¿Depende la existencia de un sistema jurídico de su legitimidad? Edgar R. Aguilera1 RESUMEN: 1. Introducción / 2. Derecho y moral en la filosofía jurídica (con especial referencia al positivismo contemporáneo) / A. La existencia del derecho / B. La normatividad del derecho / C. La validez de las normas jurídicas / 3. Las Tesis de la “Separación” y de la “Vinculación” en la explicación filosófica de la naturaleza del derecho / 4. El “Imperialismo Metodológico” en torno a las Tesis de la Separación y de la Vinculación / 5. La fluctuante línea que divide a proyectos teóricos descriptivos y prescriptivos / A. Hart y su “Tesis del Contenido Mínimo de Derecho Natural” / B. El debate Hart-Fuller / C. Hart y su distinción entre “derecho rudimentario o primitivo” y “derecho moderno” / 6. La versión débil de la Tesis de la Separación como alternativa al Imperialismo Metodológico / 7. Anatomía de una ruta metodológica general para el desarrollo de una concepción compatible con la versión débil de la Tesis de la Separación acerca de la existencia del derecho / 8. Breves referencias a una concepción específica propia (compatible con la versión débil de la Tesis de la Separación acerca de la existencia del derecho) / 9. Complementando la concepción esbozada con un componente de corte aretáico (o de las aportaciones que puede hacer la “teoría de la virtud”) / 10. La interacción de los vicios de carácter con las situaciones y el sistema / 11. Resistiendo el poder de las situaciones y del sistema: Un llamado al “heroísmo ordinario” 1. Introducción El objetivo general de este trabajo consiste en defender la plausibilidad de la postura que sostiene que dadas ciertas condiciones –o en determinadas circunstancias- es posible dar una respuesta afirmativa a la pregunta que funge como título del mismo. Para contribuir al esclarecimiento de mi posición, a continuación doy respuesta a cuatro interrogantes esenciales: ¿A qué tipo de legitimidad me refiero? A la que un sistema jurídico adquiere como resultado de observar los principios constitutivos del ideal del Estado de Derecho (ideal que por el contenido que aquí le confiero, puede considerarse equivalente al del Estado Constitucional y Democrático de Derecho).2 ¿Por qué es relevante esta clase de legitimidad? Debido a que, en el marco de lo que aquí se propone, el progresivo y sistemático alejamiento en la práctica de los principios referidos, al punto de no superar siquiera cierto umbral de observancia mínima, acarrea la inexistencia del sistema jurídico en cuestión. ¿Qué línea de pensamiento sigo? Primordialmente la del profesor Lon Fuller (Fuller, L., 1969; 1958), de cuyas reflexiones (así como de su debate con el profesor Hart) es posible 1 Doctor en derecho por la UNAM, catedrático titular de la materia de Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho de la referida Casa de Estudios, profesor-investigador adscrito al Centro de Investigación en Ciencias Jurídicas, Justicia Penal y Seguridad Pública de la Facultad de Derecho de la UAEMex, integrante del Cuerpo Académico de Justicia Penal y Seguridad Pública de la misma Institución y miembro del SNI, nivel I. Su trabajo académico puede consultarse en el sitio: https://uaemex.academia.edu/EdgarAguilera 2 Véase la sección 8. 1 extraer la sugerencia de que el ideal del Estado de Derecho puede tener repercusiones en términos de moldear o de realizar aportaciones cruciales al contenido del concepto mismo de derecho y/o de sistema jurídico. ¿Por qué es importante la concepción que más adelante detallaré? Porque considero que permite desenmascarar o poner al descubierto las prácticas de simulación, encubrimiento e impunidad en las que incurren ciertos sistemas, en principio jurídicos, los cuales, aprovechándose de contar con la infraestructura institucional propia del Estado Moderno – dependencias administrativas, órganos legislativos y jurisdiccionales- la emplean para instaurar un mecanismo subrepticio de control social para el exclusivo beneficio de ciertos grupos dominantes y/o de cierta ideología –entre tales grupos, el de los funcionarios-, mismo que poco o nada tiene que ver con lo que la doctrina, los instrumentos internacionales y hasta el sentido común establecen acerca de la forma en que un sistema jurídico genuino debería proceder, principalmente en lo que concierne a la creación y aplicación de normas jurídicas. Ahora bien, la estructura del trabajo es la siguiente: En la sección 2 afirmo que tanto positivistas como anti-positivistas por igual, conceden que entre el derecho y la moral se establecen nexos cruciales de los que debe dar cuenta la filosofía jurídica. Para dar sustento a dicha aseveración, me centro en el positivismo (porque es de esta corriente de la que grosso modo se duda que reconozca lazos entre el derecho y la moral), haciendo un somero recuento de sus visiones acerca de la existencia y normatividad del derecho, y acerca de la validez de las normas jurídicas. En la sección 3 destaco que el común denominador de las visiones positivistas anteriores es el de adherirse a la versión débil o fuerte de la denominada Tesis de la Separación; sostengo que en lo que parece haber consenso unánime –al menos actualmente- es en suscribir la versión fuerte de dicha tesis en lo que respecta a determinar la existencia de un sistema jurídico; y presento la Tesis de la Vinculación (propia del anti-positivismo). En la sección 4, siguiendo a Giudice, denuncio una suerte de “imperialismo metodológico” según el cual, al intentar explicar la naturaleza del derecho o algún aspecto de ella –como las condiciones de existencia de un sistema jurídico-, o se emprende un proyecto general y descriptivo, o uno prescriptivo, es decir, o se reflexiona sobre las propiedades del derecho existente que lo hacen ser lo que es o sobre las propiedades de un derecho deseable, mejor o más excelente del que se tiene. En la sección 5 concedo que, en principio, los proyectos descriptivos y los prescriptivos son igualmente válidos, pero, en efecto, diferentes. Sin embargo sostengo que al menos en lo que toca a conceptos como el de derecho o el de sistema jurídico, la línea que divide descripción y prescripción es más notoriamente artificial o ilusoria y, por tanto, más susceptible de experimentar fluctuaciones o revisiones en función de los objetivos teóricos y del contexto social, económico, político y cultural en que se realiza y recibe la propuesta en cuestión. Intento mostrar lo artificial de la demarcación haciendo alusión a ciertas posturas del profesor Hart. En la sección 6 presento la adhesión a la versión débil de la Tesis de la 2 Separación en cuanto a la existencia de un sistema jurídico, como alternativa al “imperialismo metodológico” referido anteriormente, según la cual, para establecer que un sistema jurídico existe como tal, si se dan ciertas condiciones, es posible –aunque no necesario- que se recurra a consideraciones morales relativas al grado de legitimidad procedimental y/o sustantiva de dicho sistema. En la sección 7 esbozo una ruta general para desarrollar concepciones sobre la existencia del derecho, compatibles con la suscripción de la versión débil de la Tesis de la Separación en la que la combinación de elementos estructurales y funcionales, la posibilidad de hablar de una obligación prima facie o derrotable de obedecer al derecho, y la de contribuir al desarrollo, consolidación y defensa del Estado de Derecho, desempeñan un papel fundamental. En la sección 8 me refiero someramente a una concepción específica (desarrollada más extensamente en otro lugar) acerca de la existencia del derecho, la cual continúa la pauta de visiones como la de Fuller y Waldrn. En este sentido, parte de considerar que una función básica del derecho es la de limitar los abusos a los que se presta el ejercicio del poder y de que la observancia mínima de los principios del Estado de Derecho (que incluyen no sólo las características formales de las reglas, sino también directrices relativas a su creación y aplicación), contribuye a lograr dicho objetivo. En la parte final de este apartado relaciono dicha concepción con la teoría de la patología de un sistema jurídico elaborada por Hart. En la sección 9 adiciono un componente aretáico a la concepción desarrollada en el apartado previo sobre la base de coincidir con el profesor Lariguet en que si un sistema jurídico es legítimo (en mayor o menor grado), ello no depende exclusivamente de las instituciones y procedimientos que este instaure, sino también, y muy importantemente, de los rasgos de carácter de sus funcionarios. En la misma sección y siguiendo a la filósofa Amalia Amaya, bosquejo una propuesta de las virtudes esenciales que deberían satisfacer los jueces en un Estado de Derecho. En la sección 10 examino la interacción entre la cara opuesta a las virtudes, es decir, entre ciertos vicios de carácter judiciales (aunque no exclusivamente judiciales) como la soberbia, la avaricia, la inclemencia, la corrupción, la cobardía etc., y el contexto conformado por las situaciones y el sistema en el que los jueces desempeñan sus funciones. Usando las aportaciones de disciplinas como la psicología social, lo que se propone es que para comprender de forma más holística el comportamiento inmoral e injusto de dichos funcionarios es conveniente preguntar qué es lo que pudo haber causado su transformación parcial o permanente, lo cual los conduce a actuar de modos inimaginables (al menos, en condiciones “normales”), y más concretamente, cuáles son las aportaciones que a tales transformaciones realizan tanto cierto tipo de situaciones, como el sistema general (entendido como la estructura jerárquica de autoridades relevantes). Por último, en la sección 11 hago referencia a la virtud del heroísmo y a su desarrollo como parte de una estrategia para que los jueces, otros funcionarios, y la ciudadanía en general, estén en condiciones de resistir y/o de revertir, tanto las transformaciones de carácter derivadas de la influencia y del poder de ciertas situaciones y del sistema, como la patología en la que puede incurrir o estar incurriendo un sistema, en principio jurídico, al distanciarse progresiva y endémicamente de la observancia de los principios del Estado de Derecho, lo 3 cual resulta urgente si se ha de evitar su desaparición o inexistencia como un sistema jurídico genuino. 2. Derecho y moral en la filosofía jurídica (con especial referencia al positivismo contemporáneo) Sostengo que, en términos generales, tanto el positivismo (en sus diversas variantes, o al menos, en las académicamente serias), como el anti-positivismo (también en sus múltiples manifestaciones, incluyendo al jusnaturalismo), conceden que entre el derecho y la moral se establecen estrechas y cruciales conexiones de las que debe dar cuenta la reflexión filosófico-jurídica (y de las que, por supuesto, se siguen consecuencias prácticas muy importantes). Las diferencias (y consecuentemente, el debate, pero también, ciertos acuerdos mínimos), emergen de la forma en que se caracterizan dichas relaciones. Para algunos, esta aseveración, de inicio, les resulta controversial y quizá ello se deba, en parte, a la perniciosa influencia ejercida por versiones caricaturizadas, pero ampliamente difundidas (sobre todo, a nivel de las creencias populares en algunos países), de ciertas posiciones positivistas. En concreto me refiero a las distorsiones ocasionadas por una suerte de formalismo jurídico extremo3 -también conocido como “positivismo ideológico”(Bobbio, N., 1965; Navarro, P., 1989: 16-20), según el cual, el derecho, cualquiera que sea su contenido, en todo momento y lugar, suministra a sus destinatarios de razones concluyentes para actuar conforme a lo que aquel ordena. En otras palabras, de acuerdo con esta visión, siempre e incondicionalmente existiría una obligación para los ciudadanos, de obedecer al derecho y, para los juzgadores, de aplicarlo. Obligación que supuestamente es inmune a –e independiente de- cualquier consideración relativa al mérito de las conductas prescritas. De ahí la irrelevancia de la moral para el derecho o el nulo vínculo entre ambos dominios normativos. Esta actitud suele corresponder con –y transmitirse mediante- la expresión latina “dura lex sed lex”. Lo curioso (y paradójico) es que normalmente se recurre a una defensa moral (aunque, en mi opinión, inadecuada) de esta concepción, misma que apela a una pretendida supremacía absoluta de valores como la obediencia y/o la certeza jurídica,4 y/o al hecho (posible, pero 3 Para una revisión de las diversas variedades de formalismo jurídico, véase (Stone, M., 2002: 170-172). La suposición común de que las cuestiones morales son, sin más, como las describen posiciones meta-éticas como el relativismo (el cual sostendría algo cercano a que el contenido de la moral es determinado por cada cultura o comunidad de referencia) o el subjetivismo (que sostendría que los criterios para actuar correctamente desde el punto de vista moral varían de individuo a individuo), refuerza la tesis de la supremacía (absoluta) de la certidumbre jurídica resultante de observar siempre y sin cuestionar, lo que el derecho prescribe. De ahí otra de las ideas centrales del formalismo extremo, según la cual, los jueces son (y deben ser) meros aplicadores mecánicos de las leyes. Esto a efecto de no contaminar al derecho con inevitables subjetividades morales, perpetuamente fluctuantes y continuamente inconsistentes. 4 4 improbable) de que el derecho deliberada, infalible y permanentemente acierta en mandar hacer lo que es correcto desde el punto de vista ético. En lo que sigue, no hare más referencias a este formalismo exacerbado. Daré por sentada su implausibilidad en el terreno teórico.5 Así mismo, partiré del supuesto de que los vínculos entre derecho y moral son más claros y robustos desde una óptica anti-positivista. A efecto de dar mayor sustento a la afirmación con la que inicié esta sección, me centraré entonces en el positivismo contemporáneo. Para hacerlo, aludiré a las que me parecen sus bases o fundamentos conceptuales, con el propósito de mostrar cómo, mediante un proceso dialéctico, los distintos autores paulatinamente han visto nexos cada vez más fuertes entre el derecho y la moral (al punto en que, en ocasiones, la línea que separa al positivismo del anti-positivismo, parece borrarse).6 Pues bien, al menos tres son los rubros o temas respecto de los cuales uno puede asumir una postura positivista (o bien, claro está, una postura anti-positivista): La existencia del derecho, su normatividad y los criterios que una norma debe satisfacer para pertenecer a un sistema jurídico (o, en breve, los criterios de validez jurídica). A continuación abordaré cada una de estas cuestiones: A. La existencia del derecho La clásica posición positivista en torno a este punto se articula sosteniendo que la existencia (y contenido) del derecho depende exclusivamente, y en última instancia, de la ocurrencia de cierta clase de hecho social complejo. Esta es la llamada “Tesis del Hecho Social” -o “Social Fact Thesis” (Himma, K., 2002: 126-129)- y se basa en la idea de que el derecho es esencialmente un artefacto al servicio de la sociedad, el cual es colectivamente construido y, por ende, un producto resultante sólo de la actividad humana. Como explica Green, esto no significa que para el positivista, hablar de los méritos morales de las conductas prescritas por el derecho sea un sinsentido, algo sin importancia o un asunto periférico, poco prioritario en la agenda de la filosofía jurídica. Se trata simplemente de dar ropaje teórico a la intuición de que así como la justicia, prudencia, bondad o eficacia de alguna pauta de conducta particular no es suficiente para que sea considerada parte del derecho de una sociedad, su injusticia, imprudencia, ineficacia o perversidad, tampoco constituyen razones suficientes para dudar de que se trata de una norma jurídica (si 5 Sin negar que, en efecto, pueda constituir una bandera ideológica sumamente conveniente al servicio de los operadores del derecho, quienes ondeándola, pretenderían justificar cualquiera de sus acciones, sobre todo, las más cuestionables. 6 Me centro pues en el positivismo ya que, no obstante a que hemos descartado del panorama al formalismo extremo, pueden persistir dudas de que esta corriente reconozca conexiones interesantes e importantes entre el derecho y la moral. 5 satisface ciertas condiciones, generalmente relativas al procedimiento seguido para su creación) (Green, L., 2009). Así, la verdad del enunciado que afirma que una norma (N) pertenece a (o es válida en) un sistema jurídico (SJ) en una época determinada requiere, entre otras condiciones (y lo que sigue es obvio), que sea verdad el enunciado que afirma la existencia del SJ en cuestión. Y, como se ha dicho, el positivismo sostiene que la verdad de la última proposición depende de que tenga lugar cierto hecho de naturaleza social (es decir, uno que involucre el comportamiento y las actitudes hacia el mismo, de los miembros de una comunidad). Pero ¿cuál es ese hecho?... Las respuestas que se han dado a esta interrogante pueden clasificarse, pese a sus diferencias sustantivas (que no son pocas), en monistas y dualistas. Las primeras –entre ellas, las proporcionadas por Austin y Kelsen- se centran en la eficacia de las normas jurídicas, mientras que las segundas –como la de Hart o la de Raz- consideran a la eficacia, en efecto, como una condición necesaria, pero no suficiente en sí misma. En este sentido, para proyectos teóricos como los de los mencionados profesores de Oxford, dar cuenta de la existencia del derecho requiere de la eficacia de sus normas y de algo más. Veámoslo: Siguiendo a Bentham, Austin propone que ese hecho (del que depende que exista un sistema jurídico) consiste en la presencia de un soberano (alguien que es habitualmente obedecido por los ciudadanos –y este es el elemento de la eficacia- quien, por su parte, no tiene el hábito de obedecer a nadie más), dispuesto a sancionar de cierta manera a quienes no acatan sus mandatos. De este modo, un SJ existe siempre que en la comunidad de referencia haya una entidad (individual o colectiva) que emita órdenes (dirigidas a ciertas clases de personas, prescribiendo para ellas, determinadas clases de conductas) respaldadas por amenazas de sanción, habitualmente obedecidas por sus destinatarios (Himma, K., 2002: 126-127). Otra propuesta, como anunciamos, es la de Kelsen, para quien la existencia del derecho depende de la validez de su Norma Hipotético-Fundamental (NHF), misma que, a su vez, predica la validez jurídica de la primera Constitución (en virtud de que, al menos en un plano imaginario o hipotético, facultó al Constituyente para tales efectos). La NHF constituye así, el último eslabón de las cadenas de validez que se establecen entre las normas jurídicas. Ahora bien, para Kelsen, la validez de esta norma básica no depende de que, ajustándose a ciertos procedimientos previamente establecidos, haya sido creada por alguna persona facultada por el ordenamiento (como sucede con las normas derivadas de la NHF), sino de que sea presupuesta o postulada por quienes se encargan de aplicar el derecho (los jueces principalmente) y por la Ciencia Jurídica.7 Su validez no depende pues, 7 La propuesta de Kelsen es que a los efectos de entender la naturaleza sistémica de la interacción de las normas jurídicas (es decir, para entenderlas como constituyendo un sistema), es menester concebir a los jueces como si estos, al resolver los casos que se les presentan, partieran del supuesto de que existe (o existió) 6 de la ocurrencia de ningún hecho empírico (al menos en principio). Sin embargo, la condición que Kelsen fija para poder postular la existencia y validez de la norma fundamental nos remite nuevamente, como en el caso de Austin, a la eficacia de las normas jurídicas a las que dicha norma generadora confiere unidad sistemática. Es decir, sólo porque las normas de un sistema jurídico particular son más frecuentemente obedecidas que desobedecidas, y solamente en ese caso, es posible decir que al desempeñar sus funciones, los jueces postulan o presuponen la existencia y validez de la NHF y, por tanto, que existe ese SJ (Green, 2009; Bulygin, E., 2005: 82). Desde la óptica de Hart, las propuestas de Austin y Kelsen resultan problemáticas por varias razones. De entre ellas, la más importante es que sus análisis oscurecen un hecho crucial del que depende la existencia de un SJ. Ese hecho consiste en la práctica que se da entre los oficiales del derecho (particularmente, entre los jueces), de seguir lo que Hart llamó una “regla de reconocimiento” encargada de establecer el conjunto de criterios cuya satisfacción permite determinar que una norma pertenece a un SJ -es decir, que es jurídicamente válida-, que ha sido válidamente modificada y/o que ha sido válidamente aplicada (o adjudicada). Así, para Hart, un SJ moderno existe si una regla de reconocimiento es en efecto practicada prioritariamente por los jueces, cuyos criterios son empleados, en primera instancia, para validar reglas primarias de obligación8 que son generalmente eficaces en la sociedad (Hart, H. L. A., 2012: 139-146; Himma, K., 2002: 126-127). Desde una perspectiva más abstracta y dado que la regla de reconocimiento incluye también criterios para la modificación y aplicación válida de las normas jurídicas, el hecho del que depende la existencia de un SJ –repetimos, moderno- consiste en la irrupción de un sistema o entramado de instituciones que posibilita (y facilita) la administración de normas primarias de conducta en términos de su identificación, creación, cambio, interpretación y aplicación a casos concretos. Este sistema para el manejo de normas primarias –puesto en marcha por los funcionarios u oficiales del derecho- surge como resultado de la presencia de las que Hart denominó “normas secundarias”, las cuales hacen referencia precisamente a lo que puede (o debe) hacerse con las normas primarias (por lo que se trata en realidad de “meta-reglas”, es decir, de reglas respecto de reglas). De ahí que Hart sostuviera que la una NHF que, como dijimos, al menos hipotéticamente, facultó a los miembros del Constituyente para que creasen la primera Constitución, la cual, como suele suceder, en su parte orgánica establece las pautas generales para la distribución y ejercicio del poder público en términos de un entramado de instituciones jurídicas con diferentes funciones. 8 De acuerdo con Hart, las normas primarias de obligación hacen referencia directa a lo que puede o debe hacerse (o dejarse de hacer), principalmente por parte de los particulares (incluyendo a los funcionarios cuando actúan con ese carácter). 7 clave de la explicación del concepto de derecho radica en la unión compleja de normas (o reglas) primarias y secundarias (Hart, H. L. A., 2012 121-123).9 Otra propuesta, también positivista, relativa al hecho del cual depende la existencia de un SJ, la ofrece Joseph Raz (Raz, J., 2001; 2006; 2009a; 2009b). Para este autor, ese hecho consiste no ya en la práctica de una regla de reconocimiento (que valida normas primarias generalmente eficaces), sino en la presencia de una autoridad política de facto (es decir, una autoridad que, de hecho, logra su cometido de mantener el orden en una sociedad), misma que es mayoritariamente tratada o considerada –tanto por los jueces, como por los ciudadanos- como poseedora de legitimidad moral. Así, el derecho, conceptualmente hablando, es la clase de entidad (o estructura de autoridad) que afirma tener esta cualidad (nótese el vínculo con cuestiones morales que las posiciones positivistas como la analizada, entablan). Ahora bien, para que tenga sentido la afirmación que a nivel conceptual realiza el derecho, éste debe ser un candidato apto para que valga la pena proceder a la verificación de su pretensión de legitimidad. Según Raz, lo que lo vuelve apto es precisamente que sus instituciones sean generalmente concebidas como mediadoras entre la moral y los destinatarios de las directivas jurídicas, es decir, como canalizadoras (o mensajeras) de lo que la moral manda hacer o dejar de hacer en ciertas circunstancias. Pero ¿qué significa que las autoridades sean tratadas como mediadoras en este ámbito? Significa que, en sus deliberaciones prácticas (aquellas en que se reflexiona sobre lo que debe hacerse), los ciudadanos tratan a las directivas jurídicas como lo que Raz llama “razones protegidas”, es decir, como una combinación específica de razones de primero y de segundo orden. En este sentido, la existencia de una directiva jurídica sería una razón de primer orden para actuar conforme a lo que ella prescribe, pero también constituye una razón de segundo orden que manda no actuar sobre la base de la identificación y balance de las razones que a favor o en contra de la conducta prescrita, normalmente tendría el destinatario de la directiva. Así, se dice que las directivas jurídicas tienen un carácter excluyente de otras razones. 9 Ahora podemos entender por qué en el caso de la propuesta de Austin, el problema radica en que sólo reconoce –aunque no con esa terminología- un tipo de regla secundaria y sólo un contenido para la misma. En particular, puede decirse que Austin sólo contempla la existencia de la regla de reconocimiento, la cual establece que serán válidas jurídicamente sólo las reglas que provengan del soberano. Esto es un problema porque no se da cuenta de otras reglas secundarias igualmente importantes, como la de cambio y la de adjudicación, que junto con la de reconocimiento hacen posible que tenga lugar el surgimiento de un sistema para la administración de reglas primarias de obligación (lo cual, como se ha dicho, constituye la clave para explicar a los sistemas jurídicos modernos). Por otra parte, y como veremos después (véase la sección sobre la validez de las normas jurídicas), el contenido de la regla de reconocimiento no tiene por qué limitarse al criterio de validez que Austin plantea, ya que normalmente también son jurídicamente válidas normas que provienen de fuentes distintas a la entidad soberana, tales como las decisiones judiciales o la costumbre (Himma, K., 2002: 127). 8 La pregunta que surge aquí es ¿por qué tratar así a las directivas del derecho? Y la respuesta es porque los destinatarios obran creyendo que tienen mayores probabilidades de ajustarse a los requerimientos de la moral (es decir, de actuar conforme a las razones morales correctas que aplican a su situación particular) si realizan lo que la directiva establece, que las que tendrían si optaran por llevar a cabo, por cuenta propia, la identificación y ponderación de las razones relevantes. En esto consiste tratar a una autoridad de facto como legítima, en creer que sus directivas encierran (ocultan y/o presuponen) una labor o servicio que, en nuestro beneficio y a nuestro nombre, ha sido efectuado por el emisor, al sustituirnos -por anticipado y generalmente de manera exitosaen el análisis cauteloso de lo que debe hacerse en ciertas circunstancias. Otra pregunta relevante es la siguiente: Dada esta conexión crucial entre el derecho y la moral ¿por qué seguir caracterizando a la postura de Raz como positivista? Porque la existencia del derecho sigue dependiendo esencial y exclusivamente de un hecho social. ¿Cuál? Que la autoridad que ejerce el derecho sea tratada como moralmente legítima. Sin embargo, de que así sea tratado o concebido no se sigue que la existencia del derecho descanse (o se funde) en su legitimidad (ni que no pueda criticársele también desde el punto de vista moral10). Que el derecho sea legítimo o no, es un dato contingente. Lo que es necesario para que exista, repetimos, es que, de acuerdo con Raz, al derecho se le de ese tratamiento. En este sentido, podría ser el caso que ningún sistema jurídico del mundo prestara, de hecho, el servicio que Raz atribuye a las autoridades legítimas. No obstante, ello en nada afectaría la verdad de la aseveración de que existen tales sistemas (claro, siempre que sea mayoritaria la creencia en su legitimidad y que fuesen generalmente eficaces). B. La normatividad del derecho Recordemos que para Hart, la existencia del derecho depende de que tenga lugar entre los oficiales (primordialmente entre los jueces), la práctica de seguir una regla de reconocimiento con base en la cual se validan jurídicamente las normas primarias de obligación que son generalmente obedecidas por la población. Pues bien, a diferencia de Kelsen –para quien la validez de la NHF se postula o presupone de manera hipotética- para Hart ni siquiera tiene sentido plantearse la cuestión de la validez (o invalidez) de la regla de reconocimiento, ni mucho menos, postular o presuponer que lo es. Lo que resulta coherente es preguntar por su existencia, la cual, como sabemos, equivale al hecho empírico relativo a su eficacia (en el sentido de ser generalmente practicada). Así, 10 Esto es así porque pese a que las autoridades jurídicas sean consideradas legítimas (y aunque, de hecho, lo sean), éstas no son infalibles. En otras palabras, la pretensión de autoridad legítima del derecho no equivale a una pretensión de corrección moral. 9 una regla de reconocimiento existente crea las condiciones para que pueda tener lugar la predicación de validez de las normas primarias con base en los criterios o estándares que ella establece, los cuales no son auto-aplicativos, es decir, no se emplean para el caso de la propia regla de reconocimiento (Hart, H. L. A., 2012: 133-137). Pero además de su existencia, lo que cabe plantearse ahora es ¿cómo es posible que la práctica de seguir una regla de reconocimiento provea a los jueces de razones para actuar conforme a lo que ella establece (es decir, para emplear sus criterios a los efectos de identificar los estándares o pautas de conducta de los que se compone el sistema jurídico)? Y ¿de qué clase de razones se trata? Preguntas equivalentes son: ¿Impone la regla de reconocimiento el deber –o la obligación- para los jueces de emplear sus criterios y sólo ellos en la identificación de las normas jurídicas? Y de ser así ¿por qué impone tal obligación? Dado que no es deseable que un juez se desvíe de la práctica establecida y termine así identificando como derecho lo que le plazca (o le parezca sensato), parece que la respuesta a si la regla de reconocimiento es obligatoria, sería afirmativa, lo que nos conduce a encarar el por qué se da esta situación. Para Hart, los criterios de validez establecidos por la regla de reconocimiento son vinculantes en virtud de una determinada actitud que en su fuero interno, adopta la mayoría de los jueces. A dicha actitud Hart la denomina “aceptación” y ella consiste básicamente en considerar a la regla de reconocimiento como un modelo público y común (o compartido) de conducta oficial y simultáneamente, como un estándar cuya no observancia provoca, tanto la crítica justificada, como el ejercicio, también justificado, de diversas modalidades de presión social para lograr la conformidad del que se desvía de la pauta. Resulta importante destacar que, para Hart, la “aceptación” referida –pese a que es más sofisticada que la mera “obediencia”- puede fundarse, a su vez, en cualquier tipo de razones e incluso, sólo en razones prudenciales (las cuales promueven los intereses personales –o egoístasdel individuo) (Hart, H. L. A., 2012: 69-77, 106-113, 139-146). Diversos autores han criticado esta tesis por incompleta. Así por ejemplo, Raz sostiene que la actitud propuesta por Hart, no da cuenta de la delicada situación en la que los jueces se encuentran. Por virtud de la regla de reconocimiento, ellos tienen que aceptar a su vez, normas que imponen obligaciones a terceros (a los ciudadanos en general y a las partes en conflicto, en particular). Si esta aceptación ha de estar justificada (y en principio, así lo desean los jueces), ello se debe a que presuponen la legitimidad moral de las fuentes (autoridades) de donde emanan las normas que contemplan aplicar al caso concreto. 11 En este sentido, la regla de reconocimiento, para Raz, cumple solamente una función epistémica consistente en permitir a los jueces conocer cuáles son los criterios de validez jurídica, pero su fuerza vinculante proviene más bien, de que dichos oficiales conciben a las fuentes del derecho como dotadas de autoridad legítima. En breve, es sólo por esta razón 11 Véase la parte final del apartado previo. 10 moral que los oficiales aceptan la regla de reconocimiento y los criterios por ella establecidos (Gaido, P., 2011: 110, 116-120). Por su parte, otros como Coleman o Marmor consideran inapropiado al análisis de Hart debido a que su doctrina de la aceptación no da cuenta de una de las razones que necesariamente está presente en la clase de prácticas a la que pertenece el seguimiento de una regla de reconocimiento. En breve, quienes participan en tales prácticas lo hacen en parte, porque los demás también, lo cual significa que entre ellos se generan expectativas recíprocas de comportamiento. A las prácticas con esta estructura de razones se les conoce como “convenciones”. Con base en lo anterior ha surgido una suerte de movimiento (o de giro) “convencionalista” en la filosofía jurídica, el cual en síntesis sostiene que la fuerza vinculante de los criterios de validez de un sistema jurídico proviene del hecho de que tales criterios constituyen los términos (o el contenido) de una convención surgida entre los oficiales del derecho (preponderantemente entre los jueces). A esta posición se le conoce como la “Tesis de la Convencionalidad” (o “Conventionality Thesis”), la cual implica que la regla de reconocimiento de la que hablaba Hart, en realidad no es una regla, sino una convención y en ello radica (parcialmente) la fuerza vinculante de los criterios de validez por ella establecidos (al menos en principio) (Himma, K., 2002: 129-132). Sin embargo, de nuevo cabe preguntar si la participación en esa convención es obligatoria o no y si lo es, cómo es que esto sucede. Marmor considera que la obligatoriedad de la convención está condicionada a que quien se involucre en ella sea un “participante comprometido”, es decir, alguien que tiene –o cree tener- razones (no necesariamente morales, como en el caso de Raz, sino simplemente razones de cualquier tipo) para incursionar en la práctica. Ahora bien, la razón por la que la obligatoriedad de la convención está condicionada a ese hecho y no proviene de ella misma es que, para Marmor, se trata de una “convención constitutiva” que, como sucede por ejemplo, con las reglas del ajedrez, sólo define, crea o establece un género específico de actividad humana (en este caso, la actividad consistente en la identificación de lo que constituye derecho en una sociedad determinada), dejando intocado el tema de si quienes participan de aquel, tienen o no una obligación (moral) de hacerlo (como se dijo, sólo se requiere de que tengan razones para intervenir en la práctica respectiva) (Marmor, A., 2002: 108-109). Por su parte, Coleman si considera que la obligatoriedad de los criterios de validez jurídica proviene de la propia convención que los establece. Y ello es así debido a que de la estructura interna de la convención –y particularmente del “compromiso mutuo” (o “joint commitment”) con llevar a cabo una actividad de forma cooperativa y como un ente colectivo (o “sujeto plural”)-, surgen derechos y obligaciones recíprocos entre los participantes. Derechos y obligaciones que son independientes de las razones morales contingentes (o de argumentos de moralidad política) que puedan tenerse en apoyo del empleo de ciertos criterios de validez (Himma, K., 2002: 132-135). 11 C. La validez de las normas jurídicas En este rubro los positivistas defienden básicamente dos posiciones: Por un lado, los positivistas “excluyentes” sostienen que, por coherencia conceptual, no es necesario, ni posible que la validez de las normas jurídicas dependa de consideraciones morales relativas a su contenido. No es necesario ni posible pues, que la pertenencia de una norma al sistema jurídico de que se trate resulte de su compatibilidad o concordancia con ciertos principios de naturaleza moral (Marmor, A., 2002). En este sentido, los positivistas excluyentes se adhieren a la Tesis del Hecho Social en cuanto a la existencia del derecho y simultáneamente a la llamada “Tesis del Pedigree” (o “Pedigree Thesis”), según la cual, al determinarse si una norma es jurídicamente válida sólo cabe tomar en cuenta la fuente y/o el procedimiento del que la norma emana (Himma, K., 2002: 127-128). Para fundamentar su postura, autores como Raz argumentan que de no concebir la validez jurídica como lo hace un excluyente se está negando –o, en todo caso, minimizando- el servicio que necesariamente el derecho pretende prestar, el cual, como sabemos, consiste en servir como mediador entre los requerimientos de la moral y los destinatarios de las directivas jurídicas. Y esto es así debido a que si para determinar o establecer su contenido, el destinatario de la directiva en cuestión tiene que emprender el mismo análisis (preponderantemente moral) que supuestamente ya fue hecho por la autoridad respectiva, la labor de aquella –y su presencia- se vuelven superfluas (o redundantes) (Bautista, J., 2006: 32-45; Marmor, A., 2002: 116-123). Otro argumento lo ofrece Marmor, para quien si la convención de reconocimiento establece que será derecho lo que sea moralmente correcto, no hay lugar para que aquella desempeñe su función inherente de constituir un género de actividad humana, parcialmente autónomo. Y es que actuar conforme a la moral es ya, sin necesidad de convención alguna, nuestra obligación (digamos que esa es la situación por defecto). Si el propósito es crear una práctica con su propia identidad y dinámica, e inteligible en sus propios términos, ello no se logra, ni de cerca, con una regla que diga “actúese de acuerdo con las razones morales correctas y a eso le llamaremos derecho” (Marmor, A., 2002: 106-108). Por otro lado, los positivistas “incluyentes” (también llamados “positivistas suaves” o “incorporacionistas”), pese a que coinciden con los excluyentes en asumir la Tesis del Hecho Social, niegan que sea necesario asumir la Tesis del Pedigree para todas las normas. Sostienen entonces que dentro de los criterios de validez establecidos por una regla de reconocimiento, pueden figurar –aunque no necesariamente- evaluaciones de índole moral (junto con consideraciones relativas a la fuente o procedimiento del que emanan las normas respectivas) (Himma, 2002). Para fundamentar su propuesta, autores como Wil Waluchow ofrecen una defensa instrumental o consecuencialista, según la cual, concebir la cuestión como lo hace el 12 positivismo incluyente contribuye a reducir la brecha entre validez jurídica y costumbre. En otras palabras, la concepción incluyente abonaría al objetivo de mitigar o disminuir la cuota de abusos e inestabilidad que inevitablemente se sigue del hecho de que las reglas primarias de obligación –jurídicamente válidas- pueden no coincidir con la moral social imperante en una comunidad, es decir, de que dichas reglas –oficialmente sancionadas por la regla de reconocimiento- pueden no contar con la “aceptación” respectiva (en el sentido técnico de Hart) por parte de la población general. En tales casos estamos ante normas jurídicas que, sin embargo, no constituyen “reglas sociales” (también en el sentido técnico de esta expresión). Así por ejemplo, con base en una lectura moral de ciertos principios o derechos constitucionales (mediante la cual se pretendería poner en sintonía a la moralidad aceptada y practicada en una sociedad determinada con los contenidos de su Constitución), puede limitarse o negarse la validez jurídica de disposiciones legislativas (o de otras fuentes) inferiores que los contravengan (que es como Waluchow argumenta que suceden las cosas en sistemas del Common Law) (Waluchow, W., 2012). 3. Las Tesis de la “Separación” y de la “Vinculación” en la explicación filosófica de la naturaleza del derecho Como puede observarse en este recuento somero de posiciones positivistas, todas ellas, de uno u otro modo, reconocen que hay ligas importantes entre el derecho y la moral. No obstante, el común denominador de estas teorías es su adhesión a la conocida como “Tesis de la Separación” (o “Separation Thesis”), según la cual, al menos en lo que atañe a la existencia, normatividad y validez del derecho, las conexiones con la moral no son necesarias. Lo que habría que agregar es que para el caso de la existencia de un sistema jurídico, la Tesis de la Separación adquiere tintes más exigentes, ya que en este punto no sólo no es necesario el vínculo con la moral, sino que ni siquiera es posible. Esto significa que para el positivismo, cualquier enunciado existencial que afirme que “hay algún sistema jurídico cuya existencia depende de cierto hecho social y/o de que sea legítimo y/o de que sus contenidos estén moralmente justificados” sería, conceptualmente hablando, sistemáticamente falso.12 Es importante destacar que la Tesis de la Separación –ya sea en su versión fuerte o débilopera sólo con respecto a la existencia del derecho (versión fuerte), a la normatividad de la 12 Cosa distinta a lo que sucede, por ejemplo, con el tema de la validez de las normas jurídicas. Recuérdese que en este punto, los positivistas incluyentes conceden que no es necesario que los criterios de validez incorporen el monitoreo o control moral del contenido de la norma candidata a pertenecer al sistema. Sin embargo, esto es posible como dato contingente, lo cual, en última instancia, depende de las prácticas efectivas de cada sociedad (y en particular, de las prácticas de reconocimiento de sus oficiales, en especial, de los jueces). 13 regla de reconocimiento (versión fuerte para autores como Raz y débil para convencionalistas como Marmor y Coleman) y a la validez de las normas jurídicas (versión fuerte para el positivismo excluyente y débil para el incluyente), y no con respecto a la obligación de los ciudadanos de obedecer al derecho y de los jueces, de aplicarlo. En otras palabras, de sostener que la moral necesariamente no incide en la determinación de la existencia de un sistema jurídico y que no incide necesariamente en la determinación de la validez de sus normas no se sigue que la moral necesariamente no incida en lo concerniente a determinar si se tiene la obligación (derrotable) de obedecer o de aplicar el derecho. En esto coinciden (en general), tanto positivistas (salvo por el formalismo extremo o positivismo ideológico), como anti-positivistas. Ambos parten del supuesto de que el derecho –al igual que sucede con cualquier otra práctica o género de actividad humana- no es totalmente autónomo (ni podría serlo), es decir, no tiene la capacidad de aislarnos completamente de las exigencias de la moral. En este sentido, ni los ciudadanos, ni los operadores jurídicos quedan exceptuados de su responsabilidad moral al determinar si obedecen (o no obedecen), o si aplican (o no aplican) el derecho, para lo cual, en última instancia (y si es que desean obrar justificadamente, lo cual es su obligación), deben recurrir a razones (entre ellas, prudenciales, pero preponderantemente morales) relativas a las cualidades de la estructura o procedimientos seguidos por el derecho, así como al contenido de sus normas y a las circunstancias particulares del caso concreto. Habiendo aclarado lo anterior, centrémonos nuevamente en la Tesis de la Separación, pero consideremos también lo que podrimos tomar como su opuesta, a la que llamaremos la “Tesis de la Vinculación”, la cual diría algo como lo siguiente: “Para determinar la existencia del derecho, la validez de sus normas y dar cuenta de su normatividad (u obligatoriedad, sobre todo, en lo que respecta a la regla de reconocimiento) es necesario acudir a consideraciones morales”.13 4. El “Imperialismo Metodológico” en torno a las Tesis de la Separación y de la Vinculación Pues bien, suscribir alguna de estas tesis –de la Separación o de la Vinculación- podría verse como una decisión metodológica opcional, dependiente de los objetivos teóricos o explicativos que se persigan y del contexto (intelectual, social, económico, político, etc.) del que se parte y en el que se recibe la propuesta. Sin embargo, en términos generales, así no son las cosas, ya que tanto positivistas (como Himma), como anti-positivistas (como 13 Podría hablarse de otra versión de la Tesis de la Vinculación, de acuerdo con la cual, “para determinar si se tiene o no la obligación (derrotable) de obedecer al derecho o de aplicarlo en un caso concreto, es necesario acudir a –o realizar- consideraciones morales”. Sin embargo, como hemos dicho, en torno a esta modalidad de la tesis en cuestión, parece que no habría desacuerdo entre positivistas (repito, salvo por el formalismo extremo) y anti-positivistas. 14 Dworkin) piensan que la forma correcta de explicar la denominada “naturaleza del derecho”14 implica necesariamente, o bien la Tesis de la Separación (positivistas), o bien la Tesis de la Vinculación (anti-positivistas), generando con ello un ambiente que, como explica Giudice, podría describirse como la vigencia de una especie de “Imperialismo Metodológico” (Giudice, M., 2014). Este imperialismo está íntimamente vinculado a la forma en que se conciben los resultados de la investigación filosófica en torno a la naturaleza del derecho. En este sentido, para los positivistas (sobre todo, los de corte analítico de habla inglesa), la investigación –basada en el denominado “análisis conceptual”- debe arrojar un conjunto de verdades necesarias que expresan propiedades esenciales del derecho (prescindiendo así, de las accidentales o contingentes), es decir, propiedades que toda instancia (y sólo una instancia genuina) de derecho posee y que hacen al derecho ser lo que es (Himma, K., 2014). De este modo, automáticamente queda cancelada la posibilidad de incluir consideraciones morales (relativas, por ejemplo, a la legitimidad de derecho) en el análisis, ya que ello correspondería más bien, a un proyecto también válido, pero diferente, orientado a determinar las propiedades de un derecho deseable, excelente, virtuoso, o mejor que el que se tiene (comúnmente aludido como una propuesta normativa o prescriptiva) y no a uno que fija los rasgos o características generales y abstractas del derecho existente, o del derecho como es (frecuentemente conocido como una propuesta descriptiva). Por su parte, anti-positivistas como Dworkin, sostienen que el teórico no puede permanecer en el plano descriptivo (aunque quiera), debido a que el concepto de derecho tiene un carácter esencialmente interpretativo. Esto significa que se trata de un concepto cuyo contenido se desarrolla adecuadamente mediante la propuesta de concepciones del mismo, las cuales, además de ser inherentemente controvertibles, para ser mínimamente aceptables, deben necesariamente partir de atribuir a las prácticas jurídicas un objetivo, meta o propósito moralmente encomiable (o justificado) que permita presentar al derecho bajo las mejores “luces morales” posibles (Waluchow, W., 2007: 19). 5. La fluctuante línea que divide a proyectos teóricos descriptivos y prescriptivos Para fijar mi postura, en principio coincido con el positivismo en considerar válidos, pero diferentes, a proyectos teóricos con orientaciones descriptivas (que dan cuenta del derecho como es) y a propuestas con orientaciones prescriptivas (que esbozan la ruta hacia un mejor derecho del que tenemos). Sin embargo, creo –y así propongo concebir la cuestión- que en el caso de conceptos como el de derecho, la línea que divide a estos proyectos es más 14 Para una excelente introducción a la discusión sobre la “naturaleza del derecho”, véase (Marmor, A., 2011). 15 notoriamente artificial y, por tanto, mayormente susceptible de (o proclive a) experimentar fluctuaciones, revisiones o replanteamientos. A. Hart y su “Tesis del Contenido Mínimo de Derecho Natural” Para constatar lo artificial de la demarcación tomemos nuevamente como referente a la teoría del profesor Hart. Este autor reconoce –aunque limitadamente, como veremos después- que el derecho es una institución social que, más allá de tener una determinada estructura –recordemos, la que resulta de la unión de reglas primarias y secundariastambién realiza cierta función. En este sentido, de manera muy abstracta puede decirse que el derecho es un medio para alcanzar cierto fin, aunque no necesariamente uno sólo. La pregunta ahora es ¿cuál es el fin a cuya consecución el derecho contribuye (junto con otros sistemas normativos, como la moral) y en el cual se centra Hart? Ese fin es el de la supervivencia en cercana proximidad con nuestros semejantes (Hart, H. L. A., 2012: 229239). Cabe destacar que, para el autor en comento, este no es un fin inmutable, propio de lo que los jusnaturalistas comúnmente llaman la “naturaleza de la especie humana”. No es pues, un principio o un destino dictado por la voluntad de alguna divinidad o al que se llega fatalmente por alguna extraña facultad intuitiva del intelecto. Para Hart, se trata de la observación simple de datos meramente contingentes. En efecto, la teleología apuntada – que tendemos a sobrevivir rodeados por (y conviviendo y/o lidiando con) otros-, puede considerarse una verdad universal (que abarca a toda a humanidad), no obstante, su vigencia futura no está garantizada; las cosas podrían ser distintas. Podría ser, por ejemplo, que la evolución diera un giro intempestivo y que en algún momento nos programara genéticamente para convertirnos en una suerte de club de suicidas (Hart, H. L. A., 2012: 236-238). A la observación de esta teleología contingente se suma la que tiene que ver con el contexto –también contingente- en que se persigue el fin referido. Además de incluir el factor de la interacción con otros, dicho contexto está constituido por un conjunto de condiciones como la igualdad aproximada que existe entre los seres humanos (en el sentido de que ninguno es tan poderoso como para subyugar al resto, de modo que impera una suerte de vulnerabilidad generalizada, aunque con diferencias de grado, a los actos de nuestros congéneres), el egoísmo y el altruismo limitados y la escasez de recursos de todo tipo (Hart, H. L. A., 2012: 240-247). Hart explica que teniendo estas circunstancias como presupuesto –la finalidad especificada y su contexto- es posible comprender la frecuencia y normalidad con la que en el discurso cotidiano se formulan expresiones que apelan a lo natural que es para el hombre, por 16 ejemplo, dormir o alimentarse y así mismo, a la inherente bondad que hay en la satisfacción de estas necesidades, lo cual se considera un derecho (o hasta un deber). Pues bien, para Hart, la relevancia de estos datos cristaliza en su tesis del “Contenido Mínimo de Derecho Natural” que todo sistema jurídico debe incluir (para de ese modo estar en posición de contribuir al fin de la supervivencia en comunión con los demás). Dicho contenido tiene que ver básicamente con medidas que proscriban la realización de conductas evidentemente dañinas para otros, que prevengan conflictos y que fomenten la cooperación, tales como restringir el uso de la violencia (por ejemplo, prohibiendo el homicidio), salvaguardar cierto régimen de propiedad (no necesariamente el de la propiedad privada), asegurar el cumplimiento de promesas y contratos típicos entre los miembros de la colectividad o contar con el respaldo de la coacción (a efecto de asegurar que quienes cumplen voluntariamente con estas pautas –en principio, la mayoría- no queden a merced de los desviados). Así, las medidas referidas se conciben como una forma de (o un esquema general para) satisfacer las necesidades “naturales” que surgen en el contexto mencionado. De ahí –y sólo en ese sentido- que Hart las califique como “Derecho Natural” (Hart, H. L. A., 2012: 238-247). Ahora bien, la razón por la que un sistema jurídico debe incluir este contenido mínimo es que, de lo contrario, a los ciudadanos sólo les quedaría el temor a que se actualicen las sanciones con las que el derecho amenaza a los potenciales desviados, como factor motivador del cumplimiento de las directivas jurídicas, mismo que se vería constantemente derrotado por todo tipo de razones morales para desobedecer. Nótese entonces cómo para Hart, las medidas mínimas a las que aludimos, además de permitir que el derecho contribuya al fin de la supervivencia comunitaria, crean (junto con otros factores) las condiciones para que un sistema jurídico opere con normalidad o de forma estable. Sin embargo, la ausencia de estas medidas de “derecho natural” no afecta la existencia del derecho. Y esto es así debido a que, según el autor, este contenido mínimo no es necesario. En otras palabras, como se dijo antes, podría ser que las circunstancias de la vida humana cambiaran: Quizá de pronto nos volvamos invulnerables a los actos predatorios de los demás; quizá repentinamente surja un equilibrio natural entre nuestro egoísmo y nuestro altruismo; o quizá suceda que los recursos que empleamos en nuestra vida cotidiana dejen de ser escasos. En un escenario así, que el derecho restrinja el uso de la violencia, que asegure el cumplimiento de ciertos contratos, que instituya y proteja cierto régimen de propiedad, que garantice un mínimo de cooperación respaldado por la coacción estatal, etc., ya no contribuiría en nada al fin de la supervivencia y por tanto, se podría prescindir de tales políticas. De hecho, como también se mencionó, podría suceder que sobrevivir en compañía de nuestros congéneres dejara de ser la finalidad a la que normalmente tiende nuestra especie, en cuyo caso, tampoco servirían más las medidas en cuestión. Con base en estos razonamientos, Hart concluye que el contenido mínimo de derecho natural no tiene un carácter definitorio en la explicación del derecho o de un 17 sistema jurídico. En suma, esta cuestión no forma parte de estos conceptos porque no es una propiedad esencial de los fenómenos correspondientes. Pero además, si por continuar la discusión Hart concediera que su tesis del contenido mínimo fuese una propiedad esencial, es decir, una condición para la existencia de un sistema jurídico, aun así no estaría dispuesto a decir que con ello se ha logrado una conexión necesaria entre el derecho y la moral. Y esto debido a que para tales efectos, Hart piensa que la protección representada por las medidas mínimas tendría que extenderse a todos los miembros de la comunidad (y no ofrecerse sólo de manera selectiva a ciertos individuos o sectores). Sólo así podría hablarse de una obligación moral de obedecer al derecho y, por ende, de una conexión necesaria entre estos dominios normativos. Pero como puede suceder que la protección referida no se conceda en los términos anteriores –y desafortunadamente, como enseña la historia, así ha sucedido- no es necesario predicar del derecho tal vínculo (Hart, H. L. A., 2012: 247-248). Por mi parte, coincido con quienes les parece que, en su afán de ser consistente con su forma de concebir lo que significa permanecer en el plano general y descriptivo al explicar el concepto de derecho, Hart recurre a artilugios más propios de los escritores de novelas de ficción (Rivaya, B., 2000: 56-60).15 Y es que ¿por qué pensar que las circunstancias de la vida humana podrían cambiar tan drásticamente en el futuro cercano? Creo que tenemos buenas razones para pensar lo contrario. No obstante, aun contemplando tal posibilidad en el horizonte, ¿por qué no enfocarnos en el aquí y el ahora?, ¿por qué no centrarnos en las propiedades importantes (aunque puedan o no resultar esenciales) de nuestro concepto de derecho en la época actual?16 Y en lo que respecta a la obligación moral de obedecer al derecho, ¿por qué no pensar que su intensidad pueda variar?, ¿por qué no concebirla como una presunción derrotable a cuyo establecimiento pueden contribuir cuestiones relativas al contenido del derecho, pero también, a la clase de procedimientos que este instaura? Me parece que la discusión anterior muestra, de parte de Hart, una actitud obstinada que consiste en la insistencia de permanecer dogmáticamente comprometidos con –o quizá ¿“atados” a?- un análisis meramente estructural en torno a la existencia del derecho. Un análisis que, pese a que reconoce la importancia de ser complementado con uno de corte funcional o instrumental (como el que conduce a concebir al derecho como algo que contribuye al fin de la supervivencia en un contexto grupal o social), termina centrándose exclusivamente en (o aferrándose a) la unión de reglas primarias y secundarias –y más específicamente en el sistema o entramado de instituciones a las que las últimas dan lugarcomo la única base para constatar que un determinado sistema jurídico existe. 15 Esto sin negar que, en ocasiones, los filósofos parecen hacer lo mismo, por ejemplo, cuando recurren al diseño de experimentos mentales (o “thought experiments”) para probar algún punto. 16 Acerca de la propuesta de considerar centrarse en propiedades “importantes” en lo que respecta a la naturaleza del derecho, aunque resulten no ser “esenciales”, véase (Schauer, 2011). Y acerca de la posibilidad de hablar de “nuestro” concepto de derecho, es decir, de un derecho relativo a cierto grupo o comunidad y a cierta época, véase (Raz, J., 2004). 18 B. El debate Hart-Fuller Esta obstinación también puede verse en el debate que Hart entablara con el profesor de Harvard, Lon Fuller (de quien fuese alumno, nada menos que Ronald Dworkin) (Fuller, L., 1969; 1958), veámoslo: Aceptando la premisa de que lo que el derecho es, no es ajeno a las funciones que éste pretende realizar o de que un sistema jurídico se caracteriza por algo más que por poseer una determinada estructura, Fuller parte de que uno de los objetivos primordiales del derecho no es sólo producir normas, sino normas que en efecto, puedan guiar la conducta de sus destinatarios. Si esto es así, dichas normas tendrían que formularse en un lenguaje claro, carente, en lo posible, de oscuridades y ambigüedades que las tornaran incomprensibles. Tendrían también que prescribir comportamientos realizables, no ser contradictorias o inconsistentes, no contener lagunas excesivas, no ser aplicadas retroactivamente (salvo por ciertas excepciones, como ocurre en la materia penal cuando ello favorece al reo), ser adecuadamente difundidas o publicitadas, ser interpretadas de forma mínimamente homogénea por parte de la administración, las legislaturas y los tribunales (quienes a su vez, deben evitar la resolución ad hoc de los casos que se les presentan, mediante la aplicación correcta de las normas relevantes), etc. Contrario a lo que ocurre en el caso de la ausencia del contenido mínimo de derecho natural en Hart, un sistema que endémicamente fallara en producir y aplicar normas con las características y mediante los procedimientos anotados –a lo que Fuller se refiere como la “moral interna” del derecho, o como una suerte de “derecho natural procedimental”-, no merece el calificativo de “jurídico”. Se trataría más bien, de un sistema que, por satisfacer rasgos sumamente abstractos –como el de contar con un entramado institucional que grosso modo se ajusta al principio de la división de poderes- podría confundirse con un sistema jurídico, no obstante, sólo lo es en apariencia. De ahí la importancia de la propuesta de Fuller, ya que al ir más allá del análisis estructural perfilado por Hart, permite diferenciar al derecho, de sistemas que meramente simulan serlo. A esto volveremos en breve, por lo pronto procedamos a la respuesta de Hart al desafío de Fuller: En concreto lo que Hart niega a Fuller es que podamos referirnos al derecho natural procedimental del que habla el profesor de Harvard, en términos de moralidad. En el mejor de los casos, según Hart, a esas características debería aludirse como una serie de principios que simplemente contribuyen a que el derecho sea más eficiente, es decir, a que, en efecto, logre, con mayores probabilidades y con economía de recursos, dirigir o guiar la conducta de sus destinatarios. Si consideramos a estos principios como constitutivos de una moralidad mínima -sustentada en la forma y procedimientos del derecho- tendríamos que hacer lo mismo con respecto a los principios de los que podría valerse quien, por inclinaciones perversas, gusta de ir por la vida envenenando a sus semejantes. El ceñirse a ciertas directrices –a ese “know-how” que bien puede incluir las más recomendables contra19 medidas forenses para evitar dejar rastros del crimen y así dificultar su captura-, probablemente lo haría contar con los mejores procedimientos de producción y suministro de las sustancias que emplea, pero no por ello diríamos que ha seguido principios “morales” al entregarse a sus insanas actividades (Waldron, J., 2008b). Pues lo mismo ocurre con el derecho de acuerdo con Hart. El que un sistema jurídico siga la “receta” para contar con las mejores normas posibles en cuanto a su estructura formal y a su interpretación y aplicación consistentes, no implica que el contenido de la receta sea moral, el cual parece ser más bien, moralmente “neutro”. Y esto es así debido a que, como en el caso de nuestro envenenador, el derecho (a través de sus funcionarios), también puede plantearse intenciones malignas, mezquinas, aberrantes, etc., y darse a la tarea de ejecutarlas empleando las mismas formas y procedimientos a los que Fuller se refiere. En resumen, el seguimiento de la receta en comento es compatible con cualquier contenido que se termine dando a las normas jurídicas. Pero lo más importante para el argumento de Hart es que es compatible con una extensa variedad de contenidos injustos. ¿Cómo entonces puede sostenerse que de la conformidad con las pautas de Fuller –parcialmente constitutivas del ideal del “estado de derecho”- se establezca una obligación moral de obedecer al derecho? (Waldron, J., 2008b) Si fuese así, y dada la compatibilidad mencionada –sobre todo la compatibilidad de seguir la receta con una multiplicidad de normas formalmente jurídicas pero esencialmente injustas-, estaríamos muy próximos a cierta versión del positivismo ideológico, según la cual, el derecho es derecho por su forma y procedimientos y, por tanto, debe siempre obedecérsele con independencia de la (posible) inmoralidad de su sustancia (es decir, de sus contenidos). Hay varias cosas que vale la pena poner de relieve en la respuesta de Hart: En primer lugar, al centrarse solamente en la cuestión de si es apropiado o no considerar a los principios apuntados por Fuller como requerimientos o exigencias morales, Hart implícitamente concede que un análisis funcional (que parte de atribuir al derecho alguna función, finalidad u objetivo) puede impactar el contenido del concepto de derecho en términos de considerar también relevante para determinar que un sistema jurídico existe, notas o cualidades adicionales a la mera presencia (o irrupción) de una urdimbre de instituciones para la administración de normas primarias. En segundo término, considerar que los principios fullerianos son moralmente neutros y que, en todo caso, no son suficientes para crear una liga necesaria entre el derecho y la moral porque aun cuando se siguiesen al pie de la letra, incluso la mayoría de las normas jurídicas (o buena parte de ellas) podría mandar hacer cosas moralmente reprobables, resulta, desde mi punto de vista, carente de fundamento. ¿Por qué? De un lado, debido a que si el derecho se toma en serio el haber optado por utilizar a la emisión y aplicación de reglas generales como alternativa a otros mecanismos de control y encauzamiento del comportamiento de los individuos en una sociedad –como creo debe 20 tomárselo toda instancia genuina-, esa sola decisión presupone ya un compromiso –aunque sea sólo parcial o incompleto- con la dignidad de sus destinatarios, razón por la cual, la existencia del derecho no es una cuestión moralmente neutra (Waldron, J., 2011). Para continuar con el compromiso con la dignidad diremos que sólo porque se parte del supuesto de que a quienes van dirigidas las normas jurídicas son personas autónomas es que tiene sentido informarles públicamente, por anticipado y con un grado aceptable de certeza (sin contradicciones, sin ambigüedades, vaguedades, ni lagunas excesivas, etc.) cómo reaccionará el sistema jurídico que los rige ante determinadas circunstancias. Se asume pues que los destinatarios son capaces de procesar el contenido de las reglas emitidas a los efectos de saber a qué atenerse y de planificar, parcialmente con base en ello, el tipo de vida que más les conviene y las acciones que pondrían en práctica dicho plan (a corto, mediano y/o largo plazo). En este sentido, si las reglas de un sistema jurídico comienzan a exhibir –de forma sistemática o endémica- carencias derivadas de la inobservancia de los principios formales propuestos por Fuller, es decir, si en algún momento dejan de ser mínimamente inteligibles, si dejan de prescribir comportamientos realizables, si se expiden en secreto, si se aplican retroactivamente, si entre ellas hay inconsistencias insalvables, y/o si pese a su claridad, consistencia, relativa estabilidad y no-retroactividad fuesen disparatadamente interpretadas –por parte de los tribunales primordialmente- al punto de no mantener vínculo alguno con el significado común o incluso técnico de los términos en que se formulan (con lo cual los casos se deciden a conveniencia y de manera ad hoc), no podemos decir que el sistema jurídico en cuestión existe como tal. Me apresuro a aclarar que esto no quiere decir que no exista como un mecanismo o patrón de conductas del que se valen ciertos grupos (y principalmente los funcionarios u oficiales del derecho) para implementar su agenda de intereses e ideologías. En efecto, ahí está, su realidad es innegable. Ahí se encuentra produciendo sus efectos, imponiendo la injusticia y siendo empleado, como se dijo, en beneficio y provecho de ciertos grupos dominantes. Sin embargo, no se trata de un sistema jurídico genuino precisamente porque traiciona los presupuestos mínimos del “gobierno mediante reglas”, porque atenta contra los cimientos del ideal del “imperio de la ley” (o del “Rule of Law”), los cuales, como vimos, se anclan en la noción de destinatarios “dignos y autónomos” (al menos en el sentido débil apuntado atrás). En las condiciones referidas, estos sistemas incurren peligrosamente en un acto masivo de simulación (en una suerte de defraudación o farsa en cascada). Y no es que la conformidad con las pautas fullerianas garantice la expulsión de cualquier contenido injusto o malévolo del sistema. Tampoco garantiza el comportamiento ético de sus funcionarios (a lo cual volveremos en la sección 9 que explica el componente aretáico de nuestra propuesta). En esto tiene razón Hart, el seguimiento de estos principios es compatible incluso con una extensa variedad de contenidos inmorales. Esto nos conduce a la segunda crítica, la cual consiste en que, conceder dicha compatibilidad no implica que no 21 se pueda hablar de una obligación moral derrotable o prima facie de obedecer al derecho. En otras palabras, no creo que, como piensa Hart, sea requisito hablar de –y fundamentaruna obligación de obediencia definitiva, concluyente o incuestionable para que se pueda sostener inteligiblemente que entre el derecho y la moral –y particularmente, en lo concerniente a determinar la existencia de un sistema jurídico- se genera una conexión necesaria. Me parece que la conexión necesaria permanece incólume pese a que se sustente sólo en una obligación preliminar, retractable o revisable, a cuya conformación contribuye precisamente la observancia o cumplimiento de los principios de derecho natural procedimental de Fuller, en virtud de que ello, en términos generales, crea (o colabora en la creación de) una tendencia hacia un “buen contenido” (derivado de la “buena forma”). C. Hart y su distinción entre “derecho rudimentario o primitivo” y “derecho moderno” En cierta parte del Capítulo V de su obra “El Concepto de Derecho”, Hart se da a la tarea de distinguir entre reglas sociales que imponen deberes y reglas sociales que imponen obligaciones (Hart, H. L. A, 2012: 107-110). Entre las primeras se encuentran, por ejemplo, las reglas de etiqueta y las reglas del habla correcta. Estos ejemplos comparten con las reglas que imponen obligaciones el que no son meros hábitos convergentes o regularidades de conducta; el que se les enseña y se hacen esfuerzos para preservarlas; el que son usadas para criticar nuestra conducta y la conducta ajena mediante el empleo de lenguaje normativo como “debes quitarte el sombrero al entrar a la iglesia” o “es incorrecto que digas ‘fuistes’”; o el que son reputadas importantes (en mayor o menor medida) porque se les percibe como factores que contribuyen a la preservación de la vida social o de algún aspecto de ella al que se atribuye algún valor. No obstante, las reglas que imponen obligaciones poseen características adicionales, las cuales tienen que ver, de un lado, con la exigencia general e insistente en favor de la conformidad con lo que ellas disponen, y de otro, con la presión social seria o grave que se ejerce sobre quienes se desvían o amenazan con hacerlo. Ahora bien, cuando la presión social asume la forma de una reacción crítica y hostil generalmente difundida que no llega a las sanciones físicas, sino que se limita a manifestaciones verbales de desaprobación o a invocaciones al respeto de los individuos hacia la regla violada, se trata normalmente de reglas de moralidad social que imponen obligaciones, las cuales dependen para su eficacia de sentimientos como la vergüenza, el remordimiento o la culpa. Por su parte, cuando entre las formas de presión, las sanciones físicas ocupan un lugar prominente o son usuales, aunque no estén definidas con precisión y no sean administradas por funcionarios (es decir, aunque no haya un sistema centralizado y organizado de castigos frente a la transgresión de las reglas en cuestión), sino que la 22 aplicación de tales sanciones queda liberada a la comunidad en general, nos encontramos ante una “forma rudimentaria o primitiva de derecho” (Hart, H. L. A., 2012: 108). En la exposición precedente vemos cómo Hart sienta las bases para identificar el fenómeno al que se refiere como un “derecho rudimentario o primitivo”. Si preguntáramos por qué es considerado así y no como “derecho moderno”, creo que no habría mayor problema en decir que Hart respondería algo como “porque no reúne las características mínimas que toda instancia de derecho -o de un sistema jurídico- contemporáneo, debe satisfacer –o a las que debe asemejarse- para pertenecer a la clase de referencia”. La expresión “debe” que hallamos en la respuesta anterior podría ser interpretada como la incorporación de un elemento “prescriptivo” en la teoría de Hart y, por tanto, como la inobservancia de su compromiso de permanecer exclusivamente en el plano “descriptivo”. Pero si esto es así, no sólo Hart, sino cualquiera que intenta definir un término o proporcionar una teoría explicativa respecto de algún fenómeno, incorpora en su proyecto esta prescripción mínima, en la medida en que parte de los objetivos de una definición o de una teoría explicativa consiste en diferenciar a la clase de fenómenos o entidades de los que trata, de otras clases. Lo que quiero sugerir aquí es que, en realidad, Hart está yendo más allá de la inocente y natural incorporación de este componente prescriptivo mínimo al elaborar su teoría. En este sentido, al presentar la irrupción de sus reglas secundarias como un acontecimiento que permite subsanar o mitigar las deficiencias de ese derecho rudimentario o primitivo al que se ha aludido –deficiencias o problemas tales como la incertidumbre normativa, la escasa capacidad de adaptación a circunstancias novedosas y la presión social difusa (Hart, H. L. A., 2012: 113-123)-,17 el autor en comento, en lugar de seguir un esquema del tipo “X debe reunir –o asemejarse lo suficiente a alguna(s) de- las características a, b, c,… n, para ser (o pertenecer a la clase) Y”, lo cual todavía sería compatible con sus pretensiones descriptivas, me parece que implícitamente sigue uno del tipo “X debe reunir –o asemejarse lo suficiente a alguna(s) de- las características a, b, c,… n, para ser un mejor (o pertenecer a una clase mejorada de) Y” (un mejor derecho del que algunas sociedades, quizá la mayoría, tuvieron en algún momento histórico determinado, del que algunas comunidades pueden seguir teniendo, o de cierto derecho posible conceptualmente). El segundo esquema podría también reformularse en los siguientes términos: “X debe reunir –o asemejarse lo suficiente a alguna(s) de- las características a, b, c,… n, porque al hacerlo, se vuelve un mejor (o pertenece a una clase mejorada de) Y”; o bien, “porque el hacerlo permite diferenciarlo no sólo de lo que no es derecho, sino también, de clases de derecho inferior o menos desarrollado”. Si esta sugerencia es plausible, vemos cómo la teoría de Hart no es tan moralmente neutra (o descriptiva) como aparenta ser (ni como el propio Hart afirma que es). 17 Véase la sección 7. 23 Ahora bien, como sabemos, lo que para Hart constituye la versión mejorada de derecho al que se refieren los esquemas previos es el que emerge de la unión de reglas primarias y secundarias. Pero el derecho resultante de la unión mencionada tiene también cierto trasfondo histórico. Este es el conformado por la organización política e instituciones propias del Estado Moderno. Así, no es una casualidad que las reglas secundarias hartianas reflejen, e incluso repliquen al nivel teórico, dichas instituciones, o al menos las más representativas (entre ellas, un sistema complejo de cortes o tribunales y órganos legislativos con algún tinte democrático). En este sentido, y siguiendo la interpretación política que del positivismo jurídico realiza Scarpelli (a lo que volveremos más adelante), la teoría de Hart, lo reconozca o no, contribuye al desarrollo, consolidación, preservación y defensa de dicho régimen. Esto no tiene por qué verse como algo inadecuado. Al contrario, permite, por una parte, ver cómo la línea que separa a proyectos descriptivos y prescriptivos relativos a la explicación de la naturaleza del derecho es, como hemos insistido, más evidentemente artificial o ilusoria; y por otra, nos permite vislumbrar la posibilidad de continuar la pauta consistente en contribuir a la consolidación y defensa de una organización política particular, pero ya no necesariamente la del Estado Moderno (que fue el marco en el que autores como Kelsen y Hart reflexionaron), sino la correspondiente a su siguiente fase evolutiva, es decir, al Estado de Derecho (e incluso, al Estado Constitucional de Derecho).18 6. La versión débil de la Tesis de la Separación como alternativa al Imperialismo Metodológico Pienso que la discusión en torno a la tesis del contenido mínimo de derecho natural de Hart, en torno a su debate con Fuller, y en torno a su distinción entre un derecho rudimentario o primitivo y otro moderno, nos proporcionan mayores elementos para reiterar lo que sostuve en la sección previa, a saber: Que la línea de demarcación entre proyectos conceptuales descriptivos y prescriptivos –en el caso del concepto de derecho y de conceptos afines- es más notoriamente artificial o ilusoria y, por tanto, mayormente susceptible de ser revisada o replanteada. En otras palabras, al menos en lo que concierne a determinar que un sistema jurídico existe, no es el caso que, como se desprende del Imperialismo Metodológico actual y preponderantemente vigente en la filosofía del derecho, se tenga que suscribir, o bien la Tesis de la Separación, o bien, la Tesis de la Vinculación. Una postura intermedia me parece más adecuada, una cuya plausibilidad, aunque no se acepta como la visión predominante, es al menos objeto de examen en las discusiones sobre la normatividad de la regla de reconocimiento, y más claramente, en el debate en torno a las condiciones o criterios de pertenencia de las normas a un sistema jurídico. Pues bien, creo que dicha postura intermedia puede obtenerse –como lo hacen los positivistas incluyentes, 18 Idem. 24 aunque ellos con respecto al tema de la validez- de la adhesión a la versión débil de la Tesis de la Separación. En este sentido, la determinación de la existencia de un sistema jurídico, en efecto, no depende necesariamente de recurrir a consideraciones morales (relativas, por ejemplo, a la legitimidad procedimental y/o sustantiva del derecho), pero es posible que, en algún momento, esto suceda, lo cual, a su vez dependería de las prácticas concretas de ciertos sectores relevantes de la sociedad o región en cuestión. La pregunta ahora es ¿cuál es el sector de cuyas prácticas e influencia depende esta posibilidad? Siguiendo el famoso canon de considerar el “punto de vista interno” de los participantes y particularmente, el de los oficiales del derecho, una respuesta al cuestionamiento previo sería que la práctica y puntos de vista relevantes corresponden precisamente a los de dichos oficiales (en especial, a las prácticas y puntos de vista de los jueces). Sin embargo, esta respuesta resulta implausible, al menos en las primeras etapas de desarrollo de esta concepción. Y ello es así debido a que si, como al profesor Fuller, nos preocupa diferenciar entre sistemas jurídicos genuinos y aquellos que sólo simulan serlo, exhibiendo para tales efectos, la estructura básica de la que habla Hart –una unión compleja de reglas primarias y secundarias-, pero alejándose en mayor o menor medida de la satisfacción mínima de los requisitos o principios del ideal del Estado de Derecho, las prácticas y punto de vista de los funcionarios respectivos son, de suyo, poco confiables, de tal suerte que centrarnos en tales aspectos no es aconsejable. Me explico: Si asumimos que la mutación hacia un sistema simulatorio de derecho descansa sobre la base de que ello contribuye a la realización y promoción de los intereses e ideología de ciertos grupos dominantes -incluyendo al de los propios funcionarios u oficiales- y de que consciente o inconscientemente ha sido orquestada principalmente por estos últimos (lo cual, repitiendo, no excluye la posibilidad de que otros grupos sociales participen en –o aporten a- dicha mutación, tales como los denominados “poderes fácticos”), es poco probable (y poco realista) que sus miembros conciban su propia actuación como teniendo lugar en el contexto de un sistema jurídico inexistente. Al contrario, es razonable esperar que hayan racionalizado sus conductas, percibiéndolas justamente como ocurriendo dentro del marco de la legalidad; de una legalidad resultante sólo de obrar al amparo y cobijo de un entramado institucional en funciones, es decir, eficaz (piénsese, por ejemplo, en el caso del régimen implementado en la Alemania Nazi, el cual, por cierto, constituyó el eje del debate Hart-Fuller).19 El grupo en el que me parece es más razonable pensar que se geste esta visión acerca de la existencia de un sistema jurídico corresponde al de cierto tipo de ciudadanos especialmente conscientes e informados de su entorno, sensibles a las distorsiones de la vida pública (no exclusivamente nacional, sino también, de otras latitudes). Me refiero a la clase de ciudadanos a la que hace alusión Paul Barry Clarke (Clarke, P., 2010). En breve, se trata de personas que son conscientes de que sus acciones, además de contribuir al establecimiento 19 Para un abordaje más detallado de cómo elementos sistémicos y situacionales contribuyen a la mutación de un sistema jurídico a uno simulatorio de derecho, véase la sección 10. 25 del rumbo por el que transita su propia vida, inciden en la conformación de las condiciones generales de la misma para todos. En este sentido, obran movidos por un interés en la suerte de los otros, e incluso, del mundo. Como lo pone el autor en comento, para estas personas “ser (un) ciudadano pleno significa participar tanto en la dirección de la propia vida, como en la definición de algunos de sus parámetros generales; significa tener consciencia de que se actúa en y para un mundo compartido con otros y de que nuestras respectivas identidades individuales se relacionan y se crean mutuamente. Ser un ciudadano pleno significa empeñarse en realizar el compromiso con el mundo, un compromiso re-encantado con el mundo” (Clarke, P., 2010: 12). En los términos de Vitale, se trata de ciudadanos que ejercen su derecho a la “resistencia constitucional” por vía de la exigencia de que se respete el principio –constitucional- de la dignidad de las personas, el cual –en un sistema simulatorio de derecho- estaría siendo transgredido por la emisión de “reglas” que no exhiben las cualidades mínimas para serlo, es decir, de reglas que no satisfacen mínimamente los principios fullerianos (Vitale, E., 2012). Ahora bien, del hecho de que, al menos en las fases iniciales de una concepción según la cual, para determinar que un sistema jurídico existe se debe tomar en cuenta, además de cierta estructura, que pueda predicarse del derecho cierto grado mínimo de legitimidad procedimental y/o sustantiva, el papel central en su conformación lo desempeñen preponderantemente los ciudadanos (del tipo anteriormente aludido) -entre los cuales podrían figurar algunos filósofos del derecho o, en general, juristas con inclinaciones académicas, excluyendo claro, a los “intelectuales orgánicos”-, se sigue que las convicciones de los operadores del derecho (es decir, de los funcionarios del Estado y de la comunidad jurídica en general) han de tratarse por dicho sector disidente, como equivocadas. Para autores como Himma, la posibilidad de que la comunidad jurídica incurra en un error masivo, de entrada, nos tendría que hacer dudar de la plausibilidad de la concepción del derecho que la contemple (Himma, K., 2014: 3-5). Y es que una cosa es conceder que quizá algunos miembros de la comunidad referida, en efecto, tengan visiones erróneas acerca de algún aspecto de sus prácticas jurídicas, pero pensar que la totalidad de participantes puede hallarse en esta situación resulta inconcebible. Bajo esta visión, el derecho es un concepto cuyo contenido puede investigarse adecuadamente sólo mediante lo que se denomina un “análisis conceptual modesto”, el cual, en lugar de pretender indagar directamente en la realidad como es (y así lo pretendería el “análisis conceptual inmodesto”), se entrega a la labor más limitada y humilde de sistematizar, refinar y hallar las implicaciones profundas que subyacen a la forma en que los usuarios competentes del lenguaje y participantes prominentes de la práctica, piensan y hablan acerca del fenómeno en cuestión. En los términos propuestos por Leiter, esto equivale a decir que la existencia y naturaleza del 26 derecho es “mínimamente objetiva”, depende pues de lo que la mayoría de los participantes –del sector relevante- crea (Leiter, B., 2002: 970-973). En respuesta a Himma puede decirse lo siguiente: Por una parte, la objetividad mínima en torno a la existencia y naturaleza del derecho es una de las posiciones que uno puede suscribir. Sin embargo, hay otras opciones tales como la “objetividad modesta”, según la cual, la existencia y características que se prediquen de alguna entidad (como el derecho) dependen, sí de los estados cognitivos de ciertos sujetos –es decir, de sus creencias, convicciones, percepciones justificadas, etc.-, pero no de cualquier sujeto en condiciones normales, sino de los estados cognitivos de individuos que se encuentran –en mayor o menor medida- en condiciones epistémicas ideales (Leiter, B., 2002: 971-972). En este punto vuelve a ser relevante el tipo de ciudadanos que mencionamos arriba, ya que su perspectiva, actitud y compromiso con la suerte del otro (y del mundo), junto con su consciencia de que lo que cada quien realiza impacta –con diferencias de grado obviamente- de manera positiva o negativa en la conformación de las condiciones generales de la vida colectiva, forma precisamente parte de esas condiciones epistémicas ideales (dicha perspectiva es semejante a lo que frecuentemente se alude como “imparcialidad” y “empatía”). Dada la solidaridad gremial que es razonable predicar de los operadores del derecho (funcionarios del estado y la comunidad jurídica en general)20 –la cual, por el efecto de estrategias como el “adoctrinamiento colectivo” resultante de la exposición constante a la “propaganda” estatal, se intensifica en los casos en que un sistema jurídico se convierte en un sistema simulatorio de derecho, o en algo que está en vías de hacerlo- es factible dudar de que dichos individuos satisfagan tales condiciones. Por otra parte, la crítica de Himma presupone que quien defiende la posibilidad del error masivo en la comunidad jurídica en general, lo hace sobre la base del empleo de un análisis conceptual inmodesto, que, como se dijo, pretende indagar el fenómeno en cuestión -en este caso, el derecho- prescindiendo de los esquemas conceptuales y prácticas discursivas de los hablantes competentes que simultáneamente sean participantes relevantes. El punto es que ni Dworkin –que es a quien Himma dirige particularmente su crítica- ni los ciudadanos que se aproximan al ideal aquí esbozado, tienen necesariamente que concebir su proyecto en sintonía con este análisis inmodesto. Como se ha visto, Dworkin concibe a la teoría jurídica como la propuesta de concepciones –inherentemente controvertidas- del concepto de derecho, cuyo éxito depende del poder de persuasión argumentativa que acompaña la defensa de dichas concepciones, y no de que correspondan con la esencia del fenómeno en cuestión (desprovisto o liberado de cómo los sujetos relevantes lo entiendan o conciban). Por parte de los ciudadanos plenos (o de los individuos cercanos a este ideal), tampoco es necesario concebirlos como recurriendo al análisis conceptual inmodesto. Puede ser que, 20 El propio Hart se refiere a dicha “solidaridad gremial” como una característica esencial de sistemas jurídicos normales o estables, sólo que lo hace en términos de la “unidad entre los funcionarios” cuya existencia va normalmente presupuesta cuando se formulan enunciados internos de derecho desde dentro del sistema (Hart, H. L. A., 2012: 151). 27 empleando la metodología opuesta –la del análisis modesto-, tomen en cuenta los esquemas conceptuales y prácticas discursivas de grupos o individuos relevantes (concretamente, teorías y posiciones de autores como Fuller, Summers, Waldron, el propio Dworkin, etc.). En efecto, estos esquemas y formas de hablar, frecuentemente no corresponderán a las de la comunidad en donde pretenden inducir un cambio de concepción en torno a las condiciones de existencia de un sistema jurídico. No obstante, esto no cambia el hecho de que se encuentren realizando un análisis modesto del concepto de derecho, cuyo éxito, como en el caso de las concepciones de Dworkin, dependerá (junto con otros factores), del poder de persuasión argumentativa que lo acompañe. 7. Anatomía de una ruta metodológica general para el desarrollo de una concepción compatible con la versión débil de la Tesis de la Separación acerca de la existencia del derecho En las secciones previas he defendido la plausibilidad de asumir una versión débil de la Tesis de la Separación en lo que respecta a determinar que un sistema jurídico existe. Bajo esta óptica, es posible (aunque ciertamente, no necesario) que dada una serie de condiciones, en alguna sociedad o región, se recurra –aunque no exclusivamente- a consideraciones morales para constatar la existencia (o inexistencia) de su sistema jurídico. Creo que, sin mayor problema, lo anterior puede ocurrir (o estar ocurriendo) como un hecho social, sin que para ello importe que en el ámbito teórico, por el predominio de modas metodológicas, se proscriba. Y es que las reflexiones filosófico-jurídicas –como cualesquiera otras- y las proposiciones resultantes de aquellas, no poseen efectos performativos. El que alguna persona, desde su torre de marfil, diga o piense algo como “sea que la existencia de un sistema jurídico no se determine recurriendo a consideraciones morales”, no opera cambios en el mundo real. Sin embargo, aun en el terreno teórico o académico esta posibilidad puede defenderse. En este trabajo he intentado hacerlo destacando lo artificial de la frontera que divide a proyectos conceptuales descriptivos y prescriptivos y, en consecuencia, la posibilidad válida de replantear o revisar dicha frontera (si ello conviene y es congruente con nuestros intereses teóricos y con el contexto de circunstancias en que la teoría pretende discutirse). Mi propósito en este apartado justamente es bosquejar una de las rutas hacia el replanteamiento o refundación de la frontera referida. Es decir, trazar uno de los caminos por los que puede incursionar el diseño de una concepción acerca de la existencia del derecho que recurra a consideraciones morales. Veámoslo: En términos generales –y de forma muy sintética- propongo combinar abiertamente elementos funcionales y estructurales en nuestro análisis de este aspecto del concepto de 28 derecho. El punto de partida sería atribuir al derecho –de forma explícita- alguna función, meta, objetivo o finalidad. Lo anterior nos permitiría entonces, poner de relieve las características estructurales y/o de contenido que, a la manera de medios, contribuyen al fin o función en cuestión. Contrario al compromiso metodológico que Hart asumió, consistente en no pretender que las estructuras -y contenidos- identificados en el análisis estén justificados desde el punto de vista de la moralidad política, la propuesta delineada presupone que lo están, al menos parcialmente, debido a la conexión instrumental entre aquellos y los fines concretamente considerados, los cuales, por su parte, también irían cargados de –o presupondrían- una evaluación positiva de parte del teórico en términos de poseer –o de instanciar- algún valor para la comunidad.21 En otras palabras, se partiría de que las estructuras y contenidos respectivos, junto con las funciones u objetivos con los que aquellos se asocian, contribuyen en mayor o menor medida a la legitimidad del derecho, tanto a su legitimidad procedimental, estructural o formal, como a su legitimidad sustantiva. En efecto, dependiendo de la función en cuestión, pueden volverse más relevantes ciertos aspectos estructurales, ciertos aspectos de contenido, o bien una equilibrada combinación de ambos. Estas posibilidades tienen el efecto de acentuar la legitimidad procedimental, estructural o formal del derecho, su legitimidad sustantiva, o bien, su legitimidad mixta (procedimental y sustantiva). Ahora bien, la cuestión de la contribución que las estructuras y/o contenidos realizan a la legitimidad del sistema jurídico nos conduce a aclarar otro punto en el que nuestra propuesta se distancia de la de Hart, que es el siguiente: Como recordaremos, para este autor, si hemos de conceder que entre el derecho y la moral existe una conexión fuerte en lo relativo a determinar la existencia del primero, las estructuras y contenidos propuestos en el análisis deberían ser capaces de cancelar toda posibilidad de injusticia, opresión, etc., de parte del sistema jurídico y de sus oficiales, ya que sólo así podría hablarse de una obligación moral de obedecer al derecho. En otras palabras, la contribución que las estructuras y/o contenidos específicos realizan a la legitimidad del derecho, tendría que ser de algún modo, completa o total. Así, precisamente porque no son capaces de fundar esta obligación definitiva o concluyente de obedecer al derecho –ya que no eliminan del panorama el riesgo de que ocurran múltiples injusticias aun siendo implementados u observados- es que Hart niega que su propia exigencia del contenido mínimo de derecho natural, así como los principios fullerianos, puedan incidir en el análisis de las condiciones de existencia de un sistema jurídico. 21 Nótese el punto de vista interno que este esquema metodológico exige del teórico, según el cual, aquel teoriza asumiéndose miembro de la comunidad de referencia, o, al menos, haciendo de cuenta que lo es. A esto volveremos posteriormente cuando introduzcamos en la discusión la lectura o interpretación política que Scarpelli propone hacer del positivismo jurídico en general. 29 Por mi parte, me parece que la visión anterior es infructuosa, ya que sostengo que perfectamente puede hablarse, como lo he hecho con anterioridad, de una obligación prima facie, preliminar o derrotable de obedecer al derecho. Si esto es plausible, la contribución de las estructuras y/o contenidos del análisis a la legitimidad del sistema jurídico no tiene que ser completa, sino sólo parcial. Para continuar con el desarrollo de este esquema metodológico general, recordemos que líneas atrás he dicho que, de acuerdo con la función que el teórico decide destacar como central, su propuesta pondrá el acento en cuestiones estructurales, en cuestiones sustantivas, o en una fusión de ambas. Las siguientes son algunas muestras de esta relación entre función, estructura y contenido: Tomemos como primer ejemplo, el de Dworkin. El autor en comento se centra en la función crucial del derecho consistente en restringir o limitar la coerción estatal al empleo autorizado o legítimo de ésta. En otras palabras, para Dworkin, el derecho genuino es aquel que está en condiciones de justificar –y que, de hecho, justifica- el uso del monopolio de la violencia del que dispone el Estado. Y para que sea genuino (es decir, para que en efecto, justifique el empleo de la coerción), su contenido -expresado primordialmente en las decisiones judiciales- debe corresponder con los resultados o productos discursivos de una actividad interpretativa propia de la visión del “derecho como integridad” (o “Law as Integrity”). En el marco de este tipo de interpretación, el juez debe realizar la mejor lectura posible de un conjunto de “hechos políticos” relevantes para el caso en cuestión (hechos tales como las decisiones judiciales pasadas y/o las leyes emanadas de los órganos legislativos, incluyendo las discusiones de sus miembros, sus actitudes, intenciones, objetivos, etc.), a la luz de la función del derecho señalada previamente e informado por los principios de “justicia” y “equidad”. Ello a efecto de que la decisión final sea coherente con –o fluya de- la “historia institucional” pertinente, vista bajo sus mejores luces morales. En suma, para nuestro autor, los usos legítimos de la coerción estatal –que se concretan en, y acompañan a, las sentencias judiciales- son tales siempre que implementen, honren, promuevan y/o defiendan el esquema de derechos y obligaciones que se desprende de la “mejor interpretación” (en los términos anotados) de la práctica jurídica. Y precisamente en esos derechos, obligaciones y mejores interpretaciones es en lo que realmente consiste el derecho (o un sistema jurídico) (Priel, D., 2014). Nótese cómo en la visión de Dworkin, determinar que un sistema jurídico existe tiene que ver más con el contenido de las decisiones judiciales que con ciertas características estructurales del sistema de control social candidato a ser –o a contar como una instancia de- derecho. Y ello es así debido a la preponderancia que en su análisis tiene la función de la que se parte, la cual, como sabemos, consiste en legitimar el uso de la coerción estatal (Priel, D., 2011). Así, las cuestiones estructurales pasan a un segundo plano, al grado de sostener que aspectos tan cruciales para Hart –como la práctica de una regla de reconocimiento- ni siquiera existen. 30 Esta afirmación de Dworkin puede ser exagerada, ya que para que los jueces se perciban como tales y, por tanto, para que pueda tener lugar la actividad interpretativa acorde con la tesis del “derecho como integridad”, de alguno u otro modo, ellos tienen que seguir los criterios –establecidos en algo muy semejante a una regla de reconocimiento- para determinar que son válidas, al menos las normas que a ellos y a otros funcionarios (del ejecutivo y del legislativo) les confieren sus respectivas facultades. De hecho, esto parece ser necesario si los intérpretes han de contar con los correspondientes “objetos” a interpretar, a saber, con esos hechos políticos o esa historia institucional de la que Dworkin habla. Resulta entonces plausible decir que Dworkin presupone (o tendría que suponer) la existencia de la práctica oficial de emplear ciertos criterios para reconocer como válidas, al menos, las normas “secundarias” (según la terminología de Hart), debido a que esto hace posible que emerja el entramado institucional en operaciones, constitutivo de la materia prima con la que trabajan los interpretes judiciales. Sin embargo, nótese cómo derivado de la elección acerca de en qué función concentrarse, dicho presupuesto se oscurece por no ser prioritario en la explicación. Para nuestro siguiente ejemplo, volvamos a la teoría de Hart. Contrario a lo que podría esperarse por la discusión sostenida anteriormente, no me centraré en su tesis del “contenido mínimo de derecho natural”,22 sino justamente en la unión compleja de normas primarias y secundarias constitutiva de la estructura, supuestamente neutral (en el sentido de no estar ligada a alguna evaluación moral positiva), que el autor tanto nos urge a considerar como la clave de la explicación del concepto de derecho. Siguiendo a Tom Campbell, dicha estructura fundamental, de hecho podría (y debería) estar asociada a una función, finalidad, objetivo o meta del derecho (positivamente evaluada desde la perspectiva de la moralidad política). Esta función no es otra que la que el propio Hart, al recurrir a una suerte de “estudio antropológico intuitivo”, parece reconocer, a saber, la de resolver un conjunto de problemas o defectos propios de una sociedad “pre-jurídica”, misma que es concebida como un régimen exclusivamente consuetudinario23 (Campbell, T., 2011: 23-44). En este sentido, la irrupción de un sistema jurídico moderno se presenta como un ejemplo de progreso, como una fase (incluso “natural”) de la evolución de la humanidad hacia formas de organización y cooperación “más civilizadas”. 22 Véase el apartado 5, A de este trabajo. Cabe mencionar que Hart se resiste a referirse a dicho sistema como uno de carácter consuetudinario o basado exclusivamente en la costumbre. Sin embargo, esto lo hace simplemente para evitar evocar la idea de que se trata de pautas muy antiguas y/o de que la presión social que las respalda es relativamente menor de la que se valen otras reglas sociales para lograr que las conductas concretas se conformen a sus requerimientos. Por ello, Hart se refiere a dicho sistema como una estructura social de reglas primarias de obligación aceptadas por la mayoría de la sociedad (Hart, H. L. A., 2012: 113-114). 23 31 Ahora bien, los problemas a los que el surgimiento de una maquinaria para la administración de normas primarias de obligación contribuye a resolver son tres: El de la incertidumbre que, en el sistema basado sólo en la costumbre, impera en torno a la interrogante de qué reglas observar, el cual se resuelve, al menos parcialmente, con la inclusión en el panorama de la “regla de reconocimiento”; el segundo es el problema de la escasa capacidad del sistema consuetudinario para adaptarse a los cambios en las circunstancias sociales, el cual se resuelve, también al menos en parte, en virtud de la introducción de la llamada “regla de cambio” (de donde surgen instituciones con funciones legislativas); y el último problema es el de la presión social difusa y posiblemente permanente que en el sistema de referencia se ejerce en contra de quienes son considerados “transgresores” de la reglas primarias de conducta, a cuya solución (o mitigación) contribuye la incorporación de la denominada “regla de adjudicación” (constitutiva del sistema de tribunales de un poder judicial) (Hart, H. L. A., 2012: 113-123). En este punto, vale la pena hacer una breve digresión: He dicho que no me centraría en la tesis del “contenido mínimo de derecho natural” de Hart. Sin embargo, pido al lector que también tome en cuenta esta tesis y su vínculo con el fin de la supervivencia en cercana proximidad con nuestros congéneres, con el propósito de que se percate de que la teoría de Hart, por las funciones que explícita e implícitamente atribuye al derecho, constituye un ejemplo de modelo teórico que pone de relieve cuestiones estructurales -la unión de reglas primarias y secundarias- y de contenido –justamente el que corresponde a las medidas mínimas de derecho natural- en su explicación del concepto de derecho, con la salvedad de que, como hemos visto, Hart niega a su tesis del contenido mínimo el estatus de condición de existencia de un sistema jurídico (lo cual, como también hemos dicho, no me parece bien fundamentado24). Volvamos ahora al aspecto estructural consistente en la unión de reglas primarias y secundarias y de su vínculo instrumental con el objetivo o función de resolver los problemas o defectos anotados. Pues bien, en este modo de presentar el surgimiento de un sistema jurídico contemporáneo, Hart se encuentra implícitamente defendiendo al derecho en el terreno político como una mejor forma de organización que la representada por regímenes consuetudinarios, considerados pre-jurídicos, rudimentarios, e incluso primitivos.25 En este sentido, el derecho constituye un sistema cuyo funcionamiento abona, de manera importante, tanto a la justicia formal -en virtud del tratamiento homogéneo de casos semejantes que resulta de la aplicación judicial, sin distinciones, de reglas generales a casos particulares (salvo por la distinciones que el legislador toma en cuenta al confeccionar las clases de personas y de conductas que termina prescribiendo)-, como a la eficiencia administrativa de reglas primarias de obligación (Campbell, T., 2011: 144). 24 25 Véase nuevamente el apartado 5, A. Véase la sección 5, C. 32 De hecho, en opinión de Campbell, Hart debió continuar abiertamente con esta línea de defensa en su respuesta póstuma a Dworkin. Específicamente en lo que se refiere a los criterios de validez que puede incluir una regla de reconocimiento, Campbell sostiene que Hart debió argumentar a favor de una posición positivista “excluyente” sobre la base de que, de lo contrario, es decir, si se adopta una postura “incluyente” que permite la incorporación de tests morales en el catálogo de los mencionados criterios, la regla de reconocimiento queda desprovista de la lógica subyacente a su irrupción, a saber, resolver el problema de la “incertidumbre normativa”, lo cual acarrea también el debilitamiento del papel de dicha regla en la resolución de disputas y en la coordinación de la conducta, así como la disminución de la autoridad democrática de la legislación (Campbell, T., 2011: 4451). Como sabemos, Hart no recurrió a la defensa de su positivismo en los términos sugeridos por Campbell –en decir, no desarrolló un argumento en apoyo de su concepción inicial basado en los incipientes, pero sin duda, presentes, elementos de utilitarismo liberal que pueden hallarse dispersos en su “Concepto de Derecho”-, sino que a los efectos de asimilar la crítica dworkiniana de que su visión era incapaz de reconocer el papel fundamental que los principios desempeñan en el razonamiento jurídico (y judicial en particular), sentó las bases del “positivismo suave o incluyente”.26 Como sabemos también, una de las principales razones por las que Hart no siguió este camino es que al no hacerlo, pensaba ser consistente con su compromiso de no pretender que la estructura fundamental identificada en su análisis –la unión de reglas primarias y secundarias- estuviera justificada. En otras palabras, el no hacerlo resultaba congruente con su objetivo explícito de permanecer en el plano general y descriptivo en lo que concierne a la explicación del contenido del concepto de derecho. Pero independientemente de que Hart no haya procedido de la forma recomendada por Campbell –y de que se haya aferrado a una postura supuestamente neutral-, coincido con el profesor Scarpelli en el sentido de que al positivismo jurídico en general, puede dársele una “lectura o interpretación política” con relativa independencia de lo que a nivel metodológico declaren los distintos autores que cultivan esta corriente (Scarpelli, U., 2001: 113-171). En este sentido (y esto es compatible con el positivismo prescriptivo de Campbell), lo que permitiría atribuir una tendencia unitaria a las diversas actitudes, posiciones teóricas y prácticas que se gestan al amparo del positivismo jurídico es que contribuyen a la formación, desarrollo, consolidación, realización y defensa de la forma de organización política propia del Estado Moderno (Scarpelli, U., 2001: 113-116), cuyas características salientes –que a la vez pretenden legitimarlo- son, entre otras, la centralización del poder, la soberanía al ejercerlo, así como el hecho de expresar sus requerimientos mediante el 26 Véase el apartado 2, C. 33 derecho; de un derecho cuyo paradigma es le ley emanada del órgano legislativo (Scarpelli, U., 2001: 165-166). Así, como afirma Scarpelli, el teórico positivista reflexiona sobre una sola clase de derecho concebible en este contexto, a saber, el “derecho del Estado Moderno”, y al hacerlo, coopera con la voluntad política expresada, tanto en el contenido de las normas jurídicas, como en la configuración particular del entramado de instituciones que las producen, al tiempo que asume la responsabilidad derivada de realizar dicho papel (Idem). Esto significa que, pese a que autores como el propio Hart declaren asumir un punto de vista externo –aunque, en efecto, uno mejor posicionado del que dispondría un observador que sólo aspira a registrar regularidades de comportamiento, ya que toma en consideración para la descripción de la práctica las actitudes de los participantes hacia sus conductas y hacia las reglas que las orientan-, desde esta interpretación política se les concibe como adoptando un punto de vista interno que les permite afirmar la existencia de obligaciones y permisos sobre la base de normas jurídicas válidas, establecidas por la voluntad de seres humanos (es decir, “positivas”), calificar los comportamientos según su relación con dichas normas, y, en última instancia, presuponer una actitud de adhesión o aceptación hacia el sistema jurídico y hacia sus criterios reguladores de la pertenencia de normas a dicho sistema (Scarpelli, U., 2001: 119-125). Lo que propongo es que en la ruta hacia el desarrollo de una concepción sobre la existencia del derecho que incluya consideraciones morales (y, por tanto, compatible con la versión débil de la Tesis de la Separación), se preserve, a la manera de trasfondo, la relación identificada por Scarpelli- que existe entre la articulación de dicha concepción y la función de contribuir a la consolidación de alguna forma de organización política. Sin embargo, no ya a la que es propia del Estado Moderno, sino a la que es propia de su siguiente fase evolutiva, es decir, la organización política que correspondería a un “Estado de Derecho” (e incluso a un “Estado Constitucional de Derecho”). Si esta concepción es “positivista” o no es un asunto de rótulos o etiquetas del cual podemos prescindir, o al menos, dejar en pausa. Ahora bien, lo anterior crea el marco propicio para hacer referencia a nuestro tercer ejemplo, a saber, el caso de la propuesta del profesor Fuller. 27 Como sabemos, su posición parte de atribuir al derecho la función (objetivo o finalidad) de implementar un sistema de producción y aplicación de reglas genuinas, las cuales, para serlo (es decir, para en efecto constituir reglas capaces de guiar o dirigir el comportamiento de los individuos), necesitan revestir ciertas cualidades formales en el sentido de no tener que ver directamente con su contenido. A dichas cualidades o principios Fuller los denomina “la moral interna del derecho”, la cual ha sido también aludida como un “derecho natural procedimental”. 27 Véase el apartado 5, B. 34 Como también sabemos, cuando un sistema, en principio, jurídico, falla endémicamente en ajustarse a dichos principios, aquel se convierte en un mecanismo de control social que sólo simula ser derecho. Se trata entonces de un sistema que emulando el ropaje típicamente jurídico, ya que cuenta con un engranaje institucional que grosso modo se ajusta al principio de división de poderes (o sea que cuenta con dependencias gubernamentales administrativas, órganos legislativos y cortes o tribunales), se aprovecha de dichas semejanzas para implementar subrepticiamente y de forma paralela y progresiva, una estrategia de control social que muy poco o nada tiene que ver con el recurso a reglas generales para orientar la conducta de los ciudadanos. Esa moral interna o derecho natural procedimental que sistemáticamente es socavado en esta clase de regímenes constituye precisamente el contenido (o al menos parte del contenido) del ideal del “Estado de Derecho”. De ahí entonces la liga entre la propuesta fulleriana y la función genérica de nuestra concepción consistente en contribuir a la consolidación de esta clase de organización política (o de forma de Estado). Para culminar este apartado, me referiré a la propuesta de Waldron, la cual, en términos generales, continua la pauta marcada por Fuller (Waldron, 2011; 2010; 2008a; 2008b). Pues bien, según Waldron, una de las funciones primordiales del derecho, además de la identificada por Fuller (o quizá reformulándola o refinándola), consiste en limitar el poder público. En este punto, la propuesta podría parecerse mucho a la de Dworkin, quien considera que la función prioritaria del derecho es limitar la coerción estatal, constriñéndola a su empleo legítimo. Sin embargo, en contraste con Dworkin –quien opta por un camino que lo lleva a destacar el contenido del derecho –particularmente, el de las decisiones judiciales- como elemento legitimador-, Waldron elige una ruta más estructural que destaca, como Fuller, la importancia de la satisfacción mínima de principios del Estado de Derecho, a efectos de establecer que un sistema jurídico existe. La pregunta que surge es ¿cuál es entonces la diferencia entre las posturas de Waldron y Fuller? Y la respuesta es que Waldron trabaja con una versión robustecida de la noción de Estado de Derecho; una versión que, a los efectos de determinar si un sistema jurídico existe o no, realza la dimensión argumentativa del derecho, ya que incluye en el contenido del ideal en cuestión, ciertos principios de “justicia natural” o del “debido proceso” (como el derecho a ser oído y vencido en juicio, el de ofrecer argumentos y medios de prueba en apoyo de una determinada postura, el que dichos argumentos y pruebas sean valorados “racionalmente”, etc., a lo que en nuestra cultura jurídica suele denominársele, de manera condensada, como la “garantía de audiencia”). Como puede verse, el objeto de dichos principios no es ya la estructura formal de las reglas, sino la forma en que generalmente deben proceder los tribunales al aplicarlas. 35 8. Breves referencias a una concepción específica propia (compatible con la versión débil de la Tesis de la Separación acerca de la existencia del derecho) La propuesta que en otro lugar he desarrollado con mayor detenimiento (Aguilera, E., 2013), se ubica en el grupo de concepciones que explícitamente asumen el compromiso de contribuir a la consolidación de la organización política propia del Estado de Derecho,28 las cuales presentan como común denominador, el afirmar que la no observancia mínima de los principios de dicho ideal acarrea la inexistencia del sistema jurídico en cuestión. En otras palabras, estas concepciones sostienen que el constante y endémico alejamiento de tales pautas opera una progresiva mutación en la naturaleza del sistema -en principio jurídico-, responsable de dicho alejamiento, al punto de transformarlo en un mecanismo de control social que sólo simula o aparenta ser derecho. La semejanza de tales mecanismos con un sistema jurídico proviene del hecho de que instancian la estructura abstracta que Hart identificara como la clave de la explicación del concepto de derecho, a saber, la unión de reglas primarias y secundarias, o más específicamente, el sistema o entramado de instituciones (operado por los funcionarios respectivos) que surge de las reglas del segundo tipo, a los efectos de administrar las del primero. Pues bien, mi propuesta coincide con la de Waldron en dos aspectos: Por una parte, asumo junto con el autor, que una de las funciones prioritarias del derecho es la de limitar el poder público (Waldron, 2008a). A diferencia de lo que ocurre con Fuller, quien sostenía que la función principal del derecho es la de producir y aplicar reglas, en efecto, capaces de guiar la conducta de sus destinatarios, la función identificada por Waldron le permite trabajar con una noción más robusta de “Estado de Derecho” (en adelante EdD), que no lo restringe a centrarse exclusivamente en las cualidades formales de las reglas jurídicas (que sean generales, inteligibles, que prescriban conductas realizables, etc.), sino que le permite incluir los denominados “principios de justicia natural” que cristalizan en la noción de “debido proceso”. Esto me conduce al segundo punto de coincidencia con Waldron, a saber, el de trabajar con una versión más robusta del EdD. Sin embargo, sostengo que teniendo en mente la función de limitar el poder público, la noción de EdD puede ampliarse aún más para abarcar principios que guíen la creación de reglas (en adición a los principios que expresan las cualidades formales de aquellas y a los principios que guían su aplicación). En mi propuesta me concentro en los principios que guían la creación de reglas (siendo el principal el que prescribe la adopción del método democrático por ser éste el que, de acuerdo con Nino, mejor reproduce las características estructurales y dinámica de la discusión moral orientada a tratar asuntos públicos, misma que posee valor epistémico, el cual es heredado por -o transmitido hacia- el órgano legislativo democrático) (Aguilera. E., 28 Véase la última parte de la sección previa. Específicamente las propuestas de Fuller y de Waldron y la discusión que prepara el camino para su presentación. 36 2013: 26-32) y en los principios que guían su aplicación jurisdiccional (siendo el principal el que prescribe la instauración de un mecanismo de adjudicación genuinamente veritativopromotor orientado a la búsqueda de la verdad material acerca de lo que las partes alegan) (Aguilera, E., 2013: 41-44). La observancia mínima de dichos principios abona a la legitimidad del derecho, principalmente a su legitimidad formal o procedimental, pero indirectamente a su legitimidad sustantiva (en virtud de la plausibilidad de la tesis según la cual, la “buena forma” contribuye a la generación de una tendencia hacia el “buen contenido”). Más específicamente, en la concepción sugerida, la observancia mínima de estos principios hace una aportación crucial a la satisfacción de las condiciones mínimas de legitimidad de las autoridades legislativas y de las autoridades jurisdiccionales. Dichas condiciones son, para el caso de las primeras y siguiendo a Raz (Raz, J., 2009b), que los destinatarios de las directivas jurídicas tengan más probabilidades de actuar conforme a las razones correctas que aplican a su situación si su comportamiento se ajusta a lo requerido por aquellas, que las que tendrían si no contaran con este servicio que las autoridades emisoras les prestan y, por tanto, que las que tendrían si llevaran a cabo por cuenta propia la identificación y ponderación de las razones relevantes. Y para el caso de las segundas e inspirado en Laudan (Laudan, L., 2013: 22-23), la condición es que con la mayor frecuencia posible, las decisiones judiciales se basen en lo que realmente ocurrió, es decir, que en la mayoría de las oportunidades se declaren probadas proposiciones fácticas verdaderas. Por su parte, la satisfacción de las referidas condiciones mínimas de la legitimidad de autoridades legislativas y jurisdiccionales que es posible gracias a la observancia -también mínima- de los principios del EdD puestos en primer plano, contribuye al surgimiento de una obligación generalizada de obediencia al derecho, la cual posee las siguientes características: Se trata de una obligación independiente de contenido (en la medida en que no se funda directamente en las conductas prescritas por las normas particulares, sino en las cualidades que revisten sus fuentes); de segundo orden o protegida (en tanto excluye de las deliberaciones prácticas de los ciudadanos, las razones que normalmente esgrimirían a favor y en contra de las conductas en cuestión); y algo crucial: es derrotable o prima facie (dada la falibilidad inherente al juicio humano y a la incapacidad de las autoridades para anticiparse en sus directivas a la compleja y, en principio, infinita combinación de los factores constitutivos de los escenarios que pueden encontrar los destinatarios) (Aguilera, E., 2013: 15-18).. En este momento debo aclarar dos cuestiones más: Por una parte, la concepción desarrollada presupone la presencia de la estructura social consistente en la unión compleja de reglas primarias y secundarias, es decir, de la maquinaria institucional para la administración de reglas primarias de obligación. Sin embargo, debido a la función que hemos predicado del derecho, de limitar el poder público, la existencia de un sistema 37 jurídico depende también de que dichas instituciones operen de forma congruente con tal función, a saber, ajustándose mínimamente a los principios del EdD destacados anteriormente. Por otro lado, la concepción en comento adicionalmente presupone que de la satisfacción de los principios del EdD no puede hablarse en términos absolutos, es decir, no es el caso que o se cumplen o no. Su observancia es más bien, gradual. En este sentido, superado el umbral de observancia mínima necesario para que un sistema jurídico exista – que, en efecto, queda por definirse-, todavía hay un amplio margen para emprender un proyecto prescriptivo orientado a establecer las propiedades del derecho deseable. En otras palabras, siempre es posible que, alcanzado el umbral mínimo referido, las instituciones continúen mejorando en lo relativo a la satisfacción del ideal del EdD (y/o de otros ideales). Ahora bien, para cerrar este apartado, haré referencia una vez más a un aspecto de la teoría de Hart que, en mi opinión, ha sido escasamente abordado en la discusión filosóficojurídica y que resulta especialmente relevante para el tipo de concepción sobre la existencia del derecho aquí esbozado. Ese aspecto es el de la “patología de un sistema jurídico”. Para Hart, así como puede hablarse de estadios previos al surgimiento de un sistema jurídico maduro (aquellos implicados en el tránsito paulatino de un sistema pre-jurídico exclusivamente basado en la costumbre hacia otro caracterizado por la unión compleja de reglas primarias y secundarias), puede hablarse también, de estadios previos a su desaparición como tal (que a su vez, serían posteriores al punto en el que el sistema alcanzó su “madurez”). La tesis de la patología de un sistema jurídico pretende describir, aunque sea de forma muy general, precisamente los escenarios que conducen a su extinción, es decir, a que deje de existir. De acuerdo con el autor, lo que eventualmente puede desembocar en la “muerte” de un sistema jurídico tiene que ver básicamente con dos cuestiones: De un lado tenemos el divorcio entre el sector público (el de los funcionarios) y el privado (el de los ciudadanos) que resulta del hecho de que los miembros del segundo sector dejan de mantener la relación debida con las reglas primarias validadas por la regla de reconocimiento. Es decir, la población general deja de obedecerlas, tornándolas por tanto, ineficaces. A su vez, esto puede ocurrir, por ejemplo, derivado de invasiones extranjeras o de revoluciones internas, caracterizadas ambas por la actividad de grupos diversos a los funcionarios oficiales, con pretensiones de gobernar en lugar de aquellos. Otro ejemplo es el del colapso del orden jurídico a causa de la impunidad generalizada con la que actúan ciertos individuos (quienes normalmente no tienen pretensiones de derrocar al gobierno), cuyas transgresiones quedan sistemáticamente sin castigo. Por otra parte, un sistema jurídico puede desaparecer a causa del progresivo resquebrajamiento de la “unión entre funcionarios” que normalmente es presupuesta en la emisión de enunciados internos de validez, lo cual puede ocurrir, por ejemplo, en el caso de conflictos competenciales permanentes entre los diversos poderes (Hart, H. L. A., 2012: 146-153). Pues bien, esta discusión es relevante debido a que la concepción perfilada en este apartado (y en general, la familia de concepciones a la que pertenece) contribuye a enriquecer la 38 teoría de la patología de un sistema jurídico presentada por Hart, al ampliar la gama de posibles escenarios que conducen a su desaparición. Esa ampliación proviene de considerar que, como se ha dicho, el distanciamiento constante, progresivo y sistemático de los ideales del EdD, también puede acarrear la inexistencia del sistema jurídico que incurre en tales prácticas. Cabe destacar que estos casos normalmente no se caracterizan, ni por la ineficacia de sus normas, ni por la desunión de los funcionarios (que son los dos principales factores reconocidos por Hart). Al contrario, frecuentemente ocurre que con base en el temor a la represión “jurídica” y/o en el convencimiento (o adoctrinamiento) resultante de estar expuesta a la maquinaria propagandística del Estado, la población generalmente obedece sus normas, al tiempo que la solidaridad gremial entre los operadores del derecho se fortalece. Y precisamente porque la aceptación por parte de los funcionarios, de las normas (secundarias) que les confieren las potestades necesarias para actuar como tales (y particularmente, de su regla de reconocimiento), así como la eficacia general de las normas primarias de obligación, constituyen circunstancias que pueden permanecer incólumes en estos casos, es que resulta contraintuitivo aseverar que el sistema jurídico ha desaparecido (o que está en vías de hacerlo). Lo más que puede decirse, según la sabiduría convencional, es que el sistema jurídico de referencia es sumamente (o incluso) insoportablemente injusto, mezquino, perverso, maligno, etc. En este trabajo se ha planteado una alternativa a la forma en que tradicionalmente se describen las situaciones anteriores, que es la siguiente: Si el alejamiento del ideal de un EdD es tan grave al punto de no observar sus principios mínimamente, ese sistema, pese a que siga manteniendo su ropaje institucional (en lo cual radica la trampa), ha perdido su estatus de “jurídico”, virando (o torciendo el camino) hacia una maquinaria de control social simulatoria de derecho.29 9. Complementando la concepción esbozada con un componente de corte aretáico (o de las aportaciones que puede hacer la “teoría de la virtud”) En la sección 3 sostuve que las versiones serias de positivismo y anti-positivismo pueden conceder grosso modo que el derecho –junto con la mayoría de los demás géneros de actividad humana- no constituye una práctica totalmente autónoma. Esto significa que no tiene la capacidad de aislarnos de –o hacernos inmunes a- las exigencias de la moral (aún en las situaciones jurídicamente constituidas por las que navegamos cotidianamente). Sostener lo contrario, es decir, que la insularidad del derecho respecto de la moral es extrema o completa, conduciría a afirmar la fragmentación del razonamiento práctico (lo cual, en mi opinión, es inadecuado). En este sentido, ni los ciudadanos, ni los jueces, deben eludir su responsabilidad moral al determinar si obedecen (o no) o si aplican (o no) el derecho. 29 Véase la sección 10 en su parte final. 39 Pues bien, la concepción delineada en la sección previa crea las condiciones propicias para que ambas clases de individuos cumplan con esa responsabilidad al dejar claro, desde el comienzo, que la obligación de obedecer al derecho, a cuyo establecimiento contribuye la superación del umbral mínimo de observancia de los principios del EdD, es sólo prima facie o derrotable. Y ello es así, entre otras cosas, debido a la inevitable falibilidad del juicio de las autoridades emisoras de directivas (la cual, aunque disminuida o mitigada por el potencial epistémico del método democrático, no desaparece del todo) y a que no pueden capturar en un sistema de reglas generales, la serie -en principio, infinita-, de combinaciones de las circunstancias constitutivas de las situaciones que los destinatarios podrían enfrentar en su vida cotidiana (al referirse a clases de personas y de conductas, las autoridades emisoras construyen modelos simplificados de la realidad, necesariamente incompletos en el sentido de ser incapaces de contemplar todas las variaciones posibles). Para el caso específico del juez, la concepción referida crea las condiciones para que, pese a ser un agente moral institucionalmente cualificado –es decir, pese a que desempeña el rol derivado de las reglas que le otorgan sus respectivas facultades (Lariguet, G., 2007: 53)-, no opte por la ruta cómoda de concebir al derecho como un sector plenamente escindido de la moral, sino que tome en serio el razonamiento jurídico y así se percate de la permanente necesidad de deliberar cautelosamente si aplica o no la norma jurídica de que se trate, al caso concreto (Lariguet, G. 2007: 61-62). Sin embargo, lo anterior no ocurre automáticamente. No es el caso pues, que, por definición, los jueces actúen de este modo. Se requiere, en breve, que sean cierto tipo de persona, lo cual me conduce a abordar el componente de corte aretáico que propongo adicionar a la concepción sobre la existencia del derecho antes presentada: Coincido con el profesor Lariguet en que los esfuerzos tradicionales por explicar la relación entre derecho y moral se han centrado exclusivamente en el nivel del diseño institucional apropiado para conferir legitimidad al derecho, dejando así de lado al elemento humano.30 Este enfoque (marmóreo), desafortunadamente desatiende el hecho de que, si un sistema jurídico es legítimo (aunque sea parcialmente), ello no depende sólo de la configuración institucional que posee, sino también, y muy importantemente, de los rasgos de carácter31 que deberían satisfacer sus funcionarios; rasgos que son comúnmente referidos en la literatura especializada como “virtudes” (Lariguet, G., 2013: 113-114). Pero ¿qué son las virtudes? Sin pretensiones esencialistas, podemos decir que el término “virtudes” designa ciertas disposiciones estables de carácter, armónicamente integradas a causa de una de las funciones que desempeña la virtud de la sabiduría práctica o frónesis (por lo que también puede considerársele una “meta-virtud”), que conducen al agente a 30 De hecho, esto es básicamente a lo que no hemos dedicado en la discusión precedente. Para una excelente introducción al tema del carácter moral desde el punto de vista filosófico, véase (Homiak, M., 2001). 31 40 actuar adecuadamente desde el punto de vista moral, respondiendo de manera correcta a los desafíos morales (entre ellos, los dilemas), que se le presentan (Lariguet, G., 2013: 113). Sin ánimo de ser exhaustivo, a continuación me referiré a un conjunto de virtudes que deberían exhibir particularmente los jueces (sobre todo en el contexto de un Estado de Derecho). Para ello seguiré de cerca el pensamiento de la profesora Amaya, quien es una de las principales promotoras del giro aretáico en la filosofía del derecho, no sólo en México, sino a nivel internacional.32 Comenzaré tratando una de las virtudes cardinales del juez, sobre todo en lo relativo a sus actividades argumentativas o de fundamentación de sus decisiones, que es la llamada “sabiduría práctica” o “frónesis”. Esta virtud consiste en la capacidad de reconocer los requerimientos que las situaciones imponen al comportamiento; en la habilidad de detectar las distintas razones para la acción que se dan en cada caso concreto. En otras palabras, es la capacidad para identificar cuándo la situación es tal que apartarse de la norma jurídica que, en principio, la contempla, está justificado; es decir, cuándo hay excepciones que derrotan la aplicabilidad de la norma en cuestión, mismas que no pueden ser codificadas en su totalidad, con antelación, sino que gracias a la virtud en comento, son encontradas caso por caso (Amaya, A., 2013a: 19-20). En este sentido, el juez dotado de sabiduría práctica posee una refinada capacidad de percepción, una manera distintiva de “ver” o de aproximarse a la situación, con base en la cual, no descuida ninguna consideración relevante (Amaya, A., 2013a: 21-22). Pero además, dicho juez, contrario a lo que normalmente se supone que debería ser, no analiza las cuestiones desde una perspectiva “fría” o puramente intelectual, sino que tiene la respuesta emocional apropiada en cada caso, misma que es una parte constitutiva de la clase de percepción anteriormente aludida (Amaya, A., 2013a: 22-24). Así mismo, el despliegue de esta virtud por el juez que la posee abarca, además de la elección de la mejor solución, la crucial etapa precedente que consiste en esforzarse por elaborar la descripción más lúcida posible del caso y de los problemas que plantea para la decisión correspondiente (Amaya, A., 2013a: 24-27). Entre tales problemas, el juez puede enfrentar un conflicto de valores, en cuyo caso, la sabiduría práctica se manifiesta en la identificación concreta de cuáles son, de cuál es el contenido más apropiado de los mismos para la situación actual (para lo cual el juez puede echar mano de concepciones previas o bien, darse a la tarea de desarrollar las propias), y de qué cuenta como una realización, promoción o materialización de dichos valores en el contexto de la situación específica (Amaya, A., 2013a: 27-29). 32 Para adentrase en una de las propuestas más actuales sobre cómo emplear la teoría de la virtud en el campo de la filosofía del derecho, recomiendo ampliamente, entre otros, la revisión de los siguientes trabajos de Amalia Amaya: (Amaya, A., 2013a; 2013b; 2013c; 2012; 2009; 2008). Así mismo, para una introducción general a la aplicación de la teoría de la virtud en los campos de la epistemología y de la ética, véanse (Greco, J., y Turri, J., 2013; Hursthouse, R., 2013). 41 Es importante mencionar que la frónesis no es una habilidad infalible de tomar decisiones, ya que incluso un juez virtuoso puede equivocarse, De hecho, con base en otras virtudes como las de la apertura de mente y la humildad, el juez asume frontalmente la posibilidad que existe de que incurra en el error y, por tanto, se vuelve todavía más cauteloso en el escrutinio del asunto (aunque es perfectamente consciente de que, aun en ese caso, el yerro permanece latente). Pero además, no es una habilidad que se ejercita intuitivamente sin necesidad de explicación alguna. Al contrario, una faceta imprescindible de la sabiduría práctica es la capacidad que confiere a su poseedor (en este caso, al juez) de ofrecer razones, no sólo explicativas, sino justificativas, de su decisión. De ahí, como dijimos, su importancia para las actividades judiciales de argumentación o de fundamentación de decisiones (Amaya, A., 2013a: 21-22). Ahora bien, la sabiduría práctica es una de las denominadas virtudes “epistémicas”, entre las cuales figuran también las de la “apertura de mente”, la “humildad intelectual” (anteriormente referidas), la “autonomía intelectual” y la “perseverancia”. Al lado de estas, tenemos a las virtudes “morales” y a las “institucionales”. Entre las primeras destacan la “honestidad”, la “imparcialidad”, la “valentía”, la “templanza” y la “magnanimidad”. Y entre las segundas, la capacidad de “consensar” y las propias del “buen comunicador”. Como dijimos al definir las virtudes, la sabiduría práctica también puede ser considerada una “meta-virtud” en la medida en que es la mediadora entre las demandas que al agente le imponen virtudes diferentes. Dicha función mediadora implica entonces, alcanzar el famoso “justo medio” aristotélico (Amaya, A., 2013a: 34-36). Otras virtudes judiciales igualmente importantes (a la par de la frónesis) son: La llamada “integridad judicial” o “fidelidad al derecho”, de acuerdo con la cual, el juez lleva a cabo sus deliberaciones desde el punto de vista de alguien que acepta las normas jurídicas que estructuran y constriñen sus procesos de toma de decisión y que está dispuesto a guiar su conducta conforme a tales pautas. Como sabemos, y esto tiene relación con el ejercicio de la sabiduría práctica, la disposición en cuestión no tiene que ser definitiva o concluyente, sobre todo en lo que respecta a las normas jurídicas sustantivas que, en principio, son relevantes para el caso concreto. En suma, esta virtud constituye una tendencia a darle al ordenamiento jurídico una genuina oportunidad de que los asuntos sean resueltos con base en sus disposiciones; una tendencia a no precipitarse en la determinación de que cierta norma relevante no es aplicable sin más, ya que tal vez todavía pueda recurrirse a una revisión más escrupulosa de los materiales jurídicos o a principios y/o valoraciones de la finalidad o función de la o las normas en juego (Amaya, A., 2013a:36). Por otra parte, tenemos las virtudes del juez en su faceta de decisor o juzgador de los hechos (o de “trier of fact”, como suele llamarse en el mundo anglo-sajón a esta función), es decir, las virtudes relevantes cuando el juez da por probados ciertos enunciados fácticos (referidos a las circunstancias o supuestos contemplados en la norma respectiva). Entre tales virtudes se hallan las de ser imparcial en el sentido de considerar seriamente las 42 hipótesis en cuestión (por ejemplo, que Pérez es culpable y que Pérez no es culpable), la de estar dispuesto a tomar en cuenta hipótesis alternativas (incluso generadas por el propio juez), la de cambiar de opinión frente a nuevas pruebas, etc. (Amaya, A., 2013c: 24-27). Es momento de volver a nuestro punto de coincidencia con Lariguet de que si un sistema jurídico es parcialmente legítimo, ello no depende exclusivamente de la configuración institucional que posee, sino de los rasgos de carácter (o virtudes) que deberían satisfacer sus funcionarios. Contando ahora con este somero panorama de las virtudes judiciales podemos ver por qué esto es así. Y es que suponiendo que un sistema jurídico observa mínimamente los principios del EdD, todavía puede ser que opere mediante “jueces avispas” (como los llama Lariguet en alusión a la obra de Aristófanes), es decir, a través de jueces entregados a vicios de carácter tales como la inclemencia, la soberbia, el resentimiento social, la vanidad, la cobardía, la cólera, la avaricia, la ira, la parcialidad, etc., que influyen directamente en el contenido injusto e inmoral de ciertas decisiones judiciales. O viceversa, si se trata de jueces virtuosos (en los términos apuntados), ellos pueden contribuir a enmendar, al menos en parte, la inmoralidad o injusticia de la ley, precisamente echando mano de la solución virtuosa de los asuntos de su competencia. Lo anterior me lleva a especificar cómo propongo integrar este componente aretáico a la concepción sobre la existencia del derecho tratada en la sección precedente. Y la respuesta es: Siendo que partimos de atribuir al derecho la función de limitar al poder público –y más específicamente, la de limitar los abusos a los que su ejercicio se presta-, otro principio instrumentalmente conectado con ello sería el que prescribe, para el Estado, la formación y preparación de funcionarios virtuosos, particularmente, de jueces excelentes. Esto a su vez contribuye a seguir robusteciendo el ideal del EdD, el cual, recordemos, ha venido evolucionando en nuestra propuesta, de consistir meramente en cualidades formales de las reglas jurídicas (a la Fuller), pasando por incluir principios que guían tanto la creación, como la aplicación de las mismas, hasta incorporar las cualidades o rasgos de carácter de los funcionarios. La pregunta que surge en este punto es ¿cómo contribuir a la formación de funcionarios virtuosos y particularmente de jueces virtuosos? El problema es multifactorial y, por ende, sumamente complejo. Aquí no puedo más que hacer una muy apretada referencia a algunas sugerencias planteadas en la literatura: De entrada, dicha formación no puede centrarse solamente en la fase en que el juez ha entrado en funciones. Sin duda este periodo es muy importante pero, en todo caso, es conveniente concebirlo como una continuación de la educación en virtudes que es deseable comience desde etapas tempranas. De hecho, en etapas tan tempranas como la infancia y particularmente en los primeros años, en donde, con base en las investigaciones empíricas pertinentes, se recomienda consolidar, mediante estilos parentales apropiados, un apego seguro en el infante, y proceder paulatinamente promoviendo la conformación de lazos 43 solidarios con su comunidad al ir creciendo (ello contribuirá a un adecuado desarrollo de la “personalidad moral” del individuo). Aunado a lo anterior, se sugiere mantener contacto frecuente con ejemplos de “conducta virtuosa”, de donde el pupilo pueda, por vía primero de la imitación y luego del hábito, inducir un acervo de principios para guiar su futuro comportamiento, adquiriendo en algún momento la consciencia plena de que se trata de principios en constante evolución, dinámicos e inherentemente derrotables si así lo requieren las circunstancias particulares de cada caso (lo cual es la base para el desarrollo de la sabiduría práctica) (Narváez, D., Lapsley, D., 2009; Spiecker, B., 2005). Siguiendo la recomendación de la exposición constante a ejemplares de virtuosismo ético y ubicados ya en el periodo en que el juez se encuentra ejerciendo sus funciones (sin excluir que esto pueda darse desde la carrera), Amaya propone la conformación de un canon de modelos paradigmáticos de conducta judicial, mismo que puede estar compuesto de casos o sentencias que exhiban en sus argumentos, el despliegue de virtudes, o bien de (o incluso, aunado a) la experiencia de funcionarios judiciales virtuosos, nacionales o extranjeros, reales o ficticios. La posibilidad de incluir casos de ficción en el canon referido, a su vez abre la puerta para que artes como el cine y/o la literatura desempeñen un papel crucial en la formación virtuosa de los jueces (Amaya, A., 2013b). Uno de los objetivos prioritarios de este tipo de formación ética (basado en virtudes) es que, en sus deliberaciones el juez amplíe su horizonte de opciones a fin de incluir cómo habría actuado en el caso concreto, un juez virtuoso, y que con el tiempo, se habitúe a comportarse de ese modo. Eventualmente, esto podría dar lugar a que asumamos una visión de las condiciones bajo las cuales las decisiones judiciales están justificadas, según la cual, lo están si corresponden con la forma en que un juez virtuoso habría podido decidir el asunto en cuestión (Amaya, A., 2012). 10. La interacción de los vicios de carácter con las situaciones y el sistema En la sección previa, al referirnos a la relación entre la legitimidad de un sistema jurídico y los rasgos de carácter de sus funcionarios, mencionamos que cierto tipo de jueces -los que constantemente exhiben vicios tales como la inclemencia, la corrupción, la soberbia, la avaricia, la codicia, el resentimiento social, la cobardía, etc.-, pueden contribuir (o estar contribuyendo), mediante sus resoluciones ética y jurídicamente defectuosas, 33 a la inmoralidad e injusticia del derecho y, por tanto, a la disminución gradual de su legitimidad (que eventualmente puede acarrear, de acuerdo con la concepción desarrollada en el apartado 8, incluso la pérdida de su estatus de “sistema jurídico”). 33 Si se trata de jueces viciosos, seguramente no poseen la virtud de la sabiduría práctica o frónesis, lo cual los lleva a incurrir en fallas argumentativas cruciales o falacias (como técnicamente se les conoce), mismas que, por definición, sólo aparentan ser razonamientos correctos. Por ello es que la ausencia de la virtud en comento implica resoluciones defectuosas, también desde el punto de vista jurídico (no sólo del moral). 44 Pues bien, esta forma de plantear las cosas, que es la más común, pone el acento en ciertas características, atributos, propensiones o cualidades personales (en nuestro caso, en ciertas características de los jueces). Dicho enfoque es denominado “disposicional” (Zimbardo, P., 2008: 27-30) y se basa en la intuición ampliamente difundida de que las acciones realmente malas (como la tortura, el homicidio, etc.), son generalmente llevadas a cabo por individuos perversos, es decir, por monstruos que encarnan todo lo que hay de oscuro y sombrío en la naturaleza humana. La popularidad de la intuición en comento se debe en parte, a que es convenientemente cómoda. Asumirla nos permite poner una enorme distancia (miles y miles de kilómetros o hasta años luz) entre esos monstruos y la manera en que nos percibimos a nosotros mismos (como gente “decente”). Al compararnos con esas criaturas aberrantes, siempre salimos ganando, ya que disminuimos la responsabilidad por nuestros actos, o incluso nos absolvemos completamente, pensando “bueno, al menos no soy como ellos” o “lo que hice –o estoy pensando hacer- no es, ni de cerca, tan grave como lo que los seres verdaderamente malvados hacen”. En palabras de Zimbardo, “…la idea de que un abismo insalvable separa a la gente buena de la mala es reconfortante (porque) crea una lógica binaria que esencializa el Mal. La mayoría de nosotros percibimos el Mal como una entidad, como una cualidad inherente a algunas personas y no a otras. Al final, las malas semillas cumplen su destino produciendo malos frutos. Definimos el mal señalando a seres realmente malvados de nuestro tiempo como Hitler, Stalin, Sadam Hussein y otros dirigentes políticos que han orquestado matanzas atroces…. Mantener esta dicotomía entre el Bien y el Mal también exime de responsabilidad a la “gente buena”. Incluso la exime de reflexionar sobre su posible participación en la creación, el mantenimiento, la perpetuación o la aceptación de las condiciones que contribuyen al crimen, la delincuencia, el vandalismo, la provocación, la violación, la intimidación, la tortura, el terror y la violencia. (Nos decimos que) “el mundo es así; poco se puede hacer para cambiarlo y menos aún puedo hacer yo” (Zimbardo, P., 2008: 27-28). Retomado el caso de los jueces “avispas”, no estoy sugiriendo que no podamos describirlos como personas que en efecto, poseen –temporal o permanentemente- los vicios de carácter referidos, ni que no podamos responsabilizarlos moral y/o jurídicamente por sus acciones. Sin embargo, si nos interesa comprender su comportamiento de forma más holística (a los efectos de propiciar el cambio mediante políticas públicas adecuadas), quizá valga la pena remover por un instante, el presupuesto implícito en el análisis “disposicional” que, de entrada, los sataniza y trata como “manzanas podridas” de las que debemos librarnos cuanto antes, para que, ya sin ellas, el sistema de impartición de justicia funcione adecuadamente, es decir, como naturalmente lo haría sin esos elementos anómalos o negativos. En otras palabras, quizá sea conveniente preguntarnos qué es lo que pudo haber operado su transformación parcial (que asemejándose al personaje de Robert Louis 45 Stevenson –el doctor Jekyll y el señor Hyde- se manifiesta o se acentúa sólo cuando desempeñan sus funciones) o permanente (sin dejar de contemplar, claro, la posibilidad de que no haya ocurrido tal transformación, o bien, que ésta haya sido mínima, dadas las predisposiciones o tendencias del individuo en cuestión). Asumir este interés podría llevarnos (y así lo propongo) a adoptar un punto de vista incremental o gradual, el cual parte de la premisa básica de que, en cualquier momento dado, una persona puede poseer en mayor o menor medida un atributo determinado, como la inteligencia, el orgullo, la honradez o la maldad, dependiendo sí de la experiencia o de la práctica intensiva, pero también de intervenciones externas como el hecho de hallarse ante una oportunidad o situación especial (cuyo carácter excepcional puede desaparecer si encontrarse en esa situación se vuelve parte del entorno ordinario del agente). Esto abona a la visión de que nuestra naturaleza es, en algún sentido, maleable; puede virar hacia el lado bueno o el lado malo del ser humano. Así, puede decirse que la línea que separa estos ámbitos es porosa o permeable. Centrándonos específicamente en la plausible intermitencia y gradualidad de la maldad (entendida en un sentido amplio), deberíamos considerar seriamente que todos (sí, tú, yo, el vecino, la profesora, algún familiar, un amigo, etc.), somos capaces de ella en función de las circunstancias. Considérese, por ejemplo, el caso de Adolf Eichman, el artífice de la logística de la transportación de los judíos a los diversos campos de concentración durante el Holocausto. Inspirándose en este personaje, Arendt acuñó su famosa tesis de la “banalidad del mal”, misma que hace referencia al hecho de que, en muchas ocasiones, son precisamente las personas comunes y corrientes -el ciudadano “normal” o “promedio”, como Eichman era considerado-, quienes se entregan, sin cuestionar, e incluso, con fervor, a la participación en atrocidades (Zimbardo, P., 2007). En otras palabras, y sin que ello implique afirmar que la mayoría de nosotros sufrimos del denominado “trastorno disociativo de la identidad”, es probable que nuestra personalidad no sea constante en el tiempo y en el espacio como solemos creer. Y es que no somos los mismos cuando trabajamos a solas o cuando lo hacemos en grupo, cuando nos hallamos en una situación romántica o en un ámbito educativo, cuando estamos con buenos amigos o entre una multitud anónima, cuando nos encontramos en el extranjero o en nuestro lugar habitual de residencia. En suma, las situaciones importan, ya que, en efecto, sin dejar de interactuar con (y depender de) las características, tendencias o disposiciones de cada persona, contribuyen determinantemente a elicitar o extraer de nosotros ciertas maneras de comportarnos, incluidas las moral y/o jurídicamente reprochables, de las que no pensábamos ser capaces. Este efecto se vuelve más fuerte, sobre todo cuando se trata de contextos novedosos para los cuales no contamos con referentes en nuestra experiencia previa (Zimbardo, P., 2008: 28, 30, 292-294, 418-422). 46 Disciplinas como la psicología social, han puesto de relieve justamente ese poder e influencia de las situaciones para extraer de personas ordinarias, conductas reprobables (incluso violentas) que, en principio, eran inimaginables para ellas mismas. En esta línea se ubican los estudios ya clásicos de Milgram34 y Zimbardo.35 El primero de ellos –Stanley Milgram de la Universidad de Yale-, diseñó un ingenioso experimento para el estudio del fenómeno conocido como la “obediencia ciega a la autoridad” (Zimbardo, P., 2008: 356-367). Este consistía en acordar con un voluntario que le sería pagada cierta cantidad de dinero a cambio de que fungiera como “maestro” en una dinámica especialmente creada para investigar “cómo mejorar la memoria en procesos de enseñanza-aprendizaje” (nótese el énfasis en el supuesto propósito “científico” de la actividad). A otro participante se le asignaba el papel de “alumno”. Su función sería la de memorizar un listado de pares de palabras a efecto de formar el par correspondiente cada vez que le fuera presentada una palabra de la lista. Por su parte, el maestro tendría que decir “correcto” si el alumno acertaba, o bien, darle una descarga eléctrica si se equivocaba. Las descargas se administrarían con intensidad progresiva presionando alguno de los 30 interruptores del panel de control, cada uno de los cuales representaban un aumento de 15 voltios respecto del anterior, comenzando por 15 voltios como descarga mínima y culminando en 450. Aclarados los roles, el experimentador, quien estaría presente en todo momento y se encargaría de presentar las palabras, conducía al alumno a la sala de al lado. Ahí se le sentaba, sus brazos se sujetaban con unas correas y se le colocaba el electrodo por el cual, si erraba, recibiría las descargas mencionadas. A su vez, se hacía una pequeña prueba con el maestro, suministrándole una descarga de 45 voltios (es decir, del nivel 3) a efecto de que se hiciera una idea de la sensación que tendría su colega luego de haber cometido algunos pocos errores. Por su parte, maestro y experimentador irían a la sala contigua para iniciar. En dicha sala había un interfón a través del cual maestro y alumno se comunicarían. No obstante, en realidad, todo era un montaje cuidadosamente preparado. Así, luego de la primera prueba con el maestro, los interruptores dejaban de funcionar. Por otro lado, el alumno no era un participante al azar, sino un colaborador del equipo, quien finge las reacciones a las supuestas descargas eléctricas. De acuerdo con el guion previamente elaborado, en cierto momento el alumno comienza a equivocarse sistemáticamente y a incrementar la intensidad de sus reacciones dolorosas, primero gritando desesperadamente que ya no quiere contestar más ni seguir ahí, que nadie tiene derecho a retenerlo, y así hasta decir que siente que el corazón le falla. Luego, simplemente queda en silencio (con lo cual, es razonable suponer que ha perdido el conocimiento). Por su parte, el experimentador, de modo cada vez más drástico e insistente, exige al maestro que continúe castigando al alumno, recordándole que tienen un acuerdo previo que debe cumplir, que están 34 35 Véase el sitio: http://www.stanleymilgram.com/ Véase el sitio: http://www.zimbardo.com/ 47 contribuyendo al avance de la ciencia y mencionándole que no tendría que preocuparse, ya que, en todo caso, él se hará responsable por lo que suceda (Zimbardo, P., 2008: 356-361). Milgram describió su experimento a un grupo de 40 psiquiatras a quienes les pidió que predijeran el porcentaje de ciudadanos estadounidenses que llegarían a presionar los 30 interruptores. Pensando que una conducta así sólo sería manifestada por personas sumamente sádicas, en promedio, el grupo calculó que menos del 1% de los participantes alcanzaría tales extremos y que la mayoría de la gente abandonaría el estudio cuando éste llegara al nivel 10 de descargas (150 voltios). La dura realidad es que 2 de cada 3 “maestros” (el 65%) llegaron hasta el final. La inmensa mayoría continuaron aplicando descargas a su “alumno”-víctima una y otra vez a pesar de sus súplicas cada vez más angustiosas para que pararan. De hecho, prácticamente la totalidad de participantes siguió adelante cuando ya no se escuchaba nada del otro lado del interfón, es decir, cuando era razonable suponer que el alumno había perdido el conocimiento, lo cual ocurría al alcanzarse los 330 voltios (Zimbardo, P., 2008: 362-363). Por su parte, Philip Zambardo ha recibido reconocimiento mundial por su experimento de la “prisión de Stanford” (Zimbardo, P., 2008: 49-347). Este consistió en convocar a jóvenes universitarios a que a cambio de recibir 15 dólares diarios participaran en un simulacro de encarcelamiento que tendría lugar en el sótano de la facultad de psicología de la Universidad de Stanford (especialmente condicionado para tales efectos) y que, en principio, duraría dos semanas. De entre quienes atendieron el llamado (alrededor de 100), se eligieron cuidadosamente a 24 estudiantes sobre la base, entre otras cosas, de estar en buenas condiciones de salud, de no tener antecedentes penales, ni trastornos mentales o emocionales. Se trataba pues, de una muestra representativa del típico universitario estadounidense de clase media, perfectamente “normal” según los estándares convencionales. Algunos de ellos (9) desempeñarían el rol de “reclusos”, mientras el resto el de “guardias”. Los primeros debían permanecer las 24 horas en las instalaciones de la prisión fabricada, al tiempo que los segundos cumplirían con turnos de 8 horas. Es importante mencionar que la asignación de la condición de “recluso” o de “guardia” fue aleatoria. Pues bien, la noche anterior a que el estudio diera inicio, Zimbardo se reunió con quienes desempeñarían el papel de guardias a efecto de comunicarles las instrucciones pertinentes. En términos generales los guardias se abocarían a “mantener el orden” sin recurrir al uso de la fuerza. En esa misma reunión se les entregó el uniforme tradicional color kaki, unas gafas oscuras de gota grande que les cubrían gran parte del rostro y una macana. Al día siguiente y para que las circunstancias fuesen más realistas, policías de Palo Alto contribuyeron con Zimbardo arrestando a quienes serían los reclusos y transportándolos en patrulla a la prisión. A los reclusos sólo se les pidió que estuvieran listos para comenzar su participación en cierta fecha, pero no sabían que la dinámica comenzaría con una detención muy próxima a como ocurre en la práctica policial cotidiana. Antes de enviarlos a sus respectivas celdas, se les desnudó completamente y se les pidió 48 que vistieran una bata abierta por la espalda, sin que llevaran ropa interior; se les asignó un número, el cual venía adherido a la bata, y se les colocó una media en la cabeza para simular que habían sido rapados. Así mismo, se les formó en línea a efecto de comunicarles las reglas de convivencia que debían observar, las cuales, entre otras cuestiones, establecían que sólo podían tardar 5 minutos en el baño y que al hallarse en ese recinto siempre estarían supervisados, que fumar, recibir correo y atender a visitas eran privilegios otorgados discrecionalmente por los guardias, que entre ellos deberían dirigirse por su número exclusivamente, que al dirigirse a un guardia lo harían llamándolo “Señor oficial de prisiones”, que debían dejar de referirse a su situación como un “experimento” o “simulacro”, que sólo podían dejar la cárcel al cumplirse el plazo de dos semanas o antes, si luego de solicitarla, obtenían su “libertad condicional” (lo cual acarreaba la renuncia a su paga), que debían hacer del conocimiento de los guardias cualquier incumplimiento de las normas por parte de alguno de sus compañeros, y que la no observancia de dichas disposiciones podía ser motivo de castigo. Lo que se observó en el transcurso del experimento fue un abanico de conductas que aun hoy continúan impresionando a académicos y al público en general (Zimbardo, P., 2008: 271-316). Entre las cosas que más impacto causaron fue la rapidez con la que ambos grupos se apropiaron de sus roles respectivos. En pocos días, sus vidas se habían reducido a lo que experimentaban como guardias o reclusos en la situación “total” en la que se encontraban. En este sentido, y gracias a la vaguedad de las instrucciones que les fueron dadas, al insuficiente monitoreo de parte de Zimbardo, así como a la discrecionalidad subyacente al conjunto de reglas que impusieron a los reclusos, los guardias se entregaron de formas cada vez más creativas y sádicas a la imposición de castigos humillantes y abusivos so pretexto de mantener el orden. Estos incluían actividades físicas (lagartijas, sentadillas, etc.), la interrupción del ciclo de sueño, el aislamiento del resto del grupo, hacer de todo un privilegio dispensado a capricho, quitar el colchón de las camas, obligar a que se durmiera en el piso, la división del grupo en “buenos” (que se subordinan en todo momento) y “malos” (que no quieren aceptar la autoridad y que incitan al desorden), castigar a todos por culpa de alguna de las acciones o actitudes de los “malos”, provocando con ello la desunión, el decaimiento del ánimo y la complicidad progresiva con los guardias para quebrar el espíritu de los “rijosos”, etc. Sin embargo, luego de un intento de amotinamiento y para contener el incipiente aire de rebelión que flotó en los primeros días, a las prácticas anteriores se adicionaron humillaciones sexuales tales como la simulación de actos de sodomía. Por su parte, luego del intento de insurrección que tuvo lugar en el segundo día del experimento (en el que los reclusos se atrincheraron en sus celdas poniendo sus camas contra las puertas) y de la forma tan brutal –aunque no física- en que fue sofocado, los reclusos paulatinamente adoptaron una actitud pasiva, de depresión, de acatamiento total y de indefensión aprendida (sobre todo luego de que entendieron que hicieran lo que hicieran, serían castigados en mayor o menor grado), al punto incluso de 49 preferir que un compañero fuese aislado del resto en una celda reducida y a oscuras con tal de que no les fuese retirado el derecho a la cena de aquella noche. Otro acontecimiento clave fue que el propio Zimbardo y muchos observadores externos que éste invitó (incluyendo un sacerdote), no fueron capaces de sentir empatía por el sufrimiento de los reclusos y fueron indiferentes a los abusos de los guardias. Es como si el hecho de que se tratara de un estudio debidamente financiado por instituciones gubernamentales, coordinado por expertos, que contaba incluso con la colaboración de las autoridades (recuérdese el arresto y la transportación en patrulla de los reclusos) y que estaba orientado a investigar cuestiones tan cruciales como las causas del comportamiento antisocial, los hubiera impedido –aunque sea temporalmente- para la reflexión ética. De hecho, no fue sino hasta que la nueva asistente de Zimbardo lo confrontara con firmeza que éste decidió finalmente suspender el experimento en el sexto día (mucho antes de lo planeado). Con base en su propia experiencia en Stanford y en los estudios que continuaron, con ciertas variantes, la pauta marcada por Milgram, Zimbardo ha desarrollado una teoría que identifica ciertos factores constitutivos de la estructura de ciertas situaciones, que contribuyen a efectuar una transformación (temporal o permanente) en el carácter de quienes participan de aquellas. Una transformación tal que les hace desplegar conductas de las que no se consideraban capaces por percibirse (y ser percibidos por los demás) como gente ordinaria, promedio o normal (Zimbardo, P., 2008: 393-422). Entre dichos factores figuran prominentemente los que conducen a la “deshumanización” de nuestros congéneres, a nuestra “desindividuación” (o “despersonalización”), a la “dispersión de la responsabilidad”, a la “maldad por inacción” y esencialmente a nuestra “desconexión moral”. Todos ellos se montan sobre (y explotan o sacan partido de) un aparataje de tendencias humanas como la de actuar de conformidad con el grupo social de referencia motivados por el deseo de ser aceptados y de pertenecer, o la disposición a obedecer (incluso ciegamente) a las figuras de autoridad. A continuación aludiré a algunos ejemplos concretos de tales factores. El hecho de que a los reclusos de la prisión de Stanford se les haya sometido a rituales iniciales autorizados de degradación como el ser desnudados, el que se les identificara sólo mediante números, el que no se les permitiera vestir una indumentaria convencional (por ejemplo, pantalón y camisa), aunado a una reglamentación que más allá de imponer el orden y la disciplina, de entrada los concebía como entes sin derechos, sólo con deberes, son ejemplos de factores situacionales que deshumanizan a las personas, que las rebajan al estatus de cosas u objetos, de los cuales uno puede adueñarse y tratar abusivamente sin consideración alguna de sus estados internos, de su sufrimiento, de sus sentimientos. Aunque no de forma explícita, los rasgos referidos –que ya estaban ahí como parte de las condiciones iniciales del experimento, es decir, antes de la escalada en el tratamiento indigno a los reclusos-, de manera subrepticia, sutil e imperceptible, mandaron el mensaje 50 de que los internos eran inferiores, algo menos que seres humanos. No es extraño pues, que si ese era el supuesto del que partía la propia institución –en este caso, el experimento que simulaba una cárcel- los guardias sólo lo complementaran poniendo su sello particular. Por otro lado, el empleo de gafas oscuras que cubrían buena parte del rostro de los guardias, el muro que separaba las salas donde se hallaban maestro y alumno en el estudio de Milgram, y cosas semejantes, le confieren a las personas una sensación de anonimato (ahí el elemento de desindividuación) bajo la cual es más fácil permitirse ciertos deslices que, dependiendo de las circunstancias, pueden escalar a conductas depravadas y crueles. Así mismo, el que el experimentador en el estudio de Milgram –alguien que ante los ojos del maestro, representaba la figura de autoridad propia de un experto, la voz misma de La Ciencia-, mencionara insistentemente que en última instancia, la responsabilidad por lo que le ocurriera al alumno recaería exclusivamente en él, contribuyó a la configuración de un entorno de responsabilidad dispersa o distribuida, al que normalmente le concedemos (ilusoriamente) cualidades eximentes, al menos en lo que hace a nuestro comportamiento. En breve, ante estas situaciones solemos reaccionar pensando que tal vez estamos equivocados en nuestra apreciación inicial de lo que se nos pide hacer como algo inmoral o injusto y/o en todo caso, que si al final resulta serlo, no es nuestro problema. Y ello debido a que ahí tenemos a una persona a la que le atribuimos autoridad teórica o científica, con todo el respaldo institucional posible, solicitándonos, e incluso, exigiéndonos que hagamos o dejemos de hacer algo. Seguramente este individuo sabe mucho más que nosotros y ya ha pensado previamente en la logística respectiva y en sus implicaciones. Pero además, nos asegura que él se hará cargo de rendir cuentas por lo que pase. En este momento es pertinente introducir el componente “sistémico” que Zimbardo añade al análisis situacional anteriormente perfilado. Y es que en muchas ocasiones, las situaciones referidas, que se configuran mediante la combinación de factores estructurales conducentes a la deshumanización, la desindividuación, la dispersión de la responsabilidad y en última instancia, a la desconexión moral de sus participantes –con base en lo cual, aquellos terminan comportándose de forma cruel y despiadada- no se presentan como tales de manera azarosa, sino que son promovidas, fomentadas, permitidas o toleradas por otros actores que generalmente fungen como autoridades superiores en el contexto relevante (Zimbardo, P., 2008: 294-316, 418-422). Para explicar cómo embona este componente sistémico seguiremos una metáfora: Podríamos decir que el análisis de corte disposicional equivale a considerar a los perpetradores de esta clase de conductas abusivas como “manzanas podridas”, es decir, como elementos que, de entrada, ya vienen “echados a perder”, infectados por sus propias predisposiciones y rasgos de personalidad. Bajo esta óptica, la solución estriba simplemente en remover –y en echar a la hoguera- a los frutos malos y sustituirlos por frutos saludables. Por su parte, el análisis situacional nos insta a considerar, además de lo anterior, los efectos 51 que puede tener el tipo de “cesto” que contiene las manzanas, lo cual es importante en virtud de que, asumiendo este enfoque, cabe la posibilidad de que aun suplantando a los elementos negativos, persista la comisión de actos reprochables. Y por último, la perspectiva sistémica nos invita a considerar también, el aporte que a la situación hacen los “fabricantes de los cestos”. Una metáfora más: Un platillo puede dejarnos un mal sabor de boca (lo que sería el equivalente del reproche moral hacia las conductas desplegadas) en parte por los productos de mala calidad empleados (análisis disposicional), pero también por los aderezos, especias y condimentos usados (análisis situacional) y, además por la incompetencia del cocinero que lo preparó o por la receta deficiente que siguió (análisis sistémico). La pregunta que surge ahora es ¿cómo pueden contribuir los fabricantes de los cestos, el cocinero o la receta, es decir, el Sistema, a la situación? Y la respuesta tiene que ver, al menos, con tres cuestiones: Con lo que se conoce como “adoctrinamiento”, que consiste en una práctica multiforme y con diversos grados de intensidad, cuyo propósito es convencer a los participantes (a veces al extremo del fanatismo) de que han sido llamados a defender una causa, en principio, justa y trascendente, a costa de lo que sea que se interponga en el camino. En contra incluso de sus propias creencias previas o privadas, las cuales si osan continuar contradiciendo o cuestionando la doctrina oficial son vistas como un signo de debilidad, de falta de fe y de compromiso. De hecho, la resistencia a abrazar el Dogma coloca a los adoctrinados disidentes en la ruta de convertirse en el enemigo, a quien, a su vez, se le sataniza y/o deshumaniza (Zimbardo, P., 2008: 378-382). Aunado a lo anterior, el aporte del sistema tiene que ver con la omisión consistente en un monitoreo deficiente, o incluso, inexistente, de las situaciones concretas, y, en íntima conexión con este elemento, con la impunidad generalizada de los perpetradores de atrocidades (Zimbardo, P., 2008: 485-549). Como lo señalan los recientes estudios en torno al fenómeno de la “criminalidad sistemática o por sistema”, que buscan comprender las raíces de la comisión de crímenes internacionales como el genocidio o los crímenes contra la humanidad –como las detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, torturas, ejecuciones extra-judiciales, etc., que se cometen al amparo de una política de Estado-, estas contribuciones del sistema a la configuración de las situaciones anómalas que hemos venido comentando tienen el efecto de distorsionar el trasfondo de reglas sociales, morales y jurídicas que normalmente prohíben la comisión de las conductas en cuestión, de modo que hacen creer (razonablemente) a los participantes, que en las circunstancias actuales (y por tiempo indeterminado o hasta nuevo aviso), estarán permitidas o, que al menos, serán toleradas (a la manera de los famosos “daños colaterales”). Por ello, los actos constitutivos de crímenes internacionales son considerados en términos generales, como “crímenes de obediencia” (Kelman, H., 2009: 26-29), en virtud de que sus perpetradores obran pensando que se ajustan a la política instaurada, es decir, creyendo que se encuentran autorizados para tales 52 efectos (y que eso es lo que se espera de ellos). Pero el punto crucial es que dicha creencia está, hasta cierto punto, justificada sobre la base del sutil (y a veces no tan sutil) pero efectivo respaldo institucional que se traduce, como hemos dicho, en la impunidad sistemática de sus actos. Este es el fundamento para que, a nivel internacional, mediante procedimientos ante la Corte Penal Internacional, se intente responsabilizar no sólo a quienes personalmente ejecutan genocidios y crímenes contra la humanidad, sino también a gente ubicada más arriba en la cadena de mando respectiva (generales, etc.), hasta alcanzar incluso a miembros de las altas esferas políticas y gubernamentales (como el Presidente, su Gabinete y otros funcionarios de niveles semejantes) (Gattini, A., 2009; Ambos, K., 2009; Van Der Wilt, H., 2009; Zimmermann, A., y Teichmann, M., 2009). Ahora bien, empleando la terminología de Fernández Dols (Oceja, L., y Fernández Dols, J., 1992; Fernández Dols, J., 1993), podemos decir que el adoctrinamiento permanente, aunado a la sistemática falta de monitoreo e impunidad de quienes cometen estos actos, convierten a las normas sociales, morales y jurídicas que normalmente serían pertinentes para orientar el comportamiento de los individuos en esos contextos, en “normas perversas”, es decir, en normas que pese a los casos esporádicos de cumplimiento voluntario y/o de aplicación por parte de las instancias competentes, generalmente no se cumplen ni se aplican. Y esto sucede debido al surgimiento de un sistema paralelo de reglas sociales que, en la práctica, las neutraliza o torna ineficaces, al tiempo que establece las formas aceptadas de vulneración de aquellas normas oficialmente vigentes. En el caso de los crímenes internacionales mencionados con anterioridad, son las normas jurídicas nacionales e internacionales relevantes (protectoras de derechos humanos) las que más claramente se transforman en normas perversas (en el sentido anotado). Es importante enfatizar que el sistema normativo paralelo que surge para tornar en permitidas, o al menos, en toleradas, a las conductas originalmente proscritas por las normas jurídicas y para especificar la forma aceptada de llevarlas a cabo (cómo proceder en la aplicación de métodos de tortura, en las detenciones arbitrarias, etc.), está conformado por reglas sociales, o más técnicamente, por convenciones constitutivas y/o de coordinación que surgen explícita o implícitamente, así como, consciente o inconscientemente. Esto significa que una de las razones principales por la que los participantes de las prácticas resultantes intervienen en ellas de acuerdo con el rol o funciones que les corresponde desempeñar, consiste en que los demás miembros (o la mayoría) del grupo al que se desea pertenecer (o continuar siendo miembro), también lo hacen, y además, tienen la expectativa recíproca de que cada quien realizará la aportación que le corresponde. Con un mínimo de complacencia o de participación en la práctica, se asegura la perpetuación de la misma, así como el fortalecimiento de los lazos de solidaridad entre los participantes, ya que ahora todos son cómplices, y si alguno se atreviera a salirse del redil, a no sujetarse al “programa”, en el aire flota la amenaza, no sólo del ostracismo, sino de la aplicación, ahora sí, de las normas oficialmente vigentes que, recordemos, en 53 términos generales, prohíben lo que hacen vinculando dicho comportamiento con sanciones y/o penas de gravedad variable (por ello es que la definición de normas perversas incluye la posibilidad de que dichas normas, pese a ser generalmente incumplidas e inaplicadas, se apliquen, en principio, de forma esporádica, pero ello dependerá de si sirve o no a los intereses de quienes negocian o imponen las formas aceptadas en que son sistemáticamente transgredidas). El análisis sistémico de la maldad propuesto por Zimabrdo (el cual, como vimos, presupone el situacional y el disposicional), mismo que aquí hemos complementado con las aportaciones de los investigaciones relativas a la criminalidad sistemática y a las llamadas normas perversas, es sumamente relevante para la concepción de la patología y eventual extinción o inexistencia de un sistema jurídico defendida en este trabajo.36 Como se dijo, de acuerdo con esta visión, una modalidad de sistema jurídico patológico puede ser aquel que se aleja progresivamente de los principios constitutivos del Estado de Derecho. Ahora podemos ahondar un poco más diciendo que entre los principios más importantes que pueden paulatinamente dejar de observarse se encuentran –aunque no exclusivamente- los del “debido proceso”. Dicha inobservancia a su vez puede traducirse (y así suele ocurrir) en la comisión de conductas y delitos tales como la detención arbitraria, la desaparición forzada, la tortura, las ejecuciones extra-judiciales, etc. Pero como hemos visto, es probable que si tales conductas se vuelven cotidianas, de ello no sean responsables sólo los jueces “avispas” a los que se ha aludido -junto con otros operadores jurídicos (como el ministerio público, la policía, etc.)-, sino también un conjunto (quizá extenso) de funcionarios de alto nivel en las jerarquías de autoridad del Estado, quienes básicamente mediante el adoctrinamiento (y/o la propaganda), la falta de monitoreo y la creación de un entorno de impunidad, contribuyen a convertir ciertas normas jurídicas cruciales –porque limitan los abusos de poder más grotescos a los que se presta su ejercicio- en normas perversas y, aunado a ello, a la configuración endémica de situaciones con factores estructurales tendentes a la deshumanización de las víctimas de abusos, a la desindividuación de los perpetradores y a la dispersión de su responsabilidad (es decir, a que piensen que otros se harán responsables si es que alguna vez llega ese momento), lo cual, a su vez conlleva la transformación parcial o permanente de la personalidad o carácter del individuo o funcionario que participa frecuentemente de esas situaciones. En un escenario así, el sistema jurídico en cuestión se encuentra peligrosamente en la ruta de dejar de existir como tal y de convertirse en un sistema simulatorio de derecho, en una farsa de sistema jurídico, en un mecanismo que ya no reúne los requisitos mínimos para predicar de él dicho estatus. Como se ha dicho, no es que dicho sistema deje de existir como una estrategia de control social. De hecho, en ese sentido puede ser sumamente eficaz. Y a su eficacia contribuye precisamente el que se aprovecha de la infraestructura institucional de la que un sistema 36 Véase a parte final de la sección 8. 54 jurídico genuino se vale (en la que Hart nos pide concentrarnos exclusivamente) y del poder -ahora desatado o ilimitado- que se ejerce y canaliza a través de aquella. La pregunta que surge es ¿cómo revertir los efectos del distanciamiento progresivo y sistemático de los principios del Estado de Derecho? ¿Cómo devolver a un sistema jurídico patológico al camino correcto? ¿Cómo curarlo? ¿Cómo resucitar a un sistema jurídico extinto? A una sugerencia mínima y quizá utópica dicaremos la siguiente sección. 11. Resistiendo el poder de las situaciones y del sistema: Un llamado al “heroísmo ordinario” Si en la sección previa nos centramos en los jueces “avispas” y en la posibilidad de que su carácter se halle resintiendo los efectos de una transformación parcial o permanente derivada de su continua exposición a ciertas situaciones –y al poder del sistema- que extraen de ellos conductas inmorales o injustas de las que podrían sentirse incapaces previo a su comisión (o en condiciones “normales”), aquí retomaremos la conveniencia general de desarrollar un conjunto de virtudes, lo cual concebiré como una estrategia prometedora de resistencia –o de intervención- ante tales transformaciones. Sin embargo, en esta oportunidad me referiré sólo a una de ellas, misma que, si bien es cierto que tiene relación con otras virtudes como la autonomía intelectual, la perseverancia y la valentía, ha sido estudiada -entre otros, por Zimbardo-, específicamente bajo el nombre de “heroísmo” (Zimbardo, P., 2007). Pues bien, una actitud heroica no sólo conduce a no participar activamente en conductas abusivas, crueles, injustas o inmorales como las reseñadas en el apartado anterior, sino también y muy importantemente, a la no aprobación tácita de aquellas; aprobación que se manifiesta en nuestra falta de acción, en nuestra pasividad, en suma, en erigirnos en “observadores” del espectáculo de la maldad (frecuentemente con base en creer cosas como que así es la vida, que hay débiles y fuertes y que los últimos devoran a los primeros, que es responsabilidad de otro más osado y mejor posicionado detener la injusticia, que para no crear problemas en nuestro entorno laboral es mejor callarnos, que se trata de una rutina inofensiva y hasta aleccionadora para quien la sufre, etc.). En este sentido, tanto los guardias que idearon e impusieron castigos humillantes a los reclusos en el experimento de la prisión de Stanford, como los guardias que se limitaron a continuar con sus asuntos mirando para otro lado, y los visitadores externos que pese a haberse percatado de los maltratos, no se atrevieron a gestionar que el estudio se suspendiera, obraron, por igual, reprochablemente. Así también obraron, por ejemplo, los soldados estadounidenses de la cárcel de Abu Ghraib que no sólo prefirieron no hacer nada ante la pirámide de prisioneros desnudos que se iba apilando frente a ellos, sino que se distribuyeron alrededor para “disfrutar del show” y permitieron ser retratados así. Como suele decirse, basta que la gente 55 “buena” no haga nada para que la maldad triunfe; basta que la situación se colme de espectadores pasivos para que, poco a poco, las acciones inmorales que están en curso se perciban por todos los intervinientes -especialmente, por los que sí están participando activamente-, como conducta aceptable o tolerada (al menos, por el tiempo que dure la situación respectiva). Y es que hacer frente a la injusticia, la maldad, la inmoralidad, etc., no es algo sencillo. Ello presupone desatender una necesidad primaria de pertenecer a –y de identificarse con- el grupo en cuestión, precisamente porque la forma general en que éste reacciona ante el disidente, ante quien no se apega al “programa”, es cortándolo de sus filas, lo cual puede traducirse en desprestigio profesional, desestabilidad financiera y/o incluso, en el riesgo de sufrir alguna clase de daño físico que, en ocasiones, puede alcanzar a terceros (familiares, dependientes, seres queridos, etc.). Por ello es que, en efecto, actuar heroicamente implica una dosis (a veces no pequeña) de sacrificio personal por el bien de otros y/o de la preservación de un ideal moral. Otra de las características del comportamiento heroico es que quienes lo llevan a cabo, normalmente no se perciben como héroes, ni antes, ni después de sus acciones. De hecho, suelen pensar que es lo que cualquier persona haría si enfrentara las mismas circunstancias. Para ellos, la situación en cuestión planteó una suerte de “prueba ética” que no podía ser reprobada, representó una especie de “llamado” que no podía ser ignorado. Pero ¿por qué actúan así? ¿Por qué perciben las cosas de ese modo? ¿Por qué mientras que en otros las situaciones ejercen efectos perniciosos, en ellos no, sino que, al contrario, les hace exhibir una conducta admirable? Como explica Zimbardo (Zimbardo, P., 2007), las ciencias sociales todavía no ofrecen una respuesta homogénea y contundente al respecto. No obstante, hay un elemento que merece la pena ser subrayado y este corresponde a la estimulación constante de la “imaginación heroica” a la que frecuentemente se someten quienes en algún momento actúan como héroes. Por esta expresión –“imaginación heroica”-, el autor en comento entiende la capacidad de imaginar que se enfrentan situaciones física o socialmente riesgosas; de analizar los problemas que dichos escenarios hipotéticos plantean; y de considerar las acciones que pueden realizarse, así como las consecuencias respectivas (costos y beneficios). Al acostumbrase a considerar estas situaciones por adelantado –como cosas que podrían pasar- y a considerar también –y a asumir o asimilar- los costos de la diversa gama de conductas heroicas a su alcance (las cuales no siempre implican poner en peligro la integridad física o corporal), los individuos se encuentran mejor equipados y preparados para actuar cuando el momento llega; para estar alerta de sus circunstancias y así identificar cuándo éstas les presentan las “pruebas” o les hacen el “llamado” al que hicimos referencia. En suma, el habituarse a pensar que en las situaciones propias de su vida cotidiana –en sus trabajos, con sus amigos, con su familia, etc.-, es posible actuar heroicamente sin sucumbir a las presiones sociales y a las exigencias de conformidad 56 provenientes del entorno (aun cuando antes no se haya actuado así), las personas contribuyen a disminuir los efectos de la tendencia a pensar que sólo un grupo selecto, compuesto por miembros con capacidades y aptitudes extraordinarias (o hasta con súperpoderes), puede ser un héroe y que el heroísmo comprende sólo conductas que ponen en riesgo la vida (como el caso de los llamados héroes de guerra); y a su vez, a mitigar el denominado “bystander effect” que conduce a la (maldad por) inacción. La pregunta que surge ahora es ¿cómo pueden los ciudadanos y los funcionarios por igual, estimular o dar pie a su imaginación heroica, tanto en términos generales, como en contextos particulares? Algunos de los pasos sugeridos son (Zimbardo, P., 2007): Desarrollar nuestro “detector de discontinuidades o de anomalías ambientales” a los efectos de estar dispuestos a identificar situaciones que “no encajan”, que se encuentran “fuera de lugar” o que no “hacen sentido”, lo cual es sumamente importante ya que tales situaciones, así como la participación en ellas, puede haberse vuelto algo rutinario para otros e incluso para nosotros mismos. Desarrollar la integridad, firmeza y entereza para defender principios que atesoramos aun a costa de los conflictos interpersonales que ello pueda acarrear. De hecho, deberíamos cambiar nuestra actitud hacia estas interacciones difíciles y no verlas siempre como “conflictos”, sino como un reto lanzado a nuestros colegas a que intenten defender su visión e ideología. Mantener una perspectiva temporal no sólo anclada en el presente, sino proyectada también, tanto a los posibles escenarios y consecuencias futuras de la acción y de la inacción, como al pasado, para así poder recuperar valores y enseñanzas pertinentes que nos fueron inculcadas anteriormente. Resistir la tentación de racionalizar la pasividad y de generar justificaciones que pretendan encuadrar los actos abusivos, crueles, inmorales, etc., como medios aceptables para alcanzar fines supuestamente superiores y justos. Y por último, trascender al ostracismo que probablemente tenga lugar si optamos por ir en contra de la corriente, es decir, aceptarlo y asumirlo como parte de los costos que acompañarán a nuestra conducta virtuosa. 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