los contrapesos de depleted uranium que portan estas
aeronaves arden rápidamente a 500 grados de temperatura. Ello supone su
diseminación al medio ambiente en partículas microscópicas de una micra
(milésima de milímetro), potencialmente inhalables y cancerígenas,
generadas a temperaturas de 1.200 grados, típicas de este tipo de
accidentes, como el de Tenerife. Y lo peor, querida amiga”, terminó el
conferenciante, “es que el uranio empobrecido contiene plutonio y
neptunium, extremadamente tóxicos y cuya vigencia dura eternamente”.
Al siguiente día, algunos medios resaltaron con titulares alarmantes las
revelaciones del director, que terminó sus palabras citando a Unamuno:
“muchas veces me he parado a reflexionar en lo terrible que es para la vida
del espíritu la profesión del periodista, obligado a componer su artículo
diario y ese nefando culto a la actualidad que del periodismo ha surgido. El
informador a diario no tiene tiempo para digerir los informes mismos que
proporciona”.
Cerró su block de notas, dio por concluido el coloquio y, cabizbajo, salió
a la calle, en medio de un bosque de admiradores. Cuando sintió el aire
fresco de junio en su cara, el director pronunció en voz alta, y esta vez sólo
lo escucharon su chofer y el escolta, una de sus frases favoritas:
“Me estoy poniendo viejo”.
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