EL NIÑO QUE NO SABÍA JUGAR. Tomás giró la cabeza y lo volvió a ver. Ya era la cuarta vez esa semana. Hizo como si nada y siguió jugando en la arena con su amigo Juan. Pero no pudo evitar girarse otra vez. Esta vez el niño raro lo estaba mirando fijamente. “Vaya pintas”- pensó. Y la verdad es que tenía razón. El niño raro llevaba una chaqueta varias tallas más grandes de lo que debía, con múltiples remiendos de todos los colores. También llevaba un pantalón que antaño debía ser marrón claro, pero que ahora era casi negro por culpa de la suciedad. E iba descalzo, a pesar del frío. - Oye Juan, el niño ese ya está aquí otra vez.- Le dijo a su compañero de juegos. No le hagas caso. – Respondió el otro. Quizás quiera jugar con nosotros. No le digas nada Tomás, mi madre me dijo que no nos acercáramos. Tomás se encogió de hombros y siguió construyendo un enorme castillo de arena. Rubén se dio la vuelta y echó a correr. Ya había perdido demasiado tiempo mirando que hacían aquellos niños. Atardecía. Se acordó de su hermana pequeña y corrió aún más rápido. Tendría hambre, y no cree que su madre se hubiera acordado de darle de comer. No cree siquiera que su madre se acordara de que Elena existía. La cuestión era que iba a darle de comer. En la mugrienta habitación que compartían con otras dos familias no había nada que llevarse a la boca. Había conseguido robar media hogaza de pan y una manzana. Cuando llegó a su casa, Elena lloraba. Ni rastro de su madre. Pero eso no era raro, y Rubén tampoco se preocupó mucho. Le dio de comer a su hermanita, que se durmió poco después. Ya acostado, rememoró su visita al parque. Que raros le parecían aquellos niños, tan limpios y bien peinados. Lo que más extraño le parecía era su mirada, llena de inocencia. Él no sabía lo que era eso. Con apenas ocho años, no sabía lo que era jugar. No sabía que era ser un niño. Ainhoa López Rodríguez 4ºA