La lucha entre protestantismo y catolicismo que

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La lucha entre protestantismo y catolicismo que dominó Europa en su época guarda muchos
paralelismos con la guerra fría de los tiempos recientes [...] la misma abierta u oculta declaración
de simpatías, las mismas organizaciones de espionaje y acumulación de inteligencia política por
ambos bandos tanto en el interior como en el exterior, la misma caza de brujas, las mismas
fuerzas de propaganda y trabajo para convertir al de un bando al contrario, y el mismo empeño
en proteger a las minorías que habían quedado en territorio enemigo.
Aunque, según afirma el lugar común, el de espía es el oficio más viejo de la humanidad después
del de prostituta, las condiciones de la coyuntura histórica y de la situación internacional durante
el siglo XVI, y muy especialmente en la segunda mitad de esa centuria, llevaron al espionaje a lo
que tal vez podría considerarse su primera Edad de Oro.
Por un lado, a mediados del siglo xvi, en algunas de las principales naciones europeas, el Estado
autoritario había alcanzado ya un primer grado de madurez por medio del desarrollo de los
instrumentos de poder propios del Estado moderno: sistemas de gobiernos incipientemente
centralizados e institucionalizados por medio de consejos reales, prestigio incontestado de la
Corona, creciente identificación religiosa y nacional con la monarquía, sistemas de control
ideológico de la población, ejércitos y representaciones diplomáticas permanentes.
Por otro, la lucha por la hegemonía en Europa y en un mundo de ultramar en continua expansión
(y su opuesto: la tendencia, que se convertirá en secular, a un equilibrio de poder en el
continente) pone en primer plano las relaciones exteriores entre unas monarquías en pugna por el
poder y el prestigio de sus dinastías -pero también ya de sus naciones- y complicadas por la
lucha religiosa entre protestantismo y catolicismo, haciendo de la guerra abierta o encubierta un
estado no meramente coyuntural, sino prácticamente permanente. En la 'época de Felipe II', en
efecto, más que nunca, resulta imposible considerar la política exterior de los Estados europeos
como un capítulo separado de la política interior, pues el peso de la guerra y de los conflictos
exteriores alcanza un protagonismo singular y condiciona toda la política de los gobiernos.
No es casualidad que Felipe II se convirtiera, ya entre sus contemporáneos, en objeto de la
controversia internacional y que haya pasado a la Historia como uno de sus grandes
protagonistas. La proyección exterior de su reinado justifica sobradamente que se identifique su
nombre con su época, y revela, a la vez, la dimensión mundial de su política. Su dominio sobre
las Indias occidentales y orientales, la posesión de toda la Península Ibérica, de más de media
Italia directamente y de buena parte del resto de la península bajo la Pax Hispánica, de Flandes y
el Franco-Condado; los enfrentamientos con el Imperio otomano y sus satélites berberiscos del
norte de África, la vinculación con la rama austriaca de los Habsburgo y, por tanto, con los
problemas del Sacro Imperio, sus intensas -y a menudo conflictivas- relaciones con el Papado, la
lucha contra Inglaterra, Holanda y Francia, y su menos conocida política en el extremo norte y el
este europeo, le convierten en el centro de la política europea, de manera que no hay nación que
no sienta de cerca el peso de la gigantesca Monarquía hispánica, que no deba situarse frente al
coloso «español» y frente al monarca que lo rige.
La época de Felipe II es una etapa particularmente turbulenta en la historia de Europa. Desde una
perspectiva religiosa, tanto católica como protestante, es la época de la reacción de la
Contrarreforma; de las guerras religiosas y el cambio de dinastía -los Borbones suceden a los
Valois- en Francia; de la guerra de independencia contra el rey de España para los holandeses; de
la consolidación del protestantismo y el despegue de Inglaterra como gran nación bajo el reinado
de Isabel I; del punto álgido del poderío turco sobre la Europa sudoriental y el Mediterráneo y, a
la vez, el comienzo de su ocaso. Para España, se trata del período en que su monarquía
multinacional acrecienta su dependencia respecto de la base castellana y lleva su poder militar y
su expansión territorial a su cenit, pero su política exterior crea también tales condicionantes y
cargas, que terminarán por agotarla y conducirla a la 'decadencia', tras un siglo de esfuerzo épico
en conflictos continuos. Una 'edad de hierro', pues, de guerra y conflicto casi permanente,
agudizado y envenenado por una lucha religiosa que recuerda bastante a los conflictos
ideológicos del siglo xx: «un período en el que las ideologías se interfieren con otras lealtades y
los hombres se sienten más próximos a los extranjeros que adoptan los mismos principios que a
sus propios conciudadanos que no los adoptan'.
En la segunda mitad del siglo XVI se produce, por tanto, la confluencia de estos tres elementos:
primero, las monarquías autoritarias, que adoptan la forma de Estados más modernos con
capacidad de imponer un orden interno coherente y una proyección exterior consecuente;
segundo, la dimensión e intensidad que cobran los conflictos internacionales, por la convergencia
de intereses variados (dinásticos, hegemónicos, de prestigio, de control de rutas y mercados
comerciales, relacionados con la expansión ultramarina, e ideológicos, espoleados por el temor al
dominio universal de una Monarquía hispánica que amenaza con imponerse en todos los frentes);
y, por último, la dramática fisura que produce en la cristiandad la consolidación de la Reforma,
seguida de una segunda oleada representada por el calvinismo, y que se encuentra ahora ante una
Iglesia católica rearmada tras el Concilio de Trento y dispuesta no sólo a frenar al
protestantismo, sino también a recuperar el terreno perdido en los decenios anteriores.
Los tres factores se refuerzan entre sí. Los Estados autoritarios disponen de los medios para crear
sistemas exclusivos de obtención de información acerca de los enemigos que amenazan, tanto en
el interior como en el exterior, a los gobiernos. Pero, además, se ven impulsados a crear tales
servicios secretos por la propia amenazante coyuntura internacional. Y por fin, encuentran un
terreno idóneo para las guerras secretas que van asociadas al espionaje en un continente dividido
y en unas sociedades, a la vez, polarizadas por el enfrentamiento ideológico, y con lealtades
borrosas y ambiguas, en las que se multiplican las 'fronteras'.
En cuanto a lo primero, la mayor capacidad de los Estados autoritarios se manifiesta en varios
aspectos que afectan a la inteligencia. Desde la creación de una estructura permanente de correos
con rutas, postas, correos y jefes de postas nombrados por el gobierno, y que suponen un control
efectivo del territorio por parte de la Corona (aunque éste se eclipsara en momentos de crisis,
como en Francia durante las guerras de religión), hasta la permanencia de esas redes de espionaje
en el exterior o de contraespionaje en el interior y su relativa institucionalización, adscritas por lo
general -y como mínimo- a las tareas de los secretarios de Estado.
Los gobiernos tienen ahora la posibilidad, por ejemplo, de impermeabilizar sus fronteras (nunca
de manera completa, pero eso tampoco se consigue del todo, ni siquiera hoy), contra el paso de
agentes hostiles, de propaganda subversiva, el contrabando o la transmisión de noticias. Es el
caso recurrente del cierre de puertos en Inglaterra cada vez que una nueva conspiración
descubierta o la preparación de una expedición naval contra las posesiones españolas
aconsejaban tomar esta medida para obstaculizar la filtración de noticias hacia el exterior.
También el del empleo de espías y agentes de la Inquisición en las fronteras españolas con
Francia con objeto de impedir la entrada de agentes extranjeros y de literatura herética o la salida
ilegal de caballos. O el de la vigilancia de las llegadas a los puertos ingleses para evitar el arribo
de sacerdotes misioneros formados en los seminarios católicos ingleses de Roma, Reims o
Valladolid.
La consolidación de unos servicios de inteligencia permanentes, en realidad, sigue la misma
lógica que la de la creación de una diplomacia y un ejército permanentes. Pero en algunos casos,
ese proceso va ligado aún a cierto clientelismo o patrimonialización de la función de jefe de
espionaje por parte del que la ejerce, aunque sea al amparo de su cargo oficial de secretario de
Estado. Es el caso del famoso secretario de Estado inglés Francis Walsingham, que configuró un
servicio de inteligencia tan ligado a su persona que su muerte en 1590 dejó a sus agentes en una
situación incierta. Sobre todo, porque sus funciones las asumiría a continuación su rival político,
lord Burghley, y más tarde el hijo de éste, Robert Cecil, que tendría que ver cómo, al margen de
él, el nuevo favorito de la reina -el conde de Essex- iba a crear su propio servicio de espionaje
paralelo.
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