VOCES DE HAITÍ LAURA RUIZ MONTES Susurros, gestos, palabras... Revista Casa de las Américas No. 283 abril-junio/2016 pp. 46-48 Con una cita de Paul Éluard como preámbulo: «Escucho tu 46 voz vibrar en todos los ruidos del mundo», Laure Morali y Rodney Saint-Éloi entregan Les bruits du monde, una extraña antología. Extraña por inhabitual. Acostumbrados como estamos a las recopilaciones y en algunas ocasiones a su abuso, nos hemos dado a la creencia de que mirando el índice o los datos de los autores podemos predecir qué habrá de encontrarse en las páginas. Eso es lo primero que desconcierta en este volumen. Nombres de escritores nacidos en Argelia, Quebec, Montreal, Mallorca... haitianos, amerindios, franceses... pueden descubrirse, côte à côte, en una entrega literaria «liberada de categorías identitarias», como bien explican Morali, nacida en Lyon, y Saint-Éloi, haitiano, ambos poetas, narradores y residentes en Montreal. Conjunto de crónicas que emergen de entre el ruido de la infancia, la creación, los viajes, las vísceras de las ciudades, la vida y la muerte, la selección, publicada en 2012 por Mémoire d‘encrier –editorial que dirige en Montreal el propio Rodney Saint-Éloi–, reúne veintinueve textos de igual número de autores, de los cuales más de una decena son mujeres. Consecuencia de varios espectáculos que preludiaron la celebración del décimo aniversario de la editorial de marras, la antología lleva como valor agregado un CD con música, cantos, lectura de textos... de los músicos y antologados que casi en su totalidad participaron en al menos uno de los espectáculos nómadas ofrecidos en diferentes ciudades de Quebec. Disco que nos regala el lujo de aprehender las crónicas de otra manera: desde la intimidad de las voces de sus creadores. De entre todos los autores que aparecen en Les bruits du monde han sido elegidos para su traducción y publicación en Cuba cuatro caribeños, haitianos por más señas. Las razones básicas de dicha elección, por encima de otras posibles, son dos. La primera de ellas –y sin orden jerárquico– es que conocí este volumen en Haití, en los días de la pasada Feria Internacional del Libro de Port-au-Prince, en diciembre de 2014, donde Cuba era el país invitado de honor. Otro de los motivos es que fue el mismo Saint-Éloi quien de su mano lo ofreciera a Zuleica Romay, investigadora, ensayista y presidenta de la delegación cubana y del Instituto Cubano del Libro, a quien agradezco la gentileza de habérmelo compartido. Entonces, para mi beneplácito: noblesse oblige. Louis-Philippe Dalembert, nacido en 1962 en Haití, es un gran viajero que se ha definido a sí mismo más como un «vagabundo» que como un errante. Ha recorrido América del Norte y del Sur, el Caribe, Roma, Jerusalén, París, Palestina, Jordania... Estos viajes y sus intríngulis han nutrido su obra narrativa y poética. Ha ejercido también como periodista y obtenido varios premios literarios como el Casa de las Américas, en 2008, con su novela Los dioses viajan de noche. Emmelie Prophète, periodista, poeta y novelista, vio la luz en 1971 en Port-au- Prince, ciudad donde reside. Tuvo bajo su responsabilidad la Dirección Nacional del Libro, posteriormente la sección cultural de Le Nouvelliste (el periódico más antiguo de Haití, fundado en 1898), además de la dirección general de la Biblioteca Nacional de su país. Habiendo estudiado en Misisipi y ejercido como agregada cultural de Haití en Ginebra, Prophète es la directora ejecutiva del Festival Étonnants voyageurs Haití. Con Le testament de solitudes, su primera novela, obtuvo el Prix Littéraire de la Caraïbe de l’ADELF. Rodney Saint-Éloi es un poeta y narrador nacido en 1963. Creó en Puerto Príncipe en los años noventa las Éditions Mémoire, para publicar autores haitianos vivos residentes dentro o fuera del país. Con Georges Castera concibió Boutures, una revista de arte y literatura. Residente en Montreal desde 2001, allí fundó y dirige la casa editorial Mémoire d’encrier, que acoge autores de diversas comunidades culturales africanas, caribeñas, amerindias, del Océano Índico, etcétera. También ha tenido a su cargo la dirección artística de diversos espectáculos literarios tales como Le cabaret Césaire, Le cabaret Senghor, Le cabaret Jacques Roumain, entre otros, presentados en Montreal. Dany Laferrière, posiblemente el más mediático de los escritores haitianos vivos, nació en 1953 en Port-au-Prince y reside en Montreal. En algún momento se ha expresado que sus más de veinte de libros que publicados componen «la autobiografía americana» de este narrador, poeta y ensayista. Tiene en su haber importantes 47 distinciones, tales como el Prix Carbet, y el Prix Médicis, entre otros. En 2013 fue elegido miembro de la Academia Francesa de la Lengua. Su obra ha sido llevada al cine, donde él también hace incursiones como realizador. Las vidas de los autores aquí traducidos han fluido con entradas y salidas hacia y desde el Caribe. De regreso al país natal o dando la vuelta al mundo, estas crónicas 48 recrean –con disfrute o con agonía– los ruidos de la existencia humana, convirtiéndolos en palabra escrita que hipnotiza y lacera, incapaz de convencernos de que en verdad lo contado sea solo simple ficción o ejercicio literario. c Los textos que siguen fueron traducidos por Laura Ruiz Montes y el cotejo final estuvo a cargo de Guadalupe Vento Martínez. Roberto Stephenson (Italia, 1964. De padre haitiano y madre italiana, vive y trabaja en Puerto Príncipe, Haití): Dancing for the ball, 2000. Impresión digital, 66 x 101 cm LOUIS-PHILIPPE DALEMBERT Viaje cuando era joven cuando era joven soñaba vivir en cualquier otra parte en cualquier parte del mundo cabalgaba entonces la rama de un árbol o una de las numerosas estrellas de la noche caribeña vasta y profunda como solo inventa la infancia y me echaba a volar (huraño despreocupado y vegetariano) lejos de mi barrio lejos de mi ciudad antes que las notas falsas de un gallo traicionado por sus pesadillas vengan a arrancarme de los tibios guiños de los primeros rayos del sol Revista Casa de las Américas No. 283 abril-junio/2016 pp. 49-51 soñaba vivir en parís nueva york roma jerusalem dakar o la habana ahora que viví en parís en roma y en jerusalem que conozco nueva york dakar y la habana sueño con las luces ausentes de la ciudad natal 49 ahora que conozco el mundo y la belleza de sus mujeres los ojos risueños de sus niños la impotencia arrogante de sus hombres ahora que viví en todas partes sueño vivir en mi hogar cuando era joven soñaba viajar la vida partiría hacia un mundo saciado donde las luces habrían tomado prestados sus destellos de nuestros sueños infantiles de los reflejos argentados del mar al sol del agua del torrente que acogía nuestros retozos clandestinos la mañana siguiente de los días lluviosos donde el vuelo matinal de los aviones se confundía con la estación de los ciclones ahora que viajé que viajo hasta el vértigo ahora que mis pasos pidieron prestado su ritmo al infinito batir de alas del colibrí siento ganas a veces de bajarme en mitad del camino y volver a casa rencontrar la infancia debajo de la vieja caoba para una partida de canicas o un cuerpo a cuerpo atragantado de orgullo 50 ahora que viajé que viajo la vida siento ganas por momentos de detenerme como cuando niños nuestros pasos vagabundos nos regresaban a la casa con la esperanza de trocar el sudor el polvo y el hambre en una buena ducha ropas menos mugrientas y una hipotética comida tengo deseos de pararlo todo y volver al país de la infancia pero perdí el camino de regreso algún ave rapaz ambliope y glotona se habrá tragado las piedras que olvidé esparcir c Marc Steed (Haití, 1960): S/ t, 1996. Impresión digital, 66 x 101 cm 51 EMMELIE PROPHÈTE Sin ruidos. Sin vidas Revista Casa de las Américas No. 283 abril-junio/2016 pp.52-53 Está extendido, mitad sobre la acera, mitad en la calle. A su 52 lado, una motocicleta china, volcada, sigue ronroneando; triste monólogo perdido en el ruido de una ciudad que ya lo ha olvidado todo, hasta las salmodias que esta mañana aún se cantaban en las inclinadas y agrietadas iglesias. Debe tener alrededor de veinte años. La visera de la gorra que todavía lleva, a pesar de la caída, impide ver su rostro. Decidí que era bello. Es imposible no ser bello en el reposo, aun cuando el lecho improvisado sea una acera y una zanja sucia. Se es aún más bello cuando se descansa por otras razones que no sean la fatiga, cuando se duerme porque ya solo hay horas muertas y demasiado silencio. Se forma un aglomeramiento. La gente mira. Entre triste e indiferente ante lo que es más una escena de vida que un espectáculo. Aquí la vida se juega casi a su medida. Y después se olvida. El olvido es la terapia colectiva. La rueda trasera de la moto gira lentamente, nostálgica, sin dudas, de la carretera, de esos recorridos en medio de los autos, el viento en los perifollos rosados que el joven les había colgado, no por convicción –nunca las tuvo– sino porque era la moda y eso hasta le permitía desde hacía algunos meses, algunos días, entrar en el gentío con su artefacto, reclamarse parte de un movimiento político que había prometido el cambio. El cambio deseado, soñado por todos. Sus piernas, que sobrepasan la acera, son largas. Es alto, lo suficiente como para necesitar a la vez la acera y la calle para disfrutar bien del sueño que quizá no ha merecido. Pero aquí no se precisan méritos. Se da. Se impone. Se agarra también cuando la ocasión se presenta. Cada quien tiene que inventarse la vida. A costa de los otros, a costa de todo. Poco importa. Sobre su jeans barato hay unas cifras. Rojas y azules. 00 y 09. Algunos las jugarán esta noche a la bolita. Es una suerte. Un regalo. Él está demasiado bello, allí, tirado en el suelo, una mano en el pecho, semicerrada; la otra completamente abierta sobre la acera. Eso tiene que querer decir algo. No puede ser un desperdicio total. Esos números deberán hacer rico o por lo menos permitir ganar un poco de dinero. En su pulóver hay barras horizontales, amarillas y azules. Está limpio. Salvo una mancha roja sobre el pecho. Pero nadie está exento de una mancha. Sobre todo en esta ciudad. Sus zapatos son blancos. Parecen nuevos. No debe haber caminado mucho con ellos. No debió transitar a pie mucho en toda su vida. No parece cansado. Debería despertarse, saludar a la multitud aglutinada a su alrededor, levantar su motocicleta y seguir su camino. ¡Ti Frè!, lanza justamente una voz, haciendo girar todas las cabezas en esa dirección. «Ti Frè, ¡despiértate!». Es una mujer. Baila. Se menea. ¡Despiértate! ¡Despiértate! Todo el mundo, de pronto, tiene ganas de escuchar la voz de Ti Frè, lo que habría dicho Ti Frè, si no estuviera acostado allí, mitad sobre la acera, mitad en la calle, una gorra encasquetada en la cabeza, privando a la muchedumbre, que continúa cercándolo, de una parte de su rostro. El Campo de Marte está a algunos metros, si Ti Frè se pusiera en pie vería las tiendas de campaña, cada vez menos numerosas, de los supervivientes del terremoto de inicios de 2010, gente joven como él, que se pasea sin convicción por los espacios desocupados. Es que aquí se ha olvidado un poco para qué sirve una plaza pública. Aquí todo sirve para todo. Un ligero hilo rojo sale por debajo de la espalda de Ti Frè. Nadie le presta atención. Mil conversaciones se mezclan con los gritos de la dama que ha develado el nombre del joven. Mil versiones también sobre lo que pasó. Hubo un ruido. Una bala. Otra motocicleta. Un grito. Un hombre. Un revólver. Una suma de detalles. Una suma de ruidos que dan ganas de esconderse. De la vida y de la muerte no se sabe cuál hace más ruido en la ciudad. Por suerte, todo el mundo es sordo. Ti Frè no oye nada. No será molestado por ningún roce, ningún rumor; ni siquiera su nombre mil veces gritado; ni siquiera el aullido de sirena de un vehículo oficial que pasa atravesando el calor. Hay todavía gente apurada en la ciudad, gente que tiene citas. Ti Frè no las tiene. Él reposa. Los que lo rodean tampoco las tienen. La mujer cuyo grito se ha debilitado convirtiéndose en un doloroso gemido tampoco las tiene. Durante los próximos años yo tendré cita todos los días con la imagen de Ti Frè tendido entre la acera y la calle. Un cuerpo sin rostro. Yo tomaré uno para él de otros cuerpos con los que me cruzaré en medio del ruido de la ciudad, de los gritos de las mujeres; le atribuiré rostros ya vistos, sin cuerpos para librar el menor combate, la menor revuelta. Pensándolo bien, hay más cuerpos que rostros en la ciudad. Es por eso tal vez que ella se engulle a sí misma, olvida. Ti Frè está muerto. No es más que un instante en la larga jornada. La plaza pública se traga el ruido, el polvo. La gente reposa también en las tiendas de campaña cercanas. Pero no está bien comparar una muerte con otra. Cada muerte es única. c 53 RODNEY SAINT-ÉLOI Poema al pájaro que me habla Para mi amigo el pájaro Oua-Oua, ese cuento del exilio que jamás llevará el nombre de exilio. «Cansado de llevar la razón al hombro. Quiero inventar el mar de cada día». Pablo Neruda Revista Casa de las Américas No. 283 abril-junio/20156 pp. 54-56 El pájaro acostumbrado a su vida de pájaro 54 Una ventana sueña horizontes Un cielo de estrellas nuevas ¿Qué es un sol sin sol? ¿Qué es un viaje sin camino? Con los años uno se vuelve tan tonto que las preguntas empujan al aburrimiento de ver bien las cosas Las fronteras masacran a las mariposas Los pájaros juran no tener más aduanas que el cielo La legación de las estaciones fuerza sus migraciones Jamás he podido decir la ruta Ni el cómo ni el por qué Ni aquí ni allá Ni negro ni blanco No puedo más con esas fórmulas Les doy la espalda a las identidades desdentadas Desmantelo los países las fronteras Las cancillerías han quemado mis huellas Los negreros han consumido mi carne Estoy al final del trayecto al final del camino Mejor repetirlo enseguida estoy al revés Digo Sí a ti y a ella que viaja dentro de mi mano Mis noches vodús son malvas de deseo Ese es el único delito que reivindico El sexo candente que danza en mi poema Díganles de una vez por todas Que paren sus mojigaterías de democracia Debo confesar que dejé escapar la revolución Me convertí en una planta amarga Dos siglos de fracaso Dos siglos de máscaras Dos siglos de ejecuciones No aguanto más las preguntas Que exijan el color de los ojos La fecundidad del fruto La forma del cráneo El negro rompe las cadenas ¿Qué camino contener? ¿Qué sed conjurar? Esta noche no soy yo mismo Me aparto del laberinto de las ciudades Sueño con ese o aquella que se ofrecerá Que me tocará y citará mi nombre Rodney, Rodney, Rodney ¿Dónde vives? ¿Dónde estás? ¿Tienes frío? ¿Qué infancia te desgarró los ojos? Yo sonreiré, sonreiré largo rato Y tocaré mi cuerpo para recordar Que tenía un cuerpo Los dioses son iguales cuando se calla la primavera La identidad apresurada estresada desenmascarada Perdóname no ser nadie En las calles de la ciudad He estado siempre patas arriba Una pedrada perdida en las peleas 55 Un cuento sin Había una vez He sido siempre ese árbol de persistente follaje Desafiando el apetito de vientos contrarios En mí el pájaro oculta su canto que dice: Ve amigo mío, yo soy tu testigo haz como el día el día está siempre de viaje los niños esperan una tierra y palabras que se parecen al pan El viaje es mi historia El sillón se vuelca bajo el árbol de la palabra Entra en la noche generosa Instálate en tu conocido cuerpo Enciende el fuego que calienta tus huesos Hace treinta o quizá cuarenta años Esta historia ha durado demasiado para llamarse aún historia De aquí en adelante la vida depende de una cifra La numerología es un oficio nuevo, parece Soy un número incluso en las premoniciones de las estrellas Me he sentado para ocultar la vergüenza de estar de pie Y el sillón no es más sillón Él habita un cuerpo que no se aguanta a sí mismo cuerpo desbalanceado cuerpo desplazado cuerpo dividido La noche desplaza el día y las cóleras, y el cuerpo agotado se desprende del sillón. Es la novela de un hombre sentado, dándoles vueltas a sus amores, con espejos por donde desfilan paisajes que ya no existen. ¿Ves en ese espejo nuevo como en el cine a un hombre cargando su ataúd bajo el brazo, con una amplia sonrisa a los transeúntes tristes para decir que los muertos están más vivos que los vivos en esas ciudades de cera? c 56 DANY LAFERRIÈRE Estado de gracia ción donde escribía esta frase de Montaigne: «Nada hago sin alegría». Después me dije que una afirmación como esa no se parece a la foto de Montaigne que veo a veces en los diccionarios. Yo me acuerdo más bien de un hombre severo urdiendo una literatura de la más alta erudición. A menos que se fuera Virgilio o Plutarco, uno no encontraba gracia a sus ojos. Habría que saber qué entendía Montaigne por alegría. ¿Qué lo hacía gozar? Es como imaginar un Borges bailando un rock febril en la discoteca de la esquina. Finalmente recordé que la imagen pública de un artista es a veces diferente de su vida privada y que Montaigne es también el hombre de ese extraño extravío que tiene por nombre La Boétie. Una de las más explosivas declaraciones de amistad de la literatura universal –se recuerda su famoso grito: «Porque era yo, porque era él». Recordé también que Borges había cortejado a todas las jóvenes estudiantes de Buenos Aires que habían atravesado su espacio de ciego para conversar con él a propósito de sus mitologías personales. La música de esas voces claras y cantarinas. El corazón captando todas las vibraciones del mundo. A esos viejos escritores les gusta mantener ese espíritu vivaracho que les permite permanecer aún entre los humanos. Me di cuenta de que ese era su secreto y de que yo también necesitaba una especie de ritual para evitar que la literatura nos arrastre demasiado lejos de la orilla, fuera del alcance de los ruidos del mundo. Pero todos los ruidos no son iguales. Me acuerdo de esa época en que intenté escribir lejos del ruido mediático que amenazaba desviarme de esa fuente primitiva, oculta bajo el follaje de las palabras, que es el silencio. Yo había comprendido que escribir no tenía nada que ver con el hecho Revista Casa de las Américas No. 283 abril-junio/2016 pp. 57-58 Hace algunos años, colgué en la puerta de la pequeña habita- 57 de anotar ideas en un papel, con o sin talento, y que haría falta un poco más que eso si uno quiere llegar hasta esos lectores que nos contemplan desde el otro lado del río de la vida y que llamamos pomposamente la posteridad. Uno recuerda la frase de Stendhal, que puede parecer arrogante pero que se revela tan justa más tarde: «Mis lectores no han nacido aún». Los ruidos que vendrán resuenan ya en el libro de hoy. Ese pensamiento ayudó mucho a Stendhal, que observaba el ballet de todos esos escritores mundanos que obstruían el frente de la escena. Esa frustración es una de las fuertes razones que lo empujaban a ponerse a trabajar día tras día. El arte sumerge sus raíces en el estiércol. Y la situación no cambia a lo largo de los siglos. Heme aquí, hoy, tratando de ejercer ese oficio de captor de sonidos, de ritmos y de emociones. Paso un largo rato, al despertar, soñando despierto en mi cama. Surgen entonces imágenes de la infancia. Permanezco ahí lo suficiente para hallarme en una casa silenciosa, mientras los demás están fuera, en el trabajo o la escuela. Sin siquiera un café, para no abandonar demasiado brutalmente el universo líquido de la noche, salgo a dar una vuelta por el barrio. No busco ideas caminando, ni una forma particular para el relato que estoy escribiendo. Simplemente trato de rencontrar ese espíritu conquistador que remonta a la más alta infancia que me permitía dialogar de igual a igual con los caballos y los pájaros, enfrentarme a las hormigas testarudas o no enrojecer delante de la belleza estremecedora de una flor. Tampoco delante de la elegancia de una libélula en vuelo. No entro a trabajar hasta que me siento cerca de semejante estado de gracia. Sueño que la palabra lluvia se transforma en lluvia, o que la palabra mariposa se echa a volar de la hoja calladamente. c 58 Daniel Morel (Haití, 1955): Lluvia en Canapé Vert, 2002. Impresión digital, 66 x 101cm