Trabajo infantil: abrir la puerta... para ir a estudiar Abraham Leonardo Gak1 El Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad social y la Oficina para la Argentina de la Organización Internacional de Trabajo (OIT) han publicado recientemente “El trabajo infantil en la Argentina. Análisis y desafíos para la política pública”. Este excelente trabajo no sólo aporta información sustancial fruto de investigaciones sobre el tema, sino también un rico abordaje teórico y analítico de modo de orientar la política pública que debe encarar el Estado para la erradicación del trabajo infantil. La realidad es que, a 100 años de la primera ley que regula el trabajo de mujeres y niños en nuestro país, en un primer período el trabajo infantil fue en disminución, quedando relegado sólo a zonas rurales, acompañado por una mayor presencia de los niños en la escuela. Sin embargo, a partir de los ’80 e incrementado fuertemente en los ’90 con la aplicación del modelo neoliberal y sus consecuencias de desempleo, pobreza y marginación, este proceso se revirtió, registrándose un considerable aumento. Mucho se ha escrito sobre las razones y circunstancias por las cuales las familias hacen trabajar a sus hijos. Sin duda la principal motivación para los grupos más pobres radica en sus dificultades para la subsistencia. En otras, es la consideración de los hijos como un activo del hogar para lo que utilizan diversos argumentos, entre los que se destaca el “generarles una cultura del trabajo”, argumento falaz ya que la verdadera cultura del trabajo es ver a sus padres con trabajos dignos. Otro argumento es el mal desempeño de un hijo en la escuela o su desagrado frente al estudio: “estudiás o trabajás”. Decía Arlt en “Padres negreros”, una de sus Aguafuertes Porteñas: Recuerdo que otra mañana que encontré en una calle de Palermo a un carnicero gigantesco que entregaba una canasta bastante cargada de carne a un chico hijo suyo, que no tendría más de siete años de edad. El chico caminaba completamente torcido, y la gente (¡es tan estúpida!) sonreía, y el padre también. En fin, el padre estaba orgulloso de tener en su familia, tan temprano, un burro de carga, y sus prójimos, tan bestias como él, sonreían, como diciendo: —¡Vean, tan criatura y ya se gana el pan que come! (...) Cabe preguntarse ahora, si estos son padres e hijos, o qué es lo que son. Yo he observado que en este país, y sobre todo entre las familias extranjeras, el hijo es considerado como un animal de carga. En 1 Profesor honorario de la UBA cuanto tiene uso de razón o fuerzas lo colocan. El chico trabaja y los padres cobran. Si se les dice algo al respecto, la única disculpa que tienen esos canallas es: -Y… ¡hay que aprovechar mientras que son chicos! Porque cuando son grandes se casan y ya no se acuerdan más del padre que les dio la vida. (Como si ellos hubieran pedido antes de ser que les dieran la vida). Dice la publicación que citábamos al comienzo que “debido a que el trabajo infantil es resultado de un círculo vicioso de trabajo infantil y falta de educación, una única intervención coordinada que permita educar a una generación de niños podría elevar sus ingresos futuros por encima del umbral necesario para elegir, para sus propios hijos, la educación en lugar del trabajo”. Se requiere dilucidar qué alternativa es la más apropiada para enfrentar el problema. Por un lado, la corriente regulacionista que considera que debe reglamentarse el trabajo de los menores a partir de cierta edad y la prohibición de trabajos que entrañen riesgos tanto físicos como psicológicos. Nuestra legislación acompaña esta postura estableciendo que a partir de los 14 años los menores pueden ingresar al mundo laboral con resguardo de determinadas condiciones. Por otra parte, la corriente abolicionista sostiene que el trabajo infantil debe ser abolido bajo cualquier circunstancia. La ley Nacional de Educación ha establecido la obligatoriedad de la enseñanza secundaria completa; tomando en cuenta la necesidad de extender la permanencia de los niños y los jóvenes en la escuela, su implementación real y exitosa está sujeta a la erradicación del trabajo infantil. Resulta claro que la educación es la gran herramienta para lograrlo. Pero no basta la intención sino que se requieren determinadas condiciones, muchas de las cuales he expresado en artículos anteriores: el pleno empleo de los adultos, salarios acordes con las necesidades para la vida digna, salud y vivienda accesibles para toda la población son condiciones básicas para poder avanzar en la intención de que todos los niños y jóvenes estén la mayor parte del día en la escuela. Otra condición es un cambio cultural profundo en la población adulta en el sentido de que, aun en un enfoque “mercantilista” de la cuestión, se entienda que en la relación costo-beneficio, resulta una “inversión más rentable” mandar los chicos a la escuela que al trabajo prematuro. Ahora bien, no necesariamente el trabajo de los niños -en las condiciones establecidas por la ley- significaría el abandono de la actividad escolar. Sin embargo, resulta claro que ésta se vería seriamente comprometida por requerimientos ajenos a la misma y en desmedro del tiempo y la dedicación necesarios para una formación integral. Capítulo aparte merece el trabajo doméstico y no remunerado. Me refiero aquí a un trabajo invisible ya que, dentro de las pautas culturales que rigen en la población urbana, no se considera como tal, a pesar de que constituye seguramente una realidad mayoritaria, tal como surge de las encuestas que involucran a poco más de la mitad de los niños y a ocho de cada diez adolescentes. Una parte significativa de quienes realizan trabajo doméstico intenso no siempre están supervisados por los padres, lo que aumenta el riesgo y responsabilidad que tal trabajo implica, en muchos casos en ámbitos con infraestructura precaria. Este señalamiento intenta marcar las dificultades que supone una erradicación total del trabajo infantil, de modo que tal vez deberíamos plantearnos que estamos frente a un proceso que tiene esa meta; el progreso se verá en la medida en que la escuela pueda ejercer su influencia no sólo sobre sus alumnos sino sobre las familias y su entorno. Cabe señalar que con esto no me estoy refiriendo a las necesarias y sanas relaciones de cooperación en el interior de la familias, que implican la asunción de responsabilidades acordes con su edad y condiciones, y que constituyen, como tal, un elemento formativo, siempre que no atente contra el desempeño escolar y que tenga en cuenta las propias necesidades de recreación y sociabilidad del niño y del joven. No escapa a la comprensión general que el trabajo infantil guarda estrecha relación con la situación socio-económica del grupo familiar. Por lo tanto, todo aquello que contribuya a mejorar sus condiciones de vida redundará en una mejor vida para los chicos. Queda para otra oportunidad analizar las particularidades del trabajo infantil en zonas rurales, que no sólo ofrece situaciones concretas diferentes, prácticas culturales arraigadas sino también la gran dificultad de atender con una oferta educativa apropiada los requerimientos, sobre todo de los sectores productores minifundistas a los que el progreso tecnológico obligó a radicarse en los márgenes de las ciudades. En síntesis, erradicar el trabajo infantil supone modificar costumbres ancestrales y, al mismo tiempo, brindar condiciones de vida digna al grupo familiar y contar con escuelas que privilegien la formación integral de sus alumnos y que les provea de las herramientas para un futuro que actualmente ven incierto y lejano. Por eso repetimos: todo niño de 0 a 18 años en la escuela. Caso: En los años que estuve al frente de una escuela media que cuenta con tres turnos de clase –mañana, tarde y vespertino- una vez efectuado el riguroso sorteo de turnos, recibí invariablemente numerosos pedidos de aquellas familias a las que había caído en suerte, o en desgracia, el turno vespertino. Adopté la norma de no considerar sino aquellos casos que pudieran afectar el normal desempeño del alumno en la escuela, habida cuenta de que todas las familias conocían de antemano la posibilidad de que les tocara el turno “maldito”. La solicitudes, en consecuencia, extremaban las causales de excepción que justificarían el cambio. Procedía a una lectura cuidadosa de cada una de los pedidos y sus fundamentos, así como, en algunos casos, a verificar la certeza de los mismos. Infaltablemente estaba el pedido de familias que argumentaban que el alumno o la alumna debía cumplir una tarea de atención de un familiar, en el mejor de casos los hermanos menores, y esto llegaba hasta la obligación de hacerse cargo de personas mayores con serias enfermedades. Mi negativa a atender estos últimos pedidos me generó serias discusiones con padres indignados que no entendían que mi función era priorizar las necesidades de los alumnos ingresantes y no colaborar con una dinámica familiar que, además de no resolver los problemas de la familia en cuestión, implicaba convalidar trabajo infantil que, por añadidura, era de riesgo.