Las aportaciones de Claude Lévi-Strauss en la lucha contra los

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Las aportaciones de Claude Lévi-Strauss en la lucha contra los prejuicios raciales.
Javier Martín Párraga y Marta Rojano Simón. Revista Lindaraja
2010
Las aportaciones de Claude Lévi-Strauss en la lucha contra los
prejuicios raciales: “Raza e historia” y “Raza y cultura”
Dr. Javier MARTÍN PÁRRAGA
javier.martin@uco.es
Marta ROJANO SIMÓN
ymilce@gmail.com
Universidad de Córdoba
Resumen
El objetivo de este artículo es examinar las dos contribuciones con que, a
petición de la UNESCO, el influyente pensador belga Claude Lévi-Strauss se
sumó a la lucha contra los prejuicios raciales y la xenofobia. Los autores
proponen una lectura minuciosa, contextualizada y crítica de estos trabajos, que
resultan tan seminales como imprescindibles para conocer la opinión de LéviStrauss no sólo sobre el racismo sino también sobre otros aspectos
fundamentales para Occidente como puedan ser la diferencia entre primitivo y
tecnológico, por ejemplo.
Palabras clave
Claude Lévi-Strauss, Antropología, Filosofía, Racismo
Introducción
En el presente trabajo nos proponemos llevar a cabo una lectura analítica,
minuciosa y detallada de los ensayos “Raza e historia” y “Raza y cultura”, que el
antropólogo belga Claude Lévi-Strauss (1908) compuso por encargo de la UNESCO en
los años 1952 y 1971 respectivamente. El objetivo que perseguía esta organización
internacional al comisionar al célebre antropólogo era el de obtener su punto de
vista cualificado en la lucha contra los prejuicios raciales, que constituye una de sus
principales misiones.
Como veremos a lo largo de nuestro estudio, los dos textos que presenta
Lévi-Strauss contribuyen, sin duda, a decontruir los mitos sobre los que se asientan
la mayor parte de prejuicios raciales; pero van mucho más allá, ya que al examinar
conceptos tales como raza, cultura, progreso o evolución, el autor no se limita a
contribuir al debate ideológico en torno a lo erróneas que resultan las concepciones
racistas, sino que arroja nueva luz sobre una serie de problemas que han interesado
al ser humano desde la antigüedad más remota y de los que hoy en día se ocupa no
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sólo la antropología sino también la filosofía, sociología y otras ramas del campo de
las humanidades (sin olvidar que también la genética, biología y otras ciencias
naturales tienen mucho que decir al respecto).
Si las ideas expresadas por Lévi-Strauss resultan extraordinariamente
relevantes para los estudios humanísticos, la forma en que lo hace resulta
igualmente reseñable, puesto que opta por hacer avanzar su discurso mediante una
prosa clara, amena y en todo momento accesible para el lector medio. No nos
corresponde en esta ocasión llevar a cabo un análisis estilístico de la prosa del autor,
pero no podemos dejar de reflexionar sobre lo pertinente que la vocación
democrática y didáctica de la misma juega a la hora de transmitir sus ideas. En este
sentido, el valor de estos textos es doble: por una parte supone una importante
contribución al campo de estudio de la antropología, al mismo tiempo que cumple
una labor divulgadora.
“Raza e historia”
Claude Lévi-Strauss comienza el ensayo “Raza e historia” aseverando, “hablar
de la contribución de las razas humanas a la civilización mundial podría causar
sorpresa en una serie de capítulos destinados a luchar contra el prejuicio racista”
(39). Como se evidencia desde estas palabras iniciales, el antropólogo es plenamente
consciente de las complejidades que conlleva la tarea encomendada por la UNESCO,
consistente en aportar su particular punto de vista en el marco de una serie de
textos cuyo objetivo principal era el de luchar contra el racismo. Asimismo,
demuestra ser plenamente consciente del hecho de que el texto que ha preparado
para tal fin puede resultar polémico. No resulta complicado comprender hasta qué
punto resultaba difícil elaborar un documento de tal naturaleza desde la perspectiva
de la antropología contemporánea. Sin embargo, comprender por qué pueda
resultar polémico es más complicado. En su excelente introducción a Raza y Cultura,
Manuel Garrido aseveraba que, “no marcar diferencias entre individuos y grupos y
no dudar de la marcha del progreso son normas que, más o menos tácitamente, han
gravitado como un tabú cultural sobre buena parte del pensamiento del último
medio siglo” (1974: 11). Como se verá a lo largo de este trabajo, Lévi-Strauss pone
en duda ambas concepciones.
El autor es plenamente consciente de que, a raíz de las ideas imperantes que
Garrido resumía, lo que se esperaba de un texto cuya finalidad consistía en luchar
contra el racismo (que, desafortunadamente, aún supone una lacra para el mundo
actual) no era sino negar enérgicamente que existan diferencias entre las diferentes
razas, ya que todos los seres humanos son exactamente iguales. Sin embargo, en el
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momento en que la UNESCO comisiona a Lévi-Strauss, ese objetivo resulta, en gran
medida, inútil por haber sido ya alcanzado.
El ser humano ha evidenciado, desde siempre, una tendencia a
considerarse a sí mismo y a su cultura como superior a la de aquellos individuos
que son diferentes, al mismo tiempo que siente desprecio hacia los que difieren
de su forma de ser. En este sentido, resulta pertinente señalar que el término que
Sigmund Freud emplea para referirse a lo que nos resulta siniestro y nos aterra es
Unheimlich, que etimológicamente no significa sino “lo que no es familiar”. Basta
con remontarse a las etimologías de “bárbaro”, “salvaje” o “primitivo” o estudiar
las narraciones de viajes desde Herodoto a los colonos europeos en América o
Asia para darnos cuenta de este hecho. El advenimiento del método empírico, y
muy especialmente de las teorías de Charles Darwin sobre la evolución natural,
hizo que las clasificaciones taxonómicas iniciadas por Candolle para estudiar la
botánica en sus Leyes de Nomenclatura (1867) se llevaran al campo de los
estudios humanos, dando como resultado teorías como las de Joseph Arthur de
Gobineau, Gustave Le Bon o, posteriormente, Ernst Haeckel que exponían una
concepción del mundo impregnada de matices racistas.
Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XX, el racismo de estos
autores ha sido superado, hasta el punto de que, como el propio Lévi-Strauss
señala, empieza a dudarse de la conveniencia de emplear el término “raza” a la
hora de estudiar al ser humano. Como evidencia de este hecho, resulta
interesante recordar que en una encuesta llevada a cabo en 1985 el 16% de los
biólogos, 36% de psicólogos evolutivos, 41% de antropólogos físicos y 53% de
antropólogos culturales disentían de la proposición “hay razas biológicas en la
especie homo sapiens” (Lieberman et al, 1992).
Como vemos, a pesar de que, sin duda, sigan existiendo individuos y
colectivos que se aferran a teorías y concepciones desfasadas y superadas por los
avances científicos modernos para justificar la premacía de una determinada raza
sobre las demás, no resulta sorprendente que Lévi-Strauss entienda que su
cometido a la hora de pelear contra el racismo no sea el afirmar una vez más algo
ya de sobra aceptado, que no existen diferencias entre los seres humanos por
cuestión de raza o características físicas.
Sin embargo, limitarse a realizar dicha afirmación imposibilitaría entender las
diversas maneras en que los diferentes pueblos del mundo han contribuido a la
evolución humana de maneras diametralmente diferentes, pero no por ello mejores
o peores. Por esto, Lévi-Strauss concluye que, “no podemos pretender haber
resuelto el problema de la desigualdad de razas humanas negándolo, si no se
examina tampoco el de la desigualdad – o el de la diversidad- de culturas humanas
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que, de hecho si no de derecho, está en la conciencia pública estrechamente ligado a
él” (1974, 42).
Lévi-Strauss, pues, apuesta por estudiar con detalle cómo las diferentes
culturas del mundo han evolucionado y hecho avanzar la especie humana, sin
prestar atención a sus características físicas. De esta manera, el texto presentado a
la UNESCO se separa de la crítica tradicional al racismo mientras contribuye al mismo
tiempo a luchar contra éste y contra el etnocentrismo, que resulta igualmente
pernicioso.
Para llevar a cabo la tarea que se ha propuesto, el autor debe comenzar por
examinar la cuestión de la diversidad cultural. Pese a que Lévi-Strauss no ofrece una
definición de cultura en el texto, creemos que es interesante detenernos unos
instantes en este término, que ha suscitado no poco debate. Puesto que no
constituye el objeto principal de nuestro estudio, nos limitaremos a señalar que la
cultura es un rasgo distintivo de los seres humanos (este hecho lo plantea por
primera vez Rousseau en su Dictionarie) y ofrecer las definiciones de cultura de
alguno de los antropólogos más brillantes del siglo XX. Para Edward Tylor, la cultura
es “aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral,
el derecho, las costumbres, y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos
por el hombre” (1995, 29). La definición planteada por Ember y Ember siguen esta
misma línea, pero señalan que la cultura está relacionada con la sociedad, al definir
cultura como “la serie de comportamientos, creencias, actitudes, valores e ideales
que son característicos de una sociedad o población” (1997, 460-1). Una vez
ofrecidas estas definiciones, encaminamos nuestros pasos hacia el Diccionario de la
Real Academia, en busca de una definición de cultura que no resulte técnica ni
exclusiva del campo de la antropología. Sorprendentemente, las definiciones de
Tylor, Ember y Ember y la RAE apenas difieren: “Conjunto de modos de vida y
costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en
una época, grupo social, etc”. Desde nuestro punto de vista, este hecho explica que
Lévi-Strauss comience a enfrentarse al problema de la diversidad de culturas sin
detenerse antes a considerar qué significa cultura.
El autor opina que para estudiar las diferencias entre culturas se hace
necesario comenzar por elaborar un inventario de las mismas. Sin embargo,
enseguida se da cuenta de que esta tarea resulta extremadamente compleja, cuando
no abiertamente imposible. En primer lugar, nos encontramos ante culturas
diferentes entre sí, pero yuxtapuestas (esto es, contemporáneas). En segundo
término, tenemos que contar con las culturas del pasado, de indudable importancia
pero imposibles de conocer de primera mano o a través de la investigación histórica
o arqueológica, ya que antes de la aparición de la escritura no contamos con
documentos suficientes que nos permitan conocer una cultura en su totalidad. Como
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ejemplo de este hecho, proponemos la investigación en el campo de la prehistoria.
El estudio científico de los hallazgos arqueológicos encontrados en diversos lugares
del mundo nos permite concluir, sin lugar a dudas, que el ser humano ya mostraba
una inclinación artística destacada en los albores de la humanidad. Sin embargo,
nunca seremos capaces de conocer porqué desarrollaban sus labores artísticas. Así
pues, el conocer en profundidad la cultura de los pueblos prehistóricos está fuera del
alcance del investigador contemporáneo. A raíz de estos problemas, Lévi-Strauss
sentencia que, “se impone una primera constatación: la diversidad de culturas
humanas es, de hecho en el presente, de hecho y también de derecho en el pasado,
mucho más grande y más rica que todo lo que estamos destinados a conocer jamás”
(1974, 44).
Una vez aceptada esta limitación, la cuestión de la diversidad de culturas es
ciertamente compleja y requiere prestar atención a numerosos aspectos: ¿han
surgido las culturas de un tronco común o divergente?, ¿qué contactos han
mantenido con otros pueblos?, ¿han permanecido más o menos aisladas?, etc. Así,
el autor llega a cuestionarse “si las sociedades humanas no se defienen en cuanto a
sus relaciones humanas, por cierto optimum de diversidad, más allá del cual no
sabrían ir, pero en el que no pueden tampoco ahondar sin peligro” (1974, 45). Para
complicar aun más la cuestión, es también importarte prestar atención al grado de
diversidad que, en mayor o menor medida y con mayor o menor frecuencia, se da
asimismo en el seno de las culturas estudiadas. Por todo lo anterior, la conclusión a
la que llega Lévi-Strauss es que “la noción de la diversidad de culturas humanas no
debe concebirse de una manera estática” (1974, 45) y “la diversidad de culturas
humanas no debe invitarnos a una observación divisoria o dividida” (1974, 46).
Si, como el autor explicaba, las culturas humanas difieren de manera
inevitable y natural en todos los lugares del mundo y en cualquier período de la
historia que estudiemos, se debería aceptar que se trata de un fenómeno natural.
Nada más lejos de la realidad, ya que, como Lévi-Strauss expone, el etnocentrismo
ha prevalecido en todo momento. La aséptica definición de etnocentrismo que
ofrecen Ember y Ember es la siguiente: “actitud a partir de la cual las costumbres e
ideas de otras sociedades pueden ser evaluadas desde el contexto de la cultura de
uno mismo” (1974, 461). Si bien esta definición no resulta, a priori, errónea, es cierto
que oculta un hecho indudable en el que sí que se centra Lévi-Strauss: desde una
actitud etnocéntrica, toda cultura diferente a la propia será, en el mejor de los casos,
considerada como inferior:
La actitud más antigua y que reposa sin duda sobre fundamentos psicológicos
sólidos, puesto que tiende a reaparecer en cada uno de nosotros cuando nos
encontramos en una situación inesperada, consiste en repudiar pura y
simplemente las formas culturales: las morales, religiosas, sociales y estéticas,
que estén más alejadas de aquellas con las que nos identificamos (1974, 47)
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De acuerdo con Lévi-Strauss (opinión a la que debemos, sin duda,
adherirnos), el etnocentrismo es una forma de pensar que se remonta al origen del
hombre y, aunque deba ser combatida por lo que tiene de injusta, resulta, en cierto
modo, comprensible. Para entender porqué el etnocentrismo se desarrolla de
manera natural en todas las culturas es importante tener en cuenta el concepto de
oposiciones binarias propuesto por el estructuralismo. Resulta pertinente, no
obstante, señalar que pese a que el propio Lévi-Strauss juega un importante papel
en el campo del estructuralismo antropológico, el autor no hace referencia a este
concepto en la obra analizada. De acuerdo con la teoría de las oposiciones binarias
que surge en el estructuralismo y resulta central para el pensamiento de filósofos
postmodernos como Jacques Derrida o Jean Françcois Lyotard, el ser humano
entiende, conceptualiza y define el mundo de acuerdo con parejas de términos que
son absolutamente incompatibles pero que, no obstante, pierden su validez si su
pareja desaparece. A modo de ejemplo, proponemos que la idea de bien sería
imposible de definir sin hacer referencia a su oposición binaria, mal, y que
difícilmente podría existir el yo sin contraponerlo al tú o al él. Así pues, los diferentes
pueblos se entienden a raíz de las diferencias que mantienen con sus vecinos, a los
que consideran inferiores.
Consideramos que la aproximación al etnocentrismo que hace Lévi-Strauss
en “Raza e historia” es extraordinariamente certera, ya que evita caer en el
maniqueismo en todo momento, al dar ejemplos de etnocentrismo no sólo del
occidental frente a los pueblos “primitivos” sino también de éstos últimos:
En las Grandes Antillas, algunos años después del descubrimiento de América,
mientras que los españoles enviaban comisiones de investigación para averiguar si
los indígenas poseían alma o no, estos últimos se empleaban en sumergir a los
prisioneros blancos con el fin de comprobar por medio de una prolongada
vigilancia, si sus cadáveres estaban sujetos a la putrafacción o no (1974, 49).
Consideramos que, al ofrecer estos ejemplos, Lévi-Strauss señala en la
dirección correcta al indicar que el vicio del etnocentrismo es común al ser humano,
con independencia de su etnia o cultura y, de este modo, contribuye a solucionar
debates tan ancestrales como absurdos como el que se plantea si los indígenas son
salvajes nobles libres de los pecados inoculados por la sociedad moderna (como
afirmaba Rousseau) o, por el contrario, eran bestias sin alma como se empeñaban en
afirmar los conquistadores españoles en América Latina o los puritanos en Estados
Unidos.
A pesar de que, como se ha señalado, el etnocentrismo parece constituir una
tendencia natural en el ser humano, Lévi-Strauss señala que gran parte de los
prejuicios hacia las sociedades “primitivas” que se siente en Occidente viene de una
lectura errónea (probablemente malintencionada) del Origen de las Especies de
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Charles Darwin, que dio lugar a un falso evolucionismo. Casi todos los esquemas del
siglo XIX (a excepción del marxismo) afirmaban que todas las culturas evolucionaban
en conjunción con los tipos y razas biológicos humanos. Esta fusión del
evolucionismo biológico con el cultural se atribuye incorrectamente a la influencia
de Darwin. Lévi-Strauss señala que los verdaderos artífices del evolucionismo social
son Tylor y Spencer, que elaboran y publican su doctrina antes de que Darwin hiciera
lo propio. Asimismo, insiste en que las diferencias entre las teorías de Darwin y las
de Tylor, o Spencer son abismales en cuanto a su rigor científico:
La noción de evolución biológica corresponde a una hipótesis dotada de uno de
los más altos coeficientes de probabilidad que pueden encontrarse en el ámbito
de las ciencias naturales, mientras que la noción de evolución social o cultural
no aporta más que, a lo sumo, un procedimiento seductor aunque
peligrosamente cómodo de presentación de los hechos (1974, 52).
Tras exponer el etnocentrismo y los problemas que éste supone a la hora de
estudiar la diversidad de culturas, Lévi-Strauss se centra en examinar la diferencia
entre culturas arcaiacas y culturas primitivas. En páginas precedentes de “Raza e
historia”, el autor especificaba que debemos dividir las culturas entre tres
categorías: en primer lugar, las contemporáneas que se encuentran en un lugar
distante. En segundo lugar, se trata de culturas que se han manifestado en el mismo
espacio pero son anteriores. Por último, están las culturas que han existido en un
tiempo y lugar diferentes al del observador.
Sin embargo, en numerosas ocasiones se incurre en el error de tratar de
comparar las culturas del primer grupo con las del tercero. En otras palabras, se
tiene la tentación de comparar, por poner un ejemplo, a las tribus amazónicas con
las comunidades paleolícas. Como salta a la vista, este tipo de comparaciones
erróneas son campo abonado para los juicios vertidos por el falso evolucionismo y
por el darwinismo social. Si se sigue esta corriente se incurrirá en el error de tomar la
parte por el todo, es decir, de pensar que puesto que ciertas técnicas de caza
amazónicas son muy similares a las empleadas por nuestros ancestros, las tribus
amazónicas son similares en todos los aspectos a los pueblos prehistóricos. LéviStrauss deconstruye esta forma de pensar al demostrar que incluso los aspectos
similares (instrumentos de piedra, por ejemplo) entre los pueblos del presente y los
prehistóricos difieren (los ejemplos que el autor muestra sobre el diferente camino
seguido por las comunidades prehistóricas y los pueblos americanos resultan no sólo
convincentes sino irrefutables desde una perspectiva científica) y, más importante
aún, aunque guarden similitudes remarcables en algunos aspectos, “¿cómo podrían
instruirnos sobre la lengua, las instituciones sociales y las creencias religiosas?”
(1974, 57).
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En definitiva, resulta absurdo considerar, como hace el falso evolucionismo,
que determinados pueblos se hallen en una etapa evolutiva por la que nuestra
cultura ya transitó y son, por lo tanto, inferiores. Lo que no niega Lévi-Strauss es el
hecho de que distintas sociedades humanas han utilizado de diferente manera el
tiempo, lo que le lleva a distinguir entre dos tipos de historia. La primera es
progresiva, adquisitiva y utiliza los hallazgos y las invenciones. El segundo tipo de
historia carece del don sintético del que sí disfruta la primera.
En cualquier caso, es importante recordar que, para Lévi-Strauss, “durante
decenas, y hasta cientos de miles de años, allá lejos también ha habido hombres que
han amado, odiado, sufrido, inventado y combatido. En verdad no existen pueblos
infantiles; todos son adultos. Incluso aquellos que no han conservado el diario de su
infancia y adolescencia” (1974, 59). Esta cita nos resulta especialmente importante
puesto que, si aceptamos que el autor está en lo cierto, todo intento paternalista por
parte de Occidente de ayudar a los pueblos desfavorecidos del planeta mediante
acciones que buscan adaptar sus maneras y costumbres a las nuestras queda
desvirtuado. En otras palabras, si aceptamos que toda cultura humana es hoy en día
adulta, nos veremos obligados a aceptar que no tenemos derecho alguno a tratar de
imponer nuestra formas de pensar y actuar a otros, por más que sus formas de vida
nos resulten “atrasadas” o “primitivas”.
Tras reflexionar sobre estas cuestiones, “Raza e historia” pasa a estudiar la
cuestión del progreso. Para ello, el autor bucea en la prehistoria con el fin de
proveer suficientes y probados ejemplos de que “el progreso no es ni necesario ni
continuo; procede a saltos, a brincos, o como dirían los biólogos, mediante
mutaciones” (63). Además del propio razonamiento expuesto en la cita precedente,
resulta especialmente interesante el hecho de que Lévi-Strauss se decante por
emplear una terminología propia de la biología evolucionista, tal vez para demostrar
que los avances realizados por Darwin pueden, sin duda, enriquecer el campo de la
antropología, ya que éstos en ningún momento constituyen una prueba de ciertas
ideas raciales tan nauseabundas en lo ético como indemostrables en lo científico.
El texto de Lévi-Strauss prosigue su camino de clasificación de los diferentes
tipos de diversidad cultural deteniéndose a considerar la distinción entre “historia
estacionaria” e “historia acumulativa”. El primer problema que se presenta al tratar
esta diferenciación emana, una vez más, del etnocentrismo del que le resulta tan
complicado escapar al ciudadano occidental: “nosotros consideraríamos como
acumulativa toda cultura que se desarrollara en un sentido análogo al nuestro, o sea,
cuyo desarrollo tuviera significado para nosotros” (1974, 67). En este sentido, nos
resulta extraordinariamente complicado valorar hasta qué punto una cultura se
mueve o permanece estática, a menos que le apliquemos nuestros propios
conocimientos, valores, ideas, etc. Lévi-Strauss propone como ejemplo de esta
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cuestión el de un viajero en tren y una persona que observa el tren desde el andén.
Para uno el tren ofrecerá una sensación indiscutible de movimiento, mientras que el
otro sentirá que permanece estático. Por nuestra parte, creemos pertinente
recordar la célebre paradoja de Schrödinger para ilustrar este punto.
En 1935 Erwin Schrödinger planteaba un ejemplo tan inusual como
interesante para ilustrar su teoría del movimiento de onda de los electrones. Se
trataba de imaginar un gato dentro de una caja cerrada, en la que también había una
botella de gas venenoso, una partícula con un 50% de posibilidades de desintegrarse
y un dispositivo que, en caso de que la partícula se desintegrara, rompería la botella
dejando escapar el gas venenoso y poniendo fin a la vida del felino. La paradoja que
se plantea es la siguiente: mientras que no abramos la caja no podremos tener la
más mínima certeza de si el gato está vivo o muerto. Sin embargo, si abrimos la caja
para comprobarlo podríamos contribuir a que la partícula se desintegrara. En otras
palabras, hasta que el observador pasivo no toma parte activa en el experimento es
incapaz de conocer su resultado; pero, puesto que ha intervenido en el mismo ya
nunca podrá saber qué habría ocurrido en caso de haberse mantenido al margen.
Aplicando esta paradoja al problema planteado por Lévi-Strauss, hasta que no
intervenimos con nuestro propio sistema de valores, experiencias y creencias, no
sabemos si una cultura es estática o acumulativa; pero, al haberla juzgado de
acuerdo con esos criterios, no podemos estar seguros de que el resultado del juicio
esté o no condicionado por nuestra propia cultura.
Lévi-Strauss resume esta situación de la siguiente manera:
Cada vez que nos inclinamos a calificar una cultura humana de inerte o
estacionaria, debemos preguntarnos si este inmovilismo aparente no resulta de
la ignorancia que tenemos de sus verdaderos intereses, conscientes o
inconscientes, y si teniendo criterios diferentes a los nuestros, esta cultura no es
para nosotros víctima de una ilusión. Dicho con otras palabras, nos
encontaríamos una a la otra desprovistas de interés simplemente porque no nos
parecemos (1974, 71).
Para evitar esta subjetividad extrema podemos optar por seleccionar
criterios estables para juzgar a una sociedad como estática o no. Pero, de nuevo,
las respuestas resultarían parciales. Dependiendo de los criterios seleccionados
una sociedad sería extraordinariamente acumulativa mientras que otra sería
estática, mientras que de acuerdo con otros criterios (no necesariamente menos
válidos) los resultados serían radicalmente divergentes. Así pues, nos vemos
obligados a aceptar que, en efecto, no existen sociedades más o menos
evolucionadas, avanzadas o acumulativas, sino que cada sociedad resuelve los
problemas concretos a los que se enfrenta de una u otra manera y, por lo tanto,
será en parte acumulativa, en parte estacionaria.
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Lévi-Strauss es plenamente consciente que la afirmación que acabamos
de exponer resultará sin duda polémica y él mismo se ve obligado a reconocer
que si bien es cierto que en el plano de la lógica abstracta ninguna cultura está
en disposición de juzgar de manera objetiva otra cultura diferente, a lo largo de
la historia “todas las civilizaciones reconocen una tras otra, la superioridad de
una entre ellas, que es la civilización occidental” (1974, 75). El antropólogo es
conocedor de las complejidades y posibles polémicas que el fenónemo de
universalización de la cultura occidental que se da desde hace aproximadamente
un siglo y medio plantea; pero reconoce la necesidad de aceptar este hecho, así
como sus consecuencias negativas (entre ellas figura de manera prominente el
que, en su búsqueda de una mejor situación económica muchos pueblos deben
renunciar a su cultura y formas de vida tradicionales). Asimismo, está
firmemente convencido de que “esta adhesión al género de vida occidental o a
ciertos aspectos suyos, está muy lejos de ser lo espontánea que a los
occidentales nos gustaría creer” (1974, 77). Lévi-Strauss sostiene que, de manera
directa o indirecta, violentamente o mediante el comercio y contactos pacíficos,
la civilización occidental se ha impuesto como la única elección que le queda al
resto de culturas. Esta situación se ha impuesto por dos motivos: “por un lado, la
civilización occidental procura incrementar continuamente la cantidad de
energía disponible por habitante, y por otro, proteger y prolongar la vida
humana” (1974, 78).
No obstante, también señala que supone un grave error considerar que
estos factores son propios o exclusivos de la sociedad occidental, puesto que la
civilización occidental es aún deudora de los inmensos avances llevados a cabo
durante la revolución neolítica y, por lo tanto, considerar que los avances y
descubrimientos de este período son simples avatares del destino es una
auténtica “aberración” (79). En páginas posteriores, sigue desarrollando esta
cuestión:
Se diría que en un principio, el hombre habría vivido en una especia de edad de
oro tecnológica, donde las invenciones se cosechaban con la misma facilidad
que las frutas o las flores. Al hombre moderno le serían reservadas las fatigas de
la labor y las iluminaciones del genio.
Esta visión infantil proviene de una total ignorancia de la complejidad y
diversidad implícitas en las técnicas más elementales (1974, 81).
Para sustentar su opinión, el autor pasa a explicar diversas técnicas
desarrolladas durante la prehistoria y que, en apariencia, son muy básicas y
podrían haberse desarrollado como mero fruto del azar. Sin embargo, LéviStrauss explica con un alto grado de conocimiento de la materia hasta qué punto
es complicado tallar la piedra de manera operativa, encender y mantener el
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Revista de estudios interdisciplinares. ISSN: 1698 - 2169
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fuego, o crear piezas de alfarería. Tras presentar suficientes evidencias del alto
grado de desarrollo tecnológico que todas estas manifestaciones prehistóricas
conllevan, la siguiente afirmación resulta, sin lugar a dudas, convincente: “todas
estas operaciones son demasiado numerosas y complejas para que el azar pueda
tenerlo en cuenta… el azar existe, sin duda, pero no da ningún resultado por sí
solo” (1974, 83). Por nuestra parte, consideramos que la afirmación precedente
es plenamente aplicable a la ciencia moderna y proponemos como ejemplo
paradigmático el descubrimiento de la penicilina por parte de Alexander Fleming
en 1928. El desorden su laboratorio posibilitó que el hongo de la penicilina
floreciera en una placa que, en principio, estaba destinada a otro fin. Ahora bien,
sin el talento, determinación y esfuerzos del genial científico, la aparición fortuita
del moho nunca hubiera dado como resultado una medicina que salvaría
millones de vidas en el futuro y prolongaría la esperanza de vida del ser humano
en varios años (cuando no décadas).
Por otra parte, Lévi-Strauss no sólo cree que los descubrimientos
modernos no son más meritorios que los hechos por nuestros antepasados sino
que considera que, en cierto modo, nosotros jugamos con ventaja. Esta ventaja
viene derivada del carácter acumulativo de la ciencia y técnica, que hace que un
científico moderno cuente en su haber con un caudal de conocimiento a partir
del cual avanzar con el que no se contaba en tiempos prehistóricos.
En este orden de cosas, resulta francamente complicado aceptar que la
cultura occidental es mejor, más complicada o acumulativa que la de los indios
amazónicos, por volver a nuestro ejemplo de “pueblo salvaje”. Sin embargo,
Lévi-Strauss no niega el hecho de que la cultura occidental parezca ser más
acumulativa que las demás. No obstante, expresa su convencimiento de que,
Si la revolución industrial no hubiera aparecido antes en Europa occidental y
septentrional, se habría manifestado un día en cualquier otro punto del globo […]
Así las cosas, el problema de la rareza relativa de culturas “más acumulativas” en
relación con “culturas menos acumulativas”, se reduce a un problema conocido
que depende de un cálculo de probabilidades (1974, 88-9).
En cualquier caso, aunque Occidente se muestre más acumulativo en el
aspecto técnico, no debemos nunca olvidar que cuando juzgamos la cuestión del
progreso, lo hacemos desde nuestro propio punto de vista con lo que, volviendo
al ejemplo del tren o al paradójico gato de Schrödinger, no estamos sino
valorando más lo que mejor conocemos. En otras palabras, juzgar nuestros
adelantos técnicos como superiores a otro tipo de avances llevadas a cabo por
civilizaciones a las que no conocemos en profundidad no nos hace sino caer en el
etnocentrismo del que, como científicos, debemos en todo momento escapar.
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Una vez expresadas estas ideas, Lévi-Strauss se centra en exponer que
ninguna cultura puede avanzar o progresar de manera aislada, ya que el hecho
de ser una cultura acumulativa viene, en gran medida, determinado, por los
contactos e intercambios que realiza con culturas diferentes a la propia: “la
historia estacionaria- si existe de verdad- sería la marca de ese género de vida
inferior, que es el de las sociedades solitarias. La exclusiva fatalidad, la única tara
que podría afligir a un grupo humano e impedirle realizar plenamente su
naturaleza, es la de estar solo” (1974, 94). De este modo, por muy diferente que
sea una cultura a la nuestra, por torpes, rudimentarios o poco avanzados que nos
parezcan sus tecnologías, no podemos nunca olvidar que sin su existencia, sin sus
aportaciones, no habríamos nunca llegado a disfrutar de la vida occidental
contemporánea de la que tanto nos enorgullecemos y que juzgamos como
superior a todas las demás.
Para concluir “Raza e historia”, Claude Lévi-Strauss se enfrenta a la
paradoja que podría derivarse de su afirmación de que todo progreso cultural se
debe a coaliciones más o menos conscientes y que consiste en que en un período
relativamente corto debería observarse un proceso de homogeneización de las
partes que cooperan (como veremos posteriormente, ésta será una de las
mayores preocupaciones del ensayo “Raza y cultura”). La única solución para que
esto no se produzca es, en palabras del autor, “alargar la coalición, ya sea por
diversificación interna o por la admisión de nuevos miembros” (1974, 101).
Asimismo, esta situación da lugar a desigualdades sociales extremas y a la
aparición de regímenes políticos y sociales antagonistas.
Para finalizar el texto, Lévi-Strauss se decanta por apostar con firmeza por
la preservación de la diversidad:
Es el hecho de la diversidad el que debe salvarse, no el contenido histórico que
le ha dado cada época y que ninguna podría perpetuar más allá de sí misma.
Hay, pues, que escuchar crecer el trigo, fomentar las potencialidades secretas,
despertar todas las vocaciones en conjunto que la historia tiene reservadas.
Además hay que estar preparados para considerar sin sorpresa, sin repugnancia
y sin rebelarse lo que de inusitado seguirán ofreciéndonos todas estas nuevas
formas sociales de expansión (1974, 104).
“Raza y cultura”
“Raza y cultura”, fue de nuevo encargado por la UNESCO a Claude LéviStrauss dos décadas después de que éste les entregara “Raza e historia”, tiene un
carácter mucho más técnico que su predecesor (y en muchos sentidos resulta
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complementario). Desde el mismo comienzo, el antropólogo se lanza a tratar de
definir en qué consiste “raza”, un término esquivo y que se presta con demasiada
frecuencia a generar todo tipo de polémicas y malentendidos. Lévi-Strauss comienza
por identificarse como etnólogo y aseverar que está fuera de su cometido “el tratar
de decir lo que es o no una raza, porque los especialistas de la antropología físicaque lo vienen discutiendo desde hace dos siglos- jamás se han puesto de acuerdo
[…]” (1974, 104). Así pues, haciendo gala de una modestia intelectual loable, se
limitará a transmitir lo que ha aprendido de otros expertos. En este sentido, refleja
dos teorías dispares sobre el origen de las razas humanas.
La primera afirma que durante la prehistoria se dieron todo tipo de
intercambios y cruces y que, por lo tanto, las razas actuales tienen sus orígenes en la
pervivencia de determinados rasgos ancestrales que se han unido a otros de
aparición mucho más reciente. Frente a esta teoría, la segunda, afirma que en
verdad las razas no son sino el producto de un mayor o menor número de unos
determinados genes.
Para Lévi-Strauss la primera teoría nos obliga a remontarnos a unos tiempos
tan antiguos que hacen que intentar refrendar la hipótesis con datos empíricos se
torne en labor imposible y, por lo tanto, más que una aportación científica nos
encontremos ante “una afirmación categórica con valor de axioma que podría
considerarse absoluto” (1974, 105). Respecto a la segunda teoría, el autor considera
que el principal problema que plantea es que cuando se refiere a estos genes se
mencionan siempre características físicas evidentes a primera vista: estatura, color
de piel y pelo, etc. De este modo, es relativamente sencillo afirmar que existe una
raza negra que se da principalmente en determinados lugares del mundo, sin entrar
a valores si los genes “invisibles” de estos pueblos también se dan en lugares
remotos del mundo donde la mayor parte de personas presentan una piel clara. En
definitiva, ambos puntos de partida resultan erróneos en tanto en cuanto nos
imposibilitan dar cuenta del fenómeno que pretendemos estudiar de manera
científica y objetiva. Para Claude Lévi-Strauss, uno de los problemas de base que
presentan ambas hipótesis es que tratan de remontarse a los orígenes del hombre
para contemplar el nacimiento de las diferentes razas, sin tener presente el factor
evolutivo que, sin duda, se ha producido a lo largo de estos miles de años.
Tras exponer cómo remontarse a los orígenes del hombre no aporta
elementos para dilucidar el problema de las razas humanas (si es que éstas en efecto
existen), el antropólogo relata cómo otros investigadores han optado por investigar
este fenómeno no ya en los albores de la humanidad como tal, sino en la génesis del
individuo. Así, en teoría, estudiar un sujeto desde su nacimiento (o incluso antes,
durante el período de su gestación) tal vez sí pudiera arrojar algo de luz al problema.
Nada más lejos de la realidad ya que aunque, como Lévi-Strauss acepta, parecen
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darse diferencias desde el nacimiento; el antropólogo se encuentra con dos
problemas insalvables: en primer lugar, la genética moderna no está capacitada para
estudiar la transmisión de los caracteres debido a la acción combinada de diversos
factores. Así pues, con las técnicas científicas de que disponemos hoy en día, el
experimento no ofrecerá conclusiones válidas. Sumado a este primer obstáculo, nos
encontramos con que tampoco es posible aceptar que las diferencias apreciadas
estén por completo libres de la influencia cultural, ya que se ha demostrado
sobradamente que durante el período de vida intrauterina, la alimentación y cultura
de la madre afecta al desarrollo del feto de diversas maneras. Por poner un ejemplo,
el nacimiento de un bebé con diversas malformaciones graves no puede achacarse
por completo a la genética en el caso de una madre que ha estado consumiendo
drogas y alcohol en cantidades altas durante el embarazo. Se podría, sin duda,
argumentar que hemos planteado un ejemplo extremo en el que sería sumamente
sencillo constatar que la madre ha condicionado con su hábito de vida el desarrollo
del feto. Ahora bien, ¿cómo hacer lo propio a la hora de darnos de cuenta de si el
consumo frecuente de determinados alimentos afecta o no al proceso de gestación?
A raíz de estos factores, Lévi-Strauss llega a la inevitable conclusión de que,
“el problema de las relaciones entre raza y cultura estaría, pues, mal planteado si
uno se limitase a enunciarlo de ese modo. Sabemos qué es una cultura, pero no
sabemos qué es una raza” (1974, 112). El autor prosigue aseverando que, dada la
imposibilidad de dar con una definición de raza, tal vez fuera posible limitarse a
prescindir de las relaciones entre cultura y raza. En ese caso, nos limitaríamos a
examinar la diversidad de culturas como tal. Optando por esta opción, Lévi-Strauss
argumenta que el problema de la diversidad debería ser simplemente éste: es decir,
existen culturas diferentes, pero nada impide que puedan cohabitar pacíficamente.
Sin embargo, el propio autor llama nuestra atención sobre el hecho del
etnocentrismo: “periódicamente cada cultura se afirma como la única verdadera y
digna de ser vivida; ignora las otras; las niega incluso como cultura” (1974, 113).
Como ya explicara en el anterior texto para la UNESCO, muy lejos de ser un
fenómeno exclusivo de Occidente, los pueblos “primitivos” o “bárbaros” son
igualmente etnocéntricos y se denominan a sí mismos como “los excelentes” o “los
hombres”, frente al resto de pueblos a los que llaman “huevos de piojo” o “monos
de tierra”. Fruto de la visión de superioridad que los pueblos sienten, en numerosas
ocasiones chocan y se establecen conflictos violentos. No obstante, para LéviStrauss, éstos no ponen en peligro la pervivencia de una cultura, lo que sí ocurre
“cuando la noción de una diversidad reconocida de una y otra se sustituye en una de
ellas por el sentimiento de superioridad basado en comparaciones de fuerza y
cuando el reconocimiento positivo o negativo de la diversidad de culturas da lugar a
la afirmación de su desigualdad” (1974, 114).
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Así pues, aunque se aceptase que las desigualdades vienen o no
determinadas por la raza, tendría en verdad poca importancia. En “Raza y cultura” se
propone a modo de ejemplo la conquista de América (que, como se afirmaba en la
introducción, Lévi-Strauss emplea con frecuencia en sus textos): fueran o no blancos,
los conquistadores contaban con una amplia superioridad material que fue lo que
verdaderamente sojuzgo a los nativos. Tras expresar esta idea, el texto prosigue
examinando una cuestión que ya era central en el ensayo previo: el de la concepción
errónea de un desarrollo lineal por parte de la humanidad en el que cual solo
Occidente se habría desplazado de manera coherente y fructífera. Asimismo, señala
cómo las teorías científicas del siglo XIX (o, al menos una lectura errónea de las
mismas) sirvieron para cimentar esta teoría.
Muy relacionado con la idea etnocéntrica de que nuestra cultura es superior
a la de los demás está el hecho de que solo seamos capaces de apreciar, entender y
conceptualizar elementos que nos son comunes y familiares. Si bien esta idea ya se
expresaba en “Raza e historia”, en este nuevo texto el autor la desarrolla con mayor
grado de detalle:
Desde el nacimiento y probablemente incluso antes, los seres y las cosas que
nos rodean adquieren en cada uno de nosotros un conjunto de referencias
complejas que forman un sistema; conductas, motivaciones, juicios implícitos
que después la educación viene a confirmar por la vía reflexiva que ella nos
propone el devenir histórico de nuestra civilización. Nos desplazamos
literalmente con ese sistema de referencias y los conjuntos culturales que se
forman alrededor de él no nos son perceptibles más que a través de las
deformaciones que les imprime. Puede incluso incapacitarnos para verlos (1974,
119).
En esta cita, Lévi-Strauss explica la tendencia natural del ser humano al
etnocentrismo de manera brillante (desde una perspectiva claramente
estructuralista), ya que ofrece una explicación científica que no resulta complicada,
al no caer en la tentación de dejarse llevar por un lenguaje excesivamente técnico. El
hecho de que el autor apueste por esta explicación científica del proceso
etnocéntrico resulta extremadamente importante, ya que por una parte ofrece
evidencias empíricas (la ciencia cognitiva y el estructuralismo lingüístico en efecto
corroboran las hipótesis planteadas) de su teoría y, por otra, escapa de cualquier
juicio ético o moral. En otras palabras, ninguna cultura es superior o inferior
moralmente por adolecer de etnocentrismo, ya que este fenómeno es universal y
está íntimamente relacionado con los procesos cognitivos que permiten que el ser
humano conceptualice y entienda la realidad. Por supuesto, esto no quiere decir que
debamos aceptar que una postura etnocéntrica es positiva por el mero hecho de
aparecer en nosotros de manera universal. Muy al contrario, creemos que solo
entendiendo este hecho podemos llegar a combatir el fenómeno etnocéntrico,
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puesto que, volviendo al campo de las ciencias experimentales, para poder
solucionar una fuente de problemas el primer paso es precisamente el identificar su
génesis y desarrollo.
Una vez explicado el fenómeno etnocéntrico y su consecuencia lógica (el
creer que nuestra cultura es superior y, consecuentemente, su evolución es la única
aceptable y válida) desde la perspectiva del estructuralismo, el autor pasa a valerse
de otra disciplina científica con el fin de deconstruir una falsa concepción imperante.
En este caso se trata de la genética de poblaciones, que sirve para negar las ideas
según las cuales los pueblos más alejados y diferentes a nosotros se consideran
como más homogéneos. Para ello, Lévi-Strauss se hace eco de los descubrimientos
de Neel, y concluye que las poblaciones “atrasadas”, al igual que ocurriera con las
prehistóricas, se prestan más a la evolución que las civilizaciones occidentales.
Asimismo, esta aproximación científica permite conocer con mayor exactitud y rigor
científico el modo de vida de pueblos que, desde nuestra perspectiva occidental,
resultan atrasados. En primer lugar, el índice de mortandad infantil está muy lejos de
ser lo generalizado que tendemos a pensar en Occidente. En segundo lugar,
mediante la poligenia se fortalecen ciertas formas de evolución natural. Por último,
el estilo de vida de estos pueblos, que para nosotros está falto de las más
elementales medidas de higiene, también contribuye a fortalecer a su población:
Los pueblos llamados primitivos parecen gozar de una inmunidad notable con
respecto a sus propias enfermedades endémicas. Este fenómeno se explica por la
gran intimidad del pequeño con el cuerpo de su madre y con el medio ambiente.
Esta exposición precoz a toda clase de gérmenes patógenos aseguraría una
transición más fácil de la inmunidad pasiva- adquirida de la madre durante la
gestación- a la inmunidad activa, es decir, desarrollada por cada individuo
después del nacimiento (1974, 124).
De nuevo, el empleo que Lévi-Strauss hace de las teorías científicas es
brillante. Si en “Raza e historia” el autor se movía en una línea más teórica (en
ocasiones, la línea entre la antropología y la filosofía parecer ser muy tenue, como
ocurre con la práctica totalidad de disciplinas científicas pertenecientes al campo de
las humanidades) para atacar el etnocentrismo, en este nuevo ensayo las ciencias
expermientales le sirven para alcanzar el mismo propósito. En el ejemplo que
acabamos de reproducir, Lévi-Strauss demuestra que lo que nosotros consideramos
como una falta de higiene terriblemente perniciosa puede, para otros pueblos, servir
de base para el fortalecimiento inmunológico. En este sentido, el autor no entra a
valorar hasta qué punto lo que les sirve a estos pueblos “primitivos” podría ser
beneficioso para los occidentales, pero nuestro punto de vista es que el excesivo
miedo a los gérmenes que hace que los padres monitoricen constantemente a los
niños o la obsesión con el uso de antibióticos que parecemos padecer está
contribuyendo a debilitar nuestra salud en lugar de potenciarla. Por supuesto, no
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pretendemos con estas líneas criticar la asepsia, sino más bien adherirnos a las
siguientes palabras de Lévi-Strauss: “sería necesario que nuestro conocimiento
evolucionase y que tomásemos consciencia de nuevos problemas, para reconocer un
valor objetivo y un significado moral a modos de vida, usos y creencias que no
recibieron de nosotros más que burlas o, a lo sumo, una curiosidad
condescendiente” (1974, 125).
La genética de poblaciones, la higiene y la manera en que determinadas
enfermedades como la malaria se desencadenan por el ser humano (el autor se basa
en los estudios del célebre F. B. Livingstone, que demostró que al comenzar la
agricultura se forman grandes espacios pantanosos donde los mosquitos portadores
de esta enfermedad tienen su campo de cultivo ideal) sirven a Lévi-Strauss para
exponer una idea extremadamente importante, a la par que sorprendente: “todos
los hechos que acabo de evocar provienen de la cultura […] de manera directa o
indirecta, esos factores modelan la selección natural y orientan su curso” (1974,
125). Las implicaciones profundas de esta afirmación son las siguientes: “por mucho
que sea necesario preguntarse si la cultura es o no función de la raza, descubrimos
que la raza- o lo que se entiende en general por ese término- es una de las funciones
de la cultura” (1974, 126).
Sin embargo, el propio Lévi-Strauss anima a ser cautos a la hora de considerar
hasta qué punto cultura y raza puedan ser términos análogos, al reconocer que el
número de culturas que existen o existieron en el pasado supera con mucho al
número de razas que el más meticuloso de los taxónomos pudiera identificar. Por
otra parte, y esta consideración resulta incluso más importante, “lo que la herencia
determina en el hombre es la actitud genética a adquirir una cultura cualquiera, pero
la que será suya dependerá de los azares de su nacimiento y de la sociedad donde
reciba su educación” (1974, 132).
Al vincular raza y cultura de la manera en que lo hace en este ensayo, LéviStrauss no sólo está deconstruyendo los mitos racistas derivados del darwinismo
social (que, en gran medida habían sido ya desvirtuados tanto por los avances de las
ciencias naturales como de la antropología), sino abriéndole la puerta a una
colaboración entre genetistas y etnólogos que se nos antoja extremadamente
positiva para el desarrollo del conocimiento humano. De igual forma, esta nueva
manera de estudiar la cuestión racial podría contribuir a combatir el racismo de
forma más fructífera que el tradicional debate ideológico, que de acuerdo con LéviStrauss, se ha mostrado muy poco eficaz en el terreno práctico.
Para concluir su estudio de los prejuicios raciales, el autor se muestra cauto
de que la lucha contra los mismos y su superación no conlleve un efecto secundario
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ciertamente negativo: la pérdida de la diversidad cultural que tanta riqueza aporta al
ser humano:
Sin duda nos acunamos con el sueño de que la igualdad y la fraternidad reinarán
un día entre los hombres, sin que comprometa su diversidad […] No se puede a
la vez fundirse en el goce del otro, identificarse con él y mantenerse diferente.
Plenamente lograda, la comunicación integral con el otro condena en un plazo
más o menos breve la originalidad de su creación y de la mía (1974, 141).
No obstante, antes de dar por concluido su ensayo, Claude Lévi-Strauss
considera lanzar una advertencia seria. La UNESCO le había encargado que volviera a
escribir un documento que contribuyera a la lucha contra el racismo, como había
hecho dos décadas atrás. El autor, sin embargo, una vez llevado a cabo este
cometido, se ve impelido a advertir sobre un peligro mucho mayor que, desde su
punto de vista, pone en peligro la paz, estabilidad, bienestar y convivencia mundial:
Para circunscribir esos peligros, los de hoy y los de un futuro próximo, más
temibles aún, debemos persuadirnos de que sus causas son mucho más
profundas que las simplemente imputables a la ignorancia y a los prejuicios: sólo
podremos cifrar nuestra esperanza en un cambio del curso de la historia, más
difícil aún de obtener que un progreso en el de las ideas (1974, 142).
Conclusiones
Cuando la UNESCO le encargó a Claude Lévi-Strauss que redactara una
conferencia-manifiesto contra el racismo, nada habría resultado más fácil para el
pensador que dejarse llevar por un discurso pesudo-filosófico saturado de
mensajes biempensantes y políticamente correctos pero superficiales y manidos.
El reputado antropólogo optó, no obstante, por el camino más
arriesgado, costoso y polémico: el de servir de instrumento de utilidad social no
sólo frente a la lacra del racismo sino también frente a otros peligros que nos
acechan y van desde la globalización (homogeneización, por usar su propia
terminología), el medio ambiente (si bien de pasada, no podemos olvidar que
“Raza y cultura” refiere a la destrucción del planeta Gea por parte de los seres
humanos) o un avance de la historia tan injusto como potencialmente peligroso.
Para llevar a cabo su objetivo, el genial pensador comienza por ponerse
en la piel del ciudadano medio (aquel que en verdad puede cambiar las
injusticias sociales), dejando muy atrás la torre de marfil en que tantos
intelectuales se han posicionado para apostar por dirigirse al lector mediante un
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lenguaje elegante, pulido y en ocasiones poético, pero siempre claro, conciso y
accesible.
No podemos, sin embargo, confundir simple con simplista, ya que el
lenguaje cercano de estos ensayos no resulta nunca un obstáculo para que a lo
largo de los mismos se analicen de manera rigurosa y certera cuestiones de
indudable calado intelectual y filosófico. Resultaría redundante y en gran medida
inútil reproducir aquí de nuevo las cuestiones analizadas en estos ensayos y de
las que ya hablamos en páginas precedentes. Nos gustaría, sin embargo, ofrecer
un muy resumido listado de los aspectos que más curiosidad intelectual
despiertan (puesto que como todo gran pensador, Lévi-Strauss invita a hacerse
cuestiones antes que adoctrinar de manera unidireccional).
Comenzaremos por señalar que el planteamiento de Lévi-Strauss resulta
en extremo sistemático y coherente. Hemos oído en infinidad de ocasiones
atacar (con toda justicia, sin duda) los planteamientos racistas sin ni si quiera dar
cuenta primero de qué se entiende por raza o si existe o no más de una raza
dentro de la familia Homo sapiens sapiens. En estos textos, sin embargo, el autor
opta por tomar al toro por los cuernos (si se nos permite una expresión tan
coloquial) e iniciar los debates planteándose primero la misma esencia de los
mismos.
En segundo lugar, la antropología es una ciencia y como tal la trata y
respeta el autor. A lo largo de las páginas que hemos estudiado, Lévi-Strauss se
sirve en todo momento del método científico, hechos objetivos y datos
contrastados. Consideramos que ésta es precisamente la única manera de pelear
contra el racismo: contraponiendo ciencia a prejuicios, datos empíricos a
superchería, rigor intelectual a la prostitución del pensamiento de Darwin.
Muy relacionado con el punto anterior se nos antoja el hecho de que en
estos ensayos no haya atisbo de maniqueísmo alguno. De igual modo que se
critica la posición etnocéntrica y las barbaries cometidas por los occidentales, se
tacha de etnocéntrica la postura y brutalidad con que ciertos indígenas tratan a
otros pueblos. Huelga decir la extrema valentía que supone presentarle a la
UNESCO un texto contra el racismo en el que se olvida desde el primer momento
la actitud pueril del “buen salvaje” en pos de un juicio objetivo en el que cada
cual recibe la catalogación que merece en cada momento. Sin embargo, esta
postura no sólo es lícita sino que resulta indispensable. Acabar con el racismo no
es suponer que el buen salvaje es mejor que el conquistador blanco, de igual
modo que el feminismo no debe nunca de suponer una mera inversión de roles
en que el hombre sea satanizado por el mero hecho de ser varón. También
resulta sorprendente la manera en que Lévi-Strauss reivindica la figura de
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Gobineau que, si bien estaba errado en sus juicios, dista mucho de ser el odioso
padre del racismo en que se le ha querido convertir en demasiadas ocasiones.
En tercer lugar queremos reflejar la maestría con que el autor consigue
combinar diversas disciplinas científicas
para justificar sus hipótesis,
demostrando que la antropología es, en efecto, una ciencia multidisciplinar que
no sólo se beneficia de otras ramas del saber sino que se coaliga con ellas para
llevar a buen puerto sus objetivos investigadores y divulgativos.
Por último, y para mantenernos fieles a la promesa de no redundar en
exceso en ideas ya expuestas con anterioridad, nos gustaría cerrar nuestras
conclusiones al estudio de “Raza e historia” y “Raza y cultura” de Claude LéviStrauss comenzando precisamente por el pasaje final del último ensayo. En éste,
el genio belga nos advierte de que si bien es posible acabar con las injusticias
relacionadas con el racismo (y él mismo contribuye a esta causa de manera
brillante con estos textos), no debemos ser tan ingenuos como para pensar que
las desigualdades y peligros que nos acechan a diario provienen exclusivamente
de un odio racial injustificado. No podemos sino coincidir por completo con el
autor en este punto, ya que dudamos mucho de que la situación actual del
continente africano se deba exclusivamente al color de piel de la mayoría de sus
ciudadanos cuando el presidente del país más poderoso de la tierra es de raza
negra (no estamos muy seguros de la conveniencia de usar este término tras leer
a Lévi-Strauss); pero educado en Harvard y proveniente de una familia con
riquezas materiales y contactos sociales más que prominentes.
Para finalizar este trabajo nos gustaría simplemente afirmar que
mediante “Raza e historia” y “Raza y cultura”, Lévi-Strauss hace avanzar el
campo de los estudios antropológicos y los divulga, al mismo tiempo que se
afana en pelear contra el racismo.
Bibliografía
Ember, C, y. M. Ember. Antropología Cultural. Madrid, Prentice May, 1997.
Lévi-Strauss, C. Raza y cultura. Madrid, Cátedra, 1974.
Lieberman, H. et al. "Race in Biology and Anthropology: A Study of College Texts
and Professors", Journal of Research in Science Teaching, 1992, 29: 301-321.
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© Revista Lindaraja, número 26; febrero de 2010, pp. 1 a 21.
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© Javier Martín Párraga y Marta Rojano Simón.
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Javier Martín Párraga y Marta Rojano Simón. Revista Lindaraja
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