El agotamiento y el cansancio físico permanente aparecen de forma muy desigual a lo largo del curso, concentrándose en los finales de trimestre y, sobre todo, en el fin de curso. De forma general, puede afirmarse que el sentimiento de cansancio físico permanente es la antesala de las situaciones en que el profesor va a verse afectado en su salud por el ejercicio profesional de la enseñanza. En efecto, utilizando el test de Friedman con un grupo de enseñantes que habían causado baja laboral asociada con enfermedades mentales (Esteve, Franco y Vera, 1995), se encontró una media muy elevada en el apartado E1, que mide el agotamiento psíquico y la falta de realización profesional. Este grupo de profesores se sitúa como media en el percentil 67,88, alcanzando en algunos casos valores cercanos al percentil 90. La ansiedad como rasgo y el estrés son difíciles de estudiar por separado, ya que, como afirma Polaino (1982), generalmente se coimplican; es decir, el estrés conduce a la ansiedad, y la ansiedad, con su función de anticipación cognitiva de situaciones conflictivas, retroalimenta el estrés (Esteve, 1994). Peiró y otros (1991) al medir la tensión y la ansiedad asociada con el desempeño de su rol profesional, contabilizan un porcentaje del 9,4% de profesores con "mucha tensión y ansiedad" y un 43,5% de profesores con "bastante tensión y ansiedad" asociada al desempeño de su trabajo. La depreciación del yo, en la que el profesor reconoce que está fracasando en la enseñanza, y, al mismo tiempo, se culpabiliza a sí mismo de este fracaso considerándose incapaz de mejorar, afecta, en diversos grados, al 28,04% de una muestra de profesores de primaria. (Esteve, 1994: 45). Sin embargo, sólo se considera que afecta de forma grave al 6,90% de los profesores. Estos profesores han perdido totalmente su autoestima como profesores, y para ellos la enseñanza es un problema cotidiano, sin que sea exagerado afirmar que sufren en cada día de clase. En efecto, la figura de ese profesor al que los alumnos le hacen la vida imposible, y cuya fama se transmite de generación en generación avisando a los alumnos nuevos de que no deben tenerle respeto, sería el ejemplo más evidente de este grupo profesional. La mayor parte de estos profesores va a evolucionar, más tarde o más temprano, hacia los tres escalones siguientes. El sentido de esta evolución viene marcado por las tensiones objetivas a las que deban hacer frente en su trabajo profesional: unas buenas condiciones de trabajo, en un entorno agradable, pueden favorecer la recuperación del profesor; mientras que un entorno conflictivo le llevará a la ansiedad, la neurosis o la depresión. Los tres últimos escalones: ansiedad, neurosis y depresión, son los únicos que inciden claramente en el terreno de la salud mental, produciendo bajas por enfermedades de origen neuropsiquiátrico. Según el estudio de Esteve, Franco y Vera (1995) estas bajas sólo afectan al 1,26% de los profesores; pero se constituyen en el tercer diagnóstico que más días de bajas produce al año; y además, en la serie estadística estudiada, se registra un aumento del 0,50% en un peróodo de siete años. Al margen de los datos comentados, que se refieren a los problemas psicológicos relacionados con las dificultades en el ejercicio de la docencia, desde un punto de vista médico, cabe relacionar el espectacular aumento de las bajas otorrinolaringológicas con el aumento de las dificultades en las condiciones de trabajo de los docentes. En efecto, en la misma serie estadística (Esteve, Franco y Vera, 1992) se contabiliza un aumento del 5% en la incidencia de las bajas producidas, básicamente, por problemas de garganta, que, en la población estudiada, pasan de afectar a 45 profesores al año, generando una pérdida de 1.542 días de trabajo en el curso 1982-83, hasta afectar a 477 profesores y generar 6.249 días perdidos en el curso 1988-89. Otro tema sometido a debate es el de si la incidencia de la ansiedad y el estrés en el ejercicio profesional es mayor entre los profesores que entre los demás grupos profesionales. En este punto hay resultados con diferentes valores: el trabajo de Benz, Hollister y Edgerton (1971) afirma que la incidencia de la ansiedad no parece ser mayor en los profesores que en otros grupos profesionales. El estudio epidemiológico de Amiel-Lebigre (1973) concluye que la frecuencia de casos psiquiátricos es claramente más elevada en los maestros analizados que en los sujetos de los grupos testigo. Si bien, este mismo trabajo apunta la idea de antecedentes psiquiátricos anteriores al ejercicio profesional de la enseñanza. El extenso y particularizado trabajo de Amiel y Macekradjian (1972) apuntan en sus resultados hacia mayores porcentajes de estados neuróticos (27% frente a 20,4%), estados depresivos no psicóticos (26,2% frente a 19,2%) y personalidades y caracteres patológicos (17,6% frente a 16,9%) entre un grupo de 1.294 enseñantes en comparación con otro de 801 no-enseñantes. Sin embargo, en este último grupo son mayores los porcentajes de esquizofrenia (14,7% en los no enseñantes y 6,6% en los profesores). Hay que destacar que el trabajo de Amiel y Mace-Kradjian está realizado utilizando los datos de las personas que acuden a un Centro de Salud Mental, es decir, de personas que recurren al medico en busca de ayuda ante problemas psicológicos o psiquiátricos manifiestos. Amiel y Mace-Kradjian concluyen su estudio afirmando que en el estado actual de la cuestión no es posible decir ni que los enseñantes presentan una fragilidad psíquica particular en relación con otros grupos profesionales estudiados, ni que los enseñantes parezcan, en principio, más predispuestos que los no-enseñantes ante el suicidio o las tentativas de suicidio. Por el contrario, estos autores citan el trabajo de Calot y Sebvay sobre "La morbilidad diferencial según el medio social" en el que se constata la longevidad de los profesores en comparación con otros grupos profesionales. En efecto, este estudio concluye que tomados unos grupos profesionales de 100 personas de 35 años, a los 70 años sobreviven 73 profesores, 71 personas de los cuadros medios del sector público, 65 de los trabajadores de la agricultura, 65 capataces del sector público, 63 propietarios de la industria y el comercio, 58 capataces del sector privado, 57 obreros especializados y 49 obreros no especializados. Deseando obtener datos más concretos sobre el tema, se realizó en la Universidad de Málaga la tesis doctoral: "Estrés laboral docente: un estudio comparativo con la profesión de enfermería" (Franco, 1995). En ella, la autora comparó diversos parámetros de salud, estrés y absentismo, entre un grupo de profesores y otro de profesionales de la enfermería, llegando a la conclusión de que, en la comparación, había un mayor deterioro de la salud, a causa de las condiciones de trabajo, en el grupo de profesionales de la enfermería que en el grupo de profesores. En efecto, el 44,6% de los enfermeros opinaban que su profesión repercutía negativamente sobre su salud, mientras que el porcentaje de profesores que tienen esta opinión es de un 31,7%. Además, mientras que el 16,9% de los enfermeros encuestados admitían haber necesitado en alguna ocasión asistencia psicológica o psiquiátrica, este porcentaje se reducía la 8,3% del grupo de profesores. Por contra, no hay diferencias significativas en el consumo habitual de psicofármacos: un 10,1% de los profesores consumen psicofármacos habitualmente, frente a un 12,6% de los profesionales de enfermería. En definitiva, los estudios disponibles reconocen que los profesores ejercen un oficio difícil, en condiciones de trabajo precarias, y que sufren, como todo el mundo, tensiones, ansiedades y problemas, pero que se defienden al parecer con éxito sobre la base de una serie de medidas que permiten a los profesores, momentáneamente afectados, tomarse un tiempo de recuperación (vacaciones trimestrales, permisos de larga duración, traslados, destinos en puestos administrativos, etc..). Como se ha podido comprobar los profesionales que se dedican a una labor de ayuda pagan caro el precio por su trabajo. El cansancio emocional es acompañado por un deterioro tanto físico como psicológico. Estos efectos negativos no son, en su mayoría, únicos del estrés y burnout, de hecho, son correlatos comunes a otras formas de estrés. Pero, el caso es que cuando ocurre el burnout, todo parece sugerir que este síndrome es más serio de lo que se pudiera pensar. Una vez desencadenado el burnout, las personas que lo padecen pierden gran parte de su idealismo y energía iniciales, al igual que sucede con el interés y los sentimientos positivos hacia sí mismos y hacia los demás. El trabajador con burnout es afectado por múltiples problemas de salud, desajustes psicológicos, pérdida de autoestima y una creciente insatisfacción por el trabajo, así como una falta de significado hacia el mismo. Por supuesto, el síndrome también puede dañar a la familia, encontrando un gran distanciamiento entre sus componentes. Y, cómo no, afecta considerablemente a los beneficiarios del trabajo y a la institución, la cuál se desarrolla de una forma menos óptima, luchando frente al absentismo, falta de implicación en el trabajo (Golembiewski y col., 1986; Maslach y Jackson, 1981; Seamonds, 1982, 1983) y una alta rotación en los puestos, con la de ser, en la mayoría de los casos, trabajos especializados de tal forma que es difícil rotar en ellos, con la consecuencia manifiesta de pérdida de la calidad del servicio. Realmente el coste de Burnout, para toda la sociedad, es muy alto. Recordemos la descripción del estado de “quemado”, comentada en capítulos anteriores, desde cuatro dimensiones, que adaptadas al ámbito docente pueden formularse como: 1.- Falta de energía y entusiasmo en la enseñanza; 2.- Descenso del interés por los alumnos; 3.- Percepción preferente de los alumnos como frustrantes, desmotivados, indignos… y 4.- Deseos de dejar la enseñanza por otra ocupación y/o absentismo. De los estudios con profesionales de servicios sociales, educativos y sanitarios, Maslach y Jackson (1997) deducen la hipótesis de que lo que a la larga desarrolla el síndrome de burnout es la tensión emocional o estrés, que se desarrolla asociados a los problemas que suscita el trabajar con otras personas. La clave esencial del síndrome, según estas autoras, presenta una estructura tridimensional (Maslach y Jackson, 1981): 1.- El incremento del cansancio emocional, disminuyendo la capacidad emocional, afectiva y de atención servicio a los demás. 2.- Aparición de la despersonalización, con sentimientos y actitudes cínicas y negativas hacia las personas con las que se trabaja. Endurecimiento y deshumanización hacia alumnos, pacientes, etc. 3.- Reducción de la autorrealización personal, con tendencia a autoevaluarse negativamente. Al profesorado que sufre los efectos del burnout le puede resultar de gran interés la relación causal entre las tres dimensiones, que resulta de gran relevancia para el diseño de estrategias preventivas. Esta relación es interpretada de formas diferentes por distintos investigadores: • Para Leiter y Maslach (1988), citado en Gil Monte y Peiró, 1997) el agotamiento emocional es el elemento central del síndrome, del que se derivarán los demás. En nuestra interpretación de este modelo, en el profesorado afectado por el síndrome primero se habría originado el agotamiento emocional, que junto a la despersonalización originaría la baja realización profesional. • En el modelo modificado por Leiter en 1993, la baja realización en el trabajo se considera como una variable no relacionada causalmente con el agotamiento emocional ni con la despersonalización. El agotamiento emocional como producto de la respuesta continuada a los estresores, estrés prolongado o crónico, desarrolla las actitudes de despersonalización en la persona del docente. • El modelo de Lee y Ashforth (1993) presenta la despersonalización y la baja realización personal como efectos contingentes al agotamiento emocional. La despersonalización y la baja realización personal constituyen los componentes actitudinales del síndrome. • El modelo diseñado por (Gil-Monte, Peiró y Valcárcel, 1995) corrigiendo las insuficiencias teóricas de las perspectivas anteriores, resalta el desarrollo de sentimientos de baja realización personal en el trabajo y, paralelamente, altos sentimientos de agotamiento emocional. Las actitudes de despersonalización son subsecuentes y se interpretan como una estrategia de afrontamiento: Tras el agotamiento emocional es fácil que surjan en nosotros sentimientos de desconsideración y desprecio hacia los otros docentes o hacia el alumnado que se considera culpable de haber provocado nuestra frustración, nuestro malestar, nuestra desesperanza... Estos sentimientos, que nos distancian de esas otras personas actúan como un mecanismo defensivo, reduciendo el impacto que en nosotros produce el tener que continuar conviviendo y trabajando con tales personas; aunque, al mismo tiempo, facilita que nuestra atención hacia esas personas sea también de desprecio, de desconsideración..., reduciendo la calidad de nuestra incidencia en ellas y, frecuentemente, incrementando los conflictos intra e interpersonales en una espiral que se retroalimenta progresivamente.