o creo que lo que tendrías que hacer es...», «Si estuviera en tu lugar, yo...», «Seguro que te iría mejor si...». Todos hemos oído estas y otras frases similares de boca de gente que nos quiere bien, e incluso de algún osado conocido, en situaciones complicadas para nosotros. Tenemos tendencia a compartir nuestro mundo interno con los demás y, cuando no lo hacemos, son nuestras acciones las que hablan por nosotros. Si sumamos a esto la capacidad natural que tenemos las personas para detectar lo que está pasando en el otro, terminamos por construir una conexión de dos desde la que es fácil llegar a conclusiones sobre qué está pasándole a mi amigo, mi pareja o a un extraño recién conocido. Rápidamente echamos cuentas sobre lo que nos dicen, lo comparamos con nuestra experiencia y otras similares y, no tardando mucho, tenemos confeccionada una respuesta que, por otro lado, suele tener la intención de ofrecerle al otro algo que le sirva. Hay personas que incluso lo ven muy claro rápidamente y se aventuran a prescribirle a su interlocutor lo que debe o no debe hacer para que la situación en cuestión mejore, sin tener en cuenta demasiados detalles. Es algo parecido a si te duele la cabeza o estás un poco bajo y te dicen: «Tómate dos pastillas de estas, que a mí me han ido muy bien». Pero, a diferencia de la automedicación, los consejos que ofrecemos con ligereza tienen una aplicación menos directa en nosotros mismos. ¿Por qué nos resulta tan fácil hablar de otros y nos cuesta más «aplicarnos el cuento», como se dice popularmente? Para empezar, cuando pensamos en nuestros propios problemas, es más fácil enzarzarnos con aspectos secundarios o terciarios de la situación, y tener en cuenta detalles menos relevantes que, por ejemplo, hacen más farragosa la toma de decisiones. Cuando escuchamos a otros, vamos armando un mapa más general, sin que los detalles propios de su idiosincrasia nos afecten tanto, ya que no van a despertar en nosotros los recuerdos, emociones o fantasías que evocan en ellos. Otra de las razones es que cuando pensamos en nuestros propios problemas, también los sentimos y según la magnitud de la situación, nuestras emociones nos pueden llegar a inundar, llevándonos a reaccionar más allá de lo que nos gustaría en otras circunstancias, perdiendo perspectiva. Por el mero hecho de no estar viviendo esa situación, cuando escuchamos a otros, puede que sus emociones nos afecten y sería lo esperable. Pero probablemente no nos inundarán, por lo que nos será más fácil dar esos consejos directos, que incluso pueden resultar fríos a quien los escucha desde la emoción. Hay una tercera razón en la que podríamos pensar y es en esa tendencia a juzgar las acciones de otros como muestra de su personalidad, mientras que evaluamos las nuestras meramente como respuestas a las circunstancias. Es decir, si yo me tropiezo, es porque estaba pensando en otra cosa, pero si te veo tropezarte a ti, puedo Y ¿Me estás hablando? pensar que eres un despistado o un poco torpe. Teniendo en cuenta estas razones, podríamos pensar que quien escucha es más objetivo que quien está viviendo dentro del problema, pero no es tanto así. Si nos fijamos detenidamente, las soluciones que ofrecemos son aquellas que nos han funcionado o las que nos han dicho que funcionan, es decir, ofrecemos algo nuestro y no hay nada más subjetivo que «lo nuestro», como su propio nombre indica. Es cierto que esa opción puede estar contrastada, pero no suele estarlo con más de otras dos personas a las que les funcionó, o sea, no es gran cosa en términos de objetividad. Así que quizá aprendamos algo de nosotros mismos si escuchamos los consejos que ofrecemos, porque tal vez también sea algo que necesitamos. zazpika 4 1