Jesús y la solidaridad con las víctimas Felipe Zegarra En relación con la punzante discusión que encuentra acogida en los medios de comunicación sobre la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación, cuando se acerca la fecha de publicación de su Informe final, parece necesario partir hoy de algunas preguntas o, mejor dicho, de algunos problemas: ¿Por qué en el Perú nos cuesta tanto, frente a las muy numerosas víctimas de la violencia armada, comportarnos solidariamente? ¿Por qué se nos hace tan difícil mirar de frente la verdad de lo ocurrido? ¿Será que vivimos una verdadera crisis de valores que nos ha alejado de nuestras raíces culturales y cristianas, en definitiva humanitarias? No pretendo responder definitivamente a estos interrogantes. Pero sí me parece urgente comenzar a pensar en ellos, y para que no sea esto una promesa más, me dedico a exponer algunas respuestas. Lo vivido entre los años 1980 y 2000 ha sido una experiencia muy grave. Probablemente, habría que retroceder hasta 1879 y los años siguientes para encontrar algo parecido. Los mayores –yo pasaba de los 40 cuando todo comenzó– podíamos ser muy fuertes, muy vulnerables, o estar en los “grupos” intermedios entre ambos extremos; por otra parte, el conflicto nos tocó personalmente de lejos, o de cerca. Para los que se acercaban al grupo de los emocionalmente más vulnerables y que vivieron con proximidad lo ocurrido, olvidarse de ese pasado puede funcionar como un mecanismo inconsciente de defensa. Otro grupo es el de quienes fueron niños durante los años más violentos y, por ser niños, eran entonces frágiles; creo que en este caso, el factor de lejanía o cercanía es menos importante, porque no se trata ya sólo de relaciones interpersonales afectadas, sino también de hechos objetivamente aterrorizantes (bombas, apagones, estados de excepción, etc.) que se dieron casi en todo el territorio nacional. En tales condiciones, la actitud defensiva es aún más explicable, salvo que comportamientos efectivamente pedagógicos de padres, profesores u otros hayan propiciado oportunamente el mirar de frente la realidad para darle sus verdaderas dimensiones. Y los “casos” podrían seguir. Pero no pueden ocultarse otros aspectos, que sobre todo en las grandes ciudades de la costa y particularmente en Lima metropolitana fueron muy notorios. Me refiero sobre todo a una disposición de indiferencia, por discriminaciones de vieja data, respecto a algunos (ojo: no se decía “personas”) que “no son gente como uno” desde puntos de vista económicos, sociales, étnicos1, o frente a las mujeres. En este asunto, el tema de la “herencia colonial” sigue teniendo vigencia: al paralelismo de la república de indios y la república de españoles sucedió una república aristocrática, y a ésta una república oligárquica. En nuestro país, es preciso reconocerlo, las distancias humanas han sido y siguen siendo enormes. Cualquiera que se ponga a reflexionar un poco puede recordar muchas manifestaciones de eso. Personalmente, entre decenas de experiencias, evoco con dolor la expresión de una persona, por otra parte de mentalidad muy abierta y moderna: “Soy demócrata, pero me apesta el demos”. Y surgen entonces otras preguntas: ¿Es el Perú un país verdaderamente democrático y moderno o, más allá de los escaparates y de las expectativas de posesión, continuamos en la época arcaica? Y más a fondo: ¿El mensaje cristiano llegó a informar las acciones, conductas y comportamientos de quienes se precian de ser “muy católicos”? No tengo a la mano ni en la memoria los textos precisos, pero recuerdo que Juan XXIII, y después de él las conferencias episcopales de Medellín (1968) y Puebla (1979) proponían a las iglesias de América Latina Páginas, N°182, pp. 12-16, 2003. 12 Felipe Zegarra – Jesús y la solidaridad con las victimas cuestiones contundentes. del todo semejantes y adelantaban respuestas Por eso me remito ahora a grandes textos de este mensaje. En realidad, lo primero que me viene a la mente es identificarlo más precisamente. Se trata del evangelio, es decir, de una buena nueva, de la Buena Noticia de Jesús (cfr. Marcos 1,1). Juan Pablo II, en su primera y programática encíclica, sobre Cristo Redentor de la humanidad (marzo 1979), decía: “Este profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo” (n. 10). Desde el magisterio eclesiástico se nos invoca a vivir admirativamente ante la dignidad del ser humano, de cada ser humano. Y, en consecuencia, a considerar como un atentado contra el evangelio y contra el propio Jesús cualquier agravio contra un ser humano. ¡Qué lejos está este texto de las religiones de Estado! ¿Cuáles son las razones que fundamentan esta aseveración del actual Pontífice? Son por cierto muchas, y las más importantes se encuentran en el Segundo o Nuevo Testamento. Es imposible que trate de todos los pasajes pertinentes. Solamente quisiera comenzar recordando la identificación que el Señor resucitado hizo en la parábola del juicio final: Tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; era foras-tero y me acogieron; estaba desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; en la cárcel, y vinieron a verme… Les digo que cuanto hicieron a uno de estos mis hermanos más pequeños (o insignificantes), a mí me lo hicieron (ver Mateo 25,31-46). Voy a detenerme más en la parábola del Buen Samaritano (Lucas 10,29-37). Jesús había encarado previamente (10,25-28) la apremiante pregunta de sus constantes adversarios respecto de las normas más importantes del judaísmo. El diálogo insiste mucho en el verbo “hacer”: “¿Qué debo hacer para tener en herencia vida eterna?”, pregunta el legista; “haz eso y vivirás”, le dice al final Jesús. La respuesta, dada por el mismo interrogador, pone en un mismo nivel el amor a Dios y el amor al prójimo (“como a uno mismo”). Y eso lleva al preguntón a insistir, y lo hace desde la perspectiva de quien vive centrado en sí mismo: “Y ¿quién es mi prójimo?”. Parece que esperara una contestación muy limitada, como esa que dice que «el amor comienza por casa», por la “gente como uno”. Jesús utiliza entonces su método preferido, el de comparaciones muy sencillas. Y habla de un hombre asaltado, golpeado y abandonado en el camino; cuenta que dos personas muy religiosas –un sacerdote y un levita– se alejaron del herido, quizá para no incurrir en impureza legal, según las reglas de esa sociedad; y por fin presenta a un samaritano, miembro de un pueblo despreciado por su interlocutor. Este samaritano se conmueve en sus entrañas frente al golpeado y, aunque no lo conocía, se aproxima a él –es decir, se convierte en su prójimo– y actúa decididamente hasta lograr su curación: Jesús reitera en este momento de su relato la importancia de la acción: “Vete y haz tú lo mismo”. Los términos para referirse a las llagas de quien sufrió el maltrato son prácticamente ignorados en los grandes diccionarios bíblicos. Plegé significa “plaga” en más de una docena de textos del libro del Apocalipsis, y “azote” en dos textos de Lucas y dos de Pablo2; solamente en la parábola (Lucas 10,30) y en Hechos 16,33, y en tres textos del Apocalipsis significa “llaga” o herida. Trauma aparece una sola vez en todo el Segundo Testamento, y es en nuestro texto (10,34). El Samaritano –que los Padres de la Iglesia asimilan a Jesús– “vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino”, es decir, lo que tenía en el morral. Llama la atención que, en otro texto de Lucas, el carcelero que custodiaba a Pablo y a Silas, después de escuchar la palabra del Señor, “los tomó consigo y les lavó las heridas” (Hechos 16,33), en un gesto que exterior e interiormente tiene una gran similitud con el ya mencionado del Samaritano. Esta parquedad terminológica puede ser asociada teológicamente con otros textos de la Biblia griega. Es sobre todo el evangelio de san Mateo el que, con términos algo distintos, sintetiza la actuación de Jesús diciendo antes del primer discurso3: “Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad (nóson) y toda dolencia (malakían) en el pueblo» (4,23), lo que repite antes del segundo discurso: “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia” (9,35). El evangelista agrega, casi a renglón seguido, que Jesús envió a sus discípulos otorgándoles “poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda Páginas, N°182, pp. 12-16, 2003. 13 dolencia” (10,1; cfr. Lucas 9,1). Pero el texto clave es sin duda un pasaje de la primera sección narrativa, por la referencia a la figura del Servidor de Dios: “Al atardecer, le trajeron muchos endemoniados; él expulsó a los espíritus con una palabra, y curó a todos los enfermos, para que se cumpliera el oráculo del profeta Isaías: “El tomó nuestras flaquezas (astheneías) y cargó con nuestras enfermedades (nósous)” (8,16-17). El recurso a la figura del Servidor de Yahveh –el texto citado arriba proviene de Isaías 53,4– es explícito en el evangelio de Mateo, quien menciona el primero de los poemas proféticos en 12,15-21, y tiene como telón de fondo de otros seis textos cristológicos diferentes versículos del cardinal capítulo 53 de Isaías4. Pero este procedimiento es fundamental en la construcción de los tres evangelios sinópticos –Marcos, Mateo y Lucas–, que redefinen de raíz las expectativas mesiánicas de los contemporáneos de Jesús desde el tema del humilde servicio a Dios y a la humanidad. Así, pues, la actitud del Buen Samaritano, más allá de las interpretaciones aludidas de los Padres de la Iglesia, es una enseñanza esencial de Jesús, en su predicación y, como muestra de su absoluta coherencia, en su constante accionar, que destaca su radical solidaridad con todos los dolientes. Esto es algo que quienes quieren seguir a Jesús no pueden dejar de lado, menos aún en circunstancias como las actuales. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación está poniendo en evidencia, ante todos los peruanos, la urgencia de revisar las actitudes más profundas y los comportamientos cotidianos, para aproximarnos –o hacernos verdaderamente prójimos– de las víctimas de esos años terribles, que en su inmensa mayoría proceden de los sectores más marginados y excluidos de nuestro país. Es una ocasión excelente para profundizar en nuestras opciones fundamentales. 1 Desde la antropología cultural y la antropología física, hablar ahora de razas es simplemente anacrónico. Lucas 12,48 y Hechos 16,23; y 2 Corintios 6,5 y 11,23. Mateo ordena la parte central de su evangelio (capítulos 5 a 25) en cinco discursos, intercalando cuatro secciones narrativas. 2 3 4 Ver 16,13-24; 17,22-23; 20,17-28; 26,1-2; y sobre todo Mateo 20,28 y 26,28. Páginas, N°182, pp. 12-16, 2003. 14