El hijo del notario “A quien madruga Dios le ayuda”. Para Rogelio Maldonado Llorens no había mejor refrán que reflejara la actitud que todos esperaban que él tomara ante la vida. Educado desde bien niño bajo una estricta disciplina, siempre trataron de inculcarle los más altos valores como la puntualidad, la educación y el rigor. Su padre, Don Vicente Maldonado y Piquer reputado notario, murió cuando él sólo tenía ocho años, víctima de un infarto al salir de su propia notaría en la calle de la Sangre de Valencia. Su madre, Doña Amparo Llorens Ibáñez, con el corazón envuelto en un luto ya permanente, no tuvo más remedio que vender la parte de la notaría al socio de su marido, paso obligado para afrontar las numerosas deudas heredadas de su esposo el notario, fruto de un excesivo y secreto interés por el juego y la vida disipada. Doña Amparo se dedicó en cuerpo y alma en dar la mejor educación a su hijo. Lo matriculó en los más selectos colegios estrictamente privados y católicos que pudo encontrar. El dinero ya nunca fue un problema. Muchos clientes y amigos de su difunto esposo estaban encantados de devolverle algunos de los muchos favores que en vida de éste contrajeron. Doña Amparo siempre fue muy discreta con los documentos minuciosamente guardados en la secreta caja fuerte que un día encontró por sorpresa. El joven Rogelio, mediocre estudiante pero voluntarioso como pocos, logró entrar en la universidad y conseguir tras siete años de duro empeño su licenciatura de derecho. El sueño de Doña Amparo de que su hijo recuperara la notaría perdida estaba más cerca. Fue entonces cuando, tras una reveladora charla con el antiguo socio de su finado esposo, consiguió que lo contrataran como pasante en el despacho. Era Rogelio un hombre alto y extremadamente delgado, de rostro adusto y mirada escurridiza que unido a la pronunciada calva que lucía desde muy joven y a que siempre iba impecable y elegantemente trajeado, le confería un aspecto frágil y bondadoso. Era amable y exquisitamente educado pero algo huraño y frío en el trato y su excesiva timidez, rayando en lo paranoico, creaba cierta aversión entre quienes no lo trataban con asiduidad. Nunca tuvo amigos conocidos a excepción de algún compañero ocasional por motivos laborales o de estudio. Tampoco jamás se le conoció relación con mujer alguna. Cuando no trabajaba o tras acabar las horas de estudio reglamentadas por una cada vez más anciana Doña Amparo, Rogelio se encerraba con llave en su estudio durante horas. Allí, aislado de legajos, documentos y libros es donde se sentía realizado y el mundo que creaba se convertía en verdaderamente el suyo. Rodeado de su proyector y de cientos de películas del Hollywood clásico, Rogelio hacía algo más que visionarlas, las rememoraba, las interpretaba, las vivía. Sabía de memoria los diálogos de prácticamente todas ellas. Disponía de un gran vestidor, discretamente oculto, donde guardaba infinidad de trajes de los personajes de aquellas películas, muchos de ellos valiosos originales comprados a coleccionistas y en subastas. Le fascinaba vestirse de mujer y encarnar a los grandes personajes, a la Garbo de Anna Karenina o la Marlene Dietrich de el Ángel Azul. Rogelio no se consideraba homosexual, en realidad no sabía si lo era o no, tampoco le importaba, su travestismo no era más que la estimulante manera de identificarse con los personajes que interpretaba. Ese día no veía llegar el momento de terminar su trabajo en el despacho. Llevaba ya varias horas que no se encontraba bien, tenía una extraña sensación, pero no era raro que en ocasiones se sintiera nervioso cuando le esperaba una velada especial y hoy era la noche de la diosa. Después de cenar con su madre, subió a su estudio, se aseguró de cerrar con llave y se dispuso a disfrutar del gran momento. Ya lo había vivido muchas veces, pero cada una de ellas siempre era diferente. Con cuidado colocó en el proyector la película “El Crepúsculo de los Dioses”, luego, de una manera ceremoniosa se fue vistiendo y maquillando como su admirada Gloria Swanson. La película se empezó a proyectar llenando la estancia de deslumbrantes y tintineantes luces y sombras y Rogelio, envuelto en una atmósfera decadente e irreal, interpretó cada escena y cada diálogo como la mejor obra de su vida. Cuando llegó el momento cumbre, Rogelio ya no existía, era la propia Norma Desmond quien bajaba aquellas escaleras imaginarias mientras con un intenso gesto dramático recitaba, dirigiéndose a su propio público admirador, el inmortal diálogo de la estrella: "Estoy muy contenta Sr. De Mille, ¿le importa que diga unas palabras?.. Gracias. Solo quiero decirles a todos cuanto me alegro de estar en los estudios otra vez. No saben cuanto los he echado de menos. Prometo no volver a abandonarles, porque después de Salomé, haremos otra película y después otra. Es mi vida y siempre lo será... No existe nada más, solo nosotros, las cámaras, y toda esa gente maravillosa en la oscuridad... Sr. De Mille, estoy preparada para mi primer plano”. Y fue en ese momento casi sobrenatural cuando Rogelio cayó fulminado por un fuerte dolor en el pecho. Horas después, cuando lograron entrar en la habitación, su madre pudo comprobar que aquel hombre extrañamente vestido de mujer en una sala oscura y con un proyector de cine emitiendo luz blanca, era su hijo y que su rostro inmóvil mostraba una mueca serena y feliz como pocas veces en su vida le había visto. Rogelio Maldonado Llorens, tuvo el dudoso honor de convertirse aquel 31 de agosto de 2012 en la primera víctima registrada del que algunas semanas después sería conocido como el virus de la muerte dulce. Nunca se supo como pudo haberse contagiado tan rápidamente alguien con una vida tan discreta y solitaria, lo que llevó de cabeza durante un tiempo al puñado de científicos y militares responsables del Laboratorio de Genética Superior. Su ADN, así como algunas partes de su cuerpo circularon, en estricto y alto secreto, por todos los rincones del mundo. Desde ese mismo día Rogelio, para quien en vida la discreción fue fundamental, se convirtió en el primer nombre que encabezaba todos los registros que fueron enumerando a las innumerables víctimas del temible virus VMH-07. Rogelio con el paso de las semanas se fue convirtiendo en la última celebridad del planeta. Dos semanas más tarde, Doña Amparo a quien ya la cabeza se le había ido definitivamente, comprendió a medias que su hijo la había dejado sola y fue en uno de los escasos momentos de lucidez, o quizás no, que encargó que colocaran en la entrada de la cripta familiar donde estaban enterrados su marido y una figura de cera lejanamente parecido a Rogelio, una inscripción con una misteriosa frase que decía: “El corazón tiene razones que la razón no entiende” Valencia – 01/02/2012 José Vte. García Torrijos