DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO (C) Homilía del P. Pius-Ramon Tragan, monje de Montserrat 21 de agosto de 2016 Is 66,18-21; Heb 12,5-7.11-13; Lc 13,22-30 Queridos hermanos y hermanas: Las lecturas de este domingo nos hablan de esperanza, de progreso y de responsabilidad. El profeta Isaías prometía la salvación y el bienestar glorioso de la Jerusalén renovada. La carta a los Hebreos recordaba la corrección que Dios ejerce en nuestra vida para conducirnos al buen camino. Finalmente, el evangelio nos ha hablado del juicio de Dios sobre nuestras actitudes y acciones. Tres páginas de la Escritura, hermanos, que ahora nos hablan a todos. La promesa profética del libro de Isaías, dirigida a los israelitas exiliados en Babilonia, anuncia la voluntad salvadora de Dios que es el fin querido para toda la humanidad. La esperanza de una nueva Jerusalén, símbolo del amor a su pueblo, es también el término de nuestra peregrinación. Hacemos camino, no lo olvidemos, hacia aquella Jerusalén, la ciudad de Dios que es nuestra madre. ¡El profeta nos habla de esperanza! Si hoy oímos su voz, no endurecemos nuestros corazones. La carta a los Hebreos afirma que Dios vela por nosotros y que no nos deja nunca de la mano. La experiencia y las circunstancias de nuestra vida nos hacen sentir, si estamos atentos, que sobre nosotros hay una fuerza superior. Dios está cerca de nosotros aunque estemos desencaminados y aun cuando nuestro obrar es engañoso o injusto. La corrección paternal de Dios se hace sentir y nos ayuda hasta en las horas adversas de nuestro camino. Si reflexionamos lo podremos constatar. Hay que saber elegir los hechos y descubrir que no dependemos del azar sino de una mano potente que nos encamina progresivamente hacia el bien. No podemos vivir despreocupados sin mejorar nuestra vida. Las palabras de juicio del evangelio son severas pero al mismo tiempo consoladoras. ¿Quién no desea un juez justísimo que conozca a fondo la realidad de las personas y la verdad de los hechos, que sea norma y modelo de todos los juicios humanos y que su justicia no excluya la bondad. Este juez recto existe. Dios nos conoce a las personas y a los pueblos y los juzga con verdad y amor. Su juicio recto es el referente supremo de la justicia humana y exige la verdad y la transparencia de nuestras decisiones. La justicia, el deber, la moral de cada persona y de cada sociedad tienen como punto de referencia el fundamento último del bien. La justicia no puede depender del interés ni de las preferencias, y menos de los egoísmos humanos. Las normas de una integridad personal y colectiva y la guía de una convivencia pacífica dependen del principio superior, más alto que nuestros veredictos. Por ello, la justicia del evangelio responde también a una íntima aspiración humana. El juicio de Dios implica sinceridad, firmeza, perseverancia. Es un incentivo a una vida responsable como individuos y como sociedad. Honrar la justicia hoy es un deber particularmente necesario. Fundamenta la esperanza de alcanzar el bien definitivo. Que la fuerza del Espíritu ayude a tener presente aquella justicia que supone esfuerzo para progresar y que fundamenta la esperanza para caminar hacia aquel bien supremo que da valor y sentido a nuestra vida.