UN SEPTIEMBRE PARA ANALÍA Nunca había visto tantas flores como en esa primavera. Rosas, margaritas y jazmines, bajo el cielo de septiembre. Empezó a pensar, mientras el tren la llevaba a casa, en las cosas que más le gustan. A ver … ama las flores, ama los pájaros, le gustan las fiestas de cumpleaños donde se baila música divertida, donde hay rica torta de chocolate, donde todos son amigos. Y las charlas con las amigas, y los secretos fielmente guardados, y las promesas de amistad eterna. Y comer hamburguesas. Ya le pediría a mamá, cuando llegue a casa, que le prepare una hamburguesa gigante con queso y mucho, pero mucho ketchup. Y las revistas para adolescentes … apenas baje en la estación, se va a comprar ésa que tanto le gusta, donde aparecen los chicos que protagonizan esa novela de la tele que jamás se pierde, que bailan, cantan, y son tan lindos … que suerte que papá ya le dio su mensualidad, porque además quiere comprarse ese par de zapatillas de moda, que ya tienen un par de sus amigas, y que venden en el local de la galería de la estación. Falta poco para su cumpleaños, dentro de un mes ya tendrá trece años, quizás la tía Bety se lo regale, piensa, mientras el sol le pega de lleno en la cara y la brisa le despeina el cabello castaño y suave, liso y brillante. Un mensajito a su celular la sacó de sus pensamientos. Era mamá, preguntando si le faltaba mucho para llegar. Decidió llamar a casa. –En media hora llego, mami, al mediodía estoy en casa. Me fue bien en la prueba de Naturales, me senté con Caro y respondí todas las preguntas. La profe se sorprendió, fui la segunda en terminarla. Y por el gesto que me hizo mientras la leía, estoy segura que me saqué una buena nota. Ya te voy a contar cuando llegue- le dijo, contenta. Comenzó a recordar la charla que tuviera esa mañana en el recreo con su mejor amiga, Sabrina. –Cuando termine el secundario, voy a estudiar para ser doctora, médica pediatra, como la Doctora Mónica, que me atiende desde que era bebé. Y voy a trabajar en el hospital, y siempre voy a tener a mano un frasco lleno de caramelos para darles a los chicos que estén asustados o tristes. Ningún chico nunca debería estar asustado y llorar por eso. Es muy injusto que eso pase. Los chicos siempre deben estar felices y reír, reír mucho. ¿Hay algo peor que un chico con miedo o que un chico triste?- reflexionaba. Ya se imaginaba con su delantal blanco y su estetoscopio al cuello, pesando y midiendo bebés y recetando medicamentos, con esa letra tan rara que todos los doctores tienen. Se veía a sí misma alta, elegante, el cabello recogido, anteojos, caminando por los pasillos, haciendo ruido con sus tacos. Orgullosa de su trabajo, y admirada y querida por todos. Abrió su mochila para sacar un chicle. Fue entonces cuando cayó al piso el pequeño sobre hecho de papel amarillo, con su nombre escrito en fibra verde. ¿Una cartita? Se emocionó mucho. Le brillaban los ojitos enamorados … si, era de Gonzalo, el chico nuevo, el compañero de clases que siempre la buscaba para hablarle en los recreos y que siempre la miraba con simpatía. Leyó, sonriendo, la nota. La dobló y la guardó nuevamente. Le diría que sí. Mientras miraba por la ventanilla, recordó repentinamente que le había prometido a su hermanita Sofi que la llevaría a la calesita esa tarde. La llevaría después de hacer sus tareas, una promesa es una promesa, sobre todo si se hizo a una hermosa hermanita de cuatro años. - ¡Cuánto la quiero a esa enana!- pensaba, mientras sonreía recordando la actuación de Sofi en el acto del día del niño en el jardín de infantes. La habían disfrazado de mariposa. Estaba hermosa, con sus bucles negros cayendo sobre los hombros y su sonrisa contagiosa. Tenían muchas fotos de ese momento, en la mayoría aparecían juntas, abrazadas fuerte, sonrientes y muy unidas. Una de esas fotos, que mostraba orgullosa a sus compañeros y profesores, estaba pegada en su carpeta de Lengua. Lentamente, el movimiento del tren y el calorcito de ese sol de septiembre, la fueron arrullando ... Analía comenzó a dormirse. Se relajó en su asiento y se durmió, con una sonrisa muy dulce en los labios. Un sonido muy fuerte y un griterío espantoso, la sacaron de su sueño pesado. Sobresaltada, levantó la cabeza y se abrazó fuerte a su mochila. Lo que más la asustó, fue la penumbra. No era de día. Estaba oscuro. Y el frío del mes de julio la lastimaba. ¿Y su mochila? Era ahora una bolsa de plástico. El corazón iba a estallarle. Era como un gatito asustado, arrinconado. Tardó varios minutos en reaccionar. En recordar. En darse cuenta. Muy de a poquito, bajó la cabeza y se acurrucó en ese sucio rincón del furgón del tren, donde estaba sentada desde hacía varias horas. Se abrazó fuerte, fuerte, a la bolsa de plástico, de donde asomaban varias bolsitas con medias de hombres. Con sus manitos sucias, se tocó el bolsillo del pantalón donde guardaba la magra recaudación del día. Y olvidándose del cansancio, del hambre y la sed, viejos amigos que siempre la acompañaban, ella, que nunca lloraba, se puso a llorar en silencio sin saber por qué. Julia Sandra Bitonto