opinion el por Fernanda Canales arquitecto mexicano > De la serie Sateluco, Dante Busquets/Anzenberger. L a arquitectura mexicana moderna se dio a conocer a través de la figura de Luis Barragán. Apodado el arquitecto del color, reivindicó las tradiciones locales, el arte popular y la naturaleza, inventando exitosamente su propia versión de modernidad. El segundo arquitecto del mundo en ser laureado con el Premio Pritzker (1980), el primer arquitecto hispano en tener una exposición monográfica en el MoMA de Nueva York (1976), y el que en casa cuenta con más publicaciones sobre su obra, fue –en contraste con el auge mediático que de su nombre emana– una figura caracterizada por su recogimiento. Octavio Paz lo describía como “un artista solitario y silencioso, que ha vivido lejos de los bandos ideológicos”, mientras denunciaba la indiferencia con que los medios e instituciones locales recibían la noticia de la distinción internacional del Pritzker, otorgada apenas a tiempo, ocho años antes de su muerte. Nacido en Guadalajara en 1902, Barragán fue muy hábil para transformar espacios en ritos. Los recuerdos de su infancia en Jalisco y dos viajes a Europa marcarían su trabajo para siempre. De la arquitectura popular mexicana y de la mediterránea tomó el uso de colores, sombras, sonidos, texturas…, y entendió, como lo describía, que la arquitectura en ambos casos “es parte de la tierra, nada en ella es falso,… y no tiene época”. Aquella frase, casi ingenua, se convirtió en credo, sellando 8 www.tomo.com.mx en su obra la unidad entre arquitectura y paisaje, la búsqueda de coherencia y el carácter atemporal. Además, sus viajes le abrieron otros dos mundos: los paisajes de Ferdinand Bac, a quien había conocido en libros –tras su primer viaje en 1925– y luego en persona, en su viaje de 1931, y la arquitectura moderna, vista inicialmente en la Exposición Internacional de Artes Decorativas de París por medio de la obra de Le Corbusier y Frederick Kiesler, a quienes conocería personalmente en su siguiente travesía. Si las construcciones vernáculas imprimieron conciencia y generosidad en su arquitectura y la influencia de Bac lo convirtió en el mejor jardinero de espacios, la arquitectura moderna lo llevó tanto al experimento como a la depuración. De tal manera, sus proyectos fueron volviéndose progresivamente innovadores al tiempo que las formas y los elementos se simplificaban. Cada una de sus obras –desde los apartamentos en la Plaza Melchor Ocampo (1940) hasta la Casa Prieto López (1950), el Convento de las Capuchinas en Tlalpan (1953) o la Casa Gilardi (1975) – fue un ejercicio espacial insólito. La monotonía tipológica y material –una carrera enfocada en casas y limitada al uso de cinco o seis materiales– se quebrantaba a partir de la incorporación de la naturaleza y de la teatralización de secuencias y recorridos. En Barragán el espacio es tan sobrio como complejo: alterna compresión, desahogo, quietud, suspenso…, en un juego casi sádico de revelación de sorpresas. Tras la arquitectura de corte regionalista de su primera etapa, en Guadalajara, y aquélla racionalista realizada en los años treinta en la ciudad de México, su trabajo se fue volviendo cada vez más singular e introspectivo. A principios de los años cuarenta, Barragán, cansado de clientes enfocados sólo a la especulación inmobiliaria, decidió trabajar por cuenta propia. Empezó construyendo en Tacubaya las dos casas donde viviría y que constituyen, con sus jardines, el despegue de su periodo de madurez expresiva. La invención de un universo perfecto y propio, con su casa de 1947 como laboratorio. En esta obra, convertida ahora en museo y catalogada como Patrimonio de la Humanidad, afinó las ideas o manías que completaría en proyectos posteriores, como la Casa Gálvez (1955) y la Casa Egerstrom (1966). Al mismo tiempo que Barragán fue enfocándose en la idealización del espacio íntimo, las obras de Tacubaya representan el inicio de su actividad como desarrollador urbano. Sabiendo aprovechar los años de máxima expansión de la capital y ocupado en convertir casas en paraísos, hacia finales de los cuarenta llevó a cabo el gran desarrollo de los Jardines del Pedregal. Su campo de prueba idílico, donde las formas modernas se fusionaron con el extraordinario paisaje volcánico –una extensión de seis millones de metros cuadrados situada al sur de la ciudad– marca un giro radical por el cambio de escala. Tras abandonar esta aventura por la manipulación comercial que sufrió el proyecto, realizó, hacia el norte de la ciudad, dos desarrollos que culminarían su concepción del espacio exterior: Las Arboledas y Los Clubes, donde destacan, respectivamente, la Fuente del Bebedero (1959) y la Fuente de los Amantes (1966). La influencia que ejercieron personajes como Jesús (Chucho) Reyes, José Clemente Orozco, Max Cetto, Mathias Goeritz –con quien tuvo importantes colaboraciones, como las Torres de Satélite (1957) – y Armando Salas Portugal –el ojo a través del cual se difunde su obra– puede verse a lo largo de toda su trayectoria. Igualmente resulta difícil desligarlo del trabajo de sus seguidores, sobre todo en los escasos ejemplos positivos, como el del Hotel Camino Real construido por Ricardo Legorreta en 1968. Desde finales del siglo XX, la arquitectura en México continúa condicionada por la estampa de Barragán. Tanto las construcciones masivas, coloridas y de formas simples, como aquellas que, rehuyendo al “maestro”, muestran fobia a la policromía y a las referencias locales, reflejan que el mito de Barragán, a veinte años de su muerte, se lleva todavía a cuestas. t Fernanda Canales. Maestra en Teoría y Crítica por la UPC de Barcelona.