Moralidad como libertad

Anuncio
6. La moralidad como libertad
Christine M. Korsgaard
[Pero el disgusto de no poder explicarse lo que sobrepasa totalmente aquel
círculo (la libertad del arbitrio),] por conmovedor que sea precisamente
este privilegio del hombre de ser capaz de tal idea, se convierte, en virtud
de las orgullosas pretensiones de la razón especulativa, que siente de
ordinario con tanta fuerza su capacidad en otros campos, en un
llamamiento universal —por así decirlo—, que incita a los aliados de la
omnipotencia de la razón teórica [aquellos que están acostumbrados
simplemente a las explicaciones fisiológicas] a oponer resistencia a aquella
idea, y de este modo a combatir aquel concepto moral de libertad, ahora y
quizá todavía por largo tiempo, aunque al final, sin embargo, inútilmente, y
a hacerla sospechosa en la medida de lo posible.
Immanuel Kant (PMDV 378)
La filosofía ética kantiana a menudo ha sido criticada por su dependencia de una
concepción insostenible de la libertad de la voluntad. Se ha supuesto que Kant afirmó que
somos moralmente responsables de todas nuestras acciones porque tenemos una voluntad
libre, y que tenemos una voluntad libre porque existimos en un mundo nouménico en el que
no estamos bajo la influencia de las tentaciones del deseo y la inclinación. Si existiéramos
sólo en el mundo nouménico, invariablemente obraríamos como el imperativo categórico lo
exige, pero como también somos seres fenoménicos a veces procedemos mal. La postura
así entendida suscita varios problemas. En primer lugar, puede ponerse en duda la
afirmación de que las personas puramente nouménicas obrarían como lo exige el
imperativo categórico; no es obvio por qué las personas no influidas por la causalidad
deberían obrar moralmente más que de cualquier otra forma. En segundo lugar, si se puede
establecer que en la medida en que somos noúmenos obedecemos la ley moral, entonces
dar cuenta de la imputabilidad moral se vuelve algo ininteligible. Si sólo somos
responsables porque somos noúmenos y si en la medida en que somos noúmenos sólo
hacemos lo que es correcto, entonces no podemos ser responsables de nuestras malas
acciones. O, si somos responsables, lo somos de manera tan radical que no caben las
excusas. Pues ¿cómo podemos considerar las terribles tentaciones a las que el malhechor
estaba sometido, cuando el noúmeno que elige no estaba bajo la influencia de esas
tentaciones? Por último, la postura parece exigir un compromiso ontológico poco atractivo
para la existencia de “dos mundos”, y dar origen a una variedad de enigmas acerca de cómo
lo que ocurre en uno puede influir en el otro.
En este texto, mi objetivo es abordar estos problemas. En la primera parte del texto,
muestro por qué Kant piensa que la ley moral es la ley de una voluntad libre, y por qué
piensa que tenemos que considerarnos libres. Luego argumento que los supuestos
problemas acerca de la responsabilidad y la ontología surgen de una fuente común: el no
apreciar la naturaleza radical de la separación que Kant establece entre la razón teórica y la
práctica, y de sus respectivos dominios de explicación y deliberación. Cuando estos
dominios se separan de la manera en que la filosofía de Kant lo requiere, desaparecen los
problemas acerca de la responsabilidad, y vemos que su teoría de la libertad no lo
compromete con un dualismo ontológico.1 En la segunda parte del texto muestro con qué lo
compromete: cierta concepción de las virtudes morales.
I. LA LEY COMO LIBERTAD
1. La libertad entra en la filosofía moral de Kant como la solución a un problema. El
imperativo categórico no es analítico, y no prestar atención a sus reclamos no es por
consiguiente inconsistente; sin embargo, se supone que nos plantea una necesidad racional.
A fin de mostrar que la moralidad no es un “fantasma vano” (F 445), Kant busca ofrecer
una deducción de (o un crédito para)2 la ley moral: tiene que vincular el ser racional con el
obrar conforme a la ley moral. La tercera idea mediante la cual la racionalidad y la
moralidad se vinculan es la concepción positiva de la libertad. Mostrando, en primer lugar,
que una persona libre en cuanto tal sigue la ley moral, y, en segundo, que una persona
racional tiene fundamentos para considerarse libre, Kant trata de mostrar que en la medida
en que somos racionales, obedeceremos la ley moral.
Establecer la segunda de estas conexiones fue lo que preocupó a Kant: la conexión
entre racionalidad y libertad. Los argumentos cuyo objetivo era demostrar esta conexión en
la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y en la Crítica de la razón práctica
son oscuros y parecen diferir entre sí. En la tercera sección de la Fundamentación, Kant
llama a este argumento una “deducción” de la ley moral (F 454), y conecta la libertad y la
razón mediante la capacidad que la razón tiene para la actividad espontánea pura que se
exhibe en su producción de ideas. Esta actividad espontánea muestra que somos miembros
del mundo inteligible y por consiguiente libres (F 452). En la Crítica de la razón práctica,
se nos ofrece en cambio lo que Kant denomina una especie de “crédito” para la moralidad
(C2 48) y se nos dice que “la realidad objetiva de la ley moral no puede ser demostrada
mediante ninguna deducción” [C2 47]. El crédito es suministrado por el hecho de que la
libertad puede ser deducida de la moralidad. Kant no hace comentarios sobre la diferencia
entre estos dos argumentos, y sus lectores no se ponen de acuerdo acerca de si ambos llegan
a lo mismo, o si son argumentos diferentes que sirven a propósitos distintos, o si son
argumentos incompatibles resultado de un cambio de parecer.3
Pero Kant no tenía ninguna duda sobre el éxito logrado al hacer la primera conexión,
entre moralidad y libertad. Kant confiaba en que “si, pues, se supone libertad de la
voluntad, síguese la moralidad, con su principio, por mero análisis de su concepto” (F 447).
En la tercera sección de la Fundamentación, las razones en favor de este punto abarcan casi
una página; en la segunda Crítica, ocupan tan sólo un párrafo, planteado como
Problema II
Supuesto que una voluntad sea libre, encontrar la ley que sólo es apropiada para
determinarla necesariamente.
Dado que la materia de la ley práctica, o sea, un objeto de la máxima, nunca
puede ser dada más que empíricamente, pero la voluntad libre debe ser determinable
como independiente de las condiciones empíricas (es decir, pertenecientes al mundo
de los sentidos); así, una voluntad libre, independientemente de la materia de la ley,
debe sin embargo encontrar un fundamento determinante en la ley. Pero fuera de la
materia, en la ley no hay nada más que la forma legislativa. Por consiguiente, la
forma legislativa, en cuanto está contenida en la máxima, es lo único que puede
constituir un fundamento determinante de la voluntad [libre]. [C2 29]
No a todos les ha parecido tan perspicua esta conexión. En su famoso apéndice a The
Methods of Ethics,4 Sidgwick se queja de que toda la filosofía moral de Kant está viciada
2
por una confusión entre dos sentidos de “libertad”. La libertad “moral o neutral” es la
libertad que ejercemos cuando elegimos entre bien y mal. La libertad “buena o racional” es
la libertad que ejercemos cuando obramos moralmente, y por ende no “esclavizados” por
nuestras pasiones y nuestros deseos. Sidgwick acusa a Kant de ignorar la distinción. Esta
acusación es injusta, pues la distinción que Sidgwick establece está estrechamente
relacionada con la propia distinción que Kant hizo entre libertad negativa y positiva. Como
veremos, Kant rechaza la libertad moral o neutral como una concepción de libertad; pero sí
es una consecuencia de la libertad negativa, o de la ausencia de toda determinación.
Podemos plantear la réplica de Kant a Sidgwick en estos términos. Siguiendo a John
Rawls, podemos distinguir el concepto de X, definido formal o funcionalmente, de una
concepción de X, material y sustantivamente definida.5 El concepto kantiano de voluntad
libre sería “una voluntad que elige independientemente de cualquier influencia ajena”, esto
es, una voluntad que es libre negativamente. Una concepción positiva de libertad sería una
explicación material de lo que tal voluntad de hecho elegiría. La réplica de Kant a Sidgwick
será entonces que hay un solo concepto de libertad, cuya única concepción positiva es la ley
moral. Mi objetivo en la siguiente sección es explicar la afirmación de Kant de que la ley
moral es la única concepción positiva de libertad.
2. Kant sostiene que cuando elegimos algo tenemos que obrar “bajo la idea de la libertad”
(F 448). Explica que “es imposible pensar una razón que con su propia conciencia reciba
respecto de sus juicios una dirección cuyo impulso proceda de alguna otra parte” (F 448).
Podemos desde luego elegir obrar conforme a un deseo, pero en la medida en que
consideramos que se trata de un acto nuestro, pensamos que hemos hecho nuestra la
máxima de obrar conforme a este deseo. Si sentimos que el deseo nos impele a obrar así, no
consideramos que este acto es producto de nuestra voluntad, sino algo involuntario. La
cuestión no es que debamos creer que somos libres, sino que debemos elegir como si
fuéramos libres. Es importante ver que esto es bastante congruente con creer que estamos
totalmente determinados. Para hacerlo más vívido, imaginemos que estamos participando
en un experimento científico, y sabemos que hoy absolutamente todos nuestros
movimientos han sido programados por un artefacto electrónico implantado en nuestro
cerebro. Sin embargo, el artefacto no va a esquivar nuestros procesos de pensamiento para
hacer que nos movamos mecánicamente, sino que más bien se valdrá de ellos: determinará
lo que pensemos. Tal vez nos levantamos y decidimos pasar la mañana trabajando. Apenas
hemos tomado esa decisión cuando se nos ocurre que tiene que haber sido programada.
Podemos imaginar que adoptando un espíritu de rebelión decidimos entonces dejar de
trabajar e irnos de compras. Y luego se nos ocurre que esto tiene que haber sido
programado. Lo importante aquí es que cualquier esfuerzo por ganarle al artefacto no nos
puede ayudar a decidir qué hacer; sólo puede impedir que tomemos decisiones. A fin de
hacer algo, tenemos simplemente que ignorar el hecho de que estamos programados, y
decidir qué hacer —tal como si fuéramos libres; pensaremos que nuestra decisión es una
farsa, pero no importa.6 Lo que Kant quiere decir, entonces, no tiene que ver con una
suposición teórica necesaria para una decisión, sino con un rasgo fundamental del punto de
vista desde el cual se toman las decisiones.7 De este rasgo se sigue que debemos considerar
que nuestras decisiones surgen, a fin de cuentas, de principios que hemos elegido, y se
pueden justificar por esos principios. Debemos considerar que tenemos una voluntad libre.
Kant define una voluntad libre como una causalidad racional que produce efectos
sin estar determinada por ninguna causa ajena. Cualquier cosa externa a la voluntad cuenta
3
como causa ajena, incluidos los deseos y las inclinaciones de la persona. La libertad libre
debe ser totalmente autodeterminada. No obstante, debido a que es una causalidad, tiene
que obrar de acuerdo con una u otra ley. “El concepto de una causalidad lleva consigo el de
leyes..., de donde resulta que la libertad [...] no carece de ley” (F 446). La voluntad libre
debe por consecuencia tener su propia ley. De otra forma, podemos decir que como la
libertad es razón práctica, no puede ser concebida como si obrara y eligiera sin ninguna
razón. Como las razones se derivan de principios, la libertad libre debe tener su propio
principio. Kant piensa que el imperativo categórico es la ley o el principio de la libertad
libre; sin embargo, puede no quedar muy claro por qué éste más que cualquier otra cosa
debería ser el principio de la voluntad libre. Si es libre de hacer su propia ley, ¿por qué no
puede hacer cualquier ley?
Para entender por qué, imaginemos que intentamos descubrir el principio libremente
adoptado en el que se basa una acción. Pido que me digas por qué estás haciendo algo, y tú
me das tu razón próxima, tu fin inmediato. Luego pregunto por qué quieres eso, y lo más
probable es que menciones algún fin o proyecto más amplio. Puedo seguir insistiendo, y
pedir que me des la razón de cada paso, hasta que lleguemos al momento en que ya no
tengas respuestas. Habrás mostrado que tu acción está calculada para ayudarte a lograr lo
que piensas que en su conjunto es deseable, lo que has determinado que más quieres.
Las razones que has dado se pueden expresar en la forma de máximas derivadas de
imperativos. A partir de una serie de imperativos hipotéticos, técnicos y pragmáticos
(F 416-417) has derivado una máxima a la que le podemos dar la siguiente formulación
abreviada:
Haré esta acción, a fin de obtener lo que deseo.
Según Kant, esta máxima sólo determina tu voluntad si has adoptado otra máxima que haga
que tu fin sea conseguir lo que deseas. Esta máxima se expresaría así:
Haré que mi fin sea tener lo que deseo.
Supongamos ahora que quiero saber por qué has adoptado esta máxima. ¿Por qué deberías
tratar de satisfacer tus deseos?
Hay dos respuestas que podemos descartar de inmediato. En primer lugar,
supongamos que apelas a una ley psicológica de la naturaleza que dice algo como lo
siguiente “un ser humano necesariamente persigue lo que desea”.8 Apelar a esta ley causal
como respuesta equivaldría a negar tu libertad y a negar que estas obrando conforme a la
idea de libertad. La respuesta no tiene la estructura del dar razones: es una forma de decir
“No puedo evitarlo”. En segundo lugar, supongamos que afirmas que has adoptado esta
máxima al azar. No hay nada más que decir. Piensas que podrías haber adoptado alguna
otra máxima, pues consideras que tu libertad es libre, pero resulta que tomaste ésta. Como
sabemos, Kant rechaza esto, porque le parece inconsistente con la idea misma de una
voluntad, que hace lo que hace de acuerdo con una ley, o por una razón. Parece como si la
voluntad tuviera que elegir su principio por una razón y consecuentemente siempre sobre la
base de algún principio más fundamental.
Aquí confrontamos un problema profundo de un tipo conocido. Si puedes dar una
razón, la has derivado de alguna máxima más fundamental, y puedo preguntar por qué la
has adoptado. Si no puedes hacerlo, parecería como si tu principio hubiese sido elegido al
4
azar. Obviamente, para poner fin a una regresión ad infinitum como ésta necesitamos un
principio acerca del cual sea imposible, innecesario, o incoherente preguntar por qué una
persona libre lo habría elegido. El argumento de Kant debe mostrar que el imperativo
categórico tiene este estatus.
Aunque Kant no piense que una voluntad libre existe en el tiempo, podemos imaginar
que hay un “momento” en el que la libertad libre es llamada a elegir su principio más
fundamental. A fin de ser una voluntad, tiene que tener un principio a partir del cual derive
sus razones. El principio que elija determinará lo que cuente como razón. Pero
precisamente porque en este “momento” la voluntad todavía no ha determinado lo que
valdrá como una razón, parece como si no pudiera haber ninguna razón para que eligiera un
principio en lugar de otro. Kant llama a este rasgo de la voluntad su “espontaneidad”.9
Tal como el argumento está ahora, parece como si la voluntad pudiera adoptar
cualquier máxima que podamos construir. Si tenemos una voluntad libre podríamos adoptar
la máxima de perseguir sólo aquellas cosas por las cuales sentimos aversión, o tal vez todas
y sólo las cosas que nuestro vecino de enfrente disfruta. Sin embargo, para nosotros, los
seres humanos, ésas no son opciones serias, por razones que aparecen con la mayor claridad
en La religión dentro de los límites de la mera razón. Kant usa el término “incentivo”
(Triebfeder) para describir la relación de la persona libre con las razones candidatas entre
las cuales elige. Un incentivo es algo que hace que una acción tenga interés para nosotros,
que la hace una opción viva. Los deseos y las inclinaciones son incentivos; también lo es el
respeto por la ley moral. Una inclinación por sí misma es meramente un incentivo, y no se
convierte en razón para la acción sino hasta que la persona la adopta libremente en su
máxima (R 23-24; 44). Aunque los incentivos todavía no ofrecen razones para la voluntad
espontánea, sí determinan cuáles son las opciones; qué cosas, por así decirlo, son
candidatas a razones. Y tener una aversión hacia algo no es, para los seres humanos, un
incentivo para perseguir, y por ende no se convertirá en una razón. En la Religión, Kant
afirma que para un ser humano es imposible no moverse para nada por incentivos; nuestra
libertad se ejerce, más bien, al escoger el orden de precedencia entre los diferentes tipos de
incentivos a los cuales estamos sujetos (R 30; 36). Así, la elección real estará entre una
máxima de amor propio, que subordina los incentivos de la moralidad a los de la
inclinación, y la máxima moral, que subordina los incentivos de inclinación a los morales.
La máxima del amor propio dice algo como lo siguiente:
Haré lo que deseo, y lo que moralmente
se exige si no interfiere con mi amor propio.
y la máxima moral dice algo como:
Haré lo que se exige moralmente, y lo que
deseo si esto no interfiere con mi deber.
Planteada de manera más específica, desde luego, la máxima moral es la máxima derivada
del imperativo categórico.
Obraré sólo según una máxima tal que pueda querer al mismo tiempo que se torne
ley universal.
5
Parece de entrada como si el problema aquí fuera mostrar que hay alguna razón para que la
voluntad espontánea elija la máxima moral en lugar de la máxima del amor propio. Sin
embargo, esto parece imposible, pues la voluntad espontánea, por hipótesis, todavía no ha
determinado lo que vale como razón. Pero si reflexionamos veremos que se puede sortear
este problema. Sólo tenemos que considerar el punto de vista de la voluntad espontánea, y
el contenido del imperativo categórico.
Estando en el punto de vista de la espontaneidad, a fin de, por así decirlo, comenzar
operaciones, la voluntad debe elegir un principio o una ley para sí misma. Nada suministra
contenido a esa ley; sólo tiene que ser una ley.
Al hacer de la fórmula de la ley universal su principio, la voluntad libre conserva la
posición de la espontaneidad. O, mejor dicho, el argumento muestra que la voluntad libre
no tiene que hacer nada para lograr que la fórmula de la ley universal sea su principio: ya es
su principio. Así se muestra que el imperativo categórico es la ley de la espontaneidad. En
cierto sentido, la fórmula de la ley universal no hace más que describir la función o tarea de
una voluntad autónoma. La ley moral no impone ninguna limitación a la voluntad;
simplemente le dice lo que tiene que hacer para poder ser de algún modo una voluntad
autónoma: tiene que elegir una ley.
Por otro lado, supongamos que la voluntad elige la máxima del amor propio. En tal
caso, se aleja de su posición de espontaneidad y se pone al servicio de la inclinación; ha
adquirido una limitación en su elección. Lo importante que hay que notar es que no existe
ningún incentivo para que la voluntad espontánea haga esto. Como en este caso preciso no
estamos hablando más que de la voluntad misma, y no de la persona en su conjunto, los
incentivos de la inclinación no pueden ofrecer la tentación de adoptar la máxima del amor
propio. Los incentivos de la inclinación no pueden mover a la voluntad para que abandone
su posición de espontaneidad, pues no pueden de ningún modo moverla mientras la
voluntad no haya abandonado ya esa posición decidiéndose a ser movida por ellos.
Este argumento, que denominaré “el argumento basado en la espontaneidad”, muestra
que en realidad no hay dos opciones, la moralidad y el amor propio, en igualdad de
condiciones. La voluntad que hace del imperativo categórico su ley meramente reafirma su
independencia de todo excepto de la ley en general. Su dependencia de la ley en general no
es una limitación, ya que sólo es consecuencia del hecho de que es una voluntad. Hacer del
imperativo categórico su principio no exige que la voluntad espontánea haga algo: ya es su
principio. Adoptar la máxima del amor propio equivale a renunciar a la posición de
espontaneidad, y exige una acción (R 31-32); y se trata de una acción para la cual podría no
haber razón. Así, no sólo sucede que las dos opciones no están en igualdad de condiciones,
sino que elegir la máxima del amor propio en lugar de la de la moralidad es algo
ininteligible. La moralidad es la condición natural de una voluntad libre. La voluntad libre
que pone la inclinación por encima de la moralidad sacrifica su libertad por nada.
3. Un elemento crucial del argumento basado en la espontaneidad es que la voluntad
espontánea no está tentada por los incentivos de la inclinación. Ahora bien, los seres
humanos no estamos situados así con respecto a los incentivos de la inclinación, porque
somos seres imperfectamente racionales; o, más bien, esto es lo que nos hace serse
imperfectamente racionales. Nuestras inclinaciones pueden ser ajenas a nuestra voluntad
puramente racional, pero no son ajenas a nosotros, y sí nos tientan. Por lo tanto, dejar que
nuestra voluntad sirva a nuestra felicidad no nos parece inútil. Así, aunque el argumento
basado en la espontaneidad explica por qué una voluntad puramente racional tendría la ley
6
moral como su principio primero, no nos muestra exactamente por qué deberíamos hacerlo.
En el lenguaje kantiano, no explica “el interés que reside en las ideas de la moralidad”
(F 448).
Si no damos cuenta del interés moral, se queja Kant, habrá un círculo vicioso en
nuestra explicación de la obligación moral (F 449-450). Ahora bien, resulta bastante difícil
advertir en qué consiste exactamente este círculo. Kant ya ha afirmado que, como seres que
deben obrar bajo la idea de libertad, estamos obligados por las leyes de la libertad (F 448);
sin embargo, él piensa que esto todavía no explica cómo “el valor que atribuimos” a las
acciones morales (F 449) puede entonces pesar absolutamente más que el valor de nuestra
condición; esto es, nuestra felicidad o nuestra infelicidad. Estamos dispuestos a conceder la
importancia de la autonomía que expresamos en la conducta moral sólo porque ya
pensamos que la moralidad es supremamente importante; pero sigue sin quedar claro por
qué pensamos esto. Lo que se necesita es un incentivo para que nos identifiquemos con el
lado libre y racional de nuestra naturaleza. Para ofrecerlo, Kant introduce la distinción entre
los mundos inteligible y sensible, o entre noúmenos y fenómenos. 10 Tal distinción introduce
dos nuevos elementos en el argumento.
El primer elemento es el énfasis en la determinación causal completa en el mundo
fenoménico. Hasta aquí, he hablado de la voluntad que adopta la máxima del amor propio
como si adoptara una limitación innecesaria; pero añadir la imagen de los dos mundos hace
que la consecuencia de adoptar la máxima del amor propio luzca aún peor. La voluntad que
adopta el amor propio como su máxima está determinada por las inclinaciones, y en el
mundo de los fenómenos las inclinaciones están completamente determinadas por las
fuerzas naturales, por el nexo de las leyes causales. Así tal voluntad se convierte en un
mero conducto de las fuerzas naturales. En cierto sentido, la persona que obra por amor
propio no está queriendo activamente (usando su voluntad activamente) de ningún modo,
sino que simplemente está permitiendo que la controle la parte pasiva de su naturaleza, la
que a su vez está controlada por todo lo de la naturaleza. Desde la perspectiva del mundo
nouménico, los fines que adoptamos bajo la influencia de la inclinación y no de la
moralidad ni siquiera parecen ser nuestros.
El otro elemento se introduce con la afirmación de que “el mundo inteligible contiene
el fundamento del mundo sensible, y por ende también de las leyes del mismo” (F 453).11
Aunque no podemos conocer nada del mundo nouménico, es lo que concebimos como
subyacente al mundo fenoménico y lo que le confiere a éste su carácter. Concebirnos como
miembros del mundo nouménico es, por consiguiente, concebirnos como pertenecientes a
los fundamentos del mundo tal como lo conocemos.12 Y si sostenemos esta posición en la
medida en que tenemos una voluntad, entonces eso significa que las acciones de nuestra
voluntad constituyen una diferencia real en la manera en que es el mundo fenoménico.
Combinando estos dos nuevos elementos podemos generar un contraste muy marcado
entre elegir la máxima de la moralidad y elegir la del amor propio. Podemos pensar que el
mundo nouménico contiene nuestras propias voluntades y cualquier otra cosa que forme
parte de “los fundamentos del mundo sensible y sus leyes”. En específico, el mundo
nouménico contiene el fundamento, sea cual sea, de las leyes de la naturaleza (pues éstas no
son objeto de nuestra voluntad).13 Podemos influir en el mundo fenoménico, y estas otras
fuerzas también lo hacen. Desde luego, no se puede conocer nada acerca de la naturaleza de
esta influencia o sus mecanismos, ni de cómo estas varias agencias juntas generan el mundo
de las apariencias. Pero todavía podemos decir lo siguiente: si eligiendo la máxima del
amor propio permitimos que las leyes de la naturaleza determinen nuestras acciones,
7
entonces estamos en efecto renunciando a nuestro lugar entre “los fundamentos del mundo
sensible y sus leyes”. La existencia de nuestra voluntad en el mundo nouménico no
constituye ninguna diferencia para el carácter del mundo fenoménico, pues nuestra
voluntad está determinada por las leyes de la naturaleza, y éstas a su vez pueden explicarse
por otras fuerzas del mundo nouménico. Aunque somos libres, también podríamos no
haberlo sido. Nuestra libertad no hace ninguna diferencia; pero si nuestra voluntad
concuerda con la ley moral, sí marcamos una diferencia. Realmente contribuimos,
podríamos decir, al ordenamiento racional del mundo sensible, en tanto opuesto al
meramente natural. La elección de la máxima moral por encima de la máxima del amor
propio puede entonces verse como la elección de actividad la genuina sobre la pasividad; la
elección de usar nuestras facultades activas para marcar una diferencia en el mundo.
Recuérdese que se supone que todo esto resuelve el problema del interés moral. Para
Kant, la idea de nuestra existencia inteligible es, por así decirlo, el pensamiento motivador
de la moralidad, y por ende lo que hace posible la moralidad. En La religión, Kant dice que
alguien que honra la ley moral no puede evitar pensar acerca de qué tipo de mundo crearía
bajo la guía de la razón práctica, y que la respuesta está determinada por la idea moral del
Bien Supremo (R 5). En la segunda Crítica, Kant dice en algún pasaje que nuestra
existencia inteligible nos da una “vocación más elevada” (C2 98). Esta vocación consiste en
ayudar a hacer del mundo un lugar racional, contribuyendo a la producción del Bien
Supremo.14
Este argumento también explica por qué Kant piensa que, a menos que el Bien
Supremo sea posible, la ley moral es “fantástica y dirigida a un fin vano e imaginario, y por
consiguiente, falsa en sí (C2 114). La dificultad surge de este modo. Hemos explicado el
interés moral en términos de un contraste marcado entre, por un lado, ser un mero conducto
de las fuerzas naturales y, por el otro, marcar una diferencia real en el mundo mediante las
intenciones propias. Pero entre estas dos posibilidades descubrimos una tercera —que
nuestras intenciones y acciones constituirán una diferencia real en el mundo, pero que no
tendremos ningún control sobre el tipo de diferencia que marcarán—, porque las
consecuencias de nuestras acciones no serán las que pretendemos. Esto puede suceder
porque no somos los únicos elementos del mundo nouménico y las distintas fuerzas que
contiene se combinan, de formas que no podemos comprender, para generar el mundo de
las apariencias. Las fuerzas de la naturaleza y las acciones de otras personas median entre
nuestras intenciones y los resultados reales de nuestras acciones, a menudo distorsionando
o pervirtiendo esos resultados. Esta posibilidad hace entonces que apelar a la libertad suene
como un fraude. Si el pensamiento motivador de la moralidad es que la libertad significa
que podemos hacer una diferencia en el mundo, pero luego encontramos que no tenemos
ningún control sobre la forma que adopta esta diferencia a fin de cuentas, entonces el
pensamiento motivador se ve auténticamente amenazado. Postular a Dios como el autor de
las leyes de la naturaleza es una manera de garantizar que otras fuerzas nouménicas
cooperen con nuestras buenas intenciones, y deja nuestro interés moral en su sitio. En la
Fundamentación, Kant dice:
la idea de un mundo inteligible puro, como un conjunto de todas las inteligencias, al
que nosotros mismos pertenecemos como seres racionales [...], sigue siendo una
idea utilizable y permitida para el fin de una fe racional, aun cuando todo saber halla
su término en los límites de ella; y el magnífico ideal de un reino universal de los
fines en sí (seres racionales), al cual sólo podemos pertenecer como miembros
8
cuando nos conducimos cuidadosamente según máximas de la libertad, cual si ellas
fueran leyes de la naturaleza, produce en nosotros un vivo interés por la ley moral.
(F 462)
El argumento de los dos mundos se expone mejor en la Crítica de la razón práctica que en
la tercera sección de la Fundamentación; en ésta, Kant quiere argüir que la idea de nuestra
existencia en el mundo inteligible nos sugiere nuestra libertad: la capacidad para la
actividad espontánea pura, que se revela en la producción de ideas por parte de la razón,
nos hace miembros del mundo inteligible. En cuanto tal, podemos vernos como seres libres.
En la segunda Crítica, Kant desarrolla el argumento inverso de que la libertad nos conduce
a la concepción de nuestra existencia en el mundo inteligible. Es la moralidad, a su vez, la
que nos enseña que somos libres. Así, la moralidad misma “señala” al mundo inteligible
(C2 44). El argumento de la Crítica de la razón práctica es superior porque la libertad no
sólo exige que existamos en el mundo inteligible, sino que existamos ahí en la medida en
que tenemos voluntad —que podamos ser motivados desde ahí, por así decirlo. El
argumento de la Fundamentación sitúa nuestra capacidad teórica para formular ideas puras
en el mundo inteligible, pero eso por sí mismo no implica que podamos ser movidos por
ellas.15 Y esto último es lo que el argumento debe mostrar. El argumento de la segunda
Crítica parte firmemente del hecho de que podemos ser motivados por ideas puras. Que
podemos ser motivados así es lo que Kant denomina el “hecho de la razón”.
Pero la función de la idea de nuestra existencia inteligible como un incentivo es
esencialmente la misma en ambas obras. El famoso apóstrofe al deber en la Crítica de la
razón práctica, como la tercera sección de la Fundamentación, exige saber de dónde
proviene el valor especial que atribuimos a la moralidad (C2 86-87). Y la respuesta es de
nuevo que el respeto por la ley moral es producido por el pensamiento de nuestra naturaleza
inteligible. Kant dice que el incentivo de la razón pura práctica
no es otro que la misma ley moral pura en tanto nos hace sentir la sublimidad de
nuestra existencia suprasensible. (C2 [88] 89)16
El argumento basado en la espontaneidad muestra por qué una voluntad libre y espontánea,
sin la influencia de nada, hace de la ley moral su principio. El argumento basado en los dos
mundos nos muestra por qué nosotros, seres imperfectamente racionales, influidos por la
sensibilidad, así como por la moralidad, también deberíamos hacer esto. Si somos libres
somos miembros del mundo inteligible, del fundamento del mundo sensible y sus leyes.
Esto nos da una “vocación superior” que la satisfacción de nuestros propios deseos.
Podemos ayudar a crear el bien supremo en el mundo. La idea de esa vocación superior es
el motivo de la moralidad.
4. Pero el resultado del argumento basado en la espontaneidad puede parecer demasiado
fuerte. Si la voluntad es libre, el mal moral es ininteligible, pues si este argumento es
correcto, el mal moral es el abandono completamente inmotivado de la libertad por parte de
la voluntad pura. Sin embargo, ésta es exactamente la postura de Kant: el mal es
ininteligible. Ni una voluntad buena ni una voluntad mala admite explicación, pues ambas
tienen que ser vistas como fundamentadas en la propia elección libre y espontánea de la
persona. Si estas elecciones pudieran ser explicadas, se derivarían de algo más, y luego no
serían las elecciones espontáneas que pretender ser (R 21). Sin embargo, es el mal lo que
9
resulta ininteligible, pues es al elegir el mal cuando la voluntad se separa de su libertad.
Kant dice:
El mal sólo ha podido surgir del mal moral (no de las meras limitaciones de nuestra
naturaleza), y, sin embargo, la disposición original [...] es una disposición al bien;
por lo tanto, para nosotros no existe ningún fundamento concebible por el cual el
mal moral pueda haber llegado por primera vez a nosotros. [R 43]
El mal moral es una caída, en el sentido bíblico, y es exactamente tan difícil de entender
como la caída en la Biblia (R 19; 41 y ss.).
De hecho, Kant llega hasta negar que lo que Sidgwick llama libertad moral o neutral,
la libertad de elegir entre el bien y el mal, sea realmente una concepción de la libertad:
la libertad jamás puede consistir en que el sujeto racional pueda elegir también en
contra de su razón (legisladora); aunque la experiencia demuestre con demasiada
frecuencia que así ocurre (sin embargo, no podemos concebir la posibilidad de ello).
[...]Propiamente, en relación con la legislación interna de la razón, la libertad es sólo
una facultad; la posibilidad de apartarse de ella es una incapacidad. (MC 226-227)
Muchos intérpretes, entre ellos Sidgwick,17 se han quejado de que una identificación tan
fuerte de la libertad y la moralidad debería forzar a Kant a abandonar su explicación de la
imputabilidad moral. Si la ley moral es la única concepción positiva de la libertad, entonces
parece como si sólo las acciones moralmente buenas son realmente libres. Kant sí dice que
si fuéramos exclusivamente miembros del mundo inteligible siempre obraríamos de
acuerdo con la ley moral. ¿Cómo hemos de explicar entonces la imputabilidad de las
acciones y los caracteres malos? Nuestro yo nouménico no los habría elegido. Estando
totalmente determinado, nuestro yo fenoménico no se puede considerar responsable.
Sin embargo, estos reclamos pasan por alto el estatus de la concepción positiva de la
libertad, y su corolario, la existencia inteligible, en el sistema kantiano. La concepción
positiva de la libertad, entendida como causalidad nouménica, es un postulado de la razón
práctica, en el sentido desarrollado en la Dialéctica de la Crítica de la razón práctica, Kant
explica la base de tales postulados de la siguiente forma:
Todos estos [los postulados de la razón pura práctica] parten del principio de la
moralidad, el cual no es un postulado sino una ley por medio de la cual la razón
determina inmediatamente a la voluntad, y la voluntad, precisamente por estar
determinada así, como voluntad pura, exige estas condiciones necesarias de la
observancia de sus preceptos. Estos postulados no son dogmas teóricos sino
suposiciones emitidas desde un punto de vista necesariamente práctico, y por lo tanto
no amplían el conocimiento especulativo, pero dan realidad objetiva a las ideas de la
razón especulativa en general (mediante su relación con lo práctico) y la autorizan
para formar conceptos que de otro modo no podría pretender afirmar ni siquiera en su
posibilidad.
Estos postulados son los de la inmortalidad, de la libertad positivamente
considerada (como causalidad de un ser en cuanto pertenece al mundo inteligible), y
de la existencia de Dios. (C2 132)
10
Un postulado de la razón práctica es un objeto de creencia racional, pero las razones de la
creencia son prácticas y morales. La persona necesita la creencia como condición de la
obediencia a la ley moral, y es esto, combinado con la naturaleza categórica de esa ley, lo
que justifica la creencia. Aunque las creencias son teóricas en forma —la voluntad es libre,
hay un Dios—, su base y su función son prácticas. Como Kant dice en el pasaje antes
citado, y como lo subraya constantemente en la segunda Crítica, los postulados no
desempeñan ningún papel teórico o explicativo; nos ofrecen conceptos que definen el
mundo inteligible, pero no tenemos intuiciones a las cuales podamos aplicar tales
conceptos, y en consecuencia ningún conocimiento teórico de sus objetos (e.g. C2 54-56;
133; 136).
El hecho de que los postulados de la razón práctica no desempeñen ningún papel
teórico tiene dos implicaciones importantes. Una es que a partir del argumento basado en la
espontaneidad no podemos concluir que el mal es imposible, o que una persona que hace
algo malo no lo ha hecho libremente. Se muestra que una voluntad mala aunque mala es
ininteligible desde el punto de vista de la razón pura práctica, pero no que sea teóricamente
imposible. No se puede explicar, pero ningún acto de libertad puede ser explicado. Y somos
personas completas, no sólo voluntades espontáneas puras. A diferencia de la voluntad pura
en el argumento basado en la espontaneidad, somos imperfectamente racionales, porque
estamos sujetos a ser tentados por las inclinaciones. No hay ningún problema para explicar
cómo procedemos mal.
Un rasgo central de la filosofía de Kant en su conjunto surge aquí. El agente que
delibera, empleando la razón prácticamente, ve el mundo como si fuera desde un punto de
vista nouménico, como una expresión de las voluntades de Dios y los otros agentes
racionales. Ésta es la consecuencia filosófica del hecho de que obramos bajo la idea de
libertad, y de la forma en que la libertad conduce a los otros postulados prácticos: el mundo
ético reemplaza el mundo de la metafísica especulativa. Kant nos dice que “un principio
moral no es más que metafísica oscuramente pensada, que reside en la disposición racional
de todo hombre” (PMDV 376). El espectador que teoriza, por otro lado, ve el mundo como
fenómenos, mecanicista y totalmente determinado. Los intereses de la moralidad exigen
una organización conceptual del mundo diferente de las que ofrecen las explicaciones
teóricas (MC 217; 221; 225). Ambos intereses son racionales y legítimos. Y es importante
que ningún punto de vista sea privilegiado en detrimento del otro —cada uno tiene su
propio territorio. O, si alguno ha de privilegiarse, que sea el práctico, porque, según Kant,
“todo interés es a la postre práctico” (C2 121).18 Desde el punto de vista explicativo de la
razón teórica, nada es más sencillo de entender que el hecho de que un ser humano evada el
deber cuando está en conflicto con su más ferviente deseo. Desde el punto de vista
normativo de la razón práctica, el sacrificio de su libertad por algún mero objeto de la
inclinación es completamente ininteligible. Estos dos puntos de vista nos dan dos posturas
muy diferentes del mundo. Suponer que el argumento basado en la espontaneidad muestra
algo en absoluto acerca de lo que puede suceder es mezclar los puntos de vista teórico y
explicativo con el práctico y normativo de una forma ilegítima.
La segunda implicación se sigue de la primera. El punto de vista desde el cual
adoptamos la creencia en la libertad es el del agente que delibera. Estamos autorizados a
creer en los postulados prácticos porque son condiciones necesarias de obedecer la ley
moral. Así, es básicamente nuestra propia libertad en lo que estamos autorizados a creer, y,
como consecuencia, es básicamente a nosotros mismos a quienes consideramos imputables.
El resultado es que el asunto de elogiar y culpar a otros ocupa una posición relativamente
11
inestable en la ética kantiana. Es cierto que se supone que consideramos a los demás libres,
y los tratamos en consecuencia. Pero la necesidad de hacerlo surge de la ley moral, que
ordena la atribución de libertad a las personas, y no del razonamiento teórico acerca de
cómo funcionan realmente sus voluntades.19 Cuando se dirigen a otros, los sentimientos
morales de aprobación y desaprobación, elogio y culpa se rigen por los deberes asociados a
las virtudes de amor y respeto. Y estos deberes, como Kant los entiende, pueden en realidad
exigirnos actitudes que excluyen o restringen el razonamiento teórico acerca de los motivos
de los demás. En la medida en que respetamos a los demás y los consideramos libres,
tenemos que admitir que no conocemos el fundamento último de sus motivos; y, al no
conocerlo, estamos obligados siempre que sea posible a tomar una actitud generosa. Aun
cuando tratamos con un malhechor auténtico, Kant dice que no debemos
negarle todo valor moral: porque bajo esta hipótesis tampoco podría corregírsele
nunca; lo cual es inconciliable con la idea de un hombre que, como tal (como ser
moral), nunca puede perder toda disposición al bien. (PMDV 463-464)20
Y Kant nos insta a “correr el velo del amor a los hombres sobre las faltas ajenas, no sólo
dulcificando nuestros juicios, sino también silenciándolos” (PMDV 466).21
A la concepción positiva de la libertad, entonces, no ha de dársele un empleo teórico.
La idea de la libertad positiva no se supone que muestre que el mal moral es tan irracional
que es imposible. De hecho, Kant no propone que debamos explicar acciones teóricamente
refiriéndolas a la libre elección de máximas en un mundo inteligible. El papel de la idea de
libertad y del mundo inteligible es, más bien, práctico; ofrece una concepción de nosotros
mismos que nos motiva a obedecer la ley moral.
En la filosofía de Kant, la libertad de la voluntad no se puede establecer teóricamente.
Establecerla equivaldría a alcanzar conocimiento del mundo nouménico, y esto es algo que
no podemos tener. La libertad de la voluntad se afirma, pero como un postulado práctico, y
así sólo desde un punto de vista práctico. Pero seguramente —nos vemos tentados a decir—
no puede simplemente no importarle a la agente moral que ha de ser motivada por esta
concepción, independientemente de que sea ella en realidad libre o esté determinada de
manera mecánica.
En un sentido, la respuesta de Kant a esta preocupación está contenida en la idea del
hecho de la razón. El hecho de la razón es nuestra conciencia de la ley moral en tanto
fundamento determinante de la voluntad. (C2 31). Kant dice: “Podemos tener conciencia de
las leyes prácticas puras así como somos conscientes de los principios teóricos puros:
prestando atención a la necesidad con que la razón nos los prescribe y a la abstracción de
todas las condiciones empíricas que la razón nos indica” (C2 30). La razón nos presenta así
la ley moral “tan luego que formulamos la máxima de la voluntad” (C2 29) y esto nos
revela nuestra libertad. Hace esto mostrándonos que somos capaces de obrar aun en contra
de nuestras inclinaciones más fuertes, porque hay casos en que debemos hacerlo. Kant dice
que una persona examinando tal caso:
juzga que puede hacer algo porque es consciente de deber hacerlo y reconoce en sí
misma la libertad que, sin la ley moral, le habría permanecido desconocida. (C2 30)
Poniendo esto junto con el argumento proveniente de la Fundamentación acerca de obrar
bajo la idea de libertad, llegamos a una explicación de la posibilidad de la moralidad con
12
una estructura bastante complicada. (i) Debemos obrar bajo la idea de libertad (al menos
negativa); (ii) por consiguiente, debemos obrar conforme a máximas que consideremos que
hemos elegido nosotros mismos; (iii) por el argumento basado en la espontaneidad (o,
como Kant lo plantea aquí, eliminando todas las condiciones empíricas, como la razón lo
indica) llegamos a la ley moral (la concepción positiva de libertad); (iv) nuestra capacidad
para obrar según la ley moral nos enseña que somos libres (negativamente); (v) de ser así,
somos miembros del mundo inteligible, y tenemos una vocación superior que la
satisfacción de nuestros deseos; y (vi) esto nos ofrece el incentivo para ser positivamente
libres, esto es, morales.
Pero todo esto sigue estando en el nivel del postulado práctico; pues el sentido en el
que nuestra capacidad para obrar conforme a la ley moral nos enseña que somos libres
(paso iv) y por ende que somos miembros de un mundo inteligible (paso v) es que debemos
creer todo esto a fin de obedecer el imperativo categórico. Y los artículos de creencia que
sostenemos porque son condiciones necesarias de obediencia a la ley moral son postulados
prácticos, sin ningún uso teórico.
En un sentido, la respuesta que da Kant a la pregunta de si importa que seamos de
hecho (teóricamente) libres es que no importa. La deducción que hace Kant de la libertad a
partir de la ley moral en la Crítica de la razón práctica concluye:
[Y] así pudo darse por vez primera una realidad objetiva, si bien sólo práctica, a la
razón, la cual, en sus ideas, si quería proceder especulativamente, se hacía siempre
trascendente y convertía el uso trascendente de la razón en un uso inmanente (la
razón misma es causa eficiente en el campo de la experiencia mediante las ideas).
(C2 48; las cursivas son mías.)
La razón se convierte en una causa eficiente diciéndonos cómo obraría una persona libre y
ofreciendo la concepción de nuestra vocación superior que nos motiva a obrar de esa
manera. Pues si la ley moral de verdad suministra la concepción positiva de la libertad,
entonces sabemos cómo obraría una persona con una voluntad completamente libre.
Motivados por la idea de la vocación superior que nos da la libertad, podemos nosotros
mismos proceder de esa forma. Pero si somos capaces de obrar exactamente como lo
haríamos si fuéramos libres, bajo la influencia de la idea de libertad, entonces somos libres.
Nada falta: cuando la voluntad, en el argumento basado en la espontaneidad, hace su
elección original de un principio, no podría hacer más. Elige obrar según la ley moral en
aras de mantener su libertad; y nosotros podemos hacer lo mismo. Obrando moralmente,
podemos liberarnos.
II. LA VIRTUD COMO LIBERTAD
5. En este punto surge una objeción natural. La solución propuesta al problema de la
voluntad libre depende de que seamos capaces de obrar de acuerdo con la ley moral en aras
de nuestra libertad. He afirmado que lo que nos interesa en nuestra libertad es la vocación
superior de contribuir al bien supremo. Pero si este interés determina nuestras acciones
morales, ¿cómo podemos ser libres? Para responder esta pregunta, tenemos que pasar a la
teoría de la virtud, o de la “libertad interna”, que propone Kant.
Kant piensa que toda la acción humana es intencional. Un ser humano siempre obra
por un fin. Kant habla de esto como si fuera el resultado de nuestra naturaleza finita y
sensible. En una nota a pie de página de la primera parte de La religión, Kant dice:
13
Todos los hombres podrían tener bastante con esto, si (como debieran) se atuviesen
sólo a la prescripción de la razón pura en la ley. ¿Qué necesidad tienen de saber el
resultado de su hacer y dejar moral que el curso del mundo llevará consigo? [...] Pero
es una de las limitaciones inevitables del hombre y de su facultad racional práctica
(quizá también de la de otros seres del mundo) buscar en todas las acciones el
resultado de ellas, para encontrar en éste algo que pudiera servirle de fin y que
pudiera también demostrar la pureza de su mira, fin que es ciertamente lo ultimo en la
ejecución (nexu effectivo), pero lo primero en la representación y en la mira (nexu
finali). Ahora bien, en este fin, aunque le sea propuesto por la mera razón, busca el
hombre algo que puede placerle; así pues, la ley, que sólo inspira respeto, aunque no
reconoce aquello como necesidad, se amplía por causa de ello a la admisión del fin
último moral de la Razón entre sus fundamentos de determinación. (R 6-7n [pp. 200201 n2])
La necesidad objetiva en la ley debe motivarnos directamente, pero un ser humano siempre
obra en aras de un fin. Esto explica por qué, en la Fundamentación, es después de explicar
la fórmula de la ley universal cuando Kant se embarca en el proyecto de mostrar la
posibilidad de que la razón determine la conducta a priori, y se lanza a la discusión de los
fines (F 427). La fórmula de la ley universal explica la necesidad objetiva de la conducta
moral, pero no explica la necesidad subjetiva: esto es, no explica cómo la razón pura
procura la “entrada al espíritu humano” (C2 151). La razón práctica pura misma debe ganar
acceso a nosotros mediante fines. Así, es necesario introducir la fórmula de la humanidad,
que indica que hacemos de la humanidad, y de otros objetivos que pueden derivarse de ella,
nuestros fines. La nota a pie de página de La religión continúa:
Esta extensión es posible por el hecho de que la ley es referida a la propiedad natural
del hombre de tener que pensar para todas las acciones además de la ley un fin
(propiedad del hombre que hace de él un objeto de la experiencia). (R 7n [p. 201
n2])22
Kant también dice que debido a nuestra vulnerabilidad a la tentación la ética se extiende a
los fines.
Porque, ya que las inclinaciones sensibles nos conducen a fines (como materia del
arbitrio), que pueden oponerse al deber, la razón legisladora no puede defender su
influencia sino a su vez mediante un fin moral contrapuesto, que tiene, por tanto, que
estar dado a priori, con independencia de las inclinaciones. (PMDV 381)
Esto suena como una explicación diferente de la necesidad de los fines, pero no creo que lo
sea. El mismo elemento en nuestra naturaleza —el elemento pasivo, sensible, de la
representación que nos hace necesitar un fin, es también lo que nos hace vulnerables a la
tentación.23
Lo que esto implica es que, para los seres humanos, la libertad debe tomar la forma
de la virtud: la adopción y la búsqueda de fines morales. En Principios metafísicos de la
doctrina de la virtud, Kant explica por qué es así, planteando un problema (PMDV 388389). Toda acción tiene un fin, y la elección está siempre determinada por un fin (F 427;
PMDV 381, 384-385; R 4). Así, una máxima de acción, o de los medios para un fin, se
14
adopta libremente sólo cuando se ha adoptado la máxima de proponerse ese fin. Pero la ley
moral sólo dice que la máxima que adoptamos debe tener cierta forma, no que debamos
tener ciertas máximas. ¿Cómo puede ser necesario tener ciertas máximas? La respuesta es
que si hay fines que son deberes, habrá máximas que sea un deber tener: máximas de
acciones que promueven tales fines. Como debemos creer que estamos moralmente
obligados (esto es, que hay máximas que debemos tener), debemos creer que hay tales fines
obligatorios. Por ejemplo, Kant dice que los deberes (externos) de justicia se pueden
cumplir por un motivo moral y así ser cumplidos libremente por alguien que hace de los
derechos de la humanidad uno de sus fines (PMDV 390). La posibilidad de la libertad
interna se procura por el “Principio Supremo de la Doctrina de la Virtud”, que dice “Obra
según una máxima de fines tales que proponérselos pueda ser para cada uno una ley
universal” (PMDV 395). Este principio se deduce de una razón pura práctica por el
siguiente argumento:
porque ésta [la razón práctica] es una facultad de los fines en general, y por lo tanto,
ser indiferente con respecto a ellos, es decir, no interesarse en ellos, es una
contradicción: porque entonces ella tampoco determinaría las máximas con respecto a
las acciones (en cuanto que estas últimas contienen siempre un fin) y, por tanto, no
sería una razón práctica. Pero la razón pura no puede ordenar a priori ningún fin sino
en la medida en que lo señala como deber; deber que entonces se llama deber de
virtud. (PMDV 395)
En la introducción a Principios metafísicos de la doctrina de la virtud, Kant dice que los
fines obligatorios son nuestra propia perfección y la felicidad de los otros. Pero, de hecho,
varios fines diferentes aparecen en este texto y en otros pasajes de sus escritos éticos. La
perfección propia incluye la perfección moral y por tanto subsume el conjunto de la
moralidad, así como la perfección natural, la cual implica el desarrollo de nuestras
capacidades físicas e intelectuales. Los deberes de respeto hacen de la autonomía racional
de los otros un fin. Procurar los derechos de la humanidad es un fin (PMDV 390). En los
escritos políticos, el desarrollo de las formas de gobierno republicanas se vuelve un fin
necesario para los soberanos (PMDD 340), y la paz es un fin para todos (PMDD 354-355).
El bien supremo, todo el objeto de la razón práctica, es un fin necesario, como ya lo hemos
visto (C2 108-114; R 3-6). Es debido a que hay varios fines, dice Kant, que hay varias
virtudes, aun cuando la virtud sea en esencia una sola cosa (PMDV 395; 406). Todos estos
fines están determinados por la ley moral y son por tanto fines necesarios (fines de la
razón); todos ellos se pueden derivar del valor incondicional de la humanidad. Cuando
obramos en aras de estos fines, obramos basándonos en la ley moral, pues ésta los
determina. Debido a que la ley determina fines, los seres como nosotros mismos, que
siempre obran por fines, pueden ser libres.24
6. Pero esto no parece resolver el problema. Evidentemente no es suficiente que obremos
por fines morales; también debemos hacerlo porque son fines morales. Debemos adoptar
los fines mismos libremente, como fines determinados por la ley moral. Pero si debemos
ser libres a fin de adoptar fines morales, entonces adoptar fines morales no puede ser lo que
nos hace libres.
La respuesta a esta objeción radica en la naturaleza especial de la libertad interna.
Para explicar la respuesta, debemos dar un rodeo pasando por otro problema acerca de la
15
adopción de fines morales. Kant sostiene que los deberes de virtud son todos de obligación
amplia, no exigen actos definidos con los que simplemente se pueda cumplir (PMDV
390).25 El deber de proponer un fin moral es un fin de obligación amplia porque es un deber
imperfecto; la ley no dice exactamente qué o cuánto deberíamos hacer para promover el fin.
Pero, ¿qué sucede con el deber de adoptar un fin moral? Kant piensa que adoptar un fin es
necesariamente un acto libre, pues, según él:
Otro puede coaccionarme sin duda a hacer algo que no es un fin mío (sino un medio
para un fin de otro), pero no puede coaccionarme a que lo convierta en un fin mío y,
ciertamente, yo no puedo tener ningún fin sin hacerlo mío. (PMDV 381-382)
Hacer algo nuestro fin es un tipo de acción interna, y son estas acciones internas las que
ordena el principio supremo de la doctrina de la virtud. El deber de adoptar estos fines (y
así también el deber de no obrar en contra de ellos) es un deber perfecto. La ley sí dice
exactamente qué tenemos que hacer; así, ¿por qué considera Kant que tales deberes crean
sólo obligaciones amplias con las que puede no cumplirse?
Una de las cosas que esperamos de una persona que tiene un fin es que note hechos
que están asociados con tal fin de algún modo, y se le ocurrirán cosas que tengan que ver
con la promoción del fin. Esto es algo general acerca de los fines, y no se aplica solamente
a los fines morales. Para entender esto, imaginemos que afirmo que soy la amiga de
Charlotte, y que su felicidad es uno de mis fines; pero imaginemos también que casi nunca
o nunca se me ocurre hacer nada específico para que Charlotte se ponga feliz. Cuando veo
en un aparador algo que sé que le gustaría, no pienso “ahí hay algo que a Charlotte
realmente le gustaría”, y me meto a comprarlo. Cuando miro el calendario el día que parece
ser su cumpleaños, no se me ocurre que sea su cumpleaños, y que debería llamarla por
teléfono. Cuando oigo de alguna catástrofe ocurrida en el barrio donde vive, no me pienso
acerca de si pudo haberle pasado algo o si necesita algo. Estas cosas simplemente no me
vienen a la cabeza. En estas circunstancias, seguramente Charlotte tendría derecho a
quejarse de que no hay ningún sentido real en el que yo tenga su felicidad como mi fin.26
No sería pertinente que respondiera que no tengo control directo sobre lo que se me ocurre.
Encontrar ciertos rasgos del mundo sobresalientes es parte de nuestra noción de lo que es
tener un fin. Tener un fin es ver el mundo de cierta forma. Pero lo que determina que algo
sobresalga de la manera más directa radica en nuestras capacidades sensoriales y de
representación —y por ende en la parte pasiva de nuestra naturaleza. Adoptar un fin es
llevar a cabo una acción interna. Pero también es sufrir ciertos cambios, cambios en
nuestras capacidades de representación; es llegar a percibir el mundo de la forma que tener
el fin exige.
Cuando el fin es algo sugerido por la inclinación natural, ya estamos inclinados a
percibir el mundo de la manera pertinente. De hecho, que estemos inclinados a percibir el
mundo de tal manera es la forma que el incentivo adopta. Nuestra naturaleza sensible nos
ayuda en este caso a salir. Pero cuando el fin es propiciado por la razón, esto puede no
suceder. En este caso estamos imponiendo un cambio en nuestra naturaleza sensible, y
nuestra naturaleza sensible puede ser recalcitrante, y probablemente lo será. Aunque
adoptar un fin es un acto volitivo, se trata de un acto que sólo podemos hacer gradualmente
y quizá de manera incompleta.
Esto explica por qué el deber de adoptar un fin es de obligación amplia. No podemos
adquirir una virtud o recobrarnos de un vicio, simplemente por tomar la resolución,. O,
16
mejor dicho todavía, diremos que podemos, porque somos libres, pero entonces tenemos
que decir que sólo lo que sucede en el futuro establece si realmente hemos tomado la
resolución o no. Esto no quiere decir que sólo el futuro producirá la evidencia; lo que
pienso es que únicamente lo que hagamos en el futuro nos permitirá atribuirnos
correctamente una resolución. Hay un tipo de determinación retrospectiva en la
construcción del propio carácter. Determinar si hemos hecho nuestra la máxima de ser más
justos, solícitos, respetuosos u honestos depende de lo que hagamos en el futuro —de que
progresemos en la vía que conduce hacia el tipo de persona que (supuestamente) hemos
resuelto ser. Debido a que los materiales con los que tenemos que trabajar en estos casos
son recalcitrantes, es en el progreso, no en el éxito, donde Kant sitúa la virtud (PMDV 409).
Pero la obra tiene que mostrarse en progreso. Supongamos, por ejemplo, que soy egoísta,
pero resuelvo ser más atenta a las necesidades de los demás. Como persona egoísta,
también me concentraré en mí misma, y no advertiré si los demás están en problemas ni me
daré cuenta de lo que necesitan. En primer lugar, quizá otros tengan que llamar mi atención
hacia los casos en que puedo ayudar. Pero si continuo indefinidamente sin advertir cuándo
los demás necesitan algo y puedo ayudarlos, entonces simplemente no tomé ninguna
resolución. Por otro lado, si mejoro, consideraré que me he resuelto, aun cuando no siempre
deje atrás mi egoísmo.
Ésta es la postura kantiana explícita en La religión dentro de los límites de la mera
razón. Según Kant, debemos pensar en nuestras acciones y elecciones libres como si no
estuvieran condicionadas por el tiempo. Si estuvieran condicionadas por el tiempo, estarían
sujetas a la causalidad y por lo tanto no serían libres (R 40). Sin embargo, el tiempo es una
condición de nuestro pensamiento, y esto significa que, para nosotros, la elección
incondicionada temporalmente tiene que ser representada como una elección que o bien
está antes o de algún modo se sigue de los sucesos de nuestras vidas. Con el fin de
responsabilizarnos, pensamos en la adopción libre de nuestra máxima más fundamental
como si estuviera antes de nuestras elecciones fenoménicas: el mal en nosotros está
presente desde el nacimiento —dice Kant— como si fuera innato (R 21-22; 41; véase
también C2 100). Pero si nuestras máximas fueran innatas, no podríamos cambiar para
mejor, pues nuestras razones más fundamentales serían autointeresadas. Así, con el fin de
considerarnos en la libertad de cambiar, vemos la elección libre de nuestro carácter como
algo a lo cual toda la conducta de nuestra vida se agrega. Kant explica:
y el deber no nos ordena nada que no nos sea factible. Esto no puede conciliarse de
otro modo que así: la revolución ha de ser necesaria, y por ello posible para el
hombre, por lo que se refiere al modo de pensamiento, en tanto que la reforma
paulatina lo es por lo que se refiere al modo del sentido (que opone obstáculos a
aquél). Esto es: cuando el hombre invierte el fundamento supremo de sus máximas,
por el cual era un hombre malo, mediante una única decisión inmutable (y con ello
viste un hombre nuevo), en esa medida es, según el principio y el modo de pensar, un
sujeto susceptible del bien, pero sólo en un continuado obrar y devenir es un hombre
bueno; esto es: puede esperar que con una pureza semejante del principio que ha
adoptado como máxima suprema de su albedrío y con la firmeza de ese principio se
encuentre en el camino bueno (aunque estrecho) de un constante progresar de lo
malo a lo mejor. Esto, para aquel que penetra con la mirada el fondo inteligible del
corazón (de todas las máximas del albedrío [Willkür]), para quien, por lo tanto, esta
infinitud del progreso es unidad, es decir: para Dios, es tanto como ser efectivamente
17
un hombre bueno (grato a él); y así este cambio puede ser considerado como una
revolución. (R 47-48 [56-57])27
La apariencia de libertad en el mundo fenoménico es, entonces, virtud —una lucha
constante por amar y respetar la humanidad propia y la de otros, y derrotar los reclamos que
la inclinación trata de hacer en contra de la humanidad. Lejos de comprometerlo con un
dualismo misterioso, la teoría de la naturaleza atemporal de la libertad que propone Kant le
permite armonizar la libertad con una explicación temporal de la adquisición de la virtud.
Alcanzamos la virtud mediante una habituación gradual y, como en la ética de Aristóteles,
el signo del éxito es el gozo de practicarla. En La religión, Kant dice:
en el firme propósito de hacerlo mejor en lo venidero, propósito que, alentado por los
buenos progresos, ha de producir un temple de ánimo alegre sin el cual no se está
cierto jamás de amar el bien, esto es: de haberlo admitido en la propia máxima.
(R 21n [203n])
En la medida en que los fines morales se han convertido realmente en nuestros fines, la
búsqueda de los mismos nos producirá placer. De hecho, tenemos todas las emociones
apropiadas para tener un fin. En los Principios metafísicos de la doctrina de la virtud, Kant
habla de la gratitud (PMDV 454-456) y aun de un sentimiento de simpatía por los demás
(PMDV 456-458) como algo necesario. Se apresura a calificar estas observaciones, pues no
tenemos control directo sobre nuestros sentimientos. Sin embargo, sostiene la postura de
que alguien que adopta un fin normalmente llegará a tener los sentimientos que son
naturales para una persona que tiene este fin. Si el fin fuera propuesto por la sensibilidad,
ya habríamos tenido los sentimientos, pero aunque se adopte el fin sobre fundamentos
morales de todos modos deberíamos llegar a tenerlos a fin de cuentas.28 Cuando explica la
relación entre inclinación y moralidad en el deber de beneficencia, por ejemplo, Kant dice:
Hacer el bien es un deber. Quien lo practica a menudo y tiene éxito en su propósito
benefactor, llega al final a amar efectivamente a aquel a quien ha hecho el bien. Por
tanto, cuando se dice: debes amar a tu prójimo como a ti mismo, no significa: debes
amar inmediatamente (primero) y mediante este amor hacer el bien (después), sino:
¡haz el bien a tu prójimo y esta beneficencia provocará en ti el amor a los hombres
(como) hábito de la inclinación a la beneficencia)! (PMDV 402)
Kant no pretende decir que llegaremos a obrar exclusivamente por la inclinación, sino más
bien que la inclinación estará en armonía con la razón y por ende ya no será un
impedimento. Mientras no obremos por la inclinación, sino porque los fines están dictados
por la ley, esto no es ningún detrimento para nuestro carácter moral. Por el contrario,
muestra que hemos avanzado hacia el control completo de nuestra naturaleza sensual que la
libertad implica.
Así, no tenemos exactamente que adoptar fines libremente a fin de ser libres. Si con
el tiempo llegamos a obrar puramente por fines morales, llegará a ser verdad que somos
atemporalmente libres.
7. La teoría de la libertad de la voluntad que propone Kant no implica afirmaciones
ontológicas extravagantes ni la rígida teoría de la responsabilidad que parece seguirse de
18
tales afirmaciones.29 Estos problemas surgen sólo a partir de una interpretación errónea de
un rasgo fundamental de la filosofía kantiana —la división radical entre los puntos de vista
teórico y práctico. La idea de la causalidad inteligible es una concepción práctica, y creer
en ella es un artículo de fe práctica. No se supone que se emplee teóricamente, y no puede
ser usado para explicar algo que sucede. Es cierto que la concepción positiva de la libertad
hace posible la libertad práctica; pero no porque explique cómo es posible; hace que la
libertad práctica sea posible porque podemos obrar conforme a ella.
Kant ve la libertad positiva como si apuntara a una vocación superior, cuyo
pensamiento nos mueve a la conducta moral, y explica cómo podemos tomar un interés en
tal conducta. Este interés nos conduce a adoptar fines morales, y a luchar por ende contra
las tentaciones que nos acosan. Si llegamos al punto donde ya nos movemos
completamente atendiendo a fines determinados por la ley, somos de hecho libres: libres
prácticamente. Nada en este desarrollo exige afirmaciones ontológicas, ni exige que seamos
tipos de criaturas radicalmente diferentes de los animales racionales mundanos que
suponemos que somos. Todo lo que Kant necesita es la conclusión de que la ley moral sí
representa la concepción positiva de libertad. La idea de libertad nos motiva a cultivar las
virtudes y, a su vez, la virtud nos hace libres.
NOTAS
Quisiera agradecer a Manley Thompson, Andrews Reath, Stephen Engstrom, y Onora O’Neill sus valiosos
comentarios a versiones anteriores de este texto.
19
1
Para otro tratamiento de algunas de estas mismas dificultades, pero más centradas en las posturas que Kant plantea en la
Crítica de la razón pura, véase Henry E. Allison, “Empirical and Intelligible Character in the Critique of Pure Reason”.
2
El lenguaje alternativo se usa debido a la diferencia en las propias dos explicaciones que da Kant de lo que está haciendo.
Analizaré esto más adelante.
3
Véanse algunos análisis importantes de esta cuestión en las siguientes obras: H.J. Paton, The Categorical Imperative: A
Study in Kant’s Moral Philosophy (1947), libro IV; W.D. Ross, Kant’s Ethical Theory; Karl Ameriks, “Kant’s Deduction of
Freedom and Morality”; Dieter Henrich, “Die Deduktion des Sittengesetzes: über die Gründe der Dunkleheit des letzen
Abschnittes von Kants Grundlegung zur Metaphysik der Sitten”. Mi propia postura sobre el asunto se explica en la sección
3.
4
El apéndice, “The Kantian Conception of Free Will [reimpreso con algunas omisiones de la versión original publicada en
Mind, 1888, vol. 13, no. 51]” se anexó primero a la sexta edición de 1901.
5
John Rawls, A Theory of Justice, p. 5. Rawls a su vez se está basando en H.L.H. Hart, The Concept of Law, pp. 155-159.
Rawls usa la distinción al separar el concepto de justicia, “un conjunto característico de principios para atribuir derechos y
deberes básicos y para determinar [...] la distribución apropiada de los beneficios y las cargas de la cooperación social”, de
las concepciones de justicia, es decir, varias explicaciones sustantivas de qué son esos principios.
6
Podemos tomar en cuenta la creencia de otras formas, como otras creencias. Por ejemplo, podemos decidir advertir a
nuestros amigos que hoy podríamos hacer algo raro, y que de hacerlo no deberían molestarse, pues, como decimos, no
estamos siendo “nosotros mismos”.
7
Esto lo pone de manifiesto correctamente Thomas Hill, Jr., en “Kant’s Argument for the Rationality of Moral Conduct”, y
en “Kant’s Theory of Practical Reason”, ambos en Dignity and Practical Reason in Kant’s Moral Theory, caps. 6 y 7.
8
Para entender esto como una ley de la naturaleza, y no como una tautología, debemos entender, por supuesto, un “deseo”
no simplemente como algo que atribuimos a una persona sobre la base de sus acciones, sino como un fenómeno psicológico
de algún tipo. Esta postura del deseo también está implicada en la explicación que da Kant del deseo como un incentivo, que
expongo más adelante.
9
De manera más específica, Kant asocia la espontaneidad de la voluntad con el hecho de que ésta no existe en condiciones
temporales y así no recibe influencia de la causalidad; pero lo importante aquí es justamente esa no influencia (de nada).
Analizo la relación entre libertad y tiempo en la sección 6.
10
“Mundo” (Welt) es el término que usa Kant, y es en algunos aspectos poco afortunado, pues ha dado entradaa la
interpretación de la distinción como un dualismo ontológico. En realidad, estos dos mundos son dos puntos de vista, o
maneras que tenemos de mirar las cosas; como lo sostendré en la siguiente sección, representan un punto de vista práctico y
teórico. He continuado usando la terminología de los dos mundos, pues resulta conveniente y se ajusta al propio uso
kantiano. Me gustaría dar las gracias a Onora O’Neill por instarme a ser más clara en este punto.
11
La observación no está en cursivas en la traducción de Beck, aunque sí lo está en la Akademie Textausgabe y en las
traducciones de Paton y Abbot.
12
Para una lectura diferente de la mía de la idea de que el mundo inteligible contiene las bases del mundo sensible y sus
leyes, y de por qué debemos concebirnos como si estuviéramos entre esas bases, véase “Agency and Anthropology in Kant
´s Grundwork”, de Onora O’Neill.
13
Que nuestras elecciones nouménicas son de algún modo el fundamento de las leyes de la naturaleza es una posibilidad que
sigue abierta; con fines argumentativos es suficiente que no nos concibamos como si eligiéramos estas leyes.
14
En una nota a pie de página de “On the Common Saying: ‘This May Be True in Theory, but it Does Not Apply in
Practice’”, Kant habla directamente del incentivo moral como provisto por la idea del bien supremo posiblemente mundano,
como “alcanzable mediante su [del hombre] colaboración (Mitwirkung)” (TP 280n).
15
Para una explicación diferente y quizá más fiel del argumento de la tercera sección de la Fundamentación, véase Onora
O’Neill, “Agency and Anthropology in Kant’s Grundwork”, especialmente la sección 6.
16
La postura de que la idea del mundo inteligible desempeña un papel motivacional también puede ser apoyada apelando a
los escritos kantianos sobre educación moral; en especial en las Metodologías de la segunda Crítica y en Principios
metafísicos de la doctrina de la virtud. En ambos textos hay un énfasis en el despertar del niño a la sublimidad de la
existencia inteligible que la libertad revela.
17
Sidgwick, The Methods of Ethics, p. 516.
18
La concepción metafísica del mundo también ofrece los principios regulativos usados en la esfera teórica; pero lo que
aquellos hacen es regular la práctica de la ciencia.
19
En la ética kantiana, los conceptos morales son ideales de la razón práctica que se imponen al mundo, por el mandato de
la ley moral, para los propósitos prácticos y morales solamente. Cuando elogiamos y culpamos estamos, por así decirlo,
aplicando el concepto de “libertad” a otro. La ley moral ordena y regula la aplicación de este concepto. Discuto esta forma
de mirar los conceptos morales en “Two Arguments against Lying”, cap. 12 de Creating the Kingdom of Ends.
20
Doy una explicación más completa de la actitud que Kant piensa que se necesita y la base moral para ello en “The Right
to Lie: Kant on Dealing with Evil”, cap. 5 de Creating the Kingdom of Ends.
21
En estos aspectos, las posturas de Kant guardan un marcado contraste con los sentimentalistas británicos a quienes
admiraba: Hutcheson, Hume y Adam Smith. Todos ellos desarrollaron sus teorías éticas desde el punto de vista del
espectador de la conducta moral de otros, y tomaban la aprobación y la desaprobación como los conceptos centrales de
ética, a partir de los cuales los otros conceptos del pensamiento moral se desarrollan. Hutcheson y Hume creen que el mejor
agente moral no está pensando para nada acerca de la moralidad, sino que obra a partir de afecciones naturales admirables.
Smith se acerca más a una teoría centrada en el agente, pues considera que el agente obra basado en pensamientos
específicamente morales, pero son generados a partir de un espectador interno.
22
La frase entre paréntesis que suena tan misteriosa es “welche Eigenschaft desselben ihn zum Gegenstande der Erfahrung
macht”. Creo que lo importante es equiparar la sensibilidad y la necesidad de un fin.
23
En la Introducción a la Metafísica de las costumbres, la facultad de desear es “la facultad de ser, por medio de sus
representaciones, causa de los objetos de estas representaciones” y la capacidad de actuar según sus representaciones se
llama vida (MC 211).
24
Podría parecer un problema suponer que el bien supremo se concibe como un fin divino. ¿Cómo puede Dios tener un fin
si éste es una necesidad de sensibilidad? Kant explica: “Pues si bien la divinidad no tiene ninguna necesidad subjetiva de
algún objeto externo, no puede ser concebida como encerrada en sí misma, sino sólo como obligada por la conciencia
misma de su propia suficiencia absoluta para producir el bien supremo fuera de sí misma. En el caso del ser supremo, esta
necesidad (que corresponde al deber en el ser humano) puede ser considerada por nosotros como una necesidad moral” (TP
280n).
25
La cuestión de la relación entre las dos distinciones, perfecto-imperfecto, amplio-estricto, es muy difícil. A veces éstas se
han concebido simplemente como términos alternativos para la misma distinción, pero Kant explícitamente afirma que
todos los deberes de virtud son de obligación amplia, al mismo tiempo que menciona que muchos son perfectos. No se
explica más, y su propio uso de los términos no ofrece ninguna guía clara. Dos análisis importantes de este problema son las
de Mary Gregor, The Laws of Freedom: A Study of Kant’s Method of Applying the Categorical Imperative in the Metahysik
der Sitten, pp. 95-127; y la de Onora (O’Neill) Nell, Acting on Principle: An Essay on Kantian Ethics, pp. 43-58. La
principal justificación que he ofrecido para la forma en que uso estos términos en el texto es que me permiten hacer la
explicación siguiente.
26
En cierto sentido, todavía puedo afirmar que tengo su felicidad como uno de mis fines. Puedo sostener un fin de manera
meramente negativa, como algo en contra de lo cual me esforzaré por no obrar. La fórmula de la humanidad dice que nunca
debemos usar a nadie como un mero medio, y Kant dice, en la Fundamentación, que la humanidad se concibe
negativamente como “aquello en contra de lo cual nunca debemos obrar” (F 437). Pero Kant aclara que la virtud va a exigir
una búsqueda más positiva del fin. Dice: “no basta con que no esté autorizado a usarse a sí mismo como medio ni a usar a
los demás (con lo que puede ser también indiferente frente a ellos)” (PMDV 395).
27
Véase también este pasaje de La religión: “también podemos pensar en este progreso sin fin de nuestra bondad hacia la
conformidad con la ley, aun si dicho progreso se concibe en términos de hechos reales, o conducta-vida, como ser juzgados
por Él que conoce el corazón, mediante una intuición puramente intelectual, como un todo completado, debido a la
disposición, supersensible en su naturaleza a partir de la cual este progreso mismo se deriva” (R 67-68), y de la Crítica de
la razón práctica: “Para un ser racional pero finito sólo es posible el progreso al infinito desde los grados inferiores hasta
los superiores de la perfección moral. El Infinito, para el cual la condición del tiempo es nada, ve en esta serie, para nosotros
infinita, la totalidad de la conformidad con la ley moral” (C2 123). Esto explica por qué Kant piensa que la ética conduce a
una postura de la “inmortalidad” del alma, lo que nos da un prospecto de un progreso sin fin hacia lo mejor. Sólo un
progreso sin fin es adecuado para alcanzar la libertad, y para erradicar el mal original de nuestra naturaleza (R 72; C2 122124).
28
Esto no está garantizado. La Fundamentación contiene una discusión famosa sobre el valor de un hombre que es servicial
aunque “por temperamento frío e indiferente a los sufrimientos de los demás, tal vez porque está provisto de dones
especiales de paciencia y fortaleza” (F 398), lo que muestra que Kant piensa que el valor moral puede combinarse con un
temperamento recalcitrante. La discusión, por desgracia, a menudo ha sido tomada como si sugiriera que Kant piensa que el
valor moral tiene que combinarse con un temperamento recalcitrante.
29
La teoría de la voluntad libre que propone Kant a veces se describe como “compatibilista” porque se afirman tanto la
libertad como el determinismo. Esta descripción me parece potencialmente engañosa, pues la mayoría de los
compatibilistas, según yo, quieren afirmar tanto la libertad como el determinismo (o, responsabilidad y determinismo) desde
un mismo punto de vista —un punto de vista teórico y explicativo. Kant no hace esto, y no podría hacerlo sin algo que su
postura prohíbe: describir la relación entre los mundos nouménico y fenoménico.
Descargar