Rembrandt y el Rostro de Cristo

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Rembrandt y el Rostro de Cristo
Bernardita Cubillos
Una notable muestra, que reúne óleos y grabados
de Rembrandt relacionados con el rostro de
Cristo, fue expuesta en el museo del Louvre en
París, pasando posteriormente a exhibirse en
el Philadelfia Museum of Art y en el Detroit
Institute of Arts.
La extraordinaria belleza del rostro del Salvador
pintado por el maestro holandés inspiró la portada
de esta edición de Humanitas que coincide con la
Pascua de 2012.
Cuando el gran pintor holandés Rembrandt van Rijn (1606 -1669), se aventuró a plasmar el
rostro de Cristo en tela y papel, lo hizo marcando un hito en el mundo de la pintura. Ya desde
su temprana incursión en la creación artística, de su mano nacieron obras que, como dice
Gombrich, mostraban lo que los clásicos llamaron movimientos del alma: “(…) en los retratos
de Rembrandt nos sentimos frente a verdaderos seres humanos, con todas sus trágicas
flaquezas y todos sus sufrimientos. Sus ojos fijos y penetrantes pueden mirar dentro del
corazón humano. Me doy cuenta de que una expresión semejante puede juzgarse sentimental,
pero no conozco otra manera de describir el casi portentoso conocimiento que parece haber
poseído Rembrandt de lo que los griegos denominaron movimientos del alma” (1).
Cuando en julio de 1656 se decidió subastar todos los bienes de la casa que poseía en
Amsterdam, debido a que el pintor estaba en bancarrota, la Desolate Boedelskamer registró en
el largo inventario que documentaba el proceso, la existencia de tres cuadros del rostro de
Cristo definidos con las palabras “Cristus tronie nae’t Leven” , que quiere decir literalmente
“Cabeza de Cristo tomado del natural”, es decir, una imagen de Cristo capturada desde un
modelo vivo. Se trataba de pinturas hechas sobre tabla a modo de un estudio, representando a
un hombre joven de aspecto sefardí, desde diversas perspectivas. Aunque la primera
interpretación de las palabras las justificara como si se debiera al “tamaño natural” en longitud
de busto de dichas piezas, la explicación resultaba forzada por la naturaleza de la frase
“tomado del natural”, que no admite demasiadas ambigüedades.
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Rembrandt y el Rostro de Cristo
Rostro de Cristo, (ci. 1650)
Este misterio, inmortalizado en un certificado histórico, inspiró la extraordinaria exposición
“Rembrandt et la figure du Christ”, organizada por los museos del Louvre, el Philadelphia
Museum of Art y el Detroit Institute of Arts, que el año pasado hizo su recorrido por París y
Filadelfia, para radicarse en Detroit desde noviembre de 2011 a febrero de 2012. Con el ánimo
de responder a la incógnita de aquella aclaración que el anónimo inventarista se vio impulsado
a hacer al dar cuenta de aquellas creaciones encontradas en el domicilio del pintor, se
implementó la muestra que reúne piezas que en su tiempo cambiaron la historia del arte, sobre
todo porque la serie de semblanzas de Cristo en todas sus posibilidades —rostros, figuras,
fisonomía, silueta— no responde a los cánones que eran comunes cuando Rembrandt vivía.
Sin duda sería posible aducir variadas razones que dan valor a esta exposición itinerante de
esta serie de pinturas, dibujos y grabados de Rembrandt. La más evidente es la presencia de
obras maestras indiscutibles como son las variantes en torno al pasaje de la cena de Emaús y
la obra “Cristo y la adúltera”. Pero existe también un aporte histórico que da cuenta de una
investigación y una discusión que se extiende por siglos y que viene a reunir pictóricamente las
conclusiones de un debate apasionante. En el centro de El rostro de Cristo en Rembrandt se
encuentran las tablas con las tres cabezas de Cristo citadas en aquel inventario y pintadas
entre los años 1643 y 1655, a las cuales han sido añadidas cuatro tablas más de aquella
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misma época, que fueron halladas por la crítica en el curso de los años. De estas siete
“Cabezas de Cristo”, sólo cuatro han sido atribuidas al pintor con certeza después de una
investigación científica, y el resto simplemente han sido presentadas bajo el nombre de “Taller
de Rembrandt” sin que pueda saberse si fueron realizadas directamente por él.
La gran cantidad y variedad de rostros de Jesucristo, habla en todo caso de que aquel motivo
resultaba inspirador para el artista y que no eran pocos quienes recurrían a él para pedirle
obras de este tipo. Y la frase: “nae’t Leven” cuya búsqueda de sentido enfrentó a la crítica por
largo tiempo respondía a una ampliación de las posibilidades del arte que se había hecho hasta
la época. Rembrandt era protestante y la sociedad en la que estaba inserto también lo era. En
1566 el conflicto con el catolicismo desembocó en una campaña iconoclasta que condujo a la
destrucción violenta de miles de obras dentro de las iglesias de los Países Bajos. En el sur, los
católicos habían rearmado sus templos gracias a la fuerza creativa de Rubens, pero el norte
era territorio más arduo y los pintores habían trasladado los motivos inspiradores de sus obras
a la representación de escenas de género con el fin de alimentar el deseo de ricos
compradores que a su vez los abastecían de dinero. El tema religioso parecía muerto y era
extraño encontrar creaciones originadas en él, sobre todo en el Nuevo Testamento. La pintura
del rostro de Cristo parecía vedada por teorías que la condenaban como una idolatría.
Jesús y sus discípulos, (1634)
En ese contexto, el desenvolvimiento de la creación de Rembrandt parece aún más libre y
genuinamente revolucionaria. La fuerza motora de su estilo la encontró en Caravaggio, quien
tomó un rumbo que se distanciaba de una imagen de Cristo idealista, para situarse en una
nueva perspectiva de corte realista. Rembrandt, pintando para clientes privados o incluso para
sí mismo, supera incluso los logros de Caravaggio y de ahí surge aquel sugerente “del natural”,
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del cual el curador de la exposición, Lloyd DeWitt, da razón. Rembrandt se internó por las
calles del barrio judío de Amsterdam en busca de detalles concretos provenientes de esa
cultura que iluminaran su trabajo, estudió a Flavio Josefo para conocer las características del
pueblo de Israel, e incluso, recurrió como modelo a un joven judío sefardí para encontrar un
tipo humano etnográficamente similar a Cristo. De este modo rompió con todas las teorías que
insuflaban un espíritu de rechazo de la imagen del Salvador como si fuera idolatría. Se alejaba
a su vez de un Cristo remoto por su majestad, para penetrar en el misterio de la humanidad del
Salvador, de su faz desapegada de toda retórica y esteticismo: “Rembrandt rechazó la
majestad previsible de un Cristo tradicional”, se afirma en el bello catálogo de la obra. Se volcó
en cambio en un Cristo que podía ser encontrado caminando por las calles de Amsterdam, que
sorprendía por la intimidad de su mirada y la ternura llana con la que apelaba a quien le
observara sin que se requiriera para contemplarlo ninguna explicación adicional a su expresión.
Quien tenga la oportunidad de ver las pinturas se encontrará con la imagen de un hombre
joven de pelo oscuro y tosco, barba morena, frente ancha horizontalmente y estrecha en su
altitud. Sus ojos son profundos y expresivos, levemente separados debido a la morfología del
cráneo que se ensancha a la altura de los pómulos. Probablemente sería difícil reconocer a
Cristo si no fuera por la indicación del nombre del cuadro y aquel es precisamente el gran logro
de la carrera de Rembrandt, porque una vez que el espectador se enfrenta a escenas que
evocan la Cena de Emaús o La Incredulidad de Tomás, no se maravilla de la sorpresa que se
produce en el interior de los personajes que rodean a Jesús, al descubrir que están ante el
mismísimo Verbo Encarnado y resucitado, inserto en la cotidianidad. La revelación se produce
no a partir del aspecto, pues este es profundamente humano, sino en la contemplación de la
mirada de bondad celestial. Rembrandt logra así que el espectador se maraville ante el misterio
de la Encarnación. Por primera vez Cristo adquiere un rostro verdaderamente judío, con rasgos
étnicos enfatizados por el pintor concentrado en fijar su humanidad de modo directo y franco.
El arte cristiano daba así un giro radical ajeno a la representación de copias rígidas de un
prototipo de Cristo, cuyo resultado es directamente visible en aquella serie de siete tablas en
forma con tamaño de busto que por primera vez han sido exhibidas en conjunto y bajo
condiciones de luz adecuadas para su apreciación. En ellas se plasma un seguimiento y un
estudio del maestro holandés, que refleja cuán radicalmente revisó las diversas perspectivas
del rostro de Cristo, y de este modo se reinterpreta aquella imagen que fue largamente definida
por el Mandylion de Edessa a partir de una impresión directa de los rasgos de Jesús y que
luego fue clarificada en autores como Van Eyck por fuentes apócrifas como el testimonio de la
carta de Léntulo: “Es de estatura alta, mas sin exceso; gallardo; su rostro venerable inspira
amor y temor a los que le miran; sus cabellos son de color de avellana madura y lasos, o sea
lisos, casi hasta las orejas, pero desde éstas un poco rizados, de color de cera virgen y muy
resplandecientes desde los hombros lisos y sueltos partidos en medio de la cabeza, según la
costumbre de los nazarenos. La frente es llana y muy serena, sin la menor arruga en la cara,
agraciada por un agradable sonrosado. En su nariz y boca no hay imperfección alguna. Tiene
la barba poblada, mas no larga, partida igualmente en medio, del mismo color que el cabello,
sin vello alguno en lo demás del rostro. Su aspecto es sencillo y grave; los ojos garzos, o sean
blancos y azules claros”.
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Rembrandt y el Rostro de Cristo
Rostro de Cristo, (ci. 1650)
Rembrandt siguió estos patrones tradicionales durante su juventud y también es posible
encontrarse con su obra temprana en la exposición. Desde ahí “Rembrandt y el rostro de
Cristo” continúa la línea histórica a través de pinturas y dibujos hasta la gran ruptura de la
representación anterior que se puede ver claramente en la cena de Emaús y luego en las siete
tablas en forma de estudios (las cuales fueron retiradas directamente de la habitación de
Rembrandt) caracterizadas por el curador DeWitt de este modo: “la carencia de símbolos,
atributos o contexto narrativo dan un aspecto de tipo incorpóreo a estos refinados estudios de
la emoción y la expresión, incluso aunque hagan parecer a Jesús más humano que en la previa
imaginería”. Finalmente la escuela de Rembrandt se sigue hasta sus discípulos, proyectando
de este modo la influencia del gran pintor holandés en la creación de los siglos posteriores.
Nota:
1 Gombrich E.H., La Historia del Arte, Phaidon Press Limited, Londres- Nueva York, 2007,
pág 423.
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