el cambio en la gestión. qué conservar, qué recuperar, qué cambiar

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EL CAMBIO EN
LA GESTIÓN. QUÉ
CONSERVAR,
QUÉ RECUPERAR,
QUÉ CAMBIAR
JORGE FASCE
La función central e insustituible de la
escuela es enseñar para que los alumnos
aprendan.
Los directores de escuela, como responsables del funcionamiento de esa institución
especializada en la enseñanza y el aprendizaje, deberían tener una relación fluida con
ambos procesos.
Un complejo sistema de causas y circunstancias ha alejado a los directores de la enseñanza y del aprendizaje, especialmente de su
aprendizaje y de sus funciones de enseñanza.
Nuestra exposición tratará de analizar ese
complejo sistema de causas y circunstancias.
Desentrañarlo y hacer que se reflexione
sobre ello será el primer paso necesario
para el reencuentro de los directores con
el aprendizaje y la enseñanza. Reencuentro
imprescindible para desempeñar una gestión sana y eficaz, y para su desarrollo profesional y personal, el que a su vez es, dialécticamente, condición indispensable para una
gestión provechosa para la institución.
Recuperar su rol pedagógico es, por otra
parte, esencial para que se pueda mejorar la
conducción integral de los establecimientos
educativos. Para emprender esa recuperación, los directivos deberían desarrollar,
ampliar y profundizar sus conocimientos y
habilidades (que seguramente poseen) con
el fin de orientar y supervisar los proyectos
y las tareas de enseñanza, y de proyectar e
implementar propuestas de capacitación de
los docentes en situación, contextualizadas,
constantes y multifacéticas.
Esa recuperación de conocimientos y habilidades sobre la enseñanza y el aprendizaje, y el
aprovechamiento de las posibilidades de revisión de las propias prácticas de orientación,
supervisión y conducción, deberían promover
la construcción de un modelo de conducción
institucional coherente con una concepción
de enseñanza y de aprendizaje sana, racional,
científicamente fundamentada y éticamente
orientada, enmarcada y ejercida.
El resultado final debería ser la construcción
de un posible modelo estratégico de conducción institucional, caracterizado por:
• poder comprender y sentir la escuela
como una buena situación problemática,
fuente de posibilidades y dificultades;
• considerar que los docentes también
son sujetos de construcción de saberes y,
por lo tanto, se acercan a la tarea con “sus
saberes previos” que, tal como lo plantea el
constructivismo, serán los saberes a partir
de los cuales (confirmándolos, revisándolos, ampliándolos, profundizándolos, corrigiéndolos), y solo a partir de ellos, podrán
mejorar sus formas de enseñanza;
• tener en cuenta que esos saberes a menudo son difíciles de modificar porque suelen
ser solidarios de las matrices de aprendizaje
más primeras y profundas que han construido los sujetos;
• todas estas tareas deben realizarse con
una activa, auténtica y comprometida participación de todos los integrantes de la
comunidad educativa en las formas, aspectos y situaciones pertinentes.
CONDUCCIÓN PEDAGÓGICA PARA
QUE LOS DOCENTES DE AULA
ENSEÑEN Y APRENDAN
Cuando un docente inicia su labor en una
escuela, ya sea novato o muy experimentado, trae consigo hábitos, costumbres, ideas,
teorías, técnicas, contenidos que domina
o que conoce apenas, formas de establecer
vínculos, concepciones sobre qué es la
escuela, qué es ser maestro o profesor y
qué es el saber; disposiciones y dificultades;
lo que se llama en teoría del aprendizaje
saberes previos (una intrincada y compleja
estructura de posibilidades y obstáculos
conceptuales, procedimentales, afectivos
y valorativos, conscientes e inconscientes,
con los que encara su labor).
“La situación de enseñanza es un conglomerado complejo de aspectos entrelazados entre
sí, enmarcados en un contexto dentro del
que las relaciones de dicho conglomerado
cobran significado. Comprenderla requiere
ahondar en sus diversos componentes y en
sus interacciones. El significado está en las
relaciones que establecen entre sí los elementos personales, sociales, curriculares, materiales, organizativos y sociopolíticos, los cuales
tienen siempre una historia personal y social
tras de sí” (J. Gimeno Sacristán, 1992).
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Por otra parte, y como lo señalara el
mismo autor: “[...] la formación inicial
en el profesorado da una preparación
de bajo impacto en la configuración
de la personalidad docente y sus efectos son débiles. Es el contacto progresivo con la práctica lo que realmente
impregna al profesor del saber práctico
profesional efectivo en la acción” (J.
Gimeno Sacristán, op. cit.).
Además, en general se aprecia que
esa formación inicial en el profesorado no hace más que “[...] afianzar el
mismo papel profundamente aprendido durante la larga experiencia como
alumno. De hecho, podemos encontrar un llamativo isomorfismo entre
las prácticas dentro de la institución
de formación y las prácticas dominantes en el resto del sistema educativo”
(J. Gimeno Sacristán, op. cit.).
Finalmente, y siguiendo con el mismo
autor: “[...] la inserción en la práctica y el
perfeccionamiento en ejercicio son los
momentos decisivos para la conexión
teoría-práctica, porque es ahí donde el
problema cobra sus dimensiones reales
y donde tiene un auténtico sentido” (J.
Gimeno Sacristán, op. cit.).
Todo esto revela el papel fundamental
del director de escuela en la formación
de los docentes. Para poder colaborar
con estos en el indispensable proceso
del continuo aprendizaje de su oficio de
enseñante, el director debe ir conociendo, cautelosa y pacientemente, esa dotación profesional y personal del docente.
No se trata de que sea un psicólogo o un
especialista en teorías del aprendizaje.
Pero lo que no debe ser es un aséptico
funcionario que se considera sin ningún
compromiso con la forma y la capacidad
de enseñar del personal de la escuela.
Tampoco debería ser una omnipotente autoridad que exige o impone
las formas de enseñar. Cada docente
debe tener cierto grado de libertad
para elegir técnicas y recursos de enseñanza, pero no hasta el punto de que
sean ineficaces o perjudiciales para
sus alumnos. La aseveración popular
“cada maestrito con su librito”, que
legitimaría cualquier estilo, cualquier
propuesta, cualquier técnica, es totalmente discutible.
Es cierto que cada maestro tiene su
propio “libreto” (justamente, este
podría estar constituido por la compleja estructura de saberes previos
que mencioné antes). Sin embargo,
no parece que deba ser respetada a
ultranza; sí debe ser siempre considerada, pues son esos los recursos que
cada maestro tiene para enseñar y para
aprender. Tampoco estoy de acuerdo
con la tramposa (para los maestros)
reivindicación que postula: “Cuando
cierro la puerta del aula soy dueño y
señor de lo que ocurre dentro de esas
cuatro paredes”. Quien se “cierra” de
esa manera está “encerrando” también
buena parte de sus posibilidades de
aprender, lo que sería una lamentable
e inaceptable detención de su propio
aprendizaje, para quien tiene como
tarea, justamente, hacer aprender a los
demás. Porque parece muy difícil que
se pueda hacer aprender a los demás si
no lo hace uno mismo.
Volvamos al director: en aras de la libertad y de la autonomía no debe abandonar a los docentes. Tampoco es aceptable ni eficaz el otro extremo: imponer
formas de enseñanza. En ambas situaciones, lo que se hace es negar al otro:
negarle su capacidad de cambio, de
progreso, de aprendizaje, de compromiso, de auténtica participación (aparte
de que ninguna conducta compleja se
enseña bien imponiéndola).
Por otra parte, el director no solo tiene
el derecho, que surge de su autoridad,
de influir sobre la forma de enseñar de
los docentes, sino también la obligación de hacerlo porque no puede permitirse “guardarse” para él todo lo que
sabe y todo lo que puede hacer saber a
los demás. Más aun, no debería negarse a él mismo el placer de enseñar, de
recuperar eso que seguramente añora:
“la enseñanza perdida cuando dejó el
aula”, el placer de retomar aquello
que constituía su “vocación” cuando
ingresó a la carrera docente.
¿Cómo hacerlo? Demandará generar
un ambiente, una organización y un
sistema de trabajo que posibilite la
expresión y el desarrollo de la autoestima profesional y personal de los
docentes.
Se trata entonces de un director que:
• oriente y coordine la construcción
previsora de metas; diseñe, organice y
realice acciones que requieran la mayor
participación posible y pertinente de
los diversos actores institucionales;
• comunique adecuadamente toda
la información que necesiten para su
buen desempeño;
• coordine con eficacia personas,
recursos y acciones; valorice la actividad de los que trabajan y estudian
como decisiva para obtener resultados buenos, valiosos y efectivos;
• escuche y observe;
• corrija, oriente, evalúe y se evalúe.
El director que observa una clase, lee
una planificación o revisa trabajos de
los alumnos de un curso debería tener
en claro que ningún docente hace algo
de una determinada manera porque sí,
por azar o por ignorancia. Su quehacer
tiene una lógica, una coherencia, una
“razón de ser”. Si el director no comprende esa lógica, le será casi imposible
modificar cualquier conducta de los
docentes que dependa de ella. Para
comprenderla hay que conocerla, para
conocerla hay que descubrirla; para eso
es preciso observar, escuchar. Hay
que escuchar y observar el trabajo de
los docentes. No una clase, no una
unidad didáctica, no un ejercicio, no
un tema, aislados. Porque por sí solos
suelen decir poco si no descubrimos las
relaciones entre ellos, si no los interpretamos, si no los comprendemos, si no
los entendemos, si no develamos el significado y el papel que desempeñan en
relación con los demás componentes
en la lógica de enseñanza del docente.
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La tarea es difícil, aunque no imposible, porque por suerte (o por desgracia) hay mucho de común en los actos
de los docentes. Una historia social y
cultural bastante homogénea, una historia compartida del rol docente, un
tipo de formación de grado en la que
sobresalen las semejanzas por sobre las
diferencias y divergencias, han generado tipos de docentes que casi son
prototipos y, más aun, estereotipos.
El director no solo tiene que escuchar y observar persistentemente, con
paciencia, con cuidadosa constancia
para poder luego trabajar con y sobre
esos elementos sino también por el
respeto que se merece cada “trabajador
docente”: hay que dialogar con él, conocer sus fundamentos y razones, tomarse
el tiempo necesario para conocer lo
mejor que tiene, sus posibilidades a
veces escondidas en los repliegues más
profundos de su personalidad.
Ese tiempo de diálogo es también
imprescindible para generar confianza.
Los intercambios cuidadosos, detallados, profundos, sobre planificaciones,
clases, cuadernos, trabajos, evaluaciones, observaciones al pasar, entradas
de corta duración a las aulas, charlas en
los recreos, irán gestando el necesario
clima de confianza mutua para que el
trabajo del director pueda influir sobre
la forma de enseñanza de los docentes.
Por supuesto que, una vez más, el director debe ser un “mago del equilibrio”
porque tampoco puede esperar tanto
como para que se perjudiquen los
alumnos, por respetar y construir confianza con el maestro o profesor. Esta
tarea es tan difícil (aunque apasionante y, por lo tanto, enormemente grati-
ficante) que requiere que los directores
tengan sus propias oportunidades de
aprendizaje; es necesario que haya
instancias institucionales con profesionales que les enseñen a ellos, que los
estimulen a aprender, que los cuiden.
El cuidado de estos profesionales que
realizan tareas tan complejas y de tanta
implicancia personal es esencial para
que la tarea de la escuela sea posible.
Obviamente, para ello se requieren,
también, condiciones institucionales
adecuadas, de equipamiento, laborales y de formación profesional; y, por
parte del propio directivo, cualidades
personales tales como sólida seguridad
básica, óptima autoestima, disposición
para la comunicación, capacidad de
reflexión e intachable posición ética.
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