La falacia de Barthes: Su muerte como autor . Dice Barthes que “la escritura es (…) donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”. Pretender desposeer a Cervantes de su Quijote es una empresa tan atroz como la de arrancar de cuajo la autoría de la capilla Sixtina a Miguel Ángel; semejante aberración sólo es propia de un necio. La identidad no puede perderse. La identidad, como término abstracto que es, se redefine constantemente a lo largo de una evolución que tiene lugar en un marco espacial y temporal infinito. Es un proceso mutable, sí, mas irreversible. La identidad es una característica esencial, inherente al cuerpo al que pertenece. En el sentido estrictamente literal de la palabra, la identidad no puede desaparecer, es indestructible, y se encuentra marcada por la experiencia; y la experiencia es indeleble. Por su constante interacción con el medio, es modificada por muchos factores pero en ningún momento llegará a desaparecer. Si el autor “existe antes que él [, el libro], que piensa, sufre y vive para él”, si el autor posee por tanto esencia fruto de la experiencia ¿cómo es posible entonces negar su identidad? Esta experiencia hace que el autor no sea “el pasado de su propio libro” sino que el libro sea el pasado del autor, quien a su vez es por tanto el libro de su propio pasado. Es decir, el autor vive después de su creación y la domina a su antojo. Dice Barthes que cuando “el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura”. Sin embargo, la acción de escribir no evita el hecho de experimentar. Ambas acciones, ambos conceptos no sólo son compatibles sino que son absolutamente necesarios, el uno con el otro. Tienen lugar simultáneamente. El escritor continúa experimentando, tanto en el plano físico como en el plano psicológico. Así, el autor no sólo no muere sino que cobra más vida aún. Este autor plenamente vitalicio es el absoluto creador de su obra. Unamuno se encarga de demostrarlo en su diálogo con Augusto. El autor no sólo es el creador de la obra sino que como tal, tiene siempre la última palabra –en su mano. La experiencia del autor, en constante movimiento, es completada por su experiencia anterior. En pleno siglo XXI resulta imposible encontrar un autor que, pos reconocimiento a su militancia socialista, escriba una obra ficcional donde la Iglesia se revele como una entidad necesaria para el desarrollo de la sociedad. Que se lo pregunten a Saramago. O a Goytisolo. Y a tantos otros. Es decir, el autor no habla directamente por medio de su creación sino que lo hace de un modo más o menos indirecto. En este sentido, lo único que no se mantiene fijo sino que por el contrario oscila, es la mayor o menor vehemencia que el autor muestra en la exposición de sus ideas; son ideas personales, con matices, procedentes de su creador; ambas son inseparables. Esto es irrefutable. Autor y auto son inseparables. Son la causa y el efecto, la dualidad o dicotomía vinculada perennemente de la cual están hechas todas las cosas. Todo elemento vital es creado y creador; tiene asignado a su vez un elemento con el que interactúa colateralmente, tejiendo una telaraña de elementos que interactúan unos con otros. Si el deseo de notoriedad es causa que crea, Barthes es el efecto creado. En su defecto, Barthes es la causa de su escritura, la cual se convierte a su vez en efecto. Pero quién puede negar que en su defecto, la escritura de Barthes sea la causa de su efecto, es decir, mi ensayo. Como indica Marx, “el hombre es, a la vez que creador, resultado de la sociedad en que vive.” Lo que el autor plasma en el papel es la corroboración de que sigue más vivo que nunca. “La escritura [no] es la destrucción de toda voz, de todo origen”, sino que por el contrario todo elemento vital tiene un origen. Para el catolicismo, Dios es el origen. Para aquellos que niegan la existencia de Dios amparándose en la teoría de la evolución, los gorilas son el origen del hombre moderno, los chimpancés son el origen de los gorilas predecesores del hombre, y así sucesivamente. Una vez confirmada la necesariedad del autor, éste debe ser siempre observado desde una perspectiva behaviorista ya que toda decisión a la hora de escribir X o Y está influenciada por su experiencia con el entorno del que está o ha sido rodeado. Juan Goytisolo no habría sido tan crítico en sus obras con la derecha si no hubiera padecido el franquismo; Virginia Woolf no se habría postulado respecto a la situación social de la mujer si hubiera vivido en una sociedad feminista. Y ya puestos a aniquilar, en la segunda mitad del siglo XX y en pleno siglo XXI se produce la muerte de la obra. Desde la perspectiva del marketing se produce el nacimiento del autor y de su libro. Lo que importa es el escritor, producto de marketing de una sociedad capitalista, ya sea a nivel superficial y modo descubierto (representantes del conservadurismo) o a nivel profundo y modo encubierto (representantes del socialismo)1. Para explicar esta idea me valgo de Cela, cuya sensacional por aquello de lo insólito Familia de Pascual Duarte le situó a la cabeza de los novelistas de su tiempo. A partir de ahí, la labor del marketing –unida a la necesidad de encontrar un nuevo referente– convirtió a la extremadamente elemental y soporífera Colmena –de la que se desprende más estiércol que miel– en un insulso sedimento de la Familia –lejana– y concebido a partir de su exitosa primera novela. Queda claro por tanto que la existencia y co-existencia de autor y obra es irrebatible. La pregunta es, ¿se debería proceder a la muerte del autor? No. Donde Barthes se confunde es en el supuesto menosprecio que sufre la obra a manos del reconocimiento popular del escritor. Este hecho no acarrea consecuencias negativas de ningún tipo; es más, se trata de un impulso a la literatura. En definitiva, la existencia del autor no es sinónimo de obra decadente. Si la literatura está hoy en día donde está, es gracias al autor. Sin la existencia de un creador no hay creación. Sin obra, no hay literatura. Si esta cuestión se llevara al campo de la ética…(RESEARCH). El morbo social generado a raíz de las características personales del escritor-inventor no es una lacra social. Se trata por el contrario de una ventaja. Sin nombres no habría nada. Sin autores de goles, no habría fútbol. A la persona no sólo le interesa el gol, también le interesa saber quién ha marcado. En las ligas de fútbol, no sólo se cuentan los resultados sino que además se contabilizan los autores de los goles. Porque a la sociedad le interesa, y lo que interesa se convierte en necesario. La masacre autoral de Barthes únicamente podría ser apto para un ensayo medieval. Barthes se estanca en la indiferencia autoral que recibe el escritor en la Edad Media. Ya durante el siglo XX y en pleno siglo XXI, el marketing se posiciona como una ciencia decisoria de los gustos de una sociedad. No nos engañemos, la definición de Marketing 1 Razón tenía Camus, quien pecó de objetivo cuando afirmó que tanto el cristianismo –al cual asocio automáticamente con la derecha– como el marxismo no son tan diferentes. como proceso de evaluación de las necesidades y antojos de una sociedad es una descripción antagónica, una definición subvertida en la práctica que convierte al marketing en un simbionte del sometimiento como necesidad que asalta al hombre moderno. Roland Barthes es el granuloma de sí mismo, del crítico literario; y su texto, un suicidio sectario en toda regla. No sólo se aniquila a sí mismo sino al resto de colegas. Su ensayo no puede tener una mayor carga de cinismo. ¿Por qué no decide omitir su nombre? ¿Por qué no hace una demostración de aquello que teoriza? Barthes crea una mentira en pos del reconocimiento personal. La ausencia de un aparato de análisis conciso y definido en Barthes (y su consiguiente exposición teórica lamentable) ocurre cuando éste, como intelectual, sustituye su capacidad crítica por un afán afirmativo. La muerte del autor es un bluff, un texto repleto de confusión y contradicción. Al igual que Jackie Derrida y su concepto de deconstrucción supone un halo de renovación para la rutinaria y decadente crítica literaria, demasiado homogénea por su carencia de recursos, el paradigma mortuorio de Barthes significa por el contrario un ataque a sí mismo, a su condición de crítico literario y de filósofo, y con mayor gravedad, a aquel del cual se nutre el crítico literario. Sin el autor, la obra sólo sería una simple y llana tabula rasa.