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Todos nosotros sabemos y creemos que es Dios quien nos ha llamado. Nuestra vocación
proviene de él. Sin embargo podemos plantearnos: ¿qué esperamos, generalmente, de él, una
vez que hemos respondido a este llamado? Responder a esta pregunta, a mi modo de ver,
constituye uno de los desafíos que debemos afrontar en la vivencia de nuestra vocación. En
otros términos, se trata de poner de relieve el problema crucial de la ambición.
Ciertamente, necesitamos estimular en nosotros y en nuestro entorno una “sana” competencia.
No obstante, no podemos hacer otra cosa que enfrentarnos con el “cáncer” de la ambición que
crece constantemente; esa pasión frenética por ganar, de tener éxito, cueste lo que cueste. Esto,
digámoslo, destruye nuestras vocaciones, y luego contamina nuestro estar-en-misión. Los
logros son buenos, pero el peligro que conlleva la mania del éxito, nos acecha. ¡Es un peligro
de muerte! Pero ¿de qué manera se contrae esta enfermedad? ¿Por qué desear siempre tener
éxito y pretender dejar huellas?
Mi pequeña experiencia me hizo comprender en lo cotidiano que esto es debido a que, a
menudo, una vez que hemos dicho “sí” al Señor, esperamos que nos suceda algo. A menudo
pretendemos (incluso de una manera velada) que nuestra vocación sea recompensada por
parte de Dios. Y cuando eso no sucede, somos nosotros que, o forzamos la nota o entramos en
crisis.
Lo que nosotros olvidamos es que Dios no está sujero a la lógica de la retribución.
Desgraciadamente la imagen de Dios que, por lo general, obnubila nuestro espíritu es aquella
de un Dios que gratifica a los mejores y castiga los perezosos. La consecuencia del recorrido:
Cada uno busca ser el mejor. Es importante que cambiemos nuestra percepción de Aquel a
quien hemos decidido seguir. Jesús nos ha revelado el corazón su Padre: un corazón pleno de
amor y de misericordia. Y nuestra vocación emana de ese Amor gratuito.
Debemos comprender y aceptar que la lógica de nuestro Dios es aquella de la gratuidad y no
de la eficacia. Por lo tanto, cultivemos nuestra vocación en la gratuidad y la libertad. La
búsqueda ciega del éxito (el otro nombre de la eficacia) no deja lugar para que la Misericordia
actúe en nuestra vida. Algunas veces el fracaso nos permite comprender que no debemos
aplicar a Dios el principio de causa a efecto. Él no está obligado a recompensarnos de
acuerdo a lo que hacemos o al modo en que vivimos. Su misericordia se encuentra más
allá de la justicia. Es por eso que Él debe ser prisionero de ninguna atadura ético-moral. ¡Dios
es Dios! Es el Dios–Otro que nos llama para una Aventura–Otra: la de amar con ternura,
el servir (a causa de nuestra consagración) sin condiciones ni intereses. Es entonces que
experimentamos la verdadera alegría del Evangelio, y no en los éxitos acumulados ni en las
ambiciones. Ya que, en el camino vocacional, Dieu está por encima de nuestros cálculos y
estratagemas.
Por tanto estamos invitados a re-situar nuestra vocación, de modo permanente, detro de la
mística de la gratuidad. Cuando hayamos entrado en esta otra dimensión de transformación
vocacional, podremos confesar como Job: “Señor, yo no te conocía más que
de oídas, pero ahora mis ojos te han visto” (Jb. 42, 59).
Aristide F. MEDOU ESSOMBA, cmf
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