Aprecio-desprecio y voluntad

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Aprecio, desprecio y voluntad
—en la emergencia de la discusión sobre el cuerpo en la filosofía
contemporánea1—
1ª. Lección – Borrador de trabajo
Germán Vargas Guillén
Profesor titular
Universidad Pedagógica Nacional
Bogotá, 22 de febrero de 2016
En esta Lección se dan tres pasos: en el primero se transcribe, o sintetiza,
en sentencias cada uno de los párrafos del fragmento “De los
despreciadores del cuerpo”, del texto de Nietzsche Así habló Zaratrustra; a
su manera, es un “ejercicio de comprensión”. En el segundo, se lleva a
cabo la lectura de cada sentencia —en dirección fundar una “hipótesis de
trabajo”— y se expone un “ejercicio de interpretación”; en el tercer paso, se
presenta la “hipótesis de trabajo” que funda el curso y, a su vez recoge el
recorrido previo.
I
1. El cuerpo es condición de posibilidad del habla, del decir.
2. Hay identidad entre cuerpo y alma. En esto consiste la infancia.
3. La sabiduría reconoce el cuerpo, como unidad íntegra que integra el
alma.
4. El cuerpo, como unidad, unifica los contrarios: guerra-paz, rebañopastor.
5. La razón, o el espíritu, instrumento del cuerpo.
6. El cuerpo hace (al, el) “yo”, mediante la razón lo dice o nombra.
7. Lo anímico (sentido y espíritu) nunca tiene final; es vanidad.
8. “Sí-mismo”: trasfondo de sentido y de espíritu; aquél ve y oye con éstos.
9. El sí-mismo compara, subyuga, destruye, domina y es dominador del yo.
10. El sí-mismo habita y es el cuerpo.
11. El cuerpo esplende y es razón, sin saber para qué.
12. El sí-mismo tiene por andaderas del yo al pensamiento, mediante
conceptos.
13. El yo sufre, reflexiona, devela el deber del pensamiento.
14. El sí-mismo (cuerpo) siente placer; el yo se alegra, reflexiona, piensa,
devela el deber.
15. Despreciar es un modo de apreciar el cuerpo. ¿Qué crea aprecio,
desprecio, valor, voluntad?
1 Nietzsche,
Friedrich. (2003). Así habló Zaratustra. Madrid, Alianza Editorial, trad.
Andrés Sánchez Pascual. Fragmento: “De los despreciadores del cuerpo”; págs. 64 á 66.
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16. El sí-mismo (cuerpo) es el creador de: apreciar, despreciar; placer,
dolor. El cuerpo creó el espíritu (=mano de la voluntad).
17. También el sí-mismo tiene voluntad de morir, se aparta de la vida.
Incluso los despreciadores del cuerpo sirven al sí-mismo (vid. 1).
18. (El sí-mismo) quiere crear por encima de sí, este es su deseo.
19. (Pero) es demasiado tarde para él y por eso quiere hundirse en su
ocaso.
20. El hundimiento en el ocaso, la incapacidad de crear, es el motivo del
desprecio del cuerpo.
21. El desprecio del cuerpo es enojo contra la vida y contra la tierra:
oblicua mirada de envidia.
22. El desprecio del cuerpo no es puente hacia el superhombre.
II
1. El cuerpo es condición de posibilidad del habla, del decir
En efecto, quien habla es un cuerpo y a quien se habla es a un cuerpo. El
decir, el habla eleva a estructuras predicativas, proposicionales o
apofánticas lo que ha sido, es o puede ser experiencia humana de mundo.
Desde luego, se puede interpelar por la fantasía, por los “mundos ideales”
o los “mundos de ficción”. Éstos son o pueden ser creados merced al
habla, que, a su vez, profiere un cuerpo para o dirigirla a otro cuerpo que
se encuentra o se puede encontrar en la experiencia fáctica, el “MundoUno”.
Se habla (escucha, escribe) con el cuerpo. Éste no sólo expresa, sino que
contiene “marcas”, “señas”, “enseñas”. También sobre el cuerpo queda
registro de la experiencia de vida, como huella o testimonio; y, a su vez, él
expresa no sólo los estados mentales actuales, sino que proyecta o indica
posibilidades de su ser, su hacer y permanecer o desaparecer, esperar,
desesperar, etc., en el tiempo por venir.
Lo dicho, en cierto modo, está al mismo tiempo más allá y más acá del
cuerpo. En el primer sentido, sobrepasa u opera trascendentalmente, a
través del pensamiento, dando sentido a lo que ha sido en sí experiencia de
vida. En el segundo sentido, nada de lo dicho logra capturar, de manera
final o definitiva, lo sido; lo dicho está más acá de lo que es dado llegar a
expresar o exponer.
2. Hay identidad entre cuerpo y alma. En esto consiste la infancia.
La infancia, el ser-niños o el ser-como-niños: antes de Lyotard, aparece
aquí el reclamo de la postmodernidad, de la postmodernidad explicada a
los niños. La infancia no se trata ni de un estado de “pureza”, cándido, en
el que aún no han hecho presencia las potencias del mal. Tampoco se
trata de una “naturaleza” —buena o mala— que por fuerza llegará a tener
o a tomar un determinado “destino”. Antes bien, se trata de una capacidad
de volver a comenzar, de la manera más espontánea imaginable. No se
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trata, entonces, de un estado, sino de un proceso: siempre capaz de
descubrir, de redescubrirlo todo. En ella todavía no hay canon. Por eso
mismo, no hay bien; tampoco mal. No hay belleza ni fealdad dadas. Las
cosas no se comprenden a partir del cálculo “racional”, según cualquier
régimen de pérdidas y ganancias, de dolores y placeres, etc.
La infancia es un estado de curiosidad que no conoce y, en consecuencia,
no teme el peligro. Sólo quien se halla ante esa curiosidad, el thaumazein,
puede crear, desplegar las potencias anímicas. Esta identidad cuerpo-alma
trae consigo el desafío del pensar —un pensar que se pierde en imágenes,
sueños, ensueños, sotosueñecillos; a veces llega a “ideas” y vuelve a
desecharlas: nada es tan serio como para quedarse a morar en
“excrecencia”— y si éste ocurre tras una densa tarea de destrucción y de
deconstrucción, entonces sobreviene el filosofar como un eterno
recomenzar de la tarea (del pensar).
3. La sabiduría reconoce el cuerpo, como unidad íntegra que integra el alma.
¿Qué sabe el cuerpo? Todo. Al menos todo lo que se ha llegado a saber. Y
lo sabe de manera “racional” tanto como “irracional” o “no-racional”;
incluso sabe que la inteligencia es, en su devenir, uno de los modos como
se ha manifestado en su relación consigo mismo, con los otros, con el
mundo. A su turno, si se habla de la sabiduría como algo más o menos
autónomo con respecto al cuerpo: ella sabe que “habita” en éste.
La sabiduría incluye el conocimiento; no al revés. Aquélla abarca lo
pulsional, lo sensitivo, lo afectivo, lo sentimental, lo imaginativo, lo
ficcional; éste, en cambio, se atiene a lo demostrativo, a lo argumentativo,
a lo racional. El cuerpo sabe y conoce. Su tránsito por estas dos
dimensiones es, al mismo tiempo, la experiencia corporal de mundo. El
cuerpo es la unidad que unifica saber y conocimiento.
El alma, lo anímico, lo que anima al cuerpo es el mundo, la experiencia
mundanal del mundo. También es lo que, en otras circunstancias,
desanima, desilusiona, desengaña. Al cuerpo está integrado, unido en
unidad indisoluble, el alma de cada quien y del mundo, del estar juntos o
separados. De ahí que se pueda decir:
4. El cuerpo, como unidad, unifica los contrarios: guerra-paz, rebaño-pastor.
Nietzsche insistió en El libro del filósofo que la filosofía es un ejército de
metáforas. Guerra y paz quizá puedan equivalerse a Θάνατος y a Ἔρως;
entre tanto, rebaño y pastor quizá indiquen pulsión y razón.
Respectivamente, se reenvía de un contrario a otro. Ninguno de ellos
puede existir sin su polo correlativo. Esta unidad se torna, una y otra vez,
devenir, transformación, cambio.
De lo que se trata cuando se menciona el título cuerpo —en particular:
cuerpo humano (Leib)— es de una unidad que unifica: tiempo, a saber,
pasado, futuro, en y desde el presente viviente del cuerpo en su mundear;
espacio, a saber, aquí, allá, adelante, atrás, encima, debajo, etc., hasta
crear o constituir el “sistema de los lugares”; causalidad, que lleva a
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transformarla en motivación; etc. En su función unificadora, el cuerpo
temporaliza la duración, espacializa los lugares, da con la causalidad y la
motivación a partir del suceder y de los sucesos, etc.
La unidad creada por la unificación que opera el cuerpo es así, pero
puede ser de otra manera. Existen leyes de desenvolvimiento de la unidad;
pero no las hay para creación o la emergencia de la unidad originaria.
También ésta pudo y puede ser de otra manera.
5. La razón, o el espíritu, instrumento del cuerpo.
En sí, hay razón(es) para que la estructura corporal de un determinado
individuo, en un momento en el tiempo, sea así y no de otra manera
(modus essendi); y, sin embargo, ésta puede o no ser conocida, explícita o
implícita (modus cognoscendi).
¿Por qué y para qué el cuerpo sabe, conoce? Una hipótesis indica que el
cuerpo “aventura” posibilidades tanto de adaptación como acomodación al
medio tanto por el saber como del conocimiento. Si se valida esta hipótesis,
entonces tiene sentido pensar que la razón tanto el como el devenir y el
despliegue de los símbolos, esto es, el espíritu, son instrumentos del
cuerpo.
Tanto la razón como el espíritu: calcular y desplegar el horizonte histórico,
como cuerpo individual-individuante y colectivo, en individuación, son
modos de hacer-se a un proyecto para sí y para todos. Por supuesto,
ningún tanteo en uno u otro ámbito (razón, espíritu) está exento de
ambigüedades, de extravíos, de equívocos.
6. El cuerpo hace (al, el) “yo”, mediante la razón lo dice o nombra.
La trascendencia del ego depende de la razón, esto es, de que ésta lo
nombre, lo predique, lo eleve al plano de la reflexión (por antonomasia:
plano de la reflexión trascendental). Mediante la razón, a través de
proposiciones, objetiva —o torna en objeto, pone o antepone— la
experiencia de sí en el mundo, al pensar, bajo el título “yo”. El “yo” es
efecto de los actos ponentes que se llevan a cabo mediante la razón. En
este sentido, la razón objetiva al “yo” cuando se reflexiona sobre la
experiencia corporal de mundo.
Ahora bien, una vez constituido el “yo”, por efecto de la reflexión, éste
mismo (“yo”) adquiere la cualidad de espejo en el cual se refleja la
experiencia corporal de mundo. Así, según esta “versión de o en el espejo”:
soy yo quien se engorda o se enferma, se alegra o se accidenta, etc. Así,
pues, el cuerpo en actitud reflexiva produce o pone el “yo” y una vez
puesto éste el cuerpo se refleja en él. En la reflexión, el “yo” puede
quedarse como mero reflejo del cuerpo vivo, viviente; o puede retornar a sí
con ejercicios de relajación, de desasimiento, de superación del “yo”.
La propiedad refleja y reflexiva del “yo” hace que éste sólo se efectúe como
representación. Al igual que cualquier imagen especular, que sólo ofrece
escorzos o aspectos de lo que refleja, el “yo” no ofrece una imagen ni
completa ni fiel del cuerpo. Sólo representa “indicialmente” la totalidad de
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la unidad de la experiencia corporal de mundo, de la cual sólo ofrece
“instantáneas” o “imágenes estáticas” que pueden ser sucedidas una a
una, en fotogramas, sin captar plenamente el movimiento, el tiempo, la
historicidad (del cuerpo).
7. Lo anímico (sentido y espíritu) nunca tiene final; es vanidad.
Ahora resulta comprensible que se tenga que valorar lo anímico, sentido y
espíritu, como vanidad: el “yo”, imagen especular del cuerpo que el cuerpo
produce especulativamente mediante la reflexión, es nada. También a esto
llegó Nagarjuna y la filosofía en la India: de lo que se trata es de aquietar la
mente, de abandonarla, de internarse en el Uno, de ser uno con él en una
sintonía cósmica. Pero en Occidente todo resultó al revés: sin el título ego
no habría sido posible la emergencia de la reflexión, primero; de la
filosofía, luego; en fin, como proyecto destinal, de la ciencia; y, más
recientemente, de la tecnología.
Es borroso el límite entre el “yo” y su representación; su eidos es su
representación. Y, sin embargo, parece contenerlo todo, dar cuenta de
todo. Se trata, en buena cuenta, de la controversia Jacobi-Fichte: lo
objectum que es lo lanzado o puesto por la reflexión, nada o simple imagen
especular, se ha tornado “cosa”, incluso “cosa misma”; lo subjectum, que
siempre estuvo como “lanzadera que lanza debajo de lo lanzado” ahora se
pone en cuestión: se olvida que subjecta era la piedra, el árbol, el río; entre
tanto, objecta era el reflejo, la idea, la representación de piedra, árbol o río.
Esta transmutación es la que llevaría, y en efecto llevó, según Jacobi,
inexorablemente al nihilismo.
No importa que en la “cercanía” de Nietzsche estuviera E. Rhode
esclareciendo lo noción psique. El problema no es ni la psique, ni el alma,
ni lo anímico; ni tan siquiera, lo espiritual —sea como fuere que se le
defina—. El problema es el “yo”, la preeminencia del pensar, el imperio del
cálculo, la reducción del todo de la experiencia corporal de mundo al mero
efecto de la razón. A esto lo llamó el propio Nietzsche “El canto del gallo del
amanecer del positivismo” (Aurora); pero, con ello, es igualmente la caída
sin índice de recuperación de toda la cultura en el nihilismo: todo es nada,
todo tiene el valor de nada, nada tiene valor de ser.
8. “Sí-mismo”: trasfondo de sentido y de espíritu; aquél ve y oye con éstos.
¿Quién es cuerpo, a una con razón, sentido y espíritu? En síntesis, el símismo. El sentido no sólo alude a lo sentido, esto es, a lo que es materia o
esfera de la sensibilidad —en esta dirección, lo que el cuerpo vive y efectúa
en su mundear—, sino que refiere el valor de ser que cobra lo vivido en la
experiencia de ser que tiene el sí-mismo. De este modo, el cuerpo obra
desde su mundear desplegando sentido —dando y dándose sentido al dar
sentido: a esto se lo puede llamar “crear”—. Esta es, en fin, la base de la
razón, de la experiencia racional: hacer razonable, en unos caso; o, hacer
racional (el querer-ser-racional) el sentido de ser al dar sentido al ser en la
apertura de un horizonte de ser.
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La sensibilidad que funda tanto el sentido como el sentir es, entonces, el
oír, la escucha atenta en que se revela el ser. La razón, a su turno, es un
puro ver —tránsito del tiempo en la fugacidad de su darse a la presencia:
esencia que se presenta—. El oír (sensibilidad) y el ver (razón) son dos
modos de sentir del cuerpo que efectúan el sentido y la comprensión.
En fin, el cuerpo en su devenir espiritualiza el mundo: lo eleva a sentido y
lo proyecta en un horizonte de ser; el cuerpo es, a su manera, el ámbito de
despliegue de mundo en su sentido y en su valor de ser. Todo esto lo vive,
lo experiencia, el cuerpo que se percata de ser en su ser la fuente de
sentido de ser, a saber, lo experimenta cada quien como sí-mismo como
espíritu.
9. El sí-mismo compara, subyuga, destruye, domina y es dominador del yo.
El sí-mismo no es, entonces, mera razón, ni mero sentido; es espíritu. El
“yo” que se ha mostrado, en cuanto ego, como punto arquimédico de todo
queda, entonces, reducido (esto es, atado; pero, también re-conducido) al símismo. Éste es, al mismo tiempo la pura corporalidad que toma
consciencia de su ser y de su hacer en el mundo, esto es, de su
efectuación de sentido y del despliegue de la razón que trae consigo su
actuar.
El sí-mismo no sólo pone en efecto el sentido y la razón de ser, en su
mundear; sino que se sobrepone, creando y mediante la creatividad, a todo
lo que él mismo ha creado. Es el sí-mismo es quien valora y, una y otra vez,
transmuta todos los valores o transvalora. El sí-mismo da sentido y razón de
ser, una y otra vez, sin satisfacerse con ninguna de las concreciones que
alcanza en su devenir.
Por eso, el sí-mismo quiere y no quiere, su propia realización; ésta es su
anhelo; pero nunca lo realizado, lo transmutado en realidad (res, “cosa”
que toma y tiene por sí y en sí misma “ser”, “mismidad”) colma el anhelo,
el ansia de ser; antes bien, lo impulsa, una y otra vez lo proyecta en la
infinidad de su sentido (“amistad de estrellas”; Ciencia jovial, 279). Por eso
al “yo” que, impetuoso, quiere erigirse como la razón racional, es lo que
sobrepasa el sí-mismo: lo subyuga, lo destruye, lo domina; y, de ahí resulta
ser dominador.
10. El sí-mismo habita y es el cuerpo.
¿Hay, entonces, un límite entre sí-mismo y cuerpo? Sólo hay unidad
entrambos. ¿Para qué o por qué se precisa de dos títulos? Se invoca así el
recurso a la Navaja de Occam: ¿multiplica inútilmente Nietzsche los entes
de razón? De esto, justamente, es de lo que se trata. La respuesta a la
última pregunta es. ¡No! No se trata de un mero “ente de razón”; el cuerpo
también es “ente que razona”, pero no sólo razona —ya está dicho—.
También quiere, siente, ama, etc. El error de Descartes, o de la
interpretación de Descartes, es tomar el todo (cuerpo) por la parte (cogito).
Ahora bien, el cuerpo se encuentra tanto en actividad como en pasividad.
A esto es lo que alude el título sí-mismo. Puedo escuchar atenta o
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distraídamente un sonido, una secuencia de sonidos, una melodía. Y, sin
embargo, no me percato de que estoy oyendo, aunque sé pasivamente que
oigo. Puedo, incluso, evocar, por el sonido presente, el sonido de la
cascada, el arroyo, la quebrada, etc. Y, sin embargo, “no soy yo quien oye”;
oigo en cuanto sí-mismo. Incluso, me puedo “transportar”, por la
evocación, a una situación, a un recuerdo, a una vivencia. El fluir
temporal está y es conmigo, soy yo mismo, es esfera de mi mismidad; en
fin, es esfera de lo que soy en cuanto sí-mismo.
Puedo o no llegar a “pensar” (¿cómo trazar el límite entre “pensar” y
evocar, recordar, fantasear, imaginar, etc.): considerar atentamente, sopesar, poner en una balanza. En fin, puedo o no, activamente, ponerme a
mí-mismo (en cuanto soy un sí-mismo) por tema al oír, al evocar, al
recordar, al imaginar, al fantasear, etc. También al pensar continúo siendo
cuerpo. Como sí-mismo puedo estar más o menos en posesión de mímismo. Incluso, al mejor estilo de la sentencia de G. Marcel: “¡No tengo, soy
cuerpo!”.
11. El cuerpo esplende y es razón, sin saber para qué.
Volvamos, de nuevo, la atención a la razón. Ahora queda un resultado
que es preciso examinar: Hay razón, tanto en el mundo mismo —como en
la enseñanza de Leibniz: “Todo es según razón suficiente”, esto es, nada
carece de razón, incluso la nada en la pregunta “¿Por qué es en general el
ser y no más bien la nada? (Principios de la naturaleza y de la gracia
fundados en razón; §7)— como en el sujeto al experimentar el mundo y en
la interacción o “correlación” mundo-sujeto.
Sin embargo, que se sepa, sólo el sujeto (cuerpo, sí-mismo; alma, sentido,
razón, espíritu) sabe que sabe. En él, la razón se hace racional o, al menos,
razonable. Y es quizá preferible el título “razonable” porque la razón no
sabe plenamente la razón de nada. Sólo lo sabe por aproximaciones. La
razón misma parece ser un télos, inalcanzable, inabarcable. En su
ingenunidad
(naïve)
la
razón
“naturalmente”
naturaliza
sus
comprensiones, como si fueran válidas, de una vez por todas, para todos y
en todos los casos.
La razón, prodigio de la expresión “yo” (reflejo del reflejo: “sueño en el
sueño de otro espejo”), “se baja de ese curubito” o de esa presunta altura
cuando se da cuenta que las cosas podrían ser de otra manera (El viajero y
su sombra). Que “lo que llamamos alturas, son despeñaderos” (como lo
enseñó Séneca). Que tanto un fin como una manera de pensar y ser es
razonable, en medio de otras posibilidades igualmente razonables. En fin,
cuando descubre que lo “irracional” es la pretensión de una única forma
de pensar, de ser, de orientarse en la experiencia humana (esto es,
corporal) de mundo.
12. El sí-mismo tiene por andaderas del yo al pensamiento, mediante
conceptos.
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Esto lo aprendió la filosofía al menos desde Kant: el “yo” que vive también
lo podemos llamar “yo empírico” (o “yo psicológico”); entre tanto, el “yo” que
está en funciones de pensamiento lo podemos llamar “yo trascendental”.
Nietzsche dijo de Kant: “Espíritu fino, de sutil pedantería”. ¿A qué tantas
distinciones? Desde luego, sin saberlo, Nietzsche coincide con Husserl en
que “El yo trascendental del señor Fichte es el mismo señor Fichte en
funciones de pensamiento”.
Pensar, quien lo duda, es una vivencia; sólo por una valoración
consideramos que es más “noble” que otras. Pero por “noble” y “escible”
que se la considere no es más, tampoco menos, que una vivencia. Empero,
con y en esta vivencia el “yo” se pone a sí-mismo como objeto de reflexión:
especularmente configura la representación de sí —también de los “otros”,
pero ellos no son tema aquí—. Creado a partir de un factum, este fictum
cobra valor de ser.
Entonces, la creación se vuelve contra su creador: en la reflexión, por
medio de ella, el reflejo se vuelve sobre lo reflejado, lo inquiere, lo juzga, lo
critica, le ordena. Ahora el “yo” “naturalizado” —en la formas de “moral”,
costumbre, hábito, norma, proyecto, ideal— pone unas “andaderas” que se
trocan en “anteojeras”. El cuerpo, la razón, todo, pretende ser sometido,
atado al mástil, con cera en los oídos —como lo pedía Ulises para no ser
atraído por el canto de las sirenas—, y anteojeras para ir en una única
dirección, de un único modo, con una única meta.
13. El yo sufre, reflexiona, devela el deber del pensamiento.
Detengamos la atención un poco más en el “yo”. Por su carácter primero
u original es, ante todo, una instancia e incluso una existencia patética: al
reflexionar cada quien toma conciencia de su ser, de su hacer, de su poder
llegar a ser en el mundo. En su patetismo, el “yo” sufre, es conciencia del
sufrimiento.
¿Por qué sufre el “yo”? En síntesis, porque toma conciencia —desde un
“lugar” de la verdad, del bien, de la belleza— de que este cuerpo, al que él
cree que le tiene que servir de guía, se aparta de los “ideales”, de lo “ideal”,
del “canon”. ¿De dónde viene todo esto? En su despertar natural a la
reflexión: el “yo” descubre que esto que vive como cuerpo (el cuerpo, un
cuerpo, “mi” cuerpo) no se adecúa a la verdad, al bien, a la belleza.
Todavía el “yo” en su naturalizada naturalización no ha hecho el recorrido
ni arqueológico, ni genealógico del gobierno de los cuerpos.
El “yo”, pues, aparece como deber, es en sí mismo el deber: la voz de la
conciencia. No le importa, no le puede importar, la carnalidad del cuerpo,
su entrelazamiento en y con el mundo. Él “cree” que tiene que llevar esa
carnalidad a los estratos más altos de la especulación metafísica en que se
ha “develado” la verdad, la bondad, la belleza. En su pulcritud, el “yo”
descubre lo falso, malo y feo, la suciedad del cuerpo en su existencia
mundanal.
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14. El sí-mismo (cuerpo) siente placer; el yo se alegra, reflexiona, piensa,
devela el deber.
Pero “el cuerpo sabe más que la llamada razón” (Herrera Restrepo, 2000).
El cuerpo no resiste la tentación de la carne y vence tal tentación
“sucumbiendo de pleno entre sus brazos”. Es el sí-mismo que, a sabiendas
de todo lo que le notifica la razón, el “yo-consciente”, se desata y explora el
mundo. Vuelve y reconoce que el primero de todos los instintos es el
“instinto de curiosidad” (Lust-dabei-sein): ese gusto de estar cerca de las
cosas. En su operar, el sí-mismo sabe que el deber es una creación —él o
alguien, por algo y para algo, lo ha creado— falible, como toda creación. El
sí-mismo no opera una dilucidación arqueológica o genética del deber, de
todo deber, pero tácitamente sabe que está en posición de hacerlo, de
develar la razonabilidad de otro modo de ser, de desbordar las márgenes
de la esencia.
La develación del deber que lleva a cabo el sí-mismo radica en que
descubre lo razonable. Al cabo, todo sistema de valores puede justificarse.
De este modo, todo sistema de valores es relativo. Entonces, si todo valor
cobra valor al hacerlo valer: ¿por qué no abrirse a otros modos de valorar,
de hacer, de ser? Ante este descubrimiento, el sí-mismo-cuerpo goza, se
abre a la fiesta, a la celebración, al encuentro de posibilidades inéditas de
ser.
La reflexión, pues, no sólo es camino unidireccional que lleva a un único
canon, a una única estructura del deber. Antes bien, en su mundear el símismo-cuerpo se sabe ante las posibilidades y ante los límites de lo que
Descartes llama la moral provisional: todo sistema de valores tiene sentido
en un marco de comprensión y con dirección a unas metas; pero todos
estos pueden cambiar. Sólo el sí-mismo-cuerpo puede hacerse tanto a esta
vivencia como a esta evidencia.
15. Despreciar es un modo de apreciar el cuerpo. ¿Qué crea aprecio,
desprecio, valor, voluntad?
Aprecio y desprecio son dos modos de valorar. Sea que el valor recaiga
sobre el cuerpo, el alma, el espíritu. “Precio” (pretiāre) indica el dar valor a
algo, concretamente, el valor pecuniario que se le otorga; pero también el
esfuerzo, pérdida o sufrimiento que sirve de medio para conseguir algo, o
que se presta y padece con ocasión de ello; y, al cabo, el
premio o prez que se ganaba en las justas (en castellano, es lo que indica
la RAE). No son, pues, claros los límites entre “precio” y “valor”; más aún,
se puede decir que “apreciar” es, igualmente, la acción que lleva al “valor”.
Ahora bien, hay que orientarse a lo que o a quien ejerce la acción, sea de
“apreciar”, sea de valorar. ¿Qué hace, quién hace, por qué lleva a cabo tal
acción? En último término, ¿cuáles son las fuentes de la acción de
“apreciar” (o “despreciar”) que tiene como efecto la constitución de un
valor? Así, entonces, al menos en comienzo, cabe decir: “apreciar” o
“despreciar” (esta última es la misma acción que la primera, sólo que en su
faz o aspecto “negativo”; de modo que la primera es una faz o aspecto
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positivo) tiene como efecto el otorgamiento de un valor. De este modo,
“apreciar/despreciar” son acciones mientras “valor” es una sedimentación,
en cierto modo, un juicio.
¿Cómo entra en juego aquí la voluntad? Alguien quiere o no quiere, pero,
¿por qué? Y alguien, desde luego, quiere o no quiere algo. El querer es un
enlace entre el polo de un quién (o polo subjetivo) y el polo de un qué (o
polo objetivo). Más aún, ¿para qué quiere o no algo el quién que ejerce la
acción de “apreciar/despreciar” algo? Son sólo preguntas indiciales que
dan cuenta de la preponderancia de la voluntad en todo esto, pero tan sólo
se anticipa su darse, su presencia, su despliegue. ¿Cómo, pues, entender
los alcances de la voluntad en los sujetos y en el mundo? O, ¿sólo
concierne a aquéllos y éste está “mudo” ante su acción?
16. El sí-mismo (cuerpo) es el creador de: apreciar, despreciar; placer, dolor.
El cuerpo creó el espíritu (=mano de la voluntad).
Al parecer, sólo el sí-mismo (cuerpo) es el que aprecia o desprecia puesto
que al vivir, en su experiencia de mundo o mundear, es quien siente dolor
y placer, gusto y disgusto, acoples y desacoples con y en el mundo (aquí
todavía no se indica que se contiene en este contenedor). Como se indicó,
el sí-mismo es cuerpo, pero además —protoimpulsivamente— es razón,
alma, espíritu. Entonces puede llegar, más o menos, a ir en pro o en contra
de lo establecido, del valor de los valores dados.
Aquí es cuando y como el sí-mismo, al mundanear, se ata a los valores
preexistentes y vigentes; o, los sobrepasa u opera el transvalorar: da con
formas de ser y hacer de las que se hace cargo en un proyecto de ser que
se forja como una voluntad de verdad (de ser, de hacer): expresiones de
vida que pueden llegar a plenificar un sentido y un horizonte de
experiencia, de mundo.
Al cabo, “espíritu” es lo que eleva a valor la experiencia corporal de
mundo. El vivir corporal de mundo —en y desde el sí-mismo— despliega
valores (que tienen alcance de verdad: para uno y para todos) o espiritualiza
el mundo. De ahí que el cuerpo crea el espíritu; que el cuerpo sea la mano
de la voluntad: él concreta aspiraciones y proyectos de ser, él lleva lo
mundanal a un sentido de horizonte y de historia.
17. También el sí-mismo tiene voluntad de morir, se aparta de la vida.
Incluso los despreciadores del cuerpo sirven al sí-mismo (vid. 1).
Parece que la voluntad sólo aspirara al ser, al horizonte infinito en el que
historiza, mediante un proyecto, la validez de los valores. No obstante, “el
ascenso a la verdad no tiene calzadas reales”. La voluntad ejercida por el
sí-mismo, a la par, quiere vivir y quiere morir, aspira a la vida y a la
muerte, simultáneamente. Para que emerjan nuevos valores, otros tienen
que morir. Y, sin embargo, los valores efecto de la transvaloración no se
pueden establecer como garantes de la vida; pero, ¿cómo saberlo antes de
su efectuación?
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La voluntad de verdad concierne al cuerpo. Él, activa o pasivamente, sabe
que se encamina hacia la muerte. Y, sin embargo, quiere vivir e incluso
sobrevivir. En consecuencia, obra. En su obrar puede asumir los valores
preexistentes como garantes de ser (cristianismo, ideología, dogmatismo);
o, sabe que todo valor previo ha sido efectuado por un quien y un para
qué. Entonces toma la vía de la transvaloración. Tiene voluntad y la ejerce
quien se subyuga a la “moral convencional” tanto como quien se abre a la
infinitud de transvalorar el canon. Unos y otros ejercen la voluntad, bien
sea en sujeción al canon o a la voluntad de poderío. Los primeros, a lo más
son los sacerdotes, la casta sacerdotal, que administra el canon; los
segundos son los artistas, los que ejecutan la experiencia de vida como
obra de arte, los que transvaloran los valores hasta morir. En todo caso,
apreciadores y despreciadores del cuerpo mueren, pero, en y por su símismo en tanto viven, obran.
La voluntad sabe que se instala en el sí-mismo, entre la vida y la muerte;
y mientras vive se bate en la dialéctica: bien-mal, verdad-mentira, bellezafealdad. La voluntad es el sí-mismo que aprecia o desprecia y, al hacerlo,
produce como efecto los valores, esto es, espiritualiza el darse del mundo
en o por la vivencia de un quien. La voluntad es el servicio que el sí-mismo
presta a los valores, sean de vida o de muerte.
18. (El sí-mismo) quiere crear por encima de sí, este es su deseo.
¿Qué indica la expresión “por encima de sí”? El sí-mismo, como cuerpo,
sabe (en síntesis pasiva/activa) que todos los valores sobre los que soporta
su experiencia le han sido comunicados; la propia mismidad se advierte
como un percatarse de los valores con que se han apreciado tanto el ser
como los modos de ser (de sí-mismo, del mundo, del espíritu). ¿Por qué
tienen que ser transvalorados esos valores? El sí-mismo puede enrutarse a
la repetición de lo-siempre-mismo y tener una experiencia “moralmente
correcta” según el canon; o, puede alzarse por encima de todo ello. Este
“alzarse” puede tanto ratificar viejos o arcanos valores o integrarlos a una
nueva dimensión de sentido, o excluirlos, cuando impiden la vida.
Implícita o explícitamente el sí-mismo sabe de la dialéctica deber-deseo y la
enfrenta.
El sí-mismo llega a su autoconfiguración como sujeción o potencia de ser.
Ahí, entonces, puede decidir crear; y crea. La creación es la apropiación de
las potencias de vida ínsitas en la voluntad de poderío. La creación apropia
el pathos y lo transmuta en deseo: una guía constante de la voluntad
mantiene como un horizonte llevar a cabo la creación, un desprendimiento
de lo-siempre-mismo que se interna en el diferendo, diferencia que
individúa.
“Por encima” indica un sobreponerse, un sobrepasar, el exceso, la
desmesura, en fin, lo todavía-no. ¿Qué hay más allá de “esto” (Da)? No se
sabe, sólo se presume, se idea, se fantasea, se anticipa; puede ser vida
abundante, en abundancia; puede ser nada, la aniquilación, la disolución,
la muerte. La creación se instala en ese vaivén.
—Página No. 11—
19. (Pero) es demasiado tarde para él y por eso quiere hundirse en su ocaso.
“Ocaso” y “hundimiento” son pares inseparables. Cuando se pone el sol
hacia Occidente, también se hunde la luz, vienen las tinieblas, se abre la
oscuridad como lo “claro” de la noche. Al transvalorar el sí-mismo se alza
contra Occidente: todo el esplendor del ser de una verdad, lo desocultado
(A-létheia). Pero esto esclarecido por la vida y la reflexión, siempre en
tránsito hacia la muerte, se posa en las formas de valor, de regla, de
Estado. La transvaloración, entonces, es siempre un ocaso; y exige que la
claridad de la verdad del ser se hunda en variedad de oscuridades y
confusiones, como en un fuego destructor, para que renazca “una nueva
interioridad de vida”.
¿Por qué es tarde? En resumidas cuentas, porque los valores hacia los
que apunta la transvaloración sólo se ven en “espejo confuso”. Nunca se
llegará al esplendor de la verdad porvenir; se trasega con la certeza de que
siempre estará más allá de toda búsqueda y de todo comprensión del símismo. Se trata de un horizonte infinito, el de la verdad, al que aspira la
voluntad con toda la fuerza de su poderío; y sabe que la verdad se aleja,
huye, se fuga; es fuga.
Que esta verdad a la que aspira la voluntad de poderío sea inédita abre
un permanente claro-oscuro que le da validez a la búsqueda en y con la
certeza de que lo aspirado es pathos transformado en deseo, que hace las
veces de acicate (de la voluntad). No es solamente tarde, siempre, para
llegar a la meta esperada, sino que la voluntad de poderío expresamente
retarda su concreción explicitando los matices del aparecer del ser.
20. El hundimiento en el ocaso, la incapacidad de crear, es el motivo del
desprecio del cuerpo.
Desde luego, el cuerpo es potencia: de creación, de verdad, de belleza, de
bien; el cuerpo como sí-mismo se entrelaza con los valores-sidos (lo siempre
mismo) y con el horizonte de sentido (transvalores) o los valores-todavía-no.
El cuerpo tiene la experiencia de gozo toda vez que expresa, desde sí y en
sí, como sí-mismo el rebasamiento de lo siempre-mismo; esto es, en cuanto
lleva a plenitud la voluntad de poderío.
Ahora bien, también la potencia se mengua, el cuerpo muere, el espíritu
declina. Entonces sobreviene la impotencia, la abulia, el cansancio. Este
hundimiento en la impotencia es el nihilismo: ahora todo se transmuta en
nada para quien se hunde, se está hundiendo o se ha hundido en el ocaso.
Este impotencia, pues, es muerte, nada, aniquilación.
Entonces se entroniza el desprecio. Los despreciadores del cuerpo son los
impotentes para la creación, para elevar el espíritu, para llevar a plenitud
las potencias anímicas. Así crean un resguardo para aparentar potencia
limitando toda fuerza creadora a: las iglesias, los partidos, las ideologías,
el aparato burocrático, el Estado; pasan de crear a administrar: creencias,
monedas, símbolos, ideas, valores.
—Página No. 12—
21. El desprecio del cuerpo es enojo contra la vida y contra la tierra: oblicua
mirada de envidia.
La envida refulge como expresión de la impotencia. Una vez se hunde el
sí-mismo en el ocaso, mera oscuridad de y en la incapacidad, abandono de
la voluntad de poderío: el desprecio y el despreciador del cuerpo se vuelven
contra la vida; la tierra es reducida a un mero cementerio. No queda nada,
sólo el vacío y la desesperanza. Ahí sólo se puede ver con envidia al que,
como sí-mismo, es un cuerpo potente, grácil, austero, elástico, ligero,
liviano. Es la envidia del cuerpo que danza, que juega, que copula con
gracia y con empeño. En la noche de la envida sólo queda el desvelo de la
desesperación. Ahí sobreviene una mirada oblicua que todo lo reduce a
expresión del desamor y el desengaño.
Cuerpo-nada, cuerpo-envidioso y cuerpo-impotente son distintas maneras
de nombrar lo mismo: aniquilación, angustia, muerte, saciedad de la
existencia, fastidio e incluso repugnancia. Su opuesto es el cuerpo-ser,
cuerpo-creador y cuerpo-potencia: esencia que esencia o esencializa, tono de
alegría, vida, anhelo de porvenir, gozo y comunión. El sí-mismo o bien se
vuelve contra la tierra; o bien, la toma, acoge y la eleva a sentido como
espíritu, espiritualizada.
La tierra, de los “mansos de corazón”, es poseída por la voluntad de
verdad que la poetiza, espiritualizándola, con acciones, con movimientos,
con proyectos. Contra estos “mansos de corazón” se vuelve, desde la
envidia, el resentimiento que quiere destruirlos. Pero el “manso de
corazón” no tiene tiempo, ni espacio, para pasiones tan bajas y viles como
la envida; en cambio, todo lo llena de anhelos de ser, todo lo proyecta en la
dirección de ser; en fin, todo lo lanza a la luz, lo desata de la pertenencia a
la mezquindad y lo hace ser en una dirección de sentido.
22. El desprecio del cuerpo no es puente hacia el superhombre.
Sólo el aprecio, la potencia, la voluntad de poderío permiten el tránsito del
hombre hacia el superhombre. El superhombre es quien lo transvalora
todo desde un impulso de ser a ser. Y, sin embargo, no olvida su origen, su
pertenencia a la tierra, vuelve a ella, danza, crea, se deleita con la música;
es una expresión de una vida grácil y potente que no se arredra ante las
diferentes formas en que se hace presente la nada: la aniquilación, el
olvido, la desesperanza.
Antes bien, en su mortalidad, el superhombre goza de la fugacidad del
instante. No tiene tiempo para evocar el pasado como verdadero ser, sino
que lo toma como una materia sobre la cual puede volver a elaborar un
sentido que se hace verdad en y por la voluntad de saber que se torna
voluntad de verdad cuando se despliega la voluntad de poderío.
El “puente”: cuerpo pontífice, cuerpo desatado de toda sujeción, en fin,
cuerpo glorioso que vive del ocio como la materia prima de toda posibilidad
creadora. A nada teme más el capitalismo —sea el más tradicional o el más
reciente, a saber, el “capitalismo cognitivo”, el de la “producción
inmaterial— que al cuerpo glorioso; desde luego, no el de la vanidad que
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lleva a la vanagloria, sino el que se sabe en tránsito a lo plus ultra, más
allá de todos los valores que consagran y repiten el status quo. El cuerpopuente (o, como lo hemos llamado: cuerpo-pontífice) va hacia un más allá
que no se satisface con ninguno de los valores que hoy conocemos como
válidos, como canon de moral, de verdad o de belleza. Este es el
superhombre: el cuerpo-glorioso del arte, que hace arte, que hace de la vida
una obra de arte.
III
En principio, se puede observar que hay, o puede haber, una tesis o
afirmación sostenida y desarrollada a lo largo del texto; a saber: el cuerpo
es condición de posibilidad de la creación, del acto creativo y de los
procesos creativos. Cuando disminuye su potencia deviene y esplende el
desprecio del cuerpo. El desprecio del cuerpo es índice de impotencia. El
puente del hombre hacia el superhombre implica tanto la preservación
como el incremento de la potencia creativa, de su máximo despliegue y
consolidación. El pensar es sólo una de las formas de la potencia del
cuerpo; aquél no puede mutilar a éste mediante el deber y, si lo limita, sólo
expresa la impotencia. No hay, pues, diferencia entre cuerpo y sí-mismo; el
pensar es un modo de encaminarse del hombre hacia el superhombre
cuando devela la voluntad como potencia y la lleva a su máxima expresión
creativa.
Aquí todavía hace falta reflexionar sobre el cuerpo ocioso y el cuerpo en o
del negocio (negador de ocio). Sólo el primero es el que se abre a la
creación, al ejercicio de la voluntad de poderío, el segundo es “cosa” que
una y otra vez se “cosifica”, se reduce a un quantum; en fin, es el triunfo
del positivismo y de la razón calculadora. Por cierto, una y otra vez se
captura el cuerpo para que esté o sea “sujetado” por la producción, sea
“material” o “inmaterial”.
La captura del cuerpo, y su tiempo inmanente, en la producción material:
vende la fuerza de trabajo, se lo “entretiene”, se lo “moviliza”, se lo
“integra” a movimientos e ideologías; más aún, hace parte de la
“corporación” (universitas).
A su turno, la captura del cuerpo, y su tiempo inmanente, en la
producción inmaterial: vende su general intellect, su creatividad, sus
habilidades de lenguaje, su poder simbólico; vive en la ilusión de la
“libertad”, pero está atado a dispositivos y a procesos que lo ponen las 24
horas en el circuito de la producción.
El cuerpo de la resistencia es el que se desliga de las formas de
producción que lo “sujetan” y pone en libertad el ocio. La resistencia es la
puesta en las márgenes en las cuales se sale o se desmarca el cuerpo del
circuito de la producción capitalista; es el recomenzar de la reapropiación
de las potencias anímicas para instalarse, como cuerpo, en la creatividad
como ética y como estética, en fin, como cuepo-glorioso.
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