La opinión del experto CINCO DÍAS De Farsalia a Madoff, la condena de la 'hibris' Javier Fernández Aguado alerta contra el exceso de confianza y se remonta a la batalla entre César y Pompeyo para demostrar que la pérdida del sentido común aboca a un fracaso seguro • Javier Fernández Aguado ­ 14/03/2009 La batalla de Farsalia tuvo lugar en agosto del 48 a. de C. Se enfrentaron César y Pompeyo. En su afán por engrandecer la propia figura, César escribiría en sus Comentarios sobre la Guerra Civil que Pompeyo contaba con 110 cohortes frente a las 80 propias. Habría, pues, unos 66.000 hombres de Pompeyo al mando de Publio Cornelio, Marcelo Escipión, Lucio Domicio y Tito Labieno. César tendría algo más de 30.000 legionarios. Antes del ataque, Pompeyo, conocedor de las capacidades del aspirante a dictador, había pensado en retirarse. Tanto Catón como Marcelo lo impidieron. ¡Sería cobardía!, le increparon. ¿Es que no podía vencer a su opositor, como había casi logrado en la Dirraquio (Durres), un mes antes? Uno de los motivos del fracaso de César en el anterior combate había sido plagiar la estrategia que le había proporcionado la victoria en Alesia. No repetiría el error en Farsalia. Muchos autores se han preguntado sobre el porqué del desastre pompeyano. Entre las causas, menciono dos. En primer lugar, la habilidad de César para innovar, retirando en el momento preciso un tercio de sus legionarios de la tercera línea para formar las seis cohortes que, posicionadas de forma oblicua, pudieron hacer frente, con la ayuda de la caballería, a las fuerzas dirigidas por Labieno. Perdido el factor sorpresa, Labieno y sus jinetes cayeron en la celada tendida por César cuando eran ellos quienes pensaban que iban a pillarle por sorpresa. Hay más. Pompeyo no había visto la conveniencia de lanzarse a la batalla en aquel enclave: fue forzado por Catón y Marcelo. Por motivos más políticos que militares, deseaban acabar con su competidor. Tan convencidos estaban de la victoria que Marcelo había encargado el menú para la noche y, ¡aún más ridículo!, había comenzado a celebrar el éxito antes de entrar en combate. Las tropas pompeyanas mostraron una grotesca creencia en su superioridad. César, por su parte, había tratado de inculcar a su gente la necesidad de gran tenacidad y exigencia, a la vez que les llenaba de ilusión. Según él, sus enemigos habían corrompido la República, y repetía incansablemente: 'Todo lo hago por vosotros'. Con fuerzas mejor dispuestas, más motivadas, apoyadas por una estrategia innovadora, la balanza se inclinó hacia quien había cumplido mejor sus obligaciones directivas, asumiendo riesgos, frente al burocratizado Pompeyo. Innumerables veces se han repetido escenas semejantes: durante el desayuno previo a la batalla de Waterloo, otro ejemplo, el mariscal Soult previno a Napoleón de las dificultades. La respuesta del corso fue: 'Tus derrotas ante Wellington hacen que le consideres un gran general. Bien, déjame decirte que yo le considero un mal general, que los ingleses son malos soldados, y que ce sera l'affaire d'un déjeuner'. Estaba seguro de que se iba a merendar a las tropas enemigas. Hasta había encargado la cena: cordero asado. Marcelo, Catón y Napoleón son ejemplos de cómo la hibris o hybris puede conducir al fracaso. Con el término hibris, los griegos se referían al desmedido orgullo que conduce a confiar de tal manera en uno mismo que se ignoran los consejos de los experimentados. Escribió Eurípides que aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco. La confianza desmesurada en las capacidades propias y en los planteamientos personales suele llevar a perder contacto con el sentido común. Cada realidad, sea una guerra, un negocio financiero o una operación mercantil, tiene una lógica. En ocasiones, por la aparición de la inopinada fortuna u otras circunstancias, las cosas podrán no salir como estaba previsto. Sin embargo, el fiasco estará asegurado cuando se pierde el contacto con el sentido común. En la actual recesión económica, es fácil vislumbrar esta condena de los dioses en dirigentes de organizaciones públicas y privadas que parecen haber perdido ése que es el más necesario y el menos común de los sentidos. Me gusta repetir que un negocio es la respuesta a cinco preguntas: ¿Qué vendo?, ¿a quién se lo vendo?, ¿por qué me compran?, ¿durante cuánto tiempo? y ¿cuánto gano? Cuando un directivo piensa que las leyes empresariales no rigen para él, sea por carencia de técnica o de ética, el desastre llegará. Conozco casos en los que la falta de ética aparece cuando la insuficiencia de capacidades técnicas ha llevado a una organización a un lugar próximo al derrumbadero. Me atrevo a proponer que Madoff no diseñó su estafa desde el principio. Igual que otros, quizá tuvo buena intención en su origen, pero la hibris puede acabar conduciendo a túneles sin salida. Sucede lo mismo en las actividades públicas, particularmente en la política. Cuando un dirigente considera que puede prescindir de la lógica, porque su visión de la realidad supera las expectativas y la lógica ajenas, acabará conduciendo al desastre. Y lo hará con una seguridad pseudomesiánica. A casi todo el mundo le vienen a la cabeza ejemplos de épocas recientes (Stalin, Hitler o Mao). Otros muchos siguen en activo. Urgente resultaría que, quienes tienen curación, acudiesen con urgencia a un coach o a un psiquiatra. La realidad, en Farsalia, en Waterloo y ahora, acabará por imponerse. A veces, con excesivo e innecesario sufrimiento para quienes no tuvieron culpa. Javier Fernández Aguado. Socio director de MindValue. Catedrático en Foro Europeo (Escuela de Negocios de Navarra)