La novela negra estadounidense

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La novela negra estadounidense
Robert Louit
En 1942, André Gide anota en su diario: “He podido leer, con un asombro considerable,
cercano a la admiración, Cosecha roja, de Dashiell Hammett (a falta de La llave de cristal, libro
muy recomendado por Malraux, pero que no pude encontrar en ninguna parte)”.
Muy pronto, la novela negra tuvo sus defensores, de Gide a Malraux, de Aragon (que a
propósito del mismo autor hablaba de “novelas isabelinas”) a Boris Vian, traductor de
Raymond Chandler y de James Cain. Después de la Segunda Guerra, se entusiasmaban al
descubrir una literatura brutal, lúcida, despojada, llamada a revolucionar a la literatura en su
conjunto. A pesar de estos nombres prestigiosos, la novela negra, muy leída y apreciada, fue
leída con frecuencia con una óptica incorrecta, y apreciada por razones poco valederas.
Cuando Jean Giono abre una novela policial, tiene la necesidad de cierto clima: “Cada tanto,
me reservo un día para las novelas policiales. Si es invierno, elijo un domingo sombrío. Es
necesario que el cielo esté pesado, con un viento que agite la lluvia y golpee los cristales, etc.”.
Esta actitud es nociva, porque supone una lectura condicionada. Se esperan ciertos placeres
específicos, se buscan elementos introducidos a propósito para otorgarnos esos placeres y
finalmente la obra desaparece en provecho de una idea puramente “consumidora” del género.
Algunos autores justifican a menudo esta actitud a través de una insistencia maníaca en los
accesorios (whisky, asesinatos o artefactos raros) que justamente sólo son los signos exteriores
del género. Ahora bien, si la novela negra puede interesarnos, no es para satisfacer un gusto
por lo “exótico” o un snobismo, sino porque forma parte integrante y viviente de la literatura
estadounidense, y a causa de su importante influencia en la evolución de la novela. Es bueno
por lo tanto poner las cosas en su lugar.
Históricamente, la novela negra nació cuando Dashiell Hammett publicó, a partir de 1923, sus
primeros cuentos en la revista Black Mask, y sobre todo cuando apareció su primera novela,
Cosecha roja (1929), seguida en 1930 por El halcón maltés. Si le creemos a Somerset Maughan,
que por otra parte se limita a dar la opinión de Erle Stanley Gardner (en The vagrand mood),
Hammett habría tenido un predecesor en Carol John Daly, que escribía en Black Mask. La
clásica novela-problema, sobre todo en sus representantes estadounidenses, se hacía cada vez
más artificial, hasta perder todo contacto con la realidad y no ser más que un acertijo. Un
personaje como Philo Vance, el detective creado por S.S. Van Dyne, era el blanco favorito de
los ataques de Hammett (que decía que sus razonamientos eran dignos de figurar en un curso
del tipo “Cómo ser detective por correspondencia”) y de Chandler. Hammett, con sus primeros
libros, precipitó a la novela policial en el mundo contemporáneo. Ya no se trata de
comprender, como dice Chandler, cómo alguien mató a la señorita Pottington Postlehwaite III
con el puñal de platino en el instante que emitía la nota aguda de la gran aria de Lakmé en
presencia de quince invitados mal distribuidos”. En Hammett, la solución del enigma ya no
constituye la única razón de ser del libro; está integrada en una acción y en una descripción del
mundo, una y otra particularmente violentas. Se pasa del whodunit (¿quién lo hizo?) al estilo
hard-boiled (duro). Uno de los aspectos más importantes de esta evolución es la desaparición
del aficionado en provecho del profesional. Hammett, según la expresión de Raymond
Chandler, “sacó al crimen de su vaso veneciano y lo lanzó a la calle”. En él, los crímenes son
cometidos por profesionales del crimen, y las investigaciones están dirigidas por policías de
oficio. El “prívate eye”, el detective privado, reemplaza definitivamente al joven aristócrata
ocioso o a la vieja dama astuta.
Las causas profundas de esta evolución están perfectamente resumidas en este pasaje de
Georg Lukács (La significación presente del realismo crítico): “Las primera obras de este
género, por ejemplo de Conan Doyle, se basaban en una ideología de la seguridad; ponían en
relieve la omnisciencia de los personajes encargados de proteger la vida burguesa. Por el
contrario, la atmósfera de las novelas actuales es el miedo, la atmósfera de peligro que se
cierne constantemente sobre una vida que parece protegida y que, sin embargo, sólo puede
librarse de él merced a una feliz casualidad”. De los enigmas propuestos por Conan Doyle al
caos de las novelas de Hammett, en efecto, el mundo cambió, y Raymond Chandler sitúa
admirablemente en su ensayo El simple acto de matar el campo de la novela policial moderna.
“El autor realista de novelas policiales habla de un mundo en el que los gánsteres pueden
dirigir países, y de hecho casi dirigen ciudades, en el que hoteles y restaurantes célebres
pertenecen a hombres que hicieron su fortuna gracias a burdeles (…) un mundo en el que un
juez que tiene una bodega clandestina bien llena de alcohol puede enviar a la cárcel a un
hombre apresado con una botella de whisky encima (…) donde se puede ser testigo de un
asalto en pleno día y reconocer a sus autores, pero donde es mejor perderse en la multitud
que hablarle a alguien, porque los gánsteres tal vez tienen amigos con grandes revólveres, o
donde la policía puede no apreciar el testimonio, y que de todas maneras dejará que un
abogado lo injurie y lo difame en pleno tribunal, delante de un jurado de cretinos elegidos, con
un juez-político que interviene sólo para las formalidades. Es un mundo que no huele muy
bien, pero es el mundo en el que usted vive (…). No es extraño que un hombre sea asesinado,
pero es extraño que lo sea por tan poco, y que su muerte sea la marca de lo que llamamos
civilización”.
La novela negra es el reflejo más fiel de una sociedad, y, tal vez, de todo el mundo moderno. La
inseguridad es su característica dominante. Describe una jungla social, jungla de asfalto, dice
Burnett, y vuelve a encontrar el tema balzaciano de la relación entre poder y secreto. Aquí la
complejidad del enigma ya no es un problema abstracto, sino un reflejo de la densidad y de la
ambigüedad de las relaciones sociales. Las relaciones aparentes están forradas por una red
secreta donde los extremos de la sociedad se tocan, donde las relaciones de fuerza pueden
invertirse y, sobre todo, donde se desarrolla realmente la lucha por el poder social. La
opacidad de los personajes también se explica por su doble juego, la contradicción entre su
vida pública y su rol secreto. Su misma identidad está siempre sujeta a caución, y los diálogos,
las acciones, son otros tantos golpes de póker.
Cuando al final de la investigación están tiradas todas las cartas y la verdad es conocida, se
revela tan poco satisfactoria como la mentira inicial, y sólo suscita lasitud o un gran
sentimiento de total inutilidad. No olvidamos la amargura del final de las novelas de Raymond
Chandler, en particular, y sobre todo de una obra maestra como El largo adiós. Philip Marlowe
o Sam Spade siguen un itinerario hecho en su mayor parte de pataleos y pasos inútiles,
duermen poco, y a la llegada se encuentran con las manos vacías.
A propósito de la novela policial, Brecht notaba: “Debemos elucidar la forma en que funciona
nuestro sistema social a partir de las catástrofes”. Esto resume toda la novela negra de
Chandler o de Hammett. El asesinato o la desaparición de alguien, provee la catástrofe inicial.
El detective ya no es un dilettante que evoluciona en un grupo encantadoramente pintoresco,
es un hombre solo que se hunde en una maraña social, y encuentra más de una ocasión para
dejar en ella su piel, porque no todos sus adversarios están del otro lado de la ley.
Hay que ser Thomas Narcejac para inquietarse por el estado de espíritu del desdichado lector
de novelas policiales, turbado en su confort, enfrentado a una intriga indescifrable, que no le
da tiempo para jugar él mismo al detective aficionado. En su libro El final de un bluff, “ensayo
sobre la novela policial negra estadounidense”, se puede leer: “Asistimos a una serie de
acontecimientos trágicos sin siquiera saber que están unidos entre sí… Se proyecta (el lector)
frente a un film sin subtítulos. Se ven los gestos pero se ignora el significado. Se ve que va de
sorpresa en sorpresa sin comprender. La oscuridad reemplaza al misterio”. Estas líneas me
parecen un comentario muy pertinente y elogioso de la novela negra, pero no estoy seguro
que hayan sido escritas con ese espíritu, puesto que algunas páginas más adelante se califica a
Raymond Chandler de cantante de music-hall (¿?) más que de escritor.
Esta extraña particularidad de gestos y seres, que choca con un contorno bien real, permite en
todo momento a la novela negra asomarse a lo fantástico. Chesterton veía en la novela policial
de su época (pero su frase se aplica mucho más justamente a la novela negra) “la única rama
de la literatura popular donde se encuentra expresado un cierto sentimiento poético de la vida
moderna”. La noche y la ciudad son el tiempo y el espacio de toda la novela negra, que fue en
este marco, el género donde se encontraron mejor explotadas las posibilidades de un cierto
fantástico moderno. Este aspecto se encontró todavía acentuado en el cine durante la gran
época del film negro. Apenas es necesario evocar a Bogart. Novela y cine son aquí
inseparables, y marcan del mismo modo toda una época.
Se escribió mucho a partir de Claude-Edmonde Magny, y con frecuencia de manera estrecha y
escolar, sobre el estilo de Hammett: el conductismo, la objetividad, la novela de
comportamiento opuesta al análisis psicológico, etc. Limitarse a estas consideraciones es
separarse de todo contacto viviente con su obra. En realidad Hammett llegó a una nueva
literatura al querer romper con la novela policial clásica, de enigma. En los novelistas
europeos, había que romper con la vieja novela burguesa, el “psicologismo”, y esta literatura
era una revelación. Pero no era lo característico de Hammett. También se lo encontraba en
Hemingway y en otros escritores importantes de la época. Ahora bien, Hammett escribía
“novelas policiales”, lo que condujo a una separación completamente artificial. Escribir novelas
policiales cuando se vive en una época policial (prohibición, gansterismo), no es trabajar en un
género menor y sub-literario, sino escribir las novelas más necesarias y hablar de las cosas más
urgentes. Se comprueba que novelistas como Hammett, Burnett, McCoy, Chandler (como en el
campo no policial, un Ring Lardner o un Nathanael West) nos ofrecen las imágenes más fuertes
de los EEUU de su tiempo, y merecen su lugar frente a sus contemporáneos “exiliados” de la
generación perdida. La novela negra evolucionó desde Hammett. Al lado de los grandes
escritores, que son James M. Cain, Raymond Chandler, Horace McCoy, William R. Burnett y
Chester Himes, hay que citar, entre otros, a Jonathan Latimer, Harry Whittington, William
Campbell Gault, Donald Henderson Clarke, David Goodis, John McPartland, Stanley Ellin, Jim
Thompson, Charles Williams. En estos autores, el género se amplió y transformó
considerablemente. El enigma terminó por desaparecer en provecho de la acción. El detective
privado perdió su lugar de personaje central. Con frecuencia es reemplazado por el periodista,
a veces por el oficial de policía y, sobre todo, por el gánster mismo. La expresión “novela
negra” abarca actualmente tanto la biografía del gánster, abierta en 1929 por El pequeño
César, de William R. Burnett (que sólo Donald Henderson Clarke llegó a igualar en Un tipo
llamado Louis Beretti) como el relato detallado de un gran “golpe” (especialidad de Lionel
White). El medio va desde sectas religiosas (Corrida en lo del profeta, Jonathan Latimer) a los
vendedores de alfombras (La llave bajo la alfombra, William Campbell Gault) y los géneros
desde la farsa (Fantasía, Charles Williams) al límite de lo terrorífico (Los senos de hielo, Richard
Matheson).
Por el momento ninguna de estas direcciones parece reunir suficiente cantidad de rasgos
comunes como para fundar una nueva tradición comparable a la de Hammett. Pero esta
diversidad indica precisamente que la novela negra todavía está lejos de su declinación y sigue
siendo el género literario más practicado y más leído hoy en día. Sobre todo la influencia de su
estilo, de sus métodos, sobre la parte más interesante y más viviente de la novela “seria”,
especialmente de la anti-novela, continúa demostrando la regla enunciada por Víktor
Shklovski, según la cual las nuevas formas literarias no son otra cosa que la canonización de
géneros considerados como inferiores o sub-literarios.
Robert Louit
(1969)
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