Músculo / Ana García Bergua Desde que comenzó a ir al gimnasio, Rodrigo se enamoró del músculo. Los músculos de Mirko, el entrenador, o aquellos que presumÃ-an los alumnos más aventajados, lo dejaban sin aliento, olvidado de sÃ-. No sólo era la belleza de las formas, la perfección, la lisura: también lo subyugaba el movimiento, la idea de que los haces de fibras musculares contenÃ-an otros haces de fibras y al estirarse creaban más, como un dibujo infinito, tal como le explicó Mirko. El músculo se hace, le dijo, se crea, se fortalece, se estira, es una materia moldeable que sólo pide trabajo, glucosa y proteÃ-nas. Y como prueba mostraba los suyos, de una belleza inigualable. Rodrigo no tardó en habituarse a los programas de ejercicios que al principio lo agotaban. Quedaba exhausto de espaldas sobre la banca, una pesa en cada mano, o encorvado en el extensor de piernas, admirando ciego el cuádriceps de Helga, su compañera rubia, o el trapecio de Boris, el ruso que levantaba pesas con aquellos shorts negros bajo los cuales resaltaba el sexo protegido con un suspensorio.    En la oficina pensaba en músculos, y al percatarse de que bajo del casimir barato de sus colegas y el tweed de Ballesteros, el jefe, nada habÃ-a que valiera la pena, los sintió inferiores. Quiso, además, que lo reconocieran, que envidiaran algo en él. Se esmeró entonces en la alimentación y el ejercicio, a la espera de aquellos músculos que tarde o temprano resurgirÃ-an de su cuerpo como una naturaleza por descubrir, una especie de fortaleza interior, de reciedumbre, elÃ-xir de vida, persona original adentro de la persona, su verdadera forma, su verdadera identidad, ya no más Rodrigo Sierra, el humilde contador de cuarenta años, el que llevaba tantos años en el mismo trabajo y la misma vida como una cárcel pálida. Para ello se afanaba castigando a su cuerpo externo, al descuidado, al desidioso de tantos años, al blancuzco, al fofo como gusano, igual al del resto: diariamente, con esfuerzos inauditos, provocarÃ-a su desaparición. Mientras sus compañeros de oficina y el resto de la humanidad —excepto Mirko, Helga y Boris— sudaban para conseguir cosas externas, banales y perecederas, él se sudaba a sÃ- mismo para revelar a aquel que estaba formado tan sólo de músculos.    Llegó finalmente el dÃ-a en que, tras largas y sufridas sesiones de abdominales y trabajos de bÃ-ceps, trÃ-ceps y cuádriceps, afloraron bajo la piel, tÃ-midamente, aquellas hinchazones, unas pequeñas bolas duras y lisas, como promesas de metal. Sintió que, por fin, su cuerpo habÃ-a quedado preñado del otro cuerpo: todo era cosa de seguir, ejercitar hasta el infinito, ayudar a aquel parto que, de sólo imaginarlo, lo dejaba transido. Si tan sólo se pudiera mirar en el espejo sin la vergüenza que acometÃ-a a todos los que, como él, apenas se habÃ-an dado cuenta de lo que podÃ-an llegar a ser. Si tan sólo pudiera, como Mirko, lucir en los ojos aquel brillo de satisfacción por el músculo alcanzado, aquella generosidad laxa con la que ayudaba a los pupilos sin asomo de burla o explÃ-cito sentimiento de superioridad, pues él no necesitaba demostrar lo que ya era. Y a Rodrigo no le importaban los dolores, las agujetas, aquellos tirones de sus músculos, aún pequeños, que parecÃ-an protestar, como si sintieran que no daban el ancho, que jamás se estirarÃ-an ni se fortalecerÃ-an a tales grados. Mirko le aseguraba que llegarÃ-a el momento en que todo le resultarÃ-a sencillo: cargar, colgarse, correr, ejercitar una y mil veces la misma parte, no sufrir jamás ese ardor, esa sensación que a veces tenÃ-a él de romperse, de caer como un costal, una vejiga llena de grasa y agua, alguien que sólo se arrastraba, como sus compañeros de la oficina, en ropajes destinados a ocultar miserias.    Fue a ver una exposición de cadáveres a los que se habÃ-a preservado mediante una sustancia sintética que convertÃ-a los músculos, la grasa y los huesos en una especie de plástico duro. Le conmovieron aquellos seres de músculo, carne pura, filetes suspendidos en actitudes que sugerÃ-an vida y movimiento. Y cuando se ejercitaba sentÃ-a que adentro de él habÃ-a un ser semejante a los de la exposición, a quienes sólo por distracción se llamaba cadáveres. Para él eran, más bien, carne viva. Pero no la carne viva de la sensibilidad, la sangre, las delicadas terminaciones nerviosas, sino la de las fibras, los tendones, los huesos, la carne dura, la de las fieras cuando saltan sobre la presa, la de los ciervos cuando huyen del león a toda velocidad, las nervaduras que conducen al movimiento. Pensó que, cuando muriera, le gustarÃ-a que sus músculos quedaran asÃ- expuestos, como la obra de una vida. Que, si acaso lo llegaban a operar, los médicos sintieran admiración por la manera en que las capas de tejido quedaban dispuestas en él como en un libro de anatomÃ-a, sin grasas ni quistes deformantes. Le dio por comer carne y estudiar cuidadosamente las nervaduras, las venas, antes de ingerirla como materia sagrada. SentÃ-a un arrobo secreto cuando pensaba que el corazón estaba hecho de músculo, músculo que trabaja sin que lo controlemos, músculo que duele en las desgracias. Nuestra alma, nuestros sentimientos, eran también un haz de fibras vigilantes, cuidadosas, que marcaban un ritmo como el entrenador de un gimnasio.    Rodrigo, en realidad, hablaba poco. Miraba y soñaba mucho, eso sÃ-. CorrÃ-a durante dos horas en la banda sin fin o escalaba en la elÃ-ptica con el gesto de quien ascendiera el Monte Everest. SentÃ-a que se alejaba del mundo, como si hubiera entrado en una curiosa religión cuyos rezos conformaban respiraciones entrecortadas, exclamaciones duras, saltos y golpes. Cuya música eran los rechinidos de los aparatos al funcionar junto con el golpeteo de la música de ritmo pesado, monótono, el eco de los saltos sobre la lona, de las pesas al caer al piso. Cadenas, espadas, espejos, cada quien en confesión, comulgando con su cuerpo, que también era su alma, imperfecto, necesitado de trabajo y sudor. Y despreciaba, ya que habÃ-an comenzado a surgir sus pequeños músculos, a quienes iban al gimnasio a conocer gente, las señoras con sus ropas a juego y sus botellines de agua, los oficinistas como él, que a diferencia de él se conformaban con ejercitarse un rato, platicar, sudar un poco y mirar a las muchachas. Él no, Rodrigo alcanzarÃ-a una redención, una meta, como decÃ-an otros más prácticos que él, esa forma de belleza que de imaginarla lo dejaba sin aliento. SerÃ-a como Mirko, Mirko lo verÃ-a, por fin, sin esa condescendencia nebulosa que dedicaba a todos.    Cuando los músculos comenzaron a notarse, cuando el bÃ-ceps saltó de manera natural al torcer el brazo y apretar el puño. Cuando al contraer el vientre pudo ver, por fin, los cuadros que formaba el largo músculo abdominal, ese dÃ-a http://luvina.com.mx/foros Potenciado por Joomla! Generado: 18 November, 2016, 07:30 se compró ropa ajustada. Modeló frente al magro espejo de su baño aquel cuerpo cuyas partes podÃ-a, al fin, recitar como una letanÃ-a larga y tranquilizadora de nombres misteriosos: esplenio, trapecio, deltoides, pectorales, trÃ-ceps, bÃ-ceps, flexor, extensores, abdominales, vasto externo, vasto interno, sartorio, sóleo. Como partes que se le hubieran caÃ-do hacÃ-a mucho tiempo, en algún momento de la infancia, y que ahora lucÃ-a, recuperadas, como un rey al que se le devuelven sus tesoros. La piel tensa, tersa, pegada a la carne, la carne dura, el cuerpo reconstruido. Y no podÃ-a dejar de mirarse, atrapado por aquella extraña felicidad, en la que se sentÃ-a solo en su belleza, como una fiera, como un tigre que sintiera ser tigre. Y ya no le importó que lo admirara el vulgo, no se molestó en lucir su cuerpo en aquellos lugares donde no campeaban sus iguales, en el trabajo o con la anciana tÃ-a AndreÃ-ta que le rentaba el pequeño departamento. De qué hubiera servido, cualquiera más joven que él, por más flácido y blando que estuviera, atraerÃ-a a esas secretarias obesas que no le interesaban en lo absoluto. Le eran indiferentes esa gente y ese mundo.    De cualquier manera, lo que él habÃ-a podido alcanzar con tanto esfuerzo era todavÃ-a poco, en comparación con la cerrada cofradÃ-a que formaban Helga y Boris, las estrellas del gimnasio. Ellos siempre estaban ahÃ-, con Mirko. Se preguntaba cuándo se iban, a qué horas llegaban. A veces los veÃ-a charlar junto al pequeño expendio de vitaminas y complementos alimenticios, comparando los efectos que diversas sustancias tenÃ-an en sus cuerpos relucientes y dolorosamente firmes.    Sus pequeñas chamarras, colgadas en el vestidor, se veÃ-an escasas, decorativas, encima de aquellos cuerpos que parecÃ-an no necesitar nada para calentarse. ¿Qué pensó que hacÃ-an después, en la noche, cuando los veÃ-a alejarse bromeando a una esquina del gimnasio, dándose alguna palmada cariñosa en la espalda? ¿Se acariciarÃ-an, medirÃ-an sus fuerzas, tomarÃ-an algún alimento especial, echarÃ-an a correr, jugarÃ-an suertes? Quizá acudÃ-an a algún lugar sólo habitado por seres musculosos como ellos, un bar en el que podrÃ-a conocer, quizá, a alguien a quien verdaderamente le interesara lo mismo que a él. Alguien que viera el mundo de la misma manera, que quisiera tocar esas elevaciones, esos valles, esas concavidades nuevas que sentÃ-a en su cuerpo como una emocionante y nueva geografÃ-a. Alguien que no fuera Helga, ni Boris, ni Mirko, pues ellos lo habÃ-an conocido antes, en su previa flacidez. De alguna manera, eso suponÃ-a una humillación para él. Antes de atreverse a preguntarles, probó algunas noches a llegar tarde, a quedarse hasta el cierre, pero esa hora no llegaba nunca. Lo vencÃ-an el sueño y el agotamiento después de sesiones interminables de entrenamiento. Mirko llegaba siempre en algún momento y le sugerÃ-a detenerse, no excederse en las abdominales o en el aparato de crossover, pues se podÃ-a lastimar, no aumentar el peso de los gemelos antes de que fuera el momento indicado. Y él, hinchado y adolorido, no tenÃ-a otro remedio que obedecer. Si llegaba muy temprano para ejercitarse antes de ir al trabajo, los tres ya estaban ahÃ-, frescos, tomando algún jugo ligero para comenzar la sesión. Los tres como tres vikingos, como tres dioses. En realidad, no iban a ningún lado. En realidad, siempre estaban ahÃ-. Rodrigo lo entendió el dÃ-a en que, a las cinco de la mañana, los vio enrollando aquellas colchonetas en los vestidores.    Siempre están ahÃ-, se repitió ese dÃ-a, no hay un bar, no hay un lugar al que van los musculosos. HabÃ-an llegado a ser lo que él ansiaba, fibras puras, carne y sangre en perpetua labor, y no parecÃ-an necesitar nada más que aquella serie de aparatos y el gran espejo. Miradas de arrobamiento, como la suya, alimentaban esa dicha, esa energÃ-a que comenzaba y terminaba en ellos mismos. ¿Qué se podrÃ-a llegar a sentir? Por su imaginación pasó la idea de que serÃ-a como una cárcel, la cárcel del cuerpo, pero querÃ-a saber lo que se sentÃ-a entrar a ella, aun a riesgo de no salir. Y al dÃ-a siguiente llevó su colchoneta.   http://luvina.com.mx/foros Potenciado por Joomla! Generado: 18 November, 2016, 07:30