Llamados a Dar Testimonio de Nuestra Herencia F. Javier Orozco (Ascensión del Señor) Para muchos de nosotros los cuales hemos crecido con pocos recursos económicos, el hablar de herencias nos parece, a veces, un poco extraño. Y aun para los que sí han crecido con grandes medios económicos, el hablar de las herencias no siempre es recomendable— por no decir que puede ser desagradable. Cual sea nuestra experiencia con este tema, nos toca admitir que, de una forma u otra, en nuestras vidas sociales y familiares, el tema de las herencias no es extraño. Las narrativas de estas conversaciones familiares son un poco incomodas ya que en ellas vemos como las herencias pueden pasar a ser ocasión de discordia y separación entre hermanos y hermanas. Hasta las familias más dignas a veces nos sorprenden con sus pleitos y disgustos. Son pocas las pláticas donde se cuentan cuentos de herencias recibidas con gran y total conformidad. Sin necesidad de juzgar a nadie, tenemos que reconocer la buena intención que acompaña la práctica de las herencias—a pesar de las diversas consecuencias de la misma. Las lecturas de hoy, precisamente, nos recuerdan la importancia de una buena herencia, y más aun de la importancia de recibir los bienes con gratitud y conformidad. En la primera lectura vemos como Teófilo se preocupa de dar testimonio, es decir, de brindarnos la herencia de Cristo, con todo lujo de detalle: “Escribí acerca de todo lo que Jesús hizo y ensenó, hasta el día en que ascendió al cielo, después de dar sus instrucciones, por medio del Espíritu Santo…” (He 1:1). De igual manera, escuchamos las palabras de Pablo que nos exhortan y recuerdan de la herencia que todos hemos recibido. Una herencia que va más allá de cosas materiales y cuentas bancarias. Para Pablo, esta herencia que recibimos se mide con la oración, esperanza, y en espíritu de sabiduría y de reflexión: “Pido al Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, que les conceda espíritu de sabiduría y de reflexión para conocerlo” (Ef 1:17). En pocas palabras, la herencia de la cual Pablo nos habla es la de recibir a Cristo Jesús en su totalidad. Cristo resucitado, vida plena en el Espíritu Santo, es la herencia que viene hacia nosotros, especialmente después de su ascensión al cielo. A un más, la promesa de esta vida llena del Espíritu Santo viene a nosotros directamente de la mano de Jesús: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu, Santo; y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado. Y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28:18-20). Como podemos ver, con estas palabras, Jesús nos hereda todo lo que él posee de su propio Padre. Con esta herencia de Cristo en mano, todos/as somos llamados/as a dar testimonio de la misma—pero un testimonio no solo con palabras sino con hechos. Solo así podremos decir con Pablo “cuán gloriosa y rica es la herencia que Dios da a los que son suyos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que confiamos en él, por la eficacia de su fuerza ponderosa.” Claro el reto ahora es de ir a todos los pueblos para compartir la herencia que hemos recibido. O como nos recuerda la primera lectura, no podemos quedarnos estancados: “Galileos, ¿qué hacen allí parados mirando al cielo?” Lo bueno de esta herencia es que es para todos/as, y, si verdaderamente conocemos al Señor, nuestra herencia será plena y sin fin. ¿Qué esperas? ¡Salgamos corriendo del templo!