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NOTICIA DE UN AMANECER FUGAZ
Luis de la Rasilla
2015
Acceso a la página electrónica
www.noticiadeunamanecerfugaz.es
Registro General de la Propiedad Intelectual
Número de asiento registral 16/2015/7266
Esta obra transmedia puede ser reproducida sin necesidad de permiso expreso del autor,
ya sea total o parcialmente –en este caso, con la oportuna cita-, así como editada por
cualquier proceso reprográfico, electrónico, fotocopia, microfilm y otros, siempre que se
haga sin ánimo de lucro y sin modificación alguna de su contenido -incluida la portada y
todos y cada uno de los símbolos que incorporan hipervínculos al texto-.
El autor agradece cualquier información al respecto, que puede dirigirse a:
luisdelarasilla@proyectointersur.org
Portada: Luis de la Rasilla
ÍNDICE
El autor
Nota del autor
Comentarios de los lectores
Sinopsis
Déjame que te cuente
Azar de azahar
Mírame poquito a poco
Rumbo a África
Asonga
Algunos años antes
Una burda treta
Alandalus 3.0
¿Pasotas o implicados?
Idonia
Acompáñame al futuro
Asesinato en la misión
Septiembre del 88
Vira y vuelve a por mí
Un alud inesperado
De ojos verdes y de luz
El secuestro
El francotirador
Nicole
Europa como pretexto
Egombegombe
El comisario
Para Elisa
Linda Nsue
Sigilo total
¡Qué lío!
Una crónica a dos voces
e. Novela de texto
La primera crónica
Retorno en libertad
De nuevo con Obiang
Una cita en Royan
Castillos en el aire
¡Cómo que nos vamos!
Una gestión eficaz
Marrakech
Amitie
Otra oportunidad perdida
¿Cooperar o corromper?
Colegas
Ineficaz y oneroso
El fin de la universidad…
Verano del 92
La máquina del tiempo
El pueblo del Mediodía
Democracia vergonzante
¿Ciudadanos de perfil?
Sorpresa en el Tungurahua
El profeta en los Andes
¡Cuéntanos otro!
Desde el Napo al Guadiana
Su última crónica
De virreyes y represores
Un paso en falso
La dicha de lo imprevisto
La crónica de Marta
6
De refugiados y desplazados
Cuando se agote el petróleo
La cultura del compromiso
Alfaflechas y opeefes
Adios amigo Gutemberg
A orillas del Upano
Linda otra vez
La apuesta del Dr. Isaba
Lee y actúa
El hombre de cristal
De acrónimos y acertijos
Egociudadanos
Tosco y errático
¡Ya ve! ¿Qué puedo hacer?
¿Y ahora qué?
Una deriva inquietante
Una misión peliaguda
Tú decides
Galápagos
Nostalgia
Monte da Negrita
En marcha
Sobre la pista
¡Qué has hecho!
Relevo en el mando
Localizadas
La vida sigue
Despegue inmediato
Comenzamos
Compás de espera
¿La alternativa?
Cambio de planes
7
Coopera, observa, emprende
Desconcierto
¿Turismo, sin más?
Una baza encubierta
Idriss Awat
Un caro antojo
Una mano en la bruma
¡Qué premio!
Dinero y… más
La artimaña
El hombre impasible
Breve avance de la II parte
8
LUIS DE LA RASILLA SÁNCHEZ-ARJONA
Sevilla, 1948.
Doctor en Ciencia Política. Ha sido secretario general de la UEF (Unión Europea de
Federalistas) y promotor, a finales de los setenta, de la Asociación para la Integración Europea (AIE)
y de la Sociedad Iberoamericana de Estudios Europeos
(SIAE). Profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales en la UNED y
en las Universidades de Sevilla y Huelva. Jefe del gabinete técnico del rectorado de la
Universidad Nacional de Educación a Distancia, director de su programa en Guinea
Ecuatorial, subdirector de la Universidad Hispanoamericana de la Rábida y vicedecano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Huelva. En 1988 presentó al
Congreso de los Diputados un Informe-denuncia de la política española de cooperación con Guinea Ecuatorial
y un Informe-propuesta para una nueva cooperación
al servicio del autodesarrollo y la libertad en Guinea Ecuatorial
que inspiró la Iniciativa Pacto de Madrid para la Democratización y el Autodesarrollo de Guinea Ecuatorial, de marzo de 1989.
Junto con el decano Ramón L. Soriano Díaz, catedrático de Filosofía del Derecho, presentó, en 1994, una Queja al Defensor del Pueblo
Andaluz y un Informe-denuncia ante el Parlamento de Andalucía sobre el funcionamiento de la recién creada Universidad de Huelva. Es autor de diversas publicaciones,
entre ellas: En la senda de la ecociudadanía; El modelo de participación fraccionada, una técnica asociativo-decisional de nueva generación para la autoformación y la
acción políticas en el horizonte de una ciudadanía mundial; El retorno de Arquímedes o
el poder de la imaginación a la calle; Pasota o implicad@: un viaje en el tiempo, y coautor, con el profesor Soriano, de Democracia vergonzante y ciudadanos de perfil,
Editorial Comares, Granada, 2002. Actualmente trabaja, en el ámbito del Proyecto
INTER/SUR, en la promoción de las Iniciativas “ALE LEA”
y WIKIACCIÓN.
NOTA DEL AUTOR
MÁS QUE UNA NOVELA ¡UN RETO!
Homo depredator, cultor, faber, creator… ¿ociosus?
NOTICIA DE UN AMANECER FUGAZ, primera parte de la trilogía homónima que preparo, anuncia una apuesta original que continuará en QUIEBRA EL ALBOR (2017)
y en DESPIERTA LA LIBÉLULA (2018).
¿Cuál? La inexorable transición de los modos de edición tradicional y electrónica hacia la ediacción.
¿Ediacción? Sí, una modalidad inédita de la ecdótica (ya sabes, la disciplina que estudia los fines y los medios
de la edición de textos) que conlleva el tránsito de la escritura a la actoescritura
y,
por ende, de la lectura a la actolectura.
Otro reto ¿subversivo? del homo creator
que, al incorporar en el texto recursos insólitos, que brindan oportunidades de participación en los asuntos públicos en tiempo real, hará actolector al homo ociosus del
futuro. Homo ociosus que, provisto de tan formidable herramienta para un adiestramiento cabal en el ejercicio directo de su nueva ecociudadanía
o ciudadanía global, ni siquiera necesitará votar. Y es que este sugestivo modo que propongo de leer
actuando o de actuar leyendo, asociado a adelantos por venir en el ámbito de la ingeniería política y social, del tipo del que da noticia esta e.novela de texto, no tardará
en generar empoderamiento ecociudadano e inducir inusitadas prácticas en red
(inimaginables, incluso, para los más perspicaces miembros del 15M o de PODEMOS)
que tornarán obsoleta toda democracia conocida.
COMENTARIOS DE LOS LECTORES
“Magnífico libro de Luis de la Rasilla, en el que resalta de forma autobiográfica lo
esencial en lo que nuestro tiempo no ha sido capaz de mejorar. Un libro para pensar”
Francisco José Martínez López. 10.2015
Catedrático y ex-rector de la Universidad de Huelva.
“Tu novela me pareció fascinante pero en este caso yo no soy un lector objetivo. Vi
un viaje por el mundo físico y de los sentimientos muy moderno. Pero yo soy más
clásico a la hora de enjuiciar la estructura. La historia del asesinato de Carmen podría haber sido lo que los antiguos llaman el hilo conductor y haber focalizado ahí la
acción novelesca o policial (según se mire) para eliminar cierto aire de autobiografismo. Porque lo que hicieron o dejaron de hacer esos personajillos que pululaban por
allí poco interés tiene ahora. (Para mí tampoco lo tuvo entonces y así me fue). La
maldad del crimen y de quienes lo encubrieron sí es importante, porque eliminaron
una conciencia del mundo. Como todos callaron asquerosamente, ese crimen sin esclarecer sí interesa en la novela para denunciar lo que Grahan Greene llamó "El factor humano". El encubrimiento de la muerte sirvió para seguir llenando bolsillos, para salvar unas relaciones diplomáticas basadas en la estupidez, en el mangoneo y en
el ridículo que tan bien narró Valle-Inclán”.
Vicente Granados Palomares. 10.2015.
Profesor titular de Literatura Española en la UNED. Ex-Director de la UNED en Bata, 1983-84.
“Ya he leído con muchísimo interés un buen trozo de tu novela. Me encantan: 1) sus
novedades formales, en perfecta sintonía con la intertextualidad digital actual, que
yo mismo practico; 2) la autenticidad de sus personajes, particularmente los femeninos, autenticidad que provoca la identificación de tus lectores con ellas y con ellos;
3) la pertinencia y extrema actualidad de los problemas vitales tratados; 4) la diafanidad del punto de vista del narrador principal; 5) la belleza de la lengua que empleas, en la cual cabe destacar la elegancia de tu sintaxis; 6) Etc. Gracias, querido Luis,
por este excelente regalo”.
Salvador García Bardón. 26.12.2015.
Profesor emérito de la Universidad de Lovaina. Doctor en Filosofía (Lovaina) y en Lingüística
(Sorbona). Especialista en Semántica y Lexicología.
"¡Enhorabuena por tu autobiografía-testimonio!, se lee bien porque está bien escrita
y porque lo que cuentas tiene interés. Proyecta una mirada audaz, original y rabiosamente crítica de nuestra sociedad bajo la poliédrica luz de un ramillete de experiencias vitales, necesariamente único e irrepetible. Considero un acierto el que te hayas
decidido a publicarla en una versión novelada, de lectura más amena que el clásico
informe-denuncia. Quienes no han tenido la suerte de conocerte personalmente y
compartir alguna de esas aventuras contigo (Verona-Vence-Alexandre Marc-Federa-
lismo Global-AIE-CIFE-Doñana-Doctorado...), tal vez experimenten alguna dificultad
para encontrar el pulso vital y el hilo argumental que subyace a la obra confiriéndole
unidad y coherencia. Obviamente ese no es mi caso, lo que me ha permitido disfrutarla más, si cabe. Por otra parte, estoy convencido de que, con ella, prestas un gran
servicio en orden a la generación de consciencia cívica global en el lector que vive, lo
sepa o no, en un entorno cada vez más complejo e interdependiente. En más de un
sentido has sido, y sigues siendo, un adelantado a la época que te ha tocado vivir, lo que
puede contribuir a explicar no pocas incomprensiones, desencuentros y dificultades..."
César E. Díaz-Carrera. 27.01.16.
Profesor titular de Ciencia Política. Universidad Complutense de Madrid.
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SINOPSIS
En 2012, entre la radiante primavera de Sevilla —cuando el azar de azahar
que revoloteaba el campus se posó inopinadamente en ella— y el fascinante otoño
de Nueva Inglaterra —de cielos con nimbos de tormenta—, se suceden un reguero
de lances al socaire del hechizo romántico que atrapa a un viejo profesor y a una
joven y encantadora periodista. Él, Álvaro —un francotirador que, metamorfoseado
en impetuoso y solitario gladiador, ya se embosca tras la gigantesca ceiba, ya salta
a pecho descubierto a la arena—, más atento al futuro que al pasado; ella —de
cautivadora sonrisa y fino deje sevillano—, a ambos. Él, obsesionado con el incierto
futuro de la democracia directa y del federalismo global,
se aventura con un
grupo de universitarios en los Andes, la Amazonía y el Pacífico para debatir con
ellos sus ideas; ella —Tere para todos, para él Teresa—, alborozada en el enigma,
se empeña en hurgar en las nuevas heridas infligidas, en la década de los ochenta,
a un pueblo pluriétnico —ahora señor, por supuesto, mas esclavo de la geografía
artificial y dispersa de los que antaño fuesen territorios españoles del Golfo de Guinea— sometido a una tensión inaudita entre la golosina y los ancestros.
Una crónica a dos voces cuya trama arranca con el sacrificio de una misionera
española —universitaria inteligente y honesta, asesinada, ante la indiferencia del
Gobierno y de las Cortes, por haberse atrevido a vencer la complicidad del silencio— y la desaparición de la niña testigo. Discurre entre las reflexiones —bajo la
carpa blanca, apostada frente a la inmensidad del Atlántico, de los Cursos de Verano de Doñana, a bordo del “Isla de Corisco”, en los salones del Continental de
Tánger, a la vera de los bellos fiordos de Noruega, ante las inquietantes fauces del
Tungurahua y del Cotopaxi, en el silencio del Sahara, los misterios de la Amazonía
o el portentoso y amenazante susurro nocturno de la selva africana— en torno a
una nueva ciudadanía global —la ecociuda-danía—, el inaplazable fin de la universidad que conocemos, las vicisitudes de los refugiados, el horizonte energético, el
surgimiento del homo ociosus o la irrupción de los nuevos instrumentos políticos
que ni se imaginan los más bienintencionados e ilusos miembros del mismísimo
15M o de Podemos. Y concluye, por ahora, presentando la novela —en realidad, el
primer manuscrito de la historia que da noticia de una insólita modalidad de la ecdótica: la ediacción
— a un prestigioso premio literario. Y lo hace en busca de la
imprescindible visibilidad que se requiere para que sus lectores, llegados a esa última página impresa en la que desembarcan los sueños de todos los fabuladores,
puedan, si lo desean, continuar a bordo de este ingenio literario para enriquecer y
vocear la noticia de un amanecer fugaz antes, mucho antes, de que despunte el alba.
DÉJAME QUE TE CUENTE…
"Educar es amar al prójimo como a sí mismo. Es carecer de dobleces.
Durante toda la vida, educar es estar de servicio permanente"
León Tolstoi (La escuela de Yasmaia Poliena).
A veces, un encuentro fortuito tiene el mismo efecto que el abatimiento y la
deriva sobre un barco. Es como si un imperceptible golpe de timón al monótono rumbo de la vida inaugurase una inadvertida derrota de la que sólo se es consciente
cuando en el ignoto destino nada coincide con las previsiones trazadas en la carta.
—Fíjate, trataba de ultimar el relato del que procede esta e.novela de texto…
―¿e.novela de texto?
―Eso mismo le pregunté a bordo del Isla de Corisco.
—¿A quién?
—A Teresa.
—¿Y qué te respondió?
—Alborozada en el enigma comenzó a cantar La flor de la canela. Ya sabes:
Déjame que te cuente limeño, déjame que te diga la gloria del ensueño que evoca la
memoria del viejo puente del río y la alameda. Déjame que te cuente limeño ahora
que aún perdura el recuerdo, ahora que aún se mecen en un sueño… Luego, apartó
la guitarra, fisgoneó en su pequeño cuaderno de notas y, con su cautivadora sonrisa
y su fino deje sevillano, me explicó que era la deliberada fusión gráfica y conceptual
de dos vocablos bien conocidos: el que el Diccionario de la lengua española, antes de
su vigésima tercera edición, definía como obra literaria en prosa en la que se narra
una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores con la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de
pasiones y de costumbres; y el que califica al libro que sirve en las aulas para que
estudien por él los escolares.
—¿Y la e?
—De electrónico. En alusión, aclaró, a la modalidad de soporte que requiere
para poder desplegar todos sus recursos.
―Eso se advierte.
—Si es lo que te propones, sugerí, habría que emitir un aviso a navegantes.
—¿Y?
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—Ya tienen la página electrónica.
Además, si se enrolan y disfrutan de la
aventura, añadió sabedora de que donde hay patrón no manda marinero, les invitaremos a revivir las experiencias que aquí se narran.
—Ya veo que no estás al mando.
—Es lo que trataba de explicarte. Cuando me afanaba en ultimar El francotirador la realidad y la ficción brotaban tan entreveradas y confusas que estuve a un
tris de arrojar el manuscrito por la borda. Y entonces, una tarde de abril, apareció
ella… Te lo acabo de decir, hay encuentros que tienen eso…
—¿No te habrá engatusado tu musa para que transformes tu novela en una de
esas aventuras colaborativas en las que se invita al lector a influir en su desarrollo?
—¡Qué va! Si recurrimos a las nuevas tecnologías del procesamiento de textos
es con miras bien distintas.
—¡Uf!
—¿No añorarás lo analógico?
—¿Yo, un nativo digital que lleva en la sangre bits rojos y blancos?
—Lo celebro, pues necesitarás un comunicador inteligente conectado a Internet
si quieres sacar provecho de esta primera ediacción PF de una e.novela de texto.
—¿Ediacción PF?
—Dani te lo explicará en su momento.
—¿Y quién es Dani?
—Un tipo ocurrente donde los haya y listo como el hambre. Lo que me atañe
es advertirte que ya no trata sólo, como pretendía inicialmente, de la paciente forja
de un francotirador que, metamorfoseado en impetuoso y solitario gladiador, ya se
embosca tras la gigantesca ceiba, ya salta a pecho descubierto a la arena. Ni de la
inquebrantable rebeldía con causa que, atónita ante los insólitos disfraces de la farsa,
apunta a una cualquiera de las mil dianas del poder y, por su cuenta y riesgo, sin observar disciplina alguna, a cuerpo descubierto, diríase que por puro instinto, ataca y
contrataca. Ni de la excitante peripecia personal de pretender enarbolar y trasmitir, a
toda costa y durante todo el tiempo, una cierta idea de la fraternidad, la libertad y la
justicia. Ni de los lances de una dilatada carrera de fondo que arrancó una noche estrellada de invierno a la vera de una plaza de toros
y de la más bella y esbelta de
las giraldas; en la milenaria Sevilla, cuando las aguas del Guadalquivir aún discurrían
hacia el Atlántico
bajo los bellos arcos de hierro forjado del Puente de Triana.
—¿Y de qué va entonces?
—Tendrás que descubrirlo por ti mismo.
—Pero es un tocho de seiscientas páginas.
—Que no hay que leer necesariamente de modo convencional.
—¿Qué quieres decir?
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—Que puedes acortar la lectura atajo o alargarla. lee+ Incluso, si sólo te interesase alguno de los temas intercalados en la trama, puedes acceder a las recopilaciones preparadas por Dani.
—Por ejemplo…
—Guinea Ecuatorial,
Gibraltar,
la participación fraccionada,
la democracia ciudadana,
el federalismo global
o el modelo de interuniversidad que
discutimos a la vera de los bellos fiordos de Noruega…
Y, si te animas, siempre te
quedará la posibilidad de retomar el hilo central y adentrarte en las crónicas…
—¿Crónicas?
—Sí, de peripecias entrelazadas acaecidas en estos años mozos de la democracia en España, cuando en el siempre obsceno desfile de la vida, casi sin poder evitarlo, las firmes convicciones, los más nobles ideales y los cándidos sueños se alborotan
y rebelan al alternar con las humanas miserias de siempre.
—¿Fabulación?
—Realidad.
—¿Novelada?
—Digamos que trufada de ficción artificiosa que asiste a un relato que, más
allá del deleite, apuesta por balizar una nueva ruta hacia el cambio.
—¿De qué?
—De la política. Ideas y propuestas transformadoras al hilo de episodios dispares que pueden acaecerle a cualquiera. No te extrañes si, en algún momento, crees
haber tenido noticia de lo referido; ni si en la tramoya reviven personajes con nombres y apellidos que conoces o te suenan.
—¿Y si así ocurriese?
—No dudes: son ellos y ellas. Ora, ensalzados; ora, despojados en plena farsa
de sus caretas de cartón o porcelana.
—¿Políticos?
—¿Acaso tienes algo contra ellos? ¿Los consideras incompetentes? ¿Oportunistas? ¿Tramposos? ¿Corruptos?
—Tú lo dices todo.
—No haber sacado el tema.
—¿Yo?
—¿Eres del 15M?
—Solía reunirme con ellos.
—¿Y cómo os va ahora?
—Han perdido fuerza y…
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—¿El poder les está desactivando?
—Son tantas las cosas a cambiar que…
—¿Pasando mucho?
—No he dicho eso.
—¿Ah, no?
—Yo estoy por el cambio.
—Pues sube a bordo y navega con nosotros contra…
—¿El viento?
—Contra el tiempo, que es aún más fascinante que navegar ciñendo. El que
nos queda para concebir y poner a punto los pertrechos que necesitará el hombre del
mañana para transitar por la senda de la ecociudadanía.
—¿Ecologista, eh?
—Ecociudadano.
—¿No es lo mismo?
—No.
—¿Y esos signos desparramados por el texto?
—¿Las alfaflechas
y las opeefes?
Ya te he dicho que se trata de una ediacción PF. Te fascinarán cuando aprendas a activarlos.
—¿De qué van?
—De un imaginativo y solidario esfuerzo colectivo.
—Aclárate.
—Digamos que de una apuesta por la creatividad.
—Crear es sacar algo de la nada, ya me entiendes, un privilegio reservado a
los dioses.
—O aplicarse a construir el futuro para acercar al presente la utopía. Y es que
la creatividad, al igual que la ignición nocturna del combustible que impulsa al transbordador espacial, puede llegar a anticipar el lúcido e insospechado espectáculo de
un amanecer fugaz antes de que despunte el alba. Y ahora aguza tu imaginación y
embarca.
A bordo de mí mismo, en el inicio de un nuevo milenio.1
Dr. Álvaro Díaz-Cueto y Cayón
Inventor y politólogo
1
Cuatro años a bordo de mí mismo: una poética de los cinco sentidos es el título de una
obra del escritor colombiano Eduardo Jaramillo Zuluaga.
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AZAR DE AZAHAR
Se aproximó con sigilo a la única construcción que se mantenía en pie en
aquel recóndito lugar, acosado por el abandono, la humedad y la selva, y maniató al
guachimán procurando no lastimarle. Luego, de un golpe certero, propinado con el
canto romo del machete, quebró las mohosas armellas que atenazaban el viejo candado y, de dos patadas, desvencijó el carcomido portalón de tablas de calabó.
―¡Síganme!
—¿Quién es usted? —preguntó la mujer de pelo corto asombrada.
—Un amigo.
―¡Ah, es quien acaba de aterrizar! —exclamó la mujer de pelo largo dándolo
por hecho.
—No.
Se miraron atónitas y salieron tras él. ¡Qué iban a hacer! El negro fornido y
bien entrado en la treintena que les urgía a escapar de la cochambrosa mazmorra en
la que habían padecido la noche parecía afable. Acababa de amanecer y llovía a cántaros en aquel rincón de África…
Todo había comenzado un jueves soleado de abril de 2012. En Sevilla. Entre
Semana Santa y Feria. Cuando el azar de azahar que revoloteaba el campus se posó
inopinadamente en ella.
―¿Quieres participar en una travesía hacia el futuro?
―¿Qué tengo que hacer?
―Acompañarme a Tánger este fin de semana.
―¿Sólo invitas a Tere? ¿No será…? ¿Qué será, será…? ―Elena comenzó a tararear la canción secundada de inmediato por sus amigas.
―Doris Day lo hacía mejor en El hombre que sabía demasiado —comentó el
recién llegado sin inmutarse.
―Sigues colado por ella y no puedes disimularlo.
―¿Y qué, Elenita?
―Te ignora.
Tere, acharada, fue la única que no se sumó a tan bullanguero coro. Vestía una
camiseta blanca a rayas azules de manga corta, cuello redondo y corte holgado bajo
un peto vaquero con bolsillos de parche y calzaba unos mocasines de piel marrón.
Dani le dio un beso en la frente y ella le imploró en voz alta que le hablase de ese
viaje en el tiempo. Luego, fingiendo indiferencia, caminó hacia la barra al encuentro
de los amigos que le aguardaban solícitos. Apenas se demoró el rato de beber una
caña de cerveza y dar buena cuenta de una tapa de pavía. Le apremiaba rematar la
secuencia que interpretaba en el abarrotado bar de la universidad: bullicioso encuen-
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tro con un vistoso y colorido grupo de chicas, carantoña a la más atractiva, calculado
plante con desdén y efusivo saludo a los de su pandilla. Le fascinaba el cine, mas su
padre, un adinerado letrado y terrateniente de Ronda, le acabó imponiendo que siguiese sus pasos. Y como el ejercicio de la abogacía no le apetecía lo más mínimo había
negociado un plazo de dos años para completar el doctorado y así, aunque eso lo había
ocultado, dar tiempo a que cuajasen de una vez por todas sus imaginativos planes.
―En serio ¿qué hay de esa expedición al futuro? —insistió ella, girándose hacia él en cuanto advirtió que regresaba.
―Lo sabrás si me acompañas. ―Alto, para que todos le oyesen, mientras de pie,
tras ella, acariciaba sus hombros jugueteando con las hebillas de ajuste de la prenda.
―¿Qué vais a hacer? No habías dicho nada…
―Para no alimentar más especulaciones de la cuenta, que todo lo que afecta a
nuestro idilio llega de inmediato a la hache, ele, ese… ―Sin apartar sus manos de la
chica, mirando desafiante a las amigas y tratando de que nadie se perdiese el inminente desenlace―. No me preguntes, Elenita: hache de Harvard, ele de Law y ese de
School. Sí, donde estudia ese falso y engreído Víctor Laszlo que pretende casarse con
Ilsa. ¿Lo pillas?
―¿Olvidas que estudié en Providence y conozco la casa de su familia en Hyannis Port, muy cerca de donde veraneaba el presidente Kennedy? ¡Ay, cómo te habría
gustado ser Rick!
―Hubiese preferido estar en el pellejo de Michel Curtiz. Y ahora, Tere, vámonos y te pongo al corriente, que aquí hay mucho barullo y más gente de la que tú y
yo necesitamos para hablar de nuestras cosas ―apostilló mientras, reverente y ceremonioso, le tendía la mano para que se levantase. Ella le siguió el juego; era el primer premio a su actuación impecable—.
―¡Pero cómo! ¿Nos dejas? ―Protestó Elena Torres, sorprendida y celosilla,
amagando con quedarse el libro sobre el pueblo de las cascadas sagradas
con el
que Dani había tratado de impresionarlas.
Abandonaron el recinto universitario sin alcanzar a imaginar que la improvisada escena en el bar de la facultad iba a ser el arranque de un entramado de suertes que daría un giro inopinado a las vidas del cineasta aficionado y de su actriz principal.
Dos horas más tarde, Álvaro Díaz-Cueto, el profesor que Dani había conocido
hacía algunos años en los Cursos de Verano de Doñana,
leía, a bordo del Isla
de Corisco,
uno más de los muchos mensajes recibidos en los últimos días.
12.04.12, 16.02 h.
De: Tere de Almeida <notelopuedesimaginar@hotmail.com>
Para: <director@proyectointersur.org>
Hola. Estoy finalizando un máster de periodismo de investigación y promuevo un proyecto de reforma universitaria. Un amigo me ha hablado de la PAUTA y me interesaría mucho participar en el encuentro Alandalus de este fin
de semana en Tánger. Le agradeceré que me conteste a la mayor brevedad.
Saludos. Tere de Almeida.
La respuesta no se hizo esperar.
22
12.04.12, 16.15 h.
De: <director@proyectointersur.org>
Para: Tere de Almeida <notelopuedesimaginar@hotmail.com>
Buenas tardes, Tere. Lo siento, pero el encuentro de este fin de semana, como le acabo de decir a nuestro amigo Daniel Viola, está completo. Podrías
inscribirte en el próximo. Ya me gustaría conocer tu proyecto. Entretanto, te
animo a que colabores en la difusión de nuestras actividades itinerantes que
puedes consultar en www.proyectointersur.org
Un saludo.
Dr. Álvaro Díaz-Cueto. 00351968516289.
Nada acostumbrada a recibir negativas, decidió insistir por teléfono.
―¿Profesor Díaz-Cueto?
―Sí, ¿quién es?... Dígame.
―Tere de Almeida. Acaba de responder a mi mensaje. ¿Seguro que no puede
hacerme un hueco?
―Así es Tere; no queda ninguna plaza en el autobús. Me encantaría que vinieses, pero tendremos que dejarlo para el próximo fin de semana.
―Estaré en Nueva Inglaterra.
―Pues me temo que deberá ser en otra ocasión.
―¿Y si me las arreglase para llegar a Algeciras por mis propios medios?
―En ese caso no habría inconveniente, pero si viajas en autobús de línea cerciórate de que haya alguno que regrese a Sevilla a última hora del domingo, que el
ferri suele zarpar de Tánger con mucho retraso.
―De acuerdo. ¿A qué cuenta transfiero el importe de la inscripción?
―Ya pagarás cuando te reúnas con nosotros.
—¡Genial!
Le pidió su número de teléfono para avisarla en el improbable caso de que
quedase una vacante y se despidieron.
Era una contrariedad. Tenía el coche en el taller y los horarios de los transportes públicos no se ajustaban a sus necesidades. Se había precipitado, pero ese
tipo de situaciones se convertían en caprichosos retos que estimulaban su rol de chica con recursos. Sin embargo, todo hacía pensar que no iba a resultar fácil salir del
atolladero. Alquilar un coche quedaba descartado, ya que había olvidado su permiso
de conducir en la casa de la playa. Dani, que la habría acompañado de buena gana,
no conducía. ¿Intentar que lo hiciese alguna amiga? Imposible. Elena era la única
que no había hecho planes de fin de semana, pero estaba claro que él no había querido invitarla. ¿Algún compañero? Varios, pero a su amigo del alma le disgustaría tenerla que compartir con otro. ¿Desistir? Nunca.
Una fuerza extraña, que no alcanzaba a descifrar, la animó a jugar a fondo el
papel de chica eficaz que tanto había potenciado en ella El informe Pelícano, la película en la que Julia Roberts daba vida a la intrépida estudiante de Derecho Darby
Shaw. La ocurrencia era peregrina, pero podía funcionar. Llamó a Dani para que le
diese el dato que necesitaba, pero no respondía. Abrió la página electrónica de los
23
encuentros Alandalus y ojeó una galería de fotos de anteriores viajes hasta que descubrió el nombre de la empresa de transportes utilizada por los promotores. El resto
fue coser y cantar: Google, autobuses Romero, una simple llamada telefónica y asunto resuelto por chiripa. Su breve experiencia laboral en una agencia de viajes durante
su etapa de estudiante en Madrid, su ilimitada osadía y, sobre todo, la larga mano de
sus apellidos, le resultaron de gran utilidad. Y, por el mismo azar de azahar de la mañana, no necesitó gastar su último cartucho: recurrir a su padre que habría satisfecho de inmediato cualquier necesidad logística de su mimada hija pequeña. Máxime
ésta que sólo requería dar un toque al jefe de quien ella acababa de llamar o, en su
defecto, una sencilla orden a Salustiano, su chofer. Pero no adelantemos acontecimientos y prosigamos rumbo al futuro, que del todopoderoso duque consorte de La
Serrota y, ya por pocos días, marqués consorte de la Canchalosa, ella te hablará
cuando le plazca.
El viernes, al llegar al comedor del Campus del Carmen, Díaz-Cueto reparó en
que ni el conductor, ni el vehículo eran los habituales.
―¿Don Álvaro?
―Buenas tardes. ¿Y Luis?
―De viaje. Les llevaré yo. Soy José Fernández.
―Encantado, José. Por cierto, el autobús parece más grande.
―Tiene algunos asientos más.
―¡Qué pena no haberlo sabido antes! Hay quienes no han podido venir por fata de plazas.
—Creí que lo habían pedido ustedes —dijo, sorprendido de su extrañeza ante
una decisión de última hora que había alterado sus planes familiares de fin de semana.
—No, que yo sepa, pero está bien. ¿Nos acompaña a tomar algo?
―Gracias, esperaré a que coloquen los equipajes.
―Bien, José. ¡Eh, Jonathan! ¿Has almorzado?
―Sí.
―Pues Paco y yo vamos a picar algo. Si llegan Quino y Cantó diles que estamos dentro. ¡Ah! y llama a esa periodista para decirle que hay sitio para ella. Puede
que aún no haya salido hacia Algeciras. Se llama Tere y su teléfono es… ―buscó en
sus múltiples bolsillos―. No lo encuentro, pero envíale un mensaje desde ese chisme.
Su dirección electrónica es notelopuedesimaginar, todo junto y en minúscula, arroba,
hotmail punto com.
―Lo intentaré, jefe.
A las dos de la tarde enfilaron la autovía del V Centenario camino del décimo
encuentro Alandalus: uno de los soportes especializados de una peculiar plataforma
experimental para la autoformación y la acción —la PAUTA/e UHU 3.0— que acababa
de activarse en la Universidad de Huelva, bajo la dirección del profesor Francisco
Cruz.
24
MÍRAME POQUITO A POCO
Una vez en Sevilla el autobús cambió de sentido antes de cruzar el Canal de
Alfonso XIII por el Puente del Cristo de la Expiración y se detuvo a la altura del Camino de los Descubrimientos. Álvaro, que había aprovechado la parada en el semáforo
para bajar a comprar un periódico, desistió de cruzar en rojo ante el pésimo ejemplo
que daría a los tres escolares que esperaban junto a él. Todos habían subido, salvo
Jonathan que le aguardaba en la acera junto a una chica rubia que, advertida de su
presencia, avanzó a su encuentro.
―Hola, soy…
Él se llevó el índice a los labios para indicarle que no dijese nada y le espetó a
bocajarro: Teresa, ¡mírame poquito a poco! Y es que a Tere de Almeida, como a
aquella alumna de Reiko, en Tokio Blues, de Haruki Murakami, “si la mirabas de frente tenías que entornar los ojos para no quedar deslumbrado”. Le agradeció el requiebro ruborizada mientras él le estrechaba cálidamente la mano para no dejar de contemplarla y, sorprendido, pues Jonathan le había dicho que no pudo localizarla, sintió
curiosidad por saber cómo se había enterado de que el autobús disponía de más plazas de las habituales.
—No se lo puede imaginar.
Subieron. Dani, que avanzaba por el pasillo para saludar a Álvaro, le cedió el
paso indicándole el asiento que le había reservado a su lado. Ella se volvió y se apoderó de “El Mundo” que el profe sostenía bajo el brazo.
Al llegar a Los Barrios José condujo en dirección a La Línea y les dejó en la
Verja construida en 1909. Todos eran estudiantes de primero o segundo curso de titulaciones diversas. La edad media rondaría los veinte años. Sólo Tere, Dani, Jonathan y Julia Martínez Redondo eran algo mayores. Casi todos visitaban El Peñón por
primera vez y caminaban absortos tratando de asimilar las insólitas imágenes de
aquel rincón andaluz que tres centurias de historia habían cambiado casi por completo: los exóticos bobbies bilingües; la inesperada sirena que advertía del inminente
despegue de un avión; el semáforo que les interceptó el paso por la pista del aeropuerto; los autobuses de dos pisos; las rojas cabinas telefónicas londinenses… Observándolo todo con curiosidad inaudita, rayana en la incredulidad, accedieron a la gran
plaza cercada por las construcciones de piedra de los antiguos cuarteles británicos y
se adentraron en la ciudad buscando sin éxito gangas en los escaparates de Main
Street. Se separaron en The Convent, la residencia del gobernador, con su guardia
inmóvil e inamovible. La mayoría optó por ir al encuentro de los macacos de Berbería, los únicos primates no humanos que habitan en libertad en Europa, e iniciaron la
subida a pie a la Upper Rock, la cúspide de esa Columna de Hércules que se eleva casi 500 metros sobre el nivel del mar y que, junto con el Mons Abyla o Jebel Musa, en
la orilla africana del estrecho, marcaba otrora el límite del mundo conocido. Paco
Cruz, Pepe Cantó,
Quino, Julia y Jonathan les acompañaron. Álvaro y un pequeño grupo optaron por sentarse al sol
en la terraza del Pub All's Well, en Casemates Square, donde en otro tiempo tenían lugar las ejecuciones. Pronto surgió la llamada “cuestión de Gibraltar”. Y cuando todos parecían coincidir en el carácter de injusticia histórica que sólo cabía saldar con la plena recuperación de la Roca, DíazCueto metió baza: la provocación era su fuerte.
―Yo no estaría tan seguro. Recuerdo que a principios de los noventa, cuando
daba clases de Derecho Internacional en el campus onubense de la Universidad de
25
Sevilla, promoví un viaje de estudios a Gibraltar. Quería que mis alumnos conociesen
de primera mano las posiciones de las partes en las negociaciones. Pablo Fernández
Sánchez, el colega que nos acompañaba, que por cierto ha resultado ser un tipo bastante impresentable, había logrado que se reuniese con nosotros, en el John Mackintosh Hall, nada menos que el propio Sir Joshua Hassan.
―Me suena… ¿quién era? —quiso saber una de las chicas.
―Un abogado y político que fue durante mucho tiempo ministro principal
―contestó Dani, celebrando la oportunidad de quedar bien con un grupo en el que,
aparte del profe, sólo conocía a Tere―. Era amigo de mi padre y cenó en nuestra casa de Ronda en varias ocasiones.
―Tras su intervención ―continúo Álvaro―, el viejo político invitó al debate. Ya
os podéis imaginar por dónde podían discurrir las preguntas de unos estudiantes de
segundo de Derecho que terminaban de empollar los aspectos técnico-jurídicos del
caso: Tratado de Utrech y más Tratado de Utrech. Sir Joshua Hassan, que tantas veces había expuesto la posición anglo-gibraltareña ante todo tipo de públicos, contestó
con infinita paciencia hasta que me correspondió clausurar el acto. La intervención,
preparada sobre la marcha, fue breve. Es, les dije, la primera vez que visito Gibraltar, pero hacía tiempo que quería hacerlo. Y, sobre todo, deseaba poder expresar ante los gibraltareños mi posición como federalista global.
Y qué mejor ocasión para poder afirmar que me siento profundamente orgulloso de compartir con usted y
sus compatriotas este entrañable rincón de Europa. Lo diré alto y claro para que lo
entiendan todos: ¡Gibraltar para los gibraltareños!
―¡Hala, qué fuerte! ¿Y qué pasó? ―exclamó Tere, estupefacta y curiosa.
―Mi intervención puso fin al acto y nadie reaccionó.
―¿Y Sir Josua Hassan?
―Sonrió, creo que gratamente sorprendido, ya que habría supuesto que mi intervención sería más de lo mismo. Pero el asunto no acabó ahí. Al día siguiente nos
desplazamos a San Roque donde el alcalde expondría la posición española ante el
conflicto. Como sabéis, tras la toma de El Peñón durante la Guerra de Sucesión, la
gran mayoría de los habitantes de Gibraltar rechazaron formar parte de la Corona
Británica y se trasladaron a un nuevo emplazamiento en un alto en torno a la Ermita
de San Roque donde, en 1706, fundaron la actual ciudad. Y digo ciudad porque San
Roque ha conservado todos los símbolos y títulos de los que disfrutaba Gibraltar. De
hecho, se denomina la "Muy Noble y Más Leal ciudad de San Roque, donde reside la
de Gibraltar". La reunión tenía lugar en la Escuela de Hostelería donde sus alumnos
comenzaron a servirnos café y pasteles de elaboración propia. atajo
—¿Alguien se apunta a un plum cake? —Dani aprovechó que el camarero del
Pub All's Well pasaba cerca de la mesa—. ¿Nadie? Pues tráigame uno y otro café bien
cargado. Disculpa Álvaro.
—Decía que, sentado entre el alcalde y el secretario del ayuntamiento, observé
que éste último no se decidía a atacar la gran porción de tarta que le había correspondido. Actitud insólita en un tipo manifiestamente obeso que, dada mi desmesurada afición a los dulces, me llevó a hacerle saber mi desaprobación por el hecho de
que tan exquisita pieza se desperdiciase. Lástima que el moderador me concediese el
uso de la palabra cuando, por fin, pude atraerla a mi terreno y me disponía a dar
buena cuenta de ella. Se debatía en torno a las declaraciones de algunos políticos locales que, precisamente esos días, habían manifestado en la prensa que una cosa era
la negociación anglo-española sobre la soberanía y otra, bien distinta, la necesidad
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de activar mecanismos operativos para afrontar las relaciones de vecindad, articulando una cooperación transfronteriza que permitiese resolver de mutuo acuerdo los
problemas cotidianos comunes que afectaban a los ciudadanos de El Peñón y del
Campo de Gibraltar. De ahí que, coherente, con la posición expresada la víspera en el
John Mackintosh Hall, comenzase diciendo: yo, que ayer mantuve ante Sir Josua
Hassan que ¡Gibraltar para los gibraltareños! estoy plenamente de acuerdo… Pero el
orondo secretario me impidió proseguir. Sumamente alterado profirió con enorme vehemencia frases ininteligibles al tiempo que exigía con su mano derecha el uso de la
palabra y con la izquierda se apropiaba con instintivo ademán posesivo del dulce que
yo acababa de conquistar en buena lid. Y, sin aguardar a que el moderador le permitiese hablar, me largó una arenga tan visceral que me inquietó, más por la contundencia de su tono y la creciente agitación descontrolada de su mole, que por el contenido: “Eso lo dice usted porque es de Sevilla, pero para los sanroqueños… Gibraltar
es…”. En fin, ya podéis suponer…
―¿Y qué hiciste? ―le preguntó Tere tuteándole por primera vez.
―Proseguir, quebrando el tenso silencio que se adueñó del auditorio. No le falta razón. Hice esa declaración, alegué, porque soy sevillano. Y también santanderino,
pacense, egabrense y bilbilitano. Y porque me siento español, europeo, ruso, francés,
guineano, chino y gibraltareño. Y, sobre todo, porque me importa un bledo, en realidad dije carajo, la soberanía estatal. Supe entonces que aquel ser, que tan fogosamente expresaba la opinión compartida por la gran mayoría de los españoles, no sólo
no me perdonaría nunca tamaña herejía, sino que ahora… sí se comería el pastel que
me acababa de arrebatar. Y, claro, intuí también que, probablemente, se habría
abierto una brecha de desconfianza y enemistad política entre algunos de los estudiantes y su heterodoxo profesor. Y es que el nacionalismo, como recuerda Mario
Vargas Llosa en El pez en el agua, constituye “una de las aberraciones humanas que
más sangre ha hecho correr” y alimenta sentimientos tan irracionales como el patriotismo que, como se ha dicho, puede devenir en el “último refugio del canalla”.
―Pero, la evolución actual de la “cuestión de Gibraltar” le está dando la razón…
―En cierto modo sí… Veo, Sofía, que estás al corriente. Por cierto, prefiero que
me tuteéis.
―Digamos que he leído la nota informativa
mentación del viaje.
que has incluido entre la docu-
―¿Estudias Derecho, verdad?
―Sí.
―¿Y los demás? ¿Qué opináis? ¿Sabéis algo del curso actual de las negociaciones?
―Algo, pero seguro que tú nos lo vas a contar ―añadió Tere socarrona.
―Por supuesto que lo haría, pero no disponemos de mucho tiempo y, como ha
recordado Sofía, en la página electrónica del encuentro tenéis una breve nota informativa. Tal vez un poco más tarde, que ahora hay que pensar en volver si no queremos perder el ferri.
Si aquella respuesta, cuando aún faltaba más de una hora para regresar al autobús, hizo pensar a Tere que su comentario había resultado impertinente, la inmediata reacción de Álvaro se lo confirmó. El profesor se calló, abrió la lata de Captain
Black que acababa de comprar, atacó su pipa, prendió varios mixtos hasta que logró
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encenderla envolviendo a todos en la dulzona nube de la picadura. Eso sí, previamente, y a pesar de estar al aire libre, les pidió permiso para fumar. No había cesado
de hablar en todo el viaje y su nuevo rol de espectador resultaba chocante. Puede
que hubiese interpretado su apostilla como un toque de atención para que no siguiese monopolizando la palabra, pero pronto lo olvidó. Sofía acababa de sacar a colación
el tema del nuevo foro de diálogo y su rostro delataba sus irreprimibles ganas de volver a intervenir. Mejor así, pensó Tere aliviada. Le había halagado su inesperado piropo y sentía una curiosidad creciente por saber por qué se empeñaba en llamarla
Teresa. El tipo era afable, simpático y dicharachero y le caía bien.
―En efecto, Sofía, el establecimiento del nuevo foro de diálogo, por acuerdo
político de los Gobiernos de España, del Reino Unido y de Gibraltar, ha terminado reconociendo a las Administraciones locales capacidad para desarrollar actividades de
cooperación transfronteriza. A falta de un tratado bilateral de cobertura se ha conseguido legitimar la actuación de las entidades territoriales en el marco de los llamados
“gentlemen’s agreements” o acuerdos entre caballeros no normativos. Obviamente,
la creación de una atmósfera constructiva de confianza mutua y cooperación obliga,
como se ha dicho, a ralentizar o postponer el curso de las negociaciones hispanobritánicas oficiales sobre la soberanía de El Peñón hasta que surja el ambiente necesario para un desarrollo satisfactorio de las mismas.
―A mi parecer ―intervino Andrés, que militaba en el PP y estaba a punto de
acabar Ingeniería de Minas― es una manera de legitimar formalmente la interlocución de Gibraltar en el diálogo bilateral hispano-británico. Reforzará la posición gibraltareña en la futura solución del contencioso histórico sobre la soberanía de El Peñón
y, a la postre, repercutirá negativamente en la negociación final del fondo de la controversia.
―Eso ha debido pensar el nuevo Gobierno cuando ha planteado que los españoles del Campo de Gibraltar deben participar en un foro a cuatro, pero ya habéis
visto la reacción del Sr. Cameron.
―Álvaro ya no hacía caso a su pipa―. Siempre he considerado que ninguna solución será viable en contra de los gibraltareños.
Debo recordaros que es lo que se desprende de los trabajos desarrollados en la Cuarta Comisión de las Naciones Unidas o Comisión Política Especial y de Descolonización
de la Asamblea General, cuando se insta a ambos Gobiernos a que, teniendo en
cuenta los intereses y las aspiraciones de Gibraltar y respetando el espíritu de la Declaración de Bruselas,
lleguen a una solución definitiva del problema, a la luz de
las resoluciones pertinentes de la Asamblea General
y de conformidad con el espíritu de la Carta.
Andrés buscó en su comunicador y leyó un párrafo de la Constitución de Gibraltar en excelente inglés: “Her Majesty’s Government will never enter into arrangements under which the people of Gibraltar would pass under the sovereignty of another state against their freely and democratically expressed wishes”.
―Traducción, “plis” ―pidieron varios de los presentes.
―El Gobierno de Su Majestad nunca firmará acuerdos mediante los que el pueblo de Gibraltar se incorpore a la soberanía de otro Estado en contra de su voluntad
expresada libre y democráticamente.
―Bien traducido, Tere. ¡Ésta es mi chica! Se ve que ya está preparada para
casarse con un yanqui y pedir con soltura hamburguesas con kétchup en los Mac Donalds de Nueva Inglaterra.
―¡Qué gracioso!
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―¿Te vas a vivir a USA? ―le preguntó Andrés.
―Tonterías de DVL. ―A Tere no le apetecía compartir un asunto tan personal y
que tanta zozobra le producía en aquellas últimas semanas de tanta tensión familiar.
―Sí, sí… tonterías. ―A Dani le extrañó que desvelase su viejo mote.
―¿Cómo le has llamado? —preguntó Álvaro.
―DVL. De “diccionario viviente de la lengua”. Se lo pusieron en el colegio por
sabiondo.
―¡Qué va! Son mis iniciales: Daniel Viola Luzón. Además, Tere debería saber
que, en este caso, sabiondo no sería el calificativo apropiado, pues dícese del que
presume de sabio sin serlo. Del latín sapibundus, de sapĭus, por sapiens... ¿Creéis
que la solución sería la soberanía compartida?
―Yo no, DVL. ¿Puedo llamarte así?
―Claro Andrés, casi lo había olvidado, pero me agrada. Hace justicia a mi obsesión por la correcta utilización de la lengua.
―No olvidéis que casi el cien por cien de los gibraltareños se pronunció en contra de la soberanía compartida entre el Reino Unido y España en el referéndum convocado por las autoridades de El Peñón en 2002. Quizás habría sido una opción si
Franco no hubiese cerrado la Verja, pero después de lo que ha llovido desde entonces…
―Despacio profe, que yo me quiero enterar. ¿Cuándo y por qué se cerró la
Verja?
―En el 69, Laura. Franco lo ordenó en protesta por la entrada en vigor de la
llamada Constitución Lansdowne.
―¿Y se abrió?
―En el 82, al llegar al poder el primer Gobierno socialista, pero sólo para los
peatones. La apertura definitiva para vehículos y mercancías tuvo lugar, si no recuerdo mal, a principios del 85.
―¿Y en qué consiste ese foro?
―El Foro Tripartito de Diálogo se acordó entre los Gobiernos español y británico en 2004 con el objetivo, como ya se ha comentado, de facilitar un diálogo a tres
bandas en materia de cooperación transfronteriza entre la Colonia y el Campo de Gibraltar. Constituye una herramienta para desvincular formalmente la gestión de los
asuntos asociados a las relaciones de vecindad de la controversia histórica sobre la
soberanía del Peñón…, pero esto me empieza a sonar a clase de Derecho y yo ya hace años que no me dedico a ese menester, así que lo dejaremos aquí.
―¿Y a qué te dedicas, si se puede saber?
―No te lo puedes imaginar, Teresa ―respondió Álvaro con complicidad divertida―. Y ahora sí tenemos que irnos. Echadle un vistazo a la nota informativa que os
he preparado. Si os interesa podemos volver sobre el asunto en cualquier momento.
¿Nos vamos?
29
Aunque muy atenta, Tere no había querido intervenir en el fondo del debate.
Le sorprendió la postura radical del profe, pero prefirió esperar mejor ocasión para
comentarlo con él. No sólo le interesaba mucho, sino que lo había seguido con cierto
detalle desde el día en que su padre se presentó por sorpresa en su colegio mayor y,
como apropiado regalo a la periodista en ciernes, le propuso que le acompañase al
primer vuelo entre Madrid y Gibraltar. Ella aprovechó la experiencia para publicar una
de sus primeras crónicas.
PÁJAROS… DE BUEN AGÜERO
Gibraltar, 16.12.06
Tere de Almeida
notelopuedesimaginar@hotmail.com
Facultad de Ciencias de la Información.
Universidad Complutense. Madrid.
Hoy, con algunas nubes y un ligero viento del noreste, el Ciudad de Baeza, un Airbus 319, procedente de Madrid, con capacidad para 141 personas,
pilotado por el comandante Quintanilla, aterrizó a las 12.55 horas en el aeródromo que los británicos comenzaron a construir en Gibraltar en 1938. Una
pista de 1.700 metros que atraviesa un istmo ocupado por la vía de los hechos consumados, ya que no estaba incluido en el Tratado de Utrecht de
1713, por el que España cedió Gibraltar y Menorca a Gran Bretaña. El 3180
de Iberia era el primer vuelo español a la Roca. Otro avión, en este caso de
GB Airways, con jóvenes de El Peñón y de todo el Campo de Gibraltar a bordo, había despegado 45 minutos antes rumbo a Barajas. Ambos vuelos insuflan aire fresco al conflicto que se inició el 4 de agosto de 1704, cuando la flota anglo-holandesa ocupó aquella roca en plena Guerra de Sucesión española.
Varios empresarios y políticos, algunos turistas y un grupo de cuarenta
periodistas ocupamos las 141 plazas disponibles. El representante del Gobierno español, el “número dos” del ministerio de Asuntos Exteriores, Bernardino León, indicó que se encontraba en el avión porque el Gobierno tenía
que estar representado en una ocasión histórica como ésta, pero precisó que
no se trataba de una visita oficial. “Con este vuelo ―declaró― no hay ganadores ni perdedores y no hay ni avances ni retrocesos en las reivindicaciones
de España”. El vuelo es el resultado de los acuerdos suscritos el pasado mes
de septiembre en Córdoba por el Foro Tripartito de Diálogo, entre España,
Reino Unido y Gibraltar.
En la pista, junto a autoridades de El Peñón y de la comarca, aguardaba
el ministro principal de Gibraltar y casi 200 periodistas acreditados. Peter
Caruana, en un perfecto español con marcado acento andaluz, elogió el “coraje y la valentía política del Gobierno español por invertir en solucionar un
problema que afectaba directamente a los ciudadanos”. Esta nueva conexión
aérea demuestra que “es posible que los Gobiernos se ocupen de problemas
políticos, de Estado, de soberanía, y a la vez se hable de normalidad ciudadana”. Advirtió, sin embargo, que la “soberanía conjunta no entra en las
ideas de los ciudadanos de Gibraltar”.
Entre las autoridades se encontraban el director general de Asuntos Exteriores para Europa, José Pons; su homólogo británico, Anthony Smith; el
presidente de Iberia, Fernando Conte; el consejero de Presidencia de la Junta de Andalucía, Gaspar Zarrías y los alcaldes de varias localidades del Campo de Gibraltar, quienes destacaron la importancia del vuelo para el turismo
y la actividad económica de la zona.
30
No obstante, parte de los ciudadanos de Gibraltar consideran innecesaria
esta nueva conexión con Madrid. Caruana invitó a la delegación oficial a una
recepción en el Rock Hotel y a una visita guiada por la colonia, en la que todos pudieron contemplar los monos que viven de manera salvaje en El Peñón. El avión despegó a las 16.10 horas y tomó tierra una hora después en
la capital de España. Esperemos optimistas que estos nuevos vuelos lo sean
de pájaros… de buen agüero.
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RUMBO A ÁFRICA
La decisión de renunciar a los modernos ferris que surcan el Estrecho de Gibraltar en un santiamén parecía absurda. Máxime, cuando se sabía que el buque de
pasajeros convencional en el que habían embarcado, de bandera marroquí, 115 metros de eslora y cuatro décadas de servicio, en vez de gobernar hacia el nuevo y más
próximo puerto de Tánger Med, se aprestaba a surcar las casi cuarenta millas que
dista Algeciras del Tánger de toda la vida. Álvaro tenía sus razones.
―Nunca llegaremos con esta cafetera.
―¡Qué prisa tienes, Teresa! ¿Habrías preferido violentar esta mágica noche
con el insensato estruendo de un ferri rápido por arrancarle unos instantes a un tiempo que te sobra o es que no te gustan los barcos?
―Me apasionan.
―Pues acompáñame. Puede que divisemos una de esas espectrales siluetas
que rondan la mar africana.
―¿Qué?
Salió a cubierta sin responder y ella, desconcertada, le siguió hasta que se detuvo bajo el puente, a mitad del pasillo que comunicaba ambas amuras. Estaban solos. La ligera brisa de levante apenas rizaba el mar. La navegación entre Punta Acebuche y Tarifa era apacible. A babor África.
―Te contaré una insólita aventura de mar y de barcos que viví hace muchos
años en el Golfo de Guinea.
―Si te apetece…
―El Alyolex, un mercante español, fue impelido a zarpar a toda prisa del puerto de la antigua Santa Isabel con las casi mil personas que, tras largos días de paciente espera, acababan de abordarlo por la fuerza.
―¿Mil polizones?
―Cargados con toda clase de pertrechos que, en un abrir y cerrar de ojos, como
si de un repentino tsunami humano se tratase, colmaron hasta el último de los rincones disponibles, incluidos los altos de las pilas de contenedores trincados en cubierta.
―¿Ibas a bordo?
—Con cuatro compañeros, para hacernos cargo en el puerto de Bata de los vehículos de la expedición Mil Kilómetros de Amistad
que, semanas antes,
habíamos embarcado en Cádiz para recorrer la región continental de Guinea Ecuatorial durante el mes de agosto.
―¡Jo, un expedición! ¡Me encantaría viajar a África!
—Ya vamos hacia allí.
33
Entonces le contó, tratando de ser lo más fiel posible al relato que la víspera
había incluido en la novela que estaba escribiendo, cómo en la lejana tarde del 28 de
julio de 1987 ni el capitán, ni ninguno de los tripulantes, tuvo humor para deleitarse
con el impresionante panorama del gigantesco Pico Basilé,
de más de tres mil
metros, sumido en la espectacular puesta de sol; ni con los poblados de Rebola y Baney, camuflados en la espesa vegetación de las colinas; ni con la asombrosa quietud
ocre de la destartalada capital ecuatoguineana, enmarcada entre Punta Fernanda y
Punta Cristina. Cómo el barco, ya a toda máquina, con su exótica mezcolanza de
hombres, mujeres, niños, gallinas, cabras y fardos de yuca fermentada envuelta en
hojas de platanera, dejaba atrás, ¡qué remedio!, aquella espectacular bahía de la que
Kelly, un capitán de la Marina Real Inglesa que antaño navegó por aquellos parajes,
afirmó "que después de Nápoles, no había visto ningún otro punto más susceptible
de ser transformado en un perfecto edén…” para concluir extasiado “que el inmenso
bosque que cubre las pendientes de las colinas ceda su puesto a las plantaciones de
caña de azúcar, que las cejas de esas mismas colinas se cubran de cafetos; que se
construya en el ángulo oriental de la bahía y terrenos próximos al río una población
de suficiente importancia que sea la capital de la isla y la de Fernando Poo sobrepujará, sin disputa alguna, a todas las posesiones inglesas de Las Antillas".
―¿Te refieres a la capital de Guinea Ecuatorial?
―En efecto, ese bello enclave que su descubridor llamó Fermosa; Clarence, los
ingleses, en 1827; Santa Isabel, los españoles, en 1843; y Malabo, el dictador Macías, poco después de la independencia.
―Confieso que no se casi nada de la colonización de aquellos territorios.
¿Qué dista la isla de la región continental del país?
―En torno a doscientas millas: una tarde y toda una noche, a los diez o doce
nudos a los que navegábamos.
―¿Es que no tenían otra forma de viajar?
―Aquel verano la Isla de Bioko llevaba demasiado tiempo incomunicada con la
región continental. El único barco que hacía la singladura con cierta regularidad era el
Acacio Mañé…
―Me suena.
―Mañé Elá fue un líder nacionalista que se negó a exiliarse convencido de que
la libertad debía conquistarse desde dentro y fue asesinado durante la colonia.
―Me refiero al barco.
―Contaba el marino Sebastián Cabot que parecía “un bosque animado, con la
cubierta llena de gente cargada de cosas y animales de todo tipo”. Se construyó en
Japón por encargo de China que lo cedió a Guinea. Se incendió hace más de diez
años cuando navegaba por la costa de Liberia. Abandonado por la tripulación, quedó
a la deriva hasta que fue localizado en aguas de Costa de Marfil y remolcado a una
base naval donde, algún tiempo después, fue descontaminado y hundido para crear
un arrecife artificial.
―Ya recuerdo. Hace unos meses entrevisté a un miembro de la organización
Grieme para un programa de televisión sobre la protección de los océanos que me
habló de un viejo barco guineano hundido con ese fin.
34
―El hecho, Teresa, es que el Acacio Mañé se encontraba averiado y aquella
gente, ansiosa por regresar a sus poblados, cifraba sus esperanzas en la arribada del
carguero Alyolex, propiedad de la naviera española García Miñaur, que hacía escala
en la isla mensualmente. De ahí que su capitán, alarmado ante la multitud concentrada en el puerto, advirtiese a la embajada española del riesgo de que pudiesen
asaltar el barco.
―¿Lo publicó la prensa?
―Las noticias que llegaron fueron desmentidas por Asuntos Exteriores. El embajador Núñez García-Sauco
decidió minimizar un gravísimo incidente que, lejos
de impedir, había contribuido a provocar.
―¿Cómo?
—Autorizando a embarcar a un grupo de personas en contra del criterio del
capitán.
―¿Con qué autoridad?
―Ninguna.
―¿Entonces?
―Núñez era un singular personaje, prepotente y ambicioso, que actuaba como
un virrey obsesionado por demostrar a la Corte que él, a diferencia de todos sus antecesores en el cargo, sí era capaz de normalizar las siempre tensas relaciones con
Guinea. Así que cuando el Sindicato de la Marina Mercante pidió explicaciones públicas al ministro de Asuntos Exteriores, el embajador restó importancia a unos hechos
de los que osó decir que no había tenido noticia.
Algo inverosímil, dado que estaba en la ciudad y que su residencia oficial, situada en Punta Cristina, disponía de una
magnífica panorámica sobre el puerto.
―¿Insinúas que lo presenció?
―Seguro y, en todo caso, se lo habrían contado al instante con todo detalle.
Allí no podía pasar desapercibido un suceso que, incluso, le acabaría costando el
puesto al capitán del puerto.
Lo cierto es que la falta de pruebas gráficas posibilitó que los medios de comunicación acabasen dando por buena su falsa versión y
que el propio sindicato denunciante terminase agradeciendo a Exteriores el apoyo del
embajador.
—¿Así quedó la cosa?
—¡Qué va! A finales de agosto regresamos a Madrid y pudimos contar lo que
realmente acaeció aquella tarde en el destartalado puerto guineano. La crónica de
Fernando Baeta y la impresionante foto
de nuestro compañero Juan Echeverría,
publicada a todo color en las páginas centrales de Diario 16, el periódico que entonces dirigía Pedro J. Ramírez, desenmascararon la actuación irresponsable de aquel
embajador y la opinión pública, engañada por los responsables del Palacio de Santa
Cruz, pudo saber la verdad.
―¿Y?
―El conocimiento de la dramática dimensión del asalto fue uno más de los inquietantes sucesos que contribuyeron a que, meses después, el Congreso de los
Diputados, preocupado por la ineficacia de la cooperación y el retroceso de la presen-
35
cia española en el país, acordase constituir una comisión de investigación.
que yo venía persiguiendo con ahínco desde hacía algún tiempo.
Algo
―¿Qué relación tenías con Guinea?
―Poco antes había sido director del programa de la Universidad Nacional de
Educación a Distancia en la antigua colonia y no pude evitar enfrascarme en la denuncia
de la corrupción galopante propiciada allí por los primeros Gobiernos españoles de la democracia, pero eso ya es agua pasada. Esta noche de mar y de barcos siento nostalgia de África y me apetece hablarte del inaudito espectáculo que
presencié desde el puente de aquel barco.
―¡Ah! esa espectral silueta…
—Cuando, ajeno ya al monótono ronroneo de la máquina, el inusitado pasaje
se había rendido al sueño el capitán nos dio las buenas noches y se retiró a su camarote. Y en ese preciso instante, realzada por los trémulos rayos de luz de los mortecinos focos del carguero, se destacó una grácil forma de mujer en lo alto del más elevado de los contenedores. Era como si un imponente y sugestivo mascarón de proa
se hubiese zafado de lo alto del tajamar para advertir del escollo que únicamente
desde su avanzada posición podía otearse. Sólo entonces se reveló la fantasmagórica
dimensión de aquella nave abarrotada que cortaba un mar sin luna rumbo a Bata.
―¿Quién era?
―Eso nos preguntamos quiénes contemplábamos la escena desde el puente.
Y le contó cómo una joven esbelta, libre y rumbosa comenzó a danzar desnuda
con fogosa voluptuosidad africana. Imponente silueta de un anhelo. Símbolo descarnado y sublime que, en pleno siglo XX, se izaba en el tinglado de un nuevo barco negrero rememorando los sueños y el ansia de vida, de justicia y de libertad de todo un
continente agotado por una espera larga y penosa en demasía. Perfil melancólico de
un aliento. Excelso hechizo romántico y libertario. Esbozo de una alegoría quebrada
de repente por el golpe bajo asestado por el rudo timonel que gobernaba: “Es Linda,
la puta más linda de Valencia. La última vez que estuve con ella me dijo que quería
regresar a Guinea y comenzar una nueva vida. Estoy loco por volver a follármela”.
―¡Qué tío tan bruto!
―Menos mal que después de su exabrupto, el marinero, que llevaba toda la
guardia tratando de entrometerse en las conversaciones que manteníamos en el
puente, cayó en la cuenta, como Mc Kisco, en Suave es la Noche, “de que seguir intentándolo era como darle la mano continuamente a un guante del que ésta se hubiera retirado, por lo que, al fin, resignado, dedicó toda su atención exclusivamente
al timón...”
―Al champán, en el original de Fitzgerald.
―¿La has leído?
―Claro.
―Al oír ese nombre miré con los prismáticos; si era Linda iría a su encuentro…
―¿También querías probar suerte?
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―¡Por Dios, Teresa! Aquella chica había venido a verme años antes y perdí su
pista sin poder ayudarla.
―Perdona, pero con los tíos nunca se sabe... ¿Hablaste con ella?
―La cubierta estaba atestada y desistí con la esperanza de localizarla cuando
el carguero iniciase la maniobra de atraque en el puerto de Bata.
—¿Pudiste?
—Aunque todo hacía presagiar que el desalojo sería caótico, el pasaje, extenuado tras la penosa travesía, acató a pie juntillas las instrucciones que vociferaban
los altavoces y comenzó a descender disciplinadamente por la pasarela del barco.
Sólo cuando, expedita la cubierta, se iniciaba el aparatoso trajín de las grúas, ella,
cuan heroína rescatada del fondo del abismo, apareció alzada al volante del primero
de los Land Rover que se descargaba. Y es que Linda, como Rosa Regás dijera, en
Azul, de Andrea Corella, "llenaba un local con su presencia". Y una noche. Y un barco.
Y, como sucedió aquella mañana, todo un puerto africano abarrotado de nuevos esclavos que, pacientes y resignados a su suerte, ya caminaban con sus coloridos pertrechos a cuestas por los senderos de laterita roja que conducían a sus poblados.
Aquella noche no le desveló a Tere que la exótica mulata de sagaces ojos ámbar había nacido pocos meses después de que su madre fuese obligada a retornar a
su país desde el vecino Gabón. Ni que en plena época de Macías, advertida de que
toda su familia estaba siendo asesinada por orden del dictador, apenas tuviese tiempo de ponerse a salvo en la cercana población camerunesa de Kie Ossi. Ni que tan
precipitada huida acaeciese minutos después de, a sus trece años, dar a luz en una
misión de la Orden de María y Jesús. Ni que, víctima de una red de trata de personas,
que la ocultó, primero en Camerún y luego en Nigeria, fuese obligada a
prostituirse en Marsella. Ni que en 1984, liberada gracias a una ONG colaboradora
del ACNUR, decidiese instalarse en Valencia mientras reunía los medios para regresar
y rehacer su vida. Sin embargo, le estuvo hablando de Paco Fuertes hasta que la presencia de Dani Viola interrumpió aquella primera noche de mar y de barcos rumbo a
África.
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ASONGA
Apenas el padre lograba conciliar el sueño la niña reanudaba el llanto. Y no cesaba hasta que el suave balanceo de la cuna restituía, apenas unos instantes, la
quietud, mitad mar, mitad selva, a aquella tórrida noche africana. La pequeña no se
durmió hasta que la electricidad se fue a las cuatro de la madrugada y dejó de vibrar
el aparato de aire acondicionado. Paco, desvelado, sudoroso y sediento, dio varias
vueltas en la cama lienta antes de levantarse. Lo hizo y, en cueros como estaba, salió del dormitorio con sigilo. Se dirigió a tientas al cuarto de baño y, como tenía bien
aprendido, se sentó en la taza. Habían transcurrido muchos años desde que doña Catalina, su madre, la única hembra en un hogar con seis varones, cansada de quejarse
sin éxito de tantos salpicones pegajosos y malolientes, determinase un buen día que
todos orinasen a horcajadas en el único retrete de su modesta casa. Se puso el pantalón corto de tela vaquera que pendía de uno de los clavos de a cuarto que hacían
de colgadero tras la puerta y, ya en la cocina, buscó sin éxito la linterna. La necesidad de fumar, más que la de ver, le llevaron a la caja de mixtos y a una vela vieja.
Prendió el pabilo y vertió unas gotas de cera para fijarla. Encendió un pitillo, bebió
agua helada y aguardó paciente a que burbujease la vieja cafetera. A través de la
persiana entreabierta confirmó que nada alumbraba la obscuridad salvo el minúsculo
e inquieto punto rojo intermitente que delataba que el guachimán del taller mecánico
velaba en su puesto. Sorbió el café hirviendo. Sopló la llama. Abrió y cerró la puerta
con sigilo. Bajó los dos escalones y, como todas las noches, tropezó con los desperdicios de la bolsa de basura esparcidos por el suelo.
―¡Gatos de mierda!
Caminó despacio hacia el taller por la senda de cemento que discurría entre las
"caracolas" prefabricadas del poblado que la Cooperación Española había dispuesto
en la estrecha franja arenosa situada entre la playa y la carretera del aeropuerto, en
las cercanías del poblado ndowe de Asonga. Uno a uno, cinco de los seis guachimanes le fueron apuntando con sus nerviosas linternas para cerciorarse de que el mecánico les veía acechar entre las sombras. El viejo Oko no lo hizo, pero anduvo cansinamente a su encuentro desde el enorme mango de corteza negra y rugosa, copa grande
y espesa y hojas persistentes, duras y lanceoladas, bajo el que se resguardaba cada
noche. En el húmedo y cálido ambiente tropical apenas un susurro de mar y de selva.
―¡Ambolo, masa!
―¡Ambolo, Oko!
Oko era un hombre menudo. Su cabello rizado era tan blanco como la pulpa
del coco. ¿De qué edad? Ni él mismo sabía a ciencia cierta cuándo había nacido a orillas del Utonde en una cabaña de madera y hojas de palmera entrelazadas con cuerdas de melongo. Su referencia vital más lejana era el día que se embarcó con su padre en uno de los muchos cayucos que abordaron curiosos un vapor español recién
fondeado. Tal vez el “Rabat”, de la Compañía Trasatlántica, que transportó en 1901 a
Guinea a D. Enrique D'Almonte y a otros expedicionarios, miembros de la Comisión
de Límites, para trazar las nuevas fronteras acordadas en París entre el embajador
León y Castillo y el ministro francés de Negocios Extranjeros Delcassé. O puede que
el ansiado “Mogador”, que arribó el 20 de julio de 1905 sin el médico, el practicante,
las medicinas y los recursos necesarios para iniciar la expedición al interior organizada por Ramos Izquierdo. Incursión que, como recuerda Abelardo de Unzueta en su
Guinea Continental Española, "duró exactamente del 5 al 28 de agosto, siendo la distancia máxima que se alejaron de la costa de 17 kilómetros, frente al río Utonde, en
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el poblado de Aseng, y de 30 kilómetros en el poblado de Besongue, frente al costero
de Engaba, ambas en línea recta". Y que, en el aspecto político, trajo como consecuencia "el sometimiento a nuestra autoridad de las tribus pamues que habitaban ese
territorio”.
Sea como fuere el guachimán acopiaba intactos en su memoria remembranzas
de una vida dura, larga y monótona que solían aflorar durante las silenciosas guardias con su afilado machete en la mano y la colilla, casi siempre apagada, entre los
labios. Parco de palabra, sólo salía de su mutismo algunos atardeceres, entre su gente, a la puerta de su cabaña, ya con cubierta de chapa. O en la playa, recostado bajo
los cocoteros en su viejo cayuco de ocume cuarteado como él por el sol y el salitre.
Rodeado de niños a los que entusiasmaban las historias que narraba al ritmo sosegado de su pastosa sangre bantú. De noche, cuando acechaba acoplado al cochambroso asiento jalado de un destartalado Land Rover, Oko permanecía ausente, oculto por
su negritud, ensimismado en su vejez, en su soledad y en sus distantes recuerdos. Y
es que a Oko, como al Don Ruggero del Denario del Sueño de Marguerite Yourcenar,
no cabía imaginárselo sino viejo, ya que "la vejez parecía un estado natural en aquel
hombre cuyo único valor consistía en ser el resultado de un pasado".
Paco caminó junto a él unos cuantos metros antes de echar un vistazo a la trasera del taller y comprobar que todo seguía en orden. Volvió sobre sus pasos y se
sentó a su lado. Quemaron varios cigarrillos sin mediar palabra. En sus casi veinte
años en África él también había aprendido a saborear el placer de aguardar en silencio a que despuntase el alba. El contraste entre el torso desnudo del mecánico y
aquel anciano arropado componían una imagen chocante. El calor de la noche, sin
apenas brisa, era pegajoso, pero Oko siempre se abrigaba. Y más ahora, que el más
joven de sus bisnietos acababa de enviarle desde la Unión Soviética un gran tabardo
de piel y de lana.
―¿Cuándo regresa Deogracias?
―A final de año.
―¿Y qué va a hacer aquí?
―Será director del hospital de Niefang.
―¿Director?, pero si empezó a estudiar Medicina hace poco más de un año.
―¡Ah masa! él tiene buena cabeza.
Al creciente ruido que agredió la calma se añadieron pronto, reflejados en la
enorme ceiba que sobresale majestuosa entre la mar y el pequeño poblado de Asonga, los destellos luminosos del vehículo que se acercaba.
―¿Quién será a estas horas?
―Don Pedro.
―¿El maestro?
―No, ese volvió a tiempo. El subteniente.
―¿A tiempo? ―preguntó Paco sorprendido.
―Esta tarde el "emba", delante de don Pepe,
nos ha ordenado que cerremos la cancela a las doce y que no abramos a nadie después de las dos.
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―¡Hijo de puta!
―Sí, este embajador tiene mucha complicación.
―¿Y ahora qué? ―A Paco le preocupaba que el militar hiciese sonar el claxon y
despertase a su hija enferma―. Este tío —pensó— vendrá bien cargado.
El guachimán apagó el pitillo con esmero y guardó la colilla en el bolsillo superior de la raída chaqueta oculta bajo el flamante tabardo. Se irguió no sin dificultad y,
linterna, machete y llave en mano, se apresuró hacia la cancela tratando de evitar
que le cegase la luz larga, intermitente y nerviosa de aquel “cuatro latas” blanco.
―¡Oko, el “emba” te va a joder!
―Don Pepe ha dicho... ―Oko avanzó decidido, sabedor de que sólo debía acatar las órdenes de su pequeño jefe blanco que le pagaba cada semana.
―Espera, abriré yo. ―Paco se levantó a desgana y caminó hacia la cancela. Sabía por propia experiencia que el prepotente y arbitrario embajador Núñez era muy
capaz de despedir al guachimán.
―Puedo hacerlo yo.
―¡Dame la llave Oko!
―Don Pepe ha dicho…
―¡Coño! Te digo que abriré yo. ¡Fuga, Oko! Y tú, ¡cabrón!, apaga las luces y no
se te ocurra armar barullo si esta puta noche quieres dormir en tu cama.
Tras el incidente, el mecánico dudó entre volver a conciliar el sueño en su
“caracola” o aguardar en vela a que amaneciese. Pronto tendría que ir al puerto a
esperar la arribada del barco que atracaría en Bata con Álvaro y los vehículos de la
expedición Mil Kilómetros de Amistad.
Llevaba inquieto varios días. La osada iniciativa de la Asociación de Amigos de Guinea Ecuatorial,
era una más de sus calculadas acciones para llamar la atención de la opinión pública sobre la nefasta actuación del Gobierno del presidente González Márquez en la antigua colonia y forzar la
constitución de una comisión de investigación parlamentaria sobre la ineficaz y corrupta política de cooperación. Algo que, tras sus constantes denuncias en los medios, había acabado por crispar el ambiente en la Embajada de España en Malabo.
Paco había decidido hacer caso omiso de la orden de Núñez de no prestarles
apoyo alguno a los expedicionarios. Hacía un par de años que éste le había intentado
expulsar de la Cooperación Española. Sin comerlo ni beberlo se había visto forzado a
echarle un pulso al caprichoso virrey para defenderse de una injusticia. El escándalo
fue de aúpa, mas con la ayuda de Álvaro y de otros muchos cooperantes, religiosos
incluidos, tuvo que ser readmitido. Estaba dispuesto a arriesgarse y le había organizado a su amigo una cordial bienvenida. Era lo que le pedía el cuerpo, así que optó
por acomodarse al lado del viejo y aguardar la aurora bajo el enorme mango. Aunque no había pegado ojo por el llanto de la hija, el insoportable calor de aquellas “caracolas” de plástico y la agitación de la espera, apenas sentía sueño. Además, el
amanecer sólo se demoraría el plácido rato de fumar unos cuantos cigarrillos más en
la compaña de Oko.
―¡Por Dios, Dani! ¡Qué susto me has dado!
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―Lo siento, llevaba un rato buscándoos para que vinieseis a cenar. Estamos en
el comedor. ¿Os esperamos?
―Vamos ―dijo Álvaro consciente de que se debía al grupo.
―Me interesa la historia de Linda. Y la denuncia de la cooperación. Y esa fantástica expedición a Guinea.
Prométeme que seguiremos hablando.
―Cuando quieras.
Cenaron mal. Tere ocupó el lugar que Dani le había reservado a su lado. Sofía
y Laura le hicieron un hueco al profe que no tardó en ponerse a hablar de cualquier
cosa sin prestar la menor atención al plato. Media hora antes de atracar en Tánger
vino una azafata en su busca: el capitán marroquí, al que había conocido el año que
tuvo su barco atracado en Marina Smir,
le invitaba a subir al puente. Puede que
ella le hubiese acompañado encantada; ¡qué mejor colofón para aquella travesía!,
pero no se lo propuso. Y desapareció hasta que, acompañado por Ayman, que les esperaba por si había que echarles una mano, se dirigió al grupo en la rampa de salida
de la estación marítima de Tánger.
―Como la PAUTA —les dijo— no es una agencia de viajes y vosotros no sois
turistas descartad que venga un autobús a recogeros. Dos o tres taxis transportarán
las maletas al hotel y podremos entrar en la vieja ciudad internacional paseando por
la antigua Medina. Tenemos que llegar a aquel edificio que se ve en lo alto. Sí, allí
enfrente, junto a las palmeras. ¿De acuerdo?
Dicho y hecho. Los taxistas ya le conocían. Álvaro y Ayman solventaron el trato
en un abrir y cerrar de ojos. Siempre iban al Continental. Un hotel, construido en
1865 frente al puerto, a espaldas del barrio de Dar Barud, en el que habían recalado
desde miembros de la Familia Real británica, hasta los Rolling Stone, pasando por
personajes tan famosos como Winston Churchill, Antonio Gaudí, Emilio Castelar, Pío
Baroja, Jacinto Benavente, Somerset Maugham, Paul Bowles y Hemingway, entre
otros.
―El cielo protector de Bernardo Bertolucci ―explicaba Dani, camino del hotel―, muestra escenas rodadas en su interior.
―La he visto ―afirmó una de las chicas del grupo que caminaba a su lado―.
¿Con John Malkovich, verdad?
―Y Debra Winger e, incluso, el propio Bowles, autor de la novela en la que se
inspira y al que, dicho sea de paso, no le gustó la puesta en escena.
―¿Tres amigos que llegan a Tánger desde Estados Unidos y…?
―Moresby, un músico que ya no compone. Y Kit, la esposa que trata de salvar
su matrimonio…
―Acostándose con el amigo que les acompañaba a la primera de cambio
―George Tunner, un joven rico que se consideraba un viajero y no un simple turista. Ya sabéis —aclaró Dani— “los turistas vuelven; los viajeros, no necesariamente”.
―Y que, muerto el marido en dramáticas circunstancias, vive con un tuareg del
desierto una violenta relación de sumisión y sexo.
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―Una excelente cinta sobre el sentido de la vida, con una impresionante fotografía de Vittorio Storaro, aunque Bertolucci ―concluyó Dani, rematando su alarde de
erudición cinematográfica― no pudo conseguir que la interpretasen William Hurt, Melanie Griffith y Dennis Quaid.
En la recepción del hotel resultó inevitable el caos provocado por la exigencia
de rellenar las farragosas fichas de la policía y la necesidad de acomodar a todos en
habitaciones con dos o tres camas. Tere, poco amiga de las aglomeraciones, optó por
aguardar al aire libre sentada en la terraza hasta que Álvaro fue en su busca.
―A mí no me importaría ir a otro hotel si faltan habitaciones.
―Hay de sobra.
―Me refiero a una individual, pagaría encantada la diferencia.
―Mohamed, por favor ―Álvaro se dirigió al conserje―, esta señorita tan joven
y tan guapa es periodista y ha venido a hacer un reportaje sobre la historia del Continental. Dale una buena habitación para ella sola. ¿Está libre la 108?
―Esa es la suite que usted utiliza.
―Pues para ella. —Mohamed cogió su pasaporte, un pasaporte rojo de los
miembros del cuerpo diplomático español, y anotó cuidadosamente su nombre en la
correspondiente casilla del alargado cuaderno de registro de habitaciones. A él le adjudicó la 107.
Eran casi las dos de la madrugada. Algunos salieron a dar una vuelta, pero
Tere aún permaneció un buen rato en el balcón absorta ante la impresionante bahía:
a sus veintitrés años el camino de rosas planeado artesanalmente por su padre se
tornaba temible encrucijada.
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ALGUNOS AÑOS ANTES
El mensaje del funcionario de la Embajada de Arabia Saudí en Madrid había sido tan preciso como misterioso: Profesor Díaz-Cueto, nuestro embajador le saluda y
le agradece que haya aceptado su invitación. El primer secretario de nuestra embajada en París le recogerá en el Crillon mañana miércoles, a las 19 horas, y le acompañará al aeropuerto. Un coche le aguardará en Ginebra para llevarle al hotel que nos
indicó. El jueves, a las 11 horas, su alteza se reunirá allí con usted”.
El vuelo de Air France despegó de Orly a las nueve de la noche. Un par de horas antes el enviado de la Embajada de Arabia Saudí le aguardaba en el vestíbulo. Se
despidió del periodista José Luis Sanz sin apenas tiempo para comentar la insólita entrevista que acababan de mantener con el presidente de la República de Guinea
Ecuatorial en una espléndida y luminosa suite de la segunda planta del gran hotel de
la Plaza de la Concorde.
―Ya me contarás a qué se debe tan misteriosa escapada a Suiza. ―Esta vez
Álvaro había sido parco en explicaciones.
―Lo haré. Prepara una buena crónica. ¡Buen viaje y suerte!
El Hotel de Crillon, residencia tradicional de aristócratas, magnates y altos dignatarios, es un edificio señorial que data de finales del siglo XVIII cuando la Villa de
París cedió, allá por el año 1775, el número 10 de la Plaza de Luis XV ―bautizada
Plaza de la Concorde en 1792― al arquitecto Louis-François Trouard que lo construiría siguiendo los atinados consejos del duque de Aumont, hombre de refinado gusto y
buen amigo de las letras. En 1788 fue adquirido por Francois-Felix-Dorothee Berton
des Balbes, Conde de Crillon, cuya familia, tras el obligado paréntesis de la Revolución,
lo conservó hasta 1907. El nuevo propietario confió al arquitecto Destailleurs su transformación en el actual hotel que fue inaugurado en 1909 con alharaca y gran boato.
La presencia de ambos en el lujoso palacio no pasó desapercibida para el secretario de Estado Luis Yáñez
que, acompañado del nuevo embajador de España
en Guinea y del director general de la Oficina de Cooperación con la antigua colonia,
el diplomático Fernando Riquelme,
también se había desplazado a París para entrevistarse con el mandatario guineano. Llegaban al hotel en el preciso momento en
que Álvaro se despedía del periodista junto al Mercedes con placas diplomáticas que
vino a recogerle. Yáñez les advirtió y ambos torcieron el gesto contrariados. José Luis
optó por alejarse guareciéndose bajo el paraguas de la curiosidad de los recién llegados. Exultante, respiró hondo, atravesó la Plaza de la Concorde, cruzó el Sena por el
puente de Alejandro III y caminó por la rue de l’Université en busca de su máquina
de escribir para plasmar su gran exclusiva cuanto antes. Aquel miércoles 21 de septiembre de 1988 la gran urbe comenzaba a resplandecer con los caprichosos destellos de las mil y una luminarias que la copiosa lluvia distorsionaba por doquier.
Que Yáñez, el embajador y Riquelme volasen a París había sido una repentina
decisión del ministro Fernández Ordóñez
que contrarió sobremanera a un secretario de Estado que ya había hecho planes para asistir con su esposa a la cena de gala que el Rey de España se disponía a ofrecer en honor de la señora Thatcher. Y es
que no corrían buenos tiempos para las casi siempre procelosas relaciones entre España y su antigua colonia africana.
La presencia española en el Golfo de Guinea se inició el 24 de marzo de 1778.
El Tratado del Pardo, celebrado entre la Reina María I de Portugal y el Rey Carlos III,
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ratificó los acuerdos de primero de octubre de 1777, alcanzados entre D. Francisco
de Souza Coutinho y el Conde de Floridablanca en San Ildefonso, mediante los que
su Majestad Fidelísima cedía a su Majestad Católica “la isla de Annobom, en la costa
de Biafra, con todos sus derechos, posesiones y acciones que tiene a la misma, para
que, desde luego, pertenezca a los dominios españoles, del mismo modo que hasta
ahora ha pertenecido a los de la Corona de Portugal, y asimismo todo el derecho y
acción que tiene o pueda tener a la isla de Fernando Poo,
en el Golfo de Guinea,
para que los vasallos de la Corona de España se puedan establecer en ella y negociar
en los puertos y costas opuestas a la isla como son los puertos del río Gabón, de los
Camarones, de Santo Domingo, de Cabo Formoso y otros de aquel distrito”. Una instrucción reservada, dada el 20 de octubre de 1777, reconocía que “la finalidad de las
islas era hacer el comercio de negros en la costa de Guinea y tener alguna arribada
propia en la ruta de Filipinas”.
La expedición para posesionarse de los nuevos territorios, presagio de una tumultuosa colonización, resultó harto accidentada. Las fragatas Santa Catalina y
Nuestra Señora de la Soledad, acompañadas por el bergantín Santiago, zarparon del
puerto de Montevideo el 17 de abril de 1778 al mando del Conde de Argelejos. Tras
arribar a la isla de Príncipe tuvieron que aguardar casi cuatro meses la llegada de
Fray Luis Caetano de Castro, el comisionado real que debía presidir la entrega oficial.
Reanudada la navegación avistaron la isla de Fernando Poo el 21 de octubre. Tres
días después tuvo lugar el desembarco en una bellísima bahía que bautizaron con el
nombre de San Carlos, hoy bahía de Luba. Según las crónicas los expedicionarios tomaron posesión de aquel trozo de África con “lanzamiento de salvas y quebranto de
ramas”.
En la travesía hacia la isla de Annobón, así llamada por haber sido descubierta
el primero de enero de 1475 por los portugueses João de Santarém y Pêro Escobar,
falleció el Conde de Argelejos y asumió el mando el coronel don Joaquín Primo de Rivera. El 29 de noviembre las naves arribaron a su destino, sin embargo, la actitud
belicosa de los annoboneses les impidió tomar posesión de la isla, viéndose forzados
a poner rumbo a Santo Tomé.
De vuelta a Fernando Poo, con intención de fundar en las costas del continente
africano algunos establecimientos militares y comerciales, las cosas se complicaron
aún más. La falta de quinina para combatir el paludismo y la escasez de víveres diezmó la expedición. El sargento Jerónimo Martín se sublevó, arrestó al coronel y ordenó
el regreso a Santo Tomé. Primo de Rivera, liberado al llegar a la isla portuguesa, tuvo
que aguardar un año en aquellos insalubres parajes en espera de socorro e instrucciones. El 12 de febrero de 1783 la expedición arribó a Montevideo con los exiguos
restos de una tripulación que tuvo que resistir el ataque de tres fragatas inglesas al
bergantín Santiago. Tras esos casi cinco largos y penosos años que demoró tamaña
peripecia atlántica España olvidaría aquellos territorios. De hecho, en 1827, el Anuario Real Británico incluía la isla de Fernando Poo como dominio colonial inglés. Aún
habría que aguardar hasta el 23 de febrero de 1843 para que el capitán de navío
Juan José Lerena y Barry arribase a Fernando Poo a bordo del bergantín Nervión y
proclamase a Isabel II reina soberana de aquel rincón de África. Desde aquella lejana
mañana de 1778, en la que el Conde de Argelejos zarpó de Montevideo, hasta que la
expedición de Lerena hizo efectivos los derechos españoles en el Golfo de Guinea,
transcurrieron 65 años. Tan largo tiempo de desinterés y abandono no culminó con la
firma de un acuerdo hispano-británico de compraventa de la isla de Fernando Poo
gracias a que las Cortes Españolas rechazaron in extremis la propuesta del general
Espartero.
Cuando medio siglo después, el 2 de febrero de 1900, el embajador de España
don Fernando León y Castillo, asistido por don Gonzalo de Reparaz, tuvo que afrontar
el duro trance de negociar el futuro de las posesiones españolas en África con el mi-
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nistro de negocios extranjeros Delcassé, era plenamente consciente de que no corrían buenos tiempos. La España de la época, tras los desastres de Cuba y Filipinas,
era, según su conocida sentencia, un “país sin fuerza para litigar”. Ahora, a punto de
finalizar el milenio, Alabart, otro embajador de España, iba a pasar un mal trago en
la audiencia concedida por el jefe del Estado de la antigua colonia ecuatorial al ginecólogo sevillano D. Luis Yáñez Barnuevo, a la sazón secretario de Estado de Cooperación Internacional e Iberoamérica.
Acomodado frente al negro dictador ecuatoguineano en el sofá azul turquesa
de una lujosa suite de la segunda planta del exclusivo Hotel de Crillon comprobó que
la España de la democracia, que él y sus distinguidos acompañantes representaban,
era un país sin credibilidad... para cooperar. Y es que si, en el París bullicioso de los
albores del siglo XX, el marqués del Muni pudo salvar algunos jirones de las viejas
posesiones españolas en el Golfo de Guinea, él, probablemente, albergaba serias dudas de que en el París amigo y socialista del ocaso la nueva misión alcanzase a convencer al dictador de las buenas intenciones del Reino de España. Máxime cuando
sabía, y lo corroboraba el diario Le Monde de la víspera, que Obiang y Mitterrand
acababan de rubricar en el Eliseo el definitivo ingreso de la antigua Guinea Española
en el llamado círculo de la francofonía. Y ello, como se lamentaba el vespertino, "a
pesar de las numerosas violaciones de los derechos humanos".
Aquella semana los acontecimientos se estaban desarrollando con gran celeridad. Un día antes, el martes, los medios de comunicación españoles habían difundido
en portada una escueta noticia:
DETENIDO CON DROGAS EN BARAJAS EL “HOMBRE FUERTE” DE LA EMBAJADA DE GUINEA. (El País, 20.09.1988).
El primer secretario y “hombre fuerte” de la Embajada de Guinea Ecuatorial en Madrid, Lucas Nguema Esono, fue detenido en la madrugada del pasado domingo en el aeropuerto de Barajas cuando pretendía abandonar España
con una voluminosa maleta que contenía “todo tipo de drogas”, según afirmaron fuentes policiales. Lucas Nguema fue posteriormente puesto en libertad,
en virtud de su inmunidad diplomática.
Fuentes gubernamentales españolas consultadas al respecto admitieron
que se trata de algo “grave”, máxime cuando el embajador lleva ya tres semanas ausente de Madrid, aparentemente evacuando consultas en Malabo...
Esta detención deteriora aún más las relaciones de España con su ex-colonia,
precisamente cuando el presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang
Nguema, acaba de anunciar una inesperada visita a Madrid a finales de esta
semana.
El Gobierno no tardó en reaccionar con firmeza y acordó la expulsión del diplomático ecuatoguineano:
EL PRIMER SECRETARIO DE LA EMBAJADA DE GUINEA ECUATORIAL SERÁ
EXPULSADO EN LOS PRÓXIMOS DÍAS. (El País, 21.09.1988).
El Gobierno español ha comunicado al de Guinea Ecuatorial la expulsión
del primer secretario de su embajada en Madrid, Lucas Nguema... La salida
del diplomático debe producirse “en el plazo más breve posible” según informó ayer el secretario de Estado para la Cooperación Internacional, Luis
Yáñez...
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Las relaciones con Guinea Ecuatorial atravesaban una fase especialmente delicada. A principios de 1988 el Congreso de los Diputados había adoptado la decisión
de constituir una Comisión parlamentaria de estudio y desarrollo de la cooperación
hispano-ecuatoguineana. Al propiciar la posibilidad de poner sobre el tapete parlamentario el bochornoso papel jugado por la Administración española en uno de los
escenarios más atrasados y corruptos del mundo despejaba el camino para la prosecución de la iniciativa que Álvaro había comenzado a gestar a principios de 1986. En
su opinión había que desenmascarar la connivencia con la dictadura de Obiang de los
sucesivos Gobiernos de la UCD y del PSOE y de ciertos grupos económicos españoles
y atajar cuanto antes un modelo de cooperación desordenado, ineficaz y dispendioso
que, por el volumen de recursos y el grado de control e influencia que ejercía, interfería negativamente en la realidad socio-económica, generaba una corrupción galopante y esterilizaba toda posibilidad de autodesarrollo del país y de progreso hacia la
democracia. El editorial que, días después de esta decisión del Congreso de los Diputados, dedicó El País a las relaciones entre Guinea y España, no dudaba en afirmar
que “La cooperación española ha sido y sigue siendo sensiblera, dispendiosa para el
bolsillo del contribuyente y absolutamente inútil para el enderezamiento de la economía ecuatoguineana. Sería necesario examinar en profundidad el esfuerzo cooperador de España, ejercido a través del Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI),
para averiguar dónde están las raíces de tal fracaso, pero probablemente no le es
ajeno un anti-imperialismo distorsionado y una política de ayuda a fondo perdido que
excluye cualquier filosofía inversora seria”.
Aunque la primera reunión formal de la Comisión tuvo lugar el 22 de junio de
ese año, las comparecencias no se iniciaron hasta después del verano, concretamente el 7 de septiembre. A partir de esa fecha todo lo relativo a la ex-colonia se convertía en titular candente, en gran medida por la creciente costumbre del partido socialista, en el poder desde finales del 82, de usar a fondo su mayoría absoluta para
bloquear cualquier intento de investigar de manera efectiva la corrupción galopante
que salpicaba al Gobierno de D. Felipe González Márquez. Álvaro, tras sus esfuerzos
para sensibilizar a la opinión pública sobre lo que él calificaba de “cooperación al subdesarrollo de Guinea Ecuatorial”,
se había concentrado en la elaboración de un
documentado informe-denuncia al Congreso de los Diputados
que, como publicó
El País,
proporcionó abundante munición a diputados y periodistas que, ante las
limitaciones sin cuento que imponía el “rodillo socialista” de la época, se lanzaron a
airear la compleja trama de ineficacia, derroche y corrupción de esta última gesta española en África.
En la ciudad de Bata, capital de la región continental, acababa de ser encarcelado el secretario general del Partido del Progreso, el abogado José Luis Jones Dougan que, en compañía del dirigente opositor Severo Moto, había viajado a Malabo para forzar la legalización de su formación política. A su vez, un elevado número de
disidentes, entre los que se encontraban algunos ciudadanos hispano-ecuatoguineanos, fueron acusados de un supuesto intento de golpe de Estado. Por su parte, la
organización ecologista Greenpeace denunciaba a bombo y platillo los planes gubernamentales de convertir la isla de Annobom en un enorme basurero de desechos tóxicos que, en un plazo de diez años, albergaría cinco millones de toneladas de residuos radiactivos. Obiang Nguema, conocedor del interés de ciertas empresas norteamericanas por deshacerse de ingentes cantidades de bidones con residuos de origen
diverso acumulados en Bergen, una pequeña localidad convertida en el mayor centro
de almacenaje de sustancias tóxicas de Estados Unidos, dio instrucciones a su embajador en la ONU, Florencio Mayé, para que aceptase la oferta del presidente de la
Miele Sanitation: 150 dólares por cada tonelada de asbesto, seiscientos por la de desechos de origen sanitario y 2.000 por la de residuos radioactivos, que abonaría la
Autoridad para los Servicios del Condado de Bergen. El traslado de los contenedores
desde el puerto de Newark sería gestionado por Axim, una entidad mercantil con representación en España creada al efecto. Además, Obiang habría firmado otros
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acuerdos similares. Entre ellos, según fuentes del Grupo Arco Iris del Parlamento Europeo, uno con la empresa Hamilton Resources, con sede en el 115 de Eaton Square,
en Londres. Guinea, como informaron oportunamente Ana Camacho y Tasio Camiñas,
estaba a punto de formar parte del grupo de países africanos ―Benín, Congo, Guinea Bissau, Gabón, Senegal, Nigeria, Zimbabue, Guinea Conakry y Sudáfrica― que se habían convertido en receptores de basuras tóxicas y peligrosas procedentes de los países desarrollados. Así estaban las cosas con respecto a ese pequeño
país africano a finales del verano del 88.
La cuestión guineana volvía a estar en el candelero. Y es que cada cierto tiempo, como si de algo inevitable se tratase, desde siempre, la antigua colonia irrumpía
bruscamente en los hogares españoles: el dictador Macías, el golpe de libertad, el oficialmente olvidado asesinato de la hermana Ana Llopart, el sargento Micó, la extraña
muerte de Martínez Líster al pie de la escalerilla de un avión al que nunca subió, el
terrible accidente del “Aviocar”, en enero del 87
que motivó un artículo en Álvaro
en defensa de los aviadores…
Sucesos excitantes que en la mente de los españoles relevaban al recuerdo, ¿al desdén?, del anterior acontecimiento y, en el súbito
alboroto, conformaban paulatinamente la parcial, aciaga y confusa imagen de la antigua colonia ecuatorial. Tras cada espectáculo que sobresaltaba a la opinión pública
fluía un devenir y una realidad insólitos. Un día a día que configuraba la agitada historia de un pueblo que no levantaba cabeza: un joven país mal habituado por los antiguos amos, ahora títere de la ineficaz y corrupta cooperación internacional liderada
por España.
El doce de octubre los restos maltrechos de aquellas viejas posesiones españolas del Golfo de Guinea cumplirían dos décadas de independencia. Su crónica, en tantos aspectos anunciada, era una amarga mezcla de subdesarrollo y paranoia. Un esperpento propiciado, a golpe de complicidad y desatino, por el enjambre insaciable
de demasiados nuevos colonos llegados de demasiadas metrópolis. Un mes después
de su independencia Guinea Ecuatorial se había convertido en el 126 Estado miembro
de la Organización de las Naciones Unidas. Sin embargo, ya se habían cometido tantos errores históricos que su futuro se encontraba seriamente hipotecado. Pero ¿alguien —como Álvaro se preguntaba en aquel duro artículo que el profesor Ramón
Tamames le publicó en el Anuario de El País del 88— alcanzó a imaginar que, veinte
años después, apenas unas horas en la antigua Santa Isabel bastarían para dar rienda suelta al desaliento? Y es que, sometido a una inaudita tensión entre la golosina y
los ancestros, aquel pueblo pluriétnico era señor, por supuesto, más también esclavo, de una geografía artificial y dispersa. Buena gente, sin duda, que continuaba confiando en un futuro que, por incierto que se vislumbrase, no atinaba a turbar el ritmo
sosegado y pastoso de su sangre-yuca africana. ¡Sería que eran jóvenes!
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UNA BURDA TRETA
El martes 20 de septiembre era un día desapacible. Tras el largo estío el agua
caía atropelladamente a impulso de las caprichosas ráfagas de un viento inusitado.
No funcionaban los semáforos. Los guardias municipales, héroes del instante, sabedores de que la ciudad, ahora en modo manual, era suya, se tornaban intratables
dictadores que gesticulaban y soplaban con fruición sus estridentes silbatos. El sonoro caos iba in crescendo. Sorprendido por los elementos, el Madrid que se ve desde el
cielo debía tener el apocalíptico aspecto de un hormiguero en apuros envuelto en la
enervante y monótona sonoridad de un disco rayado.
El periodista José Luis Sanz desistió de ir al Congreso de los Diputados a pillar
alguna información sobre Guinea. Se apeó del autobús en la glorieta de Emilio Castelar, entró en un estanco, compró una cajetilla de tabaco, encendió un cigarrillo y
subió a la redacción del diario El Independiente. Aceptó el café que le ofreció una
compañera, se hizo con varios periódicos y se instaló en su mesa de trabajo para
comprobar cómo había quedado su crónica. La cotejó con las de otros medios: ningún colega parecía darle mayor relevancia a la expulsión. Él sí lo había hecho y se
sentía inquieto ante las consecuencias que podría tener la detención del funcionario.
El hecho no habría revestido mayor importancia de no ser por una circunstancia de la que muy pocos estaban al tanto: hacía dos semanas que aguardaba respuesta en la mesa del embajador de España en Malabo una nota diplomática del Gobierno ecuatoguineano que denunciaba el consumo de estupefacientes por parte de
un determinado grupo de cooperantes españoles. Si a ello se añadía el hecho de que
Lucas Nguema era, y en Exteriores lo sabían, un personaje cercano al presidente
Obiang, resultaba verosímil que el dictador acordase en cualquier momento la expulsión del citado grupo. Y, de ser así, la tensión política derivada de tal medida de retorsión propiciaría la deseada excusa que necesitaba el Gobierno para aplazar sine
díe el inminente viaje oficial al país de la comisión parlamentaria española de investigación de la cooperación hispano-ecuatoguineana. Ese era el quid de la cuestión. Tenía el aspecto de una burda treta del Palacio de Santa Cruz que depararía un ansiado
respiro al cuestionado equipo del secretario de Estado Luis Yáñez y al propio presidente de la comisión, el diputado Ciriaco de Vicente, en un conflicto que se les escapaba de las manos.
Hacía varios días que el periodista barruntaba la idea de entrevistar a Obiang.
Suponía que colegas de otros medios pensarían lo mismo por lo que debía actuar con
gran celeridad y diligencia, pero necesitaba ayuda y recurrió a Álvaro.
―¿Sabes que van a expulsar a Luquito?
―Lo sé.
―Obiang está en Francia y le esperan en Madrid el viernes.
bazo arrancarle alguna declaración en París. ¿Lo ves viable?
Sería un bom-
―Parece que no concede entrevistas a los medios españoles desde que El País
denunció el envío de los residuos tóxicos a la isla de Annobom.
Tal vez si…
―¿Qué se te ocurre? —le interrumpió.
―Si tu periódico se hiciese cargo de los gastos de desplazamiento podría tratar
de conseguir una audiencia. Me interesaría hablar con Obiang.
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—¿Para qué?
—Para evitar que obstaculice la próxima visita a Malabo de los miembros de la
comisión parlamentaria y, de paso, sugerirle que les facilite información sobre determinados aspectos de la cooperación española.
―¿Y por qué habría de recibirte?
―Tengo un plan que podría funcionar. Consúltalo con tu director que yo voy a
tratar de localizar a Eloy Eló.
El ministro para las Relaciones con el Parlamento y uno de los principales asesores de Obiang Nguema llevaba ya cuatro días en la capital de España. Aguardaba
la llegada de su patrón que el viernes sería recibido por el Rey y el presidente del Gobierno. Eloy Eló Nvé Mbengono había nacido en 1944 en un poblado fang de la región
continental de Guinea Ecuatorial próximo a Mongomo. Licenciado en Derecho por la
Universidad Complutense regresó a su país en 1972 donde ejerció la abogacía y desempeñó diversos puestos administrativos. Tras el llamado Golpe de Libertad le impusieron el mal trago de defender al derrocado dictador Macías Nguema qué, condenado a la pena capital el 29 de septiembre de 1979, sería fusilado
esa misma
tarde por un pelotón de guardias marroquíes sin que el letrado se hubiese atrevido a
solicitar clemencia al presidente golpista. Estrecho colaborador de Obiang era considerado por muchos el cerebro gris del régimen. De hecho, formó parte de la Comisión Constitucional que elaboró la Ley Fundamental en 1982 y fue el padre del Partido Democrático de Guinea Ecuatorial (PDGE).
El ministro Eló, en pijama y enfrascado en la lectura de la prensa, apuraba un
copioso desayuno en su habitación del Hotel Eurobuilding de Madrid. Estaba satisfecho, casi eufórico, del eco que estaban teniendo sus duras declaraciones a Radio
Nacional de España.
"El dinero no llega a Malabo. Creo que hay mucha corrupción. Tengo fe
en que la comisión parlamentaria española pueda descubrir a los culpables.
Sé que el Gobierno español ha venido destinando ciertas cantidades de dinero para ayudar a Guinea, pero creo que esas cantidades nunca han llegado.
Guinea es un país pequeño que no tiene ni medio millón de habitantes. Si
hay 20.000 millones de pesetas en ayudas, algo se vería. Si no hay carreteras, si no hay hospitales, si no hay... por lo menos el dinero estaría en la
calle, como las hojas de los árboles.”
Una crónica, firmada por los periodistas Fernando Baeta y Alfonso Rojo en Diario 16, había recogido en portada una frase del ministro.
EN GUINEA NO HAY BOLSILLOS PARA EL DINERO QUE DICE HABER DADO
ESPAÑA.
Guinea no está satisfecha. La cooperación que recibimos es insuficiente y
su eficacia nula. Estamos convencidos que se puede hacer más. Es duro decirlo, pero la eficacia de la cooperación española no alcanza ni los mínimos...
España no ha tenido hasta el momento una política de Estado para cooperar
con Guinea. Sólo ha habido política de partido. Primero de la UCD y luego
del PSOE... Por eso el Gobierno y el pueblo guineano se alegran mucho de
que vaya a Malabo una delegación parlamentaria española. Todo lo que ellos
quieran saber, nosotros se lo vamos a decir...
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Los medios de comunicación españoles resaltaron una noticia llamativa: Obiang,
de visita en París, acababa de solicitar al presidente Mitterrand la entrada de su país
en la zona francófona. “Somos ―recogía la crónica de Ana Camacho en El País― el
único país bantú de lengua española de África Ecuatorial y nos sentimos huérfanos:
todos los otros países bantúes de esta región son francófonos. Por eso pedimos nuestra entrada en la francofonía...”
―Excelencia, le llama el Sr. Díaz-Cueto. Necesita hablar urgentemente con usted. ¿Va a atender la llamada?
―Sí. ―El ministro Eló apartó el periódico, apuró el café y descolgó el auricular.
―Ministro, Eloy, soy Díaz-Cueto, Álvaro Díaz-Cueto... ¿Cómo estás?
―Bien, muy bien. ¿Y tú? ¿Qué pasa?
―Quiero hablar contigo a la mayor brevedad. Necesito ver al presidente Obiang.
Tienes que conseguirme una entrevista con él urgentemente.
―Imposible. Su excelencia se encuentra en París con Mitterrand. El viernes estará unas horas en Madrid con el rey. El sábado regresamos a Malabo y luego debe
asistir a la Conferencia de Donantes organizada por la ONU en Ginebra. Lo veo muy
complicado. Tal vez a principios de noviembre, en Guinea. Tal vez…, ya veremos…
―El asunto es de gran trascendencia y no puede aguardar. Tiene que ser hoy o
mañana, en París… Lo antes posible.
―¿Pero qué sucede?
―¿Podríamos vernos?
―Bien. Esta tarde; a las cuatro en mi hotel.
―Gracias, ministro, iré con José Luis Sanz.
―¿Quién?
―Un amigo periodista al que conociste en Bata.
―No recuerdo, pero que venga si es tu amigo. A las cuatro en punto, que luego tengo que asistir a un acto oficial. Por cierto ¿qué sabes de Bruno?
―Está en Madrid.
―Pues llámale y que os acompañe; necesito verle.
―Lo haré. Nos vemos a las cuatro. Gracias ministro.
Díaz-Cueto y Eló se conocían desde hacía algunos años. Habían coincidido varias veces en Guinea y en Madrid y mantenían una buena relación. El primer encuentro tuvo lugar en Bata, en la bonita y acogedora casa junto al mar de un amigo común: el empresario italiano Bruno Bertoni. Un hombre influyente que había pasado
gran parte de su vida en Guinea, ya que su padre inició negocios de construcción en
la colonia tras la II Guerra Mundial. Casado con una esbelta y guapa española, hacía
muchos años que vivía a caballo entre España y Guinea. El italiano, un hombre afable
y elegante, ya bien entrado en la cincuentena, sabía tantas cosas del papel que los
nuevos dirigentes habían desempeñado en la época de la siniestra dictadura de Ma-
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cías y había hecho tantos favores y putadas a unos y a otros que la linde entre el
afecto y el temor que le profesaban resultaba confusa.
―¿Diario El Independiente?
―Sí.
―Por favor, querría hablar con el Sr. Sanz.
―Ahora no puede atenderle.
—Dígale, por favor, que le ha llamado Álvaro Díaz-Cueto para confirmarle que
esta tarde, a las cuatro, nos recibirá el ministro Eló. Que a las tres y media le espero
en la cafetería del Hotel Eurobuilding. No lo olvide señorita, que es muy importante.
Llegó puntual. Álvaro, impaciente, comenzó a contarle el plan que había diseñado sin molestarse en preguntarle si deseaba tomar algo. Y se sintió molesto cuando el periodista, en vez de prestarle la atención que requería el asunto, se distrajo
con la cigarrera. Solía ocurrirle siempre que sus interlocutores, no valorando la urgencia o la importancia de lo que trataban, le interrumpían con un motivo baladí.
¿Cómo era posible ―pensó desconcertado― que José Luis, con la que tenemos encima, se ponga a coquetear? Le pareció inacabable el tiempo que dedicó a elegir el puro y no disimuló su desagrado.
―Disculpa, ¿decías...? ―José Luis regresaba a la conversación exhalando con
deleite una gran y apestosa bocanada de espirales de humo mientras arrancaba perezosamente sus ojos lascivos del sugerente culo de la hermosa hembra que se alejaba contoneándose entre las mesas.
―Ahora ―continuó, repuesto de tan nimia contrariedad― intentaremos que el
ministro nos gestione una entrevista con Obiang. Si accede, el plan es el siguiente:
nos vamos a París y yo informo al presidente de mi propuesta. Como es un asunto
delicado, que puede tener consecuencias políticas, tengo mucho interés en que seas
testigo. A continuación le haces la entrevista. ¿Se hará cargo de los gastos el periódico? ―En ese momento la financiación del viaje era una cuestión esencial. La pelea
con el ministerio de Asuntos Exteriores, que ya duraba más de dos años, estaba acabando con sus exiguos ahorros―.
―Sí, tenemos vía libre. Si se confirma llamaré para que saquen los pasajes y
reserven el hotel, pero ¿qué piensas contarle al ministro?
―Confía en mí.
El ministro les recibió en torno a la pequeña mesa circular que ocupaba el rincón izquierdo del dormitorio, entre el gran ventanal y la cama. Estaba en mangas de
camisa y se había aflojado el nudo de su corbata de seda de suaves tonos azules y
amarillos. Les saludó campechanamente. No reconoció al periodista hasta que éste le
recordó su encuentro en el Palacio de África, hacía dos años, con motivo de una Comisión Mixta Hispano-Guineana, que había cubierto cuando trabajaba para Diario 16.
―¿Hablaste con Bruno?
―Sí. No ha podido acompañarnos, pero te llamará a lo largo de la tarde. Quiere
invitarte a cenar. Si no te localiza por teléfono pasará por el hotel alrededor de las diez.
―Gracias. ―La noticia había alegrado visiblemente a Eló. Álvaro, consciente de
la influencia de Bruno sobre éste, le había puesto en antecedentes. Podría mediar si
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fallaba la gestión que tenían entre manos e, incluso, si fuere menester, hablar directamente con el presidente.
―Bueno, vamos al grano. ¿Qué pasa? ¿A qué viene esa urgencia? ¿Qué queréis plantearle a su excelencia?
Álvaro le expuso al ministro su punto de vista sobre el nuevo escenario generado tras la detención y expulsión del diplomático guineano y el consiguiente riesgo
de que el presidente cayese en la provocación de Exteriores con el resultado final de
frustrar la inminente visita de los miembros de la comisión de investigación parlamentaria a Guinea. Insistió en que Obiang debería recibir cordialmente a los diputados y facilitarles cuanta información le requiriesen, en particular, la relativa a determinados asuntos turbios clarificadores del papel de algunos empresarios y funcionarios, apoyados por el Gobierno y el Banco Exterior de España, en la desviación de
los fondos de ayuda al desarrollo.
Y completó su exposición relacionando todo ello
con la inminente Conferencia Internacional de Países Donantes, organizada por la
ONU, en la que Guinea Ecuatorial cifraba grandes esperanzas de obtener abundante
financiación internacional. Omitió deliberadamente algunos otros aspectos que no hacían al caso y reservaba para Obiang.
―Además ―añadió el periodista, rompiendo el silencio que había mantenido
hasta el momento―, como su excelencia tiene previsto viajar a Madrid este viernes
tal vez le interese la información de primera mano que podemos aportarle. ―José
Luis, como otros colegas que habían viajado al país y conocían a fondo el caótico
asunto guineano, solía mostrarse bastante crítico y beligerante con la política oficial
española con respecto a Malabo.
El enfoque del problema de las relaciones de cooperación hispano-ecuatoguineanas, que desde 1986 Álvaro venía manteniendo en diversas intervenciones públicas y artículos de prensa, resultaba de suma utilidad para el mandatario guineano.
No en vano, suponía un oportuno salvavidas al que asirse en la tempestad que arreciaba. Frente a la tendencia habitual de culpar de todos los errores a la corrupción e
incompetencia de la dictadura guineana, mantenía ―y esa era la tesis del documentado informe-denuncia que había remitido al Congreso de los Diputados― que “el Estado español, al amparo de la cooperación, había violado gravemente el derecho internacional del desarrollo al interferir de modo negativo en la realidad socio-económica de un Estado soberano con consecuencias difícilmente reparables.” En su opinión, “España se encontraba moral y jurídicamente obligada a hacer un nuevo esfuerzo para indemnizar a Guinea Ecuatorial...”
No había dudado en salir en defensa del indígena y poner contra las cuerdas a
la desconsiderada metrópoli. Y eso le venía bien a un dictador que no parecía dar
mayor importancia a la condición esencial que explicitaba el informe: “...un esfuerzo
que sólo tendría sentido en el marco de la Comunidad Europea y, por supuesto, nada
más que en la medida en que el Gobierno ecuatoguineano demuestre con hechos y
medidas concretas su inequívoca voluntad, tanto de poner coto al gravísimo nivel de
corrupción que soporta el país, como a su capacidad para sumar al esfuerzo colectivo
a los guineanos en el exilio.”
Dadas las circunstancias no era descabellado apostar por quien atribuía una parte sustancial de la responsabilidad política del caos a los
sucesivos Gobiernos españoles y le ponía, ¡qué ingenuidad!, condición tan inviable.
Eloy Eló se levantó pensativo. Conocía sobradamente el papel que, desde la
sociedad civil y en abierta confrontación con el Gobierno español, estaba jugando el
ex-cooperante. Por eso le apreciaba y le había apoyado ante el presidente Obiang en
anteriores ocasiones. La última, con motivo de la Expedición Mil Kilómetros de Amistad, que contó con total respaldo de la presidencia.
Tampoco desconocía el nivel
de información que ambos interlocutores poseían. Se asomó a la ventana durante
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unos instantes sin prestar atención al monumental atasco que provocaba la coincidencia de las primeras lluvias con las salidas de los niños de los colegios. La entrevista que le proponían podría resultar provechosa para alguien ávido de información
ante su inminente escala en Madrid. No lo dudó más. Se sentó en la cabecera de la
cama, se ajustó las gafas de media luna y buscó un número de teléfono en la pequeña agenda que extrajo de la abultada billetera guardada en el bolsillo posterior derecho de su arrugado pantalón de franela gris marengo.
A juzgar por la decisión y soltura con la que marcó el número se adivinaba que
no era la primera vez que telefoneaba a Obiang durante aquella jornada. Su interlocutor en París debió reconocer de inmediato el firme tono de voz de quien acababa
de hacerle una breve indicación en lengua fang, ya que no requirió ulteriores explicaciones. Eloy, conocedor de su ascendiente sobre el receptor de su mensaje,
aguardó sin inmutarse. Era obvio que se regodeaba del fluido acceso al todopoderoso
jefe del Estado. La conversación, ahora con el dictador, no duró más de cuatro o cinco minutos durante los que el rostro del abogado de Macías no abandonó el rictus de
sumisión al general. Al colgar, Eloy Eló no pudo disimular una expresiva sonrisa.
―Su excelencia os recibirá en el Hotel de Crillon y desea ―añadió, resaltando
un matiz que posiblemente él mismo habría sugerido― que la entrevista se celebre
antes de la audiencia que ha concedido mañana por la tarde al secretario de Estado
de Cooperación Internacional.
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ALANDALUS 3.0
Tere, apenas había descansado unas pocas horas cuando, sorprendida y confusa, tuvo que bregar con la llamada de un tipo reacio a admitir que cometía un
error: el cambio de habitación —pensó— acabaría dando lugar a malos entendidos.
Así descubrió que eran casi la diez. Saltó de la cama. Se dio una ducha rápida y, sin
tiempo para secarse el pelo, tiró de vaqueros, polo azul marino y mocasines negros y
voló hacia el comedor. Llegó tarde; acababan de desmontar el bufé. Decidió salir en
busca de una cafetería cercana, pero se topó con el conserje de la víspera que se las
arregló para que le sirviesen el desayuno en la terraza. Hacía una espléndida mañana
de sol y brisa de poniente. Conocía Estambul, El Cairo y Abu Dabi, mas era su primera visita a Tánger.
―Buenos días, señora Mc Tweed. Anoche salimos a dar una vuelta y acabamos
bailando en una discoteca del paseo marítimo. Supuse que tendría sus propios planes
y no quise interferir, pero no creo que se divirtiese tanto como nosotros.
―Le recuerdo, caballero, que aún debe dirigirse a mí como señorita de Almeida
y sepa que estaba tan cansada que me acosté en cuanto subí a la habitación. Y ahora, Dani, se bueno y usa tu arte rondeño para conseguirme otro zumo. Y ya sabes
qué feliz me harías si fuese de…
―¿Dos naranjas y un pomelo?
―¿Cómo lo has adivinado?
Sabía que siempre se mostraba dispuesto a complacerla. Su hermana Silvia
había sido su mejor amiga del colegio y a él, algunos años mayor, le conocía de toda
la vida. Este curso, al regresar de Madrid y matricularse en el máster de periodismo
de investigación, solían coincidir en uno de los bares del campus. Le quería mucho,
pero no cómo a él le hubiese gustado. Iré a Nueva Inglaterra en otoño ―le había
prometido― y, muy a mi pesar, asistiré a esa boda por todo lo alto concertada entre
familias aristócratas en la más rancia y pija tradición, pero ya conoces mi opinión
sobre tu futuro esposo.
Tere disfrutaba del sol sin perder ripio de lo que acaecía en el comedor contiguo, donde camareros y estudiantes desplazaban sillas y mesas para transformar
aquel recinto alargado y luminoso en una peculiar sala de conferencias en la que los
asistentes pudiesen formar un amplio corro en torno al ponente.
Observaba a
Álvaro, al que aún no había saludado, que daba instrucciones tocado con su chaleco
de explorador beis que, como le había comentado en el barco, era la prenda de viaje
ideal para llevar la cartera, el comunicador, la pipa, el tabaco y demás artilugios a
salvo de la presta artimaña de un descuidero. Al Dr. Cantó, que no cesaba de hacer
fotos. A Julia y a Quino, que remoloneaban charlando junto a una ventana. A Paco
Cruz, que entró acompañado de un señor y de una joven. Él, de mediana edad, delgado, alto y cara de buena persona; ella, frisando la treintena, de apariencia recatada y sumisa, aunque ni su viva mirada acallaba el anuncio de una mente privilegiada, ni su elegante chilaba bordada atenuaba el atractivo físico que simulaba ocultar. Al grupo de estudiantes marroquíes que les seguían, la mayoría chicas, algunas
tocadas con velo, cuya llegada propició gran algarabía pues todos trataban de reconocer a aquellos con los que habían chateado en la fase preparatoria. En fin, a Dani,
que se acercaba con un vaso en la mano.
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―Que sepas que he tenido que bajar a la cocina y ordenar a un tipo que fuese
al zoco a comprar lo que aquí llaman “pamplemousse”. Lo he exprimido personalmente, así que tómalo como una muestra más de lo que estaría dispuesto a hacer
por ti si, ¡Alá lo quiera!, te arrepintieses de tu insensata aventura americana.
―Shokran ―respondió mientras, zumo en mano, se levantaba para incorporarse al debate que acababa de comenzar.
―Quiero agradecer ―el Dr. Cruz tomó la palabra― la presencia de Aicha Menjra,
del profesor Mustafá Hamzaaoui,
estrechos colaboradores de nuestro proyecto, y
del grupo de estudiantes marroquíes. Celebro que haya llegado el momento de que
os conozcáis personalmente y compartáis un fin de semana de diálogo y amistad.
Comenzaremos con una charla que su autor ha titulado ¿Una incursión en el futuro o
un paseo por las nubes? ―A Dani se le iluminó el rostro al recordar la voluptuosa escena de Aitana Sánchez Gijón pisando uvas en la película de Alfonso Aráu―. Y ahora,
sin más, os dejo con mí… hermano mayor.
―El profesor Cruz olvida que él nació varios años antes. ―A veces les encontraban un parecido que se limitaba a que ambos tenían ojos azules y pelo y barba
blancos―. Eso sí, reconozco que tiene más éxito con las mujeres, al menos en los últimos tiempos. Entremos en materia: la iniciativa Alandalus 3.0 que hoy nos reúne
constituye una apuesta por consolidar un espacio compartido de paz, estabilidad,
prosperidad y buena vecindad.
―¿Cómo? ―preguntó a bocajarro un estudiante marroquí que se afanaba en
corregir alguna disfunción del portátil que sostenía sobre las rodillas.
―Por lo pronto, creando condiciones para posibilitar un diálogo interuniversitario permanente que permita, en condiciones de autonomía y pluralismo y en un contexto plurilingüe y multicultural, el intercambio de puntos de vista, experiencias y aspiraciones.
―No será fácil. Si escasos son los universitarios españoles que viajan a Marruecos muchos menos los marroquíes que pueden visitar España. ―El chico hablaba
un español fluido.
―La apuesta de Alandalus 3.0 es posibilitar esa movilidad y dotarla de carácter
cotidiano y permanente. Y no sólo fomentando la comunicación virtual, sino también
mediante la organización de encuentros multiculturales como éste. Creo que con lo
que cuesta cambiarle el aceite a uno de los F-18 que tiene el ejército español para disuadir a Marruecos de cualquier aventura bien podrían financiarse programas destinados a fomentar el acercamiento, la comprensión y la mejora de la percepción recíproca entre la juventud de nuestros pueblos.
―No estaría mal. Puede que ustedes traigan estudiantes españoles a pasar
aquí un fin de semana, pero ¿cómo podremos nosotros asistir a un encuentro de este
tipo en España? Las trabas legales son casi infranqueables. ―Los murmullos de los
estudiantes marroquíes respaldaron la afirmación de su compañero.
―Ya lo hemos hecho varias veces en el ámbito de los Cursos de Verano de Doñana. Aicha, el profesor Hamzaaoui y el amigo Ayman, que debe estar a punto de
llegar, pueden atestiguarlo. Me constan las dificultades, de ahí que ese constituya el
primer obstáculo a superar para acometer nuestro objetivo: el diálogo y la acción local-global. Esa es, por ahora, la principal tarea de estos encuentros. De hecho, como
podéis ver en la pizarra, Alandalus 3.0 es el acrónimo, en español, portugués y francés, de “alternativa luso, andaluza y norteafricana de diálogo y de acción local-global
de los universitarios del sur”.
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―¿Y el tres punto cero?
―Una referencia a la noción de sociedad tres punto cero o sociedad del conocimiento. Un guiño a la creatividad. Un modo gráfico de expresar que estos encuentros, en tanto que asociados al diseño cooperativo de una técnica asociativo-decisional inédita en cuya puesta a punto me gustaría comprometeros, pretenden animaros
a hacer una incursión en el futuro.
―¿Una qué…? ―Era obvio que el chico marroquí estaba interesado.
―Técnica asociativo-decisional. Esto es, una técnica para propiciar nuevas formas de asociacionismo y de participación. En realidad, una herramienta de nueva generación concebida con la doble finalidad de promover a gran escala la enseñanzaaprendizaje y el ejercicio de la ecociudadanía.
―¿Ecocitoyenneté?
―Sí, ecociudadanía o ecocitoyenneté, pero no en el sentido de ciudadanía ambiental que suele tener ese término. Ecociudadanía, como yo lo uso, alude a la preocupación por la res pública a escala global.
—¿Res…?
—Cosa o asunto público. Ecociudadanía, como digo, equivale a la gestión sostenible del habitáculo común de los seres humanos. Me apoyo en la acepción del elemento compositivo eco, del griego oikos que significa casa, morada, ámbito vital, para aludir a la casa, la morada o ámbito vital más amplio del ser humano; y en el significado del término ciudadanía. Esto es, la condición del nacional de un Estado, sujeto pleno de derechos y deberes, legitimado para intervenir en su gobierno. En una
primera aproximación, y en estricto paralelismo con el concepto de ciudadanía, la
ecociudadanía sería, pues, la condición de todo ser humano, sujeto pleno de derechos y deberes, titular de una parte alícuota de la soberanía mundial, legitimado para
intervenir en su gobierno.
―¿Una ciudadanía mundial o global? ―El chico marroquí seguía preguntando.
―En efecto, una ciudadanía de ecociudadanos. Esto es, de ciudadanos que,
conscientes de la pertenencia a una sociedad sostenible y de responsabilidad global,
obran en consecuencia y, en ejercicio de su plena autonomía de voluntad, deciden
auto atribuirse legitimación plena para intervenir, con independencia de su adscripción
nacional, en cualesquiera asuntos públicos en pro del desarrollo humano de todos los
habitantes del planeta, mediante la satisfacción de sus necesidades, sin comprometer
las de las generaciones venideras. Valga por ahora esta primera aproximación.
Álvaro hizo una pausa, bebió un sorbo de agua, se levantó, se dirigió a la pizarra y subrayó los términos diálogo y acción con la tiza blanca que Aicha le había facilitado. Luego los reescribió en sentido vertical y, tras cada letra, añadió el vocablo
que representaba.
―Las palabras DIÁLOGO Y ACCIÓN incluidas en ALANDALUS también son acrónimos. La primera de “D-ebate, I-nteruniversitario, A-bierto, L-ibre, O-bjetivos, Gubernamentales, O-ficiales”. La segunda de “A-ctivación, C-ontrol, C-ivil, I-niciativas,
O-rientaciones, N-acionales”. ¿Qué tenemos? ¿Alguien lo quiere leer?
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―Alternativa luso, andaluza, norteafricana de debate interuniversitario, abierto
y libre, de los objetivos gubernamentales oficiales y de activación del control civil de
las iniciativas y orientaciones nacionales.
―Correcto, Dani. Toma la tiza y escríbelo en la pizarra, por favor. En conclusión ―añadió―, lo que propongo es un diálogo que posibilite un profundo debate en
torno a la democracia y a la gobernanza oficial y estimule, en el seno de la sociedad
civil, el ejercicio eficaz del derecho de participación política para incrementar la acción
no gubernamental en el horizonte de una ciudadanía mundial. ―Álvaro, ufano de su
alarde didáctico, regresó a su asiento.
―¿Dónde están los estudiantes portugueses? ―quiso saber una de las chicas
con velo mientras los demás comprobaban la validez de aquel acrónimo de acrónimos.
―Actualmente ―intervino Paco Cruz―, estamos difundiendo este proyecto en
la Universidad del Algarve, pero no resulta fácil. Tanto en Portugal como en España la
mirada de la gente joven apunta prioritariamente a Europa.
—Farid, Wiam ―Aicha les llamó la atención―, dejemos que el profesor exponga las directrices del proyecto y luego pasamos a las preguntas.
―A lo largo de los días que pasaremos juntos ―continúo Álvaro― tendré ocasión de referirme a los aspectos esenciales de esta iniciativa. En todo caso, disponéis
de una detallada documentación en español, en inglés y, parcialmente en francés,
publicada en la página electrónica de los encuentros y Jonathan, el Sr. Pauta, como
le llamamos, os acaba de repartir el programa. Y ahora, sin más prolegómenos, dejadme que os formule unas cuantas preguntas. Necesito conocer vuestras respuestas
para situaros en el espacio-tiempo inédito en el que opera la propuesta que quiero
haceros. ―Volvió a la pizarra y escribió tres consonantes en mayúscula, espacio, una
vocal en minúscula, un punto y un cero. Luego se sentó y esperó a que el auditorio
reaccionase.
―¿Eme-pe-efe-ene-punto-cero? ―De nuevo la curiosidad de Farid, su principal
interlocutor hasta el momento.
―En efecto, MPF n.0. Por ahora sólo eso. Ahí va la primera: ¿Consideráis que
una persona puede contribuir con su acción individual a cambiar las cosas utilizando
los instrumentos de participación disponibles? Levantad la mano los que estéis de
acuerdo… ¿Sólo Teresa?... ¿Alguien más? ―Una chica menudita, estudiante de enfermería en Huelva, la secundó―. ¿Nadie del grupo marroquí? ―Aicha, con gesto comedido, aproximó su bello rostro al de Álvaro para susurrarle algo. Este asintió y ambos
sonrieron de buena gana―. ¿Sólo dos? Vayamos por parte. A ver, Teresa y…
―Carmen —apuntó Paco Cruz, echándole un capote.
―Bien, Teresa y Carmen, podéis decirnos ¿qué instrumentos de participación
disponibles son esos con los que vosotras pensáis que es posible cambiar las cosas?
―El sentido de la mirada que la futura enfermera dirigió a Tere no admitía duda: sólo
había levantado la mano para no dejar sola a la compañera con la que había charlado
en el autobús.
―Creo que pueden servir los partidos políticos, las ONG, los movimientos alternativos como el 15M, las redes sociales que comienzan a proliferar en la actual sociedad del conocimiento… ―Carmen, con sus tristes y minúsculos ojos negros, asentía
y, por fortuna para ella, el profe ya tenía lo que necesitaba oír.
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―Tomad nota de lo que apuntan las compañeras, pero supongamos que hubiese preguntado ¿crees que puedes contribuir con tu acción personal a cambiar las cosas si dispusieses de los instrumentos de participación adecuados? ―La gran mayoría
izó la mano.
―Muy bien. Veo que todos queréis cambiar las cosas, pero ¿se puede saber en
qué clases de instrumentos de participación estáis pensando? ¿Quién se anima a responder?
Incómodo silencio que Álvaro sobrellevó gracias a un nuevo intercambio de susurros y sonrisas con Aicha. Pulsó una tecla en su pequeño portátil azul y apareció en
la pantalla una primera diapositiva consistente en un grabado de Barcelona 92 que
representaba el instante en el que dos corredores se relevan durante una carrera
olímpica―.
—Fijaos bien ―continuó―, el atleta que aguarda el testigo comienza a correr
con la mano izquierda abierta y extendida hacia atrás tratando de acompasar su
marcha con la del compañero que se acerca. Sin embargo, en la siguiente escena
―un grupo de monigotes animados se aproxima a otro idéntico, pero inmóvil―, dado
que los relevistas aguardan quietos la entrega de los testigos, la carrera perderá
velocidad y su desenlace se retrasará. Nuevo ejemplo ―un vehículo amarillo detenido
en el arcén y otro rojo que lo sobrepasa a ciento sesenta kilómetros por hora―. 160
menos 0 supone una gran diferencia de velocidad/tiempo que apenas permite distinguir al coche que adelanta. Sin embargo, en la siguiente diapositiva ―esta vez el
vehículo amarillo circula a ciento veinte y el rojo lo sobrepasa a ciento sesenta― la
diferencia velocidad/tiempo entre ambos es mucho menor: 40 km por hora, lo que sí
posibilita una identificación detallada… ¿Qué quiero expresar con estos ejemplos?
―¿Qué resulta muy difícil captar algo nuevo sin estar en disposición mental de
hacerlo?
―Muy bien visto. Jonathan, toma nota del compañero Andrés. De entrada,
fíchalo para el concurso y que no pague la cena de esta noche en el Marhaba Palace.
La PAUTA le invita.
―Hecho.
―¿Qué concurso? ―Preguntó sorprendido el futuro ingeniero.
―No te lo puedes imaginar. ―Álvaro justificó ante Tere la apropiación de su
respuesta favorita dirigiéndole una fugaz sonrisa. Gesto de complicidad que satisfizo
a la chica y, por un instante, alejó de ella un incipiente sentimiento de rechazo hacia
la coqueta chica mora que parecía acaparar su atención―. Os hablaré de ello en su
momento. Y ahora, hagamos un pequeño descanso para tomar el té y los pasteles
que nos han preparado.
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¿PASOTAS O IMPLICADOS?
Prosigamos. Andrés ha apuntado la primera dificultad que se me plantea al
abordar el contenido de este encuentro. Sería una imprevisión inexcusable que yo corra para entregaros el testigo cuando vosotros permanecéis inmóviles u os desplazáis
en cualquier otra dirección. De ahí que o ajustamos previamente nuestros rumbos y
acompasamos nuestras velocidades/tiempo o asistiréis a un aburrido monólogo de
besugo…
―¿Besugo? —preguntó una de las chicas árabes.
―Un tipo de pez que, en sentido figurado, alude a persona torpe o necia: ¡serás besugo! En este caso ―concluyó Mustafá, que enseña literatura española en la
Universidad Abdelmalek Essaadi― “monólogo de besugo” es una adaptación de la
expresión coloquial “diálogo de besugos” o conversación absurda y sin sentido.
―Eso, eso… ―Paco, en uno de esos arranques que ya les iban resultando familiares, sonrió picarón mientras apostilló ocurrente―: diríamos que es una adaptación
a sí mismo. —Todos rieron de buen grado.
―Pero éste no es el único riesgo. Mirad, cuando tuvo lugar en España el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, el general Juste, jefe de la división
acorazada más potente del ejército español, llamó por teléfono al Palacio de la Zarzuela para confirmar la presencia del general Armada. La rotunda y celebrada respuesta del secretario de la Casa del Rey fue: “Ni está, ni se le espera”. Y digo yo ¿no
será que vuestro silencio tras mi anterior pregunta es el síntoma de esa actitud, personal y colectiva, hoy tan generalizada entre la gente joven, que desconfía de la política? Y, en ese caso, si yo desvelase la verdadera intención que me ha traído a
Tánger…
—¿Qué es…? —interrumpió Farid.
—Invitaros a que os involucréis en la formidable aventura cooperativa de poner
a punto una potente herramienta política para cambiar el mundo jamás imaginada. Si
yo desvelase, decía, esta intención ¿no correría el riesgo de recibir una contundente
negativa por la simple razón de que os pregunto por algo que en vuestras mentes “ni
está, ni se le espera”? Hagamos un pequeño experimento.
Álvaro se levantó de nuevo, extrajo un montón de papelillos de uno de sus
múltiples bolsillos y comenzó a repartirlos entre los asistentes con la ayuda de Aicha,
que paseó su esbelta figura moldeada por la ajustada chilaba.
―Escribe, y ahora me dirijo personalmente a cada uno de vosotros, si te has
inscrito en este encuentro por tu interés en intervenir en el proceso colectivo de diseñar y poner a punto una herramienta de nueva generación para la participación política. No, si estás aquí, ya sea para obtener créditos de libre configuración u otro aliciente similar, asociado a la calificación de determinada materia o asignatura. O déjalo en blanco, si sólo has venido por el atractivo de compartir un fin de semana en
Marruecos o por cualquier otro motivo. Y, ahora, mientras Jonathan procede al escrutinio, responded a algunas preguntas más. Tú misma, Julia. ¿Cuántas viviendas quieres tener?
―Una, por supuesto.
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―¿De dónde eres?
―De Almonte.
―¿Y no te gustaría poseer una de verano en la playa de Matalascañas?
―Hombre, claro…
―Ya van dos. ¿Y en El Rocío?
―El Rocío ―aclaró Paco― es una popular aldea de la provincia de Huelva en la
que se celebra anualmente una afamada y multitudinaria peregrinación religiosa.
―Por supuesto que me encantaría pasar allí los fines de semana.
―Y van tres. ¿Y de coches, qué?
―Por supuesto, uno.
―¿Uno cualquiera?
―De lo mejor, por supuesto.
―¿Y tú futuro marido? ¿Utilizaría el tuyo o se compraría un utilitario?
―Tendría el suyo, ¡bueno es mi novio! Y de utilitario nada —añadió con desparpajo.
―Dos, por ahora. ¿Y qué haréis cuando tengáis hijos y crezcan? ¿Les prestaréis los vuestros?
―Tendrán los suyos.
―Y, además, si dependiera de ti ¿querrías viajar a todas partes y poseer todo
tipo de cosas habidas y por haber?
―Claro.
―¿Y el resto? ¿Pensáis como ella? ―Todos asintieron entre comentarios y risas.
―Resulta obvio que hay gran coincidencia en vuestras consumistas aspiraciones vitales.
―Puede que sí, en cuanto al objetivo, pero yo, que procedo de una pequeña
aldea perdida en la montaña, no soy optimista en cuanto al resultado. —Los compatriotas de Farid asintieron entre murmullos en árabe mientras Aicha volvía a susurrar
algo al oído de Álvaro.
―¿Sería sostenible un mundo así si chinos, indios, latinoamericanos y africanos
aspirasen a ser tan consumistas como vosotros?
―No habrá futuro sostenible sin un cambio de paradigma. ―Pronosticó Andrés
con rotundidad.
―¿Para… qué? ―La pregunta con tan incauto desparpajo en boca de uno de
los chicos españoles advertía hasta qué punto se delata la ignorancia cuando se in-
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quiere en público sobre algo que, a determinadas alturas, ya sólo cabe subsanar en
íntima relación privada con un diccionario.
―Pa-ra-dig-ma, paradigme, en francés. Significa ―apuntó Mustafá volviendo a
hacer gala de su dominio del español― ejemplo, modelo, pauta, norma, muestra, regla, tipo, prototipo… ¿Correcto, Dani?
―Correcto, profe. —Ambos se conocían de los Cursos de Verano de Doñana y
se tenían aprecio.
―Ya que Andrés ha dado en la tecla, propongo que aprovechemos para confeccionar entre todos una lista de los principales valores en los que se basa el llamado paradigma de la modernidad. Por ejemplo: el ser humano como centro de un
planeta concebido para ser dominado desafiando, incluso, las leyes que rigen el equilibrio de los sistemas naturales. ―Aicha, motu proprio, cogió una tiza, se levantó y se
aproximó a la pizarra dispuesta a tomar nota. De nuevo, un embarazoso silencio que
esta vez Álvaro debió sobrellevar sin el auxilio de la chica mora―.
―La Naturaleza concebida como un bien inagotable de la que abusamos los
seres humanos cuando, para satisfacer nuestras ambiciones, que no necesidades, alimentamos un modelo de consumo que propicia el despilfarro de recursos limitados.
¿O es que para vivir se necesitan tres casas, varios coches y todo tipo de artilugios?
―preguntó un Farid, cada vez más seguro de sí mismo, al tiempo que miraba a Julia
con cierto desdén―. Identificar el progreso con la máxima posesión de bienes materiales es ―sentenció― el gran error colectivo de nuestro tiempo.
―El predominio de una comprensión atomizada del mundo y de la vida. Es decir: la no percepción de la interdependencia o de la globalidad. Aunque, en relación
con esto ―de nuevo Andrés tomaba la palabra― quizás habría que referirse a la incapacidad del sistema internacional para tomar las medidas adecuadas.
―O dicho de otro modo ―apuntó Álvaro con precisión académica― la incapacidad de la comunidad internacional para tomar nota institucional de la interdependencia.
―La ausencia de una solidaridad efectiva ―señaló, afónica, una de las chicas
marroquíes.
―O el hecho ―añadió Dani, que estaba sentado a su lado― de primar el presente en detrimento de los planteamientos a medio y largo plazo. Una actitud que
tiene mucho que ver con las elecciones de los políticos cada cuatro años.
El ambiente se había vuelto distendido y los comentarios a media voz iban en
aumento.
―Pero ese cambio de paradigma del que habla Andrés constituye un formidable desafío esencialmente educativo. Creo que ahí radica —continuó Tere— el quid de
la cuestión, ya que, en la medida que la evaluación condiciona el proceso de enseñanza-aprendizaje, el generalizado recurso a exámenes memorísticos en nuestros
centros escolares no dice mucho de la eficiencia de sistemas docentes que priman el
estudiar para aprobar en vez de para aprender o para innovar.
—Muy bien —terció el profe—. Mirad, las anteriores cuestiones tenían la finalidad de saber en qué medida estáis convencidos de la inutilidad de las acciones individuales para tratar de cambiar las cosas. Lo que una autora ha expresado como la
"convicción de la neutralidad de nuestros actos y la justificación de nuestra impotencia". ¿Pasotas, pues, o implicados?
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—¿Pasota?
—Derivado irregular del verbo pasar. Adjetivo coloquial que expresa la actitud
de indiferencia ante las cuestiones que importan o se debaten en la vida social —explicó Dani antes de que Mustafá se adelantase.
—Me sonaba —trató de justificar otra de las chicas árabes.
—Puede que del grupo musical Presuntos implicados —sugirió alguien.
Álvaro dejó en el aire la pregunta y proyectó la siguiente diapositiva: un cuadro de texto, en letras grandes, con cuatro nuevas cuestiones: ¿Pensáis que hay alternativas a los instrumentos de participación actuales? ¿Qué funciones deberían desempeñar? ¿A quién correspondería concebirlos y ponerlos a punto? ¿Participarías en
un proyecto cooperativo que tuviese esa finalidad?
―Creo —prosiguió— que el acercamiento, la comprensión y la mejora de la
percepción recíproca; la consolidación progresiva de un espacio de paz, estabilidad,
prosperidad y buena vecindad; la creación de condiciones para el intercambio de
puntos de vistas, experiencias y aspiraciones mediante un incremento significativo de
los intercambios, la cooperación y la movilidad cotidiana permanentes; el debate en
torno a la gobernanza oficial que condiciona nuestras vidas; en fin, el ejercicio eficaz
del derecho fundamental de participación política, en condiciones de autonomía y pluralismo, en un contexto plurilingüe e intercultural, para incrementar exponencialmente la acción no gubernamental en el horizonte de una ciudadanía mundial,
constituyen arduos retos que serán inviables sin concebir y poner a punto instrumentos
políticos de nueva generación. De ahí, que la principal finalidad de este encuentro sea
invitaros a afrontar colaborativamente esa innovadora y apasionante tarea.
—Por cierto —intervino Paco Cruz—, ese caballero que acaba de entrar y se ha
puesto a repartir papeles es Ayman. ¡Ojo con él que es un provocador nato! Algunos
ya le conocisteis anoche en el puerto. El chico del Rif, como le llamamos, es un viejo
colaborador del proyecto y será el encargado de coordinar el debate sobre el interculturalismo que mantendremos esta tarde en Asilah. En las fotocopias que os está dando tenéis el texto y un formulario para incluir las preguntas que servirán de base al
mismo.
—¿Es el que se incluye en la página electrónica del encuentro?
—Sorprendente pregunta si tenemos en cuenta que ya tendrías que haberlo
leído —respondió Ayman.
—Y lo he hecho.
—Pues no se nota.
—El título que allí aparece es multiculturalismo y aquí dice interculturalismo.
—precisó Julia, dejando claro que no estaba dispuesta a que el chico la avasallase.
—Pues sigue leyendo y lo sabrás. —Todos se sorprendieron por la intempestiva
respuesta del recién llegado.
—Os lo acabo de advertir, Ayman es un provocador —comentó Paco Cruz para
quitar hierro.
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—Se trata —aclaró Álvaro— de que cada uno formule su pregunta y se la entregué a Ayman lo antes posible.
—A continuación —indicó Paco Cruz— Aicha y Farid os avanzarán el ejercicio de
observatorio de iniciativa y control que vamos a realizar en el Bosque de Perdicaris.
—Jonathan, ¿tienes ya el resultado de la consulta?
―Afirmativo, jefe. Doce han contestado sí, sesenta están aquí por los créditos
o similares y dos han dejado el papel en blanco.
—Normal —sentenció Dani.
—No olvidéis constituir los grupos de trabajo de cuatro o cinco integrantes.
Además de útiles para agilizar los debates, permitirán seleccionar a quienes, junto
con Teresa, Andrés y Farid, participarán en el concurso.
―Profesor, ya que he sido seleccionado ¿podría decirme en qué consiste esa
prueba?
Tere iba a hacer la misma pregunta, pero se le adelantó el no menos sorprendido chico marroquí.
―En su momento, todo en su momento.
Ambos miraron a Tere. Ellos y los demás debieron creer que ella, como el propio Sr. Pauta, eran los únicos que estaban en el secreto. Eso ―pensó la chica― le
obligaría a darle una explicación a Dani y, seguramente, al propio Jonathan. Puede que
Aicha hubiese sido su confidente durante la conferencia, pero ella había sido la elegida.
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IDONIA
Los participantes subieron al autobús que les esperaba para salir hacia Cabo
Espartel por la carretera de la costa. El profe y Aicha se acomodaron en los asientos
situados tras el conductor. Dani y Tere en los dos primeros del otro lado. Ayman, que
vio a Julia sentada tras ellos, lejos de disculparse por el tono impertinente de la respuesta que le acababa de dar en el hotel, le pidió que le cediese la ventanilla y le
ayudase a ordenar las preguntas que le habían entregado los participantes.
—Me mareo como un pato, así que léelas en voz alta para que me vaya haciendo idea del nivel del personal —y, sin más, le pasó los folios.
—Vale. —La chica los ordenó con rapidez y comenzó—. ¿Qué es cultura?
—¿Eso es todo lo que se le ha ocurrido a uno?
—La pregunta es mía.
—Colectivo con unas señas de identidad definidas de etnia, lengua, religión,
tradiciones, etc. que interacciona con otras culturas en una escala de distintas posiciones de dominio y dependencias. Así es como la concibe Soriano, el autor del texto
a comentar.
—Lo que nos llevaría a distinguir entre culturas hegemónicas y culturas dependientes...
—Obviamente.
—¿Interculturalismo o multiculturalismo?
Al comprobar la manera en que Julia interrogaba a Ayman, Dani le susurró a
Tere que no perdiese ripio de la conversación de ambos.
—El interculturalismo es un punto de llegada, en su acepción ética, tras la conquista de la tolerancia y la solidaridad; en su acepción política, tras la superación de
las concepciones liberales y comunitaristas. El interculturalismo remite a la coexistencia de las culturas en un plano de igualdad. Aunque para muchos tiene el mismo significado, el autor considera más apropiado reservar multiculturalismo para la constatación empírica de la coexistencia de las culturas, en tanto que interculturalismo tiene
una pretensión normativa o prescriptiva y alude a un tratamiento igualitario dispensable a las culturas. ¿Me sigues, Julia?
—Más o menos —la chica parecía impresionada ante el alarde de erudición del
chico del Rif.
—Pues comienza a leer las preguntas de tus colegas. —Ayman activó en su comunicador la función de grabación mientras miraba por la ventanilla con aire distraído.
—Ahí van unas cuantas: ¿Deben estar en un plano de igualdad las relaciones
entre las culturas? ¿Puede afrontarse una filosofía intercultural exclusivamente con
los conceptos, valores, principios y recursos de la filosofía occidental? ¿Se valora positivamente el hecho de la diversidad cultural? ¿Se puede afirmar que ésta se justifica
por el principio moral del pluralismo, que respeta la diversidad, considerándola un
valor, y se opone a un control de la misma? ¿Hay relación entre interculturalismo y
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globalización? ¿No es la globalización la que ha traído el conocimiento de las culturas y
con él las inevitables relaciones entre ellas, que ya no pueden aislarse como antaño en
sus peculiares e inaccesibles predios de creencias y costumbres? ¿El interculturalismo
no socava la pretendida homogeneidad de la globalización, enfrentando la fragmentación de identidades culturales a la uniformidad de la globalización económica y política?
—Vale, vale. ¿Hay alguna sobre la interpretación de los derechos humanos?
—Varias: ¿Cómo lograr una concepción de los mismos como derechos de la
Humanidad y no de una cultura o abanico de culturas que han alcanzado el estatus al
que deben llegar el resto de las culturas? ¿El carácter abierto de los derechos y la facilidad para una interpretación cultural contextualizada abriría el camino para el diálogo intercultural de punto cero?
—No está mal —comentó Ayman, sin apartar la vista de los lujosos palacetes
que se sucedían—. Por cierto, ¿a qué te suena diálogo cultural de punto cero?
—A nada —poniendo cara de asumir su ignorancia con resignación.
—Pues atiende —con desdén, sin siquiera mirarla—. El punto cero en el intercambio cultural quiere decir que no hay reservas previas ni cuestiones innegociables,
sino que el intercambio discursivo se hace en todas las dimensiones y sin condiciones. Por ejemplo, no es un diálogo cultural de punto cero aquel en el que se está dispuesto al intercambio cultural, siempre que éste no afecte a la reserva de principios
no discutibles; cuando se considera que el discurso puede ser un medio adecuado, en
lo que atañe a la parte sustantiva, para que las culturas inferiores la asuman progresivamente a través de la formación y la educación, etc. etc.
—Sin embargo, los obstáculos a ese punto cero del que hablas en el intercambio cultural no son patrimonio de la cultura occidental. Otras culturas también se
oponen al mismo. Sin ir más lejos, vuestra sharia, como norma interpretativa única
de la Declaración de los Derechos Humanos en el Islam, sería un buen ejemplo.
—¿Hay alguna pregunta más? —En ese momento no le estimulaba lo más mínimo enzarzase en un debate con una estudiante, así que obvió el más que oportuno
comentario de la chica.
—Aquí hay varias enlazadas que firman otros tantos de mis colegas, como tú
dices: ¿Y si la superioridad de Occidente no fuera más que una trampa, el arma más
perversa que habría inventado para convencer a los otros de su inferioridad? ¿Y si sólo fuera esgrimida para hacer olvidar todo lo que le debe al resto del mundo, todo lo
que le ha robado? ¿Y si los valores de la civilización que ha producido, situada en la
cima de una jerarquía creada por ella, fueran contestables, o menos dignos, en cualquier caso, de ser generalizados, que los de las sociedades que ha querido destruir?
¿Y si, temiendo por su propia suerte, impidiera por todos los medios a éstas últimas
levantar cabeza y recuperar una parte de su grandeza perdida? ¿No es este furor dominador, más que en sus propias insuficiencias, donde hay que encontrar la causa de
sus desengaños? ¿Y si existieran otros modelos, otras fuentes de inspiración diferentes
de las del Norte, para salir del marasmo y reencontrar el camino de la prosperidad?
—Impresionante.
—Mucho, si no fuese porque las han copiado literalmente de la obra de Bessi,
Occidente y los otros, publicada por Alianza en 2002.
—¿Y tú, Julia —ahora sí la miró con evidente desconcierto— cómo sabes eso?
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—Porque soy antropóloga y… —deliberada pausa para degustar el instante—
acabo de defender mi tesis doctoral sobre interculturalismo y globalización.
—¡Anda, Ayman, chúpate esa! —Era el momento esperado por Dani que se
volvió hacia ambos riéndose a carcajadas—. Parece que no conoces el viejo truco didáctico del jefe de infiltrar a alguien para que le siga el juego.
—Álvaro ¿es verdad eso?
—¿Qué?
—¿Que esta muñeca es doctora?
—¿Acaso no lo habías notado?
—¡Joder, Julia! ¿Cómo me haces eso?
—Para que la próxima vez no vayas tan sobrado y recuerdes aquella advertencia de tu religión de que “no entrará en el paraíso quien tenga en su corazón un gramo de arrogancia”.
Habían recorrido unos siete kilómetros y el autobús se detuvo en un alto en el
que les esperaban el profesor Hamzaaoui y los que habían vijado en los taxis que
completaban la expedición. Todos descendieron y, como había por allí algunos camellos, los estudiantes españoles se acercaron para hacerse las fotos de rigor. Pronto se
agruparon a la sombra de un enorme eucalipto.
―Hubo un tiempo ―Aicha, siempre junto a Álvaro, tomó la palabra― en que
este bello lugar que vamos a recorrer se llamaba "Idonia". Ion H. Perdicaris lo adquirió a finales del siglo XIX. Era un adinerado ciudadano greco-americano que llegó
a Tánger en 1872 y decidió construir su residencia junto al gran acantilado sobre el
Estrecho para proporcionar a su esposa enferma el clima que le habían recomendado
los médicos. "Idonia" se convirtió así en un gran jardín botánico de flora autóctona a
la que su propietario añadió diversos elementos exóticos y una red de caminos destinados a que la señora Perdicaris pudiese realizar sus paseos cotidianos. Años después, en 1904, tuvo lugar el conocido episodio del secuestro de Perdicaris por Raissouli. Un asunto de Estado que llegó a movilizar la flota estadounidense. “Este Gobierno, exigió el presidente Theodore Roosevelt, quiere a Perdicaris vivo o a Raissouli
muerto". La liberación, tras el pago de un importante rescate y determinadas concesiones políticas, se produjo algunas semanas después. Posteriormente, El Mezourai El
Glaoui adquirió "Idonia" y en 1956, tras la independencia de Marruecos, el paraje pasó a engrosar el patrimonio del Estado. En la actualidad es un dominio público gestionado por el Ministerio de Aguas y Bosques, ha sido declarado lugar de interés biológico y ecológico por la biodiversidad que alberga y su ordenación se enmarca en el
acuerdo de cooperación entre la región Tánger-Tetuán y la región francesa de Provence-Alpes-Côte-d'Azur. Mientras caminamos, Farid, que está a punto de ser biólogo, nos explicará su gran valor medioambiental, pero oiréis mejor si os acercáis un
poco más y guardáis silencio.
―A lo largo del paseo
hacia el acantilado —comenzó— veremos algunas
especies de eucaliptos procedentes de Australia, probablemente los primeros introducidos en Marruecos, que os impresionarán por su enorme envergadura; variedades
exóticas de palmeras; diversidad de robles, algunos propios de las zonas montañosas
del Rif y del medio Atlas, cuya presencia nos advierte del excepcional marco biogeográfico en el que nos encontramos. Observaréis también gran cantidad de acacias
que fueron introducidas más tarde y colonizan crecientemente el parque. Y drácenas,
araucarias, laureles de Portugal, helechos, etc. Además, la regresión del bosque ha
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dado paso a un matorral, a veces denso, como allí al fondo, que incluye grupos de
arbustos, plantas aromáticas, medicinales, etc. característico de la vegetación mediterránea. Nechma, como representante de la Asociación Tadaoul para la Educación,
el Patrimonio y el Medio ambiente,
os hablará de los peligros de todo tipo que
acechan a este parque periurbano.
―Gracias Farid. Como estoy afónica he preparado unas fotocopias en las que
se resumen las principales amenazas. No he incluido las acciones ya emprendidas por
nuestra asociación dado que, tras la primera fase del observatorio, cada uno de los
grupos deberá debatir qué hacer y presentar sus conclusiones en la reunión final del
encuentro.
Pasearon algo más de un kilómetro hasta llegar al acantilado. Se sentaron a
descansar junto al palacete en ruinas que construyese Perdicaris y Dani les contó que
aquel incidente inspiró “El viento y el león”, la película que John Millius dirigió en
1975 y en la que Sean Connery interpreta a Raissouli ―Mulai Ahmed er Raisuni, precisó―. Que en ella, en la que también actuaron John Huston y Brian Keith, los secuestrados no fueron Ion Perdicaris y su ayudante, sino la esposa y sus hijos. Que
primero se pensó en Omar Sharif como intérprete, pero este declinó. Que él, sin dudarlo, hubiese preferido a Anthony Quinn. Que Faye Dunaway, la actriz elegida, enfermó y tuvo que ser sustituida urgentemente por Candice Bergen, aunque Millius reconoció que había concebido el papel de Eden Perdicaris pensando en Julie Christie.
Que tuvo influencias notables de Lawrence de Arabia, sobre todo en el tratamiento de
las escenas del desierto. En fin, que fue nominada a los Oscar por su banda sonora.
La referencia al inolvidable actor mejicano dio pie a que Álvaro aprovechase la
oportunidad para contarles que, de joven, había jugado con él un doble en el Club de
Tenis Betis cuando el actor, en los sesenta, estuvo rodando en Sevilla la película de
David Lean.
—¿Quiénes eran los otros jugadores? ¿Acaso Peter O’Toole y Alec Guinness?
—sugirió el guasón de Quino.
—Quinn jugó de pareja con Pacote Fernández Murube, un amigo de mi padre
que era muy divertido, y yo con José Luis Albacerrada.
—¿El de los toros?
—Sí, Julia, el marqués de Albacerrada.
—De Taracena, marqués de Taracena, para ser exactos —precisó Tere con conocimiento de causa—. Seguro que te refieres a mi tío José Luis, José Luis de Samaniego y Caralt, que es un gran aficionado al tenis.
—¿Vive aún?
—Por supuesto y sigue al frente de la ganadería.
Si la primera conversación entre Álvaro y la periodista transcurrió a bordo del
“Atlas” cruzando el Estrecho de Gibraltar rumbo a Tánger, la segunda y todas las que
le seguirían estuvieron a un tris de no haber tenido lugar. Aquel sábado, con el largo
paseo por el Bosque de Perdicaris, la visita a la Gruta de Hércules y el debate en
Asilah, había sido un día intenso y agotador en el que la chica tuvo la impresión de
que él profe la evitaba. De hecho, él no se separó de la coqueta Aicha a la que invitó
a almorzar en la selecta Casa Pepe para disuadirla de su pretensión de organizar un
encuentro de trabajo en Essaouira que relanzase una vieja iniciativa de hermanamiento de centros escolares abandonada tiempo atrás. Julia y algunos más, entre
72
ellos Paco, Cantó, Hamzaaoui, Quino, Jonathan, Ayman, Farid, Julia y Dani decidieron
ir en taxi a darse un garbeo por la cercana ciudad de Larache.
Y como Tere,
atrapada en una tienda del zoco, no se enteró, no tuvo otra opción que unirse a uno
de los grupos de estudiantes para comer mal en un restaurante turístico del paseo de
eucaliptos que discurre junto a la muralla. Por eso le sorprendió que, tras la cena en
el Marhaba Palace,
resignada ya a regresar a su habitación con todos sus fantasmas a cuestas, Álvaro se acercase.
―Teresa ¿no estarás pensando en encerrarte ya en el hotel, verdad?
―Pues sí ―respondió secamente, abrumada por la deprimente combinación de
las mil sensaciones contradictorias de aquellas fechas de zozobra y la inesperada actitud fría y distante de él durante toda la jornada―. Nada tiene que hacer una mujer
sola en una ciudad árabe a estas horas.
―Vente conmigo.
―¿Contigo o contigo y con Aicha? ―La pregunta le salió del alma.
―Conmigo, sólo conmigo, que la chica mora ya tiene lo que se proponía.
―¿A dónde? Y no vale responder “no te lo puedes imaginar” —le advirtió anticipándose.
―Te propongo dos opciones: ir al Casino de Tánger para presumir, yo de chica
guapa y tú de padre marchoso; o escuchar jazz y charlar en un pequeño local que
me han recomendado. Sé que es tu música preferida.
―Me encanta el jazz, pero hoy eligiría un lugar sosegado con música melódica.
―Entonces te llevaré a la terraza del hotel más chic de esta ciudad.
―Vale, pero prométeme dos cosas: que me contarás de qué va ese misterioso
concurso y que responderás a una pregunta personal.
―De acuerdo, pero sólo a una. ―Y, sin más, despistando deliberadamente al
grupo, se adentraron por el intrincado y lúgubre laberinto de calles estrechas que
descienden abruptamente hacia el centro desde la parte más alta de la casba.
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ACOMPÁÑAME AL FUTURO
El Hotel El Minzah, inaugurado en 1930 por el aristócrata inglés Lord Bute, está
situado en un emplazamiento privilegiado, entre la nueva y la vieja ciudad, desde el
que se domina la bahía, el puerto, la medina, el cabo Malabata y la costa española.
Su renombre le viene de la época dorada de la ciudad, tras adquirir estatuto internacional en 1925. Y es que cuando el solícito portero, ataviado a la antigua usanza,
abre la puerta de El Minzah se accede al delicioso oasis de paz, lujo y frescor que libera al instante del espeso barullo del Gran Zoco.
―¿Qué te parece?
―Una buena elección; mi padre suele alojarse aquí.
―Y tú pensabas hacerlo.
―No te quepa la menor duda.
―¿Te arrepientes?
―No, claro que no, la habitación que me has cedido es magnífica.
―Bueno, soy todo tuyo, ya puedes preguntar.
―¿Eme-pe-efe-ene-punto-cero?
―Por ahora sólo eso: MPF n.0.
—¿Tiene que ver con tu tesis doctoral?
—Sí, es su aplicación práctica.
―¿Concurso?
―Necesitaría una breve introducción. ¿Puedo?
―Adelante.
Álvaro le contó que cada curso, al iniciar sus clases de Derecho Internacional
en la facultad, sabía que su tarea consistía en abrir la mente de un nutrido grupo de
estudiantes a la compresión de las relaciones que acaecen en ese espacio, casi inédito para ellos, que se abre más allá del Estado. Que era consciente que para aquellos alumnos y alumnas, socializados en términos de Estado-nación, no iba a resultar
sencillo alcanzar a entender en qué consistía el complejo proceso, siempre en marcha, mediante el que una sociedad en formación, la sociedad internacional, trata de
darse, con escaso éxito y exasperante lentitud, unas reglas básicas de organización y
funcionamiento. Y que por eso solía emplear un recurso didáctico consistente en una
especie de introductor lógico sui generis cuyo objeto era que el alumnado, de la mano de una historia fantástica y sugerente, visualizara y retuviese sin esfuerzo múltiples escenarios ficticios en los que se sucedían situaciones y relaciones conexas dispuestas adrede para poder recurrir a ellas, a modo de sencillos supuestos prácticos de
referencia y análisis, a lo largo del posterior desarrollo del programa de la asignatura.
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―Sin más prolegómenos la clase comenzaba pidiéndoles que se mantuviesen
en silencio durante unos minutos, se concentrasen al máximo e hiciesen un esfuerzo,
un gran esfuerzo de imaginación. Y mientras se ahogaba el inicial y lógico murmullo
de aquél aula atestada de gente de apenas veinte años, sin usar ya el micrófono, haciéndome a posta el despistado, les lanzaba una retahíla de preguntas en un tono de
voz tan deliberadamente bajo que inicialmente sólo era audible para quienes ocupaban las primeras filas, pero pronto para muchos más que, entre perplejos y divertidos, respondían en acompasado coro.
―¡Las doce y diez!, ¡doce y diez!...
―¿De qué día?
―¡Cinco!, ¡jueves, cinco!, ¡cinco!, ¡cinco!...
―¿De qué mes?
―¡De octubre!, ¡octubre!, ¡octubre!...
―¿De qué año?
―¡1995! ¡95! ¡95! ¡95! ¡1995!...
―¿Y dónde estamos?
―¡En Huelva!, ¡Huelva!, ¡Huelva!…
—Y, en ese momento, simulando decepción y levantando mucho la voz, les recriminaba: ¿Y a esto llamáis vosotros hacer un gran esfuerzo de imaginación? Y tras
una calculada pausa, tratando de parecer lo más serio y convincente posible, añadía:
ni estamos en Huelva, ni son las doce y diez del jueves cinco de octubre de 1995.
Ese tiempo hace mucho que pasó. Hoy es un día cualquiera de la Era Post Global y
nosotros somos habitantes de Denébola, la estrella de la Constelación del León que
constituye el único reducto con vida que queda en el universo. Trazaba entonces una
larga línea en la pizarra jalonada de hitos temporales insólitos en el que el mismísimo
Mundo Feliz de Huxley, finalmente hecho realidad, aparecía ya como un desvaído recuerdo en la memoria histórica de la única especie aún no extinguida Y, ante la creciente perplejidad, iniciaba un minucioso relato del tiempo en el que nos tocaba vivir
y del inverosímil motivo que nos convocaba.
—¿Qué era?
—La apremiante necesidad de acometer la enrevesada tarea colectiva de reconfigurar nuestro degradado ADN.
—¿Para?
—Recuperar una extinta secuencia genética: el gen de la solidaridad.
—¿Cómo?
—Haciendo revivir artificialmente en un túnel del tiempo anecdóticos episodios
del desaparecido género humano en los que poder rastrear alguna improbable y tosca traza susceptible de sintetizar, pero dejemos eso para mejor ocasión. Lo cierto es
que estaba convencido de que el proceso de enseñanza-aprendizaje que emprendíamos no sólo debía proporcionarles el adiestramiento técnico-jurídico de rigor, sino
76
modificar el sentido de la experiencia, la de todos ellos y, por supuesto, la mía, ayudándonos a crecer, individual y colectivamente, como auténticos ecociudadanos.
―El personal fliparía.
―El caso, Teresa, es que ahora tampoco resulta sencilla la tarea de mostrar y
de aprehender en qué consiste y cómo opera en la práctica el eme-pe-efe-ene-puntocero por el que me acabas de preguntar. Y, sobre todo, cómo podrá implementarse y
generalizarse su uso en el futuro. He comprobado que suele ser un fiasco tratar de
explicarlo sin adoptar determinadas cautelas pedagógicas. No solo corro el riesgo de
que no se capte el auténtico sentido y la dimensión temporal, necesariamente incierta, de mi propuesta, sino de quedar como una mezcla nada académica de charlatán o
visionario. Por eso, hace unos meses, comencé a seleccionar al grupo de estudiantes
que integrarán la lista de la doble e.
―Pareces Jacques Saunière, el conservador del Louvre del Código da Vinci…
¿Qué significa doble e?
―E, de escogidos y de expedición.
―¿Expedición a dónde?
―A los Andes, la Amazonía y el Pacífico, asociada a un formidable viaje en el
tiempo. Una doble aventura colectiva real e imaginaria.
―Seguro que sabes explicármelo mejor.
―Puede.
―¿Cuándo?
―¿La explicación o la aventura?
―¿Me tomas el pelo?
―No.
―Pues si no te aclaras no podré participar.
―Ya cuento con ello.
―¿Entonces por qué me has invitado?
―Para darte envidia. Se rumorea que te casas y no creo que una chica tan
convencional pueda intercalar esa andanza entre sus preparativos de boda.
―¿Y si no fuese así?
―Que te cases o que seas convencional.
―Ambas. Tú invítame…
―Ya lo he hecho.
―De boquilla.
―Pero si apenas sabes de qué va.
77
―Ni me importa, que en este momento de mi vida me apunto a un tiroteo.
―¿Tan mal estás?
―No te lo puedes imaginar.
De buena gana, Tere le habría le contado todas sus cuitas si hubiese mostrado
el más mínimo interés por saber qué ocultaba tan enigmática afirmación, pero el profe ya sólo pensaba en la musa que necesitaba para afrontar un nuevo tramo hacia el
futuro.
―Los seleccionados hasta ahora constituyen un grupo excepcional y resultará
una experiencia fascinante. Somos catorce o quince y llegaremos a una veintena.
Marta Lesmes, que es economista y coordina la iniciativa CAE que promovemos en la
Amazonía ecuatoriana…
—¿CAE?
—Centro Amazónico para la Ecociudadanía. Uno de los objetivos de la expedición es darle contenido a las instalaciones que estamos construyendo en unos terrenos que Cantó y yo tenemos allí.
—¿Que Pepe y tú habéis comprado un terreno en Ecuador?
—Es un pequeño trozo de bosque amazónico, segregado de la finca de más de
un centenar de hectáreas de Giovanni, un buen amigo ecuatoriano. Un lugar precioso
junto al río Upano,
entre Sucúa y Logroño de los Caballeros, que nos vendió hace
varios años.
—¡Jo, qué interesante!
—Cómo te decía, además de Marta, que ya la conocerás, vendrán la chica mora, como tú la llamas; Julia Martínez Redondo; Naylea, que es una estudiante de
Ayacucho que se incorporará en Quito; Ayman y puede que Andrés y Farid si convencen a Dani.
―¿Te refieres a DVL?
―Claro. Es mi principal colaborador y autor de las pruebas de idoneidad que
deben superar los participantes.
―¡Qué tío! Y yo que creía que no tenía secretos para mí.
―No te quejes; sabe hacer su trabajo y por eso te propuso que le acompañases
a Tánger.
―Es que me extraña que no me haya hablado antes de todo esto.
—¿Tampoco te ha dicho nada de sus gestiones con la Fundación Tiuti Wally
para pasar el mes de julio en la selva con los Sarayaku y hacer un reportaje sobre su
lucha contra las petroleras?
—¡Qué va!
―Además del Dr. Cantó y yo, vendrán también Paco Fuertes, que ya está jubilado y ahora vive en Ayamonte; José Carlos,
un amigo de la infancia; Quino
78
y Juanjo,
un letrado de Madrid compañero de facultad. Y, por supuesto, María,
una chica invidente que está deseando tener un buen pretexto para huir del quiosco
de venta de cupones de la ONCE que sus abuelos, con los que vive, le han conseguido en Madrid.
―¿Te arriesgarás en ese periplo con una chica ciega?
―¿Y por qué no? Cuando conozcas a María Atauta comprobarás que, a más de
encantadora e inteligentísima, tiene una imaginación tan prodigiosa que le permite
ver mucho más allá que cualquiera de nosotros.
―¿De qué la conoces?
―Hace unos meses evité por chiripa que la atropellara un conductor ebrio. Nos
hemos hecho muy amigos. Ya te hablaré de ella. Vendrá con su perro guía.
―Quince personas y un perro.
―En realidad, dieciséis. Cuando conozcas a Boliche me darás la razón.
―La pinta es espléndida, pero ¿cómo se paga?
―Con la wollastonita de Cantó.
—¿Qué es eso?
—Ya te lo cuento otro día, aunque a Pepe le encantará que se lo preguntes.
―Yo podría sufragar mis gastos. ―El testamento de su abuela Carmita había
sido tan generoso con sus tres nietas que no le supondría ningún esfuerzo asumir el
coste que pudiese representar.
―No te lo he pedido.
―Pero cuenta con ello.
―Invita a tu novio americano; seguro que a Dani le hará mucha ilusión.
―Jamás. Sería mi particular despedida de soltera.
La velada en los jardines de El Minzah transcurrió como una exhalación y la
inesperada invitación al futuro le infundió a Tere el optimismo que había perdido al
sentirse atrapada en su propia encrucijada vital. Puede que se hubiese vuelto loca,
pero intuía que todo aquello iba a formar parte de la solución.
―¿Necesitan algo más? Vamos a cerrar el bar, pero pueden permanecer si lo
desean. El pianista se irá cuando finalice esta melodía, pero la música continuará.
―¿Un cuba libre y nos vamos?
―Tómatelo tú, Teresa, que yo nunca bebo. Por favor, un cuba libre y otro té
verde. Y traiga la cuenta por favor.
―Me habías prometido responder a una pregunta personal.
―Sólo a una.
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―Pero ahora tengo dos.
―Adelante, sin que sirva de precedente.
―¿Por qué has pensado en mí, si no me conoces de nada?
―Sé perfectamente quien eres.
―¿Cómo, si me conociste ayer?
―Respondo a esa pregunta o me haces la otra.
―No, déjalo ―Ya hablaría con Dani, pensó, pues era obvio que su amigo estaba en el ajo―, si tengo que elegir, prefiero que me expliques porqué me llamas Teresa en vez de Tere, como hace todo el mundo. Algo cambia en tu expresión cuando
pronuncias ese nombre. ¿Quién es Teresa?
―Tú podrías ser Teresa. ―Sacó del bolsillo su comunicador, abrió un archivo y
buscó algo―. Puede que esta dedicatoria te dé una pista: “A Teresa, por supuesto, y
a todas las mujeres que me han ayudado a… imaginarla”. ¡Qué casualidad!; también
está fechada un día de abril, pero dentro de diez años, “en algún lugar del Atlántico,
rumbo por última vez a África”.
Y ya no pudo sonsacarle nada más. Álvaro se cerró en banda. Encendió su vieja pipa y se puso a fumar mientras Frank Sinatra cantaba “Extraños en la noche” y
ella daba vueltas en silencio a cómo arreglárselas para incorporar sus nuevos planes
viajeros entre los preparativos de la más convencional de las bodas que la familia de
David y su padre preparaban con tanto afán.
Por las calles casi desiertas del Gran Zoco, camino del Hotel Continental, ella
volvió a interesarse por el contexto de aquella dedicatoria.
―Pertenece a una novela que estoy escribiendo y que no logro acabar.
―Tal vez pudiese ayudarte…
―¿A imaginar a Teresa?
―¿Por qué no?
Recogieron las llaves, subieron al primer piso y caminaron hacia sus habitaciones que eran contiguas.
―Que leyeses el manuscrito me animaría a continuar escribiendo.
―Pues pásamelo.
Álvaro, en vez de despedirse, entró con ella y cerró la puerta, cogió una mandarina y se asomó al balcón abierto de par en par. Volvió, le puso un gajo en los labios y le dio un beso en la mejilla.
―Me levantaré tarde, haré unas gestiones y estaré de vuelta para la sesión de
sobremesa. Si quieres que nos veamos llámame al teléfono marroquí o pásate por El
Minzah. Recalaré allí en cuanto termine. Podríamos almorzar juntos. Hasta mañana,
Teresa guapa. Descansa.
―Gracias, Álvaro. Ha sido un día increíble. Buenas noches.
80
Tere se sobresaltó al caer en la cuenta que había olvidado completamente a
David y conectó su comunicador para recuperar inquietos mensajes procedentes del
otro lado del Atlántico. Renunció ante lo precario de la señal y se acostó. Prosiguió leyendo la triste historia de Sira Quiroga hasta que la intempestiva llamada del
Mu'adhdhin quebró el monótono runrún del Puerto de Tánger. La oración sonaba como un seductor canto de sirena que le impelía a abandonar la nave familiar y renunciar al fantástico cuento de hadas en el que su padre la incluyó en el mismo instante
de nacer. Su mente se apagó pensando, como Rosemary de Dick Diver, en Suave es
la noche, de F.S. Fitzgerald, “que parecía amable y encantador, y en su tono de voz
había una promesa de que se iba a ocupar de ella y de que, algo más adelante, le iba
a abrir nuevos mundos, le iba a descubrir una serie interminable de magníficas posibilidades”.
Se despertó al mediodía de otra mañana radiante y calurosa. El comedor estaba cerrado y no quedaba en el hotel nadie del grupo. Salió en busca de un desayuno
tardío, a comprar algunos recuerdos para sus sobrinas y a visitar una exposición de
pintura en el Consulado de Francia. Cuando terminó anduvo hacia la Plaza de Faro,
pero vio a Dani sentado en la terraza del Café de París, se sentó con él y le invitó a
almorzar en El Minzah para tratar de sonsacarle alguna información. Buscó a Álvaro,
pero no estaba allí.
Durante la sesión final del encuentro apenas pudo prestar atención. Su mente,
que ya era un laberinto antes de salir de Sevilla, tenía ahora nuevas piezas que encajar a las que se acababan se sumar dos afirmaciones de Álvaro. La primera fue una
emotiva frase (…y, por supuesto, a quienes, como en mi caso, el paso de los años no
haya logrado apaciguar aún el irresistible impulso adolescente de cambiar el mundo)
que le planteó a la chica que iba a ser definitivamente adulta en cuando concluyese
una solemne ceremonia el próximo uno de noviembre, día de todos los Santos, en
una Iglesia católica de Nueva Inglaterra, si tenía sentido convertirse, para regocijo,
sobre todo de su padre, en Teresa Mc Tweed, esposa de David F. Mc Tweed, inminente Marqués consorte de la Canchalosa y flamante joven abogado de uno de los
más prestigiosos bufetes de Boston. La segunda, una desafortunada anécdota que él
narró con inusitada vehemencia y que le atormentó durante el trayecto de vuelta.
¿No sería su propio padre el antiguo compañero de colegio al que, cuando se encontraron muchos años después, Álvaro le reprochó indignado y sin tapujos que osase
comparar con la suya su trayectoria política camaleónica y corrupta?
81
ASESINATO EN LA MISIÓN
El viernes dos de septiembre de 1983 Radio Malabo informó de un suceso trágico: una monja catalana acababa de ser asesinada en Ebebiyin.
Todos los medios
de comunicación se hicieron eco de la noticia. El diario El País del sábado titulaba en
portada: “Una misionera barcelonesa estrangulada en Guinea Ecuatorial”.
“La religiosa española apareció estrangulada ayer en la misión de Ebebiyin,
en Guinea Ecuatorial, donde trabajaba desde hace cuatro años como cooperante en tareas de educación y sanidad, informó el Ministerio de Asuntos
Exteriores...”
Según el diario madrileño las detenciones masivas y los correspondientes interrogatorios policiales, dirigidos por el temible teniente Eyi, so pretexto de demostrar
el interés del Gobierno guineano en aclarar lo sucedido, constituían en realidad un
acto de represión contra los opositores al régimen del presidente Obiang. El diario
ABC, por su parte, informaba que en aquella trágica madrugada sólo se encontraban
en el lugar de los hechos, una vivienda situada en el recinto del instituto de primera
enseñanza, la religiosa asesinada y una niña guineana. Ningún medio de comunicación
aventuraba los posibles móviles, aunque todos los observadores descartaban el robo.
Ana Llopart había nacido en Barcelona en el seno de una familia acomodada.
Tenía 56 años. A los 26, cuando profesó sus votos religiosos, ya había finalizado dos
licenciaturas universitarias: Física y Matemáticas. En 1963 se incorporó a su primer
destino en Santa Isabel, capital de la provincia de Fernando Poo en la entonces Guinea Ecuatorial Española, donde aún permaneció algunos meses tras la independencia
del país en el 69. Destinada a la población gabonesa de Oyem, compartió tareas educativas, sanitarias y pastorales con otras cuatro religiosas: la gallega Josefa Ribeiro,
la portuguesa Inés de Sousa y las francesas Marie de Vischer y Brigitte Piaf a las que,
a mediados de 1973, se les uniría la joven hermana bordelesa Élise d’Alesme. A principios de agosto del 79, tras el llamado Golpe de Libertad de Teodoro Obiang, retornó
a Guinea como miembro del nuevo equipo de cooperantes españoles de la Federación
de Religiosos de la Enseñanza. Su principal tarea fue reconstruir la misión católica
abandonada de Ebebiyin: un enclave situado en la meseta de Kie-Ntem, un vértice
fronterizo con Gabón y Camerún.
Dos grandes cursos de agua, que apenas distan un centenar y medio de
kilómetros, enmarcan en la costa occidental de África un naipe de 26.000 km2
barajado al azar en la partida colonial africana: Río Muni, la porción más extensa de
Guinea Ecuatorial. El Ntem, el río do Campo de los descubridores portugueses, nace
en Gabón y penetra en Camerún para ramificarse en varios brazos de los que el más
meridional constituye la actual frontera. Aunque su curso medio, de régimen torrencial, cuenta con abundantes rápidos, la desembocadura, desviada hacia el norte por
efecto de los vientos y de la corriente, supera el kilómetro de anchura y es navegable
a lo largo de veinticinco. El Muni, al sur, es un inmenso estuario colmado de manglares y de pequeños islotes (Ibelo, Ngande, Ibongüe, Ibu...), de casi una treintena de
kilómetros que supera en algunas zonas los tres de anchura. En él confluyen el Congüe, el Utongo, el Bañe y el Utamboni o Mitemele. Otros muchos, entre los que descolla el Uolo o Benito, desembocan entre ambos en un bello mar azul y apacible que
se funde con el exuberante bosque tropical.
Río Muni dispone de una región litoral de blancas playas de cocoteros, egombegombes y altivas ceibas que, sólo al sur, a partir de Punta Eloba, se torna escarpa-
83
da con acantilados abruptos, farallones grises de pizarra, desafiantes arrecifes de
areniscas y margas y abundantes rocas que llegan a adentrase tres y cuatro millas
en el océano dificultando la navegación. Allí, a 200 millas al sureste de la isla de Fernando Poo, hoy Bioko, se encuentra la ciudad de Bata fundada, según la tradición,
por el jefe combe Lokonche a mediados del siglo XIX. Desde esta franja costera, que
apenas penetra una veintena de kilómetros, el terreno se va elevando suavemente
hacia el interior sin llegar a superar los 700 metros de altitud. Desde el aire, toda la
región es una gran masa forestal compacta. “Esa llanura ―explicaba el entomólogo
Luis Baguena― que parecen indicar las copas de los árboles, todas a la misma altura,
vistas por encima desde cualquier altozano, son manifestación engañosa que oculta
cientos de barrancos”.
El lustro que la misionera Ana Llopart había vivido en la época de la colonia, los
convulsos meses en tiempos del dictador Macías, diez largos años en la población gabonesa de Oyem y casi cuatro en Ebebiyin, era un tiempo más que razonable para
que una universitaria culta, inteligente y honesta como ella conociese bien los entresijos de la vieja colonia y del joven país independiente. Y en especial todo lo referente al creciente y escandaloso flujo ilegal de la ayuda alimenticia internacional hacia
los mercados de los países vecinos. Veinte intensos años de misión en África habían
hecho que se comprometiese de tal forma con aquella gente que quienes la conocían
sabían que no podría seguir tolerando tan injusta situación. La hermana Llopart se
había movido, primero con gran discreción y luego mucho más abiertamente, utilizando diversos recursos y contactos de doble filo. Sus protestas y denuncias acababan de costarle la vida.
Y es que, desde finales de 1979, en que el programa alimentario mundial aportó 526 mil dólares, en forma de harina, leche y aceite, para estimular el retorno de
los guineanos exilados en Gabón y Camerún, la ayuda internacional había sido sistematicamente desviada fuera del país para su comercialización fraudulenta. Tanto,
que la FAO tuvo que adoptar en el 86 la drástica decisión de retirar completamente
una asistencia de la que apenas llegaba a sus sufridos destinatarios un escaso diez
por ciento.
La violenta muerte de la religiosa conmovió profundamente a la sociedad. Durante aquellos días los españoles y guineanos vivieron impresionados por las dramáticas noticias que daban cuenta de un suceso que contrastaba con las excelentes
relaciones formales —el propio Juan Pablo II acababa de visitar el país el año anterior— que mantenía el Gobierno ecuatoguineano con la Iglesia Católica. Ciertamente
era un acontecimiento inexplicable e inoportuno para unos religiosos afanados en recuperar su influencia en la zona. De hecho, según algunos cooperantes que asistieron
a los oficios fúnebres celebrados en Ebebiyin, el embajador Antonio García Abad, balbuceó a su término, visiblemente aliviado, un premonitorio “asunto concluido”.
Al sobresalto inicial siguió un embarazoso silencio de ambos Gobiernos que sólo fue roto cuando el director general de la Oficina de Información Diplomática, Fernando Schwartz, no tuvo más remedio que dar la cara en nombre del Gobierno español y responder con una misiva
en El País al duro envite que, en forma de carta abierta,
había dirigido al Gobierno socialista de la época el hermano de la
monja asesinada. El diplomático, reconvertido años después en escritor de éxito y
presentador de televisión, dio todo tipo de garantías sobre la firme decisión de investigar lo ocurrido. La Iglesia Católica española, por su parte, se resignó a engrosar su
abultada lista de mártires en el más absoluto mutismo. Y es que el asesinato de Ana
Llopart apenas se volvió a mencionar hasta que el diario El País publicó lo siguiente
en su edición del jueves ocho de septiembre de 1988.
EL “INFORME DÍAZ-CUETO”.
Ana Camacho/Fernando Jáuregui. Madrid.
84
El ex-delegado del programa universitario español en Guinea Ecuatorial,
Álvaro Díaz-Cueto, envío el pasado mes de junio, un voluminoso informe a
los diputados miembros de la Comisión de Estudio de la Cooperación entre
España y Guinea Ecuatorial, denunciando no pocas irregularidades en la excolonia.
El informe, en el que se acusa a la Administración española de “malversar” el dinero del contribuyente, de “engañar” a la opinión pública y hasta de
“violar” derechos constitucionales, se convirtió ayer en el principal testigo de
cargo contra la actuación del Ministerio de Asuntos Exteriores y constituyó
una constante munición en manos de los diputados de la oposición que interrogaron a Fernando Riquelme, director general de la Oficina de Cooperación
con Guinea Ecuatorial, y a Antonio Núñez, ex-embajador en el citado país.
El informe Díaz-Cueto, contra quien el Ministerio de Exteriores interpuso
en su día una querella ante la Audiencia Nacional, sugiere que la situación en
Guinea “ha tenido beneficiarios claros”, y cita algunos casos de muertes violentas sin aclarar, como el de la hermana Ana Llopart, “quien a todas luces
conocía perfectamente la corrupción" imperante. La querella del citado ministerio contra Díaz-Cueto se basaba en la acusación de no haber justificado
parte del ejercicio económico de 1985 y de 1986, algo a lo que el delegado del
programa universitario español en Guinea Ecuatorial se negaba al alegar que las
justificaciones sólo deberían presentarse ante las autoridades universitarias.
Este informe-denuncia
estaba dedicado precisamente: "A la Hermana Ana
Llopart, universitaria inteligente y honesta, asesinada, ante la indiferencia del Gobierno y de las Cortes, por haberse atrevido a vencer la complicidad del silencio…" Y en
los testimonios desarrollados en la parte especial, titulada Riesgo e inseguridad jurídica de los cooperantes españoles en Guinea Ecuatorial, el primer asunto tratado era:
Asesinato de la Hermana Ana Llopart. Ebebiyin (Guinea Ecuatorial), 2 de septiembre
de 1983. El texto incluía un párrafo elocuente.
"...hoy, casi cinco años después, se constata que el asunto ha sido oficialmente olvidado por el Gobierno de Guinea, que jamás abrió ninguna investigación seria (¿podía haberlo hecho?), y por el español que, obviamente,
al conocer el trasfondo, optó por el silencio. Tampoco la FERE (Federación
Española de Religiosos de la Enseñanza), suponemos que por unas muy calculadas razones, ha querido remover un asunto que dio por zanjado con una
nueva mártir. Sin embargo hay evidencias más que razonables para considerar que el asesinato de la Hermana Ana Llopart tuvo un móvil concreto: silenciar a quien a todas luces conocía perfectamente la corrupción que presidía todo lo referente a la abundante ayuda alimenticia internacional regularmente desviada de sus fines... Por todo lo anterior la falta de interés del
Gobierno español en aclarar este lamentable asunto no sólo constituye un
evidente desprecio a sus ciudadanos, sino, tal vez, un gravísimo acto de
complicidad que merecería la máxima atención de esa Comisión parlamentaria”.
En aquellas lejanas fechas Guinea Ecuatorial tenía el dudoso honor de figurar
en el Informe Donovan, del Fondo Monetario Internacional, como el segundo país
más corrupto del mundo.
85
SEPTIEMBRE DEL 88
Cinco años después del aquel horrible asesinato en la misión de Ebebiyin,
también un día de septiembre, Álvaro Díaz-Cueto recibió en Madrid una enigmática
llamada de la Embajada de Arabia Saudí.
―¿Tendría usted inconveniente en mantener una reunión con su alteza el príncipe Jaled? Sabe de su gran conocimiento de la situación actual de Guinea Ecuatorial
y desearía conocer su autorizada opinión sobre un asunto de sumo interés para él y
su familia.
―¿Podría ser algo más explícito? Comprenda que, dada mi posición personal
en estos momentos con respecto a las relaciones entre ese país y España, debo ser
extremadamente prudente. Además, no imagino qué puedo aportarle al príncipe...
¿cómo ha dicho...?
―Jaled, príncipe Jaled
―Francamente, no sé en qué podría serle útil.
―Su excelencia ha leído su informe al Congreso de los Diputados sobre la
cooperación española en Guinea Ecuatorial. Se lo ha facilitado el profesor Melchor
Obama, que mantiene contactos habituales con nuestra representación permanente
ante los Organismos Internacionales en Suiza. Lo siento, pero no puedo darle más
detalles. Sólo se me ha encargado que le pida la máxima discreción.
—¿Dónde nos reuniríamos?
―En Ginebra.
―¿Cuándo?
―A la mayor brevedad. Nuestra embajada se encargaría de todo y, por supuesto, puede pasar la minuta que estime conveniente.
―De acuerdo. —La alusión al amigo Obama le tranquilizó—. Facilíteme un número de teléfono y deme unas horas.
Aquel requerimiento se apartaba de su rutina de modesto profesor universitario que, tras un reciente destino de dos años en Guinea Ecuatorial, afrontaba ahora
una fenomenal trifulca con el ministerio de Asuntos Exteriores que le había obligado a
saltar a la arena política. Decididamente, ser recibido por un jefe de Estado e invitado
por un príncipe árabe para ser consultado sobre un asunto de sumo interés para él y
su familia no tenía nada de habitual.
El hecho es que dos días después, a las ocho de la mañana del jueves 22 de
septiembre, bastante tarde para un país que ya llevaba más de una hora trabajando,
él desayunaba a orillas del lago Leman. No obstante, a pesar de la gran curiosidad
que despertaba tan inquietante cita, su atención estaba centrada en otro asunto. Y es
que no cesaba de darle vueltas a la larga entrevista que había mantenido la víspera
en París con Obiang Nguema. El dictador, viejo en el oficio, había escuchado atentamente y, aunque no se comprometió a nada, sí inquirió sobre ciertos aspectos relativos a su anunciado viaje de esa semana a Madrid para entrevistarse con el rey Juan
Carlos y el presidente Felipe González. A él le urgía saber si el mandatario ecuatogui-
87
neano esquivaría la provocación que suponía la expulsión del diplomático sorprendido
con drogas en Barajas y si, llegado el momento, facilitaría a la comisión parlamentaria española, que preparaba su viaje a Guinea, la información sobre las materias
que le había sugerido.
Desde que comenzaron los trabajos de la comisión parlamentaria la antigua
colonia estaba en el candelero y la avidez de información le devoraba. Lo primero
que hacía cada mañana era sintonizar las principales emisoras de radio y revisar toda
la prensa nacional. Sin embargo, en aquel hotel de postín estaba aislado. En conserjería podrían facilitarle la prensa suiza y la internacional, pero, probablemente, no
encontraría el diario El Independiente en el que José Luis Sanz ya habría publicado la
crónica de la entrevista en el Crillon. A esa hora el periodista debía estar volando hacia Madrid y no era cuestión de arruinarse tirando del teléfono que tenía en la mesilla
para que algún amigo le pusiese al corriente. Era evidente que el franco suizo le seguía impresionando, pues razonaba igual que cuando, a mediados de los setenta, fue
becario de postgrado en el Instituto Universitario de Estudios Europeos de Ginebra,
que dirigía el gran federalista Denis de Rougemont.
Ni siquiera había caído en la
cuenta de que ahora viajaba a gastos pagados. El quiosco de prensa de la Estación
de Cornavin podría ser la solución. Sólo tenía que telefonear al chofer que le había
recogido en el aeropuerto, pero prefirió no molestar: sabía que a pocos minutos había un apeadero de ferrocarril.
En el jardín reconoció la pista cubierta en la que había pasado tan buenos ratos
jugando al tenis en sus dos años de estudios en Ginebra. ¿Seguiría allí —se preguntó— el bueno de Pierre? Decidido a comprobarlo se dirigió hacia la pequeña caseta de madera que le servía de oficina. Pronto oyó su inconfundible voz. El tenista daba clase a una jovencita espigada que le recordó a Nicole. Al verle, el entrenador impartió desde la red algunas instrucciones a su alumna sobre cómo asir la raqueta para dar el revés; luego reguló y puso en marcha la máquina automática que le sustituiría lanzando pelotas y, por fin, caminó, con su característico andar de cow boy, para atender a aquel visitante al que no había reconocido aún.
―Buenos días, señor ―le dijo en ese francés cantarín de los ginebrinos.
―¿No me reconoces, Pierre? Soy Álvaro Díaz-Cueto.
―¡Mon dieu! Con esa barba... ¡Cuánto tiempo! ¿Qué haces por aquí?
Se fundieron en un fuerte y ruidoso abrazo que hizo perder definitivamente el
ritmo a la joven tenista afanada, con escaso éxito, en devolver unas bolas que la máquina, por un evidente error de regulación, disparaba a un ritmo tan endemoniado
que habría puesto en aprietos al mismísimo Manolo Santana. En un plis plas le informó del objeto de su viaje y quedaron en verse un poco más tarde en la cafetería del
hotel. El entrenador le ofreció su coche para que se acercase a Ginebra a comprar la
prensa. Invitación que Álvaro intentó rehusar sin mucha convicción y acabó aceptando encantado. Entre una cosa y otra el tiempo se le había echado encima.
Ese mismo jueves, uno de esos días en los que el cantón de Ginebra amanece
con un radiante sol y Leman se convierte en el idílico lago con cisnes de los cuentos
de hadas, la doctora d’Alesme se puso el chándal, salió al gran balcón acristalado y
bebió su habitual zumo de frutas mientras ojeaba el periódico de la víspera que su
marido había dejado abierto por la sección de internacional: toque de queda en la capital de Nagorno-Karabaj, Gemayel busca en Siria una solución a su relevo, Sau
Maung nuevo jefe del Gobierno birmano, la Fracción del Ejército Rojo se responsabiliza de un atentado en la RFA, Pérez de Cuéllar tratará en Suráfrica de la solución
del conflicto de Namibia, Arafaf viaja a El Cairo, la ola de refugiados kurdos iraquíes
preocupa a las autoridades de Turquía, soldados haitianos se amotinan en varias uni-
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dades, el presidente del Congreso de EE UU acusa a la CIA de desestabilizar Nicaragua… Luego, en vez de correr media hora como todos los días, caminó junto a su
perro bajo las hayas, los robles y los castaños del extenso jardín que descendía suavemente hacia la orilla. Una licencia que sólo se permitía en las contadas ocasiones
en que un acontecimiento inusual se interponía en su plácida vida. Y, ¡qué duda cabe!, que esa agradable mañana de principios de otoño era una de ellas. Su turbación,
fruto de una extraña mezcla de ansiedad, curiosidad y temor, iba en aumento y su
andar se tornó melancólico cuando los remotos recuerdos, que solían esfumarse varados por la espumosa rompiente en su playa de Soulac-sur-Mer, la llevaron en volandas a los caminos de albero del sevillano Parque de María Luisa.
―Señora —dijo la sirvienta colombiana que había salido a su encuentro ataviada con un impecable uniforme blanco ribeteado de azul—, han llamado de la Embajada para confirmar que la entrevista será a las once. También lo acaba de hacer su
hermana Marie, desde Pauillac. Dice que los niños están bien, que su madre se encuentra mucho mejor y que la señorita Élise les espera en París.
―Gracias, Amparo.
Se duchó con cierta premura. Sacó de uno de los armarios de su lujoso y repleto vestidor una falda plisada de paño de franela gris marengo, un delicado jersey
de cachemir azul marino de cuello vuelto y un bonito fular de seda con anclas amarillas estampadas. Se vistió, se calzó unos impolutos mocasines negros y se buscó, sin
llegar a reconocerse, en el inmenso espejo que cubría una de las paredes de la amplia y luminosa estancia: ni ya tenía dieciocho años, ni él estaría esperando en la terraza de Bilindo. Un súbito impulso le hizo descolgar el teléfono y, resuelta a zanjar
aquel desatino, marcó un número que sabía de memoria.
―Buenos días, Nadia, puede avisar a mi marido.
―Dime, Thérèse.
―Creo que resultaría más apropiado que fueses tú.
―Pero…, ahora ya es imposible. Estoy en una reunión y salgo para Zúrich dentro de un rato. Cenemos con él, como acordamos. ¿Quieres que encargue a Nadia
que haga una reserva en la Perle du Lac?
—La haré yo.
—De acuerdo. Espérame en casa sobre las siete y media.
―Está bien, Jaled.
—¿Te ocurre algo?
—No, nada. Un beso y buen viaje.
Vuelta a la realidad y resuelta a afrontar aquella cita como era debido, sustituyó su primera indumentaria por un convencional traje de chaqueta clásico, una camisa de seda blanca y unos zapatos marrones de tacón.
―Amparo, dile a Lupe que hoy almorzaré fuera.
Arrancó el flamante Jaguar AX40 azul que Jaled le acababa de regalar y avanzó
por el camino empedrado del jardín dando tiempo al servicio de seguridad para que
abriese el gran portalón. Sobrepasado éste miró atentamente a izquierda y derecha y
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aguardó a que cesase el abundante tráfico para cruzar y enfilar la carretera que conduce a Ginebra bordeando el lago. En esto sonó el teléfono del coche y decidió retroceder unos metros para atender la llamada.
—¿Has hablado con él? ― Élise parecía muy excitada.
―Aún no hermanita, voy a su encuentro. Luego te llamaré.
―Me gustaría acompañarte.
―No te obsesiones, que ni siquiera sabemos si podrá ayudarnos.
―¡Estoy tan alterada! Perdóname.
―¿Qué dice Durand?
―Lo de siempre: paciencia.
―¡Vaya! En todo caso el sábado por la tarde recibiremos en casa al comisario.
Jaled se va el domingo a Londres, así que tú y yo nos iremos a Pauillac por la tarde
para ver a mamá y recoger a los niños. Te dejo. Un beso hermanita. ¡Ánimo!
La angustia de su hermana gemela, acrecentada por la terca decisión de la policía francesa de mantener los hechos en absoluto secreto, le afectaba profundamente. En las últimas semanas había vuelto a experimentar esa misma intensa sensación que, como tantas veces en el pasado, coincidía con los peores momentos que
Élise había atravesado durante los casi diez largos años que fue misionera en África.
Por eso se había sentido tan aliviada cuando una mañana, a finales de septiembre del
83, recibió en Bogotá una llamada de su madre para anunciarle que Élise había dejado los hábitos y acababa de llegar a Pauillac con una preciosa negrita.
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VIRA Y VUELVE A POR MÍ
Cuando la vio por primera vez en Sevilla, aguardándole al pie del autobús lleno
de estudiantes, Álvaro cayó en la cuenta de que aquella distinguida chica rubia de tan
sexi traje camisero beis era la hija pequeña de Marita García de Velasco. No había
olvidado que, cuando coincidieron por última vez, hacía más de veinte años, le comentó que acababa de tener a su tercera niña “que se llama Teresa en recuerdo de
ya sabes quién”. No cabía la menor duda, pues su amiga de la infancia estaba casada
con el conocido empresario y político andaluz Paco de Almeida, mas se lo había ocultado. Te enviaré mis ideas sobre la reforma del sistema universitario y tú no olvides
mandarme el borrador de tu novela… Acudiré a la cita del barco, así que no te
marches sin mí, fueron sus últimas palabras cuando, de regreso de Tánger, se despidieron en Sevilla. No había vuelto a saber de ella.
Estaba claro que en cuanto leyese los capítulos de El francotirador le relacionaría con su familia y no entendería su silencio. Y, por supuesto, acabaría sabiendo
que él también había estudiado con los Jesuitas en Portaceli y, probablemente, deduciría que su padre era el antiguo compañero de colegio aludido en la dura e inoportuna anécdota referida durante el viaje. Por eso, aquella tarde, tras semanas sin que
ningún otro miembro del grupo de Tánger hubiese dado señales de vida, decidió zarpar de la Marina de Albufeira
un poco antes de la hora prevista. Era lógico que,
dada la proximidad de los exámenes, nadie le hubiese cogido la palabra: “Todos y
todas ―les había dicho en el autobús― podéis venir a mi barco cuando queráis… Y ya
sabéis, el último viernes de mayo, a las 13 horas, saldré de la Marina de Albufeira
rumbo al Guadiana. Pasaremos la tarde en la Isla de Culatra y navegaremos de noche. Será una bonita travesía. Os espero”.
Como es sabido, el Cabo de Santa María es el punto más meridional del Portugal continental. Constituye un saliente de la isla de Barreta o isla de Santa María que,
con las de Culatra, Armona, Tavira y Cabanas y las penínsulas de Ancão y Cacela,
constituyen el cordón dunar del Parque Natural de Ría Formosa. Un extenso humedal
de casi veinte mil hectáreas que se extiende a lo largo de algo más de sesenta kilómetros, entre las playas algarvías de Gãrrao y Manta Rota.
En cuanto se supera el cabo, que dista unas veinte millas de Albufeira, surgen
los dos espigones que enmarcan el canal de acceso a los puertos de Faro y Olhao,
construido a principios del siglo pasado. Al este, la isla de Culatra con un frente litoral
de casi una decena de kilómetros, alberga tres pequeños núcleos poblacionales. Farol,
el primero, en su extremo suroeste, en el que se iza el Faro de Santa María,
que data de 1851.
Hangares,
el segundo, es el más pequeño y no dispone de
conexión por barco. Se encuentra situado al pie de la ría, junto al muelle de acceso a
un área militar, hoy abandonada, que sirvió de campo de tiro de la Marina
y en
el que se comenzó a construir, durante la I Guerra Mundial, un centro para la aviación naval dirigida a la lucha antisubmarina. El último, Culatra, con su serpenteante
senda de madera
que conduce a su espléndida playa desierta,
conserva su
tradicional actividad pesquera y de cultivo de bivalvos. Una pintoresca morada de
pescadores que, desde hace unos años, dispone de una buena infraestructura portuaria para las pequeñas embarcaciones y sus artes.
Un plácido lugar frecuentado
en verano por muchos barcos de recreo, dadas las excelentes condiciones de su amplio y resguardado fondeadero.
―Isla de Corisco, Isla de Corisco, Isla de Corisco…, aquí Marina de Albufeira,
Marina de Albufeira, Marina de Albufeira. ¿Me recibe? Cambio. ―Álvaro atendió la
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llamada, satisfecho del buen funcionamiento de la emisora de VHF que su amigo José
Carlos
le acababa de regalar.
―Adelante Marina de Albufeira. Aquí Isla de Corisco. Cambio.
―Buenas tardes Isla de Corisco. Desean hablar con usted. Le paso. Cambio.
―Gracias Marta. Cambio.
―Hola, Álvaro. Soy Tere de Almeida. ¿Por qué no me has esperado? Cambio.
―Pensé que tú tampoco vendrías a la cita. Cambio.
―Pues aquí me tienes. ¿Acaso no ha llegado nadie? Cambio.
―Estoy solo a bordo. Cambio.
―Vira y vuelve a por mí. Cambio.
―A la orden Teresa guapa. Aguarda. Un beso. Cambio y corto.
―Hasta ahora. Cambio y corto.
Apenas transcurridos veinte minutos, Marta, la más eficaz, guapa y agradable
recepcionista de los muchos puertos deportivos que Álvaro había conocido, le indicó
que el barco que se adentraba en el canal era el Isla de Corisco. La chica descendió
por la rampa del pantalán de espera para ayudarle en la maniobra de atraque. Posó
en las tablas de teca la guitarra y la bolsa de viaje y aguardó de pie con su pulover
de cuello redondo y mangas cortas, estampado a rayas azul marino, su desenfadado
short Lewis vintage calculadamente cortado y envejecido, sus mocasines náuticos a
juego y las bonitas gafas Ray-Ban, de estilo wayfarer con lentes obscuras, que protegían del intenso sol sus bonitos ojos claros. Sonriente, recogió la amarra de proa
que él largó y la afirmó con soltura en la bita. Y no tuvo que desplazarse para amarrar la de popa, ya que él, estimulado por su presencia, saltó cabo en mano lo más
ágilmente que pudo. Esta vez le dio un beso en la mejilla, sólo uno, recogió su
equipaje y le tendió la mano para ayudarla a embarcar. No fue preciso parar la máquina, ya que sólo se demorarían el tiempo de registrar en la oficina del puerto los
datos de la nueva tripulante y eso ya lo había hecho ella. El marinero de servicio,
que acababa de llegar, soltó los cabos. Álvaro se lo agradeció al tiempo que daba un
poco avante para disponer de espacio suficiente para invertir la marcha. Puede que
siguiese sólo, pero ahora su barco se hacía a la mar
con una mujer hermosa.
―¿Puedo gobernar?
―Claro.
―Sube un poco este asiento, por fa…
―¿Pero no decías que éramos igual de altos?
―Sólo cuando llevo tacones. ―Y se apartó un poco para que él pudiese agacharse y manipular el mecanismo. Observó que, a diferencia de su padre, mantenía
casi intacto todo su cabello blanco.
―¿Mejor ahora, marinero?
―Mucho mejor, gracias. ¡Rumbo, capitán!
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―Mi plan ―mintió deliberadamente― era llegar hoy al Guadiana, pero será
mejor que pasemos la noche en la Marina de Vilamoura y cómo te dije en Tánger…
―¿Ir al casino y presumir de padre marchoso?
―Afirmativo… Y yo de chica guapa. Claro que, si prefieres, podemos fondear
en la isla de Culatra y vivir otra noche de mar y de barcos.
―Culatra, sin dudarlo.
―¿Has estado allí?
―No estoy segura, pero puede que, de niña, pasase allí unos días de agosto con
mi abuelo Luis. ¿Sabías que era almirante y tenía un barco de motor muy similar a este?
―Claro, si yo le conocí.
―¿Sí? ¿Cuándo?
―A finales de los sesenta, en su casa de la Playa de La Jara. Entonces era capitán de navío y estaba destinado en Rota. Además, era amigo y compañero de
promoción de mi tío Fernando Íñiguez Sánchez-Arjona. Aquel verano, tu tío Antonio,
el cura, que era algo mayor que nosotros y ya estaba en el noviciado de los jesuitas
de Córdoba, nos invitó a unos cuantos amigos de la pandilla de tu madre a visitarle
en la base con la esperanza de que nos embarcase en un barco de guerra. Yo, que
presumía de haber jugado al tenis con el jefe de la base de Morón de la Frontera, me
quedé anonadado cuando subimos a bordo de aquella inmensa mole gris.
―¿Y qué más me has ocultado desde que te conozco?
―Déjame que te indique el rumbo, que ya tendrás tiempo de regañarme.
―Por supuesto que lo haré. ¡Venga! ¿Qué rumbo?
―Lo tienes en el GPS. Está programado para dar un resguardo de una milla a
los bajos del Cabo de Santa María. Y ahora voy a preparar algo para tomar con las
pastas que has traído ¿Qué te apetece? ¿Café con leche, té, un refresco…?
―Una cocacola. O mejor té, si vas a hacerlo para ti.
―¿Cola o té?
―Té.
―¡Atenta a los trasmallos, que esta zona está plagada!
―¿Puedo dar más máquina?
―No. Ocho nudos es suficiente. ¿Qué prisa tienes? Disfruta del paseo, que
dispones de todo un fin de semana.
Si Mencía e Inés, sus hermanas mayores, habían estado siempre muy unidas a
su madre, ella lo estaba a su padre. Sin embargo, el progresivo deterioro de la pareja
estaba afectando a esas relaciones. Marita, cuando ya parecía resignada, se opuso de
plano a la pretensión de su marido de trasladar la residencia familiar a Estados Unidos. Ni siquiera accedió a viajar a Newport, aunque sólo fuese para pasar allí el vera-
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no y el otoño. Nada de nada. Ella, como toda su vida, seguiría viviendo en Sevilla y
veranearía con sus amigas, hijas y nietas en la casa de La Jara que había heredado
de sus padres. Y, ¿por qué no?, sustituiría el maravilloso otoño de Nueva Inglaterra
con algún que otro fin de semana en Los Porrejones, su finca de Constantina, en la
sierra norte sevillana. Y dejó de atender a razones de peso: que viviría en la misma
ciudad que su hija pequeña, que Mencía e Inés irían a verla para que las nietas
aprendiesen inglés desde pequeñas, que estaría más relajada al cesar el permanente
acoso de la prensa a su marido… No y no. Se había cerrado en banda y prefería pecar
de absurda y tozuda antes que publicar a los cuatro vientos los motivos reales de su
repentino cambio. Ya habría tiempo. A ella, andaluza de toda la vida, que gozaba de
buena salud y disponía de mucho más dinero del que pudiese gastarse, no volvería a
camelarla nadie. Además, sabía que el pulso se lo estaba echando a quien, en las circunstancias actuales, le convenía tenerla, si no de su parte, al menos, no contra.
Por eso sorprendió a todos que amenazase con el divorcio cuando sus tres
hijas apoyaron a su padre e insistieron al unísono en que debía probar a vivir en
América durante un año. Estaba harta del permanente chantaje de Paco, celosa de su
enorme influencia sobre la hija pequeña y de que comenzase a ejercerla también
sobre las mayores. Era cierto que, aunque a regañadientes, había accedido años
antes a que Tere cursara el COU en Estados Unidos, a que siempre pasase los veranos con su pandilla americana en Newport, incluso, a que se casase con David, pero
deploraba que su marido no hubiese insistido en que la boda se celebrase en Sevilla,
que era lo apropiado en la más pura tradición. Pero lo que más le enfurruñaba era la
nueva estrategia de Paco dirigida a embaucar a los yernos con lucrativas propuestas
profesionales al otro lado del Atlántico.
En su fuero interno, Marita ya había adoptado dos decisiones irrevocables:
nunca más volvería a Estados Unidos y se divorciaría lo antes posible, mas creía que
su obligación de madre, y él lo sabía, era aguardar a que Tere se casase. Eso sí,
siempre y cuando la boda tuviese lugar en Sevilla. Claro que cuando él sugirió
recientemente la posibilidad de aplazarla durante algún tiempo para tratar de encajar
los súbitos cambios de planes familiares, comenzó a temer que no fuesen descaminados los rumores que corrían por los mentideros sevillanos sobre la gravedad de
los problemas de Paco con Hacienda y la probable investigación judicial de sus
activos financieros en paraísos fiscales. A fin de cuentas, por haber desempeñado
cargos públicos relevantes y ser hombre de gran influencia, el duque consorte de la
Serrota estaba en el ojo de mira de muchos enemigos políticos del omnipresente
partido socialista en el Gobierno de la Comunidad Autónoma de Andalucía. Tere, que
se resistía a salir de la zona de confort familiar, se quedó perpleja ante el ultimátum
materno y la inesperada sugerencia paterna de aplazar su inminente boda con David
F. Mc Tweed, precisamente días antes de que ella se reuniese con él en Ginebra para
viajar a Boston y perfilar allí los detalles del enlace. A pesar de todo, la duquesa no
faltó al acto formal que, en presencia de sus tres hijas y de sus dos yernos, tuvo
lugar en una notaría del barrio sevillano de Los Remedios. “Y ahora que este acto ha
concluido ―le dijo al notario―, te agradeceré que llames a tu amigo Paco y le digas
que ya puede comunicarle a su futuro consuegro americano que su nuera ya es la
marquesa que tanto anhelaba”.
Cuando la familia Almeida salió de su notaría, Pepe Balbontín telefoneó a su
amigo a Ginebra para confirmarle que, como estaba previsto, se acababa de formalizar la cesión del título nobiliario a la hija pequeña. A él le reconfortó la noticia, pues
había temido que, dadas las circunstancias, su mujer hubiese alegado cualquier pretexto para no cumplir en el caso de Tere lo que un día les prometió a sus tres hijas:
“Cuando yo muera, Mencía, como primogénita, heredará el ducado de La Serrota,
pero es mi intención cederos, cuando os caséis, los tres marquesados que ostento.
Ella será, espero que antes que duquesa, Marquesa de los Porrejones; Inés, Marquesa de Pascualarina y, Tere, Marquesa de la Canchalosa”.
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UN ALUD INESPERADO
José Luis,
un pescador amigo de Álvaro que se disponía a calar la red, se
acercó al Isla de Corisco para saludarles y les llevó a tierra. Recorrieron el poblado, cenaron y, a eso de las diez, Paolo, un italiano establecido en la isla, les devolvió a bordo.
El fondeo frente al poblado pesquero de Culatra
siempre es una experiencia apacible. Máxime cuando enmudecen, apenas unas horas, las lanchas de los mariscadores y dejan de sobrevolar la zona los aviones que inician su aproximación al
cercano aeropuerto de Faro. Aquella plácida noche soplaba una ligera brisa del noroeste y el extremo deshabitado y obscuro de la costa quedaba a popa. Tere, con sus
piernas desnudas apoyadas en él pasamanos de madera, agradeció que la arropase
con una cálida manta escocesa y cubriese su largo y rizado cabello rubio con un gorro azul de lana. De fondo, el Claro de Luna de Beethoven.
―Creo que me acostumbraré a mi nuevo padre.
―Eso es lo que hay, Teresa guapa. Es el sino de los que hemos nacido cuarenta años antes.
―Tanto no.
―Treinta y nueve, como si eso cambiase algo.
―Eres un hombre sin edad, Dominic Matei.
—¿Tú crees, Verónica?
—¿Y por qué no Laura?
—¿Te gustó?
—Y me interesó. De hecho, en mi atormentada adolescencia, leí algo de Eliade
en inglés y vi en Estados Unidos Youth without Youth.
—Eso, juventud sin juventud.
—Pero si la edad no es más que un dato en el carné de identidad.
―El que hace que haya que renovarlo de cuando en cuando.
―La edad remoza, abre horizontes, da seguridad y confianza.
―¿No me irás a decir que te van los hombres mayores?
―Me vas tú. ―Rotunda.
―Veinte años antes te habría besado. ―¿Tanteando?
—Pero si ni siquiera lo hiciste cuando nos conocimos. —Ofendida.
—Fue un reflejo comprensible. —Torpe.
—Sólo si deseas parecer distante. —Lógica.
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—O por lo contrario. —Osado.
—Pruébalo. ―Desafiante.
―No puedo. ―Intimidado.
―No te atreves. ―Insensata.
―No debo. ―Turbado.
―Eres la hija pequeña de mi amiga Marita, la niña mimada de un compañero
de colegio y la nieta de un almirante al que siempre admiré. ¿Te parece poco? ―Responsable.
―¿Eso importa? ―Impertinente.
―Mucho. ―Acongojado.
―Pero si mi madre te ha pedido que hagas todo lo posible para que no me case con David. ―Intrigante.
―Eso no tiene nada que ver. ―Embustero.
―¡Ah! ¿Te ha llamado esta tarde? Me lo imaginaba, pero tú lo acabas de confesar. ¿Y qué más te ha dicho?
―Que cuide de ti.
―¿Y qué vas a hacer?
―Cuidarte.
―¿Cómo a una hija, claro?
―Lo intentaré. Y deberías ponérmelo fácil.
―¿Aún más fácil? —Seductora.
Y aunque a Álvaro, en ese instante, cómo a Mauricio Babilonia, la primera vez
que se vio a solas con Meme, en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, el
cuerpo le pidiese “arrastrarla sin misericordia a un estado animal que la dejase extenuada…”, logró reunir cuanta madurez estaba a su alcance para salir de tan insensato brete o, al menos, aplazar cuanto fuese posible tan expuesto trance. Y es que
nunca antes una mocosa había sido tan encantadoramente insinuante. Y, por supuesto, nunca una jovencita con una clase y un atractivo tan ajustado a la mujer de sus
fantasías. Sabía que al calificarla, casi en el mismo instante, de mocosa, jovencita y
mujer se delataba en su súbito afán por auto justificarse. Y cuando ella, segura e imperturbable, cambió de tema a posta quiso atribuirlo a que se disponía, como se hace
con el pez que opone resistencia, a largarle cuanto carrete precisase su libido para
embotar su recato. ¡Armas de mujer!
―¿Cuándo supiste que era hija de Marita y Paco?
―En cuanto te vi en Sevilla, al pie del autobús.
―¿Y por qué no me lo dijiste?
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―En cierto modo lo hice; cometí un desliz en el que no reparaste.
―¿Cuál? —Curiosa.
―Te dije…
―¡Mírame poquito a poco!...
―No exactamente. Dije: “Teresa, ¡mírame poquito a poco!”
—¿Y?
—Que pasaste por alto el que aún no podía saber quién eras. Pensé que te
sentirías más libre y que ya habría oportunidad de hacerlo.
―Pero no lo hiciste.
—Cometí un error desafortunado.
—¿Cuál?
—Contar la anécdota del encuentro con aquel viejo compañero del colegio.
―Pero sabías que me enteraría en cuando leyese los capítulos del borrador que
quedaste en mandarme.
―Por eso tardé en hacerlo.
―Descargué el fichero mientras mi padre y yo esperábamos a que David nos
recogiese en el aeropuerto de Boston, pero descubrí quién eras en cuanto comenté
con mi madre el viaje a Tánger. Me enfadé. Habías encubierto absurdamente un
dato primordial. Y cuando ella aludió a vuestras diferencias no me podía creer que te
hubieses atrevido a mencionar aquel desagradable incidente en mi presencia. Indignada, decidí ignorarte.
―¿Y por qué has venido?
―Los últimos acontecimientos familiares han hecho trizas mi mundo de color
de rosa y he dejado de confiar en mi padre. Además, lo que he leído de El francotirador me ha reconciliado contigo y algo me dice que la idea de acompañarte al futuro me abrirá nuevos horizontes.
Y cuando, en broma, se disponía a contestarle ¿ves cómo lo que buscas no es
un amante? notó que sollozaba. Se levantó, se sentó a su lado, le pasó el brazo por
los hombros, la atrajo hacia sí y permaneció en silencio hasta que ella volvió a esbozar su bella sonrisa.
―Teresa, háblame de ese alud inesperado. ―Y volvió a su butaca, venciendo
su tierno impulso de seguir abrazándola.
―¿No te importa?
Y, una vez más, la noche de mar y de barcos se hizo Teresa. Teresa tan atribulada y animosa, tan quebradiza y recia, tan dócil e insumisa, tan dubitativa y resuelta, tan recatada y sexi, tan encantadoramente ingenua y atractiva.
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―Seré concisa —añadió con determinación—. Te diré lo que he decidido, los
motivos que me han impulsado y mis planes a corto plazo.
—Adelante.
—Aunque, oficialmente, mi boda se haya aplazado no pienso casarme con David. Esto es definitivo. Así que me centraré en mi profesión y me dedicaré al periodismo de investigación como free lance. Acabo de dejar la casa de mis padres y me he
instalado en el ático de la Plaza de San Leandro que me regaló mi abuela Carmita. Ni
mi padre ni David volverán a condicionar mi vida. Anhelo ser libre, completamente
libre.
Y, con ese deje sevillano tan sensual y armonioso, describió cómo unas semanas antes, en Boston, la indiscreción de un abogado del bufete del Sr. Mc Tweed le
puso sobre la pista de los nubarrones que se cernían sobre el duque. Tirando con
habilidad del hilo, no en vano era periodista, averiguó que la decisión de celebrar la
boda en Estados Unidos, que tanto contrariaba a su madre, no partía de la familia de
David, a los que les hacía mucha más ilusión que tuviese lugar en Sevilla, sino de su
propio padre. Y, lo más, importante: que era esencial no hacer alardes económicos y
llamar la atención de los medios de comunicación en un momento tan delicado.
―Mi primera impresión fue de asombro, pero le seguí la corriente dándole a
entender que estaba al tanto de todo.
―¿Y qué averiguaste?
―Que él, en nombre del despacho que representa los intereses de mi padre en
Estados Unidos y en ciertos paraísos fiscales, había viajado a principios de abril a España para evaluar con los colegas de un conocido bufete madrileño la marcha de las
pesquisas en curso y para hacer propuestas que contribuyesen a minimizar el alcance
de una más que probable imputación judicial. En esencia: su informe era moderadamente optimista. Cabría arbitrar una sólida defensa siempre que el patrimonio de mi
madre continuase sirviendo de tapadera. Había que evitar o, al menos, postponer el
divorcio a toda costa.
―¿Y hasta qué punto creéis que está decidida a cumplir su amenaza? Por lo
que me cuentas no parece que haya un motivo sólido. Puede ser una manera de defenderse del intento de tu padre de trasladar el domicilio familiar a Boston. Esas cosas suceden en los matrimonios.
―Claro, pero hay una razón de peso. Ella no ha querido contarlo y, además, no
sabe que todos estamos al corriente.
—¿De qué?
—De su vuelta con una neoyorquina con la que mantuvo una tórrida aventura
hace años.
―¿Y cómo lo habéis sabido?
Ella, no lo sé, pero a mí me lo ha confirmado mi padre la víspera de nuestro
regreso de Estados Unidos. Es más, me confesó que se casará si mi madre insiste en
divorciarse. Cuando me invitó a cenar para agradecerme que no hubiese puesto reparos al aplazamiento de la boda me enfrenté a él por primera vez en mi vida. Le
conté todo lo que había averiguado y no tuvo más remedio que sincerarse. Conclusión: a día de hoy se trata de un asunto que mis padres han discutido con sus
abogados y sobre el que han llegado a un acuerdo práctico. No habrá divorcio hasta
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que se aclare la situación con Hacienda y, en su caso, con los tribunales. Él residirá
entre Sevilla y Boston, en función de lo que más convenga a sus intereses y, continuará viviendo en casa para guardar las apariencias.
―¿Y David? No me has hablado de él. Supongo que para haber adoptado tan
drástica decisión tendrás alguna razón más allá de esas vicisitudes familiares.
―¡Huy! Es una larga historia que preferiría dejar para cuando pueda ser más
ecuánime.
—Siento mucha curiosidad.
—Seré franca y te daré dos pistas. Y, como tú en El francotirador, lo voy a
hacer tomando prestadas unas cuantas citas.
―Veamos qué tal se te da ese recurso literario.
―Para ir abriendo boca, podría decirte que, en los últimos tiempos, entre David y yo, como entre aquella pareja de la Isla de las Tormentas...
―Ken Follett…
―…había algo “que no andaba bien, rara vez se miraban, y nunca se tocaban…
Se desplazaban uno en torno al otro como los pavos que necesitan cierto espacio
libre…”
―¡Vaya! Aquel chico había perdido medio cuerpo en un accidente de coche,
que no creo que sea el caso de tu novio. ¿Y la otra?
―No sé si debo... Es de La mujer de agua, de Carmen Rigalt. Creo que, al principio, me pasó con David como a Márgara que “amaba a Ramón sin desearlo. Y si
había accedido a sus requerimientos sexuales había sido porque sabiéndose enredada a sus caderas acariciaba el instinto de la propiedad, pero no encontraba gozo alguno en abrirse de piernas y que él la desgarrara por dentro".
―¡Qué fuerte! ¡Me maravilla la espontaneidad y el desparpajo que tenéis las
chicas de hoy! Teresa, creo que tienes razón: háblame de David cuando puedas ser
más ecuánime.
―No, pero si lo que quiero que sepas es que me estaba engañando a mí misma sin sopesar las consecuencias.
Y entonces le confesó que llevaban una vida de pareja anómala. Que cuando
estaban juntos, lo que había sucedido en bastantes ocasiones durante breves periodos de tiempo, el intempestivo apremio sexual de David, su violencia viril, la desconcertaban tanto que pronto asumió el fingido rol de aparentar aquello que atribuía
Carlos Murciano a Celia, en Triste canta el búho: que lejos de ser “una niña asustada”, era “una hembra encendida, jadeante, precipitándose, consciente, en un abismo
dulce, abandonándose, entregándose plena”. Y que eso, potenciado por los largos
periodos de ausencia, fue generando una espiral en la que su goce del sexo puro y
duro acabó agostando cualquier atisbo de romanticismo y de ternura hacia ella. Y
que sin esos ingredientes no podía sentir el placer que buscaba junto al hombre amado. Que su creciente sumisión había potenciado tanto su insensibilidad y su ego de
semental machista que no dudó en violarla cuando ella decidió detener el torbellino
que se avecinaba.
―¡Qué barbaridad! ¿Cuándo ha sido?
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―La semana pasada. ―Sollozando.
Él se levantó para volver a estrecharla. Y, de nuevo, su bella y frágil sonrisa se
fundió en un cálido abrazo hasta que, sobreponiéndose, Tere le dio las buenas noches y bajó a su camarote. Álvaro, a diferencia de Geoffrey Firmin, en Bajo el Volcán,
de Malcolm Lowry, apenas se “sentía en condiciones de acariciar, por un momento, la
ilusión de que en realidad todo era normal”… en la popa del Isla de Corisco.
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DE OJOS VERDES Y DE LUZ
Thérèse y Élise d’Alesme eran gemelas. Nacieron en 1949, el día de Año Nuevo, en el viejo château familiar que acababa de heredar su madre, Isabelle Ducru, en
la población bordelesa de Pauillac. En el 52 vino al mundo Marie y, un par de años
después, Danielle. Y nada turbó el feliz corretear de las niñas entre los paños ondulantes de vides de la margen izquierda de la Gironda hasta que el Sr. d’Alesme, cazador empedernido, perdió la vida en Camerún. Ocurrió en Ebolowa y corría el mes de
mayo del 68.
La noticia sorprendió a la viuda y a las dos pequeñas en Pauillac. Élise llegó inmediatamente desde el cercano noviciado de las Compañeras Misioneras de María y
Jesús. La muerte de su padre no hizo sino reafirmar una vocación religiosa que atravesaba su primera crisis cuando, a sus casi veinte años y ya iniciados sus estudios de
Arquitectura, estuvo a un tris de desistir. Sin embargo, tan luctuoso hecho sólo aplazó sine díe una delicada cuestión que no zanjaría hasta bastante tiempo después.
Thérèse, una niña bien, que estudiaba Medicina en París y coqueteaba con las luchas
estudiantiles de aquella primavera histórica, tardó una semana en enterarse: oculta
de la policía con un grupo de compañeros no hubo modo de localizarla. Aquel trauma, acrecentado por su involuntaria ausencia en las exequias fúnebres de su padre,
cortó de raíz con su juvenil pose revolucionaria y dio a su vida un giro decisivo. Cambió París por Burdeos y se centró en sus estudios como una posesa. Los fines de semana los pasaba en el château en el que Isabelle Ducru se había hecho fuerte con
sus hijas menores. Marie, que iba a cumplir dieciséis años y era la que más solía ayudar a Marcel d’Alesme en la dirección de las tareas vitivinícolas del chateau, orientó
sus estudios hacia el campo de la enología. La pequeña Danielle, sin planes de momento, aún tardaría mucho tiempo en controlar las lágrimas cuando se acordaba de él.
Thérèse finalizó Medicina a los veintitrés y a su madre, deseosa de retenerla,
no le resultó difícil que la incorporase a su equipo el Dr. Perroux, el prestigioso cardiólogo y entrañable amigo y compañero de cacerías de su marido que no pudo hacer
nada para evitar su muerte en aquel mísero hospital africano. Dos años después se
enamoró locamente del hijo de un paciente y se casó civilmente con él a mediados
del 74. Jaled Al-Saud, que así se llamaba el afortunado marido de la joven doctora,
era el hijo mayor de Mohamed Al-Saud, un jeque emparentado con el Rey Abdulaziz,
fundador de Arabia Saudí. Tras un fastuoso viaje de novios por medio mundo y varios meses en Ginebra, para que él concluyese su especialidad en el Instituto de Altos
Estudios Internacionales, la pareja se trasladó a Londres donde Jaled inició su carrera
diplomática en la embajada de su país. Thérèse, embarazada y confortablemente instalada en su casa de Chelsea, regalo de boda de su suegro, se vio abocada a renunciar definitivamente a la Medicina. El primero de sus hijos, Said, nació en la capital
británica a finales de 1975 y Louise, cinco años después, en Caracas.
Su hermana gemela, tras profesar sus votos religiosos y concluir sus estudios
de Arquitectura, se incorporó a la misión que su Orden tenía en Oyem, una pequeña
población gabonesa fronteriza con Guinea Ecuatorial. Marie se había hecho cargo
plenamente del negocio familiar y se disponía a casarse con el hijo mayor de un reputado viticultor del Medoc. La pequeña Danielle no sólo había dejado de llorar, sino
que sólo pensaba en acabar el curso para realizar su sueño de viajar a África y pasar
el verano ayudando a su hermana Élise en el hospital de la misión.
Jaled, a la muerte de su padre, en diciembre del 84, heredó una considerable
fortuna invertida en empresas del sector energético que pronto requirieron su plena
dedicación. Así que, tras sus destinos en Venezuela y Colombia, decidió abandonar el
servicio exterior. Su primera intención, trasladarse a Riad, fue abortada in extremis
por la irrevocable decisión de su esposa que, a sus 33 años de edad, reunió todas sus
fuerzas, todos sus encantos y todos los recursos de una francesa obstinada y se negó
en rotundo a fijar su residencia en Arabia Saudí. Así que al joven Jaled no le quedó
otra opción que trasladarse con su familia a Suiza donde adquirió la señorial mansión
que ahora ocupaban a orillas del lago Leman, entre Versoix y Nyon.
Aquella mañana de otoño, a diferencia de cuando iba a La Reserve a jugar al
tenis con su entrenador o con alguna amiga, Thérèse condujo mucho más despacio
y, aun así, llegó con cierta antelación a su inquietante cita.
―Buenos días doctora —le dijo el conserje que abrió la puerta del lujoso Jaguar con la cortesía que siempre extremaba con ella—. ¡Qué coche tan elegante!
―Gracias George, cuídelo que me lo acaba de regalar mi marido. ¿Ha visto al
entrenador?
—¿Quiere que le avise?
—No, déjelo, ya hablaré con él más tarde.
George era un solterón extremadamente educado, afable y sensible que solía
aprovechar sus ratos libres leyendo cuanto caía en sus manos. Admiraba esa combinación de elegancia, belleza y naturalidad que distinguía a la doctora y que sólo en
muy contadas ocasiones había encontrado entre los millares de señoras de la alta sociedad a las que, en su dilatado quehacer de conserje, había abierto la puerta del coche o subido el equipaje a la habitación. A él, también a él, le habría gustado poder
hacer un regalo como ese a una mujer así. Y es que a esas alturas de su vida, hastiado de su trabajo y a punto de jubilarse, tenía la misma sensación que el protagonista
de Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll, que cuando pensaba en quienes durante
treinta años interpretaban el mismo número notaba un desasosiego en su corazón,
como si le condenaran a tragarse a cucharadas todo un saco de harina.
A las once de la mañana apenas había clientes en el bar. Varias señoras de
mediana edad que, a juzgar por sus atuendos y sus reiteradas carcajadas, probablemente eran esposas norteamericanas que se divertían a su modo mientras sus maridos, puede que funcionarios del Departamento de Comercio, negociaban en una reunión del GATT. Un distinguido anciano fumaba en pipa y leía La Tribune de Genève. A
su izquierda, a cierta distancia, una efusiva pareja, él mucho mayor que ella, charlaba en torno a sendas tazas de té sin privarse de algún que otro arrumaco. Se acercaba la hora de la entrevista y Álvaro, que acababa de departir con Pierre en la barra,
caminó, con su abultada cartera y un manojo de periódicos, hacia el rincón del salón
que le pareció más discreto. El tenista, que regresaba a la cancha, coincidió con la
doctora d’Alesme en el vestíbulo.
―Señora, ¿no vendrá a jugar? Recuerde que aplazamos la partida a mañana.
―No, Pierre.
―¿Y su marido? Un viejo amigo mío le aguarda en el bar.
―No me diga que conoce al Sr. Díaz-Cueto. ―Ella se quedó de una pieza.
―Sí, claro que sí.
―¿Cómo? si vive en Madrid.
102
―Venía mucho por aquí a mediados de los setenta. Me lo presentó Carlos Vinuesa, actual embajador de España en Qatar, que estuvo destinado en Ginebra. Fuimos vecinos en Versoix y le propuse que entrenásemos regularmente para mantenernos en forma.
―Voy a saludarle y luego nos reuniremos con mi marido.
―¿Desea que se lo presente? ―Pierre, convencido de que eso era lo apropiado, volvió sobre sus pasos sin esperar su respuesta.
―Bueno..., sí..., claro… ―titubeó tan desconcertada que apenas alcanzó a balbucear una frase inaudible―, en realidad… le conozco.
Le sorprendió tanto que se conocieran que la doctora d’Alesme tuvo que emplearse a fondo para afrontar con éxito la escena que se precipitaba. El encuentro,
que tan concienzudamente había planeado, iba a saltar en pedazos por culpa de un
intruso y de su propia falta de reflejos. Un cámara que, advertido de tan azaroso lance, hubiese estado al acecho habría podido captar la inusitada irrupción en escena de
una espléndida señora ansiosa por escrutar en el mismo instante los rostros de las
siete u ocho personas dispersas por los cuatro rincones de la estancia. Por fortuna no
había posibilidad de equívoco pues el paso de los años apenas había atenuado la noticia de la fisonomía de Álvaro. Y es que el chico que Marita García de Velasco le presentase en aquel lejano guateque de la playa de La Jara; el experto en Guinea en el
que su hermana Élise y toda la familia cifraban ahora sus esperanzas; el amigo de
Melchor Obama y de Pierre Cassel, sólo podía ser el caballero con barba que ya caminaba hacia ellos agitando un llavero entre los dedos.
―Disculpa, Pierre, olvidé devolverte las llaves del coche. ―El tenista, que no
había oído el último comentario de Thérèse, las recogió sin prestar la menor atención
mientras se afanaba en componer mentalmente el orden protocolario de la presentación que se disponía a hacer.
―Señora, permítame que…
Ella, recuperado su aplomo, le interrumpió sonriendo.
―Espere Pierre, no diga nada... ―Y, consciente de que su ademán intrigante,
tierno y divertido provocaba el pasmo de quien volvía a tener ante sus ojos después
de más de veinte años, añadió, ahora en ese español tan suyo―. Álvaro y yo ya nos
conocemos. ―Y, cómplice, regodeándose en la improvisada escena, sin ofrecer más
pista que la ola inmensa de sus ojos verdes, aguardó serena.
―¡No es posible, no es posible!... ¡Eres Teresa!… ¡Dios mío... han pasado
tantos años…! ―Y aunque él hubiese soñado muchas veces que volvían a encontrarse
no la reconoció hasta que el inconfundible modo de arrastrar la erre de su nombre se
fundió con la ternura, la sonrisa y la brava rompiente de aquel inolvidable rostro que
ya zarandeaba sus viejas emociones. Y en el tris que duró el efusivo abrazo su imaginación voló hacia un mar de recuerdos.
Y con la misma claridad de la mañana
sin decir apenas nada,
me inundaste de ojos verdes y de luz.
Llegaste a mí como un ciclón,
como una primavera nueva,
como el azahar de abril,
como una luz,
como un tornado en el verano,
103
como el agua helada en el calor,
como la sombra de la selva en el camino,
como una canción, una canción...
Era su propia adaptación de la letra de la vieja melodía del cantautor José Manuel Soto, que la evocación de Thérèse le inspirase una noche, tiempo atrás, en la
selva africana.
Y es que Álvaro hubiese querido detener el tiempo para sentirla y
atraerla; para impedir que la fugacidad del inesperado instante le robase la bendita
oportunidad de sentir de nuevo el flechazo de su mirada intensa...
No tienes nada que ver con mis locuras de siempre
y por eso mi mente se volvió loca por ti.
Con la misma brusquedad de una rompiente
se me transformó la suerte
desde que llegaste a mí.
Llegaste a mí y el corazón
saltó de miedo, de locura, de felicidad y de pasión.
Y en mi barco, al fin
se transformó la noche oscura
en inmensa mar y en radiante luz.
Y de nuevo aquella intensa sensación de melancolía que sentía al releer la
dedicatoria de El francotirador: A Teresa, por supuesto... y a todas las mujeres que
me han ayudado a… imaginarla. En el Isla de Corisco, en algún lugar del Atlántico,
rumbo, por última vez, a África. A once de abril de 2022.
Teresa, Tati, Aurora, Nino, Ramón, Elías, Sito... y Cuca. Y Pepe.
Y
Ñoño. Y... tantos otros. En la casa de José Carlos, junto al mar. Frente a
aquella ventana de madera azulada. Tan cerca del rompeolas de nuestra playa de siempre. Con aquella marea tan alta. Y tanto viento. Y tanta espuma
blanca... y tantas gaviotas merodeando el agua.
“Mirando al mar... soñé...”
Teresa... ¿cómo podré expresar lo que siento al evocar tu nombre? Tan
lejos y tan cerca. Y es que hay dos tiempos: el del mundo, que no cesa; y el
del hombre, que una y otra vez se detiene, avanza, retrocede y vuelve. Hoy
estoy paralizado en la nostalgia y al añorarte no puedo evitar sentir lágrimas
dentro. En lo más hondo, donde lloran los viejos. No hay modo de huir sin
retornar al ayer. Retroceder para seguir avanzando.
Escribo muchos años más tarde navegando a bordo de mi barco rumbo,
por última vez, a África. He zarpado al amanecer para aprovechar el fresco
viento del norte. Me estoy alejando de nuestra playa del sur de España. La
mar está agitada y revolotean avariciosas las gaviotas blancas. Sigo solo,
profundamente solo..., tan sólo soledad me va quedando.
Teresa es preciosa y nos queremos tanto... Nos deseamos ardientemente, pero la conciencia me estorba. Al final, siempre al final, el farallón de una
educación absurda.
“Cuando la mar del mundo
con zozobrante quilla
surcare mi barquilla...
¡Ay Madre!, ¿me acordaré de ti?”
104
Himno florido y vibrante de mi viejo colegio. Dios, religión, educación,
repeticiones casi diarias de una actitud idealista. Demasiados años, demasiado adentro. Si hacemos el amor será una ruptura brusca de un esquema
impuesto. Malicia del que busca. Ansia sensual y sexual de nuestro amanecer, de nuestra libertad coartada. Puede que nos arrepintamos. ¡Arriba,
siempre más arriba, hacia las estrellas! Subconsciente romántico. Impulso
extraño. Soledad de los valientes. Heroicidad buscada, cueste lo que cueste.
La vida debe ser diferente.
Yo quiero algo,
algo que no sean palabras,
ni razones,
ni dichos, ni promesas...
Yo quiero hechos,
hechos que hablen...,
todo menos,
sí, menos palabras muertas
Hoy he aprobado "preu". Papá, quiero ser sacerdote. Estoy seguro. Seguridad, certeza que hoy sé que no existe. Trataba de ser consecuente, sincero, honrado en cada instante. Decidido: seré Padre Blanco, misionero en
África. Se lo dije a Teresa paseando por la bajamar brumosa de nuestra playa y ella quiso que bailásemos por última vez “The Green Leaves of Summer”. Qué noche tan confusa, tan triste, tan hermosa. Nos desvestimos
palmo a palmo. Pasión y ternura. Gozo y congoja. Fue el cuerpo que nace, la
delicadeza de un ser armónico, su forma bella, intacta, sus cabellos rubios
enredados entre mis dedos, el tacto suave de aquella cálida piel irrepetible.
Todos los esquemas rotos en un instante.
¡Qué tristes fueron mis tardes de domingo en aquel Africanum junto al
Iregua! La soledad amarga. La atroz renuncia con tan pocos años. ¿La vida
así, con todo lo que punza, merecerá la pena? A mis dieciocho años sólo ansiaba imitar a todos los héroes que me fascinaron en aquella sala de cine, con
olor a humedad y sabor a pipas de girasol, de los Claretianos de Heliópolis.
Nos vimos por última vez entre los naranjos amargos y las palmeras esbeltas de la Plaza de América del Parque de María Luisa. La esperaba impaciente en Bilindo y llegó, provocando el asustadizo revoloteo de las palomas
blancas, cuando el albero se fundía con los últimos rayos de sol de septiembre y el Duo Dinámico nos anunciaba “El final del verano”. Con su falda plisada, el polo azul de manga corta, su caminar acompasado, su piel sedosa y
tostada, su cuello esbelto, su busto exacto y su melena rubia, recogida con
el pañuelo de seda con velas y con anclas que acababa de regalarle. Fui a su
encuentro, nos dimos con ternura uno y otro beso y paseamos cogidos de la
mano.
¡Dios mío!, decenas de años más tarde, se me han saltado las lágrimas al
renacer en mi memoria su cabello radiante, revuelto, acariciado y húmedo
de nuestra noche, su tierna sonrisa y las verdes olas de sus ojos que ahora
baten mi barco rumbo a África.
“En un rincón del alma
donde tengo la pena
que me dejo tu adiós…”
105
Acudí al seminario tras aquella abatidora despedida, pero el ansia inmensa de volver a besarla y el hondo desgarro del amor truncado siempre me
han espoleado a buscar su rastro entre el azahar y el albero de mi añorada
Sevilla. ¡Dios mío! ¿Qué hiciste para incrustarte en mis ojos como el sol en la
grama, como el agua del mar en la playa, como la brisa bendita en tu vela
de pinos y de algas? ¡Adiós Teresa guapa! ¡Adiós parque de María Luisa!
testigo siempre de mi primer y único amor verdadero.
106
EL SECUESTRO
El tenista, que no salía de su asombro, se despidió y ellos se acomodaron en
sendas butacas dispuestos a encajar las piezas de tan inusitado albur. Un obsequioso
camarero les sirvió té. Thérèse no había vuelto a saber de Álvaro desde que Marita
García de Velasco le contó, casi veinte años atrás, que estaba en la cárcel. Él, meses
antes de ser procesado por sus actividades estudiantiles, se unió a los miles de emigrantes españoles que iban a vendimiar a Francia a mediados de septiembre. Corría
el año 1970: Allende acababa de ganar las elecciones en Chile; Bertrand Russell había muerto en Gales y Charles De Gaulle lo haría el nueve de noviembre en Colombey-les-Deux-Églises; el Tratado de No-Proliferación Nuclear, abierto a la firma en
1968, había entrado en vigor y Paul McCartney acababa de anunciar en el Daily
Mirror la separación de los Beatles…
Una vez en Burdeos se las arregló para que le enviaran a una pequeña explotación vitivinícola de Pauillac y el primer sábado renunció a su condición de jornalero
y fue a buscarla en una de las boîte de moda de la población. No la encontró, pero
pudo localizar a una de sus amigas que, además de informarle del fatal accidente de
su padre en África, le puso al corriente de lo que necesitaba saber: había regresado
de París, proseguía sus estudios de Medicina en Burdeos, pasaba todos los fines de
semana en el chateau y estaba saliendo con uno de los Roschild. Ni que decir que se
plantó en la estación en cuanto llegó el viernes. Ella descendió del último tren, miró
en su dirección, sonrió y comenzó a correr con gran ímpetu entre los pasajeros lanzándose a los brazos de Álvaro. Sí, de Álvaro Denis de Roschild. No cabía la menor
duda de que aquel joven que, como él, esperaba a Thérèse en el andén era el tipo al
que se había referido aquella chica sorprendida de que se llamasen igual. Al día siguiente, destrozado y sin nada más que hacer en el Medoc, huyó a París.
Ahora, en Ginebra, la más informada era ella que había tenido tiempo de imaginar el encuentro e, incluso, arreglarlo todo para evitar la inicial presencia de su marido. Jaled había sido vagamente informado de la posibilidad de que el profesor DíazCueto, el experto en Guinea Ecuatorial del que acababan de tener noticias pocos días
antes, fuese uno de los chicos españoles que conoció durante aquel lejano verano
que pasó en el sur de España, invitada por una familia jerezana amiga de sus padres.
Jaled era un hombre celoso que seguía tan enamorado de su esposa como lo estuvo
de la joven doctora que ayudó al Dr. Perroux a operar a su padre. Y como ella,
aunque recatada y fiel, no podía evitar que, de cuando en cuando, él se tornase insoportable imaginando fantasmas sin pies ni cabeza, optó por no darle la menor pista
sobre su primer amor.
En realidad, había acudido a la cita no tanto para ponerle al corriente del drama que vivía su hermana, como para evitar y, en su caso, atenuar la previsible suspicacia de su marido si se hubiese producido el reencuentro en su presencia. Se alegró de haber acertado. Resultaba obvio que el rencuentro les había producido una
enorme alegría. Pierre, si se hubiese quedado con ellos un poco más, y Jaled, desde
el primer instante, se habrían percatado de que para el profesor español y la doctora
francesa aquel encuentro suponía algo muy, pero que muy especial.
Una vez solos, ella inició un animado intercambio de noticias. Lo hizo en español, idioma en el que ahora se expresaba fluidamente, aunque ya sólo lo practicase
con el servicio colombiano. Siempre hablaba en francés con sus hijos, pero Jaled solía
utilizar el inglés. Claro que, en los últimos años, aprovechando la circunstancia de la
vida familiar en una ciudad francófona, Thérèse había logrado imponer el uso de su
lengua materna en todo momento. El árabe, en el que apenas hilaba las expresiones
más usuales, quedó descartado desde el principio, pero no para sus hijos, en especial
el chico, con quien el padre siempre lo empleaba.
—¿En qué has quedado con tu marido?
―En telefonearle cuando hablase contigo. Regresa de Zúrich esta tarde. Almorcemos nosotros y esta noche cenaremos los tres. ¿Te parece?
―Espléndido, Teresa guapa. ―Álvaro utilizó deliberadamente la vieja fórmula
mágica y celebró que se sonrojase como una colegiala—. Me encantará conocer a tus
hijos.
—Están pasando unos días con mi madre en Pauillac.
—¿Sabes que hace muchos años estuve allí? —Se acababa de adentrar en un
callejón sin salida.
—¿Cuándo? —Abriendo sus grandes ojos de par en par.
—En 1970, a mediados de septiembre. —Aún podía dar marcha atrás.
—Había dejado París y estudiaba en Burdeos. ¡Ya podrías haberme llamado!
—Sus recuerdos de aquella época eran nítidos, pues fue el comienzo de un corto
noviazgo que le permitió recuperar el equilibrio emocional turbado por la muerte de
su padre—. Salía con un chico que se llamaba como tú.
—Lo sé.
—¿Qué sabes? —Curiosa.
—Te vi.
—¿Y no hablaste conmigo? —Intrigada.
—Así es Teresa. Había hecho muchos kilómetros para buscarte y cuando estuviste a unos metros no me atreví —confesó, ya sin poder salir del atolladero.
—Eso es absurdo. —Incrédula.
—Concurrieron ciertas circunstancias.
—¿Cuáles? —Sospechando algunas.
—No debería haber hablado de ello. Fue la mayor cobardía de mi vida y siempre me arrepentiré. No me hagas recordarlo.
—Está bien, pero prométeme que algún día me lo contarás. —Y pasó página
consciente de que ese agua ya no movería molino.
—No te lo aseguro —añadió tan aliviado como desconcertado porque dejase de
insistir—. Y ahora, como vives cerca de Nyon, tal vez podríamos ir hacía allí por la carretera del lago y almorzar en los jardines que hay junto al castillo. Solía hacerlo
cuando estudiaba en Ginebra.
―De acuerdo.
108
Se levantaron. Él metió en su cartera, no sin cierto atropello, el fajo de periódicos esparcidos encima de la mesa. En el pasillo, al pasar junto a un discreto locutorio de teléfono, trató de retenerla.
―Podrías aprovechar para llamar a Jaled.
―Lo haré desde el coche.
La doctora d’Alesme reanudó el paso colgándose de su brazo con seductora
naturalidad. Ese cariñoso gesto acabó por desinhibir a Álvaro que, ya en el jardín, camino del Jaguar, que el servicial George acababa de poner en marcha, le espetó a
bocajarro mirándola a los ojos: ¿Te he dicho ya que estás preciosa? ¿Qué sigues
igual de maravillosa que cuando nos vimos por última vez en el parque de María
Luisa? Sonrió azarada mientras le susurraba: ¡Éramos tan jóvenes! ¡Teníamos tantos
sueños!...
Y como, distraída con el teléfono, se había metido por error en la autopista de
Lausana, Thérèse decidió sobre la marcha un cambio de planes: cruzarían la frontera
por Divonne les Bains, almorzarían en Francia y continuarían charlando en alguno de
los albergues de montaña de la carretera que sube a Gex y al Coll de la Faucille. Y en
aquel paraje de ensueño, con el inmenso lago Leman a sus pies y los Alpes nevados
junto al cielo, Álvaro supo por fin la trágica y fortuita razón de la repentina reaparición de aquella mujer en su vida. Ella, cada vez más segura y relajada, se animó a
satisfacer su creciente curiosidad desgranando con detalle todos los antecedentes.
Cómo su hermana gemela se había hecho misionera; sus largos años en la misión de
la pequeña ciudad gabonesa de Oyem; la gran admiración y afecto que Élise llegó a
profesar por la hermana Ana Llopart; detalles espeluznante del crimen de Ebebiyin,
celosamente guardados por las religiosas; la crisis vocacional; el abandono definitivo
de los hábitos y el inesperado retorno a Francia con una mulata menuda y asustadiza
de inquietos ojos ámbar que no entendía qué, de pronto, todos la llamasen Ágata. La
niña, a punto de cumplir siete años, se encontraba en un estado lamentable a causa
de la terrible conmoción que acababa de sufrir. Lloraba a todas horas, apenas decía
palabra y rehusaba comer, por lo que los médicos aconsejaron su ingreso en un centro sanitario especializado en el que permaneció varios meses hasta que, repuesta,
comenzó a familiarizarse con un medio tan novedoso para ella. Todo discurría bien en
el château hasta que una mañana de verano desapareció.
Danielle d’Alesme, que la acompañaba a su revisión médica periódica, había
detenido el coche en segunda fila para recoger unos libros en la casa de un colega.
Tres o cuatro minutos fueron suficientes para que la pequeña se esfumase sin dejar
el menor rastro. Así, a las diez horas y cinco minutos del jueves 25 de agosto de
1988, veinte años después de que un elefante asustado hiriese de muerte al viticultor
y notable cazador Marcel d’Alesme en la selva camerunesa, la familia volvía a enfrentarse a una terrible tragedia. Transcurrían los días y la niña, que había cumplido doce
años, no daba señales de vida. ¿Un secuestro? Puede, pero el móvil no parecía ser la
obtención de la sustanciosa recompensa que, ciertamente, la familia estaba en condiciones de abonar.
Thérèse le contó a Álvaro, acomodado junto a ella en el mullido y confortable
sofá de aquel albergue alpino, que su hermana Élise, informada por Danielle, llamó
de inmediato a la superiora de su antigua orden y ésta le exigió que no hablase con
nadie hasta recibir instrucciones de la policía. Que horas después compareció en el
Château Muret un comisario que impuso a la familia el más estricto silencio y que, al
día siguiente, en Beauvau, tras informar a Jaled de la probable conexión entre la desaparición de la niña y la investigación del Parlamento español sobre la corrupción en
Guinea Ecuatorial, le advirtió seriamente de la improcedencia de acometer por su
cuenta cualquier investigación paralela.
109
—¿Qué hacía tu marido en la sede del ministerio del Interior?
—Informar del suceso a un alto cargo al que conocía, con el que se puso en
contacto en cuanto supo lo ocurrido.
—No acabo de entender qué relación causa efecto puede haber entre la desaparición de la niña y los trabajos de una comisión parlamentaria en España.
―Durand, que así se llama el comisario, considera que, tras tantos años de silencio, la inclusión en tu informe al Congreso del asunto del asesinato de la hermana
Llopart pudo haber alertado a personas o instituciones relacionadas con el crimen de
Ebebiyin. La eventual realización de la investigación oficial que tú solicitas, por sus
conexiones con la posible participación de empresarios y funcionarios españoles en la
desviación de la ayuda alimenticia, amenaza con sacar a relucir el turbio asunto de la
niña testigo que las monjas hicieron salir a toda prisa de Guinea Ecuatorial. Ágata, ya
con doce años y a salvo en Francia, podría ayudar a descubrir la identidad del o de
los autores materiales del crimen que ella presenció.
—¿Eso dijo?
—Sí. Tú mismo insinúas en el informe que detrás puede haber gente influyente.
—¿Y cómo justifica el silencio que os ha impuesto?
—Cree que en nada ayudaría, en un momento clave de las relaciones francoecuatoguineanas, que la prensa pudiese relacionar el secuestro en Burdeos de una
niña con el olvidado asesinato años atrás de una monja perteneciente a una orden
francesa.
Álvaro, visiblemente afectado, no acababa de entender el alcance del razonamiento de aquel comisario, pero comenzaba a tener una cierta sensación de culpabilidad. Su interés inicial en contribuir a la aclaración del asesinato de la monja había
ido in crescendo. Como tantas otras veces en su vida de francotirador impenitente
una serie de circunstancias y coincidencias fortuitas se habían concatenado hasta
llevarle al convencimiento de que debía actuar. Recordó que visitó Guinea Ecuatorial
algunos meses antes del crimen de Ebebiyin. La universidad en la que prestaba sus
servicios le había comisionado para que evaluase in situ el programa de cooperación
en materia de enseñanza superior que España mantenía con Guinea. En el avión que
le llevaba por primera vez a África, muchos años después de abandonar aquel seminario de Logroño junto al Iregua, no viajaba el padre blanco
que un día quiso ser,
pero sí un tipo rebelde, ahora ateo, que seguía profundamente comprometido con las
mismas ideas que le impulsaron a optar por el sacerdocio en su juventud. Estaba
cantado que, antes o después, sus firmes convicciones, al chocar frontalmente con el
cúmulo de injusticias y desatinos sin cuento que descubriría en la antigua colonia, le
harían localizar con su teleobjetivo una diana estimulante.
Ahora se sentía avergonzado. Acababa de caer en la cuenta de la instrumentalización que había hecho de aquel crimen horrible con la principal finalidad de apoyar en un hecho llamativo su denuncia de la corrupción que corroía a la cooperación
española. De hecho, se había limitado a recordar públicamente el suceso y no había
realizado ningún esfuerzo serio de investigación para aportar datos clarificadores. Y,
sobre todo, se había centrado en la monja, pero había hecho caso omiso del destino
de aquella pequeña guineana único testigo del asesinato. Volvió a plantearse si tendrían razón quiénes atribuían algunos de sus comportamientos más controvertidos a
cierto afán de notoriedad o de protagonismo irrefrenable. Lo cierto es que comenzó a
preocuparse seriamente al entrever posibles conexiones entre algunos de los datos
110
que ella le revelaba y determinados hechos de los que había tenido noticia tiempo
atrás. Había comenzado a barajar una serie de hipótesis cada cual más preocupantes. Y, de repente, le urgió ponerse en contacto con el comisario Durand.
―¿Podría hablar con ese policía? ―Lo dijo procurando que el interés que mostraba sirviese para trasmitirle su voluntad de colaboración, pero sin que ella llegase a
creer que disponía de datos relevantes sobre tan desagradable asunto.
―Pensábamos proponértelo, pues Jaled y yo nos reuniremos con Élise y con él
este sábado en París. Podrías acompañarnos.
―No tengo inconveniente, pero esperemos a ver qué opina tu marido.
Álvaro deseaba hablar cuanto antes con el policía. Tenía acceso a una red de
amigos y colaboradores de confianza en Guinea que podría ser de utilidad. Habría
que hacer muchas gestiones y actuar con suma discreción y, sobre todo, no debían
trascender a la familia, al menos por ahora, ni sus sospechas, ni el contenido de la
conversación que se proponía mantener con el comisario.
Se dirigieron al coche. Comenzaba a anochecer y debían recorrer varias decenas de kilómetros para reunirse con Jaled. Ella le pidió que condujese. Pronto, el soberbio Jaguar automático avanzó suavemente por la zigzagueante carretera de montaña que desciende hacia el lago. En la radio Edith Piaf cantaba Ne me quitte pas.
111
EL FRANCOTIRADOR
El teléfono sonó en la habitación 202 de La Reserve justo cuando Álvaro, profundamente sumido en una siniestra pesadilla de inspiración bantú, planeaba cómo
rebelarse contra el hechicero: un utimbi o envenenador, experto en el preparado de
pócimas que, tiempo atrás, lo había matado en ekong o mañongo, convirtiéndolo en
una especie de zombi o muerto viviente desprovisto completamente de identidad y
memoria. La cena de la víspera con el matrimonio Jaled se había prolongado hasta
bastante tarde.
―Diga —balbuceó con dificultad.
―¡Despierta!
―¿Quién eres?
―Paco Bañez. ¿Qué haces en ese lujoso hotel?
Sorprendido, quiso saber cómo le había localizado. Se había tomado muy en
serio la recomendación de ser discreto y muy pocos estaban al corriente de su viaje a
Ginebra y, que él supiese, nadie, a excepción de Thérèse, Jaled, el tenista y Nicole,
dónde se alojaba.
―Acabo de hablar con José Luis. Me ha dicho que estabas en Ginebra y supuse
que te habrías puesto en contacto con nuestro amigo Melchor Obama. Me ha dicho
que aún no te ha visto, pero que te encontraría en ese hotel. Necesito tus contactos
en Guinea.
―¿Para?
―La semana próxima viajo a Malabo para cubrir el viaje de los miembros de la
comisión parlamentaria.
―Te llamaré en cuanto regrese.
―De acuerdo. Por cierto, menudo follón se ha montado tras tu encuentro con
Obiang en París.
―No he podido encontrar El Independiente y no he leído la crónica de nuestro
amigo. Envíame por fax lo que tengas. Apunta, apunta: el prefijo, como sabes, es
0041 y el número 2295959. ¿Y qué tengo que ver con eso que me cuentas?
―Te echan la culpa en el ministerio del portazo de Obiang al Rey. Escucha lo
que escribe Fernando Jáuregui en El País:
"La cancelación de una visita que había sido solicitada por el propio
Obiang ha caído como un jarro de agua fría en el Ministerio de Exteriores,
según fuentes del Palacio de Santa Cruz, donde existe auténtica indignación
por este episodio, hasta el punto de que en algunos medios se habla de
proceder a una reconsideración global de la cooperación con la que fue la
última colonia española... El dirigente guineano pensó, creen en medios españoles, que el momento no era acaso el más propicio para emprender reivindicaciones, máxime cuando la situación interna de Guinea es considerada
unánimemente fluida e inestable. Por otro lado, antes de entrevistarse con
una delegación española que, encabezada por Luis Yáñez, e integrada por el
director de la Oficina de Cooperación con Guinea, Fernando Riquelme y por
el embajador Manuel Alabart, acudió a París el pasado miércoles por la tarde, Obiang había recibido a Álvaro Díaz-Cueto. Este último, enzarzado en
varias querellas con el Ministerio de Asuntos Exteriores, que le acusa de no
haber justificado algunas cuentas, ejerció aparentemente también cierta influencia, a juicio del Gobierno español, sobre la decisión de Obiang en el
sentido de no acudir a Madrid... Puede que también haya influido en la suspensión del viaje la petición presentada por Obiang al Gobierno francés...
para integrar a su país en el grupo de Estados francófonos."
―Creo que tus amigos ―prosiguió el periodista— tratan de encontrar algún
resquicio legal para que te procesen, ya que no han podido hacerlo por el asunto de
las cuentas del centro de la UNED en Bata. Dicen que es intolerable que un ciudadano se entreviste con un jefe de Estado extranjero para interferir en la política
exterior de su país. Qué eso es traición, alta traición.
―¡Que lo hagan si se atreven! ―Y comenzó a hacer conjeturas sobre un nuevo
episodio en su conflicto con el Gobierno que sería un timbre de honor en la vieja lucha de quien, desde su época de estudiante en Ginebra, se reclamaba del federalismo global o revolucionario. Y Paco Báñez lo sabía. No en vano habían sido condiscípulos en el Instituto de Estudios Europeos de Ginebra. Saltó de la cama para ir en
busca del fax.
Entre otras cosas, José Luis Sanz, escribía en El Independiente
que:
"...Teodoro Obiang concedió una audiencia en París a Álvaro Díaz-Cueto
una hora antes de la entrevista Obiang-Yáñez y en la que el cooperante
español en Guinea planteó al Presidente el estado de la cuestión hispanoguineana en la actualidad. Álvaro Díaz-Cueto fue director del programa universitario español en Guinea y autor de un amplio informe sobre la cooperación, que ha venido utilizando la oposición en la comisión de investigación
en el Parlamento para hostigar al Gobierno.
Álvaro Díaz-Cueto planteó al Presidente Obiang la posibilidad de desarrollar proyectos de cooperación no gubernamentales como el proyecto “Cervantes”, para la promoción de la cultura y la lengua española, y el proyecto
“Ceiba” para la conservación de la naturaleza en Guinea. Sin embargo, el
objetivo esencial de la audiencia fue solicitar al Presidente su colaboración
para impulsar las tareas de investigación que desarrolla el Parlamento.
Álvaro Díaz-Cueto, que se ha destacado en los últimos años por denunciar el estado de la cooperación en Guinea, tiene presentada una queja al
Defensor del Pueblo en la que denuncia la persecución a la que ha sido sometido. La Audiencia Nacional sobreseyó y archivó la querella interpuesta
contra él por el Ministerio de Asuntos Exteriores.
El ministro guineano de asuntos exteriores ha confirmado a esta publicación el deseo del Presidente Obiang de recibir en Malabo a la comisión de investigación y animarles a que viajen a la región continental y su preocupación por la escasa duración del viaje de los parlamentarios. Marcelino Nguema ha reiterado que, en cualquier caso, los parlamentarios españoles van a
tener ocasión de ver la realidad de la cooperación española en estos últimos
nueve años y la escasa rentabilidad de la ayuda española al desarrollo de
Guinea, que ha superado los 20.000 millones de pesetas”.
114
Se sentía orgulloso y satisfecho. Su osada iniciativa había logrado el objetivo:
Obiang no había caído en la provocación de Exteriores y se disponía a reunirse en
Malabo con los parlamentarios españoles. Ahora todo dependía de que les proporcionase la información que le había sugerido en París, les permitiese libertad de movimiento y, claro, que algunos cooperantes y empresarios españoles, cosa poco probable, se decidiesen a hablar. Los últimos acontecimientos se iban encauzando en la
dirección que propugnaba y el dictador iba a colaborar. Esa fue la impresión que José
Luis había sacado de la reacción del presidente guineano ante la propuesta que, en
un tono deliberadamente solemne, le había hecho Álvaro:
Excelencia, he viajado a París porque he considerado mi deber expresarle
mi opinión sobre una cuestión esencial que deberá afrontar en este momento histórico para las relaciones entre su país y España. Es la primera vez en
muchos decenios que las Cortes Españolas estudian, ante la mirada atenta
de los ciudadanos españoles y guineanos, las relaciones entre ambos Estados. El próximo viernes, cuando se entreviste en Madrid con el presidente
del Gobierno y el Rey Juan Carlos, puede que se encuentre ante un dilema
envenenado: de un lado, llegar a un acuerdo inmediato con el Gobierno que
ponga sordina al escándalo que supone el gran fracaso de la cooperación; de
otro, colaborar con todos los medios a su alcance, para posibilitar que el
Congreso de los Diputados lleve a cabo su trabajo de investigación con la
máxima objetividad. Permítame, Excelencia, que le recuerde que estas Cortes Españolas son las herederas de aquellas otras que en 1840, en nombre
del pueblo, vetaron la decisión gubernamental de vender la isla de Fernando
Poco a los ingleses por un puñado de libras esterlinas. Excelencia, soy un
simple ciudadano español y no represento a nadie, pero ―y en el trance,
Álvaro concentró en su firme mirada a los ojos negros del dictador africano
todo el poder de convicción de que era capaz― apelo al Jefe del Estado de
un país hermano para invitarle a que en esta ocasión histórica, alegue lo que
alegue el presidente del Gobierno o el mismísimo Rey de España, no dude en
apostar decididamente por apoyar sin ambages el trabajo de las Cortes en
las que reside la soberanía del pueblo español.
Álvaro Díaz-Cueto y Cayón había nacido una madrugada de diciembre a la luz
de la batería del flamante Fiat Balilla de su abuelo materno, el abogado y terrateniente D. Luis de Cayón y Velasco. Sevilla. 1948. Calle Antonia Díaz, 33, esquina a
Velarde. Cuatro circunstancias habían condicionado su vida: la gran influencia de un
buen, inteligente, honesto y exigente padre cántabro;
la esmerada educación
proporcionada por los Jesuitas; cincos años en la Facultad de Ciencias Políticas de la
Universidad Complutense de Madrid, entreverados de intensas y apasionantes estáncias periódicas, entre 1970 y 1974, en la cárcel de Carabanchel y dos años en el
Instituto Universitario de Estudios Europeos de Ginebra, donde asimilaría sus más
arraigadas convicciones políticas de la mano de dos grandes figuras del federalismo:
Alexandre Marc
y Denis de Rougemont. Empero, a la mitad de una vida de impulsivo y solitario luchador, se había salido ya tantas veces del guion que su firme
vocación política carecía de posibilidad alguna de discurrir por el mediocre y angosto
cauce que brindaban los partidos políticos atareados en secuestrar en España la recién estrenada democracia. Su primigenia aspiración de juventud de alcanzar un convencional éxito político, se había ido revelando tan absurda como inviable. Demasiado romántico, soñador, impulsivo, extremista y rebelde para permitir que alguien
o algo le anestesiasen la voluntad, se había convertido en un francotirador vehemente y experimentado incapaz de aguardar en su puesto al acecho exclusivo de piezas
políticamente rentables.
115
Desde muy joven, su munición, siempre de grueso calibre, había estado presta
a detonar en cuanto su sentido del deber, mezcla de convicciones y quijotismo sin
cuento, identificaba un objetivo o, ¿por qué no?, un simple espejismo. Y era precisamente ese tiroteo incesante, no siempre certero, el que había ido conformando, error
a error, según los más críticos observadores, un notable currículo de persona conflictiva y, por ende, incómoda. Un historial que él juzgaba inevitable en la medida en
que siempre lo percibía como el único desenlace posible de los sucesivos conflictos
entre la perversa realidad y sus más firmes convicciones. Se había ido convirtiendo
en un incipiente outsider. Alguien, crecientemente incomprendido e inadaptado, que
ya habitaba en la fría cuneta de la izquierda.
¿Es que —solía preguntarse desde el compromiso ingenuo de sus ideales intactos— cabía otra alternativa en un país en el que, de la mano de los socialistas, se
abría paso casi de puntillas la cultura del pelotazo? Hacía tiempo que en el punto de
mira de su particular teleobjetivo la imagen de la democracia, ya de por sí difusa, se
eclipsaba con los rasgos cada vez más nítidos de la corrupción que comenzaba a invadir el panorama político y social en la España de los ochenta.
Su lucha en solitario contra los responsables de la cooperación española al desarrollo estuvo a un tris de írsele de las manos. Amigos, mucho más experimentados,
le habían advertido. Entre ellos, la profesora Elisa Pérez Vera,
que le había
apoyado y defendido a capa y espada en las más comprometidas tesituras.
Aquella jefa, maestra y amiga; mujer de firmes convicciones progresistas; reputada
especialista en el escabroso tema del secuestro legal de menores; catedrática de Derecho Internacional y primera mujer en la historia de España en tocarse con el birrete
negro de rector de una universidad, le encareció que no siguiese adelante. Acabarán
contigo aunque tengas toda la razón del mundo. No tendrán escrúpulos. Inventarán
calumnias
que difundirán con facilidad en los medios de comunicación que controlan. Puede que llegues a demostrar tu honestidad y que tenías razón, mas será
demasiado tarde pues habrán hundido tu reputación y tu vida. De verdad, no merece
la pena. Concéntrate en tu carrera universitaria y olvídalo.
Otros le habían dado similar consejo. ¿Cómo habría reaccionado su padre?
Nunca lo sabría, pues murió a los 69 años casi sin noticias de aquel conflicto, pero
estaba convencido de que él sí le hubiese animado a proseguir su lucha. A nadie hizo
caso. Tampoco a su familia. Incapaz de dar un paso atrás se apresuraba a montar su
arma una vez divisada la diana. Era como pretender que un expedicionario obstinado, dispuesto a recorrer África desde el cabo Espartel al de Buena Esperanza, renunciase a la aventura de su vida por una inoportuna avería de su vehículo al comienzo
de la ruta. La lamentable, escandalosa y, en tantos aspectos, criminal actuación de la
Administración española en Guinea, en connivencia con la “segunda dictadura nguemista”, como la denominaba el especialista suizo Liniger-Goumaz, había salido de la
madriguera ante sus atónitos ojos de observador al acecho. Muchos estaban al tanto
de un escándalo a voces.
La muerte de aquella monja valiente en medio del silencio cómplice no dejaba de alentarle. Había levantado la liebre y la caza debía proseguir. ¡Qué es la vida —se decía— sino la fantástica aventura que se imagina en la
adolescencia y se acomete antes de que se agoste el ímpetu de la juventud! Un
retorno a esas alturas habría supuesto una renuncia en toda regla a su azarosa andanza personal. Una carga de profundidad en la línea de flotación de sus más íntimas
convicciones. Una reacción impensable y, con toda probabilidad, genéticamente incompatible con su talante batallador y su tozuda audacia.
Volvía a saborear la efímera miel de haber acertado en la diana. Se sentía recompensado al paladear el inmenso regocijo de comprobar cómo, con tesón y determinación, un francotirador solitario podía lograr que los acontecimientos discurriesen
en la dirección planeada de antemano. ¡Qué otra sensación más placentera podía
deparar la política! Pletórico de fuerzas, sintiendo ya en sus venas el fulminante
116
estímulo que, como la bella Sigrid al Capitán Trueno de los tebeos de su infancia, le
comenzaba a proporcionar la inesperada reaparición de la mítica Thérèse, Álvaro estaba decidido a proseguir su batalla.
Desde que pisara tierra guineana, arrastrando intacta la fogosidad juvenil de
su ingenua vocación misionera, intuyó que allí, ante aquella penosa e injusta realidad
que se percibía por doquier, estaba su próximo reto. Primero, el ímprobo esfuerzo,
apoyándose a fondo en el principio constitucional de autonomía universitaria, por librar al programa que dirigía del irracional corsé de la cooperación española oficial y
convertirlo en una referencia de cooperación educativa modélica. Luego, aquella insólita contienda con el petulante embajador-virrey, Antonio Núñez García-Sauco, empeñado, entre otras sandeces, en expulsar injustamente al mecánico de la cooperación en Bata, el bueno de Paco Fuertes. Su primera huelga de hambre en el Consulado de Bata. El enfrentamiento entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y su universidad.
El cese forzado, gracias a una treta indigna, en forma de falsa amenaza de
expulsión del país, urdida por los diplomáticos Antonio Núñez y Fernando Riquelme.
La denuncia pública de los responsables de la cooperación española en Guinea.
Sus quejas al Defensor del Pueblo.
La imperiosa reclamación del inaplazable estatuto del cooperante para dignificar la incipiente cooperación española. La exitosa
peripecia, gracias al apoyo desinteresado de los letrados Juajo Sanz y Jaime GilRobles, en la Audiencia Nacional
y en el Tribunal de Cuentas
provocada por
las falsas denuncias de Exteriores para tratar de silenciarle. Y es que no sólo había
justificado correctamente las cuentas del programa de la UNED en Guinea, sino que
la Junta de Gobierno le reconoció y abonó la deuda contraída por haber adelantado
casi dos millones de pesetas de su propio dinero para agilizar su funcionamiento.
El continuo y siempre tenso trabajo en los medios de comunicación para desmontar y
acallar la sarta de graves calumnias vertidas por el secretario de Estado Luis Yáñez y
sus colaboradores y difundidas profusamente por la red mediática afín al poderoso
PSOE. La larga lista
de comprometidos artículos-denuncia en la prensa nacional:
Morir en Guinea; La cooperación con Guinea ante el silencio y la desesperanza (Razón y Fe, la revista de los jesuitas que tan oportunamente le había brindado sus páginas); Guinea: lo que España se dejó; La Cooperación española al subdesarrollo de
Guinea Ecuatorial; Cooperación con Guinea: incompetencia total; Sus señorías tienen la
palabra; Guinea Ecuatorial: naturaleza inédita”; La promoción de la cultura en Guinea
Ecuatorial; Guinea Ecuatorial ¿Y ahora qué?; Guinea Ecuatorial: las Cortes en el banquillo; España y Guinea Ecuatorial; Cooperación española al subdesarrollo de Guinea
Ecuatorial; Sostenella y no enmendalla; Volver a Guinea; Retomar la iniciativa en Guinea; Guinea: un test para nuestra democracia; Guinea Ecuatorial: un futuro incierto…
Dos largos e intensos años de represión política sin cuento que no habían logrado apartarlo ni un milímetro de sus dos objetivos políticos: forzar la convocatoria
de una investigación parlamentaria que pusiese coto a los desmanes españoles en la
ex-colonia y articular una nueva cooperación progresista al servicio del autodesarrollo
y la libertad. Sin duda un apasionante esfuerzo de orfebrería política,
como un
día calificara su trabajo el diputado vasco Iñaki Anasagasti en la tertulia radiofónica
matinal del malogrado Antonio Herrero, al que el profesor Díaz-Cueto se venía dedicando como si, él así lo creía, le fuese en ello la vida.
Comenzó alertando al secretario de Estado de Cooperación Internacional en
persona con motivo de su primera visita a Malabo y a Bata y, meses después, en una
carta abierta que publicó Diario 16, el 3 de junio de 1986, siendo aún director del
programa universitario español en Guinea:
”El plan marco de cooperación con Guinea que propone el embajador Núñez
es irrealizable con la estructura anquilosada de una Oficina de Cooperación
que mantiene, curiosamente, a la gente de siempre. Es un hábil montaje que
arropa muchos y variados intereses. Entre otros, el de un Gobierno teórica-
117
mente progresista que desea a toda costa salvar la cara de algo que ha hecho tan mal como la UCD...”
Le había recordado:
”Que la cooperación para el desarrollo es un deber internacional que compromete seriamente a un Gobierno progresista. Por ello es un grave error
ceder la responsabilidad de su diseño y ejecución, como usted ha hecho, a
quienes están dando pruebas de ser profundamente reaccionarios”.
Y pensaba en personajes como Núñez García-Sauco, Riquelme Lidón, Enrique
Bernaldo, Gabriel Abad y tantos otros. Además le había retado abiertamente:
”Aún está a tiempo. Revise el desarrollo del plan marco de cooperación, abra
una investigación sobre las irregularidades que están sucediendo en la
cooperación española en Guinea Ecuatorial y, ¿por qué no?, atrévase a iniciar una auditoria que aclare lo que ha pasado desde que llegamos aquí en
agosto del 79”.
El gran batiburrillo de socialistas de pacotilla, pillos y prepotentes oportunistas
en que, día a día, parecía transformarse el PSOE, era incapaz de digerir que ellos
también podían equivocarse. Y cuando, en el cenit de su poder político, sus prebostes
eran pillados en el error y la incompetencia o, simplemente, atrapados con las manos
en la masa, la falta generalizada de convicciones y de solidez democrática sólo les
permitía reaccionar como habían mamado en la dictadura franquista: reprimiendo
con técnicas inconfesables cualquier crítica y demonizando a quienes osaban retarles
en el coso. Y Álvaro lo había hecho desde la izquierda, tirando a dar a un poderoso
paisano cuyos únicos méritos para ser secretario de Estado de Cooperación Internacional era formar parte del conocido clan sevillano “de la tortilla”
que acababa de
hacerse con el control absoluto de la maquinaria del Estado.
118
NICOLE
El único compromiso que Álvaro tenía aquella jornada era almorzar con Melchor Obama en el Palacio de las Naciones y, si él se animaba, ir juntos a Lausana
para saludar al reputado experto en Guinea Ecuatorial Max Liniger-Goumaz. No conocía personalmente al profesor suizo. Había leído la mayoría de sus escritos y, desde
hacía algunos años, intercambiaba con él alguna que otra información sobre el país
africano. De hecho, Liniger acababa de enviarle su última obra, Breve histoire de la
Guinee Equatoriale, en el que citaba algunas de sus opiniones y artículos. El libro
incluía una estimulante dedicatoria que deseaba agradecerle: “A Álvaro Díaz-Cueto,
con mi admiración por su combate. Cordialmente”.
El día estaba completamente despejado. Se había duchado y acababa de desayunar en la cafetería del hotel. Una opción era salir al jardín para visitar a Pierre Cassel en la cancha y aguardar a que llegase Thérèse, que tenía cita a las diez para recuperar el partido de tenis aplazado. Le apetecía volver a verla. Podría esperarla,
tomar un aperitivo en la Perle du Lac y pasear entre las dalias que florecen en otoño.
Incluso volver a almorzar juntos. En ese caso pondría cualquier pretexto a Melchor
Obama, a Liniger-Goumaz y a quien hiciese falta. Otra posibilidad era utilizar el coche
que Jaled había puesto a su disposición y hacer una escapada por los alrededores
para regresar a algunos de los lugares que solía visitar cuando residía en la ciudad.
Volvería a la cercana población de Versoix, donde había vivido en el mismo bloque de
apartamentos que el tenista Pierre Cassel, y visitaría el pequeño puerto deportivo a
orillas del lago en el que tuvo su pequeña embarcación de vela ligera, un “420” azul y
blanco, al que pomposamente llamó “Europa”―.
También podría bordear el lago
por enésima vez y llegar hasta Montreaux, la bella capital de la Riviera del Vaud que
tanto le gustaba o, tal vez, permanecer en la ciudad y pasear por el Parque de Mon
Repos como gustaba hacer al poeta Lamartine. Echaría un vistazo a la Maison de
l´Europe, sede del Instituto Universitario de Estudios Europeos. Luego atravesaría el
Ródano por el Puente del Montblanc para recorrer las elegantes calles del centro.
Hasta podría comprar unas flores y sorprender en su bufete a la encantadora Nicole
Visieux, invitarla a almorzar por los alrededores y ¿quién sabe?
Dudó. Thérèse tendría cosas que hacer. Además, la víspera habían acordado
que el sábado viajaría con ellos a París para conocer a Élise y estar presente en la
reunión con el comisario Durand. Nicole, por su parte, contaba con su llamada y no
quería dejar de verla. Decididamente Nicole. Sorprender a Nicole y ¿quién sabe? Le
intrigaba la razón de su repentino silencio tras la apasionada reedición de su romance
la pasada primavera en Tánger. Sin embargo, la súbita aparición de Teresa había sido como “una primavera nueva, como un mes de abril, como una luz”… Se daba
cuenta de que la ola inmensa de aquellos ojos verdes de la doctora d’Alesme le había
hecho olvidar que el atractivo secreto de su viaje a Ginebra era reencontrarse con
Nicole. Optó por marcar su número convencido de que la presencia de la pizpireta
abogada le ayudaría a que transcurriesen cuanto antes las horas que faltaban para
encontrarse de nuevo con Thérèse. Le pidió que se tomase el día libre y se citaron a
las once.
Tenía tiempo, así que se acercó a la cancha de tenis para saludar a Pierre. No
pensaba decirle nada con respecto a su encuentro con Nicole, pero no pudo evitarlo.
Éste, que sabía perfectamente quien era la dama, sonrió cómplice.
―Veo que os mantenéis en contacto ―comentó el tenista con mal disimulada
envidia―. ¿Cómo está? Hace años que no viene a jugar.
―Tan estupenda como siempre. ¿Sabes que se casó hace unos años?
―Pero se ha divorciado.
―Lo sé. Me llamó a finales de mayo desde Tánger y corrí a verla.
―Dale recuerdos del viejo Pierre y dile que se pase por aquí. ¡Hay que ver cómo te llevaste a aquel bombón!
―Suerte, Pierre, pura suerte. Coincidimos en clase y le gustaba la vela tanto o
más que el tenis. Además, era muy joven para ti. ―Casi trece años después el tenista volvía a encajar la misma broma con idéntico humor y deportividad que antaño.
Se despidieron afectuosamente.
Mientras bordeaba el lago en dirección al Puente del Montblanc se asombraba
de que en tan escaso tiempo se hubiesen concatenado tantos acontecimientos en
torno a su antigua vivencia ginebrina: la Embajada de Arabia Saudí en Madrid, el
príncipe, Thérèse, La Reserve, el tenista, Nicole Visieux y el intelectual y opositor
ecuatoguineano.
A la hora acordada ella aguardaba en el portal.
―¡Se rasgará! ―Fue lo primero que oyó cuando Nicole, para evitar que frenase
el tranvía que se acercaba, se aupó precipitadamente al auto golpeándose la cabeza
y tensando peligrosamente su estrecha falda.
―¿Te has lastimado?
―No, espero que no… se haya rasgado. ―Y se estiró todo lo que pudo para
darle un beso aunque, debido a la separación entre los asientos del Range Rover,
apenas alcanzó a rozar sus labios. Se enderezó, no sin dificultad y, en vez de poner
en orden la prenda roja que había dejado al descubierto sus muslos, optó por bajar el
parasol para comprobar en el espejo si se había despeinado; venía de la peluquería.
―Ponte cómoda, chica guapa… pero guapa, guapa, guapa. ―Y es que Nicole
era realmente bella.
―Eso era antes, cuando era joven y me llevabas a navegar por el lago.
―¡Eh, mírame! Deja que te vea bien, Nicole. ¡Estás fantástica!
―¿Tú crees? ―Preguntó coqueta, mientras se volvió hacia él y, ahora con decisión renovada, aprovechó la luz roja del semáforo para darle el cariñoso beso que
antes no había culminado.
―Claro que sí, Nicole y tú lo sabes. ―Respondió Álvaro turbado por tan cálido
e inesperado recibimiento.
Acordaron almorzar con Obama en el Palacio de las Naciones. Nicole le apreciaba y su ONG solía recurrir a ella como experta cuando el caso lo requería. Era
pronto y se detuvieron en el Parque de Mon Repos para pasear por sus senderos tupidos de hojas. Como siempre, las asustadizas ardillas trepaban por los grandes árboles que separaban Villa Barton, sede del Instituto de Altos Estudios Internacionales, de Villa Moynier, la antigua Maison de l'Europa donde ambos habían estudiado.
120
―¿Recuerdas, Nicole? Estabas exactamente aquí, frente a esta gran haya. Me
extrañó. Era viernes y tú no tenías clase. Nevaba y estabas tan extasiada dando de
comer a las ardillas rojas que no me reconociste.
―Sí lo hice. ¿Quieres que vuelva a repetírtelo? ¿Y qué te confiese de nuevo
que estaba aguardando a que salieses de clase? En mala hora fui tan sincera. ¡Qué
gran error confesarle a un hombre un sentimiento!
―¡Ah! eso no lo habías reconocido. ¿Me estabas esperando? Sólo me dijiste
que habías elegido una asignatura del Instituto porque te había dicho Pierre Cassel
que yo estudiaba allí. ―Dijo Álvaro bromeando, mientras se retiraba un poco para que
no le alcanzase el brazo que Nicole comenzaba a levantar cariñosamente amenazador.
―¿También te dije eso? ¡Qué te gusta hacerme rabiar! ―exclamó sin disimular
su repentino sonrojo.
Descartaron entrar en el palacete de principios de siglo que ambos comenzaron
a frecuentar a mediados de octubre del 75. Él, que en aquella época ya había acabado políticas en Madrid, llegó atraído por la gran personalidad intelectual de su fundador y director, Denis de Rougemont. Nicole, porque le encantaba la mitología y
"Los mitos formadores de Europa" era una de las asignaturas que podía elegir como
flamante alumna de la Universidad de Ginebra. Sin embargo, ya no encontrarían allí
al erudito escritor suizo, incansable europeo y federalista de los primeros tiempos,
autor, junto con Salvador de Madariaga, del célebre Mensaje a los Europeos, fallecido
a finales del 85. Álvaro aún se lamentaba de que su infecto francés de entonces le
hubiese impedido participar más activamente en los animados debates que suscitaban sus clases magistrales. Menos mal que ella, haciendo gala de bastante más paciencia de la que empleaba para dar de comer a las ardillas, le echó más de una mano en los trabajos que tuvo que presentar durante aquel primer semestre.
Aún conservaba, como preciada reliquia dedicada por su autor, aquella obra
clásica que llevaba por título Tres milenios de Europa. La conciencia europea a través
de los textos. De Hesíodo a nuestros días. Un arduo y riguroso ejercicio de inmersión
en los textos históricos en que el profesor suizo retrocede desde Paul Valery, Proudhon, Saint Simon, Voltaire, Leibnitz, Sully, Pio II, el Dante hasta llegar a Pierre Dubois, el jurista de Felipe el Hermoso, a quien cupo el mérito de concebir el primer
plan de unión de nuestros Estados a principios del siglo XIV. Una búsqueda apasionada que, como solía decir en el aula, le llevó a confines extraños y tiempos fabulosos. A Hesíodo que, allá por el año 900 antes de nuestra era, fue el primero que empleó, en el verso 357 de su Teogonía, el nombre de Europa para designar a una de
las tres mil oceánidas. A la joven Europa, hija de Agenor, rey de Tiro en Fenicia. Mujer legendaria y fabulosa, de tanta belleza que enamoraría a un Zeus que, metamorfoseado en toro, la acabaría raptando para llevarla desde las costas de Asia a Creta,
en donde la hizo reina madre de los reyes de la dinastía de Minos. Al gran Hipócrates,
el primero, a decir de Gonzague de Reynold, en hacer, a finales del siglo V antes de
nuestra era, en su Tratado de los Aires, las Aguas y los Lugares, el primer contraste
conocido entre Asia y Europa.
Aunque, con apenas 14 años, no pudo vivir la airada reacción del régimen
franquista de la época ante el Contubernio de Munich de junio del 62, el proceso de
construcción europea, debidamente explicado en su contexto histórico por D. Antonio
Truyol y Serra,
el maestro indiscutible de todos los internacionalistas y europeístas contemporáneos españoles, había sido para Álvaro Díaz-Cueto la primera idea
política por la que, en sus años de facultad, sintió gran interés, apasionamiento, incluso. Y ello, a pesar de que la idea de Europa, como dijese el rector Brugmans, ni
era lo suficiente utópica como para inflamar la imaginación, ni lo bastante tangible
121
como para convencer a los escépticos. Una idea que para él trascendía con mucho la
mera construcción de las Comunidades Europeas de moda en la época. Europa entendida como tensión hacia la democracia; como medio, le había enseñado Bernard
Voyenne, el principal historiador del federalismo, que brinda la oportunidad histórica
de forzar el nacimiento de un nuevo mundo. La idea europea, en su sentido de nueva
alternativa de conformación o de organización política integradora, entendida como
alternativa funcional a la organización Estado-nacional.
La simple imagen inicial de escalera de caracol de aquel incipiente mercado común que Álvaro había compuesto en su mente, se había ido enmarañando a medida
que se empapaba en Ginebra de las ideas federalistas que propiciaban nuevos enfoques y perspectivas. Era, por describirlo gráficamente, como si al aproximarse a
una sencilla espiral ésta hubiese ido mutando en caprichosa y espectral arquitectura,
envuelta por un sinfín de escaleras de caracol que configuraban los curvilíneos trazos
de un formidable rascacielos siempre en obra. Un colosal muelle erecto. Una titánica
espiral de espirales. Un descomunal laberinto de cristal alzado cuan moderna torre de
Babel en aquel incipiente espacio inédito que se abría a sus ojos mucho más allá del
Estado-nación.
―Nicole, el reto de la innovación es aprehender la complejidad ―dijo Álvaro
solemne―. La clave está en el papel real que se asigne al Estado que ya ha cumplido
su tarea histórica, pero sobrevive a su razón de ser.
―Ya sabes que soy suiza y lo muy orgullosa que me siento de mi Estado.
Para él, a diferencia de Nicole, escasamente interesada por el proceso de unión
europea, la principal inquietud al respecto y, por añadidura, dificultad, estribaba en
cómo poner al Estado-nación en su sitio. Y es que en ese nuevo espacio, conservadores y progresistas seguían coincidiendo a pie juntillas en el denodado esfuerzo
por articular del modo más ventajoso posible la defensa a toda costa de los intereses
estatales, ¿electorales?, que representaban. Al no poder seguir aplazando la atribución hacia arriba de ciertas competencias soberanas que la globalización imponía, se
veían compelidos, solía explicar en sus clases, a ponerse de acuerdo en torno al principio inmovilista de la gran muralla: retirar con desgana los ladrillos de sus viejas
fronteras nacionales para sustituirlos concienzudamente por los colosales sillares de
la nueva fortaleza en cuya construcción se afanaban de consuno.
―¿Te acuerdas de Alexandre Marc?
―Asistí a algunas de sus conferencias.
—Este parque evoca tantos recuerdos... ¿Quieres que hablemos de federalismo?
―No, Álvaro, otra vez no. No seas pesado. He mamado el federalismo, así que
no me repitas el rollo. Háblame de África. Cuéntame cómo va ese asunto de Guinea
Ecuatorial que tanto te obsesionaba en Tánger.
Aún faltaba un buen rato para la cita con Melchor Obama y ella sabía que no
podría evitarlo.
122
EUROPA COMO PRETEXTO
—O la Europa comunitaria se libera del corsé Estado-nacional —le explicaba a
Nicole mientras caminaban hacia la orilla del lago— o se verá abocada a revolverse
contra Europa. Al menos contra esa idea de Europa que propugna el federalismo global. Hasta el punto que, de seguirse favoreciendo la confusión y tolerando la impostura, la Torre de Babel no pasará, si acaso, del mercado común en el que bregan los
mismos mercaderes de siempre, mientras posponen sine díe la democratización real
del espacio social que preconizan. Y no por falta de traducción simultánea, sino por
exceso de sucedáneos de federalismo y de democracia.
―Y ahora lo de Spinelli en la isla de… ¿cómo se llamaba la isla de marras?
―Ventotene…
―Eso, la isla y el manifiesto de Ventotene.
―¿Te había hablado alguna vez de eso?
―No, nunca.
―Te gustaba y no me interrumpías.
―Sólo cuando salíamos a navegar y con la ayuda de la calma chicha me secuestrabas durante horas en medio de ese lago frío e inmóvil y me mimabas.
―¿Aún te acuerdas?
―De las caricias.
―¿Sigo entonces?
―¿Con las caricias?
Su actitud receptiva le hizo sentirse mucho más seguro en aquella Suiza exclusiva en la que evocaba los recuerdos de su época de formación europeísta.
—Fue en plena II Guerra Mundial, en la isla de Ventotene, donde Spinelli, Rossi
y Colorni trazaron una novísima línea divisoria entre la reacción y el progreso. Una
nítida raya mental que separaba a quienes, ya de derechas, ya de izquierdas, encontraban en la lealtad al Estado-nación la última referencia válida de su horizonte político, los inmovilistas; de aquellos que, libres del corsé Estado-nacional, los innovadores, no dudaban en comprometer su pensamiento y su acción en la lucha por la
defensa de los intereses globales de la Humanidad en su conjunto. ―Nicole, ¡qué remedio!, escuchaba resignada.
Tras su experiencia africana, Álvaro ya no albergaba ninguna duda de que era
inviable la innovación política, en términos de paz, justicia y libertad generalizada, sin
tomar nota institucional de la creciente interdependencia mundial. ¿Cómo articular,
se preguntaba constantemente, eficaces mecanismos de defensa de los nuevos intereses colectivos? ¿Cómo concienciar a los ciudadanos cuando los dirigentes políticos
ni lo veían, ni querían verlo; cuando unos y otros, aquí y allá, seguían, cuan moscas,
atrapados en la miel del Estado-nación? Los primeros, no sin descaro, alzaban voces
altisonantes de denuncia del caos internacional como si no fuese con ellos. Más aten-
tos a sus poltronas y prebendas que a los grandes problemas que retardaban el progreso compartido siempre acababan optando por soslayar sutilmente un hecho cierto: que eran ellos mismos quienes, a golpe de actitudes Estado-nacionales y de políticas miopes, sustentaban el estado de cosas que denostaban en público. Avaros y
sordos ante la interdependencia y la globalización, atrincherados en las cómodas
fronteras del Estado, no escatimaban ni pretextos ni coartadas para alargar su mezquindad política apenas unas horas. Puede que llegasen a suscitar ilusiones en demasiados incautos; seguro que, a corto plazo, no les faltarían el puñado de votos que
mendigaban, pero su inmovilismo disfrazado les hacía cómplices de que quedasen en
agua de borrajas objetivos globales que, a pesar de su apariencia utópica, eran viables y perentorios. Estaba convencido de que la construcción de la alternativa era
posible y, en última instancia, constituía una responsabilidad de los ciudadanos. Sin
embargo, había escrito en un artículo reciente:”Los habitantes del primer mundo, cada vez más inmersos en la confusión internacional que vierten sus televisores, asisten atónitos a un incomprensible espectáculo que controlan más con el mando a distancia que con las urnas. Impotentes ―añadía―, los ciudadanos no saben, no contestan. Y cuando lo hacen, ni por asomo son conscientes de cómo, con su pataleo,
pueden contribuir a modificar un estado de cosas que les arrastra inexorablemente a
pisotear, dentro y fuera de la gran muralla, a millones de congéneres mucho menos
afortunados que ellos. Y es que ―concluía― desencantados y escépticos ante una
Europa estéril los ciudadanos no encuentran ni argumentos sólidos, ni impulsos para
pensar, para hablar y, mucho menos, para comprometerse”.
En los años setenta, algunos universitarios españoles, conscientes de las oportunidades profesionales que brindaba el conocimiento del fenómeno de la integración
europea, optaban por realizar sus estudios de postgrado en el célebre Colegio de
Europa en Brujas, el Instituto Europeo de Florencia o en algunos de los pocos centros
especializados existentes. Álvaro, que ya había participado en algunos cursos breves
sobre las instituciones europeas en Estrasburgo, pensó en Ginebra atraído por el
marchamo internacional de la plácida ciudad que había albergado la Sociedad de Naciones y por la amplitud de miras que proporcionaba a la construcción europea la
preclara visión política y el testimonio personal de Denis de Rougemont. Olga Puertas, una estudiante a la que nunca volvió a ver, le habló de la Maison de l´Europe y
le puso en contacto con el gran pensador que la había fundado a finales de los cincuenta, en aplicación de la Resolución Cultural del Congreso de La Haya de 1948.
Aún conservaba la carta que este le dirigió.
Y allí pasó los cursos académicos 7576 y 76-77. Hacía, pues, trece años que Nicole y Álvaro se habían conocido en la
pista cubierta de La Reserve. Ella era alumna de Pierre. Él se disponía a jugar con
uno de los mejores tenistas suizos en uno de los clubes más exclusivos de la ciudad.
El hecho es que, cuando aquella tarde se acercó a la pista, el entrenador se encontraba situado detrás de una joven y con su ancha mano sujetaba con fuerza la de ella
asida a la raqueta mientras, a cámara lenta, practicaban el movimiento completo del
saque. Así una y varias veces hasta que Pierre debió atender el teléfono.
―Nicole, mi amigo Álvaro tiene un buen servicio. Seguro que le apetece ocupar
mi lugar.
―Su sonrisa fue el comienzo de una seducción.
Álvaro no dudó en remplazar al entrenador en posición tan comprometida. Rieron y el inevitable roce hizo el resto. Días después Nicole dio algunos pasos claves.
Supo que él estudiaba con Denis de Rougemont y fue a su encuentro un viernes que
no tenía clase. Cenaron, bailaron, pasaron el fin de semana en Annecy y el lunes
llegaron a clase cogidos de la mano. Y ahora volvían a hacerlo.
―¿Por cierto, sabes cuál fue el comentario de Alexandre Marc cuando un amigo
le informó de mi actual batalla con el ministerio de Asuntos Exteriores?
124
―¿Cuál?
―Que, antes o después, todo federalista global que se precie tiene que acabar
teniendo conflictos con el servicio exterior de su Estado.
La anécdota había tenido lugar unos meses antes cuando un compañero de batallas europeístas, el profesor César Díaz-Carrera,
y él visitaron al viejo revolucionario y a su esposa Suzanne a la vuelta de un congreso federalista en Verona. El
matrimonio residía en un confortable, amplio y soleado apartamento de la población
francesa de Vence, a una veintena de kilómetros de Niza, rodeado de libros, fotos y
recuerdos de primera mano de los últimos ochenta años de la historia de Europa. Al
entrar, César, con su excelente francés, le comentó que Álvaro, al que Marc no veía
desde 1984, tras vivir dos años en África, se había enzarzado en un tenso enfrentamiento público con Exteriores. Entonces pronunció aquella sentencia haciendo gala
de su legendaria vitalidad. Era evidente que aquel octogenario que les acogía afectuosamente en la intimidad de su hogar no podía ser otro que el mismo joven polemista de formidable dureza que consta en las actas del Congreso de La Haya defendiendo a capa y espada la tesis federalista o integralista frente a la opción diplomática de los europeístas. Y, por supuesto, sin dejarse intimidar ni por personalidades
como Winston Churchill, ni por el boato de aquel impresionante acto que se desarrollaba en el Salón de los Caballeros del Parlamento holandés.
En la histórica ocasión de aquel Congreso de Europa ―corrían los primeros días
de mayo del 48― se habían alineado, de un lado, los partidarios de una unión bastante vaga, deseosos de respetar y conservar la soberanía estatal, que proponían
una cooperación de los Gobiernos europeos en el marco de instituciones permanentes desprovistas de poder para obligar a los Estados. De otro, y por efecto de una
ineluctable dinámica, todos aquellos que deseaban una unidad real y rápida de Europa y estaban dispuestos a impulsar una autoridad supranacional limitadora de la soberanía estatal. Una dicotomía que estuvo en el origen de una desafortunada confusión que aún trae cola al hacer que los federalistas apareciesen ante la opinión pública como los místicos de un espacio homogéneo en que las autonomías, las tradiciones particulares, las riquezas de la lengua y de la historia, parecían quedar confundidas en una apresurada construcción jurídica. Precisamente ellos, los partidarios
de la unidad en la diversidad, que eran quienes más habían luchado por una unión
que, lejos de suprimir las diferencias, las reconociesen de una vez por todas posibilitando su plena expresión.
El viejo ruso educado en Francia al que César, tras definirle, en el Simposio Internacional que acababa de organizar en su honor en Palma de Mallorca, como “la
encarnación misma del hombre de pie; del hombre de pie contra todo poder o vestigio de poder totalitario u opresivo; del hombre de pie libre y responsable”, le respondió emocionado, citando a Mounier, que “una vida no está frustrada cuando lleva
consigo un gran testimonio". Era el “papa del federalismo global”.
Sin lugar a dudas un “hombre ―había escrito el historiador Bernard Voyenne― sin cuya vigilancia,
sin su negativa a hacer concesiones y sin su irresistible palabra, la primera etapa de
la construcción europea no habría tenido ni el empuje, ni el rigor que hemos conocido”. El impenitente autocrítico, el intelectual que vivía lo que decía y lo que pensaba. El hombre insobornable, parafraseando a Bernanos, “que se da o rehúsa, pero
que no se presta jamás", seguía manejando su inteligencia-espada a tajos y estocadas sin cesar de batirse en pro de las grandes y de las pequeñas causas, convirtiendo
en actos hasta la más minúscula apostilla salida de su boca o de su pluma. Actos que
incitaban a una acción siempre conflictiva que, y esto debe resaltarse, no concebía
más que en la fraternidad.
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Cuánta razón tenían aquellos viejos luchadores, aquellos personajes incómodos
y mordaces. Por eso Álvaro, uno más de los centenares de universitarios que habían
pasado por aquella meca suiza del federalismo, era plenamente consciente de que su
lucha, centrada ahora en un minúsculo país africano perdido entre la selva y el océano, tenía sentido. Era parte indisoluble del viejo combate global del federalismo revolucionario siempre en pro del hombre, ser libre y responsable. Un federalismo que
desbordaba el angosto campo de la organización político-territorial del Estado para
alzarse como un principio universal de organización de las relaciones entre los individuos y los grupos. Un federalismo de nuevo cuño, inspirado tanto en el socialismo
libertario de Proudhon y Bakunin, como en la corriente personalista que animaran
Emmanuel Mounier, Alexandre Marc, Arnaud Dandieu, Robert Aron, Denis de Rougemont y Daniel Rops a comienzos de los años treinta. Una filosofía que debía
principalmente a Marc su concreción en el llamado federalismo integral, global o revolucionario.
Alejado momentáneamente del diario ajetreo europeísta que tan obsesivamente le había ocupado hasta aterrizar en África, feliz por su rencuentro con Thérèse
y seguro de sí mismo ante una fastuosa Nicole que volvía a recuperar, se emocionó
al brindarles en silencio, allí, en el Parque de Mon Repos, su nuevo combate, un combate federalista, por supuesto, al grupo de intelectuales honestos y clarividentes que
con sus ideas y sus testimonios personales tanto habían influido en su vida. De “La
Europa como posibilidad”,
sobre la que escribía Rougemont a comienzos de los
60, a la Europa como pretexto. ¿O qué era, a fin de cuentas, la idea de Europa que
ellos le habían trasmitido, sino un buen pretexto para ensayar entre gentes pretendidamente civilizadas formas innovadoras de convivencia interdependiente, compatibles con el futuro común de progreso y libertad de una sociedad sostenible y de
responsabilidad global, compartida por todos los conciudadanos del viejo navío espacial Tierra?
Por eso estaba allí. A sus cuarenta años, pleno de energía, podía ufanarse de
ser un federalista revolucionario. ¿O no era cierto que al redactar su informe al Congreso de los Diputados denunciando al Estado español; al entrevistarse con Obiang
desafiando la sacrosanta razón de Estado; al promover Control Norte-Sur; al diseñar
y tratar de llevar a la práctica su proyectado Pacto de Madrid para la Democracia y el
Autodesarrollo en Guinea Ecuatorial, estaba ejerciendo el derecho y el deber de ecociudadanía inherente a ese espacio inédito que, más allá del Estado-nación, exploraba la incipiente construcción europea?
Se había hecho tarde y Obama les aguardaba. Poco antes de aparcar en el
Palacio de Naciones sonó el teléfono del coche. Álvaro se sobresaltó y tuvo que ser
Nicole la que lo descolgase y le pasase la llamada. Él aún no estaba habituado a ese
tipo de dispositivos, entonces tan exclusivos.
―Diga…
―Soy Thérèse ¿cómo estás?
―Bien, muy bien ¡Qué sorpresa!
―Te he llamado al hotel y te he dejado un mensaje. Luego caí en la cuenta
que podía llamarte al coche y he acertado. Quería confirmarte que mañana a las siete
pasaremos a recogerte.
―Puedo acercarme a vuestra casa.
―No te preocupes, que todo está organizado. Jaled te ha reservado una habitación en el Crillon. Espero que la elección te agrade.
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―Por supuesto, muchas gracias. ―Pensó que se podría haber alojado en cualquier sitio, pero omitió el comentario y valoró el detalle de que le invitasen a ese lujoso hotel en el que acababa entrevistarse con el presidente Obiang.
―Allí almorzaremos con Élise. La reunión con el comisario será a las seis y media en la casa que mi madre conserva en París. Hace tanto tiempo que mi hermana
quiere conocerte… Hasta mañana.
―De acuerdo Thérèse, os espero a las siete. ―Todo fue rápido y algo frío,
pero era mejor así. ¿Qué habría hecho con Nicole, pensó, si ella le hubiese propuesto
quedar esa tarde? Vivamos el presente, se dijo, que realmente no puede ser mejor—.
El desparpajo de Nicole aligeró el paso por los controles del Palacio de Naciones y pronto estuvieron en la cafetería. Ella, con paso decidido, avanzó al encuentro
del ecuatoguineano exilado.
Melchor Obama era algo mayor que Álvaro. Había nacido en 1945 en la
pequeña población de Ku-kumankok, en el centro de la región continental de Guinea
Ecuatorial. Denominación que, como él mismo le había explicado en una ocasión, es
una onomatopeya fang ―Kukum reproduce el ruido que hace un tronco hueco al ser
golpeado repetidamente; nkok significa tronco caído― debida al sonido que hacían
los caminantes al pisar sobre el pequeño puente de acceso al poblado construido con
un gran árbol hueco. En 1967, año en que finalizó en Toledo los estudios de Magisterio, iniciados en la Escuela Normal de Santa Isabel, se matriculó en la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad Complutense de Madrid. Viejo opositor al dictador
Macías, había sido miembro fundador de la Alianza Nacional de Restauración Democrática (ANRD). En 1973 se trasladó a Ginebra y, desde el 76, participaba en los
trabajos de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Hacía tiempo que era
miembro de la Sociedad Suiza de Estudios Africanos y daba clases en el Instituto
Universitario de Estudios del Desarrollo. Actualmente, trabajaba en Ginebra para el
Movimiento Internacional para la Unión Fraternal entre las Razas y los Pueblos. Se
mantenían en contacto desde que Álvaro, a principio de los ochenta, comenzó a
interesarse por los asuntos guineanos. Y fue quien sugirió la entrevista al príncipe
Jaled Al-Saud.
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EGOMBEGOMBE
Corría el mes de julio de 1977 cuándo, tras un largo y accidentado viaje por la
selva, llegó nerviosa, sudorosa y fatigada al Aeropuerto León M'ba de Libreville.
―¿Es usted la hermana Élise? ―le preguntó en francés un chico negro muy joven que vestía una camisa y un pantalón blanco impolutos.
―Sí ¿qué deseas?
―Buenas tardes hermana, el patrón me ha ordenado que la acompañe a
Egombegombe. Este mensaje es para usted.
―¡Qué! ―La monja recogió el sobre que le tendía el boy y extrajo la flamante
tarjeta de visita de la Dra. Danielle d’Alesme. Médecin. Château Muret. Pauillac.
Élise, son las dos de la tarde. Supongo que habrás tenido algún incidente
en el viaje. El Sr. Duclos, mi vecino de asiento y, ¡qué casualidad!, viejo
amigo de papá, ha insistido en que te espere en su casa. Lo ha dispuesto todo para que te entreguen mi tarjeta y te acompañen a su residencia. Apresúrate hermanita que tengo muchas ganas de verte. Un beso.
Repuesta de la sorpresa, y algo más tranquila al saber que su hermana no había tenido que aguardarla tanto tiempo sola, quiso saber dónde se encontraba Egombegombe.
―En la playa, cerca de aquí. ¿Y su coche?
―Averiado. Lo he tenido que dejar a más de cien kilómetros.
―Sólo tardaremos diez minutos. ―El boy cogió su bolsa de viaje y caminó hacia la salida.
―¿Cómo te llamas?
―Mondito.
—¿De dónde eres?
—De Port Gentil.
―¿Quién es el Sr. Duclos? ¿Es francés? ¿A qué se dedica?
Élise, en el corto trayecto hasta su nuevo destino, sintiendo en su tenso rostro
la caricia de la brisa marina, supo que el anfitrión de su hermana era un próspero
maderero francés fanático de los barcos ―viejo, alto y rico, precisó el boy― que vivía
a caballo entre Tánger y Libreville.
Situada entre la carretera que recorre los escasos doce kilómetros que dista el
aeropuerto de la capital y la playa, Egombegombe era una llamativa mansión con un
extenso, frondoso y cuidado jardín que debía su nombre a esos árboles de gran tamaño, de la familia de las combretáceas, con largas ramas escalonadas de amplias
hojas elípticas, verdes o rojas, según la época, extendidas horizontalmente a modo
de gran paraguas. Cuatro galerías abiertas, pobladas de enmarañadas enredaderas
de flores multicolores, comunicaban cinco hexágonos irregulares que conformaban un
llamativo conjunto semicircular que sugería una plena cimbra de hormigón y teja
árabe que tratase de contener el formidable empuje de la selva sobre el mar. El inmueble de mayor elevación y amplitud lucía una cubierta airosa y discontinua plagada de claraboyas que destellaban al sol de aquel bello atardecer africano.
Mondito detuvo el vehículo frente al porche del gigantesco hexágono, a la sombra del mayor de los egombegombes. Élise, cada vez más intrigada por tan original
alarde arquitectónico, fue recibida por la sumisa y sonriente reverencia de un mayordomo negro que, cuando ella puso perdido de barro el pulcro y espacioso recibidor,
se tornó ―como Wilkie Collins, escribiese de aquel cochero visiblemente irritado en
La dama de blanco― en ese “enfurruñamiento intachablemente respetuoso que sólo
se da entre los criados ingleses”. Y, por supuesto, no accedió a franquearle el paso
hasta asegurarse de que la monja había restregado a conciencia sus ligeras botas en
la gran esterilla que se interponía entre ambos. Sólo entonces pudo acceder a una luminosa estancia de enormes ventanales corredizos que, abiertos de par en par, invitaban al inmenso Atlántico a penetrar en el salón o, a bordo del barco, ¡sorpresa!,
que albergaba, éste se adentrase en el océano. Y es que el imaginario temporal que
de esa guisa lo varó había respetado la quilla, el codaste, las hélices y la pala del timón. El costado visible, el de estribor, había sido transformado en una insólita estantería en la que destacaba el bronce reluciente de los portillos: dos grandes y ovoides,
en la amura; dos pequeños y circulares, en el través. Desde el espejo recto de la popa hasta la proa lanzada y desde el trancanil hasta el inicio del pantoque, varios miles de volúmenes, multitud de objetos, fotografías y pequeños grabados, se alojaban
entre las cuadernas, ahora descubiertas, de una insólita carena sólo interrumpida por
una abertura practicada en la aleta, a ras del piso, que daba paso al camarote de
popa sin necesidad de escalar la cubierta.
Élise que, superados los primeros instantes de incredulidad, caminaba decidida
hacia la proa para, rodeándola, descubrir el resto de la pieza oculta por la embarcación, se sintió feliz cuando divisó por debajo de la roda a su hermana que tomaba
plácidamente el sol en el verde jardín de esbeltos cocoteros y suaves ondulaciones
que descendía hacia la playa. Tras dar un traspié en los peldaños en curva, dispuestos para superar el desnivel del salón, anduvo por la impoluta tarima de teca. Sabedora, como arquitecta, que la adecuada valoración del espectáculo que dejaba a su
espalda requería cierta perspectiva, avanzó algunos metros antes de girarse a contemplarlo. Y lo hizo recostándose en uno de los sofaes de piel emplazados en torno a
una mesa cuadrada, con tapa de vidrio biselado, que se sustentaba en una base de
anclas dispuestas al efecto. La marinera y estilizada nave, de setenta pies de eslora,
en cuyos mástiles simulaba descansar la gallarda y luminosa techumbre, estaba atracada por babor a esa especie de simulacro de pantalán en qué consistía aquella zona
del gran aposento. Diríase que por la borda de babor, con aquellos elegantes pasamanos; los relucientes candeleros, portillos, ojos de buey, escotillas, bitas, cornamusas, guías y gateras de bronce y todos los pertrechos arranchados, daba la impresión de que la nave estaba presta a zarpar.
―¿Qué le parece, hermana?
El tipo que acababa de aparecer en escena en diminuto traje de baño azul observó complacido el rostro, atónito y pronto turbado, de la desprevenida monja. Aunque su largo cabello y su poblada barba peinaban canas, no era ni mucho menos
―pensó Élise― el viejo anunciado por el boy. Era alto, corpulento y bien parecido.
Nada que ver con Klapp, el emperador de Xulan, de La mujer de agua, de Carmen
Rigalt, que "al erguirse, mostraba el peso del tiempo en sus espaldas”. Más bien se
podría afirmar, parafraseando a Emily Brontë en Cumbres borrascosas, que era como
el Sr. Heathcliff “algo descuidado en su aliño, pero su natural descuido no le sentaba
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mal porque su figura es erguida y resulta elegante, pese a la impresión de aspereza
que da”. Por lo demás, aquel hombre de tez curtida y minúsculos ojos azules, estaba
convencido del efecto que aquel salón y, por supuesto, su propia e inesperada aparición producían inevitablemente en cualquier mujer.
―Lo he conservado durante muchos años. A mediados de los sesenta adquirí
este terreno y, poco después, navegué en solitario desde Tánger. Lo varé en la playa
y lo arrastramos hasta este emplazamiento sobre unos parales untados con sebo.
Luego construí todo esto. Sé que es usted arquitecta, así que confío en que apruebe
esta modesta obra de aficionados. Se han retirado los motores que, en caso de necesidad, se usan como generadores eléctricos; se ha transformado en camarote la sala
de máquinas y en anaqueles el costado de estribor. El resto permanece igual que
cuando navegaba. Soy Dominique Duclos, un peligroso loco que no sólo ha raptado a
Danielle, sino que ahora, prendado de sus ojos verdes, deseo ―deliberado el uso del
verbo; calculada la insinuante pausa― raptarla también a usted y —añadió con la
soltura que proporciona la experiencia de un hombre de mundo— no piense ni por
asomo que lo podrá evitar. Me ha encantado conocerla, Élise. ¿Puedo llamarla así? Sé
que es una mujer de Dios, pero tan joven, tan guapa y con todas esas virtudes de las
que su padre estaba orgulloso y su hermana no se ha cansado de repetir, comprenda
mi reacción.
―Gracias por atender a mi hermana, Sr. Duclos. Ha sido muy amable. Su casa
y su barco son espectaculares y me encantan, pero lo cierto es que su rapto ―firme,
tratando de amagar cierta dureza en su expresión― acaba aquí. Danielle y yo debemos partir hacia el interior antes de que anochezca. Localíceme un taxi de confianza,
por favor.
Élise, sorprendida y turbada por tan soberbia estancia y, no menos, por el proceder del tan locuaz, gigantesco y semidesnudo personaje que acababa de irrumpir
en su vida, reaccionó ante el lance con nulo sentido del humor. Sea por temor a que
se notase que, por un instante, le había atraído el confort, lujo y buen gusto que
aquel ambiente destilaba; sea por considerar su deber de religiosa cortar de raíz
cualquier atisbo de coqueteo mundano, optó por parecer fría y distante, casi arisca,
pero sólo logró que el encantador tremor de su sonrisa la delatase aún más. En realidad había sobrevenido una repentina y mutua sensación de bienestar, acrecentada
por el inesperado recuerdo del padre que, ni por asomo, ella alcanzó a descifrar.
―Élise, Élise... ¿No es precioso? ¿No es África un lugar maravilloso?
Danielle, la más pequeña de las hijas de Marcel d’Alesme y de Isabelle Ducru,
con su expresiva cara de niña bien y su piel rubicunda, apenas curtida por el sol,
ufana de haber finalizado su carrera de Medicina y visiblemente feliz por estar realizando su sueño dorado de viajar al continente negro, ya corría descalza entre los cocoteros del jardín para fundirse en un interminable abrazo con su hermana predilecta. Duclos observó la entrañable escena rendido ante aquella encantadora monja que
acababa de irrumpir en su vida como un verdadero ciclón.
―Bajemos a la playa. El agua está caliente como nunca ha estado en nuestra
playa de Soulac-sur-Mer. Te dejaré un bañador para que te refresques tras tu largo
viaje por la selva. Espéranos en la playa, Dominique. ―Y sin hacer el menor caso a
sus protestas, la arrastró hacia la galería que conducía al hexágono que el anfitrión
había puesto a su disposición.
Antes de regresar a la playa Dominique ordenó al mayordomo que le proporcionase a Élise un albornoz. Bebió un vaso de agua fría y, cosa que sólo hacía cuando
estaba de excelente humor, acarició a Ambolo a través de los barrotes dorados de su
jaula. El joven loro gris de cola roja, haciendo gala de la habitual locuacidad de la
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especie, saludó emitiendo una retahíla de palabras inconexas y un agudo silbido de
admiración, que continuó repitiendo cuando su interlocutor se alejó para lanzarse como un chaval por encima de la espumosa rompiente. Nadó mar adentro batiendo las
olas con el enérgico impulso con que solía imitar a su padre cuando afrontaban juntos las impresionantes olas de la Playa de Berria en aquellos inolvidables veranos
santanderinos de su adolescencia. Ese pulso al océano, ese cara a cara al mar, le
estimulaba tanto que recurría a él cuando necesitaba tensar el muelle interno de su
ego: ora, para sobreponerse a aquella enfermiza soledad; ora, para destilar sus más
nobles y románticos sentimientos. O por ambos motivos, como le acontecía ahora
mientras aguardaba impaciente que ella pisase la fina arena blanca de su playa. Y es
que hacía demasiado tiempo que la vida no le deparaba una jornada tan estimulante:
aquella larga noche, compartida en el vuelo de Air France con una encantadora mujercita llena de ilusiones sin cuento que manaban a borbotones de su ingenua generosidad; el inusual resurgir del sentimiento paternal frustrado que le hizo velar solícitamente su sueño cuando ella, agotada, se rindió con naturalidad en el hombro del
amigo de su padre muerto; la intensa curiosidad, ¿anhelo?, de encontrarse con la admirada hija monja de su viejo amigo Marcel; el hechizo irresistible de una sensación
que ya le había atrapado para siempre…
Dominique Duclos había nacido en Tánger en 1925, donde vivió hasta que su
padre, miembro de una adinerada familia de armadores franceses, se hizo cargo, tras
la II Guerra Mundial, de la oficina de la naviera en Santander. Marino mercante de
profesión, había navegado por medio mundo hasta que, fallecido aquel, se vio al
frente de una flota dedicada, entre otras actividades, al flete de maderas tropicales.
Eso acaeció en febrero de 1957, "en ese mismo febrero en que Brigitte Bardot llevó
su escote hasta un límite inverosímil en el carnaval de Múnich y el primer ministro
francés, señor Guy Mollet, atravesó el Atlántico para reconciliar a su país con los Estados Unidos después del descalabro de Suez…", como nos recordó Gabriel García
Márquez en aquella crónica que tituló "El año más famoso del mundo".
Su decisión de invertir parte de la fortuna heredada en la extracción de madera
le obligaba a vivir la mayor parte del tiempo en Gabón, aunque solía pasar breves
temporadas en el viejo palacete construido por su padre en las afueras de Tánger. El
patio de la empresa maderera estaba en Oyem, población a la que se desplazaba en
avioneta, cosa que le satisfacía especialmente, ya que le permitía disfrutar de su otra
gran afición: volar.
A pesar de la grata velada de la víspera y del cálido desayuno tropical en el
jardín no le habría resultado fácil a Dominique Duclos continuar reteniendo a Élise sin
el concurso de Danielle a quien la propuesta de un paseo por las nubes le pareció una
aventura tan insólita como fascinante.
―No seas impaciente hermanita. Podrás descansar y no te vendrá mal brocearte un poquito, comer bien y soñar.
—Y, si lo desea, hacer sus oraciones en la pequeña capilla de Egombegombe.
—¿Tiene una capilla aquí?
—En el panteón en el que descansan los restos de mi padre.
―¿Y el coche? Debo recuperarlo. Lo necesitan en la misión. Hay mucho que
hacer y las hermanas nos esperan. ―Élise hizo el comentario a sabiendas de que Dominique, resuelto a impedir que se fuesen, daría una respuesta convincente.
―Ya me he encargado yo. Mi personal ha ido a recogerlo y lo llevarán a la misión. También he dado instrucciones para que avisen a las monjas y pongan uno de
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los vehículos de la maderera a su disposición. Además os llevaré a Oyem en la
avioneta. Ese plan os proporciona varios días de margen que podríais aprovechar
para descansar y acompañar a este viejo solitario.
―Élise ¿cuidar a los ancianos no es una obra de caridad? ―preguntó Danielle
haciendo un guiño a Dominique.
―No a este tipo de ancianos, pero puede que lo sea asistir a los solitarios.
―¿Y quién te ha dicho que yo me siento solo? ―Por fin se decidió a tutearla.
―¿No estás sólo, Dominique? ―La pregunta le agradó. Ella también lo había
hecho y, por primera vez, parecía interesarse por él.
―Una cosa es vivir solo y otra sentirse solo. Soy un solitario empedernido, pero para ser más feliz, si es lo que quieres decir, no necesito convivir con alguien. Ya
lo soy a mi modo.
―Si tú lo dices será así, pero a mí no me gusta la soledad. Necesito estar con
gente, trabajar para la gente, vivir en comunidad con mis hermanas y con Dios. Por
eso soy misionera y vivo feliz en África. De no ser así me habría casado y tendría siete u ocho hijos.
―¿Tanto te gustan los niños?
―Le encantan ―terció Danielle―. Cuando éramos pequeñas me decía que deberíamos ser arquitectas y construir una gran casa de muñecas para vivir y jugar con
todos nuestros hijos. Dominique, hermanita, ¡vámonos al aeropuerto!
La avioneta del maderero despegó y viró al suroeste para sorprender a sus invitadas. Y es que a mil pies de altura, Egombegombe, con los mástiles en los que ondeaban las banderas francesa y gabonesa, los edificios hexagonales y los figurativos
arriates, parecía representar con inusitado arte la descomunal silueta de un ancla
semienterrada en la playa que únicamente descubría una porción de su caña y uno
sólo de sus brazos. Éste, con su mapa, su uña y su pico de papagayo; aquella, con su
cepo enhiesto, el arganeo y un grillete que entalingaba una breve cadena de gigantescos eslabones que desaparecía en la orilla en pos de una gigantesca nave sumergida. Desde allí, ahora rumbo norte, la avioneta voló casi rasante sobre la línea
de costa, ascendió a la altura de Cocobeach, atravesó el estuario del Muni y se aproximó a Punta Yeke.
―No nos conviene mantener este rumbo pues Macías tiene prohibido sobrevolar el espacio aéreo de Guinea Ecuatorial. Daré la vuelta y ascenderé para que tengáis una amplia perspectiva de las Elobeyes.
Elobey Grande y Elobey Chico, conocidas también como las islas de los Mosquitos, son dos islotes emplazados a unas cuatro millas y media frente al delta del
Muni, entre Punta Yeke y Cocobeach. Se encuentran separados por un canal navegable que apenas alcanza una milla y tiene diez metros de profundidad máxima.
Elobey Chico no mide más de 0’2 km2, es llano y no supera los cinco metros de altura. Carece de manantiales y cauces de agua y ha permanecido deshabitado salvo
durante cortos periodos en la segunda parte del siglo XIX. Como cuenta José Manuel
Novoa en Guinea Ecuatorial: historia, costumbres y tradiciones,
el viajero americano Du Chaillú, que viajó por esas tierras entre 1836 y 1859, se refiere a Elobey
Chico como a una isla deshabitada donde los comerciantes europeos construyeron un
almacén de palo rojo en el lugar más cercano a donde fondeaban los barcos. En 1843
y 1845 fue explorado respectivamente por Don Juan José de Lerena y Barry, Comi-
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sario regio de aquellos territorios, y por el capitán de fragata Don Nicolás de Manterola. Posteriormente, el Gobierno español instaló en la isla un pequeño destacamento
de guardias coloniales que se suprimiría en 1875, año en el que el explorador Manuel
de Iradier instaló su base en el pequeño islote, alojándose en la llamada "Casa del
Gobierno", residencia hasta entonces del destacamento español. El edificio no era
más que una choza aislada del suelo por unos postes que tenía una galería en su fachada y tres departamentos en el interior. Por su enclave en la desembocadura del
estuario del Muni constituyó un punto estratégico para el comercio y para el control
de los buques que navegaban por estas aguas, siendo habitado por comerciantes de
diversas procedencias: ingleses, portugueses, holandeses... En agosto de 1886, los
Padres Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María levantaron la misión de
Elobey Chico que consistió en una casa, una capilla y un colegio, hasta que inauguraron una nueva iglesia más alta y un muelle de piedra para el servicio de la misión,
con grúa y vía férrea, en 1897.
Elobey Grande alcanza en torno a los 2 km2. Está rodeado de bancales de arena y cubierto de vegetación, abundando las palmeras, el palo rojo, las plantas cauchíferas y el bambú. Es llano, aunque el cerro Edumugenya se eleva unos ochenta
metros. Su historia está íntimamente ligada a la de Elobey Chico, pero a diferencia
de éste último, Elobey Grande ha estado poblado desde antiguo. En 1856, Du Chaillú
lo encontró gobernado por el Rey Mpapay, aunque sus precisiones sobre él y sobre el
número de habitantes son de todo punto exageradas, pues cuenta que había alrededor de 4.250, cuando el censo practicado en 1900 arroja una cifra de 109. Tras el
mandato de Macías, en 1979, sólo quedaban 29 habitantes, reunidos en dos poblados. La mayoría eran corisqueños, aunque antaño la principal población la constituían
los evikos.
Esa límpida mañana de julio las aguas del impresionante estuario del Muni, de
más de 25 kilómetros de longitud y 3 de anchura en algunas zonas, procedentes de
los ríos Congüe, Utongo, Bañe y Utamboni o Mitemele, teñían de un tono oscuro, fangoso, un mar azul impoluto, apenas salpicado por algunos cayucos y algunos grandes
troncos a la deriva.
―No os asustéis, voy a hacer un vuelo rasante sobre el canal que discurre entre
los islotes antes de tomar altura para dirigirnos hacia el suroeste, rumbo a Mandyi.
―¿Qué es Mandyi? ―pregunto Danielle, visiblemente excitada por la espectacularidad del paisaje.
―La denominación en benga de uno de los lugares más bellos de esta región:
una isla de Guinea Ecuatorial bautizada por los portugueses Corisco, que significa relámpago, por la espectacularidad del aparato eléctrico de sus tormentas. Mandyi es
como se llama en benga un árbol ―clorophora exelsa― al que los españoles llaman
morera y que, prácticamente, ha desaparecido de la isla. ―Su condición de maderero
le había hecho familiarizarse con la flora de la región y, de hecho, se había convertido
en un notable experto.
La Isla de Corisco
tiene 15 km2. Dista 16 millas del estuario del Muni. Sus
costas son bajas y de arena tan blanca que se cuenta que los corisqueños la mezclaban con la sal de la que antaño se aprovisionaban los barcos. Crecen altos y curvados cocoteros que se pueblan de murciélagos al atardecer y en sus playas varan
grandes troncos
arrastrados por la corriente. En el sur hay algunas rocas y la
costa se eleva unas docenas de metros. Rodeada de bancos de arena y piedra resulta
difícil la navegación, pudiendo arribar sólo pequeñas embarcaciones. Algunos de estos bancos emergen en forma de islotes, como Leva, Banyo, Mbañe, Kuba, Hoko. En
1875 Iradier contó hasta 19 arroyos. En la época de lluvias se forman pequeñas lagunas de no más de tres metros de profundidad. En 1830 se inició la tala de su selva
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tropical para proveer de madera a los buques que arribaban a sus costas, así como
para ampliar los cultivos, sustituyéndose ésta por el bicoro o bosque secundario. No
obstante, el palo rojo, el ojombo, el ucoña y el bojombo, siguen estando presentes. A
partir del siglo XV los portugueses convirtieron la isla en depósito de esclavos y los
bengas, que asimilaron pronto las técnicas y los modos de vida europeos, hicieron de
intermediarios. La belleza de sus mujeres unido a la elevada proporción de población
mestiza evoca los viejos tiempos en que era conocida por "isla del amor".
―Es un lugar maravilloso. Élise, Dominique, ¡es como un mundo en miniatura!
Tiene playas, lagunas, arroyos y pequeñas montañas. Cuando cambie la situación política en Guinea me vendré a vivir aquí y construiré un hospital.
―¿Están habitadas estas islas? ―inquirió Élise, absorta ante los distintos planos divisados desde la avioneta.
―En las Elobeyes no vive prácticamente nadie y aquí no más de 200 personas.
―No es mucha clientela para comenzar, pero puede tener un gran futuro turístico. Pensaré seriamente lo del hospital. ¿Me ayudarías Dominique?
―No faltaba más. El problema es el petróleo. Parece que puede haber mucho
en la zona. De hecho, hay un acuerdo entre Guinea y Gabón para la explotación por
este país del yacimiento que se encuentra en aquel islote.
Dominique continúo hablando mientras hacía descender unos grados el morro
para que sus invitadas pudiesen divisar el islote de Bañe o “isla de las ratas”. En él,
pilotar, hablar y sentir con intensidad el paso de la vida configuraba una misma y
apasionante acción. Y aunque ambas hermanas parecían embelesadas por el inédito
espectáculo, Élise, como Caroline, en El brazo maldito, de Thomas Hardy, aunque
“fingía estar absorta con el murmullo de la corriente que pasaba bajo los arcos, en
realidad estaba escuchándole, y él lo sabía".
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EL COMISARIO
A la hora fijada el matrimonio Al-Saud recogió a Álvaro en La Reserve y el Jaguar azul, guiado por Thérèse, se encaminó hacia la carretera de Lyon. Jaled se sentó delante y él detrás. Héctor, el chofer colombiano, viajaba en el vehículo de los escoltas. En el área de servicio de Villefranche-sur-Saône el príncipe se puso al volante
y, a la altura de Evry, cambiaron de coche. El Mercedes negro blindado, ahora con
Thérèse y Jaled acomodados en el asiento trasero y Álvaro junto al conductor, se
internó en la gran ciudad camino del Hotel de Crillon.
Cuando las gemelas se abrazaron efusivamente en el lujoso salón Luis XV nadie hubiese supuesto que una de aquellas elegantes señoras había sido monja y,
menos aún, adivinado cual. Las dos tenían el porte distinguido de los Ducru, pero a
pesar de ser de la misma estatura, el cabello recogido hacía que la doctora pareciese
algo más espigada. Sus ojos, verdes y vivaces, eran idénticos. Sin embargo, ni el discreto maquillaje de Élise ocultaba su cansancio; ni la alegría del encuentro con su
hermana, el halo de aflicción que le impedía contener las lágrimas. La blusa beis y el
pantalón gris marengo se ajustaban con estudiada precisión a un talle esbelto que a
Álvaro le resultó muy sensual. Ya, porque cuando ella, obsequiosa, le tendió la mano,
la fina seda desnudase el atributo turgente de uno de sus senos; ya, por el glamur
del exquisito marco del hotel parisino que propiciaba la súbita y rotunda ruptura del
estereotipo de la religiosa imaginada, lo cierto es que la intensa ráfaga de sensualidad le turbó casi tanto como lo hiciera otra monja, Arantxa de Ordier, en el aeropuerto de Bata años atrás. Y ello a pesar de que Álvaro la percibió excesivamente
distante, tal vez por la frialdad que desprende el uso formal del vous francés a quien
está habituado al cálido tuteo español. A él, a diferencia de Andrés, el padre de Carlos, el protagonista de En el sabor del tiempo,
de Feliciano Páez-Camino, no le
desagradaba la generalización de su uso.
Durante el delicioso almuerzo, servido en uno de los selectos restaurantes del
Crillon ―Jaled prefirió la sobria elegancia de las vidrieras de Baccarat y la policromía
de los cambiantes mármoles de Les Ambassadeurs a las clásicas arañas de Murano
que penden del artesonado veneciano de L'Obelisque― se habló, sobre todo, de
África. El príncipe, más dicharachero de lo habitual, refirió algunas anécdotas de la
época en que solía viajar, en representación de su padre, a los principales países africanos productores de petróleo, sobre todo a Nigeria y a Gabón. Se entretuvo narrando con humor las peripecias de su viaje por la infernal carretera de Libreville a Oyem,
para visitar a Élise y recoger a su cuñada Danielle, que había pasado el verano ayudando a las monjas en el pequeño dispensario de la misión. Thérèse que, por una u
otra razón, no había llegado a pisar el continente africano, dejó claro que no lo lamentaba. Álvaro, por su parte, aprovechó la ocasión para dar algunos detalles de la
entrevista mantenida allí con el presidente Obiang y sobre su experiencia como director del programa universitario español en Guinea. Élise, muy abatida, habría concluido el almuerzo en silencio de no haber sido para cortar, acharada, la alusión de
Jaled a que debía haber seguido viviendo con Dominique. Los comensales obviaron el
asunto de la pequeña Ágata que, tácitamente, quedó aplazado hasta la reunión con
el comisario.
Álvaro apenas tardó diez minutos en llegar a la residencia de los d’Alesme. A
las seis y cuarto un portero uniformado, tras franquear el acceso del vehículo a un
patio interior, le acompañó al ascensor donde un señor, ya bien entrado en los sesenta, aguardaba con la puerta abierta insistiendo cortésmente en cederle el paso.
―¿A qué piso va usted?
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―Al cuarto, por favor.
―¿Profesor Díaz-Cueto?
―¿Comisario Durand?
―Encantado de conocerle, profesor.
―Igualmente, señor comisario.
―Permítame que aproveche la oportunidad para decirle que sólo le haré algunas preguntas generales en presencia de la familia, pero necesito que hablemos a
solas. Cómo no regresa a Madrid hasta mañana por la tarde ¿le parece bien que nos
veamos a las diez horas en su hotel?
―Por supuesto.
―Pues le aguardaré en el vestíbulo. —Le extrañó que supiese dónde se alojaba
y sus planes de regreso, pero no le dio mayor importancia.
Fue el propio Jaled quien abrió la puerta y les condujo a un espacioso salón
rectangular de cálida, crujiente y encerada tarima, que disponía de cuatro grandes
ventanales orientados a la Avenue de l'Opera y de una suntuosa chimenea.
―Señores veo que ya se han presentado. Pónganse cómodos. Aviso a las
damas y les ofrezco un aperitivo.
Ni Álvaro ni el comisario, arrellanados en un cómodo sofá de piel, acertaban a
devolver sus miradas atónitas a las amenazantes fauces que colmaban las paredes.
La estancia, que antaño había sido el santuario del malogrado cazador Marcel d’Alesme, resultaba inquietante y sobrecogedora. El impacto de tantos y tan variados trofeos de caza era tal que al propio comisario Durand, bien apegado a tan ancestral
menester; y, no digamos, a Álvaro, ajeno a tan superflua y salvaje afición, les impidió durante un buen rato concentrarse en el penoso asunto que les había reunido en
aquella exótica e inquietante selva parisina.
Gaston Durand había nacido en Argel. Era alto y delgado y tenía el cabello y el
bigote canos. Su actividad profesional se había desarrollado en África. La mayor parte dedicado a tareas de formación de los cuerpos de seguridad de las nuevas repúblicas independizadas de Francia. De joven, una década en diversos destinos argelinos. Luego, cuatro años en Senegal ―en Saint Louis y en Dakar―, otros tantos en
Camerún ―en Yaundé y en Douala― y los veinte últimos en la capital de Gabón.
Disponía de un brillante currículum profesional y, desde su reciente regreso de África,
disfrutaba del premio final: un puesto de confianza en el entorno del ministro del
Interior. Estaba casado con la hija de un médico portugués, oriundo del Alentejo, a la
que conoció durante una breve misión en Luanda. Habían transcurrido cuatro semanas
desde la extraña desaparición de la niña y continuaba manteniendo a pie juntillas que
su estrategia de silencio absoluto era la mejor opción para recuperarla sana y salva.
―Profesor ¿considera probable la reapertura de la investigación sobre el crimen de Ebebiyin?
―Los guineanos no lo harán y dudo mucho que lo haga el Gobierno español
―respondió Álvaro categórico―. En todo caso habrá que esperar a que la comisión
parlamentaria presente sus conclusiones al pleno de la Cámara. Por ahora no parece
que el asunto haya despertado el más mínimo interés entre los diputados.
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—A excepción de sus amigos comunistas.
—¿Cómo lo sabe?
—Digamos que es mi trabajo. Sin embargo, el asesinato de la monja, como usted ha afirmado reiteradamente ―prosiguió el comisario―, está asociado a un grave
asunto de desviación de la ayuda alimenticia internacional, con presunta participación
de empresarios y funcionarios españoles.
―¿Por qué crees que no lo harán? ―A Álvaro le agradó que Élise comenzase a
tutearle.
―El vergonzoso espectáculo del fracaso de la cooperación española en Guinea
y la evidente corrupción ha provocado el habitual rifirrafe entre los partidos políticos.
Considero, y me van a permitir que hable sin tapujos, que lo sucedido aquella noche
en la misión es sabido por ambas partes. La opinión pública sólo podría haber conocido la verdad si la Iglesia hubiese presionado al Gobierno español y no lo hizo. No nos
engañemos, todo lo relacionado con el asesinato de la hermana Llopart se silenció
con la complicidad de demasiadas instancias que acordaron pasar página. Es más,
me atrevería a decir ―y ya lo he comentado con Thérèse y Jaled― que no se llegó a
abrir ninguna investigación seria por parte del Gobierno ecuatoguineano y que la embajada española en Malabo, a pesar del compromiso público adquirido por Exteriores,
no insistió lo más mínimo.
―En aquella época estaba destinado en nuestra embajada en Libreville y me
consta ―afirmó con seguridad el comisario― que la policía guineana archivó el asunto inmediatamente. Eso sí, so pretexto de aclarar el crimen, represaliaron a un buen
número de opositores.
―El asunto ―añadió Álvaro―, era muy escabroso. Resultaba patente que el
móvil no había sido el robo y la hermana Llopart, ella que la conoció puede corroborarlo, era una persona muy respetada y querida en Guinea. ―Élise, con el pelo recogido y un jersey rosa de cuello vuelto, asintió en silencio a punto de que volviesen a
saltársele las lágrimas―. Mantengo la tesis, y así lo he hecho constar en el informe
que presenté al Parlamento, que el suceso tuvo una relación directa con la información que disponían las monjas sobre la creciente desviación de la ayuda alimenticia
internacional para su comercialización ilegal fuera del país. Y era voz pópuli que en
ese trajín, que tan pingües beneficios proporcionaba, estaban implicados personajes
guineanos muy influyentes. Con casi total seguridad el todopoderoso Mba Oñana,
pariente del dictador Macías y tío del presidente Obiang, que desempeñaba el cargo
de viceprimer ministro encargado de la defensa nacional.
―Y, no lo olvide, de la coordinación de la policía, al tiempo que se ocupaba de
una empresa de transportes. ―añadió el comisario― ¿Cómo se llamaba?
―Oficar ―indicó Álvaro con precisión de experto―. Mba Oñana era presidente
de Oficar Áfricana, S.A., la compañía que tenía el monopolio de los transportes urbanos en la ciudad de Bata y en la región continental. Por cierto una empresa que pertenecía a un español y que recientemente ha aparecido como una de las causantes
de la quiebra del Guinextebank.
―El desastroso banco guineano participado por el Banco Exterior de España
―apostilló Jaled haciendo gala de su buena información sobre los aspectos económico-financieros de las relaciones hispano-guineanas.
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―Así es. Volveremos sobre ese banco, una de las claves del nuevo fracaso de
España en Guinea, pero ahora, si me permites, no quisiera perder el hilo.
―Continúa, por favor.
―Destacaría que un tal teniente Eyi, que apareció en los medios de comunicación como responsable de los interrogatorios de decenas de sospechosos, entre comillas, del crimen en la comisaría de Bata, no era otro que el propio jefe de la policía
política, Eyi Mansuy Andeme, que era secretario de Estado y había sido un temido
torturador y asesino en la época de Macías. A buen entendedor pocas palabras bastan. —El comisario asintió.
―¿Y esos personajes que acabas de citar ―inquirió Élise― qué papel desempeñan en la actualidad?
―Como seguramente sabe el Sr. Durand, no corren buenos tiempos para Mba
Oñana que ha vuelto a ser condenado la semana pasada por su implicación en un
nuevo intento de golpe de Estado. Ya fue destituido en el verano del 86 y sentenciado a dos años de prisión que cumplió en su domicilio hasta que fue indultado no
hace mucho. Sin embargo, Eyi, que fue el denunciante, ascendió a viceprimer ministro y ahora se le considera el número dos.
―Entonces ¿en qué medida podría afectarles un hipotético interés español en
dilucidar el asesinato de la hermana Llopart o investigar la desviación de la ayuda alimenticia? —preguntó Jaled aceptando el pitillo que le ofrecía el comisario.
―En nada, ambos tienen un siniestro y extenso historial de crímenes sobre sus
espaldas. Además, en el supuesto más que improbable de que, a instancias de las
Cortes, el Gobierno se viese impelido a pedir una explicación a Obiang, inventarían
cualquier historia y, si fuese menester, culparían al primer desgraciado que se les pasase por la cabeza.
―En ese país todo es posible ―apostilló con conocimiento de causa el comisario―. Tengan presente que Guinea Ecuatorial es una de las dictaduras más corruptas del mundo.
―Y una dictadura, todo hay que decirlo, que también es respaldada por Francia. Y como botón de muestras valga el reciente comentario de la prensa gala…
―Álvaro abrió su cartera y extrajo el diario Le Monde del 20 de septiembre.― Aquí
está, leo: "Francia trata de desarrollar sus relaciones con la antigua colonia española,
a pesar de las numerosas violaciones de los derechos humanos”.
―Sr. Durand, parece que lo que acabamos de oír anula el nexo entre el informe y la desaparición. ¿En esas circunstancias —quiso saber Élise— quién iba a temer
que la pequeña Ágata pudiese aportar alguna pista sobre los asesinos de la hermana
Ana Llopart? Además…
―Que conste que no he querido hacer ningún reproche al trabajo del profesor,
pero lo relevante no es tanto que se reabra o no la investigación policial, como el que
pueda haber quiénes ante esa posibilidad y por las razones que fuere se sientan
amenazados.
―¿Cuándo se hizo público tu informe?
―A principios de este mes, Jaled.
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―Según mis notas... ―Durand pasó varias hojas del bloc que manejaba― el
diario El País informó del mismo en su edición, veamos..., lo tengo por aquí..., sí, en
efecto, del ocho de este mes, en una columna firmada por los periodistas Ana Camacho y Fernando Jáuregui...
―A Álvaro, que volvió a abrir su carpeta, ahora para
comprobar la fecha, le sorprendió que el comisario supiese que las iniciales A.C. y
F.J. que encabezaban la noticia correspondían a dichos periodistas.
―Exacto.
—Sin embargo, añadió Durand, usted venía haciendo declaraciones a la prensa
desde bastante antes.
―Así es. Aunque el registro de entrada en la secretaría del Congreso de los Diputados es del 22 de junio pasado, a finales de mayo intervine en Madrid en unas
jornadas organizadas por el Instituto de Cuestiones Internacionales en las que presenté un avance de dicho informe.
―¿Y aludiste a la necesidad de que se aclarase el crimen de Ebebiyin?
―Por supuesto, Jaled. Recuerdo que me animó a hacerlo el que se encontrase
en la sala el embajador de Marruecos. Como sabéis, el Rey Hassán proporciona a
Obiang un temido equipo de seguridad policial. También lo había mencionado en diversos programas de radio y de televisión. No obstante, mis declaraciones sólo han
adquirido difusión a raíz de la constitución de la comisión parlamentaria y de la gran
audiencia que me proporcionaron las diversas maniobras del partido socialista para
tratar de silenciar mis denuncias, en particular, el lamentable veto a mi comparecencia ante la comisión parlamentaria de investigación la semana pasada.
―He seguido ese incidente por la prensa española
cupación.
y de ahí mi actual preo-
―No le entiendo, Sr. Durand.
―Quiero decir que el eco que ha tenido su informe tras esas fallidas maniobras
del partido del Gobierno para que no informase en sede parlamentaria me han hecho
temer que el asunto del crimen de Ebebiyin pase a primer plano.
―¿Temer?
―Estoy convencido de que cuanto más riesgo haya de reabrir la investigación
sobre aquel incidente, más durará el secuestro de la pequeña Ágata. De ahí mi estrategia de ocultar el suceso a los medios de comunicación. Si éstos llegasen a relacionar la desaparición de una niña en Francia con el olvidado asesinato de la monja de
una Orden francesa en África estaríamos ante una bomba periodística de efectos imprevisibles para su vida. ―Esto lo dijo mirando directamente a Élise.
―Aún no ha sucedido.
―Por ahora, pero me preocupa que pueda suceder. La publicación de su entrevista del miércoles con el presidente Obiang y el hecho de que, tras ella, éste haya
suspendido su viaje a Madrid ha aumentado su notoriedad.
―Pero les acabo de decir —respondió Álvaro sorprendido de que el policía estuviese al corriente de tantos detalles— que los miembros de la comisión parlamentaria de investigación no parecen interesados en el asunto.
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―Pero ¿y usted, profesor? ―El comisario le miró fijamente—. Sé que es consciente de la utilidad que eso tendría para mantener viva su denuncia. Seguro que
tiene planes para atizar el fuego.
―Debo reconocer que pensaba mencionarlo en una rueda de prensa que tenía
previsto convocar a mi regreso a Madrid.
―¿Pensaba o piensa?
―Me lo estoy replanteando desde que conozco la noticia de la desaparición de
Ágata. Precisamente era algo que quería consultar con usted.
142
PARA ELISA
Si, como parece, su joven alumna austríaca Thérèse Malfatti fue la verdadera
inspiradora, allá por la primavera de 1810, de la bagatela para piano en la menor Para Elisa, que Beethoven dedicó a la soprano Elisabeth Röckel, la impresión de Tere es
que Élise d’Alesme lo había sido en gran parte de El francotirador. Lo supo cuando, al
día siguiente de su última noche de mar y de barcos, le habló de ella a bordo del Isla
de Corisco.
Aquel último sábado de mayo parecía un anticipo del verano. Acordaron dejar el
barco fondeado frente a Culatra y botar la zodiac para bañarse y tomar el sol en la
playa desierta de la isla. Tras aquel alud inesperado Tere se había levantado radiante.
Había dormido a pierna suelta y, por primera vez, no parecía tener la menor prisa.
―Teresa, nos vamos en cuanto te untes todas esas cremas. Hoy no me apetece compartirte con nadie.
―¿Compartirme?
―Con Paolo, el tipo de Nápoles al que tanto le gustaste.
―¿Eso te dijo?
―Y que hablabas muy bien italiano.
―¿Y te molesta?
―¿Qué hables italiano?
―No, que se sienta atraído por mí. Suelo gustar a los hombres y a mi padre le
incomoda muchísimo que me miren.
―Seguro que lo interpretas mal. Se sentirá orgulloso de tener por hija a una
mujer tan lucida, aunque le desagraden ciertas miradas o insinuaciones. Me pasaría
lo mismo.
A su edad ya sabía algo del mecanismo de los celos y estaba convencida de
que no era sincero. Puede que él tuviese razón al interpretar así ese sentimiento paterno, pero dudaba que pudiese aplicarlo a su fingido rol de padre postizo. Puede que
ella, imprudente, le hubiese dado una pista en Tánger cuando, ante su invitación en
la casba, le preguntó a bocajarro ¿contigo o contigo y con Aicha?, pero él lo había
hecho la víspera cuando Paolo los llevó en su bote al Isla de Corisco
y, ya en cubierta, al despedirle, asió su talle y la atrajo hacia sí posesivamente.
Con el rezón aseguraron la embarcación neumática en uno de los caños y se
dedicaron a coger berberechos. Cuando se hicieron con un buen puñado los dejaron a
remojo y se adentraron en la zona arenosa de la marisma evitando pisar la flora
que fija las dunas y los diminutos invertebrados que encontraban a su paso.
Saltaron sobre la gran serpiente de hierro oxidado que repta llena de agua potable hacia
el depósito del poblado pesquero. Un pequeño montículo, luego otro y, de pronto, la
rompiente de una mar tendida de levante. Él corrió hacia el agua, se detuvo cerca de
la orilla, clavó una caña en la que colgó el polo, el bañador y el elegante jipijapa que
Pepe Cantó le acababa de traer de Otavalo.
Se precipitó sobre las olas y surgió
nadando entre ellas mar adentro. Tere le siguió y, por un instante, se imaginó a la
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joven monja en la playa africana de Egombegombe observando a lo lejos cómo Dominique Duclos “corría para lanzarse como un chaval por encima de la espumosa
rompiente”. Puede que él también sintiese ahora la acuciante necesidad de tensar el
muelle interno de su ego en un nuevo intento de sobreponerse a su soledad.
Ella, mecida por las olas, vio de reojo que Álvaro daba un rodeo para tratar de
sorprenderla buceando y se hizo la distraída preguntándose cómo reaccionaría cuando se acercase.
―¡Eh, señorita! ha debido perder su biquini.
―¿Le molesta?
―Me encanta. Por lo que estoy viendo, mi amiga Marita bien podría haber
exclamado orgullosa “¡Mire que pecho! ¡Qué caderas!, ¡Qué piernas…! ¿Dónde se
encuentra un pecho, piernas, caderas como éstas?”, como nos contó Moravia, en La
romana, que la madre de Adriana le espetó a aquel pintor al que habían ido a visitar
para que contratase de modelo a la hija.
La asía, una y otra vez, para que no se la arrebatasen las olas y ella recalaba
en su abrazo sin que él se atreviese a anudar el lazo marinero. Y como ni el escarceo
mitigaba la tiritona, ni tenían toallas, buscaron resguardo tras las dunas. Él corrió a
rebozarse en la arena. Ella no, adrede para que se rindiese ante su andar cadencioso y
turgente. Pero qué va. Tere se acurrucó a su lado para guarecerse del viento y Álvaro,
enarenado hasta las cejas, optó por seguir jalando de la tanza. ¿Por qué —se preguntó
ella con rabia— David no le había proporcionado nunca un ritual tan excitante?
Cuando la arena cayó por su peso, regresaron al barco.
―¿Quieres que cocine algo?
―Pero si las niñas bien ya no cocináis.
―Yo sí.
―Bueno es saberlo, pero hoy lo haré yo. El arroz caldoso con berberechos y
culantro es la especialidad de este cocinero de fortuna.
―¿Cocinero de fortuna?
―¿No me digas que no sabes qué es un ancla o cualquier otro aparejo de fortuna?
―El de repuesto que se lleva a bordo para ser usado en caso de necesidad.
―Pues aplícaselo a este viejo marinero que ya está pelando el ajo. ―Y como se
volvió mostrándole el diente y el cuchillo con el que se disponía a picarlo, no prestó
mayor atención a una expresión que él había utilizado deliberadamente con el peculiar sentido que le dan en algunos países de América Latina. A él, le obsesionaba la
muerte; a ella, que los berberechos llenos de arena acabasen por malograr el arroz.
¡Qué cosas!
―Deberíamos preparar otro plato. Están recién cogidos y…
―No te preocupes, no se necesita mucho tiempo si se sumergen en un barreño
grande y se les echa un buen puñado de sal.
―¿Qué hago entonces?
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―Nada. En este barco cocinar, poner la mesa y lavar los platos son tareas
propias del patrón.
―¡Qué remedio, si siempre estás solo! ¡Aprovecha que tienes tripulación!
―Prefiero presumir del dominio adquirido en esos menesteres. Anda, siéntate
en el “flybridge” y que el sol disfrute con ese precioso cuerpo. Encontrarás una bandeja con un aperitivo que te he preparado mientras te duchabas. ―Aunque el Isla de
Corisco original, que Álvaro había adquirido en 1992, no disponía de ese puente elevado, cuya función principal es facilitar el gobierno al entrar y salir de puerto, le contó
que lo había dispuesto sólo para que los acompañantes, o él mismo, cuando activaba
el piloto automático, pudiesen navegar cómodamente sentados y a salvo de rociones.
Volvió a cubierta, subió la escalera, recuperó la bandeja y regresó a la cocina
para compartir el aperitivo. Aunque sabía que su insistencia en que permaneciese
alejada mientras preparaba el almuerzo no tenía más objeto que procurarse un rato de
respiro, no se lo concedió a posta: había llegado el momento de hacerle la propuesta
que venía barajando desde que leyó en Boston el borrador inconcluso de su novela.
―¿Te gusta el culantro?
―Sí.
―Pues culantro a la olla.
―¡Hala! No eches tanto…
―¿Te gusta o no?
―Me gusta, pero hay que picarlo bien y sólo se pone un poco.
―Se estropeará si no lo aprovechamos.
―No suena a criterio culinario.
―Más “não faz mal”. Como dicen por aquí “o que não mata engorda”. ―Y sin
más, actuando con fingida rudeza, trató de ocultar la mata de cilantro entre el arroz
y su infecto acento portugués.
—Quiero que me aclares algunas cosas del borrador que me enviaste.
—Adelante.
—No me ha quedado claro cómo conseguiste que los medios de comunicación
se interesasen tanto por tu informe al Congreso sobre la cooperación con Guinea.
—Se debió, en gran medida, a la torpeza del entonces presidente del Congreso
de los Diputados, el socialista Félix Pons, y del representante del partido gubernamental en la comisión de investigación sobre Guinea, el diputado Ciriaco de Vicente.
—¿Qué hicieron?
—Siguiendo consignas de los responsables de la cooperación española en la
antigua colonia urdieron, amparados en su mayoría absoluta, un plan tan burdo de
obstrucción a mi primer informe-denuncia que acabó provocando un hecho insólito.
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—¿Cuál?
—Que los diputados de la oposición me convocasen a una especie de "comisión
en el exilio" o "comisión trashumante".
—¿Qué quieres decir?
—Fuera del parlamento. Y eso, inédito en la España democrática, concitó la
atención todos los medios de comunicación.
Lo sucedido era grave, como señalaba un editorial, por lo que tenía de síntoma del deterioro de las instituciones. Veo
que no lo sabes, pero los “procuradores trashumantes”, que se atrevieron a convocar
reuniones y asambleas fuera de las Cortes orgánicas, fueron un fenómeno del franquismo tardío.
Pues bien, como creo que digo en el borrador de El Francotirador,
la comisión parlamentaria de investigación sobre la cooperación española en Guinea
Ecuatorial se creó a principios de febrero de 1988, a propuesta del diputado demócrata cristiano José Manuel García-Margallo y Marfil…
—¿El actual ministro de Asuntos Exteriores?
—El mismo. Y se hizo ante determinadas denuncias que debían ser investigadas.
La primera sesión se celebró el siete de septiembre de ese año y en ella
comparecieron los diplomáticos Fernando Riquelme, director general de la Oficina de
Cooperación con Guinea Ecuatorial; Antonio Núñez García-Sauco, que acababa de
dejar su puesto de embajador en Malabo para ser desterrado a la embajada de la entonces sórdida Rumanía de Ceaucescu; y el catedrático de Estructura Económica Rafael Martínez Cortiña, en su condición de consejero delegado del Banco Exterior de
España. Al comienzo de la misma los diputados de la oposición, oportunamente alertados, reprocharon al presidente que no se les hubiese facilitado mi informe, que tuvieron que recoger personalmente en la secretaría de la comisión. De hecho, Rato,
entonces representante de Coalición Popular…
—¿Te refieres a Rodrigo Rato, el de Bankia?
—Sí, claro al de Bankia y antes vicepresidente del Gobierno y director-gerente
del Fondo Monetario Internacional.
—¿Era miembro de la comisión?
—No, pero ese día sustituía al diputado Fabra Vallés. Te decía, Teresa, que se
quejó, y así consta en el diario de sesiones, de que llegaba tarde porque venía de la
secretaría de la Comisión y había tenido que aguardar un buen rato a que le fotocopiasen el voluminoso documento.
—¿Cómo de voluminoso?
—Con los anexos, casi mil folios. El hecho es que ese día recibí una llamada
telefónica de uno de los miembros de la comisión que me sorprendió mientras apilaba leña en el jardín de la casa que había alquilado en Navacerrada. ¿Te imaginas
quién era?
—Ni idea.
—Pues el propio Gerardo Iglesias. ¿Te suena?
—Claro, el minero asturiano
que sustituyó a Santiago Carrillo en la secretaría general del Partido Comunista de España.
146
—Me dijo que, aunque no me conocía personalmente, había personas en el
partido que me recordaban de la cárcel de Carabanchel; que había leído mi informe
con detenimiento, que lo valoraba muy positivamente y que Izquierda Unida estaba
dispuesta a contar plenamente con mi opinión a lo largo de los trabajos de la comisión. Le noté alterado, como si le urgiese contarme algo y conocer mi reacción.
—¿Y?
—Me explicó que esa mañana, en la sesión a puerta cerrada de la Comisión,
todos los partidos de la oposición habían solicitado mi comparecencia para interrogarme con respecto al informe que les había remitido meses antes, pero que el PSOE
había tratado de evitarlo con malas artes. Que, tras intentar descalificarme personalmente, la insistencia de los demás grupos les condujo a utilizar su mayoría parlamentaria para vetarla formalmente. Que, ante esa inaceptable actitud, había propuesto, y los restantes miembros de la comisión respaldado, que yo compareciese al
día siguiente, a las cinco de la tarde, para que pudiesen oír mis denuncias de viva
voz. En la reunión —aclaró— no estará el PSOE, pero sí los medios de comunicación.
Así que, casi sin creerme la oportunidad que me brindaba, nos citamos media hora
antes en el edificio de los grupos parlamentarios. Creo que respiró aliviado. Su plan
se iba a llevar a cabo y sería el primer escopetazo de la oposición en el oscuro asunto
de Guinea. Creo que los socialistas se habían vuelto tan prepotentes que no habían
previsto la ocurrencia del sagaz político asturiano, ni el impacto mediático de la misma. Como reconoció el propio comisario Durand en nuestra primera conversación en
París, mis denuncias de las graves irregularidades en el funcionamiento de la cooperación hispano-ecuatoguineana no habrían tenido mayor repercusión de no haber sido por la suma de torpezas cometidas por el partido en el Gobierno en ese y ulteriores intentos por silenciarme.
147
LINDA NSUE
Élise salió de casa y caminó hacia la Plaza de la Concorde. Pronto comenzó a
chispear y tomó un taxi del que se apeó en la puerta del Crillon. Entró y llamó a Álvaro para que bajase. Venía decidida a pedirle algo, pero debía asegurarse de que era
digno de su confianza.
―Por supuesto, Elisa. ―respondió pronunciando deliberadamente su nombre
en español.
Ella había insistido en acompañarle al hotel, pero Durand se salió con la suya y
lo impidió. Le apetecía volver a verla y no le extrañó que quisiese hablar con él a solas. Había detectado cierta tensión entre ella y el comisario; era obvio que no compartía la decisión policial de ocultar el secuestro a los medios de comunicación.
―Me habría encantado acompañarte paseando, pero ya viste como Durand insistió en llevarte en su coche. ¡Sígueme!
Élise, al igual que su hermana gemela, mostraba un notable sentido práctico
para afrontar la realidad y él apreciaba cada vez más el placer añadido que proporcionan las mujeres que resuelven esas pequeñas situaciones sin preguntar. Además,
si uno se siente atraído por ellas, más motivo para dejarlas hacer su santa voluntad.
Y sí no, también.
―Aquí podemos charlar tranquilos. ¿Te parece?
Él asintió y ella se desprendió de su ligera gabardina beis, se sentó y le invitó a
que lo hiciese a su lado. Se sentía a gusto aunque lamentaba, y lo comentó en voz
alta, haber salido de casa con aquel fastidioso jersey rosa de cuello vuelto que ahora
le asfixiaba como la toca almidonada de sus primeros meses de novicia. Y sin más
prolegómenos entró en materia.
―¿Qué le podrían hacer a una niña fang para impedir que pudiese hablar de un
suceso inconveniente que hubiese presenciado?
―¿Un crimen?
―Por ejemplo. ¿Podrían llegar a hacerla desaparecer?
―Lo he preguntado alguna vez y…
―¿Qué lo has preguntado?
―Sí, en relación con la pequeña que estaba en la misión cuando murió la hermana Llopart.
―¿A quién?
―A un alumno guineano que tenía muy buena relación con un amigo mío, llamado Paco Fuertes, que vivía en Guinea desde la época de Macías.
―¿Y?
―Qué podrían “hacerle medicina de país", pero no supo o no quiso decirme
más. ¿Pero qué importa eso ahora?
―Mucho. Tras el asesinato de la hermana Ana, Ágata permaneció casi dos días
retenida por la policía en paradero desconocido hasta que, por encargo de mi superiora, le pedí a un maderero francés, viejo amigo de mi padre, que moviese sus hilos
para que la niña pudiese viajar conmigo a Francia. Lo hizo con gran celeridad y lo logró. No me preguntes cómo: ni me contó nada, ni yo mostré interés alguno en que lo
hiciera. El hecho es que Ágata estaba viva y los médicos que la trataron en Burdeos
coincidieron en que su extraño comportamiento de los primeros tiempos, presa de un
pánico irresistible que la impulsaba a gritar y llorar frecuentemente, no se debía a la
acción de fármaco o potingue alguno que le pudiesen haber administrado. Mi preocupación estriba en que lo que se evitó entonces pudiese suceder ahora si, tras el secuestro, la trasladan a Guinea. ¿No cabe esa posibilidad?
―Tal vez. ―Álvaro debería haberle respondido con evasivas, pero sabía que
ella conocía bien aquellas tierras.
―¡Sería espantoso! ―Élise no pudo contener unas lágrimas que enjugó con el
pañuelo blanco bordado que extrajo de su pequeño bolso.
―No te agobies, Elisa. Te contaré lo que conozco de esas prácticas. Mira, en el
hipotético caso de que eso acaeciera, no se trataría de la aplicación de una medicina
o brebaje natural que tuviese un efecto somático, sino más bien de un tratamiento
psicológico, asociado a determinadas prácticas tribales cuyo objeto es impedir que la
persona en cuestión recuerde el asunto tabú. Es como si la intervención del hechicero
borrase para siempre de la mente del testigo la noticia de los hechos presenciados.
―¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar seguro? En mis años en África oí que
las personas afectadas sufren un daño irreparable, como si perdiesen la razón y quedasen dementes de por vida. A veces, mueren. ¿Conoces algún caso concreto? ¿Has
tenido alguna experiencia que te permita confirmarlo?
―Sólo en parte y, además, no puedo asegurarlo, ya que no me consta que la
criatura que buscábamos llegase a aparecer.
―¿Has estado buscando a una niña en África?
―El verano pasado una chica me pidió ayuda para encontrar a su hija.
―Cuéntamelo todo, por favor. Necesito saber cualquier cosa que pueda afectar
a Ágata.
―Sucedió hace muchos años y no tiene ninguna relación —respondió, tratando
de salirse por la tangente.
―¿Cuántos?
―Más de diez. Fue poco antes de la caída de Macías.
―¿Dónde?
―En Río Muni.
―No, no me cuentes más; no creo que pueda soportarlo. ―Élise, quiso evitar
el mal trago de acrecentar su angustia con una historia lejana que, probablemente,
no tendría ninguna similitud con el caso de Ágata―. Háblame sólo de lo que pueda
150
desprenderse de esa desaparición en relación con la práctica de la medicina de país
que acabas de mencionar.
―En realidad no mucho, pero en aquel caso la madre se obsesionó con esa posibilidad y decidí llevar a cabo algunas averiguaciones.
―¿Y qué relación tiene esa historia contigo? ¿Cómo llegaste a estar involucrado? ¿Quién era esa chica? ¿Podría conocerla? Parece que nuestra lucha es la
misma. Por lo que dices lleva años buscando. ―Era patente que a Élise sí le interesaba, y mucho, esa vertiente de la conversación en la que había hecho hincapié a
posta: la lucha de una mujer en pos del fruto que le habían arrebatado. Y se aprestó
a hacerlo persuadido de que aquella peripecia sí le proporcionaría la dosis de ánimo
que precisaba aquella ex-monja abatida que había conocido sobre el terreno el drama cotidiano de la mujer africana.
―Se llamaba Linda Nsue y deseaba regresar a su país. Traté de echarle una
mano, pero en ese momento no era posible. Y cuando pude hacerlo se lo comuniqué
mediante una carta que nunca leyó. Lástima que en nuestro primer encuentro me
ocultase tantas cosas.
Álvaro le contó cómo la conoció en Madrid, en su despacho del rectorado, a
finales de agosto del 84, en la víspera de su viaje para hacerse cargo de la dirección
del programa universitario de la UNED en Guinea Ecuatorial. Consciente de que era lo
único que podría serle de utilidad, se esforzó por destacar el admirable tesón del que
siempre hizo gala aquella joven a pesar de las adversas circunstancias de su vida.
―¿Y qué te ocultó?
―Su drama personal. El motivo de su visita era conocer de primera mano si
ella, insatisfecha con su vida en Valencia, tenía alguna posibilidad de estudiar una carrera universitaria a través de los Centros de la UNED en Guinea Ecuatorial y optar a
las nuevas becas salario que había oído que se iban a ofrecer a los estudiantes. Aunque, de niña, había asistido a la escuela de Biyabiyan y era muy aficionada a la lectura no disponía de ningún título académico. La única opción era acogerse al programa español de acceso a la universidad para mayores de 25 años, pero aún no los había cumplido. Así que la animé a que, entretanto, iniciase la preparación de ese curso
y me ofrecí a ayudarla. Claro que si no podía matricularse tampoco disfrutaría de una
beca salario. Muy a mi pesar se despidió consternada.
―No has respondido a mi pregunta ¿Qué te ocultó en realidad?
―Pues que, de no regresar a su país, acabaría retenida en Valencia por el chulo del que se disponía a huir para rehacer su vida y encontrar a su hija.
―¿Cómo lo supiste?
―Acabó confesándolo cuando nos encontramos en Guinea el verano pasado.
Como he contado esta mañana durante el almuerzo, volví allí con la expedición Mil
Kilómetros de Amistad. ―Álvaro se sintió reconfortado al percibir que la lucha de Linda parecía apartar a Élise de su acuciante preocupación.
―¿Y qué le decías en aquella carta?
―Que habíamos introducido algunos cambios y que ahora sí podría concederle
una beca-salario si se decidía a estudiar.
―¿Primero no y luego sí?
151
―El asunto no deja de tener su gracia. Una mañana, a los pocos días de instalarme en Bata, vino a verme el director del instituto de enseñanza media, que era un
cura de La Salle. El bueno del hermano Teodoro me comunicó muy apesadumbrado
que tendríamos que hacer algo ya que, debido a que se había corrido la voz de que la
UNED concedía becas salario, todos los estudiantes del curso preuniversitario habían
optado por la vía de acceso a la universidad para mayores de veinticinco años y eso
hacía que el centro escolar se estuviese quedando sin alumnos de ese nivel. Eso era
imposible —le respondí— dado que la mayor parte de ellos no podían reunir el requisito de la edad. "Y, así es ―me dijo― pero el hecho es que se están matriculando en
la UNED". Cuál fue mi estupor cuando comprobé que todos tenían los años requeridos por la simple razón de que se las habían arreglado para organizar un eficaz y discreto operativo de falsificación grosera de sus documentos de identidad. Solventé el
problema como pude sin hacer excesivo ruido y los alumnos volvieron a su instituto
de origen a completar sus estudios por la vía convencional. No obstante, como había
otros muchos jóvenes de veintitrés y veinticuatro años sin completar el bachillerato,
decidí organizar para ellos ―y, claro, para Linda― una especie de programa puente o
de pre-acceso al citado curso, con sus correspondientes becas salarios, que les permitiese afrontar mejor la necesaria preparación para iniciar en su momento una carrera universitaria. Fue entonces cuando me apresuré a escribir a Linda, pero aquel
chulo debió interceptar la carta y la retuvo obligándola a seguir prostituyéndose.
―¿Ella seguiría alguna pista?
―No, sólo pretendía regresar a su pueblo natal para recabar alguna información. Lo hizo, pero sin éxito. Allí nadie le dio razón alguna.
―Tendría familia.
―Su madre había muerto poco antes de que ella, con trece o catorce años, se
pusiese de parto en los convulsos días de aquella horrible dictadura y el resto de sus
allegados o fueron asesinados o habían huido de Guinea. Así que, destrozada y sin
saber qué hacer, regresó a Bata y recurrió a Paco Fuertes, ese amigo que he mencionado antes.
―¿Por qué precisamente a él?
―Paco es una bellísima persona y se había mostrado muy afectado cuando conoció su drama. Además, por ser uno de los pocos españoles que permanecieron en
Guinea durante el régimen de Macías, conocía bien el país y tenía amigos nativos que
le apreciaban.
―¿Y qué hizo?
―Tratar de consolarla, subirse a un Land Rover y salir con ella en mi busca, ya
que estaba al corriente de que un hermano de la monja era colega mío y que, tras el
asesinato, había vivido muy cerca del profesor Llopart la desconsideración del Gobierno español con su familia. Además, Paco me había ayudado en las pesquisas que te
acabo de mencionar.
―¿Y eso qué tenía que ver con su hija?
―Puede que nada, pero recordó que yo le había comentado tiempo atrás que
no había que descartar la posibilidad de que la hija que ella buscaba y la pequeña
testigo del asesinato fuesen la misma persona.
—¿Por qué?
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―La probabilidad era remota. De hecho, aunque Linda presentía que era niña y
siempre hablaba de Lindita, ni siquiera lo sabía a ciencia cierta. Sin embargo, de ser
así, habrían coincidido varios rasgos.
―¿Cuáles?
―Tendría una edad similar, era huérfana y también había tenido relación con
las religiosas de Ebebiyin. Además, el único dato que yo había sacado en claro de mis
conversaciones con algunas religiosas, es que la niña era muy clarita, casi mulata.
Así que él se lo comentó y ella se agarró a esa pista como a un clavo ardiendo. Me localizaron en Kogo y me vi obligado a abandonar durante un par de días a mis compañeros de expedición para acompañarles a un poblado próximo a Mongomo, donde
se encontraba ese antiguo alumno al que antes me he referido.
―¿Recuerdas su nombre?
―Sí, Acoacán. Puede que te suene, pues allí nació el presidente Obiang.
―No, me refiero a ese alumno guineano.
―Tomás. Ahora no recuerdo el apellido, aunque, por lo que me confesó Paco
Fuertes, más que un estudiante era un tipo de los servicios de seguridad que andaba
husmeando por la región continental.
―¿Sacasteis algo en limpio de ese encuentro?
―No. Resulto un fiasco, pero no podía hacer nada más y regresé junto a mis
compañeros de expedición que me aguardaban para salir hacia la Isla de Corisco.
Linda, sumida en una profunda depresión, se quedó en Ebebiyin, al cuidado de
una médico española llamada Arantxa.
―¿Arantxa de Ordier? ¿De Neguri?
―Sí ¿La conoces?
―Éramos de la misma orden, aunque ella todavía era novicia. Venía a visitarnos de tarde en tarde. Recuerdo que valoraba mucho que hubiese finalizado mis estudios de Arquitectura antes de ir a África. Era una mujer rebelde y osada, con un
genio endemoniado. ¿Tuviste algún trato con ella? ¿Qué impresión te causó?
―La conocí en vísperas de las Navidades del 84 en el aeropuerto de Bata con
motivo de un incidente con el cónsul español. Ella regresaba a España y le cedí mi
plaza para que pudiese volar a Malabo y coger el avión de Iberia de los sábados. Me
impresionó su pundonor e hice por volver a verla, pero las monjas me dijeron que no
regresaría a Guinea hasta que profesase sus votos religiosos y concluyese los cursos
que le faltaban para acabar sus estudios.
―Dejó los hábitos religiosos mientras concluía su carrera de Medicina en Bilbao. Regresó para ejercer en Ebebiyin, pero he oído que las monjas no le renovaron
el contrato debido a su creciente tendencia a mantener relaciones que juzgaban inaceptables.
—¿Sabes dónde está ahora?
—Probablemente en Libreville. ¿Y dices que ella no le dio ninguna pista?
153
―Ninguna, al menos mientras Paco y yo estuvimos allí.
―¿Has vuelto a saber de Linda?
—Nunca más.
―¿Has dicho que es mulata?
―Y bien guapa. Sus facciones son suaves con vivaces ojos ámbar. Tiene un
cuerpo proporcionado y bello. Una chica ¿cómo te diría?
―¿Apetecible?
―Por supuesto, pero, sobre todo, con un enorme atractivo que brota de una
mezcla impactante de fragilidad y ternura, no exenta de un sugerente desparpajo
que maneja de manera inquietante.
―¿Te has acostado con ella? ―¡Vaya con la monja!, pensó Álvaro, perplejo
ante interrogatorio tan a bocajarro.
―No —respondió consciente de que no tenía que dar explicaciones.
—Pero te habría gustado.
―No sabes cuánto.
―¿Y pues? Linda sería una chica fácil.
―Me imagino que sí cuando se trataba de ejercer esa profesión que le habían
impuesto, pero esa no es la Linda que yo conocí. Para mí es una mujer extremadamente bella y sensual, pero sobre todo valiente, decidida y atormentada por un inmenso sufrimiento.
―Va a tener razón mi hermana cuando me hablaba de que nunca había conocido a nadie más romántico que tú. Ya lo decía cuando fuiste su primer amor de juventud y me lo ha vuelto a comentar esta misma tarde.
―Puede que el romanticismo sea parte del secreto, pero no hay que descartar
el juego de otros valores que deben regir las relaciones hombre-mujer.
―¿Cómo cuáles?
―La sinceridad, la honestidad, el respeto.
―¿Y puede que también esos temores que siempre andan a caballo entre el
deseo y la inseguridad que provoca el temor al rechazo y al fracaso?
¿De dónde ―se preguntó― podría haber sacado que ese podría ser su caso?
―Para mí ―añadió, por si las moscas― resulta decisiva mi incapacidad innata
para amar en exclusiva a una mujer y convivir con ella permanentemente una vez
satisfecha mi irresistible adicción a seducir.
―Me gustaría conocerla.
―Y a mí saber si llegó a encontrar a su hija.
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SIGILO TOTAL
Aunque se había hecho muy tarde los salones del Crillon continuaban animados y Élise no parecía tener la menor prisa por regresar a su casa.
―¿En qué medida —prosiguió su interrogatorio— Linda llegó a pensar que Ágata podría ser la hija que buscaba?
―No lo sé. Había llegado a sus oídos que, años atrás, una monja española había
sido asesinada en Guinea, pero ignoraba el asunto de la desaparición de la niña testigo
hasta que Paco le mencionó mis sospechas. Recuerdo que cuando viajábamos con ella
hacia Acoacan nos dijo que no sabía si sería mejor que esa niña no fuese su hija.
―Álvaro, que se percató de que acababa de meter la pata, trató de tranquilizarla.
―¿Qué quería decir?
―Que preferiría saber que se encontraba bien aunque no volviese a verla nunca. Nada más y nada menos que eso. Y, ahora, dime una cosa ¿cómo reaccionarías si
un día descubrieses que Ágata es hija de Linda Nsue?
―Es tan improbable. Ten en cuenta que fueron muchos los menores huérfanos
y abandonados que acogieron nuestras misiones en la época de Macías. Y lo que sí
puedo asegurarte es que mis superioras no me informaron de sus antecedentes familiares cuando me ordenaron traerla a Francia.
―¿No la conocías?
―Puede que hubiese visto en la única ocasión que fui a Ebebiyin.
―¿Y por qué te la encomendaron?
―Por mor de esa endiablada lógica de las monjas.
—Explícate.
—En aquella época, Dominique…
―¿Dominique?
―Sí, Dominique Duclos, el compatriota del que te he hablado. Se había convertido en un gran apoyo para nuestra misión desde que mi hermana Danielle le conoció fortuitamente en el avión el primer verano que viajó a Gabón para colaborar
con nosotras. Resultó, ¡mira por donde!, que había sido amigo y compañero de cacerías de mi padre. Solía volar al patio maderero que tenía en las proximidades de
Oyem y sus visitas a la misión se hicieron frecuentes. Llegamos a tener tanta confianza que las monjas comenzaron a sospechar que no era ajeno a mi crisis vocacional de la época.
—¿Y lo era?
—Es un asunto escabroso que no me apetece recordar. El hecho es que recuperó a la niña. Y, como era esencial sacarla de Guinea, la hermana Aline, mi superiora, que ya había decidido enviarme a nuestra casa central para que reflexionase
sobre mi futuro alejada de su supuesta influencia, me hizo contactar con él y le pidió
que mediase ante nuestro cónsul en Libreville para que nos enviase a ambas en un
avión rumbo a Francia. El resto ya lo conoces: una vez en Burdeos decidí colgar los
hábitos.
―Como Audrey Hepburn, la hermana Luc, en Historia de una Monja.
―Puede que hubiese alguna semejanza, aunque debo confesar que ni el Sr.
Duclos se parecía en nada al Dr. Fortunati; ni nuestras relaciones fueron comparables
a la de aquella monja con el personaje que interpretó Peter Finch.
—En todo caso, lo razonable es que las hermanas de Ebebiyin no le hubiesen
ocultado a Linda que Ágata, fuese o no la Lindita que ella buscaba, vivía en Francia
sana y salva. ¿Qué sentido tenía no cortar de raíz los rumores que circulaban por
Guinea sobre el destino de la niña que presenció el asesinato?
—¿Qué rumores?
—Al menos tres: que logró salir del país y estaba a salvo porque las religiosas,
con el apoyo directo del Papa, que acababa de visitar Guinea, movieron los hilos adecuados; que sería uno más de los huérfanos dados en adopción por las monjas o que
le "hicieron medicina".
―¿Por qué opción te inclinabas antes de conocer la verdad?
―Me pareció más verosímil la tercera. En aquellas circunstancias resultaba poco probable que el Gobierno guineano hubiese accedido a devolver a tan comprometedor testigo y, menos aún, que permitiese su salida del país. Qué importaba una niña negra cuando los gobernantes, negros y blancos, afrontaban un asunto que, por
sus posibles conexiones, constituía un serio problema para las relaciones de Guinea,
tanto con España, como con la Iglesia Católica.
―¿Pero cómo se te ocurre pensar que íbamos a dejarla a su suerte?
―Cabía que no hubieseis podido hacer nada o que la policía hubiese llegado a
algún acuerdo con sus familiares. Además, el misterio que rodeaba todo lo relacionado con la muerte de Ana Llopart, acrecentado por el absoluto silencio de la Congregación, de todos los religiosos que trabajaban en Guinea y de la jerarquía católica,
era demasiado sospechoso.
―Pues te equivocaste de plano. ―Su tono era ahora de duro reproche. Y es
que estaba ante la persona que había cambiado la vida de Ágata—.
―Lo siento, pero mi último encuentro con Arantxa y las monjas reafirmó mi
sospecha.
―¿Recuerdas si Linda llegó a preguntarles si existía alguna posibilidad de que
Ágata fuese su hija?
―Y lo negaron.
―¿Y Arantxa? ¿Aludió en algún momento a su participación en el rescate y salida de Ágata de Guinea?
―Pero si ni siquiera quiso decirnos que vivía ¿cómo iba a informarnos de su
paradero o de que hubiese tenido intervención alguna en el asunto? Se ciñó a comentar que se encontraba de viaje.
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―¿Estabais solos en ese momento?
―Había varias hermanas. ¿Acaso habría sido más elocuente en privado?
―Tal vez.
—Pues no lo fue y ocasiones no le faltaron. ¿Intervino o no en el rescate?
—No lo sé. Recuerda que yo trabajaba en Gabón, no en Guinea.
―Pero tú participación fue decisiva.
―Me limité a alertar a Dominique y a viajar con ella a Francia.
―¿Quién la llevó a la misión?
―Ágata jamás estuvo en Oyem. Algunos días después del asesinato Dominique
mandó su avioneta para que me recogiese y me llevase a Libreville. Nuestro cónsul
me facilitó el salvoconducto de la niña y nos embarcó en un avión de Air France rumbo a París. No hubo otra opción. A lo hecho pecho y la Orden tuvo que plegarse a lo
acordado entre la hermana Aline y el Sr. Duclós.
―Pero te darían algunas instrucciones.
―Sigilo total: nadie debería saber nunca que Ágata era la niña testigo del asesinato de la hermana Ana Llopart en Ebebiyin.
―¿Y ahora, tras su desaparición, qué hace la Iglesia? Habrás tenido que infomar a la Congregación y, lógicamente, alguien habrá intervenido en su nombre. Sólo
sé que el comisario Durand os exige discreción absoluta. He tratado de encontrar la
noticia en la prensa francesa, pero el mutismo es total. Es más, a mi amiga Nicole,
que es una letrada suiza que ha vivido en primera persona muchas experiencias de
secuestros de menores, no le sonaba el caso.
―Están convencidos de que debe ser así. Mi cuñado Jaled ha sido seriamente
advertido al respecto y no creas que le resultó fácil que Durand autorizase su encuentro contigo.
―¿Autorizase?
―En realidad, cuando Jaled, al día siguiente del secuestro de Ágata, se entrevistó con un alto cargo del Ministerio del Interior, en presencia del comisario Durand,
fue mi cuñado que, como habrás comprobado, es un hombre inteligente y poderoso,
el que lo propuso.
―Pero si Jaled desconocía mi existencia en ese momento.
—En efecto, pero el razonamiento del comisario le llevó a ti. Si se optaba, como
proponía, por la estrategia de silenciar la desaparición para evitar que los medios franceses la relacionasen con el asesinato de una monja en Guinea años atrás, era prioritario lograr que los impulsores de la denuncia ante el parlamento español dejasen de insistir en la reapertura de la investigación sobre tan desagradable incidente.
—Pero si yo era el único que había vuelto a sacarlo a colación y apenas había
conseguido que trascendiese.
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—A Durand le preocupaba que lo hiciese. Tu informe, como él mismo te ha indicado esta tarde, podría reactivar aquel olvidado crimen al relacionarlo con la desviación de la ayuda alimenticia al país. Claro que hasta que él habló de ello no teníamos ni idea de que existiese y, mucho menos, de que su autor fuese un viejo amigo
de mi hermana.
―Pero Obama me ha confirmado que fue él quien se lo facilitó a tu cuñado.
―Lo que él desconoce es que eso es lo que Durand quería que pensase.
―Me acabo de perder.
―El comisario, que conocería tu relación con Obama, le sugirió a Jaled que hablase confidencialmente con él sobre la desaparición de Ágata, le pidiese una copia
de tu informe al Parlamento y le autorizase a que el embajador de Arabia Saudí en
Madrid pudiese utilizar su nombre cuando contactase contigo para invitarte a viajar a
Ginebra.
―¿Cómo iba a estar al tanto de que conocía a Obama?
―Vete a saber. Él, por lo que he sabido, es un histórico opositor y tú eres un
experto en Guinea. Ya has visto lo informado que está sobre el país.
―¿Y cuándo caísteis en la cuenta de que yo era el autor del informe?
―En cuanto Jaled se lo pasó a Thérèse ella me lo contó.
—¿Y a Jaled?
—Se lo ocultó.
—¿A ti sí y a él no?
―Confieso que yo no recordaba tu apellido, pero somos gemelas y casi llegué
a sentir como propio aquel romance de juventud. ¿Cómo me iba ocultar un hecho
así? Y a los maridos, por lo que me han dicho y lo poco que he podido averiguar, no
conviene darles pistas sobre ningún amor. Y jamás sobre el primero.
―¿Y a la policía?
―Ni Thérèse ni yo consideramos que fuese un asunto relevante.
―¿Lo más lógico es que él comisario hubiese hablado directamente conmigo?
―Debió ser su primera intención. De hecho, viajó a Madrid y no le sugirió a Jaled que contactase con Obama hasta su regresó.
―No se me alcanza una buena razón para rodeo tan sofisticado.
―A menos que Durand, que es un experimentado policía, descubriese tu tozudez y quisiese implicarte personalmente en el asunto para asegurar tu colaboración.
―Imposible, nunca habría podido conocer el viejo nexo de amistad entre tu
hermana y yo.
―O sí.
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―Mira Elisa, ni a tu hermana ni a mí nos conocía nadie cuando salimos hace
más de veinte años. Si me hubieses dicho que se trataba de los guardias municipales
de Sanlúcar de Barrameda, que una vez nos quisieron multar por darnos un beso en
la playa, puede, pero la policía y, menos la francesa, nunca tuvo la menor noticia de
aquella relación.
―No descartes que, en su momento, la poderosa familia Al-Saud hubiese querido conocer con pelos y señales la biografía de la doctora que iba casarse con uno de
sus miembros.
—¡Qué imaginación! Ni aun así habrían encontrado rastro alguno. Me parece
bastante más verosímil que tu hermana le haya dicho a Durand que me conocía. Sin
embargo, el que creas que la policía francesa ha hilado tan fino me hace pensar que
estamos ante un asunto que amenaza a algún poder establecido.
―Podría ser.
―¿Piensas en alguno en particular?
―No, pero me ha extrañado mucho que Arantxa…
—¿Arantxa, qué?
—Os ocultase que Ágata vivía en Burdeos conmigo.
―¿Por qué darle a una madre esperanzas infundadas? Tú misma has reconocido que en las misiones del país se dio acogida a muchos huérfanos durante la época de Macías. Tampoco te facilitaron a ti ninguna información sobre sus antecedentes.
―Ni yo pregunté.
―Pero esos datos eran imprescindibles para legalizar la adopción.
―Tanto la legalización provisional como la definitiva de la estancia de la niña
en Francia se gestionó directamente por la hermana Aline y Dominique. Por cierto,
¿has dicho que informaste de la desaparición de Ágata a esa abogada suiza?
Élise, que no creía que hubiese llegado el momento de plantearle a Álvaro el
asunto que la había llevado allí, cambió deliberadamente de tema.
―Sí. Me acompañó cuando me reuní con Obama en Naciones Unidas, pues colabora habitualmente con él en cuestiones relacionadas con su especialidad que atañen a la organización de derechos humanos de la que es un destacado miembro.
—¿Qué especialidad?
—Lo que en el argot jurídico se conoce como secuestro legal de menores.
—¿Secuestro de menores?
—Secuestro legal o "legal kidnapping". Acontece en ciertos casos de separaciones o divorcios entre parejas de diferente nacionalidad. Es aquel instado o cometido por uno de los progenitores para sacar al menor del país en el que se encuentra
y trasladarlo al territorio del Estado del que es nacional cuando la legislación de éste
le resulta más favorable y le permite obtener la tutela en detrimento de la ya atribuída o por atribuir por los tribunales al otro cónyuge. Constituye un fraude de ley.
159
—¿Es frecuente?
—Más de lo que se piensa. Te decía que Nicole me acompañó a saludar a Melchor Obama y yo, considerando que podría ser de utilidad, le propuse que comentásemos con ella la desaparición de la niña.
—Te diría que no.
—Así es; aludió a su compromiso con Jaled.
—¿Y?
—Como no entendía qué riesgo podría suponer revelar esa información a una
abogada amiga, no le hice caso y, una vez solos, le conté lo que sabía pidiéndole, eso
sí, discreción absoluta.
―¿Te aconsejó algo?
―Le faltaban datos y se limitó a asegurarme que lo consideraría secreto profesional y a ponerse a vuestra disposición si sus servicios pudiesen llegar a resultaros
útiles en algún momento.
―¿Crees que me podría ayudar?
—No parece que lo ocurrido a Ágata tenga relación con el "legal kidnapping",
pero me consta que, por sus múltiples experiencias en ese tipo de casos y, en general, en materia de adopciones de menores extranjeros, conoce bien todos los recovecos y artimañas que suelen emplearse y, como te acabo de decir, está muy familiarizada con los procesos de negociación habituales. Más adelante, tal vez. Es buena
amiga y, si se lo pides, se pondrá inmediatamente a tu disposición.
―¿Tienes su dirección?
―Sí. ―Álvaro extrajo de su cartera la tarjeta de Nicole Visieux y se la entregó―.
Si llegaras a necesitarla llámala de mi parte.
Ambos se quedaron un rato pensativos.
―Me satisface verte más sosegada.
―Me siento mucho mejor. Teresa guapa, como tú la llamas, ya me había dicho
que podía confiar en ti.
―Nunca me has oído llamarla así. ¿Cómo lo sabes?
―Solía leer tus cartas.
―¡Qué cotilla!
―Y lo que te queda por saber. Eres muy amable y seguiría hablando contigo
toda la noche.
Sus últimas palabras, que presagiaba el inminente fin de la velada, activaron
en Álvaro su irreprimible tendencia a seducir a toda mujer atractiva que se pusiese a
su alcance. Y tres lo habían hecho en los últimos días: Thérèse, Nicole y, ahora, Élise
d’Alesme. Y de qué manera.
160
―Estoy tan a gusto que podría seguir hablando contigo hasta el amanecer.
―¿No tienes sueño?
―Sólo sed.
―Yo también bebería algo.
―¿Qué te apetece? Trataré de que nos sirvan.
―Son más de las dos de la madrugada. Será mejor que subamos a tu habitación y tomemos algo del mini bar. Además, ahora no puedo regresar; les dije que una
amiga, convaleciente de una operación, me había pedido que durmiese en su casa.
―Dispongo de una espaciosa habitación que me ha proporcionado tu cuñado.
Élise se puso de pie, recogió la gabardina y el bolso y, como la cosa más natural del mundo, se colgó del brazo de aquel hombre que no salía de su asombro.
—Elisa, creo que es el momento de confesarte algo muy personal —le dijo tratando de sorprenderla.
—Hazlo, puede que hayas escogido un buen momento.
—Que siempre he tenido la fantasía de dormir con una monja.
Ambos sonrieron divertidos. El mozo cerró la puerta del ascensor y pulsó el
botón de la cuarta planta del Hotel de Crillon. Álvaro, que había renunciado a Thérèse
—la de las olas verdes de sus ojos que quedó para siempre en sus recuerdos como el
sol en la grama, como el agua del mar en la playa, como la brisa bendita en tu vela
de pino y de algas— para ser misionero en África tuvo la intuición de que estaba a
punto de ser recompensado.
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¡QUÉ LÍO!
Álvaro le pasó la cazuela de barro y descorchó para ella la botella de Casal
García que Pepe Cantó había dejado a bordo el fin de semana anterior.
―El arroz está en su punto.
―¿Dónde almorzamos?
―Aquí mismo —indicándole la pequeña mesa de madera situada junto a la encimera de la cocina.
―Mejor en el puente. ―En realidad, Tere no era muy aficionada al culantro,
cuyo intenso olor ya lo impregnaba todo.
―Estupendo, pero ten cuidado con la escalera. En los barcos hay que procurar
que siempre quede libre una de las manos.
―Sí, abuelo.
―Con papá llega.
―Es que me he acordado del almirante que siempre me decía lo mismo cuando me pedía que le subiese algo al puente elevado de su barco. Si supieses cuánto le
quería y cuánto me acuerdo de él.
―Veo que progreso: de padre a abuelo.
―Míralo por el lado positivo: es una de las personas a las que más he querido.
Dime una cosa: ¿te acostaste con Élise aquella noche en el Crillon?
—No.
—¿Nunca?
—¿Y a ti que más te da? Es una época de mi vida completamente olvidada.
Aún no he redactado ese capítulo y, además, ya te lo habrá cotilleado tu madre.
―Sólo me ha dicho que no acabasteis bien.
―¿Sólo?
―Sí, pero que siente mucha curiosidad por leer tu novela.
―También me lo dijo a mí.
―¿Y qué más te dijo?
―Que estabas muy desconcertada con los últimos acontecimientos. Que te
orientase y que…
―¿Me cuidases? Eso ya me lo has dicho. ¿Y qué más?
―Eso ¿te parece poca responsabilidad?
―Vale, pero cuéntame lo qué pasó realmente, cómo continuó la historia.
―¿Qué historia? ¿Mi denuncia de la corrupción que la Administración española
propició en Guinea? ¿El rencuentro con Teresa? ¿La historia de Linda? ¿La desaparición de Lindita? ¿El desenlace del secuestro de Ágata? ¿La relación entre la monja y
el maderero? ¿La discusión con el comisario Durand? ¿La reaparición de Arantxa de
Ordier? Teresa guapa, dejémoslo para esta noche.
―Mejor después de almorzar. Nos tumbamos al sol y me lo cuentas.
―Volverás a dormirte.
―¡A que no! Dame un aperitivo.
―¿El comisario francés?
―No, Élise. Siempre quise saber si, tras la guerra, la hermana Luc volvió al
Congo para reencontrase con el doctor que le curó la tuberculosis o si alguien nuevo
apareció en su vida.
―Lo haré, pero seguiré el orden adecuado.
―Si te empeñas.
―Cuando me desperté ella ya se había ido dejándome una nota en la que me
decía que la llamase a casa para recogerme y llevarme al aeropuerto, salvo que me
decidiese a acompañarlas a Pauillac. Y recuerdo que terminaba con una frase prometedora: puede que te haya defraudado tu primera noche con una monja, pero eso
puede mejorar.
―¿Qué hiciste?
―Vestirme y bajar a toda prisa, pues era la hora de la cita con Durand. Fue
una reunión muy tensa de la que saqué la conclusión de que lo único que le importaba, y mucho, es que no trascendiese a la opinión pública el secuestro de la niña. De
hecho, apenas me dejó hablar. Insistió por activa y por pasiva en que hiciera todo lo
que estuviese en mis manos para que la comisión de investigación parlamentaria española olvidase cuanto antes el asunto del asesinato de la monja. Es más, me exigió
que me abstuviese de cualquier gestión en relación con la búsqueda de Ágata. Que
estaba convencido de que sería devuelta sana y salva en cuando las partes afectadas
por el asesinato de la monja española que, en mala hora, puntualizó, yo había sacado del baúl de los recuerdos, dejasen de sentirse amenazadas. Que el Sr. Jaled y toda la familia habían recibido instrucciones precisas en ese sentido, pero que desconfiaba de que Elisa le hiciera caso durante mucho tiempo. Que tuviese mucho cuidado
con mi nueva relación con ella.
―¡Qué cabrón! Te había espiado y sabía que había pasado la noche contigo.
―Eso pensé y le inquirí desconcertado: ¿qué insinúa con “ayez beaucoup de
soin avec sa nouvelle relation”? Que ella ―respondió― está en total desacuerdo con
mi estrategia y sólo piensa en divulgar el incidente. Hasta ahora lo impide su cuñado
y su superiora general a los que tenemos bien agarrados. Cuente con que quiere utilizarle para que sea usted quien denuncie la desaparición de la niña en los medios de
comunicación. Es muy osada y recurrirá a cuanto sea necesario para lograr sus objetivos. Usted mismo ha tenido esta noche una prueba de hasta dónde puede llegar.
164
―¿Te pondrías como una fiera?
―Le expresé mi indignación, desmentí su errada conclusión y le mandé a paseo poniéndome bruscamente en pie y diciéndole muy enojado que tomaba buena
nota de lo que me había dicho, que actuaría como estimase oportuno y que, por mi
parte, aquella conversación había concluido.
―¿Cómo reaccionó?
―Resignado e insistente: siento haberle importunado, profesor, pero es mí deber advertirle. Recuerde que está en juego la vida de una niña inocente. Mañana
tengo que viajar a Tánger, pero estaré de regreso en un par de días. Ya sabe dónde
puede encontrarme si me necesita. Buenos días.
―¿Llamaste a Élise?
―Claro. Las hermanas vinieron a buscarme para que diésemos un paseo por la
orilla del Sena y las invité a almorzar en un pequeño restaurante y…
―Te convencieron para que viajases con ellas, ¿no?
―¿Cómo iba a resistirme? Nada urgente me reclamaba en Madrid salvo encontrarme con el periodista Paco Báñez antes de que partiese a cubrir la visita a Malabo
de los parlamentarios y no lo haría hasta el jueves. Me apetecía estar con ellas y conocer a su madre y a sus otras dos hermanas. Además, habían surgido tantas dudas
que sólo podría aclararlas con la ayuda de ambas. No tuvieron que insistir. Aquella
mañana Jaled había volado a Londres y nosotros nos pusimos en camino por la tarde
en el coche de Teresa. Sin embargo, no podía hablar con claridad.
—¿Por el chofer?
—Al chofer y a los escoltas no volví a verlos. Conducía ella, pero Elisa tardó en
confesarle a su hermana que se había quedado a dormir en mi habitación.
―¿Y qué dijo Thérèse?
―Que Jaled opinaba que había sido un grave error que complicaría las cosas.
―Pero si él no podía saberlo.
―Su lapsus me proporcionó un dato esencial.
―¿Que también la gente de Jaled vigilaba a Élise?
―De lo que se deduce que él, y puede que también Teresa, sabían cosas en
relación con la estrategia policial que ella ignoraba.
―No tiene sentido.
―Lo tiene y resulta coherente con la afirmación de Durand.
―¿Insinúas que el matrimonio también tenía interés en que Élise no hablase
con la prensa?
―Al menos en asegurarse del cumplimiento de lo que la policía estaba en condiciones de exigirle a Jaled.
165
―¿Y a qué atribuías que considerasen tan importante que los medios de comunicación no publicaran la noticia del secuestro?
―Ya lo había indicado el comisario: aguardar a que las aguas volviesen a su
cauce y las partes implicadas en el asesinato no se sintiesen amenazadas.
—Eso, que descartaba otras motivaciones de la desaparición de Ágata, me
parece una presunción harto arriesgada, a menos que tuviese ya alguna pista solida
sobre los secuestradores o sobre el paradero de la niña.
—O que, con esos datos o sin ellos, a él mismo o a sus superiores les conviniese ganar tiempo.
—Me he perdido, Álvaro.
—Estaba claro que si, en el preciso momento en el que el Gobierno Mitterrand
acababa de hacer público su decidido apoyo al ingreso de Guinea en su área de influencia, llegaba la desaparición a oídos de la prensa gala y lo relacionaban con el crimen de Ebebiyin el asunto podría adquirir un cariz preocupante.
—Más a favor de poner fin al mismo lo antes posible.
—Puede que no estuviese en sus manos o que les interesara mantener en esa
situación de dependencia a Jaled y a las monjas.
―Eso, además de probar la inconsistencia de sus pistas sobre los autores,
plantea dos cuestiones: ¿con qué los tenían agarrados? y ¿qué otro motivo justificaba
la demora del desenlace?
—Contemplé diversas posibilidades, pero no llegué a saberlo con certeza. Lo
más probable es que, en el caso del príncipe, fuese por algún asunto relacionado con
sus negocios.
―¿Cómo qué?
—Tal vez su declarada intención de orientar las inversiones de su grupo financiero hacia el petróleo latinoamericano en detrimento de las que su padre había venido haciendo en el Golfo de Guinea. En concreto, la presión de sus amigos Colombianos y el más ventajoso tipo de contratos de prospección y explotación que posibilitaban las modificaciones acometidas por Ecopetrol, a principios de los 80, le habían hecho plantearse apostar por los entonces prometedores campos de Caño Limón y
Cusiana-Cupiagua.
—Podría ser. ¿Y en el caso de las monjas?
―Vete a saber.
―Pero lo que te convenía es que la prensa francesa se enterase cuanto antes,
ya que te brindaba una magnífica oportunidad para continuar llamando la atención
sobre tu denuncia.
―Claro, pero el asunto se había vuelto sumamente delicado. Me importaban
un bledo los negocios de Jaled o los motivos que pudiesen tener las monjas para preservar el secreto, pero si realmente había una relación de causa efecto entre mi informe y el secuestro de una niña inocente, habría podido suponer una gravísima
irresponsabilidad actuar contra la estrategia de la policía.
166
—Vaya, que la idea del comisario de implicar sentimentalmente al autor de la
denuncia había comenzado a dar sus frutos.
—¡Qué duda cabe! Puede que Durand tuviese razón. Lo cierto es que yo desconocía muchos datos y no iba a resultarme fácil conseguirlos salvo que las hermanas
me ayudasen a tirar de algunos hilos con habilidad.
―¿Pudiste hacerlo durante el viaje?
―En parte.
―¿Qué averiguaste?
―Prefiero que leas el nuevo capítulo que estoy terminando. Te lo enviaré la
próxima semana.
―Cómo te gusta intrigarme.
―Reconoce que esa trama de misterio es un ingrediente esencial de El francotirador y no voy a destriparla.
—Salvo que se me haya ocurrido una versión mucho más intrigante.
—Pero yo soy el autor.
—Eso podría cambiar.
—¿No estarás pensando en apropiarte de mi novela?
—Digamos que tengo un plan, pero ¿por qué no te vas a proa a dormir un rato
y me das tiempo para que perfile lo que quiero proponerte? —Era la hora de la siesta
y tuvo la impresión de que le apetecía echarse un rato.
―Te tomo la palabra, Teresa, que en lo de la siesta has estado brillante.
167
UNA CRÓNICA A DOS VOCES
Mientras Álvaro dormitaba al sol en la proa del Isla de Corisco, Tere se dispuso a desmenuzar su plan. Así que, decidida a aprovechar el resto del fin de semana a
bordo para convencerle, se dirigió a popa con su cuaderno de notas, sus artilugios de
música y su inseparable loción protectora
y orientó al sol la butaca en la que había
llorado la noche anterior. Mientras las ideas se agolpaban en su mente soñadora Shakira cantaba This is time for Africa. El texto que comenzaba a imaginar debería tener
un formato original e innovador. ¿Un documento electrónico con recursos multimedia
que completasen la narración, asociado a una página web desde la que propiciar la
interactuación con los lectores y de ellos entre sí? Estaba convencida de que la narración de la trama inspirada en el asesinato podría servir de hilo conductor siempre que
ella pudiese intervenir. ¿Cómo? A partir del borrador completo de El francotirador, los
capítulos inconclusos, los artículos de prensa publicados y las notas, fotos, películas y
recortes de prensa que él conservaría podría concebir y poner en práctica, con su
ayuda, un plan de investigación periodística que le permitiese indagar por su cuenta
y descubrir la verdad sobre el incidente en Francia de la niña testigo y las desapariciones de Linda y de la hijita que buscaba. Y, además, ¿por qué no vivir aquella avetura en primera persona?
Al cabo de un buen rato aparecieron algunas nubes y comenzó a refrescar. Cayó
en la cuenta de que Álvaro podría enfriarse y bajó al camarote en busca de una manta.
―¿Qué haces Teresa?
―He comenzado a trabajar en nuestro proyecto y no me interesa que agarres
una pulmonía.
Le agradeció su atención con una sonrisa. Sentía fresco y estaba a punto de levantarse, pero se acurrucó para saborear aquel gesto entrañable que hacía mucho
tiempo que nadie había tenido con él. No le había pasado por alto la mención a “nuestro proyecto”, pero ya tendría tiempo de enterarse de qué bullía en aquella inquieta
cabecita de niña bien. Ella regresó a popa, recuperó los chismes que había dejado
junto a la butaca, bajó a la cocina y puso agua a calentar. Luego, izada en una de las
literas del camarote de proa, se asomó por el ojo de buey y le zarandeó.
―¡Arriba gandul!, que tenemos que aprovechar el tiempo. A tu edad no conviene dormir tanto. ¿Te apetece un té?
―Vale, pero tráemelo aquí. ―Cómo ya conocía sus gustos, no preguntó más.
Puso el sobre de earl grey en una taza, vertió el agua caliente, echó gran cantidad de
azúcar, removió tan empalagoso jarabe y se lo pasó por la claraboya. Se preparó un
zumo de naranja, se recogió el pelo y se sentó ante la amplia mesa de madera color
cerezo de la cámara. Él ya venía a su encuentro doblando el cobertor.
―¿Más té? Te necesito muy despabilado.
―No hace falta. Soy todo suyo, jovencita ¿Puedo encender la pipa?
―Mejor; si fumas no hablarás.
―Ni creo que sea necesario. Como me dijiste aquella tarde en Gibraltar ―añadió
socarrón― seguro que tú me lo vas a contar.
―Y bien que lo hiciste… Bueno, lo primero que necesito es saber qué pretendes
exactamente con El francotirador.
―Ya te lo he dicho: narrar mi experiencia de denuncia de la corrupción generada por la política española de cooperación con Guinea Ecuatorial en los años ochenta
que supuso un antes y un después en mi vida.
―¿Tienes escrito mucho más de lo que conozco?
―Sí, pero son capítulos inconclusos e inconexos a los que aún hay que incorporar muchos episodios, notas personales y citas de artículos de prensa relacionados
con las principales iniciativas de apoyo a la democracia ecuatoguineana en las que
intervine.
―Digo yo que conservarás documentos originales, fotos, películas y que tendrás un buen archivo de recortes de prensa, pues los vamos a necesitar.―Como Álvaro se afanaba sin éxito en encender la pipa, continuó sin aguardar su respuesta―.
Creo que el principal problema estriba en que el asunto de la hermana Llopart, que te
sirvió entonces para potenciar tu denuncia y que ahora pretendes utilizar como intriga vertebradora del relato principal de El francotirador…
―Te parece mal. ¿Es eso, verdad?
―No, pero conduce a un callejón sin salida.
―¿Por qué?
―Es una historia inconclusa que no te servirá.
―Partiré de hechos conocidos y el resto me lo inventaré. Ya casi he hilvanado
una continuación plausible. Valdrá para mantener el suspense hasta el desenlace final. ¿Quieres conocerla?
—Antes no y ahora sí.
—Mientras dormía he pensado que podríamos mejorarla juntos.
―No, prefiero investigar. Con mi colaboración podrías contar la verdad. Substituir fantasía por realidad. O, al menos, intentarlo.
―Todo es realidad en El francotirador.
―Todo no. Acabas de reconocer que te dispones a engordar a golpe de ficción
los escasos hechos reales que conoces sobre el crimen de Ebebiyin.
―Me refería a lo esencial de mi denuncia.
―Esta es mi propuesta; ¡presta atención!
―¡Qué miedo me das, Teresa!
―No seas falso, todas te han encantado aunque no quieras reconocerlo… ni
las hayas aprovechado.
―No das puntada sin hilo. Dispara.
170
—Pretendo que no tengas que inventar nada. Si los hechos reprobables que
delatas en El francotirador sobre la corrupción propiciada por los Gobiernos españoles
en Guinea y las subsiguientes represalias contra ti fueron estrictamente ciertos ¿por
qué no aderezar la narración con la auténtica trama que se oculta tras el crimen, la
salida de la niña del país y su posterior secuestro en Burdeos?
―Ya se conoce lo esencial.
―Puede que sí o puede que no. Tú cuéntame los hechos que te faltan por narrar y proporcióname todos los documentos que conservas.
―¿Y tú completas El francotirador?
―Más, mucho más: también incorporaría mi presencia.
―¿Y cómo vas a hacerlo en el relato de unos hechos que no viviste?
―Pero que aún estoy a tiempo.
―¿Cómo?
―Retomando las pesquisas que tú no concluiste hace veinte años.
―¿Para qué? Del asesinato no se ha conseguido saber nada más que lo poco
que se publicó en su momento. Durand se salió con la suya y nunca llegó a relacionarse con el secuestro de una niña negra en Francia, por la simple razón de que
aquel nunca se produjo.
—¿Cómo que nunca se produjo? —Desconcertada.
—Aunque es cierto que la niña estuvo en paradero desconocido durante un
tiempo no se trató exactamente de un secuestro. Lo último que supe es que la policía
se vio obligada a aplicarle un protocolo rutinario de testigo protegido del que sólo tuvo conocimiento un restringido círculo de personas.
―¿Un protocolo rutinario de testigo protegido? —Tere se quedó de una pieza,
pero no se dio por vencida—. ¿Te parece poco? Ahí ya hay bastante tela que cortar.
Por principio no creo en las versiones oficiales. Piensa, Álvaro, ¿si hubiese sido así a
qué vino el no advertir de ello a Élise? ¿Qué sentido tuvo la rocambolesca movida de
la policía para implicarte sentimentalmente? ¿Cómo se explica el papel de la Nunciatura? etc. Tú mismo me has confesado que persisten muchos interrogantes sin resolver. Además, ¿por qué dejar sin respuesta la desaparición de Lindita o, incluso, la de
la propia Linda, a la que nunca más volviste a ver? Son asuntos tan intrigantes que
despertarán la curiosidad del lector. Intuyo que falta mucho por saber. Podría ser mi
primer trabajo periodístico de investigación. ¿No crees?
―Puede, pero…
―¿Qué?
―De entrada, te impediría concentrarte en el proyecto que tenemos entre manos y que requerirá toda la atención de los integrantes de la expedición a Ecuador
durante los próximos meses.
―A menos…
―¿Qué propones?
171
—Muy sencillo: que incluyamos tu proyecto actual en El francotirador. Mejor
aún, que subsumamos El francotirador en una nueva novela cuya finalidad esencial
sea dar a conocer ese insólito modelo de participación que propugnas.
—No se me ocurre cómo.
―A mí sí. La nueva historia podría comenzar el día en que Dani Viola me propuso que le acompañase a Tánger aquel fin de semana. Contaría…
―¿Quién contaría, tú o yo?
―Como lo que realmente te gusta es…
—¿Hablar?
—Digamos que hacer cosas originales e interesantes y contarlas en público. Y
lo que a mí me va es…
—¿Husmear?
—Por supuesto, y escribir.
—Vaya, que tú serías la autora.
―No exactamente, pues aunque asumiera una parte de la redacción del texto,
siempre sería la crónica a dos voces de una periodista y de un profesor.
―¿Una crónica a dos voces de qué?
―Tal vez —dudó, pero lo dijo— de una seducción.
―¿Quién seduciría a quién?
―Seducir es una acción compartida.
―¿Es que te apetecería vivir una variante de Una chica y un señor.
―¿Por qué no?... Me parece que viene alguien, asómate.
José Luis el pescador, que se había acercado para traer los chocos que le habían encargado por la mañana, aceptó el café con leche que Álvaro le ofreció, pero
declinó subir a bordo y permaneció en su lancha abarloada a sotavento mientras Tere
lo preparaba. Lo bebió de un sorbo y, sonriente como siempre, arrancó el motor y
viró a poniente para largar la red. Habían desaparecido las nubes, pero el viento había rolado al noroeste y comenzaba a refrescar. Ambos entraron en la cámara dispuestos a reanudar su conversación. Había llegado el momento de que Tere desmenuzara las ideas que bullían en su cabeza para convencerle de redactar de consuno
aquella nueva novela que iba a proporcionarle su primera incursión en el periodismo
de investigación. Mientras aguardaba a que volviese a acomodarse frente a ella tuvo
la sensación de que se alejaba su pasado juvenil y comenzaba a disfrutar de una
nueva edad. ¡Qué maravilla! Estaba a punto de arrojar por la borda todo aquel lastre
de rancios prejuicios que le impedían ser una mujer plenamente feliz.
172
e.NOVELA DE TEXTO
―Lo que propones está muy bien, pero ¿no sería un error mezclar un lejano
testimonio personal de unas vivencias en África con la aventura de adentrarse en el
remoto futuro del autoaprendizaje y de la acción políticas, esto es, con la oportunidad
de vivir y el pretexto de soñar el inusitado espectáculo de un amanecer fugaz mucho
antes de que despunte el alba?
—Repite eso del amanecer.
—El inusitado espectáculo de un amanecer fugaz mucho antes de que despunte el alba.
—¿Noticia de un amanecer fugaz? Ya tenemos el título, pero sigue, sigue.
—No, simplemente, que habría que cocinar en una misma olla capítulos de denuncia reales y narraciones prospectivas sin conexión alguna, mezclados con ingredientes como la historia inacabada de una misionera asesinada, el secuestro de una
negrita, las peripecias de una expedición y la imposible seducción entre un viejo profesor y una encantadora jovencita.
―Si lo pones así… —Alargó el brazo para acercar su guitarra.
―Es lo que hay, compañera. Siento desanimarte.
―Cómo se nota que aún no me conoces. Ya he pensado en eso: concebiremos
nuestra crónica a dos voces como una e.novela de texto.
―¿Qué?
—Una e. novela de texto.
—Explícate.
Alborozada en el enigma comenzó a cantar La flor de la canela. Luego, apartó
la guitarra, fisgoneó en su pequeño cuaderno de notas y, con su cautivadora sonrisa
y su fino deje sevillano, me explicó que era la deliberada fusión gráfica y conceptual
de dos vocablos bien conocidos: el que el Diccionario de la lengua española, antes de
su vigésima tercera edición, definía como obra literaria en prosa en la que se narra
una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores con la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de
pasiones y de costumbres; y el que califica al libro que sirve en las aulas para que
estudien por él los escolares.
—¿Y la e?
—De electrónico, en alusión —aclaró— a la modalidad de soporte que requerirá
nuestra obra para desplegar todos sus recursos.
―Me gusta. ¿Has fusilado esa denominación o es tuya?
―Ha salido de esta cabecita. ―Tere sonrió y, coqueta, se soltó el pelo. Él, una
vez más, no pudo menos que lamentar que tan encantadora muchachita no hubiese
aparecido en su vida treinta años antes―. La verdad es que no la he visto en ningún
sitio. Atiende, lo que quiero decir es que incorporaría tres componentes esenciales.
Primero, Guinea, esto es, la denuncia de cómo los falsos demócratas responsables de
la cooperación fomentaron la corrupción y represaliaron a los denunciantes.
―Como ese queridísimo ginecólogo sevillano amigo de tu padre que nos representa en el Parlamento Europeo.
―Ni menciones a ese gafe medio lelo. No sabes lo mal que me cae. Anda, enciende de una vez la pipa y no me distraigas.
―De acuerdo, continúa.
―En segundo lugar, la reflexión sobre los límites de la actual democracia representativa. Y, por fin, el funcionamiento del modelo alternativo que propones. Esto
último mediante esa exposición superguai, asociada a la expedición de nuestro grupo
a los Andes, la Amazonía y el Pacífico y a ese fantástico viaje en el tiempo que tienes
en mente. Y todo ello envuelto en una trama cuyo suspense permita digerir lo que
pretendes contar sin aburrir al lector. Es decir, lo que ya se sabe del asesinato de la
monja y de las desapariciones de Ágata, Linda y Lindita, más todo lo que yo consiga
averiguar. Y, como complemento eso que tú denominas “vicisitudes de una seducción
imposible entre un viejo profesor y una encantadora jovencita” mientras se afanan en
poner negro sobre blanco su crónica a dos voces.
―Todo muy sugerente salvo esa seducción que no interesará a nadie.
—Puede que a mí sí.
—Además, tu propuesta plantea serias dificultades de calendario.
―¿Cuáles?
―Habría que aplazar el inicio de la expedición prevista para agosto.
―¿Por qué?
―Necesitarías algún tiempo para realizar tu investigación, y eso contando con
que pudieses comenzar de inmediato.
―Puedo hacerlo. Mi única obligación actual es completar el máster que está a
punto de acabar con un reportaje de investigación. Y ya verás cómo me las arreglo
para involucrar a los participantes en la expedición y para no detener mis pesquisas
durante la misma. Tengo el tema y un socio-director de mi tesina con el que no contaba. Y además me hace ilusión que podamos aprovechar para clarificar un poco el
actual panorama del manido género de la novela supuestamente autobiográfica.
—¿De qué manera?
―Apostando por qué se diferencie entre realidad y ficción cuando se narren
hechos de interés público que hayan sido conocidos de primera mano por la privilegiada posición del autor. Es decir, evitar la confusión del lector contándole la verdad
en vez de recurrir a la insinuación interesada. Por ejemplo, cuando tu mencionas en
El francotirador el asalto a un barco español en el puerto de Malabo y contrapones las
versiones del protagonista y la de Exteriores no es fácil discernir si se trata del relato
de un hecho ficticio; de un hecho ficticio, pero susceptible de haber podido ocurrir o
de un hecho real y, por tanto, siempre sobrevolará la duda de quién decía la verdad.
―Podría tratarse de una calculada ambigüedad.
174
―Vale, pero entiendo que en ese caso concreto, el autor, es decir tú, que viviste personalmente aquel incidente, lo que pretendes es denunciar que un embajador
de carne y hueso, al que identificas en el texto con su verdadero nombre y apellidos,
no tuvo empacho alguno en mentir a su ministro y a la opinión pública. Por tanto, ya
que te arriesgas a llevar la delación hasta ese punto de compromiso personal ¿por
qué dejar que el lector se quede con la duda?
―¿Cómo evitarlo?
―Pues aportando la prueba irrefutable de la foto del barco con los polizones a
bordo que me enseñaste
y, en general, incorporando al texto un conjunto de
símbolos ad hoc con enlaces susceptibles de abrirse con un simple clic.
―Vale, pero eso exige…
―Que concibamos la novela como un documento electrónico, como corresponde a los tiempos modernos. No olvides que ahora se trataría de un nuevo texto que
enlazaría sin solución de continuidad los hechos pasados que deseabas narrar con tu
proyecto actual de exponer, del modo más didáctico posible, el modelo de participación del que nos hablaste en Tánger.
―Me interesa tu propuesta de concebir esa crónica a dos voces como libro
electrónico en vez de como publicación convencional.
―¡Ojo! que lo que hoy se entiende por libro electrónico no es exactamente lo
que yo propongo. No se trata sólo de que nuestro texto pueda ser leído en ese tipo
de soportes cada vez más usados. Mi pretensión va mucho más allá, ya que debe
incorporar recursos multimedia susceptibles de ser desplegados de inmediato.
―¿Qué tipo de recursos, además de las fotografías y de los documentos que
corroboren la veracidad de lo que afirmemos?
―Muchos más. Música, por decir algo. Si mencionamos la película Doctor Zhivago, que el lector, si le apetece, pulse el símbolo alusivo que incluiremos en el texto
y pueda escuchar el Tema de Lara mientras continúa leyendo. O si se explica algo,
que facilitemos su comprensión aportando una presentación, tipo power point, un video o cualquier otro recurso didáctico. Que si desconoce el significado de algún término tenga a golpe de cursor un diccionario o una enciclopedia que le ilustre. Y puestos a ello seguro que se nos ocurren muchas cosas más. Te pondré un ejemplo: piensa en el siguiente párrafo de una novela que describiese una travesía en barco en el
que el encargado de cocinar ese día preguntase: ¿Qué comemos hoy? Aquí sólo veo
cebolla, patatas, zanahoria, un resto de la lechuga de ayer y un bote de mojo rojo
portugués. —Hizo una pausa deliberada.
—¿Y qué?
—Pues que en nuestro caso podríamos añadir “Pues no tires la lechuga”, seguida de un símbolo como éste —Tere, dibujo con rápidos trazos un rectángulo en el
que incluyó una cuchara y un tenedor— para que el lector sepa a qué atenerse si
alguna vez se llegase a encontrar en tan desesperado brete.
—Genial ¡Qué bien me vendría tener a bordo una novela así! Ya me contarás
cómo salir de ese reto culinario.
—Y de otros peores.
175
―La dificultad estriba en que los actuales soportes de lectura, tipo e.books,
aún resultan muy limitados a la hora de desplegar tales recursos.
―Pero ya existen las tabletas y es sólo cuestión de tiempo que se generalice
su uso. No me cabe ninguna duda de que el libro de papel tiene los días contados. Y,
además, nosotros escribiremos para un futuro en el que esas menudencias técnicas
estarán resueltas.
―En eso coincido contigo plenamente. Es más, estoy convencido de que esa
nueva modalidad de lectura constituye una exigencia ineludible para el desarrollo de
los seres humanos.
―Sin exagerar.
―Y no lo hago. Cómo se ve que aún no sabes de qué va mi modelo de participación fraccionada.
―Sí, pero algo me dice que pronto seré una experta.
―Lo curioso es que, aun sin saber de qué va, estés apuntando ideas esenciales
para su desarrollo. Fíjate, acabas de proponer que dotemos a nuestra narración de
diversos recursos multimedia que la complementen. Confieso que, a pesar de estar
absolutamente convencido de que mi modelo es inviable sin el uso de las nuevas tecnologías de la infocomunicación, pensaba en una novela convencional sin que se me
hubiese pasado por la cabeza lo que propones.
―Diré en tu defensa que es lógico que recurras al formato de narración al uso
si tu pretensión se circunscribía a hacer pública tu experiencia guineana. No en vano
eres un “inmigrante digital”. Ahora bien, cuando te has planteado explicar del modo
más didáctico posible tu modelo futurista de aprendizaje y ejercicio de una nueva democracia, no has dudado en que era esencial innovar y nos has convencido a un
montón de “nativos digitales” para que te echemos una mano.
―Qué duda cabe que tu plan para acometer conjuntamente una narración que
parta del borrador de El francotirador asocia mi pasado a nuestro presente y me brinda tu ayuda, tanto para profundizar en la trama, como para engarzar creativamente
las ideas que nos deparará la expedición a Ecuador. Desde ese punto de vista adquiere todo su sentido que adoptemos desde ahora ese modelo de e.novela de texto
que acabas de proponer, pero sin dejar de estar abiertos a las ideas enriquecedoras
que puedan aportar nuestros compañeros de viaje en esta aventura. Escucha esta
grabación. ―Álvaro conectó su portátil y buscó sin éxito un archivo de voz—. Es
igual. ¿Recuerdas que te hablé en Tánger de María y de Boliche?
―Claro, la chica invidente y su perro guía.
―Pues bien, María, tras reflexionar sobre las ideas que yo le había avanzado
en torno a mi modelo de participación, me ha enviado hace unos días una grabación
para que podamos debatirla durante la expedición. Me limitaré a la iniciativa que denomina Wikiacción.
En síntesis, ella se hace la siguiente pregunta ¿si Wikipedia
es una exitosa enciclopedia virtual de consulta libre y abierta a la edición colectiva,
por qué no promover una especie de agenda global para la acción de funcionamiento
similar, pero dirigida específicamente a facilitar la participación ciudadana? Es decir,
una peculiar agenda virtual que permita, tanto acceder a un creciente conjunto ordenado de propuestas de acción previamente recopiladas y dispuestas para su inmediata ejecución; como intervenir, individual y colectivamente, en el diseño y puesta a
punto de otras similares.
176
―¡Qué bueno!
―Es más, cuando conozcas bien cómo opera la instancia PF, que es el instrumento piloto de aplicación de mi modelo, y te familiarices con lo que llamo oportunidad de participación fraccionada, comprenderás plenamente la gran potencialidad
de la idea de María. Yo acabo de hacerlo ahora al asociar su idea con tu propuesta.
―¿Te refieres al uso de un documento electrónico que permita desplegar recursos multimedia que complementen el texto?
―Así es. Mientras tú me propones eso, ella me habla de Wikiacción y, de repente, veo con claridad meridiana cómo los futuros libros electrónicos o sus derivados conectados permanentemente a Internet serán la vía ideal para que los ciudadanos se inicien en el aprovechamiento de las oportunidades PF de mi modelo y dejen
de perder el tiempo publicando chorradas en las redes sociales. Pero todo esto lo dejaremos para este verano. Y ya que tú vas a ser la autora principal ¿tienes alguna
idea de cómo arrancaría la nueva novela?
—Te lo acabo de decir: el día en que DVL me propuso en el bar de la facultad
que le acompañase a Tánger y yo me puse en contacto contigo para que me hicieses
un hueco.
—Lo recuerdo bien, no-te-lo-puedes-imaginar-arroba-hotmail-punto-com, pero
no fue la primera vez. A veces, las mujeres tenéis mala memoria, sois crueles y no
soléis reconocerlo. Tú y yo ya nos habíamos encontrado antes y mantuvimos una
breve conversación.
—¿Sí? —Estupefacta por aquella revelación inesperada.
—Fue un domingo de abril, en el Parque de María Luisa. ¿No te acuerdas?
—Para nada, pero cuenta. —Más que intrigada.
—Ibas con unos conocidos míos que nos presentaron. Y tanto me impresionaron
tus ojos que se me ocurrió preguntarte ¿señorita, son suyos esos ojos tan bonitos?
—¿Y qué te respondí, si es que se puede saber?
—¡Pues, claro! Y añadiste ufana con tu media lengua de entonces: me llamo
Tere y tengo tres años. Y, convencido de que habíamos congeniado, quise darte un
beso, pero te ocultaste tras la falda de tu madre y me rechazaste.
—¡Ah, amigo! Eso explica tu desconcierto de esta mañana en la playa.
—O su antónimo, si consideramos, como puntualizaría nuestro amigo Dani,
que desconcertar incluye acepciones tales como perder la serenidad, desorientarse o
hacer o decir algo sin el miramiento y orden que corresponde.
—Touché.
—Por cierto ¿cómo pudiste saber que el autobús tenía más plazas?
—Ya te lo dije: no te lo puedes imaginar.
—Dame una pista.
—Llamé al gerente de la empresa para decirle que deseaba viajar con vosotros.
177
—¡Ya!... Decías, Teresa guapa.
—Que la novela debería comenzar con la narración del inicio de nuestro segúndo —recalcándolo— encuentro. Es más, como fue tan inesperado y ambos ocurrieron
un día de abril con los naranjos en flor, lo titularía Azar de Azahar. Así que ya tenemos título para el primer capítulo.
—Fantástico. Y ahora, aclárame una cosa ¿quién será el autor?
—Ambos, de consuno, pero, para que no te quejes, yo redactaré las crónicas a
partir del borrador incompleto de El francotirador, de los documentos que me facilites, de las conversaciones que mantengamos y de todo lo que nos depare esa expedición al futuro. Las entremezclaré a mi aire con los resultados de mis pesquisas. A
ti, aparte de que siempre puedes darme cuantos textos quieras, ¡qué ya veré dónde
y cómo incluirlos!, te dejo que redactes y firmes la presentación.
—Supongamos que algunos de esos textos llegasen a expresar sentimientos
íntimos con respecto a ti o a cualquier otro personaje de la novela cuya revelación anticipada podría interferir en esa imaginaria seducción progresiva que quieres incluir.
—Ese es el problema de ser autores y personajes al mismo tiempo, pero lo único que se me ocurre a bote pronto es que ambos omitamos ese tipo de manifestaciones hasta que, una vez concluido el borrador, decidamos compartirlas. Confío en que
se nos ocurra algo antes de publicarla.
—¡Ay, Teresa guapa! ¿En que estaría soñando cuando te puse al timón de este
barco al zarpar de Albufeira?
—Eso digo yo.
Se levantó sonriendo y subió a cubierta. Seguía sin amainar el viento fresco
que rolaba al norte. Sintió un escalofrío, pero no regresó ni a por su rebeca, ni a por
la cámara de fotos. Caminó hacia la proa con sus nuevos retos. Sabía de más que él
saldría tras ella para abrigarla y que su retina retendría para siempre la soberbia
puesta de sol que despedía aquella decisiva jornada.
—Creo que te mereces alguna diversión como premio. —Le susurró a sus espaldas mientras colocaba sobre sus hombros una cálida prenda de lana.
―¿Qué propones? —Preguntó, sin dejar de mirar a poniente—. Anochecerá
pronto y no parece que haya mucho ambiente en esta isla.
―¿Te gustan los fados?
—Me encantan, aunque ya sabes que prefiero el jazz.
―Pues hecho. Naveguemos por el canal hasta Olhao y atraquemos en el puerto deportivo, lo que nos llevará media hora escasa. Desembarquemos, cenemos un
buen pescado, cojamos un taxi y estaremos en quince minutos en Faro. Como tenemos todo el domingo para llegar al Guadiana, nada nos impide acostarnos cuando
nos plazca.
―De acuerdo, marinero.
―Pues al puente, capitán, que yo izo el ancla.
178
LA PRIMERA CRÓNICA
El domingo por la tarde el barco atracó en la Marina de Vila Real de Santo António donde les esperaba Paco Fuertes que, avisado por Álvaro, se había acercado
desde Ayamonte con una correa de repuesto para reparar el alternador del motor de
babor. A Tere, que ya le conocía por lo que había leído de El Francotirador, le encantó
encontrarse con uno de los personajes de la novela y, como se disponían a acercarse
a Albufeira para que ella recogiese su coche, le animó a que les acompañase. Paco,
discreto donde los haya, prefirió quedarse y echar un rato en la sala de máquinas.
Ambos se emplazaron para no tardar en verse y hablar de Guinea.
—¿No vas por la autovía?
—Por esta ruta tardaremos más.
—Curiosa ventaja.
—Tómalo como una prueba de cuánto aprecio tu compañía.
—Genial, pero no olvides que debo regresar a Sevilla esta noche. —El lunes tenía la última clase del máster.
—Pues quédate al rodaje del vídeo.
Canal Extremadura TV había encargado a la productora de unos amigos suyos,
Elegantmobfilms, una decena de documentales sobre el curso completo del Guadiana,
desde las Lagunas de Ruidera y las Tablas de Daimiel hasta la desembocadura. Al día siguiente, Paco le acompañaría río arriba, para encontrarse por la tarde con
Juanlu de No y su cámara en el pantalán de Penha de Águia.
El martes irían al
Pulo do Lobo con Fernando Vargas “Zaraque”
y luego entrevistarían al Dr. Claudio Torres
en Mértola,
el último punto navegable del Guadiana. El miércoles
se grabaría el descenso del río
en el Isla de Corisco.
Se detuvieron en Tavira y merendaron en el Jardín do Coreto junto al río Gilao.
Luego tomaron la pequeña carretera que lleva a Santa Luzía, esquivaron Olhao y Faro, y volvieron a desviarse para entrar en Quarteira y recorrer su paseo marítimo. En
la Marina de Vilamoura él compró tabaco de pipa y ella tomó un helado de tuti-fruti.
Ya de noche, poco antes de llegar a Albufeira, Álvaro, al volante de su viejo Jaguar
Sovereign, también azul marino, cayó en la cuenta de que sólo faltaba la música para
revivir el viaje que había hecho con Thérèse desde el Coll de la Faucille a Ginebra,
más de veinte años atrás.
—¿Quieres poner el CD de Edith Piaf que hay en el salpicadero?
—¡Sueña, Álvaro! —y, como entonces, sonó Ne me quitte pas.
Una vez en el aparcamiento subterráneo de la marina, Álvaro limpió a conciencia el parabrisas del Morris descapotable, comprobó el nivel de aceite, selló con un
par de besos cariñosos el recital de consejos que dan todos los padres a la hija que
emprende un viaje en coche y Tere, tras asegurarle que le llamaría en cuanto llegase, partió hacia Sevilla. Tenía tanto que cotillear que pensó recalar en casa de su madre en la Avenida de la Palmera, pero era tarde y se dirigió al ático de la Pila del Pato
en el que se acababa de instalar.
Sea por la calle Alhóndiga, Imperial, Carrión Mejías, Cardenal Cervantes o Zamudio, se accede a una pequeña plaza triangular dominada por un enorme laurel de
indias (ficus microcarpa) escoltado por naranjos. Conocida en el siglo XIII como Plaza
de la Espartería, por ser un lugar asociado al comercio agrícola que acogió el mercado de hierbas y paja seca, tomó su actual nombre del convento de las agustinas que,
tras diversas reformas, llegó a ser el edificio, obra de Juan de Oviedo, inaugurado a
mediados del XVIII. Pero desde que instalaron en ella, en 1966, una fuente de mármol con balaustre neoclásico y mar circular, que soporta otra más pequeña coronada
por un pato que hace de surtidor, es conocida popularmente como la “Pila del Pato”
―“En la pila der pato mi arma t’e conocío, y conté los lunares, mi arma, de tu vestío”―. Una “fuente viajera”, como la llamó Domínguez Arjona, pues a mediados del
siglo XIX había substituido en la Plaza de San Francisco a la de Mercurio, fue trasladada a la Alameda de Hércules en 1881 y al Prado de San Sebastián en los años cuarenta.
Tere había asumido dos tareas que debería realizar simultáneamente: de un
lado, completar los capítulos inconclusos de El francotirador con ayuda de lo que Álvaro le contase; de otro, acometer cuanto antes su particular investigación a partir
de donde él la había dejado hacía más de dos décadas. Disponía de todos los materiales recopilados y de la clave para acceder a la nube virtual en la que él almacenaba fotos y documentos probatorios relacionados con su aventura guineana. No le faltaban interrogantes, intuiciones y motivación. Le bastaron dos días para familiarizarse
con la documentación disponible, pero a medida que digería todo aquello no cesaba de
darle más y más vueltas a cómo iniciar sus averiguaciones en torno a los motivos, pero
también a las consecuencias para algunas personas del crimen de Ebebiyín.
El miércoles se despertó bastante antes del amanecer, se preparó un café y
comenzó a redactar su primera crónica con la ayuda de algunos documentos y de las
notas que había tomado durante la travesía desde la Isla de Culatra a Vila Real de
Santo António.
(Tere de Almeida. Plaza de San Leandro. Sevilla. 30.05.12, 05.30 h).
A principios de noviembre de 1988 Álvaro ya no podía aplazar más su decisión. El Congreso de los Diputados acababa de incluir el debate sobre las
conclusiones de la Comisión de investigación de la cooperación hispano-guineana en el orden del día del Pleno convocado para mediados de mes. Dada
la cantidad de materias era previsible que el asunto de Guinea, colocado deliberadamente en último lugar, no se tratase hasta bien entrada la noche. Un
truco habitual para dificultar que los medios escritos diesen cuenta al día siguiente de algo tan comprometido para la política exterior del Gobierno socialista de la época. Era una razón más para forzar la publicación ese día de
una noticia de impacto sobre Guinea que alertase a la opinión pública de la
importancia de lo que iban a debatir los diputados en la sesión de la tardenoche. Y él tenía esa noticia desde hacía más de un mes. Se la había puesto
en bandeja el comisario Durand. ¿Saltaba, pues, al ruedo y, como Élise le
imploraba a diario, lanzaba a los cuatro vientos el asunto del asesinato de
Ana Llopart en conexión con el silenciado secuestro en Francia de la niña
testigo o renunciaba a activar esa bomba informativa para salvaguardar el
secreto exigido por la policía francesa? No se decidía. Ella, durante el viaje
de París a Pauillac, se había mostrado abiertamente partidaria de que hablase, pero su hermana se puso como una fiera. Es más, horas después, ya en
el château familiar, Thérèse le pasó el teléfono para que el propio Jaled, desde Londres, le convenciese. ”Álvaro no tenemos más remedio que hacer caso a Durand. El comisario tiene el respaldo oficial del Ministerio del Interior
francés. Ellos disponen de toda la información. Podríamos cometer un error
fatal. Confío en tu discreción”.
180
―¿No era contradictoria la actitud de Élise? Para ella habría sido muy fácil
convocar a la prensa gala en Burdeos o en París y contar todo lo que le viniese en gana.
―No se atrevía.
―¿Por qué?
―Inicialmente, Jaled había sido partidario de que los medios informasen
del secuestro y de su posible conexión con el asesinato de la monja en Ebebiyin. Pensaba que el escándalo contribuiría a dinamizar la investigación policial sobre el paradero de la niña, pero pronto comprobé que ni él, ni nadie de
su entorno estaban dispuestos a dar ese paso. Había razones de peso que se
me escapaban. Reconozco que, dada la reiterada insistencia del príncipe y de
su esposa en alinearse con la tesis oficial, pronto descarté esta primera sospecha y, de hecho, me conformé con una teoría mucho menos sofisticada.
—¿Cuál?
—Jaled, por los motivos que fuesen, no estaba en condiciones de actuar
por libre en abierta oposición a la línea oficial de la policía y, dado que “ellos
disponen de todos los datos”, como repetía constantemente, había acabado
asumiendo que esa era la estrategia que más podía beneficiar a la pequeña
Ágata.
—Y Thérèse le apoyaría, claro.
—Plenamente. Y también era de la misma opinión la superiora de la antigua Orden de Élise. Te confieso que nunca lo entendí.
―¿Y qué me dices de la actitud de la Nunciatura? ¿No invitaba a pensar
que algo no se hizo bien en su momento y podría resultar muy embarazoso
tener que explicarlo a la opinión pública muchos años después? ¿No sospechaste nada?
―Por supuesto, pero tampoco logré saber sus verdaderos motivos.
―¿Y qué hiciste?
―Dudar. Ya no se trataba sólo de utilizar o no la noticia de la conexión
asesinato-secuestro como potente carga de profundidad. Si el planteamiento
que me llevó a incorporar el asunto de Ana Llopart en mi primer informe-denuncia al Congreso se basaba en el binomio justicia para la religiosa-apoyo a
la denuncia de la corrupción, ahora se trataba de un dilema endiablado: justicia para la religiosa-apoyo a la denuncia de la corrupción versus recuperación de Ágata. Además, había otra circunstancia que debía considerar: ¿me
encontraba en condiciones de adoptar una decisión razonable y equilibrada
justo en el momento en que me había enamorado de Elisa y ella me correspondía compartiendo conmigo en Madrid todos los fines de semana desde
que regresé de Pauillac?
—¿Crees que te quería o sólo trataba de inclinar la balanza a su favor en
un momento tan crucial de su vida?
—Sería un poco de todo. Tenía derecho a jugar sus bazas en asunto de
tanta importancia para ella.
181
—Muy comprensivo te veo.
―Felizmente un hecho inesperado vino en mi ayuda y permitió que continuase aplazando mi decisión: la llamada del opositor guineano Severo Moto
para comunicarme la sorprendente noticia que le acababa de dar Gaudencia, una hija del sargento Venancio Micó.
―¿Micó?
―Un militar ecuatoguineano que se hizo tristemente célebre en mayo del
83, cuando, tras participar en un intento fallido de golpe de Estado, alcanzó
a refugiarse en la Embajada de España en Malabo provocando una crisis bilateral tan grave que estuvo a punto de generar un conflicto directo. Ni siquiera la llamada telefónica de Felipe González a Obiang, ni las gestiones de
los embajadores de Francia y Marruecos lograron apaciguar los ánimos del
Gobierno ecuatoguineano.
―¿Tanta era la tensión?
―Sí. Los militares cercaron la embajada española y amenazaron con asaltarla si Micó no era entregado en un plazo de 24 horas. El ultimátum debió
ser tan firme que forzó un viaje relámpago del jefe de nuestra diplomacia a
Malabo.
―¿Y?
―Que, tras tensas negociaciones, el ministro logró alcanzar un compromiso que zanjó la crisis.
El militar fue entregado a las autoridades ecuatoguineanas y se desbloqueó la ayuda española a cambio de que se le garantizara un juicio justo, pudiera ser visitado periódicamente por el personal diplomático de la legación española y, en caso de ser condenado a muerte, se
le conmutase la pena. De este modo el Estado español, que tan vergonzosamente le negó asilo político, se comprometió públicamente a garantizar su
vida y las aguas volvieron a su cauce. Mira lo que publicaba El País del 26 de
junio del 83.
Las medidas precautorias adoptadas por el Gobierno de Madrid, dirigidas
a una eventual operación militar para evacuar a los ciudadanos españoles en
Guinea Ecuatorial, fueron levantadas parcialmente ayer, al desbloquearse la
situación tras la visita a Malabo del ministro de Asuntos Exteriores Fernando
Morán. No obstante, el transporte de tropas de ataque Aragón continúa en el
puerto de Las Palmas, así como la fragata Asturias, si bien no se ha producido todavía el arribo del buque-tanque Teide”.
―¿No era muy desproporcionada la magnitud que atribuyó al conflicto el
Gobierno ecuatoguineano?
―Tal vez la explicación esté en las sospechas que llegó a albergar el presidente Obiang de una posible implicación española en el golpe. Liniger-Goumaz, el especialista suizo en Guinea, refiere en su Brève histoire de la Guinée Équatoriale, cómo el ministro Fernando Morán tuvo que negarlo categóricamente. Al parecer, se trató más de una revuelta palaciega, surgida de un
desacuerdo entre los dirigentes nguemistas respecto al enfoque del problema de los contactos con la diáspora, que serviría para arrestar a los elementos a los que se consideraba excesivamente conciliadores.
―¿Conocías a Micó?
182
―No, pero todo hacía pensar que había muerto hacía algún tiempo.
―Explica “todo hacía pensar”.
―Me constaba que el Ministerio de Asuntos Exteriores se había ido desentendido poco a poco del compromiso de que algún miembro de la embajada en Malabo le visitase periódicamente en la cárcel y hacía mucho que no
había ninguna noticia fidedigna que confirmase que seguía con vida. Además, me alarmaron unas declaraciones del secretario de Estado Luis Yáñez
en una comparecencia en el Congreso. Cuando afirmó que "desde el punto
de vista español es un tema cerrado, desde el punto y hora que es un ciudadano ecuatoguineano que cumple una condena en su país" tuve la impresión
de que se estaba curando en salud.
―¿Cuándo dijo eso?
―Tres años antes, pero hacía unos días que acababa de declarar que la
embajada se preocupó por él durante los dos o tres primeros años y que en
su opinión “España no puede tutelar de por vida a un sargento ecuatoguineano”. Y para colmo estaba la respuesta del embajador Antonio Núñez a la
pregunta del diputado comunista Gerardo Iglesias.
―¿Qué contestó?
Álvaro sacó una fotocopia del diario de sesiones y leyó íntegramente la
respuesta del embajador.
"El sargento Micó ya no representaba ningún interés real para España y
creo que ha sido desmesurada en términos de efectividad la atención que se
ha dado en España a este tema respecto de nuestros propios intereses allí.
Hubo un acuerdo verbal antes de mi llegada, por el que el régimen de
Obiang se comprometió a conservar con vida al sargento Micó. Hubo que
plantearse hasta cuando íbamos a ser nosotros los garantes de la vida de un
señor frente a su propio Estado. A medida que iba pasando el tiempo y se
iban cristalizando las ideas de que no había por qué pensar que el sargento
Micó, pasado el primer momento, iba a ser objeto de ningún tipo de represalia, iban disminuyendo nuestras intervenciones. Lo que hacíamos era que
en la medida en que algún miembro de la Embajada iba sabiendo donde estaba se iban retrayendo nuestras intervenciones directas. El sargento Micó
vive, está en una especie de régimen de semilibertad, como están los presos
públicos, en el sentido de que salen de la cárcel, hacen trabajos públicos,
luego vuelven a la cárcel, etc. En concreto, en cuanto al sargento Micó la
respuesta es que vive”.
―Convincente.
―Sólo en apariencia. Sabía por propia experiencia hasta qué punto el
personaje era capaz de mentir.
A la hora del Angelus, cuando los campanarios de todas las iglesias de Sevilla
comenzaban a repicar, Tere decidió levantarse de su escritorio: había llegado el momento de actuar. Localizaría a Élise d’Alesme y se reuniría con ella para comprobar si
tenía sentido el presentimiento que se había ido abriendo camino mientras escribía. Y
sin pensarlo dos veces llamó a su madre para que le pusiese en la pista de su vieja
amiga bordelesa. Marita se sorprendió.
183
―Me imagino que seguirá viviendo en Pauillac. Tengo la dirección del Château
Muret.
—Necesitaría el teléfono.
—Trataré de buscarlo y te enviaré un mensaje. ¿Va todo bien? Ven por casa
que tienes una carta de David.
―Tírala a la papelera. Puede que vaya a almorzar contigo. Un beso, mamá.
―¡Tanta pasión y ahora tanto desdén! Un beso, hija. Ven cuando quieras.
—Marita, que no acababa de asumir el brusco giro que había dado la vida de Tere, se
había sentido reconfortada tras la larga conversación telefónica, la segunda en pocos
días, que acababa de mantener con Álvaro. Además, era probable que se viesen en
Sevilla durante el fin de semana—.
184
RETORNO EN LIBERTAD
Mientras aguardaba a que su madre la pusiese sobre la pista de Élise d’Alesme
se sentó en la terraza y retomó la crónica.
—Se me había ocurrido una idea osada que podría salvarle la vida al sargento si es que aún no había muerto. Así que el 14 de octubre, en medio del
creciente escándalo provocado por la investigación parlamentaria en curso,
convoqué una rueda de prensa en el Hotel Suecia, situado junto al Círculo de
Bellas Artes y muy cerca del Congreso de los Diputados, para apuntar que había serios indicios de que Venancio Micó no vivía y denunciar el incumplimiento del compromiso oficial de velar por su vida adquirido por España en 1983.
—¿Qué eco tuvo?
—Bastante, debido a que uno de los periodistas asistentes sacó de contexto una anécdota que comenté de pasada y publicó al día siguiente que el
ex-director de la UNED en Guinea acusaba al embajador Núñez de ser responsable de la muerte de Micó.
―¿Qué les contaste?
―Que un fin de semana de principios de 1985, el embajador me comentó, al hilo de una conversación distendida que mantuvimos en Bata, que las
relaciones con Guinea iban viento en popa desde que él estaba a cargo de
ellas y que sólo faltaba que le pegasen un tiro a Micó y desapareciese ese
problema latente.
—De eso a matarlo mediaba un abismo.
—Menos mal que Pilar Cernuda y Ana Camacho,
presentes en la rueda de prensa, captaron adecuadamente lo que quise decir y lo plasmaron
correctamente en sus crónicas en La Vanguardia
y en El País,
respectivamente.
—¿Me imagino que enviarías de inmediato una nota aclaratoria?
—Lo hice, por supuesto. El hecho es que mis declaraciones, cuyo objeto
último era forzar al Gobierno español a aportar pruebas fehacientes de que
éste vivía, tuvieron el efecto de reavivar el interés de los medios de comunicación por el olvidado asunto Micó. Lo que no me esperaba es la llamada de
Severo Moto para informarme confidencialmente de que Gaudencia Micó daba a su padre por muerto y que deseaba hablar con la prensa, pero necesitaba ciertas garantías.
―¿Qué tipo de garantías?
—Creo recordar que le preocupaba la seguridad de uno de sus hijos que
residía en Guinea. Así que, de acuerdo con Moto, contacté inmediatamente
con mi amigo Melchor Miralles, entonces periodista de Diario 16, y le puse al
corriente.
—Veo que convertiste el asunto Micó en una potente carga de profundidad.
—En efecto. Cuando Melchor me confirmó que estaba todo arreglado y
que el día del pleno publicarían en portada la declaración de Gaudencia Micó,
pensé que estaba de suerte, pues ya no tendría que recurrir a la denuncia
del secuestro de Ágata en Francia para llamar la atención de la opinión pública. Además, una huelga de controladores impidió que Elisa apareciese aquel
fin de semana en Madrid.
―¿Y?
―Que, con toda certeza, se habría encargado de darme el último empujón que necesitaba para cumplir a pie juntillas sus deseos. Tú no conoces
hasta donde llegaba su tozudez y su capacidad de persuasión.
―¿Persuasión o seducción?
―Tanto da.
Releyó la crónica que había escrito durante la mañana, incluyó una nota advirtiendo que era un avance y se la envío a Álvaro con la promesa de que la completaría
en un par de días. Almorzó y, en cuanto recibió el mensaje de su madre, se apresuró
a llamar a Pauillac. Y con su buen francés y su desparpajo no le resultó difícil que la
chica que atendió el teléfono le facilitase la información que necesitaba: Élise residía
en Royan, donde tenía su estudio de Arquitectura, y sólo iba al château algunos fines
de semana. Y, sin más, tiró de tarjeta de crédito y adquirió por Internet un billete Sevilla-Madrid-Burdeos para el día siguiente por la tarde con la vuelta abierta. Reservó
un pequeño coche y, tras dudar entre Pauillac o Royan, optó por una habitación frente al mar en un pequeño hotel de la bella ciudad del delta de la Gironda.
Y, hecho esto, volvió a la terraza con la intención de cumplir lo que acababa de
prometerle a su socio.
Así las cosas la denuncia de la conexión asesinato-secuestro podría aplazarse sin menoscabo del principal objetivo de Álvaro en ese momento. En
efecto, el impactante reportaje en portada de los periodistas Melchor
Miralles, Ricardo Arqués y José Carlos Duque, titulado "A mi padre, el sargento Micó, lo mataron en la cárcel de Malabo" y el editorial ¿Dónde está el
sargento Micó?, publicados el mismo día del Pleno en el diario que dirigía
Pedro J. Ramírez, tuvieron un gran eco y colocaron en un serio aprieto al ministerio de Asuntos Exteriores, garante oficial de su vida.
―¿Cómo reaccionó el Gobierno?
―No se atrevió a responder a la pregunta que flotaba en el ambiente
hasta pasados cuatro días, tras acceder Obiang a que Micó, felizmente vivo,
y el embajador Manuel Alabart compareciesen juntos en una extraña rueda
de prensa emitida por la televisión ecuatoguineana en la que el militar acusó
a España de no haberle prestado ninguna ayuda.
Al día siguiente, el portavoz de la Oficina de Información Diplomática puso la guinda al reconocer
“que el Gobierno español ha mantenido, hasta la aparición ayer de Micó, una
"seguridad relativa" respecto a la suerte de éste. Así llegaba a su fin la hábil
y paciente trampa fang, tendida por Obiang al Gobierno español, que puso
en evidencia que si Micó seguía con vida no se debía a la protección española, sino a su conmiseración.
186
―¿Has vuelto a saber de él?
―Que fue indultado en 1991.
Por lo demás, los miembros de la Comisión, a excepción del secretario
general del Partido Comunista y coordinador general de Izquierda Unida, Gerardo Iglesias, que emitió un voto particular, no prestaron la menor atención
a la denuncia de la inhibición oficial en el caso de la monja asesinada y, consiguientemente, no se mencionó el asunto en sus propuestas de conclusiones. El bochornoso espectáculo del fracaso de la cooperación
española
en Guinea y las evidencias de la actuación corrupta del Gobierno guineano,
en connivencia con los Gobiernos de la democracia, centraron los debates en
otros aspectos políticamente más rentables para la oposición.
Si el comisario Durand pudo jactarse ante sus superiores de haber logrado su objetivo, Élise debió montar en cólera cuando comprobó en la prensa
española de aquel miércoles 16 de noviembre de 1988 que la noticia-bomba
que había saltado a los medios no era, como él le había prometido, el silenciado secuestro en Francia de la niña testigo del asesinato de Ana Llopart,
sino la denuncia de la muerte de un militar ecuatoguineano. Afortunadamente no pudo localizar a Álvaro, ya que éste pasó todo el día fuera de casa: por la mañana, atendiendo a varios periodistas; por la tarde, asistiendo a
la sesión plenaria del Congreso en la tribuna de invitados. Al día siguiente
llamó varias veces a Pauillac, pero ella se negó a atender su llamada.
—No tuve más noticias de Elisa hasta que Paco Fuertes me telefoneó desde Bata ese fin de año para decirme que Arantxa, que por lo visto sabía que
yo había viajado a Guinea, le había llamado desde Libreville. Le pidió que hablase conmigo y, aprovechando que tenía que visitar en Niefang a una religiosa enferma, arreglase un encuentro de ambos en Bata en los próximos días.
—¿Qué hacías allí en plenas Navidades?
—Un mes antes me había reunido en Madrid, recuerdo que fue en una
cafetería Manila que había en la calle Génova, con la esposa de José Luis Jones Dougan, abogado y secretario general del opositor Partido del Progreso
de Guinea.
—¿El de Severo Moto?
—Sí. A principios del verano, bajo el lema Retorno en Libertad, Moto y
Jones se desplazaron a Malabo para solicitar la legalización de su formación
política. Aquella osada iniciativa se saldó con varias detenciones y una condena de 17 años de cárcel para el segundo, que bien pudo ser un acto de
venganza de nostálgicos del antiguo régimen que nunca le perdonaron su
actuación como fiscal en el proceso que condenó a muerte al dictador Macías
Nguema, en 1979. Llevaba preso varios meses en la siniestra prisión guineana de Playa Negra ―Black Beach o “blabich”― y ella estaba muy preocupada
por su salud. Me pidió que hiciese algo para conseguir su puesta en libertad.
—¿Y qué podías hacer?
—Le dije que me constaba que el Gobierno estaba trabajando en ello,
pero que si no lo liberaban antes de fin de año, tal vez yo podría intervenir.
—Vaya, que te tiraste un farol.
187
—Sí y no. Yo, que por aquellas fechas había comenzado a considerar la
posibilidad de pedirle audiencia a Obiang para proponerle el plan en el que
estaba trabajando con la oposición, podría aprovechar para interceder por
Jones. Atiende y verás. La comisión parlamentaria de investigación de la
cooperación con Guinea Ecuatorial se había cerrado en falso. El Pleno del
Congreso acababa de aprobar una más que descafeinada resolución, impuesta por la mayoría absoluta del partido en el Gobierno, que califiqué de
“dieciséis folios socialistas cutres que omiten toda alusión explícita a nueve
años de caos y complicidad". Échale un vistazo. La encontrarás en las actas
del Diario de Sesiones que te entregué junto con la restante documentación.
—Lo he hecho.
—Pues habrás comprobado que se trata de un nuevo episodio de errores
y traspiés en la historia de la relaciones hispano-ecuatoguineanas. O, si no
¿cómo calificar el hecho de que mientras, a principios de la década de los
ochenta, ningún observador perspicaz parecía albergar dudas sobre lo que
podía dar de sí la “segunda dictadura nguemista”, España, en complicidad
con ella, acometiese ese ensayo de cooperación que todos, PSOE incluido,
calificaban ahora de inexperto y desordenado? Cualquier vía de mayor o menor cooperación con Obiang carente de condicionamientos efectivos en términos de libertad, democracia y derechos humanos estaba condenada al fracaso y nunca beneficiaría al pueblo ecuatoguineano. Es más, como ya estaba
ocurriendo, agrandaba la fosa del subdesarrollo, dificultaba progresivamente
la reconstrucción del país y generaba riesgo e inseguridad en la zona.
—Y tú ¿qué proponías?
—Algo bastante distinto, pero déjame que te diga antes que, gusten o
no, y a mí no me gustaban, debo reconocer que las conclusiones de aquella
comisión parlamentaria marcaban un hito y apuntaban algunas de las líneas
maestras que deberían presidir la futura cooperación española al desarrollo.
—¿Y ha sido así, visto con la perspectiva de más de dos décadas?
—Si lo que quieres saber es si la experiencia guineana de los ochenta ha
condicionado nuestra cooperación al desarrollo, la respuesta es sí.
—¿En qué medida?
—En este momento no sabría responderte con exactitud, pero estoy trabajando en ello, ya que el control ecociudadano de la cooperación es uno de
los aspectos que quiero incorporar a los debates que mantendremos en
nuestra expedición a Ecuador. No obstante, te daré un dato significativo en
relación con el denominado Estatuto del Cooperante. Un instrumento esencial que reivindiqué en mi primer informe y de cuya ausencia me he quejado
reiteradamente. Su promulgación, que era una de las conclusiones-compromiso de la comisión parlamentaria, se ha demorado casi veinte años.
—¡Qué me dices! Sabía que se aprobó no hace mucho, pero desconocía
que esa reivindicación datase de tanto tiempo atrás.
—Pues así es. De entrada, hizo falta esperar una década para que la Ley
de Cooperación Internacional de…, ahora no recuerdo la fecha exacta, pero
búscala entre esas notas que te he dado, mientras compruebo porque se ha
encendido la luz del alternador del motor de babor.
188
Navegábamos a la altura de Tavira cuando Álvaro conectó el piloto automático y bajó a la sala de máquinas.
—Se ha roto la correa, pero continúa cargando el alternador del de estribor. ¿La has encontrado?
—Sí, la leo. Ley de Cooperación Internacional de 7 de julio de 1998,
que establece en el artículo 38.2 la “obligación de aprobar el Estatuto del
cooperante, marco normativo en el que deben contemplarse una serie de aspectos esenciales de la labor de los cooperantes, como son sus derechos y
obligaciones, régimen de incompatibilidades, formación, homologación de los
servicios que prestan y modalidades de previsión social”.
—Y ocho años más para la publicación en el BOE del Decreto que, por fin,
lo estableció.
—Aquí dice Real Decreto 519/2006, de 28 de abril.
—Y eso que en el 88 el propio Defensor del Pueblo español, a la sazón,
Álvaro Gil-Robles, me comunicó personalmente que el Gobierno le había informado que lo ultimarían con carácter inmediato.
—¿Y con respecto a la cooperación con Guinea?
—En nada relevante en la medida en que los Gobiernos españoles han
continuado sin mostrar la menor voluntad política de promover la democracia y el respeto a los derechos humanos en la antigua colonia.
—¿Acaso era posible, dadas las condiciones del país?
—No te quepa la menor duda.
—¿Cómo?
—Aunque reconozco que no era una tarea fácil, consideré, parafraseando
a Mongo Beti, uno de los pensadores más críticos de la corrupción y la mala
gestión de las dictaduras africanas, que una vez que había contribuido con
mi primer informe a mover la primera piedra, es decir, coadyuvar a poner en
evidencia las graves disfunciones de la cooperación, debía proseguir el esfuerzo para mover la montaña. Lo esencial era evitar que la política exterior
española volviese a errar tan groseramente. Y para contribuir a ello, el 24 de
octubre de aquel año registré en el Congreso de los Diputados y entregué
personalmente a los miembros de la Comisión un segundo informe titulado
Propuestas para una cooperación alternativa al servicio de la democracia y
del autodesarrollo de Guinea Ecuatorial.
—¿Qué proponías?
—Que España apostara decididamente por sacar de la postración a Guinea liderando una cooperación multilateral en el ámbito de la Organización
de Naciones Unidas y de la, entonces, Comunidad Europea. Una nueva
cooperación condicionada al desarrollo de la democracia, al respeto de los
derechos humanos y al retorno en libertad de los guineanos en el exilio.
—Eso está muy bien, pero no dejan de ser buenas intenciones. Me refiero
a medidas concretas.
189
—Propuse la constitución en las Cortes de un órgano ad hoc con funciones
de iniciativa, estudio, asesoramiento y control de la política de cooperación
con Guinea, integrado por parlamentarios y asistido por responsables gubernamentales en la materia y expertos propuestos por los partidos y las ONG.
—¿Te hicieron caso?
—En absoluto.
Era muy tarde y decidió acostarse sin finalizar la revisión. Si quería enviársela al día siguiente tendría que continuar escribiendo en el avión, pues por la mañana tenía una cita en la facultad con el director del máster.
190
DE NUEVO CON OBIANG
Al día siguiente, ya en Burdeos y a bordo del coche que había alquilado, temió
que el ferri entre Pointe de Grave y Royan no funcionase durante la noche y, en la
duda, optó por cruzar los puentes sobre los ríos Garona y Dordoña y tomar la autovía
que deja la Gironda a su izquierda. Entre unas cosas y otras llegó a Royan bastante
tarde. Subió a su habitación y se asomó a la terraza sobre la playa: ¡cuánto le gustaban los hoteles con vistas al mar! Se tomó el sándwich de jamón serrano que había
comprado en Barajas y, como no tenía sueño, retomó la crónica en la que había continuado trabajando durante el vuelo.
Dado que, entre la documentación que Álvaro le había proporcionado, encontró
un texto muy reciente en el que narraba en primera persona su encuentro con
Obiang, decidió no retocarlo y lo incluyó.
Por aquella época entró en contacto conmigo Clara López de Letona, una
gran luchadora que conocía mis denuncias y se interesó por mis propuestas.
Y lo más importante, que ella, persona muy activa en el seno de la sociedad
civil organizada, tenía las claves para que mi tarea solitaria diese paso a una
nueva fase de trabajo compartido. Su aparición resultó providencial. Su generosidad, sentido práctico y habilidad política contribuyeron decisivamente,
tanto a sumar a nuestra lucha el inestimable asesoramiento y apoyo logístico
del Instituto de Estudios Políticos para América Latina y África,
dirigido
por Carmelo García; como a favorecer la imprescindible implicación de la
oposición guineana en España y de las llamadas organizaciones culturales.
Diré más, sin Clara no habría sido posible sacar adelante el Pacto de Madrid
que concebimos entre ambos.
Se acercaban las Navidades y, tras las múltiples y largas reuniones que
tuvieron lugar en la sede de IEPALA de la calle García Noblejas de Madrid,
decidí solicitar audiencia y viajar a Malabo. ¿Me volvería a recibir el dictador
tras mis últimos escritos en la prensa y el segundo informe al Congreso en
los que mi posicionamiento ante la dictadura guineana se manifestaba sin
ambages? Puede que los puentes con Obiang se hubiesen roto, pero esa entrevista era esencial para lo que Clara y yo nos proponíamos hacer. Y como
no perdía nada por intentarlo activé mis contactos para que me recibiese antes de su visita de Estado a España, fijada para mediados de enero del 89 y
lo conseguí. Además, me sentía optimista ante el plan que había urdido para
sacar de la cárcel a José Luis Jones y traérmelo de vuelta a España.
Sin embargo, aquel viaje estuvo a un tris de no llevarse a cabo. Hacía casi dos años que había renunciado voluntariamente a mí puesto de trabajo en
la UNED.
Al principio, para concentrarme en la defensa de la persecución
política de la que era víctima por parte de los dirigentes de la Secretaría de
Estado de Cooperación Internacional y, más tarde, cuando pude zanjar
satisfactoriamente tan desagradable asunto, para poner en marcha mi propuesta de cooperación con Guinea. Llevaba, pues, mucho tiempo tirando de
los escasos ahorros que tenía y apenas me restaban fondos para acometer
los gastos de un viaje así. De hecho, pocos días antes de la fecha fijada, me
desanimé completamente y decidí no hacerlo. Ni tenía medios, ni garantía
alguna de que, dadas las circunstancias, mi esfuerzo sirviese para algo. Y me
habría quedado en Madrid aquellas Navidades de no mediar la llamada que
me hizo, desde su domicilio de Alcalá de Henares, uno de los líderes guinea-
nos ―lamento no recordar ahora su apellido, sí que era funcionario de Hacienda en España― para animarme a que viajase y ofrecerme, en nombre de
la oposición, la ayuda económica que necesitase.
Animado por este apoyo decidí proseguir con mis planes, aunque renuncié
a aceptar el dinero que me brindaban. Estaba obsesionado por salvaguardar
mi total autonomía y opté por adquirir el pasaje de ida y vuelta en la agencia
de viajes Nobel con mi tarjeta de crédito ―número 36423922660495―
a
sabiendas de que los del Diners Club sólo recuperarían aquellas 113.000 pesetas ―algo más de 600 euros― que me anticiparon si llegaban ―como no les
quedó más remedio que hacer― a un acuerdo conmigo para fraccionar la deuda en varios pagos. Mi buen amigo el abulense Alberto Dutil, tantos años comprometido cooperante por libre en Guinea, me proporcionó las otras cien mil
pesetas en efectivo que necesitaba para los gastos de viaje. Y, por supuesto,
un estímulo definitivo fue la llamada del diputado José Manuel García Margallo
comunicándome que ya existía un acuerdo entre ambos Gobiernos para liberar a Jones a mediados de enero, tras la entrevista concertada entre Obiang y
el Rey en Madrid. Mi respuesta firme y, debo reconocerlo, altiva, no se hizo
esperar: Dile al ministro que yo lo sacaré antes.
Salí hacia Malabo —continuaba la nota— en vísperas del día de los Santos Inocentes. Dadas mis tensas relaciones con el ministerio de Asuntos
Exteriores español y la incertidumbre que siempre conllevaba cualquier trato
con el Gobierno guineano, me aguardaba una gestión muy arriesgada. De
ahí que, como ya hiciese unos meses antes con ocasión de mi viaje a Francia
para reunirme con el presidente Obiang en el Hotel de Crillon, adoptase algunas precauciones elementales. En aquella ocasión me acompañó el periodista del diario El Independiente que publicaría la crónica de la entrevista.
En ésta, acordé con el embajador en Madrid, que había tramitado el viaje y conocía su contenido político, darle al mismo cierto viso de oficialidad
haciendo que me recogiese en mi domicilio, junto al Estadio Bernabéu, un
coche oficial de la misión y me llevase al aeropuerto de Barajas.
No esperaba que fuese él personalmente quien lo hiciera, ni que se tomase la molestia de acompañarme al mostrador de facturación de Iberia, ni,
sobre todo, que, una vez allí, pusiese en mis manos una pesada cartera negra de piel con la leyenda dorada que la identificaba como valija diplomática
de Guinea Ecuatorial, mientras me espetaba, como la cosa más natural del
mundo, llévala, qué un funcionario de la Presidencia se hará cargo de ella al
aterrizar en Malabo”. Dicho, hecho y, claro, abonado por mí, ¡qué remedio!,
el correspondiente exceso de equipaje que alcanzó varios miles de pesetas
de la época. ¡Cosas de Guinea!, qué exclamaría sin el menor atisbo de extrañeza cualquiera que conozca el país.
Tras volar toda la noche y hacer la habitual escala en la capital nigeriana,
me recibió en el aeropuerto el viceministro de Defensa y me llevó en su coche oficial al Apartotel Impala, sito en el número 60 de la calle Enrique Nvo,
que sería mi domicilio hasta que Obiang fijase la fecha de la audiencia. La
espera resultó inquietante pues pronto observé que todos los guineanos conocidos con los que me encontraba en las calles de Malabo se hacían los distraídos o cambiaban de acera para evitarme. Tenía sentido: mi significado
político y mi relación con todos los sectores de la oposición guineana en el
exterior eran vox populi. Hablar conmigo o, simplemente, saludarme en la
calle podría ser interpretado como un gesto de simpatía o connivencia con
los opositores al régimen. Un riesgo excesivamente alto para los antiguos
alumnos y profesores tutores de mi antigua universidad. Así las cosas, decidí
permanecer el mayor tiempo posible en la habitación ―la 103, en realidad
192
un pequeño apartamento por el que pagaba 12.000 francos CFA diarios―
y, cuando salía, era sólo para visitar a algún cooperante español conocido. Transcurrieron tres largas jornadas, ya que la reunión tuvo lugar el día
de fin de año, en torno a las diez de la mañana. El viceministro de Defensa
vino a buscarme al Impala y me condujo al Palacio de la Presidencia.
Obiang estuvo muy atento y la audiencia, sin testigos, duró más de una
hora. Informé con detalle al presidente del plan no gubernamental que había
estado tejiendo en los últimos meses y del acuerdo al que había llegado con
todos los sectores de la oposición en el exilio, incluidas las asociaciones culturales y profesionales. A continuación, introduje un nuevo elemento en el
que cifraba todas mis esperanzas de lograr la liberación de José Luis Jones.
La prueba fehaciente del respaldo unánime a este proceso de negociación
que acabo de exponer es que —le aseguré— no habrá ninguna protesta pública por parte de los opositores a su Gobierno, durante la inminente estáncia de su Excelencia en Madrid. Y añadí, estimulado por la sensación que
tuve de que esta inesperada oferta le interesaba, la concesión de un indulto
a José Luis Jones y su inmediato regreso a España, lo será, a su vez, de la
disposición inicial de su Excelencia a avanzar en la dirección propuesta. Y,
sin darle tregua alguna, le hice ver que conocía su acuerdo secreto para liberarle tras su próximo encuentro con el Rey y el presidente del Gobierno y le
mostré mi extrañeza de que hubiese aceptado ceder ese tanto político a Zarzuela y Moncloa, cuando podría rentabilizarlo él mismo si, sin pérdida de
tiempo, hacía coincidir tan “magnánimo” gesto con ocasión tan propicia como la que le brindaba la celebración del Año Nuevo.
Creía que, dada la situación política del momento, el guiño táctico que le
sugería podría reportarle algunas ventajas inmediatas sin que la aceptación
inicial de mi plan le comprometiese realmente a nada. Aún tardaría algún
tiempo en hacerse público y, seré sincero, su viabilidad, dado el ganado político con el que había que bregar aquí y alli, era más bien escasa. Y supe que
lo haría cuando, ya de pie, en el momento de despedirme, Obiang, sorprendido ante mi sincera, y algo teatral, solicitud a bocajarro para que me autorizase a pasar aquella noche de fin de año con mi amigo José Luis Jones en
la cárcel de Black Beach, se quedó pensativo, entrelazó las manos haciendo
crujir sus delgados y largos dedos y añadió un concluyente y premonitorio: “Señor director… no será necesario”. Qué duda cabe que la gran decepción que me produjo comprobar que el Gobierno español no hubiese tenido
escrúpulo alguno en acomodar a sus intereses oportunistas la fecha de liberación de un preso enfermo ―de hecho Jones no tardó mucho en fallecer―
aunque ello supusiese prolongar en condiciones inhumanas aquella grave violación de los derechos humanos, avivó hasta tal punto mis dotes de
persuasión en presencia del temido dictador africano que algo tuvo que ver
mi osadía con el hecho de que el Decreto Presidencial número uno, de dos
de enero de 1989, ordenase la inmediata puesta en libertad del opositor, anticipándola varias semanas a lo acordado con el Gobierno socialista de D. Felipe González Márquez.
Ramón Gil-Casares, con quien coincidí aquella tarde de fin de año en Malabo, un diplomático inteligente, que llegaría a ser el número dos de Exteriores
con el presidente Aznar y es en la actualidad nuestro embajador en Washington, y a quien conocía desde mi primer viaje a Guinea en el 83, se sorprendió de que Obiang, tras la entrevista, hubiese puesto a mi disposición un coche oficial con matrícula PR (Presidencia de la República), pero no concedió
la menor credibilidad a la confidencia que le hice de que el antiguo fiscal de
Macías sería liberado antes del viaje a España del presidente.
193
El gesto del coche tenía un gran significado, máxime en unas fechas en
que estaba rigurosamente prohibida la circulación de vehículos particulares
en la ciudad para evitar accidentes derivados del excesivo consumo de alcohol. No sólo constituía un llamativo privilegio, sino un modo de oficializar mi
viaje y hacer público que contaba con el respaldo presidencial. De hecho, a
partir de ese momento, no sólo dejaron de evitarme mis conocidos, sino que
mostraron interés en conversar conmigo. Mi situación personal y política había cambiado de repente y el resto de aquel último día del año transcurrió
plácidamente. Aproveché el coche para hacer algunas gestiones y, ¿por qué
no?, para dejarme ver por la ciudad. Luego, tras pedirle al chofer que me recogiese al día siguiente para llevarme al aeropuerto, le despedí para que pudiese celebrar el Fin de Año con sus familiares.
Mi amigo Paco Fuertes se encargó de todo. A las dos de la tarde del día
de Año Nuevo Arantxa llegó procedente de Libreville. Fue a buscarla al aeropuerto y almorzaron en su “caracola" de Asonga. A las cuatro volvieron para
recibirme y nos fuimos a la casa, frente al mar, de Bruno Bertoni que, desde
Madrid, había dado instrucciones a su personal. Dejamos nuestros equipajes
y salimos camino de Niefang para que ella, ya médico en Libreville, visitase a
la misionera enferma.
A eso de las nueve de la noche regresamos a Bata y nos fuimos directamente al bar de La Pichi para que su extrovertida y oronda dueña nos preparase unas atangas y cocinase la nasa de cangrejos de río que acabábamos
de comprar en el km 35: los sabrosos crafis. De crawfish, como les llaman
en pichi o pichinglis. Es decir, el pidgin o lengua franca construida sobre una
base de origen inglés. Nótese que en Guinea Ecuatorial, como explica Vicente Granados
en su prólogo a “aquel viaje por la selva, el amor, la muerte y la memoria” que María Nsue tituló Ekomo,
”nunca ha existido un
dialecto acriollado, porque los nativos jamás han empleado el español como
lengua materna. Para la comunicación interétnica se suele emplear el “pichi”
en la isla de Bioko, mientras el fang desempeña este papel en el Continente.
Sólo existe un dialecto acriollado en toda la República, pero este lo es del
portugués y tiene poca o nula incidencia, porque se habla en la lejana isla de
Annobon por unos mil habitantes”.
Sólo, cuando Paco, pasada la media noche, nos dejó a solas en la casa de
Bertoni, Arantxa, no sin que antes me hiciese asegurarle total discreción, me
informó del motivo de su repentino interés en reunirse conmigo. Tenía una
sólida razón: informarme, por encargo de Élise y de Durand, de lo acordado
días antes en Egombegombe, la residencia gabonesa de Dominique Duclos.
Antes de acostarme redacté la siguiente nota manuscrita que titulé: El misterioso encuentro de Egombegombe de diciembre del 88.
Bata, 2.01.89.
Convocados por el comisario Durand, habían asistido, además de Elisa, la
especialista suiza Nicole Visieux y el anfitrión Dominique Duclos con su abogado. Arantxa se limitó a decirme que la desaparición de Ágata estaba aclarada y que su reaparición en Tánger, en las condiciones acordadas en Libreville, se produciría el día de Reyes. Que Elisa y la letrada ya viajaban camino
de Marruecos. Que Durand había sido tajante: “debe quedar claro para todos, incluido el profesor español, que la niña no ha sido secuestrada, sino
protegida por la policía en unas circunstancias extremas que amenazaban su
seguridad”. Quise saber si Linda había estado presente y, extrañada por la
pregunta, me contestó que ya le había dicho a Paco que llevaba meses recu-
194
perándose de su depresión en un sanatorio de Libreville en el que tuvieron
que internarla ella y Dominique para evitar sus reiterados intentos de suicidio.
Aunque era muy tarde, Tere quiso comprobar si tenía algún mensaje. Encontró
varios, entre ellos dos de Álvaro, recibidos ambos durante la tarde. En el primero,
alababa el avance de la crónica que le había enviado la víspera; en el segundo, le comunicaba que le había llamado Marita: No le has dicho a dónde ibas y está preocupada. Llámala. Buen viaje camino de donde vayas y feliz estancia donde quiera que estés. Un beso. Prefirió no contestar aún para disfrutar unas horas más de su secreta
aventura. En condiciones normales habría informado a su madre para que pusiese en
antecedentes a su vieja amiga francesa y, por supuesto, se lo habría comunicado al
señor de Almeida, que habría tejido al instante, como tenía a gala, una red de protección en torno a la más mimada de sus hijas. Sin embargo, estrenaba su nueva
libertad y quería actuar en solitario. Se había limitado a enviarle un escueto mensaje
desde el aeropuerto de Sevilla: “Mamá, pasaré fuera el fin de semana”. Así, sin más.
Al duque no le dijo nada, entre otras cosas, porque ni había regresado de Estados
Unidos, ni deseaba continuar atrapada en su zona de influencia. Puede que hubiese
sido un impulso precipitado, pero afianzaba una faceta clave de la vida independiente
que estrenaba. Satisfecha y rendida no tardó en dormirse con el susurro de las mansas olas de la playa de Pontaillac.
195
UNA CITA EN ROYAN
Se levantó, descorrió la cortina para ver el mar desde la cama, conectó el comunicador y respondió a su madre y al compañero que se brindaba a recogerla para
asistir juntos a la cena de final del máster. Ni siquiera eran las nueve.
Arantxa le intrigaba. La dubitativa actitud de Élise en el Crillon con respecto a
su eventual participación en la salida de Ágata le hacía pensar que podría resultar un
personaje clave. Además, Álvaro apenas aludía a ella y cuando lo hacía era de manera esquiva, escueta y vaga. No le cuadraba que él hubiese renunciado a compartir
con ella aquellos días de Año Nuevo. Cierto que aguardaba la liberación de Jones para llevarlo de vuelta a Madrid y que no disponía de mucho tiempo para preparar el
encuentro de Obiang con los partidos de la oposición española y las ONG que, siguiendo el plan que había elaborado con Clara, se disponían a mediar entre ambos
Gobiernos. Un par de días en Libreville hubiesen bastado para sonsacarle información
sobre el acuerdo de Egombegombe, volver a ver a Linda, conocer a Dominique Duclos y, claro, para haber intentado seducirla. ¿Acaso no le había confesado el carácter
absolutamente tentador de la invitación? Seguro —concluyó— que no se habría negado, salvó que ella ya le hubiese concedido o rechazado sus favores en la casa de Bruno Bertoni, donde se alojaron.
Sea como fuere, precisaba saber más de esa relación. Y no por mero cotilleo,
que también, sino porque no debía descartar que, dada la tendencia de Álvaro a
idealizar y, llegado el caso, a proteger a las mujeres que había amado, quisiese maquillar su actuación. Sabía que la imparcialidad del periodista es esencial y debía asegurarse de que, ni siquiera él, pudiese influenciar sus conclusiones. Y Álvaro no sólo
había dado por buena la versión que le trasmitió Arantxa, sino que le bastó para dar
por zanjado el asunto que tanto le había preocupado hasta el momento.
―¿Quién sería? —se preguntó, mientras se apresuraba a atender la llamada.
—Buenos días Teresa, veo que no has abierto el correo.
―Estoy en Royan.
―Bonita ciudad. Aprovecha para ponerte en contacto con la familia d’Alesme y
comenzar tu investigación.
―A eso he venido.
―Lo supuse. Tu madre me dijo que le pediste el teléfono de Elisa.
―Quería sorprenderte.
―Pues lo has hecho, pero ¿por qué en Royan y no en Pauillac?
―Vive aquí.
―¿Has hablado con ella?
―Su secretaria me ha citado a las cinco en su estudio de Arquitectura de la
Avenue des Congrès.
―¿No iras a decirle que vas de mi parte?
―Entre otras cosas.
―Te dará largas.
―¿No eres su amigo?
―Lo fui, pero no ha querido saber nada de mí desde entonces. Nunca me
perdonó que no hablase cuando se lo prometí y acabó echándome la culpa del incidente de la niña por meterme en camisa de once varas.
―¡Vaya!, de eso no me habías informado.
—Identifícate como hija de Marita. Dile que eres periodista y que investigas las
motivaciones que llevaron a los Gobiernos español y guineano a ocultar a la opinión
pública las razones del crimen de Ebebiyin. No te hagas ilusiones; tal vez no sepa, no
quiera o no pueda darte noticia de lo que buscas.
―¿No sepa, no quiera o no pueda? ¿Me he perdido algo? ¿Qué es lo que aún
no me has contado?
―Algunos detalles, pero te has precipitado.
―Pero si acabas de sugerirme que me ponga en contacto con ella.
—Mujer, ya que estás ahí…
—Si crees que debemos preparar conjuntamente una estrategia adecuada, recojo velas y regreso; sé reconocer mis fallos.
―No es necesario. Podrás avanzar si administras bien lo que sabes y no cometes errores de bulto.
—¿Cómo cuáles?
—Sacar a colación el asunto de la niña o el encuentro de Egombegombe sin
haberte ganado su confianza. Por cierto, tú madre quiere saber en qué hotel estás.
―Ya se lo he dicho, en el Belle Vue Royan, uno la mar de agradable que he
descubierto en la playa de Pontaillac.
—Está bien, llámame al teléfono portugués si lo necesitas. Grabamos el vídeo
del Guadiana y he vuelto a Albufeira. Paco me ha acompañado.
—¿Paco Cruz?
—Paco Fuertes.
—¿Y qué planes tienes?
—Preparar una ponencia sobre la universidad del futuro que tengo que presentar en Bergen.
―¿Cuándo?
—A mediados de julio.
198
—Tengo mis ideas al respecto.
—Pues compártelas y las presentamos juntos.
—¿Hablas en serio?
—Ya lo creo.
—¿Me llevarías a Noruega?
—Y a donde tú quieras, Teresa guapa. Hablaremos a tu vuelta.
—Cuenta con ello. ¡Ah!, por cierto, ¿cómo eran las relaciones entre ella y Arantxa? Hay cosas que no me cuadran y pensaba sacarlas a relucir.
—De permanente recelo y desconfianza. No hemos tenido ocasión de hablar de
ello, pero puede que esa relación sea un buen filón para tus averiguaciones. En todo
caso, conviene que Elisa no llegue a sospechar que tratas de atacar por ese flanco.
Evita referirte a ella y si la mencionase hazte de nuevas y atiende.
—Tomo nota. ¡Ah!, he comprobado que la Superiora General de las Hermanas
Compañeras de María y Jesús se llama Aline Carlier. ¿Podría ser la hermana Aline que
negoció con Dominque Duclos las condiciones de la salida de Ágata?
—Ni idea. No recuerdo que aquella noche en el Crillon Elisa mencionase su
apellido, pero intenta que te concierte una cita con ella.
—¡Jo! Esa coincidencia sí que sería un filón. En fin, te demostraré que puedo
ser una buena periodista de investigación.
―No me cabe la menor duda.
Se disponía a levantarse, pero no quiso hacerlo sin comprobar si había alguna
otra mención a ambas en el fichero de los capítulos inconclusos de El francotirador.
De Aline no encontró nada, pero sí una sorprendente anécdota sobre el primer encuentro entre Álvaro y Arantxa. Pensó incorporarla a su crónica, pero decidió dejarlo
para mejor ocasión. Y es que algo le decía que la chica de Neguri se acabaría ganando su propio capítulo. Dejó el texto como estaba y bajó a desayunar. Luego, tras la
detallada explicación del conserje sobre el modo de llegar en coche al estudio de
Élise, bajó a la playa.
Justo cuando se disponía a mojarse los pies en la orilla sonó el teléfono dentro
del sombrero que había dejado sobre la arena.
―Sí, dígame.
―¿Tere? Soy Louise Al-Saud, la hija de Thérèse d’Alesme y hermana de Said.
Estoy en tu hotel, pero no atendías el teléfono de la habitación.
―¡Qué sorpresa! Espera, que no tardo.
No cayó en la cuenta de quién era hasta que mencionó a Said. Iba a cumplir
18 años cuando le conoció en El Cairo con ocasión de una cena ofrecida por la Embajada de España a una delegación de empresarios andaluces que presidía su padre.
Le encantó y coqueteó con él todo lo que pudo sin revelarle que salía con David. Se
cayeron tan bien que iniciaron una amorosa correspondencia a través de Internet.
199
Semanas después recibió un ramo de flores con dieciocho preciosas rosas rojas y una
breve nota: “Felicidades Tere, sé que un número impar habría expresado mejor mis
sentimientos, pero tendrás que esperar al próximo año”. Y días más tarde, en plena
Feria, el joven diplomático árabe se presentó por sorpresa en su casa de Sevilla. Marita García de Velasco, horrorizada con la prematura aventura americana de su hija,
vio el cielo abierto y arrastró al buen mozo a la caseta de Pineda. A Tere le dio un
vuelco el corazón cuando reconoció al joven que venía del brazo de su madre. Se
apartó del grupo de amigos y, sin disimular la ilusión que le hacía su visita, corrió al
encuentro de Said con su bonito traje de gitana blanco con lunares rojos. Al novio,
recién llegado de Estados Unidos con sus padres, le faltó tiempo para marcar su terreno con su inocente desparpajo yanqui.
―Hi! I’m David Mc Tweed, from Boston and I’m the Tere’s boyfriend.
―How do you do? I am Said Al-Saud.
Aquel se convirtió pronto en un agridulce día de feria en el que, ni con sus
constantes miradas y arrumacos, ni con el impulsivo y entregado beso que le dio al
despedirse por la noche, logró que Said, herido por su engaño, perdonase su doble
juego. Era bastante mayor que ella —había nacido a finales de 1975— y rehusó darle
la más mínima oportunidad de deshojar la margarita. A la mañana siguiente recogió
su orgullo herido por una estúpida niñata, tomó un taxi, se detuvo en una floristería,
compró un gran ramo de flores y, ya en el aeropuerto de San Pablo, encargó al taxista que lo entregase junto con una tarjeta en la que escribió: “Sra. duquesa, lamento
que un requerimiento oficial, que me obliga a regresar a El Cairo sin dilación, me impida disfrutar con usted y sus preciosas hijas ―Paco de Almeida estaba en Boston―
de estos alegres días. Le agradeceré que me disculpe ante ellas y sus prometidos.
Afectuosamente, Príncipe Said Al-Saud”. No volvieron a verse, pero el día de su cumpleaños, estuviese donde estuviese, siempre le llegaba un precioso ramo con una rosa más que Tere le agradecía con el mismo mensaje de siempre: Gracias Said, por
cada flor un beso como el que te di aquella noche en las escalinatas del Hotel Alfonso
XIII de Sevilla.
Sabía, por supuesto, que tenía una hermana, cuyas fotos de niña había visto
en un viejo álbum de su madre, y trató de imaginar su aspecto mientras se dirigía a
su encuentro. Se saludaron efusivamente y, al instante, eran como si se conociesen
de toda la vida. Louise era cinco años más joven que Said y, como él, hablaba un
buen español con cierto deje que parecía canario. Alta, rubia, dicharachera y simpática, y con sus mismos grandes y expresivos ojos verdes, era arquitecta y compartía con su tía el estudio de Royan.
Le explicó que cuando Élise llamó desde Ginebra para pedirle que atendiese a
los clientes citados aquella tarde por su secretaria, su nombre no le dijo nada hasta
que supo que ella venía desde España para hablar con Élise. Entonces ―le comentó―
postpuse esas citas para la próxima semana y vine para invitarte al château. A la
fuerza si hace falta —añadió— como ha ordenado mi abuela. La tía regresará mañana
de Ginebra y, si mi padre aplaza su vuelta de Riad, puede que mi madre la acompañe
para conocerte. Y, claro, del que no te vas a librar es de mi hermano. No sabes cómo
te recuerda. Creo que se plantará en Pauillac en cuanto lea el mensaje que acabo de
enviarle. Lo niega, pero sigue enamorado de ti. Y, por cierto, ¿sabes que mis padres
ya le han confirmado a los tuyos nuestra asistencia a tu boda en Nueva Inglaterra?
Tere recordó que se había contemplado la posibilidad de invitarles y, desde luego, no
le extrañó que se hubiese hecho, pues su padre no iba a renunciar así como así a
unos asistentes de tanto postín. Sin embargo, optó por esperar mejor ocasión para
contarle cómo estaban las cosas con David. Louise regresó al estudio para cerrar algunos asuntos y ella a su habitación para hacer el equipaje y enviar la crónica a Álvaro.
200
Devolvieron el coche de alquiler, embarcaron en el ferri y, ya en la Pointe de
Grave, el extremo norte del Medoc, ese privilegiado triángulo isósceles bañado al
oeste por el Atlántico y al este por el gran estuario que acababan de cruzar, se detuvieron para visitar el faro. A Tere le encantaban esas construcciones desde que sentada en las rodillas del abuelo marino éste le mostraba las espectaculares fotos que
ilustraba con increíbles historias de galernas. Acababa de leer en un folleto turístico
que en el faro de Grave se había instalado el museo del “Versalles del mar: el faro de
Cordouan, cuyo poster tuvo colgado en la habitación del colegio mayor durante sus
años de estudios en Madrid.
Situado en un islote estratégico en la embocadura del estuario de la Gironda,
equidistante de ambas orillas, es un monumento grandioso que se alza 68 metros sobre el nivel del mar. La obra se inició en 1584 para sustituir a la deteriorada construcción poligonal, de mediados del siglo XIV, en cuya plataforma superior se encendía el fuego que alertaba a las naves. Su torre troncocónica, de mampostería y piedra de sillería, se iza sobre un zócalo circular de más de cuarenta metros de perimetro y ocho y medio de altura. Se terminó en 1611, pocos años después de la muerte
de su diseñador, Luis de Foix. Tras todo tipo de vicisitudes, que obligaron a múltiples
obras de reparación, incluido el incremento de su altura en veinte metros, adquirió su
configuración actual a finales del siglo XVIII. En él se experimentaron las lentes inventadas por el físico francés Agustín Fresnel, que pronto equiparían todos los faros
del mundo. En 1862 fue declarado monumento histórico, al mismo tiempo que la Catedral de Notre-Dame. Desde abril a octubre se visita en un barco. Eso sí, advierten
que la excursión dura cuatro horas, hay que mojarse los pies al desembarcar y subir
más de trescientos escalones. Louise, al verla tan interesada, le propuso volver el domingo acompañadas por Luc, un amigo, también arquitecto, miembro de la l'Association pour la Sauvegarde du Phare de Cordouan. La idea le entusiasmó.
Dejaron Le Verdon a la izquierda y tomaron la carretera hacia Soulac sur Mer,
donde la familia d’Alesme tenía una bonita casa en la playa. Se detuvieron en un edificio en construcción que Louise debía inspeccionar. ¿Quién dice que no ha cambiado
la vida?, se preguntaba el capataz polaco al que ambas seguían por aquellos polvorientos encofrados con sus pulcros cascos y sus caras ropas de boutique. Y eso que él
ignoraba que la joven que le daba instrucciones era una princesa alzada a aquel andamio sin otra necesidad que realizarse como mujer; y su acompañante, una rancia
aristócrata española, que diría Dani, ocupada en descubrir, casi por pasatiempo, qué
ocultaba el asesinato olvidado de una monja en el continente del que provenían casi
todos aquellos emigrantes afanados en levantar un edificio de lujo que ninguno de
ellos podría disfrutar jamás.
Poco antes de llegar a Pauillac, y ya puesto el sol, se adentraron en el cuidado
sendero arropado por árboles centenarios que daba acceso a la residencia de los
d’Alesme. El Château Muret, vieja propiedad de la familia Ducru, no era una de esas
ostentosas construcciones palaciegas, de múltiples estilos, que se levantaron en el
Medoc en el siglo XIX con la bonanza de una nueva edad del oro del vino francés. Era
una amplia, sobria y elegante casa señorial neoclásica de finales del XVIII, construida
con piedra de sillería, de amplias ventanas alargadas que se abrían a los ondulantes
paños de vides perfectamente alineadas, fruto del trabajo artesano de generaciones
de viticultores que habían venido laborando esos afamados vinos redondos, elegantes y coloreados. La cantera sobre la que reposaba había proporcionado el material
de construcción y la posibilidad de disponer en el subsuelo de amplias bodegas talladas en la piedra calcárea en las que reposaba el vino en óptimas condiciones de temperatura y humedad.
La acogida fue tan cálida como si hubiese regresado a su propia casa tras una
larga ausencia. Durante la cena, la viuda de Marcel d’Alesme comentó emocionada lo
feliz que les había hecho a ella y a Carmita, la abuela materna de Tere, que su vieja
201
amistad del internado de Burdeos hubiese continuado entre sus hijas. También relató
anécdotas entrañables del viaje a Sevilla y a Sanlúcar de Barrameda, poco antes de
morir su marido, invitados por el almirante y su esposa; del primer fin de semana
que Marita pasó en el château; su vuelta, años después, para asistir a la boda de
Thérèse y Jaled. Y no habría cesado si Louise y su prima Claire, la hija menor de Marie, no hubiesen rescatado a Tere para llevársela a una preciosa habitación abuhardillada, decorada con muebles de época, a la que ya habían subido su bolsa de viaje.
Hablando y riendo les dieron las tantas.
202
CASTILLOS EN EL AIRE
Élise regresó a media mañana del sábado. Louise, Claire y Tere fueron a esperarla al aeropuerto de Burdeos. Su aspecto era sorprendentemente juvenil para una
mujer de su edad. Llevaba el pelo recogido, vestía una gabardina clásica sobre un
elegante traje de chaqueta-pantalón gris marengo y calzaba unos zapatos de charol
negros de medio tacón. Acogió muy cariñosa a la invitada, insistiendo muchísimo en
el gran parecido que tenía con su madre. Y, ya en el coche, aquella mujer, que a Tere le pareció fascinante, comenzó a hablarles entusiasmada del nuevo trabajo de la
prima Ágata en Ginebra.
Después de almorzar en familia, ambas se retiraron a un pequeño salón del
château. Élise bebió pausadamente su café, se recostó en la butaca y le preguntó
qué quería saber.
―¿Todo lo que puedas contarme sobre el asesinato de Ana Llopart en Ebebiyin?
—Como no pareció sorprendida dedujo que su madre le había allanado el camino.
―Es un triste suceso que ocurrió hace mucho tiempo. ¿Por qué te interesa?
―A principios de este año, cuando comencé a investigar los orígenes de la
ayuda española al desarrollo para redactar la tesina de mi máster, analicé la destinada a Guinea Ecuatorial que, en la década de los ochenta, constituía más del cincuenta
por ciento del total. Descubrí algunos hechos graves que afectaron a ciertos cooperantes y que nunca fueron debidamente explicados a la opinión pública. Y entonces
me planteé centrar mi trabajo en alguno de ellos.Finalmente escogí el misterioso asesinato de la religiosa catalana.
―¿Y qué has averiguado?
―Lo suficiente para saber que se trató de un grave asunto, asociado a la corrupción galopante que corroía el país, que merece la pena desentrañar. Por mis
preguntas te podrás hacer una idea de cómo avanzan mis pesquisas.
―Adelante.
―¿Tú, que eras misionera en una población gabonesa limítrofe con Guinea y
pertenecías a su misma Orden, tuviste noticia de que la ayuda alimenticia internacional a Guinea se estuviese desviando hacia los países vecinos?
―Era vox populi. Bastaba dar una vuelta por el mercado de Oyem para ver cómo se vendían los sacos de harina, arroz, leche en polvo y azúcar de estraperlo que
entraban a diario por la frontera.
―¿Te consta que los religiosos denunciasen la situación?
―¿A dónde quieres llegar?
―A saber si lo hizo la hermana Llopart.
―Se hablaba de que elaboró un informe. No lo puedo asegurar, pero es probable que lo hiciera. Todos conocíamos su indignación.
―Si ese informe hubiese existido lo lógico es que su primer destinatario fuese
vuestra Orden.
―Con toda seguridad.
―Y en ese caso, ¿se conservaría?
―Sí, pero nunca te lo darán. Te resultará más fácil indagar en los órganos de
la Administración española. La Congregación debió informarles y puede que también
la propia Ana.
―Esa gestión se hizo hace algunos años y no dio ningún resultado. ―Tere buscó su carpeta y sacó la nota de Álvaro que contenía ese dato―. He comprobado que,
en marzo de 2003, un observatorio ciudadano envió diversos escritos interesándose
por el asunto.
En concreto, aquí tengo uno dirigido a la Comisión de Peticiones
del Congreso de los Diputados
que acordó trasladar la solicitud al Gobierno
y
éste se comprometió a responder,
pero no hubo más noticias tras el fin de la legislatura y el relevo gubernamental de 2004.
―¿Por qué no lo intentas en los Ministerios de Educación y de Sanidad que
eran con los que las misioneras tenían acuerdos?
―No me consta que dicho observatorio hiciese esa gestión en Educación, pero
aquí tengo la respuesta de la directora del gabinete de la ministra de Sanidad y Consumo en la que se indica que carecen de datos dado que los cooperantes del área de
sanidad en Guinea Ecuatorial no pasaron a depender directamente de ese ministerio
hasta 1984.
―Prueba con la Comisión Episcopal española, tal vez…
―Nada. Ese observatorio también dirigió una carta a su presidente, el cardenal
Rouco Varela. ―Y para demostrar que estaba bien documentada leyó el texto que
constaba en la nota de Álvaro―. “Animamos vivamente a la Comisión Episcopal a
que abandone el hermético silencio que ha presidido hasta ahora las actuaciones de
la Iglesia española en este trágico asunto y colabore activamente…”
―¿Respondió el cardenal?
―Sí. Según tengo anotado, lo hizo en su nombre el Obispo Asenjo Pelegrina,
Secretario de la Conferencia, con la siguiente frase que, como verás, no desmerece
en nada la tradicional habilidad diplomática de la Iglesia Católica: “Al mismo tiempo
que le agradezco esta información, le comunico que la Conferencia Episcopal Española atenderá con mucho gusto las sugerencias que le formule la Congregación”.
―Saben que la Congregación nunca sugerirá nada; es un asunto cerrado.
―¿Por qué?
―Tere, lo poco que sé no lo puedo revelar. Es un compromiso que adquirí con
mi antigua Orden. Lo lamento. Sólo puedo decirte que me parece muy loable tu empeño, pero no deberías hacerte ilusiones: sería como “faire des châteaux en Espagne” o, como decís en español, construir castillos en el aire.
―Soy consciente de la dificultad, pero me considero muy tenaz.
―De la tenacidad a la obstinación hay un paso. La obstinación, como nos recordaba Amiel, es la voluntad que se afirma sin poder justificarse; es la persistencia
204
sin motivo plausible, la tenacidad del amor propio que substituye a la tenacidad de la
razón o de la conciencia.
―Y todos los necios, como decía Gracián, son obstinados y todos los obstinados son necios. —¡Cómo había quedado!, pensó, gracias a la cita que Álvaro había
usado, en alusión expresa al embajador Núñez, en un capítulo de El francotirador.
―Pues no lo olvides.
―De acuerdo, Élise, pero ¿si te pido que me pongas en contacto con la superiora de las Compañeras Misioneras de María y Jesús pensarías que estoy siendo
tenaz u obstinada?
―Por ahora, tenaz.
―¿Podrías hacerlo?
―Conozco a la hermana Aline desde el noviciado, pero no te aclarará nada.
—Aun así. —Su respuesta, lejos de desanimarla, le hizo abrigar esperanzas.
Era obvio que, tanto si era la Aline que había negociado con Dominique, como si no,
dispondría de toda la información. Y como lo esencial era asegurar aquella entrevista
insistió evitando levantar sospechas—. Comprende, Élise, que no puedo dejar de incluir en mi trabajo académico de investigación un encuentro con la máxima responsable de la Orden afectada.
—Está muy ocupada, pero lo intentaré.
—Gracias. —Tuvo la impresión de que iba a dar por terminada la conversación, mas como su verdadero objetivo trascendía el esclarecimiento del asesinato de
la monja, desoyó el consejo de Álvaro—. Élise ¿qué sucedió en la reunión de Egombegombe, en Libreville, a finales de diciembre de 1988?
―¿Y a ti quién te ha hablado de eso? ―preguntó sin poder disimular un repentino e intenso sobresalto.
―Un profesor mío: Álvaro Díaz-Cueto ―respondió arriesgándose a pronunciar
el nombre tabú.
―¿Profesor tuyo? ¿De qué, si el daba clases en Derecho y tú eres periodista?
―Su gesto se endureció y, por primera vez, se quitó las gafas, mientras Tere se lamentaba de haber metido la pata.
―Dirigió una universidad española en Guinea durante aquellos años. Encontré
muchas referencias a sus denuncias en las hemerotecas y le entrevisté hace un par
de meses. ―Era, pensó, una mentira insignificante―. ¿Quién me iba a decir que era
amigo de mis padres?
―¿No me estarás ocultando que vienes de su parte?
―No, pero ¿eso habría sido un obstáculo?
―Sí ―rotunda y muy tensa―. Estoy muy dolida con él, pues nunca pretendió
realmente aclarar el asesinato de la hermana Llopart. Se apoyaba en un suceso trágico para llamar la atención sobre su obstinada denuncia de la corrupción.
―¿Obstinada o tenaz?
205
―Obstinada, no te quepa la menor duda. Se complicó la vida y nos la complicó
a todos.
―Tenía entendido que fue sumamente prudente.
―Sí y reconozco que acertó, pero aquel desagradable incidente no habría tenido lugar si no hubiese sido tan terco en echarle aquel temerario pulso al Gobierno
español.
―Alega que tuvo que defenderse de una persecución política en toda regla.
―Pero esas cosas pasan cuando se ataca al poder. Y él lo sabía, pues ya le había pasado con Franco. Su propia gente le advirtió de las consecuencia. ¿Pero tú a
qué has venido a buscar alguna pista para completar tu tesina o para que él y yo nos
reconciliemos?
―No me ha dicho que estuvieseis enfadados, pero no me importaría. Reconozco que me cae bien.
―¿Qué te ha contado de mí? ―En su tono se detectaba un renovado interés
que le aportó a la periodista la dosis de esperanza que necesitaba para proseguir.
―Que fuisteis muy amigos.
―¿Qué hace? ¿Cómo está? ―Ya no había duda de que iba por buen camino.
―Muy bien, aunque sufrió un infarto hace unos años.
―¡Qué me dices!
―Parece que lo ha superado. De hecho, pasa la mayor parte del tiempo en un
barco que tiene en el sur de Portugal.
―¿Se ha jubilado? Es de mi edad y pronto cumpliremos sesenta y cuatro. ¡Qué
horror!
―No, pero se ha organizado para tener mucho tiempo libre y, como él dice,
practica mucho tele-trabajo gracias a Internet.
―¿Se mantiene en contacto con tus padres?
―Mi madre le llamó cuando le comenté que tenía que entrevistarle. Hacía muchos años que no habían coincidido. ―Tere sabía que no podía descubrirle ni cómo le
conoció, ni lo que se traían entre manos―. Fue compañero de colegio de mi padre,
pero tienen algunas diferencias.
―¿Cómo acabó su pulso con el Gobierno? Cuando le conocí estaba tan obsesionado que abandonó la universidad para poder dedicarse a Guinea a tiempo completo.
Te lo habrá contado.
―Sobre todo lo relativo a cómo logró aglutinar en torno a su proyecto pro democratización y autodesarrollo de Guinea a todos los partidos políticos y asociaciones
en el exilio, al conjunto de la oposición parlamentaria española y a las principales
ONG de ayuda al desarrollo. Sin embargo, aunque se jacta de haber desmontado la
campaña de difamación por parte de Exteriores de la que fue víctima, dice que cada vez
le apetece menos volver a recordar aquellos años que cambiaron por completo su vida.
206
A la espera de que se decidiese a satisfacer su interés sobre lo acontecido en
aquellas Navidades en Egombegombe, Tere respondió a una amplia batería de preguntas personales que parecían emitir sutiles señales de reconciliación y Élise se explayó cuando comprobó que la antena captaba correctamente su señal. Eso sí, sin
dejar en ningún momento de esforzarse en manosear sus mensajes, retocándolos,
matizándolos, puliéndolos para fijar su sentido exacto antes de pulsar la tecla de enviar. Como resultarle útil en cuestión tan personal favorecería sus futuras pesquisas,
Tere no dudo en hacerle ver su total disposición a jugar aquel rol. Confiaba en que la
contrapartida no se hiciese esperar y, además, estaba convencida de que Álvaro se lo
agradecería.
―Tienes una llamada. ―Louise entró en la estancia y le pasó el teléfono.
―Tu sais qui je suis?
―Nom, je n’ai pas le moindre idée. ―Le respondió a su interlocutor instante antes de caer en la cuenta de que sólo podía ser Said.
―Y si hablo en español, ¿me reconocerías?
―Hola Said ¡Qué alegría! ¿Dónde estás? —Se alejó hacia uno de los ventanales
abierto hacia los amplios campos de vides. Élise salió discretamente de la sala y Louise, curiosa, ocupó su butaca—.
―En Punto Fijo, Venezuela. Ya sabes, con el petróleo de mi familia a cuestas.
Me habría gustado mucho verte, pero el chateau de mi abuela queda un poco a trasmano. Si hubieses avisado… Bueno, pronto nos veremos en tu boda.
―¡Pero si ya no me caso! He roto con David definitivamente. ―Deseaba decirselo desde que Louise mencionó la posibilidad de que se reencontrasen en Pauillac.
―No me lo creo, pero avísame si se confirma.
―Confirmado, Said. Lamento que aún no os lo hayan comunicado mis padres
para que no hagáis planes de viaje. —Observó que Louise, atenta a la conversación,
la miraba desconcertada.
―Te daré una sorpresa el día menos pensado.
—Sabes que me encantan y me gustaría tanto volver a verte… y —añadió provocadora— aún me debes un beso.
Se despidieron y Tere volvió a su butaca. Élise regresó al cabo de unos minutos
para comunicarle que Aline Carlier las recibiría el lunes a media mañana en Burdeos.
Aunque, tras la llamada de Said, no pudo reanudar la conversación su estancia
en Pauillac resultó estupenda y estimuló su deseo de proseguir la investigación. Y si
la entrevista en el convento reveló hasta qué punto las monjas habían tratado de
olvidar todo lo relativo a la muerte de la hermana Ana Llopart y a las ya lejanas vicisitudes de Ágata, las continuas ambigüedades y evasivas de Élise, confirmaron la
trascendencia de aquella misteriosa reunión de diciembre del 88 en la casa gabonesa
de Dominique Duclos. Además, acordaron que Louise pasaría la segunda mitad de julio en la playa de La Jara, Said prometía reaparecer en su vida y Álvaro parecía predispuesto a compartir con ella su comunicación en Noruega sobre el incierto futuro de
la enseñanza superior en el mundo.
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¡CÓMO QUE NOS VAMOS!
Marita García de Velasco, ávida de tener noticias de primera mano de sus antiguas compañeras del colegio de Burdeos, ordenó a su chofer que se dirigiese al aeropuerto de San Pablo para recoger a Tere. Era una mañana de principios de junio y ya
hacía mucho calor en Sevilla. Tanto, que lo primero que le propuso a su hija fue que
pasasen juntas unos días en La Jara.
—Aún tengo que hacer algunos recados antes de almorzar en Pineda, pero podríamos salir mañana.
—Me apetece, mamá, pero no te lo aseguro.
Compartir con Álvaro el resultado de sus averiguaciones en Francia y convencerle para que la invitase en firme a Noruega eran buenos pretextos para dejarse
caer sin previo aviso por la Marina de Albufeira. Deshizo la maleta, regó las plantas
de la terraza de su ático, se duchó, planchó un ligero atuendo veraniego de color canela y, sin pérdida de tiempo, bajó al garaje con su bolsa azul y roja y su guitarra.
Mientras se abría la capota del coche, quiso asegurarse de que seguía allí y le telefoneó. ¡Menos mal! Habría hecho el viaje en balde, pues venía camino de Sevilla. Se
ofreció a recogerle en la estación de autobuses de la Plaza de Armas, mas como él,
no sin cierto titubeo, pretextase un compromiso ineludible acordaron verse al atardecer en el Parque de María Luisa. Desconcertada, lamentó no haberle pedido que le
anticipase sus planes. Marcó el número de Dani, más que nada para no tener que
salir del coche que ya estaba en marcha; como de costumbre comunicaba. Paró el
motor, pero siguió pegada al teléfono en aquella solitaria y fresca penumbra respondiendo a un buen número de mensajes. Volvió a intentarlo; desconectado o fuera de
cobertura. Dudó, pero ante la llegada de un vecino que iluminó el recinto, decidió
apearse, sacar del maletero su equipaje y, resignada a su suerte, subió a su piso.
Daban las doce y, sin nada mejor que hacer hasta su cita de las nueve, se dispuso a
iniciar una nueva crónica bajo la sombrilla ocre de la terraza de su ático con la esperanza de enderezar la mañana.
Dani no le devolvió la llamada hasta la seis. Volvía en autobús desde Ronda y
estaba como loco preparando su inminente encuentro con los Sarayaku en la selva
amazónica. Sabía que había dejado el piso en el que se alojaba durante el curso y le
ofreció su casa, pero alardeó de que esa noche, precisamente esa noche, no iba a
necesitarla. Aun así, se brindó a recogerle en la estación de autobuses de San Bernardo. Le extrañó que declinase su ofrecimiento; a Dani, que no conducía, le fascinaba que le pasease por Sevilla en el descapotable.
Poco antes de la cita aparcó en La Palmera, se adentró en la Plaza de América
y caminó despacio hacia Bilindo. Álvaro, que la vio en medio del incesante y confuso
revoloteo de las palomas, le hizo señas para que se acercase. Acababa de comprar
un cucurucho de arvejones y se disponía a evocar su infancia entre las decenas de niños y niñas que corrían tras ellas. Tere fue a su encuentro. Él le dio un beso, uno sólo
y cariñoso como siempre, mientras las aves de los primeros recuerdos de cuantos
han disfrutado de Sevilla en la infancia
pugnaban por arrebatarles de las manos
las bolitas de almorta.
También a él le urgía conocer sus planes inmediatos y fue lo primero que quiso
que le contase mientras caminaban hacia las escalinatas del Museo Arqueológico. Y
no sólo le pareció bien que se fuese con su madre a la playa, sino que, sin escatimar
elogios a sus gestiones en Pauillac, extrajo de su cartera una nueva remesa de notas
y recortes de prensa para que pudiese continuar su trabajo. Ella, asombrada de que
no hubiese aludido al viaje a Bergen, se vino abajo. Tanto, que sólo se le ocurrió preguntar por la fecha de entrada del barco en varadero.
—Lo he sacado esta mañana.
—¿En Albufeira?
—En Isla Cristina.
—¿Y qué haces que no estás quitando los escaramujos del casco?
—Me gusta trabajar en el barco, especialmente carenarlo.
—¿Sabes?
—No olvides que pasé tres años reconstruyéndolo a mediados de los noventa,
pero ahora no tengo mucho tiempo y, aunque me pese, he contratado la faena.
—¿Y qué piensas hacer estos días?
—Es una sorpresa. Antes…
—Antes —le interrumpió haciendo acopio del escaso ánimo que le quedaba—
dime qué te parece el inicio de la nueva crónica que estoy escribiendo. —Sacó de su
bolso la ficha que había retocado a mano para que sonase en primera persona y comenzó a leerla en voz alta.
La ocasión se presentó cuando navegábamos sentados en la cubierta del
White Lady. Regresábamos de la visita al Fiord de los Sueños con el grupo
de participantes en el encuentro. Lucía un sol espléndido y le invité a que me
hablase del comienzo de su etapa en Guinea y ya no calló hasta que, un par
de horas más tarde, el barco atracó en el concurrido Mercado de Pescado de
Bergen...
—Te has anticipado, Teresa guapa. Pensaba pedirte que me dieses un par de
buenas razones para presentar juntos la ponencia. —Eso ya era otra cosa y se recuperó de inmediato.
Había transcurrido bastante tiempo para que surgiese aquella oportunidad de
hablarle del proyecto educativo que le mencionó en el primero de sus mensajes. Y
sería injusto acusarle de que, obsesionado con sus ideas, no se hubiese interesado
por las ajenas, pues alegaría en su descargo que ella no había mostrado afán alguno
en hacerlo. Así que, encandilada con la idea de visitar con él Noruega y participar en
aquel seminario internacional, comenzó a contarle su activa participación en las
movilizaciones iniciales del 15M.
Cómo se había agudizado su interés por los temas educativos en las asambleas callejeras y su posterior desencanto ante la creciente desmovilización que achacaba al déficit de cultura política y de capacidad creativa de la gente. Le expuso sus ideas sobre la reforma universitaria, asunto —le
explicó— que habían discutido en el máster al volver a saltar a la palestra tras la
decisión del ministro Wert de constituir una comisión de expertos. Y Álvaro, con indisimulada satisfacción, le comunicó que en Bergen ya contaban con ella. Es verdad —pero eso no lo confesó— que lo había decidido guiado más por su dominio del inglés que
por la faceta de activista que acababa de desvelarle.
—¡Vive Dios que es una buena sorpresa! —Exclamó jubilosa.
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—No me refería a esa.
—¿Hay más?
—Sí, que mañana nos vamos…
—¡Cómo que nos vamos!
—¿No te ha llamado tu madre para aplazar vuestro viaje a la playa? ¿Pensabas
acompañarla?
—¿Te digo la verdad?
—Adelante.
—No, si me hubieses invitado a tu barco.
—Ya sabes que está en seco.
—Me hubiese dado igual; no me habría asustado pringarme de antifouling.
—Podía haberlo corroborado contándole que ya lo había hecho varias veces en Hyannis Port, pero no venía a cuento sacar a colación el lujoso velero de los Mc Tweed.
—Trabajaremos mucho más a gusto en Marrakech.
—¿Y cuándo salimos? —preguntó para que supiese que no era fácil impresionarla.
—Mañana temprano.
—No te tires faroles.
—¿Eso crees? Compruébalo tú misma. Aquí tienes tú tarjeta de embarque.
—Se la mostró: su nombre y apellidos constaban en el vuelo de Ryanair, SevillaMarrakech, del jueves 7 de junio—. Sin embargo —añadió entre apesadumbrado y
misterioso—, hay una pequeña condición.
—¿Que no se entere mi madre?
—Eso no me preocupa. Lo sabe y está encantada…
—De que seamos amantes, claro.
—¡Qué tonta eres!
—¡Tío! —Se sorprendió de hablarle así por primera vez— ¿tú crees que para
una madre hay otro modo juicioso de interpretar que, en menos de un mes, hayamos
estado un fin de semana solos en un barco, nos marchemos una semana a Noruega,
programemos una expedición a Ecuador y ahora, de repente, nos fuguemos a Marrakech?
—De acompañarnos, que no me has dejado concluir la frase, listilla.
—Espera, espera... ¿Me estás diciendo que has invitado a mi madre a un viaje
del que yo no tenía ni la menor idea? ¿Es esa la condición?
211
—No, por supuesto que no.
—¿Entonces?
—Que no te importe que vengan también Paco Cruz, Ayman, Dani y Julia Martínez Redondo.
—Increíble; tan acaparador y liante como mi padre.
—Puede que se lo debamos al hecho de haber estudiado en el mismo colegio.
—¿Y se puede saber qué se le ha perdido alli a esa extraña alianza?
—Sólo se trata de fomentar la amitie.
—¿La amistad? ¿Y no habría bastado con tomarnos unas cañas con pescaíto
frito en la Venta de Curro?
—No, debe ser en Marruecos. Amitie no es el vocablo francés que, dicho sea de
paso, has traducido con tanta soltura.
—¡Horror! ¿Otro de tus acrónimos?
—Y de los más apropiados.
—¿De qué se trata?
—¿Recuerdas que, tras la cena en el Marhaba Palace de Tánger, te comenté
que Aicha ya había conseguido lo que se proponía?
—Algo dijiste, pero, dadas las circunstancias, ¿para qué indagar en lo que podría obtener de ti una chica tan atractiva?
—¿Acaso pensaste que ella y yo…?
La melodía de su móvil anunció una llamada.
—¿Estás con Álvaro, verdad?
—¿Y tú cómo lo sabes?
—¿Aún no te ha dicho que hemos almorzado juntos y me ha invitado a Essauira? Eso de Amitie tiene una pinta fantástica y he decidido colaborar con vosotros.
¿No te parece mal, verdad?
—¡Qué va! Precisamente estaba sopesando si invitar también a tus amigas de
Pineda, a papá, a las hermanas y a las niñas…
—Hija, si te pones así me voy a La Jara.
—Tonta, que es una broma. Me encanta que, por fin, hayas decidido romper tu
aburrido aislamiento de los últimos tiempos.
—Gracias. Te llamaba para que vayamos juntas al aeropuerto. Dame un toque
cuando llegues a tu casa y quedamos. Saluda a Álvaro. Un beso.
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—Confieso que lo que más me gusta de ti es que seas un pozo de sorpresas.
Por cierto, mi madre ha hablado de Essauira.
—Allí es donde la chica mora ha reunido a una treintena de participantes.
—Y qué pinta ella en todo esto.
—Es la coordinadora del proyecto y, como te estaba diciendo, me convenció en
Asilah para que lo relanzáramos.
—A lo hecho pecho, así que explícame de qué va.
—Amitie está compuesto por las iniciales de los vocablos apoyo, mutuo,
intercambio, transnacionales, instancias y educativas. Y de corrido se lee: iniciativa
para el apoyo mutuo y el intercambio transnacional entre instancias educativas, pero
no te contaré más por ahora. Son las once y media, voy a dormir en casa de mi
hermana Margarita y he olvidado la llave. Este es el programa y aquí dentro —le
mostró un sobre del Corte Inglés que introdujo en la carpeta de Amitie— está la tarjeta de embarque de tu madre.
—¿Y le has dicho a la duquesa que volamos en Ryanair?
—No, ¿pasa algo?
—No, nada, nada. Tú mismo —añadió divertida— lo verás mañana en el aeropuerto. —Y ambos rompieron a carcajadas, claro que a ella aún le llevaría un rato
descubrir que los motivos de su jolgorio eran bien distintos.
Se empeñó en acercarle a la calle Isabela. Asintió y se dirigieron al coche, pero
en cuanto salieron del parque y comenzaron a caminar por La Palmera él hizo señas
al primer taxi. Insistió en lo tarde que era y se fue tan apresuradamente que no sólo
se olvidó de besarla, sino que, en su repentino aturrullamiento, le gritó desde la ventanilla: ¡buen viaje, Teresa; os recogeré en el aeropuerto!
Ella, antes de subir, aprovechó la luz de la farola para buscar en el bolso su
tarjeta de embarque. No recordaba la hora exacta del vuelo y, como resultó que era
a las ocho de la mañana, llamó a su madre para ir juntas al aeropuerto. Ignoraba
que aún no habían acabado las sorpresas.
—¡Qué me dices, hija, si salimos a las seis de la tarde! Álvaro se llevó los pasajes para entregártelos.
—A las ocho de la mañana, mamá, que tengo delante mi tarjeta de embarque.
—Te habrá gastado una broma. Anda, comprueba la hora de salida en la mía.
—¡Y qué más da! —gritó, alterada.
—Tranquila, no te precipites.
—Espera, que la tuya está dentro de un sobre. —Lo sacó de la carpeta de
Amitie y aún se quedó más sorprendida si cabe— Mama, no puede ser, Álvaro se ha
equivocado; ésta otra también está a mi nombre. —Como aquello no era normal,
abrió la puerta del coche, se sentó, encendió la luz interior y puso orden en los papeles que tenía delante—. Tienes razón, mamá, volamos a la seis de la tarde. —Con la
segunda que encontró en el sobre ya eran tres las tarjetas de embarque que obraban
en su poder: la de Ryanair, que él le había mostrado, y las dos de Iberia.
213
—Ya te lo decía, hija. Fue muy amable y se empeñó en que no viajase sola. Y
como me aseguró que podía anular tu vuelo de Ryanair sin coste alguno…
—Sí, claro, esa es una de las facilidades que da a sus clientes esa compañía
tan atenta —comentó a sabiendas de que ya era mucho que su madre, acostumbrada, como poco, a la clase business, se hubiese dignado pronunciar el nombre de
esa línea aérea de bajo coste—. Está bien, mamá, almorzaré contigo y luego que Salustiano nos acerque al aeropuerto. Buenas noches.
Inquieta, condujo hacia su casa intuyendo que la súbita presencia de su madre
en aquel viaje respondía a los inevitables nubarrones de incipiente recelo familiar que
asediaban su singular relación con Álvaro. Era obvio, pensó, que ella habría insinuado
algo y él, alertado, decidió sobre la marcha que Marita, aunque alejada del mundo
universitario, pudiese comprobar con sus propios ojos cómo se desarrollaban aquellos supuestos devaneos de su hija pequeña con un hombre mayor. Mejor así.
Además, la presencia de Paco Cruz le respaldaría.
214
UNA GESTIÓN EFICAZ
Tere sacó del aparador una taza, un plato pequeño y el azucarero de la vajilla
de Limoges que acababa de adquirir en Francia. De un cajón cogió una servilleta de
lino bordada y de otro una cucharita de plata. Mientras se calentaba el agua, cortó
varias hojas de la mata que crecía en una de las macetas del alfeizar de la ventana.
A punto de hervir, echó una pequeña cantidad en la tetera a juego para templar la porcelana. La vació. Introdujo la hierbabuena, depositó el té verde en el filtro y vertió el
agua a punto de hervir. Colocó la tapa, cogió la bandeja y se fue a la terraza. Allí, ante
la frondosidad refrescante del imponente laurel de indias de la plaza, aguardó extasiada a que se hiciese el brebaje sin creerse aún que esa noche dormiría en Marrakech.
Conoció la ciudad cuando su abuela Carmita, también de capricho fácil y nada
mirada con el dinero como ella y su madre, invitó a la familia a celebrar por todo lo
alto su ochenta cumpleaños en La Mamunia. Se preguntó dónde se alojaría esta vez.
Dudaba de la capacidad de su madre para adaptarse sin rechistar a una experiencia
inusual para ella. Nada de lo que le había contado y mucho menos aquello de que
“fue muy amable y se empeñó en que no viajase sola” resultaba creíble. Conociéndola, no le costó imaginar el diálogo mantenido por ambos durante el almuerzo de la
víspera en Pineda. Si te animas —habría dicho él— te incluyo en el grupo y, desde
aquí mismo, saco tu tarjeta de embarque. Tu hija puede pasar a recogerte a las seis
y os vais juntas al aeropuerto. Perfecto —le respondería— así podré ir de tiendas, almorzar tranquilamente y pasar a darles un beso a mis nietas. Marita —le aclararía
él— que estoy hablando de las seis de la mañana. ¡Qué me dices! —habría exclamado ofendida, añadiendo su orgullosa cantilena de siempre— ¡Ni el almirante, que en
paz descanse, consiguió sacarme nunca de la cama antes de las ocho! Disculpa, pero… espera, Álvaro —le habría interrumpido mientras le hacía una indicación al maître para que se hacercase—. Avise a mi chofer por favor. Ahora mismo señora duquesa. Salustiano —le ordenaría— en cuanto termine de almorzar vaya a la agencia
de viajes del Corte Inglés, hable con Carmela y dígale que necesito urgentemente
dos pasajes para mañana a Marrakech. ¿Volverá la señora…? Más te vale, pero dile
que la deje abierta…
Se imaginó a Álvaro boquiabierto ante un encargo que su madre, a diferencia
de casi todos los mortales, podía realizar sin indicar horario, elegir clase y preocuparse por el monto del pasaje. Estaba segura de que, o habría acordado algo con Álvaro,
o la llamaría de un momento a otro para darle instrucciones sobre el alojamiento. Se
bebió la infusión y regresó a la cocina. Enjuagó el servicio del té y se sentó en el salón. Abrió la carpeta y guardó en su bolsa de viaje las tarjetas de embarque. Hojeo la
documentación preparada por Aicha sobre la iniciativa Amitie, pero no le apeteció
leerla en ese momento. Miró el reloj: aún tenía tiempo de sobra para trabajar en una
nueva crónica en su bonita terraza.
(Tere de Almeida. Plaza de San Leandro. Sevilla, 07.06.12, 17 h).
En 1980, algunos meses después del llamado “golpe libertad”, un puñado de ecuatoguineanos inquietos realizaron una gestión eficaz: proponer a
una joven profesora universitaria, a la sazón en viaje oficial en Malabo para
asesorar al Gobierno en su contencioso territorial con Gabón, que le sugiriese al rector de su universidad la posibilidad de abrir un centro asociado en
Guinea. Y si, ni por asomo, pudieron suponer que aquella granaína menuda
tenía dos sobrinas negras, hijas de su hermano, el prestigioso ginecólogo de
Abidjan Paco Pérez Vera, menos llegaron a sospechar que la catedrática de
Derecho Internacional con la que acababan de entrevistarse se convertiría
poco después en la primera mujer rectora de una universidad española.
Álvaro que, como integrante del nuevo equipo rectoral de la Dra. Pérez
Vera, recibió de ella el encargo de rediseñar el programa de cooperación iniciado un año antes por el rector Tomás Ramón Fernández, se marcó una
meta ambiciosa: suplir provisionalmente la total ausencia de centros universitarios en el país y sentar las bases para la creación de una futura universidad nacional. Y, con el decidido apoyo de los entonces responsables del Ministerio de Asuntos Exteriores, la UNED se puso manos a la obra con ahínco.
Tras sus primeros viajes exploratorios al pequeño país africano, durante
el curso 82-83, llegó a la conclusión de que el éxito sólo sería posible si el
programa universitario lograba funcionar al margen del corsé irracional de la
cooperación española. El principio de autonomía universitaria debería operar
sin trabas. De ahí que sus primeros esfuerzos se dirigiesen a concienciar de
ello a los responsables educativos del Gobierno ecuatoguineano para los que
esta noción era absolutamente extraña. No consideró necesario hacerlo con
los interlocutores españoles, pues Puente Ojea, Peidró y Castroviejo, con los
que estaban tratando, eran diplomáticos inteligentes y progresistas. No obstante, dos años después, cuando fue destinado a la antigua colonia, adoptó
ciertas cautelas para minimizar su dependencia del Palacio de Santa Cruz.
No se podía descartar que en el seno de una cooperación tan caótica su
actuación, amparada por la autonomía de la UNED, acabase entrando en
conflicto con la embajada. Sin embargo, nunca sospechó que apareciesen en
el recién estrenado escenario político de izquierdas las reaccionarias actitudes de funcionarios del servicio exterior como Núñez García-Sauco, Uriarte o
Riquelme Lidón. Su miopía y oportunismo pronto acabarían dando al traste
con el programa. De hecho, la firme actitud de defensa de este principio
constitucional por parte de Álvaro ante los diversos intentos de injerencia de
la Oficina de Cooperación y de la Embajada de España en Malabo acabó provocando un grave conflicto con Exteriores. Menos mal que había tomado
algunas iniciativas que le resultarían útiles con el tiempo. Entre ellas, renunciar al nombramiento de agregado cultural al Consulado General de España
en Bata y a ocupar una de las “caracolas” que proporcionaba gratuitamente
la Oficina de la Cooperación Española.
―¿Por qué lo hiciste?
―Perdía la posibilidad de disfrutar de estatuto diplomático y de poder
usar un pasaporte rojo como el tuyo, pero salvaguardaba la autonomía que
me proporcionaba el que mi único nombramiento, el de director del programa universitario, se debiese exclusivamente a la rectora. Si se había acordado que la promoción cultural en la región continental la desarrollase el
centro de la UNED de Bata carecía de sentido depender jerárquicamente de
un cónsul tan impresentable como Gonzalo de Ojeda. Me había puesto sobre
aviso la dependencia de la embajada de mi compañero Julián Donado que,
desde hacía un año, compatibilizaba el nombramiento de director del Centro
de la UNED en Malabo con el de agregado cultural. Mi objetivo era desarrollar
el cometido universitario eficazmente y no medrar a la sombra de Exteriores.
―¿Y la casa?
216
―Esa fue otra historia. La UNED había acordado con Exteriores que mi
residencia sería la que acababa de desocupar el cónsul general en Bata para
trasladarse al recién restaurado edificio del consulado en el paseo marítimo
de la ciudad. Se trataba de una “caracola” amplia, con una agradable terraza
de madera frente a la playa de Asonga, situada en el extremo norte del campamento de la cooperación. Sin embargo, la promesa duró hasta que el embajador Núñez, recién incorporado al cargo, decidió apropiársela. Nada le
impedía utilizar alguno de los Aviocares de servicio en Guinea para cambiar
de aires y trasladarse a la región continental cuantos fines de semana desease.
―¿Y qué te ofreció a cambio?
―Una carta a la rectora pidiendo mi cese.
―Pero si acababas de incorporarte.
―Aprovechó un pequeño incidente que magnificó deliberadamente.
—No sería tan pequeño, tratándose de ti.
—Atiende y juzga, Teresa guapa.
—Cuéntame.
—Un día, a mediados de septiembre del 84, mientras preparaba en Bata
el relevo con mi antecesor, el profesor Vicente Granados, decidimos ir juntos
hacia el sur para cruzar el estuario del Muni y conocer la ciudad gabonesa de
Cocobeach. Acompañados por Angelita, su mujer, emprendimos el viaje en
uno de los Land Rover de la Cooperación. Sin embargo, en el puesto militar
de Akalayong, a orillas del Mitemele, cometí el error de comentar que nuestra intención era viajar a Gabón al día siguiente. El teniente que revisó nuestros pasaportes nos indicó que no podríamos hacerlo por carecer de los preceptivos visados de salida.
—Visado de salida, ¡qué cosas!
—Eso pensé extrañado, haciéndole ver que éramos cooperantes, que
desconocíamos ese requisito y que, en fin, hiciera una excepción. Ante su
reiterada negativa le mostré mi tarjeta de jefe del gabinete técnico del rectorado de la UNED, indicándole que acababa de llegar al país para hacerme
cargo de la dirección del programa universitario. Su oposición, ahora malhumorado, fue rotunda. Y yo, en vez de callarme como pronto aprendí que era
lo procedente en tales casos, le afee su absurda pretensión de que volviesemos a Malabo a solicitar tan insólito documento.
—¿Ni siquiera en Bata podríais haber conseguido ese permiso?
—Sólo en la capital. Menos mal que Vicente, con más tablas en esas lides
africanas, consiguió in extremis que accediese a que embarcásemos en un
cayuco para cruzar a Kogo, el antiguo Puerto Iradier de la colonia, y pernoctar en el hospital que regentaban las monjas.
—Desde allí, me imagino que…
—¿Lo hubiésemos intentado? Imposible, habría sido una locura, puesto
que nos vigilaban. Pasamos la noche y regresamos a Bata al día siguiente
217
sin poder cumplir nuestro propósito, pero convencidos de que lo acaecido
era agua pasada. Por eso, mi sorpresa fue mayúscula cuando, días después,
de vuelta a Madrid para ultimar el envío de un contenedor con los diversos
materiales destinados a Guinea, la rectora me dio a leer la carta que acababa de recibir del embajador Núñez. El mensaje era claro: ni la UNED podría
disponer de la “caracola” del cónsul, ni yo parecía la persona idónea para dirigir su programa en Guinea. Y como prueba de esta última afirmación la copia de una nota oficial de protesta del Gobierno guineano por mi “inaceptable pretensión de cruzar la frontera sin pasaporte, esgrimiendo únicamente
mi tarjeta de visita”.
―Pero eso era absurdo.
―Ni se molestó en recabar mi versión o la de Vicente. Y es que su reacción ocultaba algo más que su deseo de quitarme la vivienda asignada.
—¿Qué sospechabas?
—Siempre estuve convencido de que mi compañero Julián Donado no fue
ajeno a todo aquello.
Él era titular de Universidad y yo un simple profesor contratado y no debió ser de su agrado que se instalase en Guinea uno
de los colaboradores más próximos a la rectora. Lástima que olvidase que yo
había sido quien, un año antes, había propuesto su nombramiento de director del centro de Malabo y quien se encargó personalmente de negociar con
Peidró y Castroviejo su estatuto de agregado cultural, su pasaporte rojo y su
cómoda residencia en uno de los torreones del edificio del Centro Cultural.
―¿Cómo reaccionó la rectora?
―Dirigiéndole un escrito muy duro que me entregó para que se lo diese
personalmente a mi regreso a Guinea.
―No lo he visto entre las notas que me has dado.
―No. Ella me lo entregó en un sobre abierto para que lo leyese, pero no
me pareció correcto fotocopiarlo.
―Y, claro, te quedaste sin la casa prometida.
―Sí, pero actué con rapidez. Me puse en contacto desde Madrid con José
Colón, un guineano mulato que estaba acabando de construir un chalet junto
al poblado de Asonga. Me pidió mil dólares, 170.000 pesetas, es decir algo
más de 1000 euros, de alquiler mensual. Un precio, exorbitado para la época
y el país, que no estaba en condiciones de discutir dada la dificultad de encontrar una vivienda confortable junto a la playa. Estaba muy cerca de la
“caracola” del cónsul. Era mucho mejor y disponía de un magnífico jardín
con grandes árboles, entre ellos cuatro egombegombes, tres mangos y varios papayeros, que se adentraba en la playa a caballo de un gran muro de
piedra en el que rompían las olas en pleamar.
―¿Pagaría la UNED?
―Yo. La mezquina actitud del embajador me indignó tanto que estimuló
mi amor propio. De hecho, la rectora le pudo comunicar en su carta: “Y, en
cuanto a la vivienda, no te preocupes. El director resolverá ese asunto por
sus propios medios”.
218
Como había acordado con Álvaro que siempre que dispusiera de datos concretos los incluyese, Tere buscó la ficha en la que aparecía el contrato
y el número
de cuenta de la oficina principal del Banco Exterior de España en Madrid, abierta por
José-Dyoba Colón Santisteban Anguilé, en la que él realizó mensualmente los pagos,
y continuó con su crónica.
―Veo que no ibas descaminado al prever un conflicto.
―Resultaba obvio que la cooperación no funcionaba. Era, como se reconoció oficialmente años después, una endiablada y frustrante combinación
de indefinición, improvisación, inexperiencia, ineficacia, dispersión y descontrol. Te pondré un ejemplo, cuando fui por primera vez a Guinea, en febrero
del 83, formando parte del tribunal que debía realizar los exámenes, comprobé incrédulo que los alumnos no habían podido estudiar por carecer del
material didáctico y los que lo hicieron habían seguido programas y textos
desfasados.
—¿Tanta era la descoordinación?
—En Madrid pasaban y en Malabo el interés del profesor Germán de
Granda, un catedrático de la Universidad, creo que de Valladolid, que había
asumido la agregaduría cultural de la embajada y la dirección del incipiente
centro, brillaba por su ausencia. No así en Bata, donde Javier Martínez Alcázar, el canciller de la época, era, como tú dirías, un tipo verdaderamente enrollado que hizo mucho por el arranque de la UNED en Guinea. Disponer de
los libros de textos a comienzos del curso, elegir a los tutores adecuados y
asegurar una mínima orientación de los departamentos encargados de la docencia eran requisitos esenciales para el funcionamiento de un programa
educativo a distancia. Aquello no podía volver a repetirse.
―¿Qué hiciste?
―Aconsejar a la rectora que destinara a dos profesores de la UNED a
Guinea para dirigir, respectivamente, los centros de Malabo y Bata y asegurar por todos los medios que los materiales didácticos estuviesen disponibles desde el comienzo del curso. Esto último me obsesionaba tanto que, el
año que asumí la dirección del programa, llegué a gestionar una entrevista
entre la rectora y el subsecretario del Ministerio de Defensa Gustavo Suárez
Pertierra, que era catedrático de Derecho Canónico de la Complutense, para
asegurar que el Hércules del ejército del aire, que volaría a Malabo y Bata en
septiembre, transportase todo el material que habíamos preparado.
―Eso suena a matar moscas a cañonazos.
―Sí, pero no sirvió de nada. Cuando semanas después me presenté en el
aeropuerto para recoger la ansiada carga los miembros de la tripulación me
comunicaron que se había quedado en Madrid. A última hora les ordenaron
embarcar el “Mercedes” todo terreno que había pedido el embajador para su
disfrute durante sus fines de semana en Bata.
―¿Te indignarías?
―Eso, resignarse y esperar es lo que único que estaba al alcance de los
responsables de los distintos programas de cooperación, pero yo, gracias a
esa autonomía-osadía de la que disfrutaba, podía hacer algo más.
―¿Qué?
219
―Pues volar a Madrid inmediatamente, recoger personalmente todo el
material didáctico imprescindible y conseguir de la rectora la autorización
para llevarlo conmigo en el avión de vuelta, aunque tuviese que adelantar
con mi propia tarjeta de crédito el pago de casi un millón de pesetas.
―¡Qué locura!
―Y aun así, cuando llegué a Malabo y traté de cargar los libros destinados a Bata en el Aviocar que salía esa mañana, me indicaron que era imposible. Hablé personalmente con el embajador para exponerle de manera gráfica la situación. Recuerdo que le dije: Imagina, Antonio, que lo que tengo
en las cajas no son libros de texto sino pollos congelados y que ha costado
mucho no romper la cadena de frío. ¿Crees que sería lógico dejarlas en un
sucio y caluroso almacén de Malabo hasta que tengas a bien ordenar que las
transporten al continente?
―¿Lo comprendió?
―Puede, qué listo era de más, pero no lo resolvió. Así que, ni corto ni perezoso, contraté sobre la marcha una avioneta que me dejó en Bata con mi
preciada carga.
―Preciada, nunca mejor dicho.
―Calderilla con respecto a la gran inversión que suponía hacer funcionar
un centro universitario con varios centenares de alumnos en Guinea Ecuatorial. No había más remedio que funcionar así en aras de una mínima eficacia. Recuerdo que meses después, en el acto de inauguración de uno de los
siete centros de apoyo que promoví en las principales poblaciones del continente, tomó la palabra el gobernador de la provincia:”Nos acaba de prometer usted —dijo en tono irónico— que instalará en el nuevo centro una
televisión y un vídeo… promesas, muchas promesas que nunca cumplen los
españoles”.
―¡Buena fama la nuestra!
―Improvisé sobre la marcha y me tiré lo que, dadas las condiciones del
país, sólo podía entenderse como un farol mayúsculo. Disculpe, Excelencia,
—le respondí— puede que no me haya expresado bien. Lo que he querido
decir es que el televisor y el vídeo estarán mañana por la tarde en Mongomo. Y en cuanto terminó aquel acto le dije a Sixto, el conductor, que nos
íbamos a Oyem. Cruzamos la cercana frontera y en la ciudad gabonesa adquirí, no sin dificultad, lo prometido. Y así constantemente. Resultado: la
UNED funcionaba, mientras que casi toda la cooperación española renqueaba
plagada de incumplimientos y de chapuzas.
El mensaje de mi madre pidiéndome que no me retrasase me recordó que debía apresurarme, así que cogí mi equipaje y salí en busca de un taxi.
220
MARRAKECH
El tren de Tánger llegó a Marrakech de buena mañana. Ayman, que no había
pegado ojo con el traqueteo, anduvo cansino hacia la cafetería en la que se había citado con el grupo de Sevilla. Tras desayunar decidieron que partirían a Essaouira en
el autobús de las diez y que Álvaro aguardaría a que llegasen Tere y su madre. Ya en
la estación de autobuses, Julia se puso en la cola, pero se limitó a adquirir dos billetes. El chico del Rif torció el gesto cuando el conductor les urgió a subir y comprobó
que sólo le seguía Paco Cruz sonriente y guasón.
—Dani, me has obligado a hacerle una putada.
—No se habría ido.
—Dani tiene razón. Además —puntualizó Álvaro, encantado de no quedarse
sólo—, se lo merece por lo mucho que se pasó contigo en Tánger. Y Paco…
—Le advertí.
—Mejor así, pero de ahora en adelante, cuando te vea, le comentará a los que
estén por allí que le engañas con todos.
—Ya lo hace.
Lo siguiente era resolver el traslado de esa tarde. Álvaro dudaba entre alquilar
un coche o recurrir a su amigo Khalil, el propietario del Marhaba Palace, para que le
facilitase la dirección de la compañía de taxis de la que alguna vez le había hablado.
Sacó el móvil para llamarle y encontró un mensaje de Tere.
—¡Nuevo cambio de planes! —exclamó tras leerlo—. ¿Sabéis dónde se alojaba
el Primer Lord del Almirantazgo cuando venía a pintar a los pies del Atlas?
—¿Lo sabes, Julia?
—No. ¿Y tú, Dani?
—Claro, en el Palacio de La Mamounia.
—Pues escuchad esto: Buenos días Álvaro. No he podido evitarlo. La caprichosa de mi madre insiste en pernoctar hoy en Marrakech y se ha empeñado en invitarnos a todos a La Mamounia. Como eres un liante y no sé cuántos esperáis ahí he
reservado cuatro habitaciones. He dado tu nombre en recepción, así que si necesitas
más sólo tienes que decirlo. No lo dejes para muy tarde que parece ser que en el
mundo hay más gente como ella. Te quedan ocho horas para buscarle una distracción o no nos dejará tranquilos. ¿Un amante, tal vez? Hasta pronto. Un beso. ¿Qué os
parece?
—Que la respuesta va de soi. Dile que ya negociaremos las condiciones in situ,
pero que si de amantes se trata ya tiene dos para escoger.
—O tres —exclamó Julia— si yo pudiese servir.
Generoso y antojadizo como Marita García de Velasco también lo había sido
Sidi Mohammed Ben Abdallah. Un sultán que, un par de siglos atrás, tenía a gala ob-
sequiar un jardín o arsat poblado de olivos a los hijos que se casaban. A uno de ellos,
de nombre Mamoun, le correspondió el que poseía junto a la Koutoubia y a las murallas de la ciudad. Cuando éste, entusiasta del lujo y de las fiestas fastuosas, murió en
Fez, a finales del siglo XVIII, el Arsat al Mamoun ya era uno de los más renombrados
y hermosos de Marrakech. Así que no es de extrañar que los franceses, al comienzo
del Protectorado, encargasen a unos compatriotas arquitectos la construcción en
aquellas quince hectáreas de un hotel de lujo que recreara el tradicional ambiente romántico y exótico del país. Desde entonces, innumerables personajes famosos, desde
Delacroix y Matisse, hasta Sharon Stone y Nicole Kidman, se sintieron atraídos por
“el lugar más encantador del mundo”, como lo calificaría Winston Churchill en su conocida invitación al presidente Roosevelt para que visitase la ciudad.
—Lo que siento —se lamentó Dani cuando el pequeño taxi azul enfiló la Avenue
Bab Jdid—, es lo que nos hemos perdido por no haber llegado a este hotel hace exactamente —calculó sobre la marcha— ochenta y… tres años.
—¿Que es…? —quiso saber Álvaro.
—El rodaje de Morocco con Marlene Dietrich y Gary Cooper. ¿Os imagináis?
—O el de “El hombre que sabía demasiado”. —Ella no le iba a la zaga en la afición al cine.
—Compañera, para haber podido saludar a Hitchcock, a Doris Day y a James
Stewart tendríamos que haber llegado en el 56.
—La Mamounia es un paraíso aunque hoy no nos topemos con ningún famoso.
Claro que, puestos a escoger, me hubiese decantado por Charlot que también estuvo
por aquí.
—En 1955, Álvaro —precisó el experto.
Accedieron a aquella impresionante mansión, ocuparon dos de las habitaciones
que Tere había reservado, curiosearon los lujosos salones, pasearon por el fantástico
jardín de olivos centenarios y salieron en busca de los restaurantes económicos de la
cercana Plaza Djemma el Fna. Hacia bastante más calor que en Sevilla, pero no estaban dispuestos ni a pagar un montón de dirhams por almorzar en el bar de la piscina
del hotel, ni a arriesgarse a que tuviesen instrucciones de cargarlo a la cuenta de Marita. Además, tenían tiempo de sobra para despabilarse con un buen chapuzón tras la
siesta: el avión no llegaría hasta las siete.
Media hora antes un coche de servicio del hotel les condujo al cercano aeropuerto, pero no cayeron ni en que otro recogería a las clientas sevillanas, ni que lo
haría en una salida de acceso restringido de la sala VIP. El caso es que se encontraron por chiripa, gracias a que Marita se detuvo en una pequeña boutique para
comprar las mochilas de piel encargadas por sus nietas Julia y Marguita.
—Si Álvaro os acompaña nosotros aprovecharemos para adquirir los billetes de
autobús a Essaouira. ¿A qué hora salimos, a las diez o a las doce?
—Niña —le dijo Marita con su gracejo andaluz—, lo que sea tú siempre a las
doce, pero no te preocupes por ese viaje que ya me encargo yo de que nos lo organicen en La Mamounia.
—De acuerdo, en ese caso, podemos quedar para tomar algo en la Plaza Djemaa-el-Fna a las… doce.
222
—A las diez —corrigió Tere.
—¿En qué quedamos? —preguntó Julia sonriéndole a Marita.
—Haced lo que queráis, que yo, la última vez que mi marido me obligó a cenar
allí, ya les dejé claro que no volverían a verme el pelo.
Y es que a Marita, a la que se le revolvía el estómago solo de pensar en compartir las banquetas corridas de aquellos abarrotados y bullangueros cenadores de
hules pringosos y servilletas de papel de estraza, tenía otra idea de lo que debía ser
una noche marroquí. Y como no le apetecía quedarse sola se llevó a las chicas al
hamman o baño árabe tradicional y luego invitó a todos a cenar en el animado jardín.
Y como nada les obligaba a madrugar, que ya se había ocupado ella de que el vehículo que el hotel puso a su disposición no saliese hasta el mediodía, la amena velada
se alargó hasta las tantas.
Dani, al hilo de una nueva evocación, ahora por parte de Marita, de los renombrados actores que habían frecuentado aquel hotel en el pasado, comentó que Aicha,
como hiciese Álvaro unos cuantos años antes, ya podría haber pospuesto el encuentro de Amitie a diciembre para hacerlo coincidir con el festival de cine.
—Se lo propuse, pero insistió en que la gente invitada para reactivar la iniciativa se sentiría más atraída por el encuentro musical de Essaouira.
—No puedo creer que vinieseis al festival…
—Habíamos organizado un encuentro Alandalus con gente de la Universidad de
Huelva. ¿Te acuerdas, Álvaro?
—Cómo olvidarlo.
—Cuenta, Dani, cuenta —insistió Tere curiosa.
—Quino Villaseñor y yo…
—Mamá, Quino es un buen amigo de Álvaro, simpático y buena persona, que
suele acompañarles en este tipo de encuentros.
—Os decía —prosiguió Dani— que ambos nos acercamos aquí una mañana con
la esperanza de conocer en persona a Sofía Loren y, mira por donde, allí, junto a
aquel seto, sentado entre actores, directores, agentes y periodistas, Álvaro fumaba
en pipa con un Le Monde Diplomatique en las manos y sin quitarle ojo a la joven actriz francesa de la mesa contigua que no cesaba de conceder entrevistas.
—La acechaba desde la trinchera a la espera de que se fuese el periodista de
turno y ella me dirigiese de nuevo aquella sonrisa que sólo cabía interpretar como
guiño cómplice, presagio de una prometedora aventura. ¡Por Dios, qué preciosidad!
—Ya veo, Álvaro, que continúas viviendo de ilusiones —comentó Marita.
—Y ahora más que nunca, ¡qué remedio!
—¿Y qué te dije yo? ¿Te acuerdas, Álvaro?
—Que tenías una amiga en Sevilla, de la que estabas enamorado, que era más
guapa aún.
223
—Dije exactamente —precisó Dani— perdidamente enamorado y aún mucho
más guapa, atractiva y elegante.
—¿Quién era ese guayabo? —quiso saber Julia.
—Álvaro, responde tú. Y, ahora que la conoces, confiesa si no es cierto que me
quedaba corto.
—Dani tenía toda la razón: no hay color.
—Venga, Álvaro —insistió Julia— revélanos el secreto.
—Ella —respondió señalando a Tere, que se acharó tanto que no supo ni qué
decir, ni a quien mirar.
—Dani —intervino Marita para echarle más leña al fuego—, puede que ahora
sea tu oportunidad.
—Pero si tu sueño es casarla con ese príncipe árabe que anda tras ella. Además, mira lo que piensa tu hija. Anda Tere, diles qué me respondes cuando te lo propongo.
—¡Ah!, pero te lo propone.
—No, Julia. Ya no.
—Temerá que le digas que sí.
—Pero si le quiero como si fuese mi hermano mayor. —Tere, recuperada, se
giró hacía él y le besó cariñosamente en la mejilla.
224
AMITIE
Cuando, rumbo al oeste, van quedando atrás las pequeñas colinas, los estériles pedregales en los que las piaras de cabras apuran la exigua vegetación y, por fin,
la brisa anuncia el océano, no tarda en surgir a la derecha un panorámico mirador de
piedra desde el que se divisa una bella población fortificada. Es la ciudad de los alisios,
la “Perla del Atlántico”, la “Bella Durmiente”, la vieja Mogador de los portugueses, cuyo
paso recuerdan las torres defensivas que aún custodian su animado puerto pesquero.
Essaouira bullía en vísperas de su inminente Festival Gnawa y Músicas del
Mundo que, desde finales de los noventa, se celebra el tercer fin de semana de junio.
Acontecimiento, atractivo donde los haya, que había animado a Aicha a promover en
la víspera el encuentro de trabajo al que ahora se dirigían para relanzar una vieja iniciativa casi olvidada. Allí, como estaba pactado de antemano, Marita accedió a compartir con su hija una habitación junto a la piscina en el más que confortable Hotel
des Îles, situado frente a la playa y junto a la puerta Bab Sbaa abierta en su muralla.
Una de las tres de acceso a la Medina, Patrimonio de la Humanidad desde 2001.
El sábado por la noche, tras el sabroso cus-cus servido en la piscina a la treintena de participantes, Álvaro convocó en la terraza de uno de los cafés de la amplia
Plaza Mulay Hassan a Aicha, Tere, Julia, Ayman y Dani para cambiar impresiones sobre los preparativos de la expedición a Ecuador y tratar de la sustitución de la antropóloga. Días antes, la joven doctora había comunicado que, probablemente, no podría acompañarles. Inscrita, desde los dieciocho años, en el Registro de Donantes de
Médula Ósea,
acababa de saber que un paciente aguardaba su donación. Extracción, pendiente de los resultados de unos análisis que, de confirmarse, la obligaría a
permanecer en su domicilio a disposición de la Organización Nacional de Trasplantes,
al menos, hasta su incorporación en septiembre al Programa Max Weber de estudios
posdoctorales en Florencia. Julia, como la joven esposa de Manuel, el médico de la finca Sampaka, de Palmeras en la Nieve, de Luz Gabás, “no era una belleza. Nada destacaba en su rostro, pero el conjunto resultaba hermoso por su frescura continuamente
renovada por una amplia y franca sonrisa”. Máxime en esos días en los que disfrutaba
serena de la satisfacción de sentirse verdaderamente útil por primera vez en su vida.
Tere, cansada de pedirle a Álvaro que redactase de su puño y letra la somera
descripción de la iniciativa Amitie que necesitaba para incorporarla a la novela, aprovechó para preguntarle a Aicha por su origen.
—Hace ya una pila de años, durante uno de los Cursos de Doñana, Álvaro nos
invitó a participar en las Travesías Náuticas/Debates en la Mar que, en esa edición,
zarpaban desde Cabo da Roca, al norte de Lisboa, con rumbo a Cabo Negro, al este
de Ceuta.
—¿A quiénes?
—A Marta, a Dani, a Ayman y a mí.
—¡Qué chollo! Y yo sin enterarme.
—¿Cómo ibas a hacerlo si veraneabas en Hyannis Port? —Aclaró Dani.
—Pues, una noche, fondeados en el estuario del Sado, en las proximidades de
Setúbal, nos pidió ayuda para organizar una caravana al Sahara ese fin de año. Él,
con la iniciativa Amitie
en la mente, deseaba realizar un experimento previo.
—¿De qué tipo?
—Sólo pretendía que observásemos.
—¿Qué?
—Todo cuanto llamase nuestra atención.
—¿Para?
—Extraer nuestras propias conclusiones a través de la contemplación directa
de la realidad y, a partir de ahí, estimular nuestra capacidad de generar impulsos
para aportar soluciones. Siempre, claro, desde una percepción ecociudadana de las
relaciones norte-sur y sur-sur.
—¿Cuántos fuisteis?
—Una veintena de estudiantes a los que nos embarcó en dos furgonetas alquiladas en Tetuán y en el viejo Land Rover del Proyecto INTER/SUR.
—¿Teresa, no te estarán contando la expedición a Merzouga? —preguntó Álvaro, que acababa de llegar acompañado de Marita y Paco Cruz.
—Por lo visto tiene relación con Amitie.
—Aquello fue increíble. La víspera de la salida hacia el desierto me reúno con
ellos en Chaouen para explicarles el objetivo de aquella aventura, que no era otro
que llevar a cabo un ejercicio práctico de observatorio de iniciativa y…
—En realidad —apostilló Dani, interrumpiéndole— sólo nos dijo: observad y, al
final, si a alguien se le ocurre algo, lo debatimos.
—¿Y qué se os ocurrió?
—Nada, Teresa. Nada después de casi seiscientas mil leguas.
—¿Eso cuánto es? —quiso saber Marita.
—Legua —disparó Dani con su proverbial dominio del vocabulario—, del celtolatino leuga, quizá de origen prerromano, medida itineraria, variable según los países o
regiones, definida por el camino que regularmente se anda en una hora, y que en el
antiguo sistema español equivale a 5.572,7 m. Más de tres mil kilómetros, por tanto.
—Estábamos desconcertados —confesó Aicha—. Nadie entendía bien lo que
pretendía. No había programa. Sólo nos facilitó un mapa con un itinerario marcado
en rojo: Ceuta, Tetuán, Chaouen, Meknes, Fez… Ayman ¿cómo se llamaba aquel sitio
en el que pasamos tanto frío?
—Ifrane.
—¡Cómo nevaba! Luego continuamos por Midelt, Er-Rachidia y Erfoud. En el
Sahara
despedimos del año cenando en Merzouga
y lo iniciamos recorriendo
sus dunas
para visitar un oasis.
Regresamos por Ouarzazate, Marrakech,
226
Casablanca, Rabat, Larache, Asilah y Tánger. Cada jornada, durante dos semanas,
debíamos decidir sobre la marcha qué visitar, qué comer
y dónde pernoctar.
—Era lo pactado.
—Lo que más les llamó la atención a la gente de Ciencias Ambientales de la
Autónoma de Madrid, que formaban el grupo mayoritario —continuó Aicha—, fue que
todos los niños que encontrábamos a nuestro paso nos rodeasen para pedirnos lápices y cuadernos. Y ello hasta el punto de que la única iniciativa que se abrió paso fue
la de promover una campaña de recogida de materiales escolares para distribuirlos
en la próxima caravana.
—Buena idea —comentó Tere.
—Pero nada original.
—¿Y qué esperabas?
—Que se planteasen algunas preguntas elementales. ¿Qué razones estructurales subyacían a esas y a otras muchas carencias que padecía la inmensa mayoría
de la población marroquí? ¿Si nosotros teníamos alguna responsabilidad? ¿En qué
medida la defensa de los intereses nacionales de España, Francia y otros países europeos, no eran ajenas a todo aquello? ¿Cómo afrontar esa realidad con mentalidad
ecociudadana? Y tantas otras cuestiones susceptibles de estimular en ellos iniciativas
de mayor calado y compromiso que la que propusieron.
—Yo no me cansaba de criticar —recordó Ayman— la política europea de contención a ultranza de la emigración subsahariana y su dramático reflejo en el drama
de las pateras del Estrecho, pero el personal carecía de respuestas.
—¿Las hay? ¿Acaso podemos hacer algo los ciudadanos ante la magnitud de
tales problemas?
—De eso se trataba, Marita. Así que, como les preocupaba la carencia de recursos educativos, comencé a hablarles de Amitie con la finalidad de que pudiesen
disponer de una potente herramienta potencial susceptible de ser enriquecida y desarrollada por ellos mismos, como trata de hacer ahora el grupo que Aicha coordina.
—La idea —comentó la chica mora— me pareció atractiva. Recuerdo que cuando se averió el Land Rover y me quedé con Álvaro esperando a que lo repararan…
—Seis días, Tere —interrumpió Ayman—. Seis días en Marrakech en un hotel
de cinco estrellas que le sacaron al seguro mientras al resto nos enviaron a Tánger a
cargo de Marta.
—Eso no me lo habías contado, Álvaro.
—Y seis noches.
—¿Puedo seguir o queréis detalles de nuestras depravadas sesiones de sexo y
alcohol?
—¡Menos globos Aicha! —exclamó Ayman.
—Ya veis. El macho árabe puede, pero nosotras no. ¡Qué desgracia la nuestra!
A primera vista —continuó—, Amitie podría parecer uno de esos grandes marcos organizativos propios de la Unión Europea.
227
—¿Y no es así?
—No, Tere. Se trata de un viejo invento casero de Álvaro. Una iniciativa piloto
de cooperación destinada a ser asumida directamente por la sociedad civil. Es decir,
para funcionar de abajo a arriba mediante el recurso a la técnica asociativo-decisional
de la participación fraccionada.
—Pero me suena que en Europa hay algo parecido.
—De hecho —aclaró Julia—, Amitie se inspira en ELearning y Etwinning.
—Ni idea.
—ELearning es un programa para la integración efectiva de las tecnologías de
la información y la comunicación en los sistemas de educación y formación. Etwinning es la principal de sus acciones para la promoción de dichas tecnologías en los
centros escolares de Europa.
—El hecho es que Álvaro y yo aprovechamos aquellos días en Marrakech para
preparar un borrador del proyecto y pedirle a la Association pour l’Education, le Patrimoine et l’Environnement, ya sabes, la gente de Tadaoul que conociste en Tánger,
que nos buscase un socio institucional adecuado.
—¿Un socio para qué?
—Para que nos ayudase a promover la iniciativa en esta zona del país y nos facilitase el acceso al mayor número posible de centros escolares, de bibliotecas, de
asociaciones de padres, de alumnos, etc. Y así fue como entramos en contacto con
l'Académie de l'Education, que es la Administración educativa en cada una de las
provincias marroquíes.
—Además —explicó Ayman— organizamos dos encuentros de trabajo para debatir el proyecto en el que participaron varias decenas de universitarios españoles y
marroquíes. Uno, en Chauen, durante el puente de Andalucía; otro, en el Parque
Nacional de Talassemtane, cerca de mi pueblo, en Semana Santa.
—Pues bien —prosiguió Aicha—, una vez que tuvimos claro lo que se pretendía
decidimos activar la iniciativa y promovimos una primera campaña de difusión mediante la remisión de un mensaje, vía Internet, a una amplia lista de directores de
centros de enseñanza secundaria andaluces. Sigue tú, Dani, que voy a atender a ese
grupo de participantes que me busca.
—De ese modo invitábamos a informar de Amitie a profesores y alumnos y a
participar en un encuentro sobre el terreno que Aicha y Ayman, con el apoyo de Tadaoul, estaban preparando con la Académie de l'Education de Marrakech-Haouz.
—¿Tuvisteis respuesta?
—Varias decenas de personas se interesaron y cuarenta de ellas, algunas de
las cuales ya habían participado en los encuentros previos que ha mencionado Ayman, viajaron con nosotros.
—¿Y todo eso cómo se financiaba, Dani?
228
—Siempre era igual. Los participantes abonaban un precio módico y eso permitía financiar los gastos de los tres o cuatro representantes de INTERSUR que nos desplazábamos con ellos.
—¿No pedíais subvenciones a la Junta? —Marita, que hacía todo lo posible por
integrarse en el grupo, se dirigió a Álvaro.
—Nunca; la autonomía de nuestras iniciativas era sagrada.
—Tampoco te las habrían dado… —comentó, sabedora por la prensa de algunos de sus frecuentes choques con la Administración autonómica.
—Pero ¿qué es lo que tenían que hacer los participantes?
—Muy sencillo, Teresa. Por lo pronto, asistir al encuentro de trabajo y, de ese
modo, contribuir a financiar el observatorio. Y luego, informarse bien de su funcionamiento y colaborar en el mismo aprovechando las oportunidades que éste les brindaba.
—¿Que eran…?
—Múltiples.
—Ejemplos.
—Lo esencial —terció Paco Cruz— era localizar centros escolares andaluces dispuestos a llegar a acuerdos de hermanamiento con centros marroquíes.
—¿Para?
—Iniciar en el plano educativo un diálogo norte-sur que debía conducir, de una
parte, a desarrollar las infraestructuras, los recursos materiales, la organización y el
funcionamiento de los centros escolares marroquíes, atendiendo especialmente a la
utilización de las modernas tecnologías de la infocomunicación; de otra, a posibilitar
una mayor capacitación y perfeccionamiento profesional de los educadores de ambos
países merced a los intercambios de profesores, alumnos y experiencias.
—¿Y cómo respondió la parte marroquí, Dani?
—Nos atendieron espléndidamente organizándonos una detallada visita a la
ciudad y un interesante recorrido por los alrededores.
—Pero —se lamentó Álvaro— no entendieron que Amitie se había concebido
para que su puesta en marcha y su despegue se autofinanciasen. Y eso les impidió
valorar que la iniciativa, al abrir la posibilidad de cooperar en un gran espacio real y
virtual de cooperación educativa, promoviendo el uso de las nuevas tecnologías de la
infocomunicación, generaría ingentes beneficios pedagógicos, sociales, culturales y
económicos mutuos.
—Aicha y yo ya advertimos —recordó Ayman— que nuestros compatriotas, habituados a la cooperación convencional, y casi siempre dispuestos a poner el cazo, no
entenderían que nos presentásemos ante ellos con las manos vacías.
—Por eso en esta nueva fase —recalcó Aicha— estoy tratando de demostrar
que Amitie, una vez en funcionamiento, dispondrá de una enorme capacidad potencial para forzar la subsiguiente intervención gubernamental de las Administraciones
de ambos países mediante la asignación de fondos públicos para los proyectos
derivados de los hermanamientos que en estos momentos estamos articulando.
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230
OTRA OPORTUNIDAD, PERDIDA
El barco era el mismo que imaginé en Sevilla cuando fingí que mi segunda
crónica arrancaba un día de julio en Noruega, pero no regresábamos de la visita al
Fiord de los Sueños, sino al Osterfjord o Fiord de Oster. Ya no soplaba la suave brisa
de los alisios que alejó de mi madre, eso espero, el recelo de que su hija pequeña se
hubiese enredado en la siempre inquietante aventura con un hombre mayor, sino un
gélido viento del norte que nos obligó a abandonar la cubierta. Pedimos té y compartimos con una amable y discreta pareja japonesa la única mesa disponible. Álvaro
continuó con su relato recurriendo con frecuencia a sus notas sobre el periodo 19791985, época en el que la cooperación en Guinea, según me explicó, pasó del compromiso global de la UCD, a la indecisión socialista.
(Tere de Almeida. Bergen, Noruega. First Hotel Marín, 12.07.12)
—Cómo sería, Teresa, el panorama guineano que los gobiernos centristas
de Adolfo Suárez y de Calvo-Sotelo, respaldados por el consenso parlamentario, pero actuando siempre a remolque de los hechos, necesitaron casi tres
años para institucionalizar allí una precaria infraestructura de cooperación.
—¿Tan mal había dejado Macías el país?
—Guinea estaba desmantelada y la situación era catastrófica. No llegaban suministros del exterior, los hospitales carecían de medicinas, la población necesitaba ayuda urgentemente y España, tras el llamamiento del nuevo presidente, se volcó brindando una cooperación masiva, articulada mediante donaciones de emergencia, asistencia técnica y acuerdos económicofinancieros ventajosos. Inicialmente se trató de un compromiso de facto posteriormente refrendado por el Tratado de Amistad y Cooperación, de octubre
del 80, que incluía múltiples acuerdos que iban desde la educación a la emisión de sellos postales, pasando por la asistencia técnica en materia de seguridad y defensa.
—¿Y los organismos internacionales y los demás países?
—En abril del 82, auspiciada por la ONU, se celebró en Ginebra la Conferencia Internacional de Donantes que nos brindó la ocasión propicia para reforzar nuestra ansiada presencia en los foros internacionales.
—¿España jugaría un papel relevante?
—Al menos escenificó el compromiso público de asumir la reconstrucción
de su antigua colonia. Y ello, como dijo el subsecretario Ortega Salinas,
presidente de la delegación, “con independencia del grado de participación
internacional en el proceso de reconstrucción económica del país”.
―¡Vaya! Guinea como escaparate de nuestra ayuda al Tercer Mundo.
―En efecto, pues constituía el esfuerzo económico-financiero de cooperación al desarrollo de mayor envergadura emprendido por el Estado español, tanto en términos absolutos, como relativos.
—¿Es cierto que superaba a toda la ayuda al conjunto de los países iberoamericanos?
—Así es. Sin embargo, aquello no empezó bien. En esa improvisada exhibición, que comprometió a casi todos los órganos de la Administración en
múltiples acciones gestionadas in situ, se fue institucionalizando una compleja red de esquemas organizativos, métodos y técnicas caracterizados por
su escasa permeabilidad a las innovaciones en materia de cooperación que
ya se experimentaban con éxito en otros países.
―¿Qué innovaciones?
―De entrada, la presencia de organizaciones no gubernamentales y la
cooperación al desarrollo con participación empresarial.
―Algo harían los socialistas cuando llegaron al poder.
―Felipe González navegó entre el mantenimiento formal del objetivo
consensuado en las Cortes en la época de UCD y la indecisión provocada por
la creciente tendencia abandonista que comenzaba a abrirse camino en el
seno de su equipo económico. Lo que, indudablemente, afectaba negativamente al trabajo de los cooperantes.
—Explícate.
—El impulso inicial aportado por la Oficina de Cooperación con Guinea,
dirigida hasta septiembre del 83 por el diplomático Ricardo Peidró, se vio
entorpecido, cuando no paralizado de facto.
—¿Por falta de recursos?
—Las dificultades presupuestarias se traducían en ausencia de liquidez y
repercutían negativamente en la ejecución de los diversos programas en
curso. Fíjate cómo sería que la propia rectora de la UNED protagonizó una
denuncia pública, recogida por TVE y otros medios de comunicación, recordando al Gobierno algo tan elemental como que “los convenios internacionales se cumplen o se denuncian, pero no cabe olvidarlos”.
—¿Sirvió para algo?
—Digamos que contribuyó a la aprobación de un crédito extraordinario
en 1984 que desbloqueó provisionalmente aquella situación tan precaria.
―¿Cuándo se hizo cargo de la cooperación el amigo de mi padre?
―En julio de 1985 se creó la Secretaria de Estado para la Cooperación
Internacional e Iberoamérica y el Gobierno le puso al frente de la misma.
Fernández-Ordoñez acababa de relevar a Fernando Morán en el Ministerio de
Asuntos Exteriores. Así comenzó una nueva etapa cuyo punto de partida fue
la aprobación, en noviembre de 1985, del Plan Marco de Cooperación por la
III Comisión Mixta Hispano-Ecuatoguineana.
―Que produciría cambios, me imagino.
―Lo más llamativo fue la modificación del enfoque ideológico del modelo
de cooperación. A partir de ahora “se considera absolutamente prioritario
232
―se decía sin ambages en el documento-propuesta de dicho plan― desjustificar la cooperación por sí misma e instrumentarla al servicio de un fin político”.
—Pero eso es reaccionario y, como tú dirías, nada ecociudadano.
—Desde el primer momento combatí ese enfoque meramente utilitario.
Máxime en el caso de Guinea en el que la cooperación española venía motivada por la inaplazable tarea humanitaria de paliar el grave deterioro causado al país por un dictador demente.
—¿Y cuál era ese fin político?
—Frente a las razones de justicia y solidaridad que están en la base de la
obligatoriedad internacional de toda política progresista de cooperación al
desarrollo, la nueva Administración socialista consideró que la nueva política
debía centrar la cooperación sólo en aquellas áreas que contribuyesen a consolidar la hispanidad de la ex-colonia. Como les dijo el embajador Núñez a
las monjas españolas de Mongomo: “Lo esencial hermanas no es tanto que
esta gente rece como que lo hagan en español”.
―Alucinarían.
―Recuerdo que, tras esa y otras sandeces con las que se despachó en
aquel almuerzo en la misión, una de ellas, a la que ayudé a quitar la mesa,
comentó indignada: “¡Este tío es gilipollas!”.
―No era para menos.
―Aquello se enmarcaba en el horizonte de una incipiente política de presencia española en el África subsahariana para la que Guinea se revelaba como la vía más adecuada de penetración. De ahí que resultara esencial poner
coto a la tensión de las relaciones post-coloniales entre Malabo y Madrid.
—Gravísima en la primera década de la independencia.
—Pero explicable en un contexto de Guerra Fría, tanto por el alineamiento de Guinea con la Unión Soviética, como por el talante del dictador Macías.
Sin embargo, las crispaciones que se venían produciendo en la etapa Obiang
desconcertaban a la opinión pública.
—Que estaría cabreada por el dinero que se allí de despilfarraba.
—Era imprescindible normalizar las relaciones bilaterales a toda costa.
—Tenía sentido.
—Conociendo la idiosincrasia guineana era un arma de doble filo que no
podía manejarse tan groseramente como lo hicieron el embajador Núñez y
Fernando Riquelme, el director de la OCGE.
—¿OCGE?
—Oficina de Cooperación con Guinea Ecuatorial.
—Explícate.
233
—Su empeño por dar satisfacción a un rotundo y permanente “no queremos problemas” debería haber tenido un límite infranqueable para no frustrar el correcto desarrollo de los programas en curso.
—¿Cuál?
—El adecuado equilibrio con las exigencias técnicas de una cooperación
moderna al servicio del compromiso jurídico-internacional de coadyuvar a la
reconstrucción del país. Te referiré una anécdota que lo explica muy bien.
Celebrábamos una reunión de trabajo, en pleno proceso de elaboración del
plan marco de cooperación. El coordinador del programa de educación no
universitaria, explicaba que la falta de progresos en su área se debía al desacuerdo con la parte guineana sobre el contenido que debían tener los planes de estudio del bachillerato. Entonces, el embajador Núñez, impaciente
por disponer cuanto antes del texto final, le espetó: “Andrés, urge que firmen. No quiero conflictos. Me da exactamente igual que quieran más o menos latín o más o menos matemáticas. Allá ellos”.
―Ya veo, primaba el interés político sobre el componente técnico de la
cooperación. Parecer que se hacía, más que hacer y eso propiciaría el maquillaje y el camuflaje de la realidad por parte de los responsables de la
cooperación.
—Exacto. Además, tras la “débil configuración legal y real del poder exterior del Estado español”, a la que se aludía en el plan marco, se escondía un
viejo problema muy presente en la historia de nuestras relaciones exteriores
que constituía el quid de la cuestión.
—¿Cuál?
—La dificultad para asegurar la unidad de la acción exterior del Estado.
Fíjate, esta frase de dicho documento resume el panorama que se divisaba
en el otoño de 1985: “Nuestra cooperación técnica se ha visto comprimida y
asfixiada entre un Estado guineano sin infraestructura medianamente eficaz
para asimilar con eficacia nuestra aportación y un Estado español sin unidad
de acción exterior y sin una política definida, incapacitado para ofrecer una
ayuda coherente, ordenada y medianamente eficaz al desarrollo de Guinea”.
Precisamente la descolonización de Guinea, con el conocido enfrentamiento
entre Castiella ―Exteriores― y Carrero Blanco ―Presidencia del Gobierno―
había sido una buena muestra de ello.
―Pero ese plan marco tendría aspectos positivos.
―Por supuesto. Apostó por un nuevo marco jurídico y organizativo, aunque, como reconoció en el Senado el propio Riquelme dos años después, no
se llegó a materializar. Tuvo mucho de operación inviable, de parche hábilmente vendido, de lucimiento personal de un embajador deseoso de evitar
conflictos y sobresaltos que pudiesen perjudicar su carrera. Fue un intento de
racionalización aparente condenado al fracaso en la medida en que se pretendía llevar a cabo el despegue de una moderna cooperación al desarrollo sin
modificar las condiciones objetivas que la obstaculizaban de facto y de iure.
—De todos modos la tarea no debía ser nada fácil.
—Especialmente porque se había permitido que la situación se deteriorase hasta límites tan insospechados que la antigua metrópoli acababa de
ser relevada en la zona por Francia. Con una economía maltrecha por los
234
zarpazos de la corrupción galopante que España propiciaba, el segundo país
más corrupto del mundo cayó como fruta madura en la red tejida en la zona
por la hábil diplomacia francesa.
—La unidad de acción exterior del Estado, con ser importante, no aseguraba el éxito.
―Bien visto. La cooperación, en las condiciones de Guinea, incluso a pesar del recorte y de la delimitación del objetivo, exigía un marco jurídico,
unos esquemas organizativos y unos mecanismos de actuación específicos difíciles de improvisar. Lamentablemente, el nuevo Plan Marco, fue otra oportunidad perdida.
—¿En qué sentido?
—Se cometieron graves errores de planeamiento, diseño y negociación
que limitaron de antemano el alcance de la reforma emprendida. Su proceso
de diseño fue excesivamente precipitado, personalista y, en lo sustancial,
impuesto por un embajador ambicioso y oportunista que limitó, cuando no
excluyó expresamente, la participación de los expertos de las distintas áreas
ministeriales.
—Lo que no deja de ser un método expeditivo de asegurar unidad de la
acción exterior.
―¿Pedimos otro té?
Como sabía que lo que quiso decir es que lo hiciera yo, me levanté y fui a
la barra. El camarero me dijo que aún tardaríamos una hora larga en atracar
en Bergen.
235
¿COOPERAR O CORROMPER?
La chica de Oslo que tanto había congeniado conmigo, se acercó a la barra.
―Tere ¿qué te cuenta que no calla?
―Estamos preparando la comunicación de mañana. En cuanto acabemos regreso a popa con vosotros.
―No tardes, que el italiano no deja de preguntarme por ti.
―Dile que me espere.
Tarald se fue convencida de que ocultábamos celosamente una aventura inconfesable. Volví con el té y el chocolate calentito que se me había antojado. Los japoneses se despidieron y pudimos acomodarnos junto a la ventana. Arreciaba el
viento, el barco se balanceaba y los chorreones de agua salpicaban los cristales.
—Te decía, Teresa, que la negociación con la parte guineana, cuando la hubo,
fue apresurada y, en todo caso, superficial. Exteriores optó por jugar a fondo su papel de donante y no tuvo mayores dificultades en obtener el visto bueno de la parte
receptora. Y ello en el tiempo y en la forma que convenía a una Embajada de España
y a una Oficina de Cooperación con Guinea deseosas de demostrar sus aptitudes ante
un nuevo y, aparentemente, poderoso patrón.
―Al menos, Yáñez aseguraría la coordinación entre Moncloa y Exteriores.
―Ni eso, pues no pudo
con el gran peso del equipo económico del Gobierno, que acabó imponiendo la salida del Guinextebank del Banco Exterior de España,
presidido entonces por Miguel Boyer.
―El verdugo del amigo jerezano de mi padre. ¿Era un banco guineano?
―Tuvo que ser mitad y mitad, aunque siempre fue presidido por los gobernadores del Banco Central de Guinea o por ministros guineanos y, en una plantilla de
noventa empleados, sólo seis eran españoles.
―¿Tuvo que ser?
―Sí. Años más tarde, el vicepresidente del Banco Exterior de España, Rafael
Martínez Cortiña, por cierto, profesor mío de estructura económica, que me examinó
en su despacho del banco a finales de marzo del 1971 cuando, tras salir de Carabanchel, la policía me prohibió regresar a la facultad…
―Nunca hablas de eso.
—Cualquier día lo haré.
—¿Cuánto tiempo te encerraron?
—Siete u ocho meses.
—¿Tanto?
—Casi uno, en el 70; algo más de dos, en el 71, seguido de una larga residencia forzada en nuestra casa de La Antilla; y tres y medio, en el 74.
—¿Residencia forzada?
—Como suena. Recuerdo que inicié mi aventura carcelaria un viernes 27 de noviembre, dos días después de que John Lennon, en protesta por el apoyo de su Gobierno a la guerra de Vietnam, devolviese la medalla de Miembro del Imperio Británico.
—¿Y esa referencia, si nunca te han gustado los Beatles?
—Porque lo leí en un trozo de periódico que encontré en el retrete de la
Dirección General de Seguridad en una de cuyas celdas, parcialmente revestida de
gresite beige, pasé la noche en compañía del abogado Jaime Gil-Robles, que acababa
de ser detenido junto con el grupo de opositores que se habían reunido para tratar
del inminente Proceso de Burgos,
entre los que se encontraban Tierno Galván,
Francisco Castellanos, el hijo de Areilza, Carlos Brú etc.
—No puedo creer que aún recuerdes el color de los baldosines.
—¡Cómo olvidarlo! Además, ya había estado antes y volvería a hacerlo varias
veces más.
—¿No dices que fue la primera vez?
—Que pasé a Carabanchel, pero la segunda que pisaba los calabozos de la
Puerta del Sol. Lo que trataba de decirte es que ese conocido proceso que, si no recuerdo mal, comenzó el tres de diciembre, me cogió allí dentro. La reacción popular,
sobre todo en el País Vasco, fue tan grande que el Consejo de Ministros declaró el estado de excepción en Guipúzcoa
y, días después, dejó en suspenso la aplicación
del artículo 18 del Fuero de los Españoles en el resto del territorio nacional.
—¿No era lo mismo?
—No. Una cosa era la suspensión del artículo 18, que establecía que ningún
español podía ser detenido sino en los casos y en la forma que prescriben las leyes y
que todo detenido debía ser puesto en libertad o entregado a la autoridad judicial en
el plazo de setenta y dos horas, y otra el estado de excepción que, además del 18
suspendía la vigencia del 14, 15 y 16, relativos a la libertad de residencia, la inviolabilidad del domicilio y el derecho de reunión y de asociación, respectivamente. Y eso,
para mi desgracia, se publicó en el BOE el 15 de diciembre.
—¿Qué más te daba si estabas dentro?
—Mucho, puesto que el juzgado de instrucción del Tribunal de Orden Público,
que me había procesado, acababa de concederme la libertad provisional para ese
mismo día y, claro, temí…
—¿Que se anulase?
—O que los de la brigada político y social volviesen a detenerme.
—¿Y?
—Por chamba pude pasar aquellas Navidades con mi familia en Sevilla. Claro
que aquella libertad duró lo que tardó en reanudarse el curso: en cuanto regresé a
Madrid me detuvieron, aprovechando esa circunstancia.
238
—Te había preguntado por tu residencia forzada en La Antilla, ¿recuerdas?
—Y a eso voy, Teresa guapa. Como en aquellos primeros meses del 71 éramos
bastantes los estudiantes internados en las cárceles por decisión gubernativa a
alguien se le ocurrió la idea de ponernos en libertad a cambio del compromiso de
aceptar el traslado a una localidad distinta de la habitual. Algo que no podían
imponernos dado que, como te acabo de decir, el artículo 14 del fuero de marras
establecía el derecho a fijar libremente la residencia. Tras un periodo de dudas se
aceptó y cada uno salimos hacia el lugar pactado con la policía. Yo a La Antilla, donde
tuve que permanecer hasta después de Semana Santa, pero no me hagas perder el
hilo, qué luego refunfuñas de mis incisos interminables.
―Vale, pero es algo que debemos incluir en nuestra crónica.
―Ya veremos. Mira, Martínez Cortiña contó en la prensa algunas anécdotas
significativas en relación con el Guinextebank. Fíjate lo que decía: “Estábamos negociando con los guineanos. Ellos querían un reparto del 50%. Nosotros nos
negamos. Uno de los funcionarios guineanos extrajo una pistola y la depositó encima
de la mesa. Acordamos un 50%”.
—No puedo creerlo.
—Escucha, escucha: “En una de mis llegadas a Malabo, bajé del avión y a corta
distancia vi un hombre que me parecía conocido. Estaba cumpliendo una tarea que
los reclusos llaman allí ’chapear’, que significa arrancar las hierbas malas. Pregunté si
aquel que ‘chapeaba’ no era o había sido presidente del Guinextebank, y me respondieron: Es y no es, ahora está en la cárcel”. Su mensaje se resumía en cuatro ideas
esenciales: el banco público español fue obligado por razones políticas a entrar en la
operación del banco guineano; Exteriores deseaba que se quedase y Economía que
saliese; Guinea es el segundo país más corrupto del mundo y hay “cuatro señores”
que se enriquecen ilícitamente a costa de todo esto. Suficiente para que, dos días
después, me decidiese a publicar en ese diario un artículo de que titulé “La cooperación española al subdesarrollo de Guinea Ecuatorial”.
Tema que amplié, pero
eso fue mucho más tarde, con una conferencia impartida en el III Seminario Internacional sobre Guinea Ecuatorial organizada por el Centro de Estudios Afro-Hispánicos
de la Universidad Nacional de Educación a Distancia.
―Un título duro.
―Y con muchas preguntas comprometidas.
—¿Cómo?
—¿Quién y por qué obligó políticamente al Exterior a entrar en la operación Guinextebank? ¿La presencia de esa pistola sobre la mesa fue un elemento de presión o
significaba, tal vez, la garantía de que en esas condiciones el dinero se ganaría fácilmente? Si no ¿qué sentido tenía tolerar desde el Gobierno esa amenaza? ¿Siempre ha
tenido pérdidas o el inicio de éstas es más reciente? Y, en este caso, ¿cuándo se detectó? Sabiendo que el banco perdería dinero en la operación ¿tomó su dirección alguna medida para controlar el riesgo y evitar un grave perjuicio o, tal vez, intentó utilizar
en su beneficio el juego que tan bien representa la imagen citada por Cortiña? ¿O asumió, sin las habituales precauciones bancarias, un riesgo excesivo en sus créditos? ¿O
no era tan grave dado que siempre cabía la posibilidad de tapar el agujero con dinero
del contribuyente? ¿Por qué el Gobierno español se obcecaba en mantenerlo?
—¿Y cuál era tu opinión?
239
—Que el Banco Exterior permaneció en el Guinextebank mientras hubo negocio
y salió cuando las tornas cambiaron a causa, principalmente, de la pérdida de influencia española que comportó el ingreso de Guinea en la Unión Aduanera de Estados de África Central (UDEAC) y el consiguiente cambio del ekuele.
—¿No era la peseta guineana?
—No. La moneda guineana era el ekuele o, mejor dicho, el bikuele o bipkwele
y, a partir de 1985, el franco CFA.
—¿Qué sentido tenía mantener por razones políticas un banco deficitario que,
además, no contribuía al desarrollo del país?
—Tal actitud de tozudez política sólo se explicaba porque aquellos que, a través
de la vía crediticia, hacían su agosto en Guinea todavía conservaban el suficiente poder
para imponer esa medida. Había que hacer algo y Martínez Cortiña no tenía dudas.
—Pero no lo hacía.
—Según él, la dificultad estribaba en “que una parte del Gobierno español nos
ha pedido que nos quedemos y la otra es partidario de que nos vayamos”. Se trataba
de Exteriores y Economía. Y añadió: “Dependemos de una decisión superior”. Y ésta
no se hizo esperar. En una carta al director, publicada en el diario El País,
que
creo que está entre los documentos que tienes, el presidente del Banco Exterior, Miguel Boyer explicó que “la razón fundamental de que el Banco Exterior haya planteado su retirada (aprobada ya por el Gobierno español) no es tanto que Guinextebank
esté en pérdida ―aunque la ayuda de un país a otro debe canalizarse vía Presupuestos
Generales, y no a través de la cuenta de resultados de un banco comercial como el
Exterior―, sino la convicción de que opera en un ambiente de desorden difícilmente remediable, y de que el Banco Exterior no pude seguir contemplando prácticas bancarias
mediatizadas por presiones guineanas, como las señaladas en las auditorías”.
―¿Se conocían?
―Las acababa de hacer la consultora Price Waterhouse y el Exterior ya sabía
quiénes habían llevado el Guinextebank a la quiebra. Por eso, en diversas ocasiones,
pedí públicamente a Boyer que las diese a conocer.
―Sin lograrlo, claro.
―Tras una rueda de prensa en la que insistí en que ellas eran la clave, Perfecto
Conde, un periodista del semanario Interviu, me llamó para decirme que las había conseguido y que su revista las iba a publicar en su próxima edición del once de septiembre.
Me reuní con él en compañía de Bruno para que nos ayudase a interpretarlas.
―¿Bruno?
―Bruno Bertoni, el empresario italiano, amigo del ministro Eloy Eló que me
gestionó la entrevista con Obiang en París, en el 88. Conocía a muchos de los citados
y nos ayudó a interpretarla…, pero yo creo, Teresa, que ya está bien por hoy. Échale
un vistazo a este texto incompleto que he titulado “De virreyes y represores” y,
cuando tengas un rato, trata de armar con el resto de las notas que tienes un último
capítulo sobre mi denuncia de la cooperación española en Guinea y damos el tema
por zanjado. Estamos llegando a Bergen. Abrígate bien y volvamos a popa. Hemos
dejado completamente abandonado al grupo y hablarán…
240
―¿Te preocupa?
―Por ti, sólo por ti.
241
COLEGAS
Aquella fría mañana de cielo con nimbos de tormenta, Tere hizo acto de presencia en el comedor del hotel de Bergen con su acostumbrada naturalidad. Vestía
un cálido pulóver de punto grueso del que sobresalía el holgado faldón de la camisa
que, con una pincelada de desenfado, ocultaba la cintura del pantalón a juego. Este,
de algodón, con bolsillos laterales y pliegues delanteros alisados, caía con garbo sobre unos zapatos Oxford de diseño clásico, con cordones de herretes brillantes, puntera redondeada, suela de goma y tacón ligeramente elevado; aquella, de popelín,
mostraba un cuello Mao y unos puños dobles trabados con botones de nácar. Garbosa estampa dorada, blanca, negra, blanca y, de nuevo, negra sobre la lustrosa tarima
de roble encerada.
—Vengo de la calle y hace un frío que pela.
—Pues desayuna que el taxi debe estar al llegar.
En los dos primeros vuelos de aquel domingo de mediados de julio acumularon
casi tres horas de retraso. Ahora, en Stansted, aguardaban sus respectivos aviones a
Sevilla y Faro. Todavía les quedaba algún tiempo antes de separarse y, por suerte, se
acababa de despedir el tipo pelmazo que se arrimó a ellos en la puerta del hotel de
Bergen para ahorrarse el taxi. Contemplaron la posibilidad de darse un garbeo por
Londres, pero el tejemaneje previo a las Olimpiadas lo desaconsejaba. Álvaro propuso una escapada en autobús de línea a alguno de los pueblos de los alrededores del
aeropuerto. ¿Por qué no subir al 301 y visitar Safron Walden, la vecina población que
disfruta de la mayor iglesia de Essex? ¿O ir en el número siete a Stansted Mountfitchet
y conocer su castillo del siglo XI? Tere alegó que estaba cansada. Mejor así —pensó—,
pues casi no había tenido ocasión de estar a solas con ella desde la excursión al Fiord
de Oster y volvía a sentir el acuciante deseo de no compartirla con nadie. La cafetería
Starbucks parecía un lugar confortable y tomaron asiento.
―Voy a por un café. ¿Qué te apetece, Teresa? ¿Tal vez ese zumo que tanto te
gusta?
―¿Harías eso por mí en la vieja Inglaterra?
―No te quepa la menor duda.
Dado lo laboriosa que podría resultar su ejecución en aquellas circunstancias,
se preguntó si se habría ofrecido a darle ese antojo a una chica así cuarenta años antes. Puede que, sorprendida, la empleada del Starbucks se llamase a andana, pero él
acababa de comprobar que vendían toronjas en el aeropuerto. Se haría con una y le
pediría que la añadiese al zumo de naranja mientras ella, divertida, observaría la escena desde su butaca. Dicho y hecho, más sin haber imaginado que la camarera fuese granaína y tuviese la mala follá de comentar en voz alta un elocuente ¡Ozú, qué
hija tan caprichosa!
Ella comenzó a corregir el texto de la crónica en la que estaba trabajando y él,
resignado a su suerte, desplegó el tabloide que acababa de caer en sus manos. La
relección de Obama era verosímil aunque fuese perdiendo la carrera por la recaudación de fondos electorales. Le importaba el devenir norteamericano, pero no hasta el
punto de desatender la coqueta brega de los dedos de Tere con los tozudos tirabuzones rubios que la acosaban.
―¿No te interesa?
―Nada.
—No me extraña.
—Que te he dicho que es de hoy.
—Claro, claro, pero hazme caso y prueba a comprar la prensa en vez de estar
al albur de la que halles al paso.
—Sabes que me nutro de las ediciones electrónicas y, además, ¿qué le reprochas a este The Times? ¿Acaso no es el parapeto ideal para mirar a hurtadillas a una
mujer hermosa?
―Me distraes.
―¿En qué estás ahora?
―Revisando la crónica de nuestra ponencia.
—¿Para tú novela?
—Nuestra novela.
―Déjame echar un vistazo.
―Ya conoces las reglas.
—Podrías hacer una excepción y dejar…
—¿Que la leas?
—Que te siga mirando.
—Vas a tener suerte: ¡aparta ese periódico y atiende!
Ella, como hacía siempre que trataban de algo relacionado con Noticia de un
amanecer fugaz, dispuso su comunicador para que la conversación quedase registrada y comenzó a leer:
Aunque el inglés de Álvaro era más bien malo…
―¿Tanto?
―No te lo puedes imaginar, pero no me interrumpas.
Decía que, aunque el inglés de Álvaro era más bien malo, el texto de la
comunicación, pulido entre ambos, era correcto. Para exponerlo de la manera más amena posible y, de paso, disimular sus desencuentros con el idioma, habíamos acordado intercalar nuestras intervenciones ante aquel auditorio. Universidad de Bergen, Facultad de Derecho, Salón de Grados. No más
de una treintena de asistentes en torno a la mesa que ocupábamos el profesor Harald Knudsen, director del seminario, y nosotros. Eran casi las ocho de
la tarde y por los grandes ventanales penetraban los rayos del sol de aquel
244
inacabable día del estío noruego. —Bebió un sorbo del zumo delator y prosiguió—. Tras las presentaciones protocolarias, Álvaro tomó la palabra.
—¡Sería el fin de la universidad! fue el rotundo y escueto comentario del
rector de una universidad de mi país cuando conoció el contenido de la ponencia que mi colega y yo nos disponemos a presentarles. Les avanzo que
se trata de un ataque frontal al modelo docente de una institución caduca. El
quebranto de un privilegio ancestral. Un corte limpio de cizalla en la cadena
monopolística que sustenta todo sistema universitario conocido: el derecho
exclusivo a enseñar, evaluar y acreditar para el ejercicio profesional. Y es
que los ciudadanos que, con independencia de nuestra nacionalidad, aspiramos a intervenir lo más directamente posible en una gobernanza global sostenible, debemos plantarnos ante una institución corroída y abusada por sus
docentes en la que aspiran a labrar su futuro millones y millones de estudiantes en todo el mundo. Al menos, eso piensa esta joven radical que me
acompaña.
―¿Qué te gustó más lo de radical o lo de colega?
―Lo de abusada, que te lo sacaste de la manga sobre la marcha.
―¡Qué va! Para impresionarte había preparado por mi cuenta varias salidas del
guion pactado.
―¿Por qué abusada?
―Puede que no haya tenido mucho sentido emplear ese término en un contexto en el que debía referirme a la institución universitaria a escala global, pero lo
había usado en mi publicación original
centrada en el sistema español. Lo saqué
de un cáustico artículo, titulado La universidad cadavérica,
que publicó el profesor Gabriel Albiac, hace casi dos décadas, en el diario El Mundo.
—¡Qué título!
—Denunciaba que ésta se vio de repente saturada por un profesorado sin garantías y, en un altísimo porcentaje, incompetente.
—No iba descaminado.
—Los universitarios actuales ignoráis que el gobierno socialista de la época,
tras llegar por primera vez al poder en los ochenta, saturó la Universidad española
con docentes de cualificación dudosa y poco contrastada, que dejarían bloqueado el
acceso a la docencia universitaria para varias generaciones.
—¿Qué hizo?
—Como denunciaba Albiac, convirtió a los no numerarios en titulares instantáneos y a los agregados en catedráticos in situ, con explícita violación del derecho
de aquellos profesores más antiguos que vieron cerrados sus concursos de traslado.
Además —añadía—, acordó una modificación del sistema de tribunales para garantizar la continuidad de lo que él calificaba de “mandarinato” y propició que el control
de los departamentos sobre las plazas fuese absoluto, la endogamia hermética y la
“corrupción irrebasable”.
—De aquellos polvos estos lodos.
245
—En España, el docente universitario, salvo honrosas excepciones, ha estado y
está a lo suyo: acceder al funcionariado y mendigar la prebenda a costa del sufrido
alumnado y, por ende, del desarrollo del país. Y ello a pesar de que, como ya advirtiera Ortega, en Misión de la Universidad, ésta debe centrarse en el estudiante: “¡Qué
vuelva a ser ante todo el estudiante y no el profesor, como lo fue en su hora más auténtica!”.
—¿Tienes esa obra?
—Me parece que está en el barco. Continúa.
La pantalla se había apagado y tuvo que esperar a que reapareciese el texto.
—Aquí está.
—Diles de qué se trata —me pidió dándome entrada por primera vez.
—De intervenir con precisión quirúrgica —comencé a leer un poco cortada— en el mercado de la educación superior. ¿Para? Forzar un inédito escenario de coordinación interuniversitaria que provea, en un contexto de creciente demanda mundial, una oferta de enseñanza de máxima calidad, mínimo coste, notable flexibilidad y fácil acceso. ¿Cómo? Estimulando, mediante
la aplicación del principio docente de plena competencia interuniversitaria
(PDPCI), repito, plena competencia interuniversitaria, el ejercicio de un nuevo derecho. ¿Cuál? El de libre elección, en cualquier tramo del itinerario formativo, de más de un centro académico para cursar, simultáneamente o no,
cuantas materias, asignaturas o módulos formativos integran los planes de
estudio de títulos disponibles en el mercado interuniversitario, en condiciones de equivalencia homologada. O dicho de otro modo, la incorporación automática al expediente académico personal de todos los créditos obtenidos
tras cursar, durante un mismo periodo lectivo y en más de un centro de enseñanza superior, los contenidos que dan acceso a títulos oficiales de grado
y de postgrado. ¿Y por qué todo esto? Muy sencillo: por el creciente sinsentido de que, en plena irrupción de las tecnologías de la infocomunicación,
nuestras universidades se empeñen en ocupar el tiempo del alumnado imponiendo la asistencia a interminables horas de clase, infructuosas en muchísimas ocasiones. ¿Quieren un ejemplo?
—La verdad es que la gente no se esperaba ese comienzo a dúo.
—Para nada.
Álvaro les invitó a observar la diapositiva
ultimada en Sevilla con el
apoyo de Dani y se excusó por referirse a datos de la universidad española.
En ella se indicaba que un estudiante de primer curso del grado de Derecho
debería asumir una carga de trabajo de 1.500 horas para obtener 60 créditos (ETCS) y, a continuación, extraía un conjunto de conclusiones que él desarrolló al tiempo que yo trataba de resaltarlas con un puntero láser.
—Que no es lo tuyo.
—¡Qué iba a hacerle si le fallaban las pilas!
—Si el 40% tuviese carácter presencial permanecería 600 horas en el aula. Es decir, debería asistir a 15 clases semanales durante un año acadé-
246
mico. Si la ratio media alumno/aula fuese 100, los aproximadamente 20.000
estudiantes que siguen el primer curso de dicho grado en las facultades de
Derecho de mi país tendrían que asistir anualmente a 120.000 horas de clase. Cantidad que ascendería a más de 700.000 si consideramos los 120.000
matriculados anualmente en dicha titulación. Si la distancia media de ida y
vuelta al campus fuese de cinco km y el tiempo empleado en el transporte
dos horas, cada alumno deberá recorrer en torno a 750 Km y dedicar a este
absurdo menester un mínimo de 300 horas por curso —Se detuvo unos instantes para que pudiesen asimilar los datos y comenzó con sus habituales
preguntas—. ¿Se hacen idea de la magnitud de las cifras resultantes si considerásemos el total de los universitarios del mundo? ¿Imaginan los ingentes
recursos que esta tradicional práctica docente dilapida? En plena irrupción de
las ICT…
―Escribe las siglas en español, “plis”: TIC, tecnologías de la información y la
comunicación.
―De acuerdo, no me había dado cuenta. —Tere corrigió el texto y continuó.
—En plena irrupción de las TIC en la educación ¿tiene sentido que toda
esa gente deba realizar diariamente el considerable esfuerzo de trasladarse
desde sus domicilios a las aulas, convocados en exclusiva por unos profesores asignados de oficio a las mismas para nutrir la tradicional carga docente
cautiva que vertebra el sistema de dotación de plazas de este modelo universitario?
—¿Acaso, le interrumpió uno de los asistentes, conoce otro que no sea el
de las universidades abiertas o a distancia?
—Pues sí y de eso trata nuestra ponencia.
―Teresa, creo que ahora sí anuncian tu vuelo. ¡Enhorabuena! me parece que
esta crónica está muy bien enfocada.
—Gracias. Acabaré de revisarla en el avión y te la enviaré esta misma noche.
Caminaron hacia la puerta de embarque. Él, feliz por haber acertado al traerla,
no dejaba de alabarla; ella, convencida de que su dominio del inglés había sido el
factor determinante, ufana tras haberle demostrado su capacidad y soltura para intervenir en público. Se mantendrían en contacto, pero no volverían a verse hasta el
uno de agosto cuando todos se reuniesen en el aeropuerto de Barajas para emprender la aventura ecuatoriana.
247
INEFICAZ Y ONEROSO
Tere accedió cómodamente al avión de una popular línea aérea de bajo coste,
ya que había abonado previamente dos suplementos: uno, para evitar la larga cola
que suele regalar a sus sufridos clientes; otro, para no tener que acabar con varios
conjuntos superpuestos tras una épica brega pública para adelgazar su abultada maleta. Una vez en su asiento, y antes de que el personal de vuelo intentara venderle
cualquier bagatela, se colocó los cascos y escuchó la grabación de la crónica que acababa de compartir con Álvaro. Puede que resultase más amena —pensó— si intercalaba los comentarios que habían provocado sus apostillas. Volvió a oírla y se reafirmó
en la idea. Claro que, en ausencia de éste, tendría que imaginárselas. En cuanto pudo, reabrió el fichero y se puso a ello. atajo
(Tere de Almeida. Vuelo Londres-Sevilla, 15.07.12, 19.30 h).
Pienso que asistir a clase compensará o no en función de lo que se obtenga de ellas, interrumpió la elegante profesora danesa que tanto le gustaba a Álvaro.
—¡Qué guapa, por Dios! Como Françoise d’Aubigny, la viuda de Muerte en Verano,
era tan hermosa que casi hacía daño mirarla. ¿Has leído algo de Benjamin Black?
—“El mar” y “El otro nombre de Laura.
—Obviamente, Silge, le respondió mirándola a los ojos, la opinión del
alumno que invierte anualmente casi cien mil dólares para asistir a las clases
presenciales impartidas en la Facultad de Derecho de Harvard probablemente será distinta de la del aspirante a jurista en cualquier universidad pública española, marroquí o turca. La cuestión estriba en saber si el coste
para la sociedad de esa educación presencial constituye una inversión razonable o un lastimoso derroche. Y ello, entre otras cosas, dependerá de los
resultados obtenidos y del carácter público o privado de la financiación requerida.
Y entonces me hizo un gesto para que aportase los datos del sistema
universitario español que habíamos recopilado.
—El 30% abandona los estudios al cabo de dos cursos. El 70% emplea
dos años adicionales para completar una titulación de cuatro. El contribuyente —expliqué, cada vez más segura de mi misma— aporta casi el 90%
del coste de un sistema que atiende al 90% de unos universitarios que apenas pagan de sus bolsillos 900 de los 8.000 euros que cuesta cada uno de
ellos por año académico.
—He aquí, continuó él, un caso claro de financiación pública de una docencia ineficiente, incapaz de producir la excelencia y estimular la creatividad
que, por si esto no fuese bastante, constituye además una preocupante
fuente de regresión social.
—¡Regresión social! No me lo imaginaba —exclamó con extrañeza Tarald,
que acababa de volver del sur de España.
—Siento llevarte la contraría, pero en mi país la probabilidad de acceso a
la educación superior de estudiantes con padres universitarios es casi cinco
veces más alta que la de aquellos cuyos progenitores no alcanzaron ese nivel de estudios.
Cuando Álvaro terminó, un chico con acento siciliano se dirigió a mí.
—¿No crees que la penetración de las TIC en la educación superior sería
la alternativa a esa práctica tan habitual en la que el docente es el depositario del conocimiento y el alumno el encargado de almacenarlo y de repetirlo en los exámenes?
―¿Quién era ese tipo?
—Un italiano que intentaba ligar conmigo y, la tarde que regresamos del Osterfjord, me invitó a carne de ballena en uno de los quioscos del mercado de pescado.
―Te gustó.
―Mucho, pero estaba casado.
―La carne de ballena, listilla.
―Exquisita, más no lo reconocí, dada mi previa perorata ecologista.
—Dr. Pelegrini, le respondí, si se refiere al recurso del profesor a las TIC
para mejorar su docencia, más que una alternativa sería una exigencia
ineludible.
Y, mientras el profesor Knudsen, que intervenía por primera vez, apuntaba que su utilización podría ser la última oportunidad de supervivencia de
nuestras universidades convencionales, Nicola, que así se llamaba mi pretendiente, se sentó sin dejar de mirarme extrañado del inusitado tono formal
que había empleado.
—Ahí estuviste bien al aprovechar el comentario de Harald para llevar el agua
a nuestro molino. ¿Qué dijiste exactamente?
—Deja que siga leyendo…
—La alternativa más realista debería ser la utilización de las TIC en el
nuevo contexto interuniversitario que se generaría si operase el principio docente de plena competencia interuniversitaria que proponemos. Cuando el
profesor Díaz-Cueto y yo aludimos en nuestra ponencia a medidas de choque más expeditivas no nos referimos tanto a aquellas orientadas a promover la utilización de las TIC en la enseñanza superior, como a introducir en el
250
sistema universitario, mediante las oportunas reformas legislativas, un principio que induzca su implantación de facto. ¿Cómo es posible…?
—Observo que te estás aficionando a intercalar preguntas.
—Reconozco que es algo que aprendí de ti en Tánger.
—¿Cómo es posible, decía, que, cuando nadie duda ya de la utilidad del
principio de libre competencia y se aplican por doquier potentes medidas antitrust orientadas a asegurar estructuras de mercado eficientes en todos los
ámbitos, aún no se haya activado una variante universitaria ad hoc para
atajar de raíz las prácticas monopolistas en un campo tan esencial como el
de la educación superior?
—Ahora sólo te resta aprender a fraccionarlas. Podrías haber dicho ¿Alguien
duda a estas alturas de las ventajas de aplicar el principio de libre competencia? ¿No
se aplican por doquier potentes medidas antitrust orientadas a asegurar estructuras
de mercado eficientes en todos los ámbitos? Entonces ¿cómo es que no se ha activado aún una variante universitaria ad hoc para atajar de raíz las prácticas monopolistas en un campo tan esencial como el de la educación superior?
—Lo tendré en cuenta. Por cierto, tendrías que haber visto la cara que pusiste
cuando, a continuación, nos interpeló el Dr. Brown echándonos en cara aquello de
que si lo que pretenden con su propuesta es incrementar el grado de competitividad
de la universidad, ya les adelanto que estamos de acuerdo, pero no me parece una
idea muy original. ¡Qué tipo tan impertinente!
―Bueno, cuando acabó el acto y me abandonaste, le invité a una cerveza y
nos quedamos charlando: me pareció inteligente y meticuloso.
―Puede, pero un pelín borde. Y que conste que no le abandoné. Usted, profesor, es quien me ha estado evitando por el absurdo temor de que la gente malinterprete nuestra relación. Usted se lo pierde.
―No insista, que lo hago para no dañar su reputación.
―Si usted lo dice…
—La originalidad, dependerá del grado de competencia que se aspirase a
alcanzar.
—Ni aunque fuese el máximo posible.
—En realidad desconozco que entiende el Dr. Brown por libre competencia en el ámbito de la docencia universitaria, pero puede que estemos hablando de cosas muy distintas. ¿Nos da unos minutos para que completemos
la explicación y luego valoramos el grado de originalidad? —Y, sin esperar su
anuencia, Álvaro continúo dirigiéndose al auditorio— En España se han
sugerído diversas medidas que van, desde profundizar en la evaluación de
los docentes, hasta incorporar a prestigiosos profesores extranjeros a modo
de lo que hacen los equipos de futbol, pasando por facilitar la fusión de las
251
50 universidades públicas en un número más razonable. Obviamente, la
aplicación conjunta de estas y otras propuestas redundaría en una mayor
competitividad del sistema universitario, pero el quid, como en la fábula de
Esopo, es ¿quién le pone el cascabel al gato?
―¿Con que to put the little bell to the cat, eh?
—¿No se dice así?
—Pues no; la expresión inglesa es to bell de cat, es decir who is to bell the
Cat?
—Vale, vale, pero ¿acaso no aproveché bien la oportunidad que me brindó
Knudsen cuando me recordó que la moraleja era que no deben buscarse soluciones
imposibles de realizar? ¿La has transcrito?
—Aquí la tienes:
—De ahí, profesor Knudsen, nuestro afán por implantar una medida práctica que sea tan fácil de entender como capaz de llegar a concitar el respaldo
de sus beneficiarios más directos: los consumidores de educación superior.
Es decir, un alumnado universitario que, en la defensa de sus intereses, no
escatime medios para informar y convencer de su utilidad a la sociedad a la
que pertenece. Creo que la aceptación plena de este principio, su consolidación como un nuevo derecho básico de todo discente y su paulatina generalización modificarían drásticamente el actual juego de la oferta y la demanda en el ámbito global de la educación superior. Supondría tan demoledor
revulsivo para una docencia presencial agotada que nos situaría pronto ante
un inédito escenario de eficiencia y coordinación interuniversitaria desconocidas hasta ahora.
Como en la mesa faltaba un vaso, el director, tras interesarse por el
escenario universitario que nosotros preveíamos, se decidió a beber a morro
de su botella de agua; yo saque a colación las interuniversidades abiertas
y Álvaro desarrollo el concepto.
—Instituciones de nuevo cuño, públicas y privadas, adecuadamente dimensionadas para el aprovechamiento de economías de escala en la utilización eficiente de todos los recursos tecnológicos disponibles para la programación interuniversitaria de la docencia y la ulterior comercialización de
una oferta de enseñanza superior de máxima calidad, mínimo coste, notable
flexibilidad y fácil acceso. Corporaciones educativas dotadas de potentes
campus virtuales de docencia especializada, que comenzarían a ganar terreno y acabarían forzando la remodelación radical de aquellas universidades
convencionales que no hubiesen alcanzado aún el alto nivel de excelencia requerido para continuar manteniendo con éxito su oferta singular en el nuevo
mercado interuniversitario de plena competencia.
—Me miraste horrorizada cuando añadí que, si me lo permitían, podía explicarlo con cierto detenimiento.
252
—No era para menos: acababas de meterte en un jardín con ese triple rol de
internauta, paciente y estudiante universitario que se te ocurrió sobre la marcha.
—Ya te he dicho que había preparado por mi cuenta algunas salidas del guion
para impresionarte.
—Y lo conseguiste. Reconozco que fue un ejemplo muy apropiado.
—En efecto, como internauta podría elegir al proveedor de los servicios
de Internet; como paciente, puede que dispusiese del derecho a elegir médico especialista; sin embargo, como estudiante matriculado en una universidad debería conformarse con la capacitación académica que ésta le dispensase en exclusiva.
—Lástima que Canseco te llevase la contraria.
—Ahora, con el Plan Bolonia, quien se matricula hoy en un centro de enseñanza superior para obtener un grado no necesita cursar en él todas las
asignaturas de su plan de estudios. En el Estado español y, por supuesto en
Cataluña, disponemos de diversas opciones: acogerse a un sistema de intercambio entre centros universitarios y cursar asignaturas en otra universidad
española; utilizar el Programa ERASMUS y hacerlo en una universidad europea; apoyarse, si el centro dispone de ellos, en otros programas de intercambio internacional. Incluso, en el caso de algunas comunidades autónomas, podría recurrir a los llamados campus virtuales y matricularse en determinadas asignaturas con docencia virtual y a distancia. Y, por supuesto,
siempre queda abierta la opción de trasladar su expediente académico a otra
universidad en la que, tras las oportunas convalidaciones, podría proseguir
sus estudios en un centro superior distinto del de acogida inicial.
—Al menos encajó bien mi respuesta.
—Era una broma.
—Lo segundo puede, pero no lo primero. ¿Qué le respondí exactamente?
—Ya saben que mi compatriota es un provocador. Aunque quiera hacernos creer que las opciones que ha mencionado quiebran el principio de
exclusividad universitario, él sabe sobradamente que no es así.
—Por cierto, podrías haber empleado “break up”.
—“To crack” me pareció más preciso y culto.
—¿Tú crees? Y, ¡ah traidor!, qué cara más dura la tuya cuando el colega te retó a que te explicases y me pasaste el mochuelo.
—Sabía que los harías mucho mejor.
—Y así fue, sin duda.
253
—A primera vista pudiese pensarse que el Dr. Canseco tiene razón, pero lo
cierto es que cada universidad continúa asumiendo básicamente en solitario
la triple tarea representada por el trinomio capacitación-evaluación-titulación, puesto que impartir y evaluar la docencia de todas y cada una de las
materias, asignaturas o módulos formativos de un plan de estudio y expedir
el correspondiente título son los eslabones esenciales de la cadena de prácticas monopolísticas cotidianas de cualquier universidad. Cadena —añadí, recuperando la confianza— que, lejos de debilitarse, se refuerza con la presencia, cuasi cosmética aún, de esa especie de eslabón-comodín que, como
acontece en el espacio europeo de educación superior, sólo tolera la incorporación al expediente de unos escasos créditos obtenidos en una universidad
colaboradora en condiciones muy restrictivas.
—Observarías que te respaldé recalcando que los sistemas universitarios funcionan en todo el mundo en un régimen de práctica monopolista. Por cierto, veo que
tu amiga Tarald no cesa de hacer méritos para que la invite a Ecuador.
―Antes de comenzar le sugerí que, llegado el momento, te preguntara si la
aplicación del principio docente de plena competencia interuniversitaria induciría un
nuevo modelo.
—Y se lo agradecí antes de responderle que contribuiría significativamente a
estimular el diseño y comercialización, pública y privada, de fórmulas originales de
enseñanza-aprendizaje.
—Sé sincero, te bloqueaste porque no te esperabas la pregunta y tuve que
echarte un capote apostillando que no sólo remediarían el anómalo, ineficaz y oneroso
funcionamiento generalizado de la actual universidad, sino que mejorarían exponencialmente, en un contexto de creciente demanda mundial de educación, su capacidad
para facilitar el acceso a una enseñanza superior de mayor calidad y menor coste, con
todo lo que ello comporta en una época de crisis global como la que padecemos.
Mientras respondíamos a Tarald, Knudsen se levantó para bajar una de
las persianas y evitar que los rayos del sol impidiesen ver la pantalla con nitidez. Camino de su asiento volvió a intervenir.
—Es obvio, señorita de Almeida, que brindar al alumnado la posibilidad
de cursar en no importa qué universidad cualquiera de las materias que integran el título al que aspiran es permitirle optimizar su elección académica. Es
indudable que los MOOC promovidos por Coursera, Udacity, Venture-Lab o
EdX, desarrollados por Harvard y el MIT, están potenciado la enseñanza online. No obstante, me reservo el derecho de dudar hasta que reflexione sobre lo que nos proponen.
Algunos de los presentes quisieron saber el significado de la sigla citada y
Knudsen volvió a levantarse para escribir en la pizarra Massive Open On-Line
Courses.
254
EL FIN DE LA UNIVERSIDAD…
A pesar de las tres largas horas de vuelo en aquel avión que parecía un mercadillo de feria, Tere no pudo terminar la revisión de su crónica de la ponencia de Bergen. El día siguiente, dedicado a que su amiga Louise Al-Saud, que también había
llegado la víspera, conociese Sevilla y a hacer algunas compras, no encontró ni el rato ni el sosiego que necesitaba. Tampoco el martes, ocupado en viajar a La Jara, darse un chapuzón en la playa y salir de marcha por Sanlúcar de Barrameda para presentarle a la gente de su pandilla. Ni el miércoles, que pasaron la mañana durmiendo
y, después de almorzar, cruzaron el Guadalquivir para hacer una pequeña incursión
en Doñana. Sólo el jueves, cuando Marita y su hija Inés, ante el temporal de levante
que desaconsejaba el baño, llevaron a Louise a conocer Jerez de la Frontera, el Puerto
de Santa María y Cádiz, Tere se encerró en su cuarto dispuesta a concluirla. atajo
(Tere de Almeida. Playa de la Jara, Cádiz, 19.07.12, 11.30 h).
Mi amiga Tarald volvió a la carga con una oportuna ocurrencia: creo que
se podría decir en términos gastronómicos que lo que proponen es pasar del
menú a la carta.
—La noruega te lo puso a huevo pues bastaba que leyeses el ejemplo que habíamos preparado.
—Y acabó de ganarse una plaza en la expedición.
—No me digas que lo decidiste en ese momento.
—Tú ya lo habías hecho y sabía que era cuestión de tiempo que me lo pidieses.
Además, Dani no deja de recordarme que necesitamos un buen cámara.
—Que él sabra aprovechar…
Así que, con la seguridad que da el disponer del texto escrito, Álvaro le
respondió:
—Pensemos en un estudiante, residente en Almonte, que desea cursar el
grado de Derecho. Almonte, como sabe nuestra amiga Tarald, que ha pasado allí unos meses fotografiando y anidando aves con la Sociedad Española
de Ornitología,
es una población de Andalucía, cercana al Parque Nacional de Doñana, que no dispone de universidad, pero que se encuentra a
medio camino entre dos capitales cercanas y bien comunicadas en las que sí
podría hacerlo: Huelva y Sevilla. Lo más probable es que se viese obligado a
optar por trasladarse a estudiar a una de ellas a sabiendas de que el centro
universitario de acogida asumiría la triple tarea de capacitarle, evaluar su
aprovechamiento y, en su caso, expedirle el correspondiente título. ¿No resultaría mucho más adecuado disponer de una enseñanza superior a la carta, como acaba de decir Tarald, en la que nuestro estudiante andaluz y, claro, el conjunto de los más de los 12 millones que aspiran a un título académico en el espacio europeo de educación superior, pudiesen optar al mismo
sin necesidad de verse constreñidos por la exclusividad inherente al referido
trinomio capacitación-evaluación-titulación? Esto es, que dispusiesen de la
posibilidad legal de escoger libremente, a lo largo de todo su itinerario for-
255
mativo, los mejores centros para atender la enseñanza específica y superar
la evaluación de cada una de las asignaturas homologadas de sus planes de
estudio oficiales.
Observé algunas caras dubitativas y decidí intervenir para reforzar su
razonamiento.
—Si se diese tal contingencia nuestro estudiante de Almonte habría dispuesto de un amplio abanico de opciones susceptible de reportarle un sinnúmero de ventajas. Por ejemplo, podría haber adoptado la siguiente triple
decisión: matricularse en algunas de las asignaturas del primer curso del grado de Derecho en la Universidad de Huelva (UHU) y trasladarse dos días por
semana a su campus para asistir a las clases presenciales de las mismas, inscribirse en Filosofía del Derecho en la Universidad Pablo de Olavide (UPO) y desplazarse un día a Sevilla y cursar las restantes asignaturas en una open university, en este caso la UNED, y permanecer el resto del tiempo en su pueblo.
—¡Qué complicación! —exclamó Brown.
—No necesariamente, —el inglés había hecho el comentario dirigiéndose
a Álvaro, pero le respondí yo— puesto que los créditos obtenidos tras superar las correspondientes evaluaciones en esas dos universidades colaboradoras se incorporarían de oficio a su expediente académico. Un expediente
académico que gestionaría, y cobraría por ello, la universidad de acogida inicial. En todo caso, ese sería un primer avance, manifiestamente mejorable,
de las innumerables opciones de enseñanza a la carta que el principio docente de plena competencia interuniversitaria pondría a disposición del
consumidor de educación superior.
—Pero la elección del alumno ―indicó uno de los asistentes belgas― podría no responder necesariamente a criterios de calidad. Tal vez primara el
menor nivel de exigencia.
—Pudiese ser pero, antes o después, el mercado acabaría imponiendo la
calidad. —respondió Álvaro volviendo a improvisar.
—¿Se imaginan —pregunté— qué habría sucedido si, como es de esperar, hubiese actuado de manera similar la generalidad del alumnado, de esa
y otras titulaciones, matriculados en la UHU como universidad de acogida?
No parece descabellado afirmar que se habría resentido la demanda de docencia presencial en aquellas materias en las que la oferta externa ofreciese mejores condiciones de calidad y/o precio. En esas circunstancias la UHU, como
las demás universidades de características similares, se habría visto compelida
a restructurar su oferta académica tradicional. —Iba adquiriendo soltura y,
emulando a Álvaro, hasta me atreví a inquirir si alguien sabría decirme cómo.
—Reasignando una parte creciente de sus recursos humanos y materiales
a esos programas interuniversitarios de docencia virtual especializada que
proponen.
—Así es, profesor Knudsen, se trataría de programas que serían exponentes del proceso de institucionalización de la cooperación interuniversitaria, inducida por el principio que proponemos, previa al desembarco de
las interuniversidades abiertas.
—La renuncia —apostilló Álvaro—, salvo por parte de aquellas escasas
universidades de excelencia máxima, al principio de exclusividad que man-
256
tiene operativo el tradicional funcionamiento monopolista de la educación
superior supondría un acicate para la institucionalización de una plena y eficiente cooperación interuniversitaria.
—¿Y eso que conllevaría? —Brown, de nuevo.
—Por lo pronto, la aparición de atractivos campus virtuales especializados
en nuevas modalidades de docencia electrónica o e.Learning.
—Que también —apuntó alguien demostrando que había captado un matiz esencial— deberían desenvolverse en condiciones de plena competencia.
—Por supuesto. Un nuevo sistema ―volví a intervenir― más económico y
eficiente que dejaría de estar condicionado por la capacidad de construir aulas de ladrillo y pagar profesores, acometería la restructuración funcional y
física de la gran mayoría de los actuales centros y departamentos universitarios y la drástica reorganización del actual desempeño de la actividad docente e investigadora. En el nuevo escenario no monopolístico el alumnado,
que reuniese los requisitos legales exigidos para aspirar a una determinada
titulación universitaria, dispondría de una amplísima horquilla de posibilidades enmarcadas entre estas dos opciones extremas.
La diapositiva volvía a resistirse. El encargado se había ausentado un
momento y su ayudante de fortuna no atinaba con la tecla.
—¿Álvaro —le rogué en español— puedes ayudar a Magrethe?
—Claro.
Dejó de beber para acudir solícito en socorro de la rubia, pero no le dio
tiempo; Jordi Canseco ya estaba en ello y la diapositiva apareció de inmediato.
—Está en español, disculpad. Traduzco. Opción una: acogerse al sistema
tradicional puro, que seguiría vigente, aunque sometido a la poderosa competencia de las nuevas interuniversidades abiertas, para cursar sus estudios
siguiendo el plan o menú exclusivo proporcionado por un único centro de
educación superior. Opción dos: recurrir a la vía interuniversitaria que, dentro de un plan de estudios homologado, le permitiría matricularse en las materias que lo configuran, pudiendo escoger libremente éstas de entre la nueva oferta disponible.
—Pensemos en las ventajas e inconvenientes de esta segunda opción que
apunta Teresa. ¿Quién comienza? —preguntó Álvaro y varios respondieron
de inmediato.
―Reducción del número de desplazamientos diarios —indicó uno de los
chicos alemanes que iba de ecologista— con las consiguientes ventajas personales: comodidad, aprovechamiento y diversificación del uso del tiempo,
evitación de gastos y riesgos asociados al transporte, etc.
―Yo —la novia austríaca del ecologista— valoría los impactos socioeconómicos debidos a la minimización de las infraestructuras requeridas por
la docencia convencional, la reducción del consumo energético, etc.
257
―Probablemente —apuntó Knudsen— el abaratamiento de la enseñanza
universitaria. El recurso a potentes plataformas e-Learning permitiría sustanciales reducciones de las tasas académicas.
—No sólo eso. En California —añadí—, donde se ha reducido recientemente el presupuesto de educación superior en torno a mil millones de
dólares, se ha abierto un gran debate sobre la educación on line. Me consta
que el equipo del senador demócrata por Sacramento y presidente del Senado del Estado, Darrel Steinberg, prepara una iniciativa legislativa dirigida a
obligar a las universidades a convalidar cursos de este tipo realizados fuera
de sus campus.
—¿Cómo lo sabías? No me habías comentado nada.
—Stanley, un amigo mío que estudia en la UCLA, al que le había contado que
me disponía a participar en un debate en Noruega sobre el futuro de la universidad,
me envió esa mañana varias notas de prensa.
—Eso es muy interesante, ya que esa legislación abriría las compuertas para el
progresivo desarrollo del principio docente de plena competencia interuniversitaria.
Estaba al corriente de ese debate, de las reticencias de las universidades en torno al
riesgo de menoscabo de la calidad y la búsqueda de mecanismos correctores que refuercen los procesos de acreditación, como la supervisión de las pruebas de evaluación o el marchamo aprobatorio del Consejo Americano de Educación, pero desconocía que el proyecto legislativo estuviese en marcha.
—No te hagas muchas ilusiones. Stanley me cuenta que sólo podrán beneficiarse aquellos estudiantes que no puedan acceder a los cursos convencionales por
estar completos o su universidad no les ofrezca cursos on line. Ya sabes que el problema que tienen allí es que miles de estudiantes están en listas de espera y que un
alto porcentaje de los matriculados no pueden finalizar sus estudios en los años previstos por las dificultades que encuentran para cursar determinadas materias obligatorias.
—En todo caso me parece una noticia excelente. Es comprensible que el legislador se muestre inicialmente cauteloso, pero una vez abierto el melón, nada detendrá el proceso y pronto entrarán a saco las potentes interuniversidades abiertas. No
pierdas el contacto con ese amigo tuyo y mantenme informado.
―¿Se dan cuenta —Brown volvió al ataque— de que nos proponen una
universidad que erradica de un plumazo algo tan esencial como es la convivencia en las aulas?
—¿Destacaríais ―Álvaro volvía a asumir los mandos— alguna ventaja más
o pasamos a enumerar los inconvenientes como propone el colega británico?
―El reforzamiento de la investigación, dado que se produciría una notable liberación de recursos humanos y materiales asignados a la docencia
—comentó el ponente danés que tanta importancia había atribuido a esta
faceta esencial de la universidad durante la sesión de la mañana.
―Gracias a la imperiosa calidad de una enseñanza sometida a tan intensa competencia, puede que mejoraran sustancialmente los índices globales
de rendimiento académico. ¿Qué estudiante sensato insistiría en seguir
asistiendo rutinariamente a la tan generalizada clase presencial actual de ínfima calidad, si dispusiese de la posibilidad de alcanzar sus metas en muchas
258
mejores condiciones de enseñanza-aprendizaje, de comodidad, de precio,
etc.?
Tras la intervención del representante estudiantil de la Facultad de Derecho de Bergen se hizo el silencio y Álvaro pasó a responder a Brown.
—Nuestro modelo, lejos de erradicar la convivencia en la universidad,
como usted apunta, la incrementaría, la enriquecería y la extendería gracias
a la proliferación en los campus de lo que mi colega denomina ambientes de
convivencia y aprendizaje complementarios.
—¿Ambientes de qué?
—De convivencia y aprendizaje complementarios —repetí, recalcando cada palabra—. Estamos convencidos de que la substitución de las actuales
clases presenciales por otras modalidades de docencia virtual conllevaría una
inevitable restructuración funcional y física de los centros y departamentos
universitarios y la drástica reorganización del actual desempeño de la actividad docente e investigadora. La docencia, como ya se ha apuntado —aproveché para explayarme, pues esa constituía la parte esencial de mi aportación a la ponencia original de Álvaro―, se vería obligada a desarrollarse en
el ámbito de una intensa y eficiente cooperación interuniversitaria. El quehacer docente de un nuevo profesorado obligado a reconvertirse no sólo debería nutrir el diseño y la ejecución de la oferta académica virtual de las nuevas interuniversidades, sino afrontar también los retos, hoy inéditos, asociados a la creación de tales ambientes en las áreas espaciales de influencia de
los actuales campus.
—¿Cómo? —quiso saber Knudsen.
—Pues mediante la activación de atractivas plataformas de enseñanzaaprendizaje ad hoc en respuesta a nuevas demandas, tanto de los exiguos
destinatarios tradicionales, como de otros muchísimos usuarios potenciales
hoy excluidos de las aulas universitarias. Pensemos en los programas de
prácticas presenciales, de preparación y actualización profesional, de adquisición de competencias socialmente esenciales; de educación permanente o
a lo largo de toda la vida; en la implantación de modelos de EpC…
—¿EpC?
—Disculpe, profesor Knudsen, EpC son las siglas españolas de educación
para la ciudadanía. Una materia o asignatura implantada en el ámbito de la
enseñanza no universitaria por el anterior Gobierno socialista español, que
ha sido objeto de un controvertido debate en mi país. Algunos autores,
aun considerando la predisposición del profesorado universitario a incorporar
este tipo de enseñanzas de carácter transversal, algo que pongo en duda,
reconocen la carencia de modelos apropiados para incorporar pacíficamente
este tipo de docencia en la universidad. Creo —proseguí— que nuestros
campus universitarios, gracias a una radical readaptación de sus cometidos
tradicionales y a la activa y enriquecedora presencia de nuevos y diversificados beneficiarios de innovadoras modalidades de extensión de la ciencia y
de la cultura universitaria, lejos de desaparecer, se revitalizarían enormemente, estimulando, incluso, la diseminación de otros más pequeños y funcionales. De ese modo nuestro aspirante a jurista de Almonte dispondría
ahora de una insospechada gama de posibilidades en este idílico escenario.
Déjenme que mencione entre ellas una posible alternativa que pueda que
sorprenda por insospechada y futurista, pero que no debiera descartarse.
259
Sería el gran actor que acompañaría a las interuniversidades abiertas: las
agencias de titulación universitaria de libre acceso como TITULA.
—¿Ti…, qué? —Brown.
—TITULA,
siglas de titulación universitaria de libre acceso —trató, sin
éxito, de aclarar Álvaro en español con la frustrada esperanza de que yo,
que a fin de cuentas era la inventora, improvisara el acrónimo en lengua inglesa.
—Instituciones —me limité a aclarar— que dispondrían, cómo lo hacen en
la actualidad las universidades convencionales, del derecho a acreditar para
el ejercicio profesional.
—Explíquese —me pidió Brown.
—Agencias, públicas o privadas, de expedición de títulos que, de existir,
permitirían al estudiante de nuestro anterior ejemplo, optar por matricularse
en el grado de Derecho en una de ellas, sea mundial, europea, estatal o regional, y elegir lo que corresponda de entre una amplia oferta de materias
asignaturas o módulos formativos de gran calidad ofertados por campus virtuales, sean de la Interuniversidad Global Abierta,
de la Interuniversidad
Andaluza (iUA) o de cualquier otra interuniversidad oficialmente homologada
que se hubiese creado al amparo del principio docente de plena competencia
que proponemos. Además, para completar su formación, podría desplazarse
a los campus universitarios de convivencia y aprendizaje de las vecinas ciudades de Huelva y Sevilla para participar en aquellos programas complementarios que hubiese elegido.
―Habías cogido carrerilla y Knudsen no hacía más que mirar el reloj y aún faltaba la exposición de mi modelo de PAUTA/e n.0.
―Mejor así, que no lo habrían entendido. Además no lo tenías en la chuleta.
―Pero tú sí podrías incluirlo en esta crónica.
―Para nada, eso es parte del trabajo que tendrá que hacer el grupo durante la
expedición a Ecuador. Ahora bien, podría ser uno de los temas a debatir en ese
primer encuentro interuniversitario en la Amazonía que ya te has lanzado a anunciar
para la próxima Semana Santa.
―Lo tendré en cuenta.
Se acababa el tiempo y no había podido desarrollar varias de las ideas
que había aportado a nuestra ponencia. Álvaro puso el punto final.
—En nuestra modesta opinión estamos convencidos de que ese será el
futuro, seguro que aún muy lejano, de la institución universitaria. En todo
caso, y con esto concluimos, no hay que ser muy perspicaz para saber que a
esta propuesta provocadora y, por supuesto, necesitada, de reflexión y debate colectivos, se opondrán de plano los responsables gubernamentales, los
dirigentes universitarios y una gran mayoría del profesorado. Su viabilidad,
pues, dependerá en gran medida de la actitud que adopten los propios
estudiantes, sus representantes, sus asociaciones y redes virtuales y de su
capacidad para movilizarse y convencer a la sociedad de su mucho menor
coste y utilidad. No en vano sería el fin de la universidad… que conocemos.
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VERANO DEL 92
“En el centro del universo —cantaba el popular Damiano— está latiendo
un corazón, es el corazón cautivo del alma de mi Ecuador. Tiene la fuerza del
viento y del mar la ilusión, la belleza de la tierra y el fuego del mismo sol…
No encontrarás en el mundo las mujeres que hay aquí. Son bellas como las
tardes que caen en mi país, tienen labios de panela y ojitos de calbulí y
cuando entran en tu vida nada las hace salir…”
Álvaro apagó el pequeño transistor con el que siempre viajaba, se desprendió
de los auriculares, dejó sobre la mesilla la Historia del tiempo y echó una rápida ojeada a los titulares del diario El Comercio que había recuperado la víspera de una papelera de Otavalo: La Contraloría determina que tres funcionarios de la Cancillería deben ser cesados por el asunto de la valija diplomática que llegó a Italia con 40 kilos
de cocaína; Ecuador se abstiene en la condena a Siria; declaraciones del ex-juez Baltasar Garzón en Quito sobre la situación de indefensión del fundador de Wikileaks; el
presidente Correa estudia concederle asilo; la Vanguardia sufre otro embargo y no
saldrá el lunes; el fin de semana se celebrará, con presentaciones y ferias de dulces,
la Velada Libertaria que conmemora el 10 de agosto de 1809, inicio de la independencia del país… Se levantó de un salto. Abrió de par en par la ventana para saludar
al colosal Pichincha. Encendió su portátil y comenzó a teclear el texto que acababa de
inspirarle Stephen Hawking.
(Álvaro Díaz-Cueto, Quito, 03.08.12, 06.25 h.).
Nuestra concepción sobre la naturaleza del tiempo ha ido cambiando.
Hasta comienzos del siglo XX se creía en un tiempo absoluto. No obstante, el
descubrimiento de que la velocidad de la luz resultaba ser la misma para todo observador, sin importar cómo se estuviese moviendo, condujo a la teoría
de la relatividad que nos obligó a abandonar la idea de un tiempo absoluto.
Cuando se pretendió unificar la gravedad con la mecánica cuántica hubo que
incorporar la idea de “tiempo imaginario”. Un tiempo indistinguible de las direcciones espaciales. Si se avanza hacia el norte, también se puede cambiar
de rumbo y dirigirse hacia el sur. De la misma forma, si uno puede ir hacia
adelante en el “tiempo imaginario”, igual se debería poder retornar. Lo que
sugiere que no debe haber ninguna diferencia significativa entre ambas direcciones del “tiempo imaginario”. Sin embargo, en el “tiempo real” la hay, y
muy grande, entre las direcciones hacia adelante y hacia atrás. ¿De dónde,
pues, proviene esa divergencia entre el pasado y el porvenir? ¿Por qué recordamos el primero y no el segundo? ¿Llegaremos alguna vez a recordar el
futuro?
Aunque las leyes de la ciencia no distingan entre ambas direcciones no
sucede así en la vida ordinaria. Nos es dado ver la secuencia en la que un
plato cae desde la mesa al suelo y se hace añicos, pero no aquella en la que
éste se recompone y retorna a su posición inicial, a menos que se rebobine
la proyección de la caída previamente filmada. La explicación habitual es que
lo impide esa ley de la termodinámica, la segunda, que establece que la cantidad de entropía del universo tiende a incrementarse en el tiempo o, dicho
de otro modo, que en cualquier sistema cerrado el desorden siempre aumenta con el paso de éste. El plato encima de la mesa es exponente de un
estado de orden elevado, mientras que roto en el suelo lo es de desorden.
De ahí que se pueda ir desde el plato intacto, situado en la mesa en el pasa-
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do, hasta el plato roto, esparcido en el suelo en el futuro, mas no al revés.
Qué el transcurso del tiempo, nos explica Hawking, aumente el desorden o la
entropía es un ejemplo de lo que se denomina una flecha del tiempo. Esto
es, algo que distingue el pasado del futuro proporcionándole dirección al
tiempo. Al menos, hay tres flechas del tiempo diferentes. La flecha termodinámica, que es la dirección en la que el desorden o la entropía aumentan. La
flecha psicológica, que es la dirección en la que nosotros sentimos que el
tiempo transcurre y nos permite recordar el pasado y no el futuro. En fin, la
flecha cosmológica, que es la dirección en la que el universo se expande en
vez de contraerse.
¿Pero qué ocurriría si el universo dejase de expandirse y comenzase a
constreñirse invirtiendo el sentido orden-desorden? La flecha termodinámica
también lo haría y la flecha psicológica apuntaría hacia atrás. En esa nueva
fase contractiva viviríamos unas vidas alucinantes en la que, por poner algunos ejemplos cogidos al vuelo, se agudizarían afecciones como la eyaculación precoz o adicciones como la embriaguez, mientras otros padecimientos,
como la alopecia, la disfunción eréctil y el estreñimiento, quedarían resueltos, éste último de inmediato. Se abrirían paso técnicas de participación política alternativas a la actual democracia representativa que padecemos,
puesto que aún resultaría más absurdo, si cabe, confiar en aquellos cuyos
incumplimientos precederían a sus promesas. Pero, sobre todo, nuestras vidas dejarían de finalizar con la siniestra imagen de rígor mortis, para hacerlo, tras nueve plácidos meses en el confortable vientre materno, con un merecido gaudĭum mortis de risueña y picarona complicidad con el fecundo orgasmo, al menos, de nuestro padre.
Se reirá, pensó mientras anotaba en el margen superior del primer folio el
siguiente mensaje: Teresa, tras leer el borrador que Andrés, Ayman y Dani han preparado para la sesión de trabajo que tendremos esta mañana, he redactado esta nota. Tal vez podría servir para iniciar un capítulo de la novela que podría titularse
“Verano del 92”. Metió el texto en un sobre, se duchó, se vistió y se dispuso a caminar hacia la Plaza de San Francisco para recrearse con las representaciones solares
de influencia inca en el gran monasterio de capiteles encalados y decenas de columnas dóricas. Visitaría la monumental iglesia de la Compañía que la Orden de San Ignacio de Loyola levantó tras su llegada a la ciudad, mediado el año 1586. Y no era el
reclamo religioso, sino el deseo de volver a admirar la mejor representación del barroco en América Latina, con su frontón de medio punto partido, sus seis columnas
salomónicas de piedra volcánica y los frescos de su bóveda. Puede que fuese ateo,
pero había sido educado y mimado por los Jesuitas y, en relación con ellos, no le pasaba como a Josep Plá que decía preferir a la gente normal. Además, haría tiempo
para que abriesen la tienda de muebles de ocasión en la que Marta había encontrado
los sofás de piel que se necesitaban para el campamento. Obvió el ascensor para no
hacer ruido, mas a su paso la gruesa alfombra roja apenas amortiguó el crujido de
los escalones de madera.
―Buenos días. ¿Podría darle este sobre a la señorita Teresa de Almeida o a su
compañera de habitación?
―Por supuesto doctor. ¿Dejan hoy el hotel, verdad?
―Sí. Mantendremos una reunión y luego saldremos hacia Papallacta.
―El comedor aún está cerrado, pero puedo prepararle un café o un jugo.
―Se lo agradezco; daré una vuelta y desayunaré en cualquier cafetería.
264
Atravesó el pequeño jardín del Hostal de Santa Bárbara tratando de recordar la
melodía, ganadora del Oscar en 1972, que le había sugerido el título que acababa de
proponer a Tere. Se sentía eufórico ante la nueva aventura. Todo iba saliendo a pedir
de boca. Dani, Marta y Giovanni, el ingeniero ecuatoriano a quien Pepe y él habían
conocido años atrás, les recibieron en el aeropuerto. Tarald había llegado de Oslo.
Naylea, procedente de Lima, lo haría esa mañana. Marchaba satisfactoriamente el
proceso de adaptación al grupo de Boliche.
El programa de la primera etapa, que
ya incluía los ajustes propuestos por Dani para adelantar la visita al territorio del
Pueblo Sarayacu del que acababa de regresar, estaba prácticamente cerrado. Habían
visitado la ciudad histórica, ascendido al Cerro Panecillo para hacerse una idea de la
disposición de la ciudad y, camino de Otavalo, pisado la línea imaginaria del ecuador.
Se disponían a disfrutar del fin de semana en Papayacta y les aguardaba un apasionante periplo por la carretera del Oriente hasta Puyo, pasando por Baeza y Tena; una
primera incursión en la selva profunda; un largo viaje hacia el Pacífico atravesando
los Andes, para pasar unos días en Atacames y recorrer la costa tropical entre Esmeraldas y Guayaquil; y, tras un breve descanso en Cuenca, retorno a la Amazonía para
acometer la segunda etapa en la recién construida sede del CAE. Sólo dos fallos:
faltaban Julia Martínez Redondo, pendiente de la extracción de médula ósea que ya le
habían confirmado, y Paco Fuertes, a quien el cardiólogo le había desaconsejado un
viaje que conllevaba tan pronunciados cambios de altitud. Claro que esto último le
permitía quedarse tranquilo en relación con su barco, ya que el mecánico se había
comprometido a darse de cuando en cuando una vuelta por la Marina de Albufeira
para regar la cubierta de teca con agua salada y poner en marcha los motores.
En los meses previos el grupo se había preparado para poder llevar a cabo los
dos objetivos esenciales de la expedición: desarrollar una sugestiva exposición teórico-práctica del modelo de participación fraccionada y poner en funcionamiento el
campamento amazónico. Si el primero debía materializarse en la redacción de una
e.unidad didáctica integral, el segundo, además de resolver los asuntos pendientes
de logística, personal e intendencia, exigía concebir una estrategia adecuada para garantizar su sostenibilidad.
Álvaro, partidario de que la e.unidad didáctica se iniciara con un introductor
lógico de lectura amena y sugerente, capaz de estimular la curiosidad, avivar la alta
dosis de imaginación que requiere la inevitable inmersión en un contexto espaciotemporal tan impreciso, incierto y desconocido y activar la capacidad creativa de
quiénes, tras la lectura, decidiesen implicarse de manera inteligente en la ardua tarea
colectiva de cambiar el mundo, había encargado la coordinación de esa tarea a DVL.
El complejo proceso de la creatividad humana, el presente y el futuro de la democracia y del federalismo y las expectativas del modelo energético constituirían sus tres
integrantes básicos. María trataría de involucrarles a todos en el proceso de creación
de su peculiar agenda para la acción. Marta, y quienes habían mostrado deseos de
quedarse a trabajar en el CAE con carácter permanente, trabajarían en su programa
estratégico. Aicha, que aportaría las experiencias desarrolladas por INTER/SUR en
Marruecos, analizaría las posibilidades de trasladar a su país las ideas que fuesen
surgiendo. Tere, que continuaría trabajando en Noticia de un amanecer fugaz, iría incorporando a la novela todo lo que juzgase de interés para el propósito acordado en
el Isla de Corisco a finales de mayo.
Tras el desayuno criollo, a base de humitas de maíz y empanadas verdes, todos se sentaron en torno a la gran mesa de madera de caoba del salón del hotel para
dar comienzo a la primera sesión de trabajo. Aprovecharían el tiempo hasta que estuviesen disponibles, a última hora de la mañana, los todoterreno alquilados. La chica
noruega, que había asumido la misión de grabar todas las ponencias y debates, encendió la cámara de vídeo. A los pies de María, sorprendido y expectante, Boliche.
265
―¿Quién empieza tú o yo?
―Tú. Él —aclaró— es el auténtico Erich von Däniken del grupo. Yo, como sabéis, trabajo con Tarald en la vertiente audiovisual de nuestro proyecto. ¡Adelante!
Y Andrés, luciendo las gafas de montura roja que, como su novia Ruth les advirtió en Barajas, debían servir para que nadie olvidase que el buen mozo estaba
comprometido, comenzó:
A escasas leguas de Palos de la Frontera, en un alcor arenoso, conocido
como Peña de Saturno, se alza el Monasterio de Santa María de la Rábida.
A sus pies, el Tinto y el Odiel confluyen en la espléndida ría que los escolta hacia el Atlántico. Entorno bello, apacible y sosegado, apenas alterado
por el inusitado trajín de su puerto, en el que los monjes franciscanos, para
celebrar la partida de las tres naves que apuestan por arribar a las Indias
navegando proa al oeste, han organizado un gran encuentro sobre El transporte en los albores de un nuevo siglo.
Corre el tórrido verano de 1492. Se han debatido temas de tan rabiosa
actualidad como la lentitud del transporte terrestre, su creciente inseguridad
o la moderna construcción de puentes y calzadas. Hemos atendido las enseñanzas de reconocidos expertos. Gozado, incluso, del raro privilegio de
conocer en persona al insigne marino que, acompañado de Martín Alonso
Pinzón, nos ha referido su ambicioso proyecto. Y justo es reconocer que la
firme convicción, optimismo y determinación que se desprende del rostro del
más intrépido y ambicioso de los navegantes presagia el inminente éxito de
la más arriesgada e incierta aventura de la historia. En ese contexto de agitación, estimulados por el gigantesco e insólito espectáculo de la utopía que
pugna por hacerse realidad, era previsible que la charla anunciada despertase en todos nosotros un gran interés. A la inconveniente hora de las cuatro
de la tarde aguardábamos a un ponente que, según Fray Juan Pérez, había
cabalgado semanas atrás desde tierras de Aragón hasta la ciudad reconquistada para recabar el respaldo de los reyes Isabel y Fernando. Nadie sabía a
ciencia cierta si su caballería le haría llegar a tiempo.
Andrés apartó la mirada de la pantalla de su ordenador y se dirigió al grupo de
amigos al que, en el seno de aquella expedición a los Andes, la Amazonía y el Pacífico, invitaba, de tan sorprendente guisa, a hacer volar su imaginación.
―Así comienza la narración que hemos titulado “Del Curso de Verano de la Rábida de 1492 a la Exposición Universal de París de 1889”. DVL, Ayman y yo creemos
que lo más adecuado para situaros en el contexto de la idea revolucionaria que nos
propone Álvaro es acometer un viaje al pasado que nos ayude a recordar el futuro.
Continúo.
Sudoroso y polvoriento, nuestro conferenciante descabalgó de su fatigada montura en aquella improvisada sede de la futura Universidad Hispanoamericana de Santa María La Rábida. Bebió agua del botijo que le ofreció
Tarald y, sin más prolegómenos, se dirigió a nosotros para espetarnos que
nos iba a contar algo absolutamente fantástico y misterioso. ¿Qué? Los principios básicos del funcionamiento de un ingenio de combustión interna o de
explosión que revolucionará el modelo de transporte conocido hasta ahora.
Se autoproclamó inventor y futurólogo. Y, con sorna delatora de su reciente
fracaso en la Corte granadina, añadió: y contador de cuentos. Y sin arredrarse lo más mínimo, con el aplomo de todos los visionarios, entró en materia
recordándonos que el hombre, tras verse obligado a ser nómada, pudo esta-
266
blecerse. Que, entonces, construyó sendas y caminos para comunicarse e
intercambiar productos que se transportaban a la espalda de porteadores y a
lomos de las bestias. Que con la invención de la rueda pudieron circular los
carros por caminos y calzadas, acarreando, a la escasa velocidad propia de
la tracción animal, cantidades ingentes de mercancías. Que los avances en la
construcción naval y de las técnicas de navegación mejoraron el transporte a
través de las rutas marítimas conocidas y estimularon los esfuerzos de los
más intrépidos a seguir aventurándose en la búsqueda de alternativas.
—Y todo esto, como siempre ha sido —continuó—, seguirá así durante mucho tiempo, a menos que lográsemos construir un ingenio capaz de transformar en movimiento una determinada forma de fuerza o energía de la que deseo hablaros. Y es que para cambiar el mundo necesitamos de los saberes y
de la energía. ¿Saberes? Poco a poco aprendemos a poner orden en los conocimientos adquiridos gracias al tanteo de posibles alternativas. Nos afanamos
en transmitir lo aprendido para simplificar el laborioso aprendizaje. Con las
teorías conocidas predecimos acontecimientos confiando en que los nuevos
hechos no las invaliden y en que nuevas teorías brotarán de nuestras mentes
si eso sucediese. ¿Energía? ¿Se puede, acaso, comprender la historia del ser
humano sin tener en cuenta la energía? Nuestros antepasados han necesitado más y más energía y nunca ha dejado de aumentar su cantidad y calidad.
Y es que sin energía no hay vida, ni cultura, ni progreso. Sólo el saber, unido
a la creatividad, posibilita la aplicación útil de energía, de innovadoras energías, a prodigiosos ingenios susceptibles de transformar nuestras civilzaciones.
Así, mientras en la antigua Grecia se abría paso la especulación filosófica racional y los hombres libres se interrogaban sobre el mundo y la vida, a partir
de Arquímedes de Siracusa tuvo un gran auge el estudio y el uso de los útiles
y las herramientas. ‘Dadme un punto de apoyo, gritó el gran genio matemático, y moveré el mundo’, anunciando así la ley de la palanca que tantos quebraderos de cabeza dio al ejército romano en la Segunda Guerra Púnica. De
hecho en la Mecánica de Herón de Alejandría (150 a.C.) ya se describían la
palanca y la polea.
Tras esta breve introducción nuestro conferenciante entró en materia, no
sin antes advertir que se trataba de una ardua tarea colectiva y que sólo estaba a su alcance referirnos ―y esto lo recalcó― los principios básicos en los
que se inspira el funcionamiento de su artefacto de combustión interna.
—Si tuviésemos —prosiguió, tras volver a beber agua del botijo que tenía
a su lado— una férrea voluntad y nos afanásemos con ingenio podríamos
cambiar radicalmente el modelo de transporte conocido. ¿Cómo? Aplicándonos
conjuntamente a la construcción de una fabulosa máquina mecánica capaz de
revolucionar nuestro mundo. ¿En cuánto tiempo? Dependerá de nuestra capacidad para llevar a cabo una adecuada estrategia para su desarrollo. ¿De qué
se trata? Pues, nada más y nada menos, que de hacer posible que en el interior de un determinado artilugio metálico se produzcan unas rítmicas explosiones sucesivas que acumulen la presión necesaria para accionar un potente
dispositivo capaz de generar un movimiento de rotación. Y os aseguro que no
es una tarea imposible.
Y nos recordó que desde que se trae la pólvora de China se viene utilizando la combustión en los cañones para impulsar los proyectiles.
—Pero ¿qué necesitaríamos una vez conocido el principio básico de su
funcionamiento? En esencia, sólo disponer de la fuente de energía apropiada, diseñar y construir el ingenio y acoplarlo al carro o la nave que deseemos propulsar. Veamos. Haría falta extraer de ciertas rocas, que se encuen-
267
tran en los lechos geológicos continentales o marinos, un aceite o petroleum
y someterlo a determinadas operaciones de destilación y refino para obtener, en las cantidades necesarias, un líquido volátil e inflamable. Se trata de
un producto que se conoce desde la prehistoria. La Biblia lo llama betún o
asfalto. Así, en el Génesis, capítulo 11, versículo 3, ya se afirma que el asfalto se usó para amalgamar los ladrillos de la torre de Babel y, también, capítulo IV, versículo 10, que los reyes de Sodoma y Gomorra fueron derrotados al caer en pozos de asfalto en el valle de Siddim. Se conocen afloraciones naturales del llamado asfalto o betún de Judea y es utilizado desde antaño para calafatear las naves. Luego introduciríamos ese combustible líquido,
mezclándolo cuidadosamente con aire, en un conjunto bien lubricado de recipientes metálicos cilíndricos de gran resistencia, a los que ajustaremos varios pistones de similar forma, como si fuesen tubos huecos en cuyo interior
se desplazan unos émbolos. A continuación, ensamblaríamos adecuadamente varias piezas de hierro o bielas acopladas a un eje en forma de doble codo. Y, por fin, provocaríamos la combustión de la dosificada mezcla mediante la acción de una bujía. Una bujía sí, pero no de sebo, cera blanca, estearina, esperma de ballena u otra materia grasa al uso, sino de otros materiales consistentes y forma especial, atravesada por un pabilo metálico incombustible capaz de provocar chispas intermitentes en uno de sus extremos,
como si fuesen partículas encendidas que saltasen de la lumbre o del hierro
herido por el pedernal. De ese modo estaríamos en condiciones de provocar
una rítmica cadena de explosiones en el interior del artefacto que generaría
un acompasado movimiento de vaivén en los émbolos o pistones. De ahí el
nombre que propugno de artefacto de combustión interna o de explosión.
Nuestro hombre hizo una indicación para que alguien llenase el botijo en
la fuente cercana, pero DVL se apresuró a cederle el suyo.
—El juego de ese formidable conjunto articulado de bielas y eje de doble
codo lo transformaría en un movimiento de rotación continuo que, mediante
el oportuno mecanismo de transmisión, accionaría las ruedas de los carruajes. O, en su caso, un robusto artefacto de bronce macizo montado al efecto
en una sólida varilla de hierro que atraviese el casco y se apoye en el codaste, por delante del timón, constituido por un conjunto de aletas helicoidales
que, al girar, empujarían el fluido ambiente produciendo una fuerza de reacción que propulsaría la embarcación que lo poseyese. De esta guisa el transporte de personas y de mercancías ya no necesitaría la fuerza bruta de los
hombres y de los animales de carga. Las galeras no contratarían remeros y
las naves se harían a la mar sin aguardar a que un fuerte viento portante
hinchase su trapo. Todo dependería ya del líquido volátil e inflamable que se
suministrase al artefacto de combustión interna cuyos principios de funcionamiento acabo de narrar. Y lo más importante: el desarrollo del principio
que está en la base del funcionamiento de este artefacto mecánico dará paso
verosímilmente a otros más sofisticados que posibilitarán nuevos sistemas
de transporte más veloces y con más capacidad. Puede que, a no tardar, el
imparable ingenio humano logre que este artilugio genere un movimiento
que imite el aleteo de las aves y construya grandes y raudos pájaros que
transporten personas y cargas por encima de las montañas, los desiertos y los
mares. Todo ello obligará a los hombres a extraer de los lechos geológicos
continentales o marinos cantidades ingentes de ese aceite o petroleum. Conclusión: la exploración y posesión de los territorios en los que abunden esas rocas,
la fabricación de grandes artilugios para su extracción y refino, la instalación de
campamentos de almacenamiento y la organización de grandes redes para su
transporte y distribución condicionarán el futuro en mucha mayor medida que lo
han hecho hasta ahora las especias o los metales preciosos.
268
―¿Alguna sugerencia? ¿Puede valer?
―Por supuesto. Esa historia nos puede dar mucho juego. ―Álvaro celebró la
incorporación de ciertos elementos que les había sugerido la víspera en Otavalo.
―¿No sería más apropiado decir Sede de la Rábida de la UNIA, es decir de la
Universidad Internacional de Andalucía en vez de Universidad Hispanoamericana de
Santa María La Rábida?
Creo que esa institución ya no existe.
―No, Aicha. Yo mismo he sugerido que utilizaran esa denominación. Ya sabes
que no me gustan las universidades que crean los gobiernos para su exclusivo beneficio político. ¡Qué casualidad que los dos rectores que ha tenido la UNIA hayan sido
ex-consejeros de la Junta de Andalucía! Y, a fin de cuentas, fui durante algún tiempo
su subdirector y promoví el encierro que, un grupo de profesores y alumnos del campus onubense de la Universidad de Sevilla protagonizamos en el 91 para oponernos a
su creación. Celebro la elección por Andrés, Ayman y DVL de ese emplazamiento, ya
que es una licencia que permite honrar al Departamento de Historia de América de la
Universidad de Sevilla que promovió las actividades que están en el origen de esa
desaparecida universidad.
―Es lo que tenía entendido. Como sabéis, acabo de participar en un curso de
verano de la UNIA en Tánger.
―Yo ampliaría la lista de “algunos temas de rabiosa actualidad”. Por ejemplo,
podríais mencionar los obstáculos a la trashumancia, las infraestructuras para el vadeo de ríos, las técnicas de navegación, la cartografía moderna, los nuevos arneses y
arreos, etc.
―Se acepta ―Andrés anotó al margen: ¡ojo, apunte de Juanjo!
―Y ya puestos, añade a los instrumentos descritos en la "Mecánica" de Herón
de Alejandría, la rueda, el eje, la cuña y el engranaje.
―Apuntado, señor letrado. ¿Algo más?
―Hombre, un enlace a la banda sonora de Regreso al futuro no estaría de
más. ―Boliche, como siempre que María hacía el menor gesto, se puso en guardia y
movió las orejas.
269
LA MÁQUINA DEL TIEMPO
―Ya que nuestros amigos nos acaban de embarcar en una máquina del tiempo
―Álvaro tomó la palabra―, demos rienda suelta a la imaginación y tratemos de
adentrarnos en el ambiente de aquella fantástica sesión académica de finales del
siglo XV. ¿Cuál habría sido nuestra reacción? ¿Qué hubiésemos objetado? ¿Qué preguntas planteado ante idea tan inverosímil? ¿Cómo hubiese respondido tan visionario
ponente? Francamente ¿habríamos concedido algún viso de verosimilitud a tamaña
disertación? ¿No se trataba de un plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que
aparece como irrealizable en el momento de su formulación? ¿Qué opináis?
―Pues eso, que era una absoluta utopía.
―No estoy de acuerdo, Marta.
―Tere ¿de verdad crees que habría sido posible?
―Por supuesto.
―Explícate ―Todos parecían sorprendidos.
―Quiero decir que aunque, a todas luces, resultaba inviable poner en práctica
idea tan peregrina, al menos se podría haber acordado que merecía la pena acometer
su desarrollo de inmediato. ¿Acaso no se trataba de una propuesta que, de llegar a
plasmarse, revolucionaría el mundo?
―Pero si era imposible ―Marta insistía convencida.
―¿Acaso pensáis que debe despreciarse una idea genial por el mero hecho de
que parezca inviable en el momento de su formulación?
―Una cosa es que algo se antoje inviable y otra que lo sea.
―Marta, el sino de todas las ideas que se adelantan a su tiempo es parecer
irrealizables.
―Precisamente por eso, por anteceder a su tiempo. Tú lo has dicho.
―Esa, y no te enfades Marta, es la típica respuesta de quiénes desconocen las
inmensas posibilidades de la creatividad humana.
―Tomemos buena nota ―terció Álvaro― de lo que apunta Teresa. Es una
idea-fuerza sobre la que os invito a reflexionar.
—Además —intervino Dani, echándole un capote a su amiga del alma —, tened
en cuenta que la Real Academia Española acaba de compadecerse del término utopía
y ha anunciado que, para la vigésima tercera edición del Diccionario de la Len-gua,
ya no será algo “irrealizable”, sino “de muy difícil realización” y se substituirá “optimista” por “deseable”.
―Parece obvio que en aquella época nuestro conferenciante ni siquiera hubiese
podido pasar como digno predecesor de Julio Verne. No sólo faltaban más de tres
siglos para que naciese en Nantes el autor de "De la Tierra a la Luna", sino que, entre
271
otras cosas, apenas comenzaba la lenta andadura de las máquinas herramientas que
iba a necesitar la construcción de su ingenio.
―Tarald tiene razón. Si bien es cierto que las herramientas habían prolongado
la mano del hombre desde la más remota antigüedad, todavía las operaciones de torneado y taladro, por ejemplo, precisaban de una de las manos para producir el movimiento de rotación. —Andrés se ajustó sus llamativas gafas y continuó leyendo el
texto que había preparado con Ayman y Dani.
Es verdad que ya se usaba el "arco de violín" y, desde mediados del siglo
XIII, el torno de pedal y pértiga flexible accionado con el pie permitía tener
las manos libres para el manejo de la herramienta de torneado, pero ni el
propio Leonardo da Vinci había podido construir, por falta de medios, los tornos que dibujó en su "Codice Atlántico”. A finales de la Edad Media comenzaba a utilizarse la máquina afiladora…
―Que ya empleaba la piedra giratoria abrasiva ―apuntó Juanjo, sorprendiendo
definitivamente a todos que un abogado supiese esas cosas.
―Ya sabéis, de la abrasión o que la produce. Producto que sirve para pulir por
fricción. —Precisó Dani.
…el taladro de arco, el berbiquí y el torno de giro continuo, que trabajan
con deficientes herramientas de acero al carbono. Se usaban martillos de
forja y rudimentarias barrenadoras de cañones accionadas por ruedas hidráulicas y transmisiones de engranajes de madera. Se iniciaba la fabricación de engranajes metálicos, principalmente de latón, aplicados a instrumentos de astronomía y relojes mecánicos y el propio da Vinci dedicaba mucho tiempo a calcular relaciones de engranajes y formas ideales de dientes.
Tal vez, pudo pensarse que ya se daban todas las condiciones para un fuerte
desarrollo, pero no era así. La realidad es que el desarrollo tecnológico iba a
ser prácticamente nulo hasta mediados del siglo XVII. Tornear el hierro,
pongamos por caso, suponía una gran dificultad. El reverendo Plumier, en su
obra “L’Art de tourner”, escrita en 1693, advierte que se encuentran pocos
hombres capaces de hacerlo. Y aunque Pascal enunciase el principio de la
prensa hidráulica en 1650, en su “Tratado del equilibrio de los líquidos”, habrá que aguardar hasta que Bramanch patentase su invención en Londres en
1770 y a que Cavé, en 1840, iniciase la fabricación de prensas hidráulicas de
elevadas presiones…
―Decididamente ―Marta volvió a la carga― aún no era posible construir el ingenioso artefacto de combustión interna o de explosión del que tan pronta y privilegiada noticia tuvimos en vísperas del descubrimiento de América.
―Y, dado que no dan señales de vida los que han ido al aeropuerto a esperar a
la chica peruana y a recoger los coches ¿os parece —preguntó Álvaro— que Andrés,
Ayman y Dani continúen leyéndonos los restantes episodios que han redactado?
Todos asintieron y Andrés, quitándose las gafas, le pasó a DVL los folios que
tenía delante.
—Continúa tú. Son chulas, pero o reviso la graduación o perderé la vista.
Acabamos de llegar desde las bulliciosas y calurosas tierras de Palos y
Moguer al lejano futuro de la Inglaterra decimonónica para asistir, en el in-
272
vierno de 1712, a la instalación de la primera máquina atmosférica en una
mina de carbón próxima a Dudley (Staffordshire). Allí, su inventor, el ferretero Thomas Newcomen, acompañado del ingeniero John Cawley, se dispone
a mostrarnos una decisiva aplicación práctica del principio de la conversión
de la energía térmica en mecánica, del calor en trabajo. Si introducimos en
un cilindro vapor a presión procedente de una caldera se produce la elevación de un émbolo que, por medio de un balancín, accionará una bomba en
un sentido. Si, a continuación, cerramos la entrada de vapor e inyectamos
agua fría se hará un gran vacío en el cilindro capaz de moverlo en sentido
opuesto, volviendo a repetirse el ciclo. Así, al utilizar estas máquinas como
bombas de achique, podremos resolver el engorroso problema de las inundaciones de las minas de carbón. La que nos muestran dispone de un cilindro de 21 pulgadas de diámetro y casi 8 pies de largo. Trabaja a 12 golpes
por minuto y eleva 10 galones de agua. Medida de capacidad ―aclaró Dani,
levantando la vista del texto― usada en Gran Bretaña, de algo más de 4,5 litros, y en América del Norte, donde equivale a 3,8 escasos. Lo hace desde
una profundidad de 156 pies. Medida de longitud en varios países que —precisó— corresponde a 28 cm aproximadamente en Castilla. Y ello gracias a
que ejerce 5.5 caballos de potencia. Unidad de medida que expresa la potencia necesaria para levantar 75 kilos a un metro de altura en un segundo.
―No presumas, Dani, que te los acabas de empollar para impresionarnos.
―Este menda, Tarald…
—¿Menda? ¿Qué es menda? No te entiendo, Dani.
—Pronombre personal coloquial. Se utiliza con el verbo en tercera persona. Te
decía que este menda, el que habla, yo, lo sabe de memoria desde que iba al colegio
en Ronda. Y si no pregúntale a Boliche.
―Claro, claro, si tú lo dices... ―Y en esta ocasión dio la impresión que Boliche
asintió con su cabeza en apoyo de quien, junto con Cantó, conocido amante de los
canes, había comenzado a mimarle.
―Sigo.
¿Podríamos haber deducido de las sabias palabras del ferretero Thomas
Newcomen, por si alguien no lo recuerda, uno de los padres de la Revolución
Industrial, ya que su máquina, a pesar de las deficiencias, trabajó sin rival
durante sesenta años dentro y fuera de Gran Bretaña, que a partir de ahí se
podrían desarrollar las bases para el empleo futuro de las máquinas de vapor
para mover maquinaria industrial, barcos y locomotoras? ¿No había diferencias notables entre aquella conferencia del verano del 92, en los aledaños del
Monasterio de la Rábida, y esta experiencia en los fríos y desapacibles campos del West Midlands de principios del siglo XVIII? Sin lugar a dudas la conferencia de Newcomen nos habría resultado mucho más convincente. Y es
que años antes, en 1690, Denis Papin ya había dado a conocer, con el experimento de su famosa marmita, el principio fundamental de este ingenio al
desarrollar su idea de mover un pistón en el interior de un cilindro mediante
la presión atmosférica generada gracias al vacío parcial producido por la condensación del vapor. Savery había registrado su patente original en 1698 cubriendo todas las máquinas que sacaran agua utilizando el fuego. El fundamento de la revolución industrial que se avecinaba era sólido y eso que
James Watt aún tardaría más de cincuenta años en añadir a la máquina de
vapor un condensador separado y no resolvería el problema de asegurar el
273
necesario ajuste y hermetismo entre pistón y cilindro hasta 1780. Y lo hizo
gracias a una mandriladora.
―¿Mandriladora? —Tarald, que tampoco se había topado nunca con ese vocablo en su concienzudo aprendizaje del español, no dudó en preguntar.
―Una máquina para mandrilar.
―Me lo imagino, pero...
―Perforar el metal con un mandril.
―¿Mandril?
―Mono africano omnívoro, de hocico alargado y perruno, nariz y nalgas rojizas, que vive formando grupos muy numerosos.
―Ya, y…
―Instrumento que se utiliza para agrandar los agujeros en las piezas de metal.
Pieza de madera o metal, de forma cilíndrica, para sujetar lo que se quiere tornear.
¿Te vale, Tarald?
Una mandriladora, decía, de mayor precisión cuyo error máximo era el
espesor de una moneda de seis peniques en un diámetro de 72 pulgadas. Ya
sabéis, medida inglesa de longitud equivalente a 25,4 mm. Y, aun así, debería transcurrir todo el siglo XIX para construir la gran variedad de tipos de
máquinas-herramienta que exigía el mecanizado de todas las piezas metálicas de los nuevos productos que se iban a desarrollar. Ejemplo al canto: sin
el primer cepillo puente práctico de uso industrial, fabricado en 1817 por Richard Roberts, no se habrían podido planear planchas de hierro para sustituir
el cincelado y, por supuesto, no resultaría posible taladrar las cada vez más
gruesas piezas de acero hasta que el suizo Martignon inventase la broca helicoidal en 1860.
—¿Qué? ¿Os gusta? Sigue tú, Ayman.
Y ahora es tiempo de que volemos al innovador París de finales del XIX
para asistir, el día tres de marzo de 1889, a la inauguración de la Exposición
Universal.
―¡A ver donde aparcáis esa galáctica aeronave para que su descubrimiento
por la muchedumbre no dé al traste con el gran espectáculo que nos espera!
―Eso, Aicha, lo hemos resuelto, aunque no ha sido fácil.
―Ya me dirás cómo.
Y no sólo hemos viajado a la capital de Francia para admirar la flamante
torre que acaba de levantar el ingeniero Eiffel o “adquirir alfombras turcas”,
como cuenta García Márquez, en Amor en los tiempos del cólera, que hizo el
doctor Juvenal Urbino, sino para asistir a la primera presentación al gran público de un artilugio, el automóvil, que ya trabaja gracias a un ingenio de
combustión interna o de explosión cuyo principio de funcionamiento nos va a
resultar muy familiar. El hecho es que, casi cuatro siglos después, compro-
274
bamos que han comenzado a hacerse realidad las aplicaciones de aquel ingenio del que nos diera tan temprana noticia la preclara visión del sagaz
conferenciante de nuestro inolvidable curso de verano de La Rábida.
—Por cierto, Tarald, Julio Verne ya había cumplido sesenta años, aunque aún
no había publicado "El Castillo de los Cárpatos", ni "La Esfinge de los Hielos", que
dedicaría a Edgar Allan Poe.
—Si tú lo dices, Dani.
Allí estaba hecho realidad nuestro viejo ingenio de combustión interna o
de explosión. Aunque varios inventores del siglo XVII, entre ellos Christiaan
Huygens, hubiesen ensayado con motores en que el pistón era accionado
por la explosión de una carga de pólvora dentro del cilindro, hubo que
aguardar hasta mediados del siglo XIX para que tuviesen lugar los primeros
experimentos serios del motor de combustión interna. De hecho, en 1841,
Luigi De Cristoforis construyó e hizo funcionar en Italia un motor atmosférico
alimentado con petróleo. Experimentos que, antes de caer en el olvido, serían retomados años más tarde por Barsanti y Matteucci. Entretanto, el belga Étienne Lenoir ya había promovido en Francia una inteligente campaña
publicitaria para vender un motor de explosión basado en una patente de
1860 y Gottlieb Daimler construido, en 1886, el primer automóvil propulsado
por un motor de combustión interna.
―¡He aquí, expuesta en un santiamén, la historia del motor de explosión o de
combustión interna! Andrés, tu turno para formular las preguntas que hemos preparado, que para eso no te hacen falta las gafas de tu novia.
¿Creéis que el indiscutible efecto que tuvo para nosotros la presentación
en París del automóvil fue suficiente para que alcanzásemos a imaginar la
revolución que se avecinaba en el transporte? ¿Para comenzar a planificar
nuestras ciudades y nuestra vida en función de ese nuevo avance científicotécnico? ¿Para prever las consecuencias de todo tipo que tendría tan poderoso estímulo de un modelo energético basado en el petróleo?
—Me temo que no ―se respondió a si mismo mientras se ponía las lentes para
proseguir leyendo el cuaderno que Dani acababa de pasarle.
Cabría alegar que, aunque el 27 de agosto de 1859 Edwin Laurentine
Drake perforase, cerca de Titusville (Pensilvania), el primer pozo petrolífero
y, desde 1798, se conociese la producción en serie, introducida en la producción normalizada de mosquetes por Eli Whitney, aún faltaba algún tiempo
para que el legendario Henry Ford combinase, en su fábrica de Highland
Park, la producción normalizada de piezas de precisión y la fabricación en cadenas de montaje; y, claro, para que, en vísperas de la Gran Guerra, circulasen en el mundo más de un millón de vehículos que usaban gasolina.
―Pero ―Álvaro volvió con su cantinela―, ¿realmente era tan difícil prever que
el consumo de petróleo adelantaría rápidamente al del carbón? ¿Qué a mediados del
siglo veinte habría 100 millones de automóviles y que, en una sola década se consumiría casi la misma cantidad de petróleo que en los 100 años anteriores? ¿Qué en
los albores del siglo XXI circularían más de 500 millones de vehículos de motor o qué
el efecto invernadero amenazaría gravemente la climatología del planeta, mientras
daba sus últimas boqueadas el modelo energético basado en los combustibles fósi-
275
les? El hecho incontrovertible es que ha sucedido y constituye un serio motivo de
preocupación para el ciudadano atento.
―Tarald, de atender: aplicar el entendimiento, prestar atención. Antónimo de
lo que hace Marta.
―¿Qué has dicho Dani?
―Nada.
―¡Nos vamos! ¡Todos al minibús! ―Era la voz de Pepe Cantó que entraba
apresurado en la sala.
―¿Cómo al minibús? ¿Y los coches? ―Álvaro no salía de su asombro.
―Han surgido algunos contratiempos, pero nuestro amigo Giovanni ha conseguido que nos pongan un transporte por cuenta de la empresa de alquiler para que
podamos disfrutar del fin de semana. Mañana nos los entregarán.
―¿Y Naylea? ¿Llegó bien?
―Con bastante retraso. Ha ido con José Carlos y Quino a cambiar dinero. Podemos salir en cuanto lleguen.
―Se acabó por hoy. Recoged los equipajes. Mañana, entre baño y baño, más.
Nos vamos a las termas de Papayacta.
―Un momento, un momento. ―Naylea me ha traído un mensaje de Helena
Muñoz,
una amiga arquitecta que acaba de instalarse en Lima para desarrollar
diversos proyectos de urbanismo, energías renovables y eficiencia energética. Como
nos invita a que vayamos a visitarla y nos propone un sugestivo programa de actividades me estoy planteando organizar una visita al Perú cuando finalice nuestra expedición. Helena es una mujer emprendedora, valerosa y comprometida que os gustará
conocer. Habrá que sopesarlo.
―¿Eso cuánto va a costar?
―Ni idea, Ayman, pero ya lo arreglaremos, que para esas fechas puede que los
chinos ya hayan completado el pago de la wollastonita. —Pepe, en su estilo, siempre
optimista y dadivoso.
276
EL PUEBLO DEL MEDIODÍA
La idea de adentrarse en la Amazonía a bordo de aquellas legendarias canoas
era demasiado atractiva como para no lamentar el cambio de planes que Álvaro, sin
contar con nadie, ni aportar una explicación convincente, había decidido en Papayacta. Máxime en ese momento cuando, desde el hotel de Puyo, todos observaban a
grupos de turistas que se disponían a descender por el Napo. Confiaba en que la estancia en el paradisíaco hotel de Baños a los pies del impresionante Tungurahua les
compensase de la decepción que suponía renunciar a aquella aventura. Sobre todo a
Dani, que se las prometía felices haciendo de cicerone por aquellos parajes y rencontrándose con todos los amigos de los que días antes se había despedido con lágrimas
en los ojos. Para compensarles había dado instrucciones a Marta para que estudiase
la posibilidad de organizar una visita al Parque Nacional Yasuní
que tendría un
gran atractivo y permitiría completar el debate sobre las alternativas al modelo energético basado en la explotación de los combustibles fósiles. Le había pedido que lo
comentase con Dani, pero que lo mantuviesen en secreto. Tere tendría su sorpresa
bajo el volcán y el grupo la suya.
Como la lluvia y el fuerte viento desaconsejaban proseguir el viaje por la carretera del Oriente acordaron aprovechar la espera para que Álvaro y Dani presentasen
la ponencia que habían preparado como entrante de aquella frustrada incursión en la
selva.
—¿Habéis oído hablar de la Corte Interamericana de Derechos Humanos?
—Sí. —respondió Naylea sin dudarlo—. Es una instancia judicial de la OEA, que
funciona desde 1979.
—En efecto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que opera en el
seno de la Organización de Estados Americanos,
es uno de los tres tribunales regionales de protección de los Derechos Humanos.
—El Tribunal Europeo de Derechos Humanos y la Corte Africana de Derechos
Humanos y de los Pueblos son los otros dos —indicó Dani.
—Junto con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos —prosiguió Álvaro— integra el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH): un sistema
que reconoce, define, promueve, protege y vela por la observancia de la Convención
Americana sobre la materia,
en vigor desde julio de 1978, y otros tratados especializados en la prevención y sanción de la tortura, de la desaparición forzada, de la
violencia contra las mujeres, etc. Y como puede que os estéis preguntando a cuento
de qué saco a colación todo esto a orillas de este gran río amazónico, os daré una
pista: si siguiésemos su curso nos encontraríamos con un pueblo que acaba de obtener el respaldo de la Corte. Cuéntanos Dani, tú que has convivido con ellos durante
las últimas semanas.
—Se trata del Pueblo Sarayaku o Pueblo del Mediodía. Vive en la región amazónica de Ecuador y es uno de los asentamientos Kichwas de mayor extensión y población, del orden de 1200 habitantes. Su territorio de bosque tropical, situado a
unos 400 metros sobre el nivel del mar, es de difícil acceso. De hecho, aunque apenas dista de aquí unos 65 km, habríamos tardado entre dos y tres días surcando el
río Bobonaza, que era como estaba previsto que fuésemos; y en torno a ocho, si hubiésemos viajado por vía terrestre. Los Sarayaku subsisten de la agricultura familiar
colectiva, la caza, la pesca y la recolección. Las decisiones sobre temas de especial
277
trascendencia las adoptan en el seno de una Asamblea comunitaria, denominada
Tayjasaruta. El Estado ecuatoriano adjudicó a las comunidades del Río Bobonaza, en
1992, un área indivisa de la que corresponden a Sarayaku unas 135.000 Ha. Desde
los años 30 se han visto obligados a defender su derecho a vivir libre y en paz en un
territorio que ha sido agredido por las compañías petroleras.
—¿Qué compañías?
—Varias, María. Entre ellas la CGC argentina, la Shell y la Western Amoco. Debe tenerse en cuenta que, de acuerdo con su cosmovisión, el territorio está ligado a
un conjunto de significados: la selva tiene vida y los elementos de la naturaleza espíritus. Por eso, y ante las graves amenazas derivadas de las prospecciones petrolíferas, acudieron al Sistema Interamericano de Derechos Humanos a finales de 2003.
—¿En concreto, quiénes? —se interesó Juanjo.
—La Asociación del Pueblo Kichwa de Sarayaku (Tayjasaruta), el Centro de Derechos Económicos y Sociales (CDES) y el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL).
—De donde deduzco que el Sistema Interamericano de Derechos Humanos
contempla la posibilidad de que los particulares tengan legitimación activa para presentar ante la Corte denuncias contra los Estados por violaciones de los derechos humanos.
—No exactamente, Ayman. Las víctimas, sus familiares, las organizaciones de
la sociedad civil u otras personas, una vez utilizadas las vías legales establecidas por
los ordenamientos jurídicos de los Estados parte, es decir tras el agotamiento de los
recursos internos, pueden presentar peticiones relativas a presuntas violaciones de
los derechos humanos cometidas por los Estados miembros de la OEA, pero, ¡ojo!, no
ante la Corte, sino ante la Comisión. Para ello disponen de un formulario de denuncia
ad hoc.
—¿Y cuándo interviene la Corte?
—Sólo a instancias de la Comisión o de los Estados. Álvaro, ¿lo explico ahora o
lo haces tú más tarde?
—Ahora, Dani.
—De acuerdo. La Comisión se creó en 1959 para promover la observancia y la
defensa de los derechos humanos y servir como órgano consultivo de la OEA. Está integrada por siete miembros propuestos por los Estados y elegidos, a título personal, por
la Asamblea General. Es decir que no representan a sus países sino a la organización.
—¿Y qué funciones tiene?
—Se puede decir que, de una parte, tiene competencias de alcance político,
pudiendo girar visitas y emitir informes relativos a la situación de los derechos humanos en los Estados miembros; de otra —continuó Dani, encantado de poder lucirse
con la pregunta de María—, desempeña funciones de naturaleza cuasi judicial cuando, tras examinar las denuncias, se pronuncia sobre su admisión.
—Supongamos que admita una denuncia.
278
—En ese caso, María, la traslada al Estado denunciado para que presente sus
alegaciones, ya que su primer objetivo es facilitar una solución amistosa fundada en
el respeto a los derechos humanos.
—¿Y si no hay acuerdo?
—La Comisión puede presentar la correspondiente demanda ante la Corte que
sí tiene competencia contenciosa.
—¿Contenciosa? —De nuevo Tarald y su obsesión con el vocabulario.
—Jurisdicción que se ejerce en forma de juicio sobre pretensiones o derechos
contrapuestos de las partes litigantes.
—Dicho de otro modo —aclaró Juanjo— que tiene capacidad de juzgar y dictar
sentencia, aunque me imagino que no todos los Estados miembros reconocerán esta
competencia de la Corte.
—En efecto.
—¿Cuántos lo hacen?
—Creo, Juanjo, que veintiuno de los treinta y cinco.
—¿Estados Unidos entre ellos?
—No, María.
—¿Y Perú? —A Naylea, de pronto, le había surgido la duda.
—Sí. Y También —Dani tira de lista— Costa Rica, Venezuela, Honduras, Ecuador, Argentina, Uruguay, Colombia, Guatemala, Surinan, Panamá, Chile, Nicaragua,
Paraguay, Bolivia, El Salvador, Haití, Brasil, México, República Dominicana y Barbados. Además, la Corte, integrada por siete jueces elegidos, a título personal, por la
Asamblea General de la OEA, también tiene competencia consultiva. Y, en casos de
extrema gravedad y urgencia, puede adoptar medidas provisionales cuando resulte
necesario evitar daños irreparables a las personas. Y, por supuesto, sus fallos son definitivos e inapelables.
—Ya veo que eres todo un experto.
—Gracias Juanjo y tenlo en cuenta, que pronto tendré que pedirte trabajo en
tu bufete…
—Sí, que tu padre te va a dejar escapar.
—Pues bien, los amigos que habríais conocido si hubiésemos descendido por el
curso del Napo y del Bobonaza —nueva puntada a Álvaro— han obtenido el respaldo
de la Corte en el caso del Pueblo Indígena Kichwa de Sarayaku versus Ecuador.
—¿Cuándo? —María, decidida a no perderse detalle y a potenciar su acercamiento a Dani.
—La Corte dictó sentencia el pasado 27 de junio en relación con la demanda
presentada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a finales de 2010.
Sus siete jueces han declarado por unanimidad la responsabilidad internacional del
Ecuador por haber permitido que una empresa petrolera privada realizase actividades
279
de exploración en su territorio desde finales de la década de los 90 sin haber realizado una consulta previa, libre e informada, de conformidad con los estándares internacionales, en violación de los derechos del Pueblo Sarayaku a la propiedad comunal indígena e identidad cultural. Y también por no haberle otorgado una tutela judicial
efectiva y por poner en riesgo la vida e integridad personal de sus miembros ante la
presencia de explosivos de alto poder en el territorio.
—¿Y, aparte del hecho de que la propia sentencia ya constituya per se una reparación, ha acordado alguna más?
—Diversas, Juanjo. Concretamente, neutralizar, desactivar y, en su caso, retirar la pentolita en superficie y enterrada en el territorio del Pueblo Sarayaku…
—¿Qué es la pentolita? —Aicha se dirigió a Pepe.
—Un tipo de explosivo rompedor utilizado en labores de prospección minera.
—Continúo con las reparaciones: consultar al Pueblo Sarayaku en el caso que
se pretenda realizar alguna actividad, proyecto de extracción de recursos naturales,
plan de inversión o desarrollo de cualquier otra índole que implique potenciales afectaciones a su territorio; adoptar las medidas necesarias para poner plenamente en
marcha y hacer efectivo el derecho a la consulta previa de los pueblos y comunidades
indígenas y tribales; implementar, con la respectiva disposición presupuestaria, programas o cursos obligatorios que contemplen módulos sobre los estándares nacionales e internacionales en derechos humanos de los pueblos y comunidades indígenas, dirigidos a funcionarios militares, policiales y judiciales, así como a otros cuyas
funciones conlleven relaciones con pueblos indígenas; realizar un acto público de reconocimiento de responsabilidad internacional por los hechos del presente caso y difundir la sentencia.
—¿Y en concepto de indemnizaciones?
—Mil doscientos millones de dólares, Juanjo. En concepto de daños materiales
e inmateriales al pueblo Sarayaku.
—De todos modos, aquí tenéis la fotocopia del resumen oficial de la sentencia
—Dani comenzó a repartirlas—. Os adelanto que lo que interesa resaltar es que
la Corte ha reiterado que el artículo 21 de la Convención Americana protege la vinculación estrecha que los pueblos indígenas guardan con sus tierras, así como con los
recursos naturales de los territorios ancestrales y los elementos incorporales que se
desprendan de ellos. De ahí, que la protección de su derecho a la propiedad sea necesaria para garantizar su supervivencia física y cultural y que su identidad cultural,
estructura social, sistema económico, costumbres, creencias y tradiciones distintivas
sean respetadas, garantizadas y protegidas por los Estados.
—Pero en este caso no se discutía la propiedad comunal del Pueblo Sarayaku
sobre su territorio, cuya posesión, como tú has recordado, ejercía desde tiempo inmemorial.
—En efecto, Juanjo, pero la Corte ha estimado pertinente destacar el profundo
lazo cultural, inmaterial y espiritual que aquél mantiene con su territorio. En particular, las características específicas de su “selva viviente” o Kawsak Sacha y la relación íntima entre ésta y sus miembros, que no se limita a asegurar su subsistencia,
sino que integra su propia cosmovisión e identidad cultural y espiritual.
—Observad —apuntó Álvaro— que la Corte no sólo ha establecido la obligación
de consultar a las Comunidades y Pueblos Indígenas y Tribales sobre toda medida
280
administrativa o legislativa que afecte a sus derechos, sino que esto implica el deber
de organizar adecuadamente todo el aparato gubernamental y las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público y, en concreto, sus normas e instituciones, de tal forma que la consulta pueda llevarse a cabo efectivamente
de conformidad con los estándares internacionales.
—Y es que en este caso —puntualizó Dani—, como ha reconocido la Corte,
Ecuador no realizó ninguna forma de consulta en ninguna de las fases de ejecución
de los actos de exploración petrolera y a través de sus propias instituciones y órganos de representación. El Pueblo de Sarayaku no fue consultado antes de que se
construyeran helipuertos, se cavaran trochas, se sembraran explosivos o se destruyeran zonas de alto valor para su cultura y cosmovisión.
—¿Y cómo deben realizarse tales consultas a los pueblos indígenas?
—A través de procedimientos culturalmente adecuados, es decir, de acuerdo
con sus propias tradiciones. Tere, justo lo contrario de lo que se hizo en este caso en
que el Estado delegó de facto la consulta en la propia compañía petrolífera y ésta comenzó a relacionarse directamente con algunos miembros del Pueblo Sarayaku, sin
respetar la forma de organización política del mismo.
—También —intervino Giovanni— es interesante destacar que ha sido la primera vez que una delegación de la Corte ha visitado el lugar de los hechos en un caso
sometido a su estudio. La visita de la delegación,
encabezada por el presidente
de la Corte, el juez Diego García-Sayán, fue considerada como una medida excepcional. Se realizó, a invitación del propio Estado ecuatoriano y con la participación de las
demás partes en el proceso, con el propósito de observar sobre el terreno la situación
y vivencias de las presuntas víctimas, así como ciertos lugares donde ocurrieron algunos de los hechos.
—Es obvio —comentó Marta— que esa delegación de la Corte tuvo más suerte
que nosotros.
Tras el almuerzo en el hotel de Puyo reanudaron el viaje hacia Baños de Agua
Santa. Entretanto había cesado la tormenta.
281
DEMOCRACIA VERGONZANTE
El grupo madrugó para llevar a cabo su apretado programa de actividades: caminata por senderos y puentes colgantes para contemplar algunas de las espectaculares cascadas, reunión con unos estudiantes de Ambatos, cena y, probablemente,
marcha nocturna en una discoteca de Baños. Juanjo, que había conocido en el hotel a
un grupo de montañeros que pretendían aproximarse lo más posible al cráter del
Tungurahua, se unió a ellos.
Tere se levantó muy inquieta. Y no tanto por las llamaradas del coloso en proceso de erupción desde 1999, con recientes episodios dramáticos, como por la sorpresa anunciada por su madre con tanto misterio. Aunque había disminuido la fiebre
que arrastraba desde que salieron de Puyo aceptó el consejo de Álvaro y se quedó
descansando en la habitación individual que éste había reservado expresamente para
ella. Marta, su compañera habitual, se había instalado con Aicha. ¿Quién la visitaría
—se preguntaba— en tan remota encrucijada de aire, tierra, agua y fuego? Pasó lista
mentalmente. ¿Su padre? Imposible, sus relaciones pasaban por un mal momento.
¿David? Hacía meses que habían roto y el americano ya era pasado. ¿Silvia? La hermana de Dani, que era su mejor amiga y se había quedado en Sevilla a regañadientes, no encajaba con la fascinación que delataba el tono de su madre. No tenía ni
idea, pero quien fuese habría necesitado contar con la complicidad de Álvaro, ya que
la estancia en el espléndido Hotel Luna Runtum
no estaba prevista. Confiaba en
que se enteraría de algo si husmeaba en recepción. Y eso hizo.
Ni había ningún recado, ni esperaban a clientes españoles, sólo el termómetro
que le había dejado Álvaro y un sobre con un pendrive y una nota de auxilio de Dani.
Tere, échame una mano, por fa. Me he liado con la realización del vídeo
sobre el modelo energético que tengo que presentar en Atacames y se me
echa encima el plazo para terminar la crónica de la sesión de trabajo en Papayacta sobre la democracia. En realidad sólo me falta revisarla y activar los
enlaces de los símbolos subrayados en amarillo. Observa que, antes de darle
la palabra a Ayman, he incorporado un pequeño periplo medioambiental para darle cancha al Dr. Cantó. También encontrarás un segundo fichero que
contiene la transcripción completa de la presentación de los ejercicios de observatorio. Si te animases a hincarle el diente te estaría eternamente agradecido. Sólo pretendo que el día no se te haga tedioso. Que Dios te lo pague
con un novio corriente. Ya sabes, en el sentido de que no tiene impedimento
ni estorbo para su uso y efecto. Besos.
Bastante tenía ella con sacar tiempo para poner al día sus propias crónicas.
Además, en la reunión de Otavalo se había distribuido entre todos el programa de
ponencias. A ella sólo le incumbía intervenir en los debates y adaptarlas para su adecuado encaje en Noticia de un amanecer fugaz. Su misión en Ecuador se reducía a
observar, escribir y disfrutar. El hiperactivo Dani, condimento de todas las salsas, le
imploraba que se saliese del guion cuando lo único que le apetecía esa mañana era
darse un baño y salir a pasear sola por los maravillosos alrededores del hotel. Claro
que con un cielo tan encapotado y el presagio de la inminente tormenta lo aconsejable era hacer caso a la recepcionista y tomar un “baño volcánico”. Y eso fue lo que
hizo con la secreta esperanza de que le ocurriese como a Lenina Crowne, la muchacha maravillosamente neumática del libro de Huxley que estaba leyendo, que salió
del baño, se secó con la toalla, cogió un largo tubo flexible incrustado en la pared,
283
apuntó con él a su pecho, como si se dispusiera a suicidarse, oprimió el gatillo y una
oleada de aire caliente la cubrió de finísimos polvos de talco.
No fue exactamente como el escritor británico había imaginado, pero el hidromasaje le subió la moral. Una vez en su habitación probó a escribir, mas no lograba
centrar su atención. Salió a la terraza y observó durante un buen rato los amenazantes relámpagos. Volvió a intentarlo: ni asomo de inspiración. El día, que se tornaba gris, lluvioso y solitario, prometía hacerse eterno si no se le ocurría algo. Así que,
rezongando, abrió el fichero que le había dejado Dani sobre el trabajo presentado por
Ayman en Papayacta y comenzó a leer la entradilla de su propia cosecha que le había
anunciado.
―¡Fuera del agua! ¡Que nos largamos al sur de España! ―gritaba Tarald,
cámara en mano, señalando la cabaña de madera en la que iba a tener lugar
la segunda sesión de trabajo.
Dani tomó la palabra.
—Si ayer, en Quito, realizamos un formidable viaje a un lejano pasado
para regresar a nuestro tiempo surcando el complejo proceso de la creatividad humana en compañía de algunos de los más preclaros de nuestros antepasados, hoy, en Papayacta, os vamos embarcar en un recuerdo que os permitirá hacer una primera incursión en el futuro de la democracia. Cuando
quieras, Ayman.
El chico del Rif, sentado ante la pantalla de su comunicador, dio el último
sorbo a su té verde con yerbabuena y comenzó.
―¿Sabéis qué es esa enorme extensión blanca que hay al otro lado del
río? —preguntó Pepe Cantó.
―¿Salinas? —aventuró Naylea.
―No, balsas de fosfoyesos
presto a lucirse.
—respondió con la sonrisa del experto
—¿Fosfo…qué?
—Un inquietante residuo, procedente de la producción industrial de ácido
fosfórico.
—Es enorme.
—Exactamente mil doscientas hectáreas que constituyen uno de los vertederos industriales más extensos del mundo. Cien millones de toneladas
que han arrasado unas marismas, las marismas de Mendaña, situadas, como
veis, a escasos metros del casco urbano de Huelva. La roca fosfórica empleada proviene, principalmente, de minas del norte de África y tiene concentraciones relativamente altas de uranio 238, del orden de 1500 becquerelios/kg, que suele encontrarse en equilibrio radiactivo con sus productos de
desintegración, entre ellos el radio 226… ―Pepe se crece por momentos y
todos temen que volverá a contar con pelos y señales uno de los grandes
problemas ambientales provocados por la industria química que con tanto
ahínco venía denunciando desde hacía años.
284
―Estamos a punto de llegar a La Rábida y creo que lo que le apetece a la
chica peruana en su primer viaje a España es disfrutar de los lugares colombinos.
―No, Álvaro, si me interesa mucho el medio ambiente ―salió al paso con
su educación exquisita.
―Bueno, para no aburrirte te proporcionaré el enlace a un par de vídeos
que te darán una idea de lo que representan esas “salinas”: uno, sobre las
malformaciones de unos perros
que descubrí en las balsas; otro, producido por Televisión Española, sobre la radioactividad de la zona.
Te sorprenderán.
―Otra opción ―propuso Álvaro― es que, dada nuestra recién descubierta capacidad para desplazarnos por el tiempo, os deis un garbeo a bordo
de vuestra imaginación. Llegado el momento, si ella te deja, podrías darle un
par de esos besos que ahora, según Dani, utilizan los jóvenes modernos para transmitir la información al instante. Es más, Pepe, estoy pensando que
seré yo quien la acompañe. A fin de cuentas, me lo has contado tantas veces
que podré hacerlo sin dificultad.
―Puestos a escoger —comentó Naylea sorprendiendo a todos con su espontaneidad—, casi preferiría que me acompañase Ayman que es tan creativo. Tú y Pepe sois los compañeros ideales para regresar al pasado y os
aseguro que iría con vosotros al principio del mundo, claro que si de lo que
se trata es de caminar hacia el futuro...
―No sigas por ahí que hay quiénes no lleva bien esas cosas…
―Teresa, Teresa…
―Álvaro, Álvaro…
Tras nuestro periplo colombino descendimos hacia la ría y cruzamos el
puente sobre el Tinto para visitar, en la Punta del Sebo, la gigantesca estatua de Colón esculpida por la norteamericana Miss Whitney y donada por el
pueblo de Estados Unidos. Allí seguía, inmóvil, pétreo testigo privilegiado de
cómo el bello y sosegado paraje de antaño se había convertido en los últimos cuarenta años en uno de los más contaminados del mundo. Y todo, como diría el Dr. Cantó, con el apoyo expreso o la connivencia de las Administraciones competentes…
Ya hemos llegado a nuestro destino. Acabamos de unirnos a los asistentes a los Cursos de Verano de Doñana. Democracia vergonzante y ciudadanos de perfil es el título del curso y El Antipartidista el de la crónica
de
mi amigo Ignacio de la Rasilla
que de esta guisa reflejó aquella jornada
de mediados de julio de 2002.
"Como el nombre de un hipotético periódico o libelo, tan siglo XIX y tan
moderno, al mismo tiempo. El antipartidismo en una doble acepción: moderada, en primer término; porque el profesor Soriano,
catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, no postula
una democracia completamente directa, sino parcial. Radical ―en el segundo
caso― dado que no dudaría ―saca uno la impresión al escucharle― en suscribir, en un arrebato de pesimismo antropológico, la frase de Shakespeare
en Julio César: "Grita ¡Devastación! y suelta a los perros de la... política"
("guerra" en el original).
285
Y es que frente al callejón sin salida del actual modelo de democracia representativa, que propicia una democracia exclusiva y excluyente, secuestrada y sistemáticamente hecha el objeto de abusos deshonestos por parte
de esas máquinas de marketing ideológico que son los partidos políticos;
frente a la figura del resabiado mercachifle del pasteleo, encorbatado animal
burlesco que recorre los pasillos del Parlamento haciendo de la política el
desconsuelo de los justos; frente a la gélida conjura del nuevo y viejo patriciado, controlador absoluto del pensamiento público, persuadido de su inoponible superioridad ante la apatía estulta y materialista de la mayoría de los
ciudadanos y frente, incluso, al despreciativo sofisma del intelectual con piel
de cordero... el decano Soriano propugna una democracia protagonizada por
los ciudadanos en la que la política no siga siendo, como decía Heidegger del
Hombre, "un ser de lejanías".
Muy al contrario, Soriano parece estar, a pesar de todo, aplicando el concepto, también Heideggeriano, del "Dasein" (el ser del aquí y el ahora) cuando preconiza la siempre ―el tiempo muere y nace a cada instante― posible
reducción de la democracia representativa a sus justos límites; el siempre
posible aumento de las condiciones de accesibilidad ciudadana y de las esferas de actuación de los procedimientos de democracia semidirecta de las
constituciones democráticas y la siempre posible introducción progresiva de
la democracia directa aprovechando los avances de las tecnologías de la infocomunicación.
En definitiva, para que la democracia no continúe siendo "... un cuento
narrado por un idiota lleno de sonido y furia que no significa nada" ("Life is a
tale told by an idiot full of sound and fury meaning nothing") como exclamaba, refiriéndose a la vida, el desesperadamente lúcido Hamlet en el último acto, más vale ir prestando oídos a lo que dicen y escriben los autores.
Para empezar vayan leyendo el libro y reflexionen. Sí, reflexionen y... háganlo despacio. La libertad, la dignidad y la vergüenza les van en ello".
Estamos sentados frente al mar bajo una carpa de lona blanca, en butacas blancas, sobre el cuidado césped que cubre una de las grandes masas de
arena que conforman el espectacular sistema de dunas estables del Asperillo. Entre la desembocadura de la ría de Huelva y el Guadalquivir, en la
zona litoral del parque nacional, a escasa distancia de esa playa virgen de la
que arrancan las famosas dunas móviles de Doñana.
Desde tan soberbia
atalaya, a veinte o treinta metros sobre la orilla, sólo se divisa algún que
otro milano que interpone la libertad de su elegante planeo entre nosotros y
la inmensidad del Atlántico. Apenas sopla la leve brisa que anuncia el viento
vespertino de poniente. El océano es una balsa azul en la que seis pequeños
pesqueros de vivos colores laboran con sus redes de cerco entre surcos de
espuma evanescentes.
—Y ahora —continuó Ayman—, sin apartar la vista de este espectáculo
de mil caras prestemos atención a las reflexiones que nos propone nuestro
conferenciante.
―"Mirando al mar soñé…"
―¡María, por favor…!
―Sólo es un modo de sugerir que incluyáis en la futura e.unidad didáctica un enlace para oír cantar a Jorge Sepúlveda.
286
―"Mirando al mar soñé que estabas junto a mí. Mirando al mar yo no sé
qué sentí y, acordándome de ti, lloré… ―Todos se sumaron al tarareo de María y cantaron a coro.
―Buena idea, cuenta con ello. Sigo.
—Se trata —comenzó Soriano— de un libro amargo y ácido
salido de
un profundo descontento con la realidad política circundante y de una serie
de reflexiones, espaciadas en el tiempo, en la que mucho ha tenido que ver
la experiencia institucional de los autores. Pero también es un libro abierto a
la esperanza, un libro del ciudadano y para el ciudadano, un revulsivo de la
vida política de nuestro entorno y una apelación al protagonista ciudadano, a
una democracia ciudadana.
―Dado que democracia significa poder de los ciudadanos ¿no es una
expresión redundante? —razonó Dani.
―Su objeción es válida teóricamente, sólo teóricamente, porque no tiene
en cuenta los dos planos, formal y material, de la realidad del poder y de su
ejercicio por la ciudadanía.
―¿Acaso se refiere a una democracia distinta?
―Sí, porque a pesar de que su nombre implica el poder de los ciudadanos, sin embargo éstos están ausentes de ese modelo político. La nuestra no
es realmente una democracia de los ciudadanos, sino a lo sumo, de quienes
les representan o dicen representarles. La democracia ciudadana es algo
más que la democracia al uso pues va más allá de la democracia de las
constituciones de las sociedades avanzadas que consagran el Estado de Derecho: la democracia representativa, actualmente consolidada en los países
democráticos, que para muchos resume el ideal de la democracia.
―¿Y qué es entonces?
―La suma de las democracias representativa, directa y participativa.
Tres tipos de democracia que no están en el mismo plano. La democracia representativa es una democracia exclusiva y excluyente, configurada por los
partidos, los únicos que llenan la escena política en la actualidad. Los instrumentos de democracia directa son mera demagogia, porque son escasos e
impracticables. Una democracia ciudadana comporta poner en su sitio a ambos modelos de democracia: quitar a la representativa la exclusiva de la acción política y otorgar a la directa la eficacia de la que carecen en los textos
constitucionales.
―¿Y cuál es su propuesta? —preguntó impaciente un chico desgarbado
que, absorto ante el faenar de los pesqueros, parecía ausente.
―De entrada, la reducción de la democracia representativa a sus justos
límites.
―¿Qué límites? —insistió.
―Varios. Para empezar, que no toda la acción política se desarrolle a través de los representantes de los ciudadanos. La democracia representativa
debe, por una parte, permitir las modificaciones y reformas que hemos propuesto tras un análisis crítico de las instituciones democráticas
y, a con-
287
tinuación, admitir nuevos escenarios de la acción política para modelos emergentes: la democracia directa y la democracia participativa. También debe
propiciar el aumento de las condiciones de la accesibilidad ciudadana y de las
esferas de actuación de los procedimientos de democracia semidirecta que se
caracterizan por su desuso e ineficacia.
―¿Y le parece realista proponer el fin de la democracia representativa?
―En absoluto, Pablo. ¿Se llama Pablo, verdad? ―El chico asiente sin dejar de mirar a los pesqueros, ni de acariciar el lomo de Boliche tumbado, pero siempre alerta, entre él y María―. El camino de la democracia representativa no debe llevar a su desaparición inmediata, sino a su reducción progresiva en la medida en que los ciudadanos asuman su protagonismo al
margen de los partidos y la tecnología permita la deliberación y toma directa
de decisiones políticas sin necesidad de intermediarios.
―Vaya, que la democracia debe ser directa. —María.
―Sí, siempre que sea posible. Una democracia ciudadana y sin líderes;
excepcionalmente, democracia representativa.
—¿Y eso es viable?
—El avance tecnológico permite que hoy y sobre todo mañana la democracia directa sea posible en unas condiciones óptimas impensables hace
veinte años. ―La alusión a la tecnología pareció inquietar a la audiencia que
se enzarzó en una cascada de comentarios. ―Soriano desenroscó el tapón
de la botella de agua y bebió un sorbo. Su garganta le seguía produciendo
molestias. Álvaro, que se había acercado a la carpa, aprovechó para darle un
recado—.
―Ya sabe, profesor, que hay quienes no hacen concesiones en este campo y mantienen que, de momento, no hay alternativa a la democracia representativa, al parlamentarismo. Piensan que cualquier otro planteamiento tiene un componente utópico, que acaba siendo reaccionario, en la medida en
que presupone un retroceso efectivo en la forma civilizada de organización
del poder. —Irene recordó el comentario de su profesor de Derecho Político y
ex-rector de la Universidad Hispalense.
―Creo que es exagerado e incierto; admitiría que otros planteamientos,
como una moderada democracia directa acompañando a la representativa,
fuera utópica, pero no precisamente reaccionaria…
Un ensordecedor ruido, que se superpuso a los quejidos de los grandes árboles sacudidos por el fuerte viento racheado, hizo que Tere, alarmada, se asomase
precipitadamente a la terraza. No era el Tungurahua, sino un helicóptero, apenas
visible por la lluvia, que parecía desistir de tomar tierra en la zona más elevada del
recinto de aquel hotel andino.
288
¿CIUDADANOS DE PERFIL?
Tere volvió al interior repuesta del susto. Se tomó la temperatura y comprobó
que la medicación y el baño habían hecho efecto. Pidió que le subiesen croquetas de
pollo, patatas fritas, pan y una papaya y continuó con la tarea que Dani le había encomendado. Apenas tenía que hacer correcciones en el texto, aunque insertar los hipervínculos que faltaban le estaba llevando bastante tiempo.
Antes de que lo olvide —les indicó Soriano—, el director me acaba de encargar que les comunique que iremos a visitar el coto en cuanto almorcemos y
que no dejen de formar los tres grupos para el ejercicio de observatorio que
harán en el Guadiana durante el fin semana. Así que hoy ni siesta, ni playa.
―La ciudadanía pasa —comentó Irene.
―¡Eso cambiará con los avances tecnológicos!
―Soy de la opinión de María —indicó Dani.
—El aprovechamiento de la tecnología y de la informática —continuó Soriano— contribuirá a la introducción progresiva de la democracia directa, de
manera que los ciudadanos decidan directamente sobre los asuntos políticos
importantes, sin menoscabo de una democracia representativa para los
asuntos ordinarios, la formulación de propuestas y la discusión y deliberación
sobre toda clase de asuntos. Probablemente no nos damos cuenta aún de
hasta qué punto puede influir en el futuro el desarrollo tecnológico en la viabilidad de una democracia directa, pero sí podemos advertir que hace poco
tiempo no sospechábamos el actual alcance de las redes informáticas.
―Dejadme que traduzca una breve cita de Benjamin Barber que viene al
caso ―indicó Ignacio abriendo A Passion for Democracy,
el libro que había estado hojeando desde el comienzo.
El problema no reside en la tecnología, sino en la resistencia de quienes
ocupan poder y autoridad. ¿Por qué no debería la política, reforzada por la
tecnología, producir la misma incivilidad y cinismo que caracteriza la política
de las más viejas tecnologías, la radio y la televisión, por ejemplo? ¿Por qué
deberíamos esperar que las tecnologías tengan una apariencia muy diferente
de la sociedad y de la economía del mundo que la produce y la pone en funcionamiento? Cualesquiera sean las implicaciones abstractas de la tecnología, ésta continuará reflejando las premisas y los objetivos de la sociedad.
Eso es precisamente lo que la soberanía significa: la política gobierna la técnica, y la sociedad y la cultura siempre triunfan sobre la tecnología. Los fines
condicionan los medios y la tecnología no es más que una palabra atractiva
para referirse a ellos. Es más probable que las nuevas telecomunicaciones
tengan más posibilidades de limitarse a reflejar y a engordar nuestras actuales instituciones socioeconómicas y actitudes políticas que de alterarlas y
mejorarlas. ¿Hay alguna razón para pensar que una sociedad dominada por
la defensa a ultranza del beneficio y los intereses privados evitará qué las
nuevas tecnologías persigan el beneficio o se constituyan conforme a un espíritu público más desarrollado que el de la sociedad en su conjunto?
289
―Bill Gates más que referirse al bien común… ―La alumna esperó a que
el profesor recuperase el bolígrafo que se le había caído.
―Prosiga, prosiga.
―Sólo quería comentar que Bill Gates más que referirse al bien común
profetiza en su lugar un paraíso del comprador en el cual todos los bienes
del mundo estarán a nuestra disposición para que los examinemos, los comparemos y los adaptemos a nuestros gustos y donde nuestra cartera digital
estará conectada con el ordenador de una tienda al que transferirá dinero digital. ―Murmullos e intervenciones cruzadas entre los asistentes que Ramón
Soriano aprovechó para reorganizar mentalmente su exposición.
—Dedicaré el tiempo que resta a reflexionar sobre las tres críticas habituales a la democracia directa: los ciudadanos no tienen la formación conveniente para participar en los asuntos públicos, carecen del estímulo o del interés pertinente y no disponen del tiempo necesario. ¿Qué se les ocurre?
―varios pidieron la palabra―. Vayamos por orden. Primero, en relación con
la falta de formación.
―Eso tiene arreglo pues la formación y la educación se extienden cada
vez más a las capas sociales. ―Aicha.
―Ese argumento se volvería contra los propios representantes que deciden
sobre asuntos que ignoran o apenas conocen. ¡Anda que sabe mucho de ingeniería genética mi alcalde que ha llegado a senador! ―Estaba claro que Bella, la
chica de Lepe, no le tenía mucha devoción al cacique municipal Pepe Oria.
―Siempre se ha utilizado por las clases dominantes contra el sufragio femenino, los jurados populares, etc. Además todo proceso de decisión ―continuó Pablo― debería conllevar un debate con intervención de expertos que
permita a los ciudadanos formar su opinión antes de decidir.
―Es contradictorio ―precisó Soriano― impedir que el ciudadano decida
en asuntos públicos, cuando se le permite elegir a sus representantes conforme a los programas políticos. Pareja dificultad reside en elegir al mejor
representante y comprender los programas políticos que en tomar una decisión política.
Tere abrió la puerta y aguardó a que la camarera colocase la bandeja sobre la
mesa sin prestar demasiada atención a su comentario sobre el cliente que venía en el
helicóptero que, debido a la tormenta, no había podido aterrizar.
―Por cierto, Ramón ¿qué opinas —Ignacio, que había sido su alumno,
era el único que le tuteaba— de las afirmaciones de Sartori, el paladín actual de
esta crítica, cuando argumenta que los ciudadanos carecen de "formación y
competencia cognitiva para votar los asuntos públicos, porque se necesita
―dice― información política y además competencia para decidir políticamente"?
―Además de lo dicho, hay otra réplica a la opinión de ese autor más
general, situada en el plano epistemológico: una réplica a una democracia de
expertos por la imposibilidad material de una verdad política. Si es imposible
alcanzar la verdad política, ¿qué sentido tienen los expertos?
―Están más próximos a ella que el público desinformado. ―Apuntó la
chica con el pelo teñido de rojo sentada en la zona soleada de la carpa.
290
―Pero esa objeción no salva mi segundo argumento: la política es
cuestión de interés y no de ciencia, y nadie mejor que uno mismo puede decidir acerca de su interés. Los expertos, hipotéticamente conocedores de la
verdad política, siempre podrán valerse de ella a favor de sus intereses y en
contra de los míos, y si es necesario me engañarán diciendo que para eso
son expertos, que la verdad política está en otro lugar. ¿Quién decide, pues?
―De nuevo una cascada de comentarios prácticamente inaudibles—. ¿Y en
relación con la falta de estímulos y de tiempo? ¿Qué opinan? ¿No creen que
es un hecho constatado que la experiencia participativa contiene un efecto
reduplicador?
―¿Qué quiere decir? ―Aicha.
―Qué quien participa desea seguir participando, porque se siente ciudadano.
—Vaya, qué la participación estimula por sí misma.
—En efecto. Miren, la defensora de la democracia directa, Carole Pateman, en un libro ya antiguo y muy citado, Participation and democratic theory, pronunciaba una frase decisiva "aprendemos a participar participando".
Por otro lado, la tecnología concede cada vez más tiempo a las personas,
que es completada con una jornada de trabajo que disminuye poco a poco;
el ciudadano pasa cada vez más tiempo con los medios de comunicación,
ante la televisión o el ordenador. ¿Por qué no va a participar en una teledemocracia? Las redes permiten que todos puedan intervenir y con facilidad,
en la distancia y en distintos momentos, sin estar sometidos a condiciones
de tiempo y espacio determinadas; uno puede recibir información o propuestas y dar su opinión cuando lo crea conveniente; la discusión política puede
ser sustraída a esas exigencias tradicionales.
―Pero ―Naylea― la participación, y algo sabemos de eso la gente de
Ayacucho, puede acarrear consecuencias personales negativas si se hace a
contracorriente. La gente seguirá prefiriendo no meterse en líos.
―¡Eso sólo ocurre en las dictaduras, donde no hay libertad!
―Y también ―el chico de Madrid que estudiaba sociología― en las democracias. Podría ponerte muchos ejemplos. ¿No conocéis la expresión bóveda de miedo?
―No, ¿de qué se trata? —La chica del pelo rojo, al tiempo que desplazaba su butaca buscando la sombra.
―Designa un fenómeno de sumisión colectiva. Los fenómenos de sumisión colectiva de la opinión pública a un determinado poder no requieren
necesariamente un férreo control, una dictadura.
―¿No? —Naylea, sorprendida.
―Basta con que los intereses dominantes, en connivencia con los poderes fácticos, se afanen en construir y mantener, más o menos burdamente, una bóveda de miedo. Tanto en Arquitectura como en Política los fenómenos de bóveda son simples: una bóveda se sostiene porque todas las
dovelas están en su lugar. En el supuesto de una sociedad afectada por este
fenómeno, cabe la posibilidad de que algunas o muchas de las dovelas hu-
291
manas deseen su desplome en lo más íntimo de sus conciencias, pero el
miedo aconseja esperar a que sean otras las que abandonen la bóveda primero. La bóveda se mantiene. El público…
―Un público fantasma que diría Lippmann…
―En efecto, Ignacio, un público que no existe porque o no tiene o no
expresa opiniones. Gente que elude la información disponible y se defiende
emboscándose en la apatía o en la indiferencia.
―Tal vez ―Dani― habría que ir pensando en el modo de asociar el
aprendizaje para la participación y la propia participación política a otro tipo
de actividades que resulten más atractivas.
―¿A cuáles? ―Bella, de nuevo.
―A las actividades placenteras, por ejemplo.
―Vaya, que tú quieres matar dos pájaros de un tiro y participar mientras te diviertes. ¿Cómo? ¿Acaso cuándo bailamos en la discoteca? Sigue Dani, trabaja en esa línea que eso promete…
―Lo siento ―Soriano―, apenas nos queda tiempo y querría mencionar la importancia de los grupos de ciudadanos de acción política.
―Defina grupo de ciudadano de acción política. —Tere.
―Grupos de ciudadanos sin la estructura y el funcionamiento de los
partidos políticos, de menor pretensión que éstos, pero también carentes de
sus limitaciones, dependencias y lastres.
―¿Asociaciones?
―No. Utilizo deliberadamente esta expresión para destacar la espontaneidad y escasa organización propia de los grupos. Grupo, en sentido social es un conjunto de personas que mantienen una relación y cohesión y
una organización mínimas para alcanzar fines comunes. Es preferible a asociación que evoca cierta institucionalización. Cuando se habla de asociaciones se suele pensar en formas sociales organizadas jurídicamente. Las asociaciones son entidades registradas y dotadas de estructura y funcionamiento regulados estrictamente. En este sentido representan algo más configurado y formalizado que los simples grupos. Además, las asociaciones, cuando
se hacen complejas, presentan dos riesgos: el dirigismo de su elite, bien
porque a ésta le interesa actuar al margen de las bases sociales, o bien porque a estas bases les interesa descargar sus preocupaciones en los responsables de las asociaciones.
―O por ambas razones. ―Pablo.
―Claro. Y además están las dependencias y limitaciones derivadas de
los pactos externos y las exigencias de fuentes de financiación. Por otra parte, la expresión acción política no pretende ser exclusivista y reduccionista.
No quiero decir que los grupos que defienden el medio ambiente o la paz no
realicen una acción política o que las cuestiones que defienden no posean relevancia política.
―Todo o casi todo es política.
292
―Nadie está fuera de la política, por más que intente colocarse al
margen de su influencia. María, cuando digo acción política me refiero a este
término en su acepción más amplia, equivalente a acción en la vida política
del país, y no en aspectos concretos, como serían el medio ambiente o la
paz; y más concretamente, tanto a la vida política de quienes hacen la política y persiguen fines políticos, como a los programas y proyectos políticos.
Esto es, actores de la política y objeto o materia de la política. El caso es que
en las sociedades avanzadas predominan los grupos de ciudadanos sensibilizados por intereses concretos: el medio ambiente, el pacifismo, los menores, los internos de las prisiones, etc., pero no por los intereses más amplios
de la vida política. Estos grupos, se les llame ONG, movimientos sociales,
movimientos ciudadanos, etc., adquieren con el tiempo unas estructuras
mayores y un funcionamiento cada vez más regular y complejo, con lo que
acaban convirtiéndose en verdaderas instituciones, desapareciendo de ellos
la espontaneidad y el dinamismo que al principio les caracterizaban.
Espontaneidad y dinamismo que defiendo para los grupos de ciudadanos no
institucionalizados.
―¿Olvida usted el Movimiento 15M? ―Álvaro, Dani y Tere advirtieron
con la mirada a Andrés de su metedura de pata y, de inmediato, éste cayó
en la cuenta de que ni el más visionario de los expertos podría haber tenido
noticia en el verano del 2002 de lo que acababa de mencionar aquel viajero
del tiempo.
―Desconozco a qué movimiento se refiere. ―Afortunadamente, Soriano obvió la pregunta y continuó―. En la vida pública de nuestro país la presencia de grupos de acción política, tal como yo los entiendo, prácticamente
no existe. O el ciudadano o las instituciones; no hay una franja intermedia.
El ciudadano participa escasamente en la vida política y deja que los políticos
hagan la política del país; es un mero comparsa de la gran escena, con montaje incluido, de la política de los políticos. No quiere decir esto que los grupos de esta naturaleza nunca hagan acto de presencia, pero ésta es muy limitada, casi inexistente. Grupos compuestos por personas prestigiosas, que
expresan su opinión en los medios periódicamente ante grandes acontecimientos políticos es una rara avis fuera del ámbito institucional de la participación política. Falta la gran franja de los ciudadanos y sus grupos espontáneos participando en la vida política del país.
―La política se institucionaliza y los ciudadanos salen perdiendo
―María volvía a intervenir con precisión y rotundidad. Boliche, adormilado,
se inquietó y ella y Pablo acariciaron su lomo.
―En efecto, el observador externo adquiere la impresión de que la política es cosa de partidos y para los partidos, porque la política y los políticos no
se salen de los límites de los partidos políticos, en los que los ciudadanos, para
más inri, dicen no confiar, si atendemos a los resultados de las encuestas.
—Un panorama kafkiano. —Ignacio.
—Escojamos —prosiguió Soriano— cualquier tema relevante de acción
política de los muchos que nos ha deparado la política del país en los últimos
años, y preguntémonos cuál ha sido la opinión y la actuación de los ciudadanos al respecto. Todo, salvo alguna rara excepción, se ha reducido a un combate entre profesionales de la política, del periodismo, de la economía. Es necesario el rearme de la sociedad civil y su presencia en la vida política…
293
A las diez de la noche Tere dio por concluida la primera parte del encargo y
bajó a recepción. Le pidió a la chica que colocase el sobre con el pendrive en el casillero de la habitación de Dani y que, si preguntaban por ella, dijese que dormía.
―No me consta en la lista.
―Pues busque por Ayman, que ocupa la misma habitación ―Tere no recordaba
su apellido, pero afortunadamente no hizo falta: la chica sabía perfectamente quien
era el tipo del Rif.
La lluvia, que volvía a caer con fuerza, impidió que pasease un rato por el jardín para despejarse, así que, defraudada por la infructuosa espera y convencida de
que el grupo aún tardaría bastante tiempo, regresó a su habitación, desconectó el
aire acondicionado, apagó la luz y se tendió en la cama sin desvestirse. El día, triste,
lluvioso, húmedo e inquietante había transcurrió entre la pantalla y la tupida y multicolor hamaca que colgaba en su terraza abierta a aquella mole andina que la mitología indígena refiere como “Mama Tungurahua”. A eso de las doce sintió sed y algo
de apetito. Se levantó, bebió agua fresca, mordisqueó un trozo de papaya y, como
no lograba dormirse, se dirigió al aparcamiento para comprobar si el grupo había regresado y si se mantenía la hora prevista para salir hacia el Pacífico. El calor húmedo
era pegajoso. Sólo vio el Land Rover azul de Álvaro. Se alegró y fue en su busca para
sonsacarle algo sobre la sorpresa frustrada. Anduvo unos metros bajo los soportales.
Había luz en su cuarto. Se acercó. No llamó pues estaba acompañado. Contrariada,
volvió sobre sus pasos. Se duchó. Se secó pacientemente el pelo. Dio buena cuenta
del resto de la papaya y se sentó en la zona techada de su terraza. El Tungurahua
incendiaba el cielo con su imponente antorcha y bajo sus pies, tamizadas por la niebla, brillaban las espectrales luces de Baños de Agua Santa.
¿Por qué —se preguntó— no se habría interesado por su estado? Además ¿qué
hacía Aicha con él? ¿Solos? Tal vez ―quiso creer― hubiese más gente charlando en
su terraza. Y como necesitaba comprobarlo se acercó sigilosa y escuchó tras la puerta: la chica mora seguía allí. Ambos reían a carcajadas. Confirmado: estaban solos.
Regresó y volvió a tumbarse en la cama con la esperanza de que el sueño cortase de
cuajo el incipiente brote del inquietante sentimiento que parecía asaltarla. Imposible.
Necesitaba saber más y volvió a las andadas. “Mas, ay, —como escribiese Vladimir
Nabokov, con su proverbial elegancia, en “El hechicero”— la puerta del dormitorio de
Álvaro estaba subrayada con precisión de regla por una finísima línea de luz. ¿Se
habría ido la chica mora o se confirmaba la cantinela de Marta? Renunció a comprobarlo. Regresó a su habitación convenciéndose a sí misma de que todo era normal.
¿Quién era ella para atribuirse el derecho exclusivo a conversar a solas con él cada
noche? Además, habría preguntado en recepción y, siguiendo sus instrucciones, le
habrían dicho que descansaba.
294
SORPRESA EN EL TUNGURAHUA
―¿Tere, te animas a correr?
―¿Y los demás?
―Duermen.
—¿No nos íbamos hoy?
—Nuevo cambio de planes.
Ella era la única que ignoraba que la víspera, en la discoteca de Baños, Álvaro
les había comunicado que la jornada sería de descanso. Eso explicaba que nadie hubiese bajado a desayunar. Bueno, nadie no, pues Marta, disciplinada como siempre,
lo había hecho.
―Dame un minuto.
―Baja un par de pilas. Aicha se acaba de acostar y no quiero despertarla.
—¿A qué hora volvisteis?
—El grupo se quedó bailando, pero nosotras dos nos subimos con Álvaro a
media noche. No tardes, te aguardo en el jardín.
No encontró las pilas, así que optó por prestarle su propio reproductor de música. Corrieron en silencio hasta que Tere no pudo controlar su curiosidad.
―¿De verdad crees que Álvaro y Aicha tienen una aventura?
―Al menos la tuvieron.
―¿Cómo lo sabes?
―Lo sospeché cuando íbamos camino del Sahara, en las Navidades de 2004. Y
estuve segura cuando ella se empeñó contra viento y marea en quedarse con él en
Marrakech mientras reparaban su coche.
―Que pasaran unos días juntos no quiere decir nada. También lo podrían pensar de mí que he navegado en su barco por el Algarve y acabamos de pasar una semana en noruega mano a mano.
―Se ha comentado en el grupo, pero a estas alturas de la película todos saben que es amigo de tus padres y que te quiere como a una hija. ¿O no es así?
―Sí, claro.
―No deberías tener celos de Aicha.
―¿Qué te hace pensar que los tengo?
―Todo. ¿Quieres conocer mi teoría?
295
―Siempre es valioso saber lo que piensan de una.
―Hay celos y celos. Ese sentimiento, como sabes, está asociado al temor de
verse abocado a perder o tener que compartir lo que se posee o se quisiera poseer
en exclusiva, en particular, el afecto o el cariño de la persona a la que se ama. Estaría justificado que la chica mora, incluso si continuase acostándose con él a escondidas, que no me consta, tuviese celos de ti, pero no al revés. Es evidente que ella
nunca podrá poseer ni el cariño, ni la admiración que Álvaro siente por ti.
―¿Se nota?
―¡Jo, Tere! A todas horas y mira que el pobre se esfuerza por disimularlo. Sólo hay que oírle llamarte Teresa para darse cuenta…
—Eso tiene su explicación.
―Ya lo sé.
―¿Qué sabes?
―Le conozco desde mucho antes que tú, he participado en la mayor parte de
las actividades que ha organizado en los últimos años y hubo un tiempo —se resistía
a decírselo, pero no pudo evitarlo— en que yo también le ayudé a imaginar a Teresa.
—¿Has leído El francotirador? —Se había quedado de una pieza.
—Me dejó un borrador hace algún tiempo y me pidió que redactase una especie de crónica a partir de unas notas autobiográficas que había preparado.
—¿La conservas?
—Puede que esté en mi portátil, pero nunca más se interesó y no llegué a concluirla. Te la pasaré si la encuentro. Me quedé en la huelga de hambre que hizo cuando era profesor de la Universidad de Huelva.
—¿Otra? Sabía que hizo una en Guinea hace muchos años, pero de esa no tenía ni idea. —Prefirió no seguir hurgando, qué bastante tenía ya con Aicha. Mas no
contó con su locuacidad.
―Creo que tú eres el arquetipo.
—No te entiendo.
—Sí, de su Teresa soñada, de aquella francesita de la ola inmensa de sus ojos
verdes… Creo que lo condensa bien ese comentario que tanto te achara…
―¿Comentario? Ah, sí, esa tontería de que si tuviese mi edad…
―Sí, sí, esa tontería… A ti te admira, te quiere y se le nota feliz en tu presencia. Le sigues la corriente. Creo que las otras Teresas sólo vivimos la efímera y clandestina aventura juvenil de una seducción inesperada. Tu caso es diferente. Vuestras
circunstancias…
—¿Qué soy mucho más joven?
—No, que eso nunca les importa a los hombres. Me refiero a que su vieja
amistad con tus padres ha hecho que sólo se plantee contigo una relación…
296
—¿Paterno filial? —sugirió, viendo que dudaba.
—¡Qué va! Eso es lo que quiere que todos pensemos. Se ha enamorado de ti,
le has encandilado como si aún fuese…
—¿Un adolescente?
—No, en ese caso, ya habríais follado.
—¿Y cómo sabes que no lo hemos hecho? —Su inesperado tono ordinario y
desdeñoso la impulsaron a ponerla en su sitio.
—Porque entonces —respondió concluyente— habrías dejado de ser su musa y
tendrías razón para sentirte celosa de Aicha.
—¿Acaso se puede inspirar a un tío que folla con otra? —Dudó, pero quiso que
supiese que ese verbo no la intimidaba.
—No sabes cuánto. No le des más vuelta, Tere. Eres su musa y él sabe que, a
estas alturas de su vida, no puede permitirse el lujo de perderte. Además, con ella
sólo folla, si es que siguen haciéndolo.
―Parece tan modosa, tan cumplidora con su religión... Y siempre con esa cantinela del sagrado deber de toda mujer árabe de conservar su virginidad para el futuro esposo.
—Dudo que siga en condiciones de aportar ese presente en su boda.
—Puede que se hayan acostado sin perder la virginidad.
―¿Tú crees, Tere? Pregúntale a Álvaro. —Echando más leña al fuego.
―Lo haré. Es más, ya puesta, aprovecharé para que me cuente si ha follado
contigo. —Que para borde ella, pensó.
—¿Sabes lo que dirá?
—No.
—Se sonrojará durante un instante y, tras un silencio incómodo, añadirá para
demostrarte que es todo un caballero: ni sí, ni no, Teresa. Mi respuesta siempre es
la misma: lo que digan ellas.
—Dímelo tú, entonces.
—No me da la gana.
—No es de mi incumbencia.
—No.
―Perdona, Marta, creo que me he pasado mucho. Pero, ya que tú conoces
bien Marruecos, explícame cómo se las arreglan las chicas árabes con sus novios.
―Absteniéndose de mantener relaciones sexuales hasta que se casan. Eso es
lo que han hecho siempre todas las mujeres sensatas, árabes o no, cuando la reli-
297
gión y el control social les han impuesto esa servidumbre con rigor. Es el caso de
una amiga mía de Tetuán, perteneciente a una familia bien y especialmente religiosa
y tradicional, que conocí en uno de los Cursos de Verano de Doñana. Tenía las cosas
claras y no se le pasaba por la cabeza arriesgarse. Aspiraba a casarse como Alá
manda y tener hijos. Era atractiva y simpática y no le faltaban pretendientes que lo
intentaron sin éxito. La he visto hace poco. Se ha casado con un chico de Asilah,
tiene dos hijos y parece feliz.
―¿Y si no son tan prudentes como tu amiga?
―Mira, por ahí viene Ayman ¿le preguntamos?
―Ni se te ocurra ―Tere se ruborizó, pero Marta siguió adelante consciente de
que él pondría el toque de humor que necesitaban para aminorar la tensión entre
ambas.
―Ayman, ¿tú crees que la chica mora se acuesta con el jefe?
―No os quepa la menor duda.
―¿Acaso te lo ha dicho él? ―Marta, haciéndose la tonta.
―¡Qué va! Ya sabes que de eso no habla ni en broma.
―¿Entonces? —Tere, curiosa.
―Tengo ojos.
―¡Cotilla!, lo que tú eres es un gran cotilla. ―Ambas al unísono y riéndose por
primera vez después de su pelotera.
―Cotillas vosotras, que sois las que queréis saberlo. Venga ¿precisáis mis servicios o puedo seguir corriendo?
―Espera, puede que Tere quiera que le aclares algunas cosas.
―Si es sobre el sexo clandestino en el mundo árabe, mi asesoría siempre está
disponible. Eso sí, para prácticas interculturales, aconsejo la siesta.
―¡Qué más querrías tú que “Mama Tungurahua” hiciese ese milagro! Por cierto
¿te casarías —Tere, a bocajarro― con una mujer árabe sabiendo que no es virgen?
―No ―rotundo.
―¿Por qué no pasaría esa prueba el día de la boda?
―Por principio.
―¿Y, por ese mismo razonamiento, no saldrías con una mujer árabe que no
fuese virgen?
―Todo lo contrario, que eso siempre facilita las cosas.
―¡Qué golfo! Y, claro, se lo contarías a tus amigos ―Marta, aunque conocía de
sobra su respuesta.
―Bueno, ya sabéis lo que le paso a aquél.
298
―¿Qué? —Tere, incauta.
―Una vez, un tipo y una estrella de cine coincidieron en una isla desierta y comenzaron a hacer el amor. Un día él le imploró que se vistiese con su propia ropa.
¿Para qué? le respondió ella estupefacta. Muy sencillo, estoy como loco por poder
contarle a un colega que me estoy tirando a una actriz famosa.
―¡Que viejo y que malo!
―Sí, sí, Marta, pero responde a la pregunta de Tere.
―¡Cómo sois los tíos! Creo que os gusta más contarlo que hacerlo.
―Digamos, que son goces complementarios.
―Vale Ayman, sigue corriendo ―Tere, displicente.
―Ahora en serio, ¿qué pensáis vosotras de las relaciones amorosas o, incluso,
del matrimonio entre personas de culturas diferentes? Tú has tenido un novio americano y algo sabrás, digo yo.
―Hay circunstancias y circunstancias. Nunca sería lo mismo mi hipotética relación con un árabe, que la de una universitaria bilingüe con un chico de Boston de
nivel cultural y social equivalentes, además de católico, apostólico y romano.
―Pongamos los puntos sobre las íes, que yo también soy bilingüe. Es más, licenciado en Filología Hispánica para más detalle. Y, si consideras que la religión podría ser un obstáculo, ya sabes que no es mi fuerte. No cumplo con el Ramadán, me
privan la cerveza, el vino tinto y el jamón ibérico y me apuesto lo que queráis a que
soy más liberal que vosotras en lo del sexo.
―Claro, por eso acabas de confesar que no te casarías con una mujer que no
fuese virgen.
―Preciso: no lo haría con una mujer árabe que no fuese virgen.
―¿Cuál es la diferencia?
―En mi cultura hay ciertas reglas que no se orillan así como así.
―Yo te lo explicaré, Tere, que conozco a éste como si le hubiese parido. En
relación con los mandamientos de su religión no actúa igual en su país que fuera. En
contra de lo que acaba de afirmar, le he visto observar a rajatabla el Ramadán y,
por supuesto, no prueba en público ni alcohol, ni cerdo.
―Para que no me metan en chirona, que así están aún las cosas en casi todos
los países árabes.
―Además ―remató Marta―, cuando decida casarse tendrá que obtener el beneplácito de su madre.
―Eso es una tontería.
―Claro, por eso tuviste que dejar a aquella novia cañón que te echaste en
Essaouira cuando tu mamá te miró con sus penetrantes ojos negros y te dijo “Ayman, esa chica no te conviene.” ¿Olvidas que estaba presente?
299
―Aquello fue distinto, tenía algunos años más que yo y la muy tonta le confiesa que había tenido durante varios años un novio bastante mayor que ella y divorciado. Mi madre, claro, desconfiaba…
―¿De que no fuese virgen, verdad?
―Entre otras cosas, Tere.
―¡Eh! ¿Qué es aquello? La llamada de atención de Marta le ahorró a Ayman
tener que seguir dando explicaciones—. Parece un helicóptero a punto de tomar
tierra en el helipuerto del hotel.
―Exactamente eso, Marta. Hablando de Roma, por ahí asoma. La camarera
me dijo que era un cliente árabe que no pudo aterrizar ayer.
Aunque les separaba una considerable distancia, el espectáculo merecía la pena y se dispusieron a presenciarlo. Descendió un tipo que subió al coche que le
aguardaba y el aparato azul y blanco volvió a alzar el vuelo de inmediato.
300
EL PROFETA EN LOS ANDES
Cuando el helicóptero desapareció entre las nubes Ayman reanudó la charla.
―Dejemos fuera a mi madre, que lo que yo quiero saber es…
―¿Cómo te iría con la chica peruana de la que te has enamorado?
―A mí me cae muy bien ¿y a ti Marta?
―Es educada y agradable, pero, ¿qué te voy a decir?, no me la imagino viajando en mula por aquellos cerros en busca de la aprobación de tu familia.
―Está pendiente de que la UNIA le conceda una beca para matricularse en una
maestría en La Rábida durante el próximo otoño y…
―Lo sé por Dani que, para hacerte un favor, está usando su influencia para
convencer al jefe de que repitamos el encuentro que hicimos hace años en el Parque
Nacional de Talassemtane.
―¿Y vendrías, Marta?
―¿Tú qué crees? No me perdería por nada del mundo la reacción de tu madre
cuando le presentes a la chica.
―¡Te quiero! ¡Déjame que te dé un beso! ¿Sabías, Tere, que en aquella ocasión Marta se accidentó y la dejamos una semana al cuidado de mi familia? La consideran una hija.
―¡Qué buen recuerdo! Tienes que ir, Tere. Los alrededores de Tamalout son
impresionantes.
―No sé si podré ir a Marruecos, pero ya le he dicho a ella que si Pepe Cantó y
Álvaro concretan con Helena Muñoz la escapada a Lima que se proponen hacer antes
de regresar a España, yo os acompañaré a Ayacucho. De todos modos ¿no vais un
poco rápido? Ni siquiera hace una semana que os conocéis.
―Así son los flechazos.
―¿Y tú crees que va a ser tan osada como para plantearse un noviazgo con
alguien de una cultura tan diferente de la suya?
―¿Y por qué no?
―Sois tan especiales.
―Pero, Tere ¿qué te hemos hecho los árabes? ¿Tanto te influye tu título?
―¿Título?
―Marta ¿no sabías que los antepasados de nuestra amiga vencieron a los míos
durante la Reconquista y que por eso es marquesa?
―¡Qué me dices! Siempre he querido conocer a un noble auténtico.
301
—Pues aquí tienes uno en carne y hueso.
―¿Quién te lo ha dicho?
―¿Acaso no es cierto?
―Ayman, ¿qué parte no has entendido de mi pregunta? ―Tere cabreada.
―Se dice el pecado, pero no el pecador.
―No la chinches, que ni es pecado ser marquesa, ni haber contribuido a que
los moros volviesen a su tierra.
―Él sabe a qué me refiero. Venga, sólo puede haber sido Dani o Álvaro.
―O tu madre, a la que el director del hotel de Essauira no dejaba de llamarla
madame la duchesse.
—¿Te incomoda?
—Cómo le va a incomodar con la cantidad de regalías que su condición le reporta.
—¿Has dicho regalías? ¡Qué cursi te has vuelto! —Tere, más allá de ponerse en
guardia, contratacaba.
—Que la señorita marquesa —imitando la voz de Álvaro— quiere viajar con su
madre a Marruecos, pues aplacemos un día el comienzo del encuentro. Que la señorita marquesa se ha resfriado y necesita descansar unos días, anulemos la incursión
en la selva y gastemos una pasta gansa en esta Mamunia de los Andes para que ella
regrese durante unos días a su ambiente. Que aún tiene unas décimas, aplacemos
nuestra salida hacia el Pacífico.
—Dudo que haya pensado en mí, hace dos días que no me habla —respondió
aturdida ante lo que sólo podía interpretar como una inusitada muestra de agresividad. No faltaba a la verdad en sus dos primeros reproches y le reconfortaba la posibilidad de que fuese cierto que el aplazamiento tuviese algo que ver con ella.
—No le hagas caso y respóndeme: ¿ser aristócrata te incomoda?
―Por supuesto que no, pero sí que mis amigos rompan sus promesas.
―No te precipites que ellos no han sido.
—Pues mi madre tampoco. —Le había hecho jurar que no les diría nada, ni siquiera a Álvaro.
—Conoces el tema de mi tesis y, por tanto, deberías saber que ello me obliga a
leer vuestro Boletín Oficial del Estado, que es donde se notifican esas cosas.
―Bueno, bueno…, ya les ajustaré las cuentas. ¿Quién más lo sabe?
―No te enfades, pero se lo conté a todos en el avión aprovechando que no estabas delante. De todos modos no he debido decírtelo, pero he olvidado la advertencia de Dani.
―Pues, si eres tan amable, no vuelvas a hacerlo.
302
—De acuerdo, pero ahora soy yo el que quiero saber qué parte no has entendido de mi pegunta. ¿Acaso has tenido una mala experiencia con algún árabe?
―No, por supuesto, pero te aseguro que jamás me casaré con uno de vosotros: sois tan posesivos, tan celosos, tan machistas, tan mujeriegos…—Y Tere se
quedó tan a gusto.
—En relación con la anulación de la incursión en la selva —terció Marta para
cambiar de tema y evitar un nuevo rifirrafe— puede que os demos una sorpresa.
—Pues que no sea como la mía.
—¿A qué te refieres?
—Esperaba una.
—¿Cuándo?
—Ayer, pero… —Ayman impidió que concluyese el comentario.
―¿Marta, seguimos corriendo para que a nuestra amiga se le pase el disgusto?
―Vale, pero en dirección al hotel, ya sabéis que Dani nos espera al mediodía
para rodar ese video que se le ha metido en la cabeza. Además, yo no tengo nada
contra los árabes y me gustaría conocer al recién llegado. Os aseguro que no haría
ascos a casarme con uno de esos jeques podridos de petrodólares. ¿Os imagináis que
haya venido en mi busca? La madre de Ayman, que es un poco bruja, me pronosticó
que me casaría tarde, pero que sería muy afortunada en mi matrimonio.
―Se rieron y se pusieron en marcha. Si corrían les llevaría un cuarto de hora.
—¿Conocéis a esos que bajan del microbús? —quiso saber Tere.
—Es la gente de Ambatos con los que estuvimos ayer. Algunos quedaron en
hacer de extras en el vídeo de Dani. —Saludaron y entraron en el hotel. La chica de
recepción les hizo un gesto para que se acercasen—.
―Señorita… —Se dirigió a Tere, pero Marta no la dejó terminar.
—¿Qué el señor que ha venido en ese pájaro ha preguntado por mí, verdad?
―No, por ella.
―Claro, claro, será uno de mis novios árabes, pero dígale que aguarde. Antes
tengo que descolgar por el balcón al otro que oculto en la habitación ―añadió Tere
siguiendo la broma. La carrera le había hecho olvidar el incidente con Ayman, aunque
no su previa conversación con Marta—.
―Por ahí viene, dígaselo usted misma. ―Y por un instante, sin decidirse a mirar, cayó en la cuenta de que podría ser cierto. No sería un árabe, sino su propio padre: esa forma espectacular de aparecer tenía su sello. No —recapacitó—, era imposible: su madre no la habría alertado del modo en que lo hizo. Además, el día anterior la camarera se refirió a un árabe. Era una broma. La chica le acababa de tomar
el pelo, mas ella no pudo controlar la curiosidad y giró la cabeza.
―¡Said, por Dios! ¿Qué haces aquí?
303
―Thérèse, j'ai entendu dire ―dijo el recién llegado con la soltura y el aplomo
de los de su linaje― que tu as quitté ton petit ami David et je suis venu te demander
de m'épouser. Je n’ai pu pas t’oublier depuis que tu m’as embrassé dans le jardín de
l'Hôtel Alfonso XIII à Séville ―y ambos se dieron un abrazo que hizo que a Tere se le
saltasen las lágrimas.
―Ayman, ¿le ha dicho lo que creo? ―Marta, susurrando, sin salir de su asombro.
―Sí, sí, que viene en su busca para casarse con ella.
―¿Y de Sevilla? ¿Qué le ha dicho de Sevilla?
—Que…
―Said, ésta es mi amiga Marta.
―Encantado.
―Y él, Ayman.
―D'où es-tu, Said?
―D’Arabia Saudí.
Ayman, que no podía creerse que el profeta se hubiese animado a echarle una
mano tan oportuna en los Andes, no pudo contenerse y exclamó socarrón: pues, como dicen en España, ¡lo llevas claro, colega!
―¿Cómo? ¿Qué has dicho?
―No le hagas caso, Said, son cosas de Ayman que es muy ocurrente. —Y,
tras dedicarle el tipo de mueca burlona que el bereber se había ganado a pulso, ella
volvió al abrazo emocionada.
Aquel gesto bien se lo merecía. Y es que, pocos días antes, apenas un cuarto
de hora después de haber despegado del aeropuerto de Casablanca con rumbo a Ginebra, el piloto informó a Said que el gran jefe le había ordenado hacer escala en Jerez de la Frontera para recoger a Louise. Marita y Mencía, que la habían llevado al
aeropuerto, aceptaron su invitación para almorzar en el Sherry Golf. Allí supo que la
boda en Colombia, a la que él y su familia asistirían en los próximos días, coincidía
con la estancia de Tere en Ecuador. Y entonces se le ocurrió un plan para sorprenderla. La principal dificultad radicaba en tenerla localizada durante la siguiente semana. Y eso, como respondió Marita, era cuestión de una simple llamada telefónica
que ella, sin preocuparle lo más mínimo la diferencia horaria, hizo sobre la marcha.
—¿Tan importante es para ti?
—Mucho, Álvaro.
—Tendría que hacer unos ajustes, pero si insistes podríamos estar en Baños en
las fechas que propones. Ahora bien, tú has estado en ese hotel y sabes que es carísimo. Además, es probable que esté completo en esta época del año.
—Te acabo de decir que yo corro con todos los gastos, así que confírmame
cuanto antes si es posible hacer la reserva.
304
—Si te empeñas…
—Pero es esencial que…
—No te preocupes Marita, ya sé que debe ser una sorpresa: ni tu hija, ni los
demás se enterarán de nada. Deja que amanezca en este país y te informo.
No fue capaz de articular una explicación convincente para justificar aquel
chasco, pero el grupo, resignado, aceptó su decisión. El lunes, de buena mañana,
saldrían de Papayacta hacia Puyo y, en vez de adentrarse en el territorio Sarayaku,
iniciarían la ruta hacia el Pacífico haciendo previamente un alto de tres días a los pies
del Tungurahua. Juanjo, con la esperanza de que el cambio de planes le permitiera
acercarse al cráter de aquella colosal montaña, fue el único que no rechistó.
305
¡CUÉNTANOS OTRO!
Por echarle un capote delante del grupo se había delatado. Y, tras la indiscreción que acababa de cometer, lo que menos le apetecía era subir a la habitación
de Álvaro para entregarle en mano la carpeta que Tere le había dejado antes de subir
al helicóptero con Said. Confiaba en que no se lo reprocharía, pero querría contarle
sus cuitas en cuanto leyese la nota de despedida que ella ya había curioseado. Se lo
encargó a una de las camareras y, cuando se disponía a refugiarse con Aicha en la
habitación, vio que Tarald y Dani subían a uno de los coches y cambió de idea.
—¿Me lleváis?
—¿A dónde, Marta?
—Me da igual. Sólo quiero salir un rato.
—Vamos a Baños a grabar unas imágenes que necesitamos para finalizar el vídeo del petróleo. Vente si quieres, pero tardaremos en volver.
—No me importa. —Sabía que se arrepentiría y no tanto por lo incierto de la
hora del regreso, como por la seguridad que tenía de que el atareado Dani no dejaría
correr la oportunidad sin hacerle algún encargo. Era menester apearse cuanto antes. Si
salía indemne del trance se sentaría en un parque de Baños y vería pasear a la gente.
Uno, dos, tres recodos de aquella empinada y estrecha carretera y él ya tenía
planes inmediatos para ella.
—¿Llevas el portátil en la mochila?
—No.
—Puedes utilizar el mío.
—¿Qué quieres, Dani? —Estaba perdida. En los dos o tres kilómetros que faltaban nadie podría evitar que aquel encantador de serpientes le camelase.
—Es que esta historia del vídeo me está ocupando…
—Al grano, que nos conocemos. —Al menos no perdería el tiempo intentando
lo imposible.
—Hace un día espléndido…
—¡Dani!
—Sólo pensaba que, mientras nos esperas, podrías sentarte al sol en una cafetería y dedicar un rato a revisar el texto de la última sesión de trabajo en Papayacta.
Tere me estaba ayudando, pero como no va a volver…
—¿Cómo lo sabes? Me dijo que regresaría en cuanto acabase la boda.
—A mí también, pero se ha ido demasiado cabreada.
—Si tú lo dices… —No le apetecía hablar delante de la noruega y él se dio cuenta.
307
—En el escritorio encontrarás un fichero que contiene la transcripción de la
cinta que grabó Tarald. Sólo tendrías que echarle un vistazo.
—Es decir, corregirla y activar los hipervínculos de los símbolos que tú te habrás limitado a subrayar de amarillo. —Ella estaba al corriente de cómo le había encajado a Tere la primera parte del trabajo.
—No, los enlaces son cosa mía. Tú revisa el texto y modifica o añade lo que te
parezca oportuno. Te resultará fácil: lo has vivido y eres la experta en los observatorios de marras.
—De acuerdo, si sólo es eso. —Dadas las circunstancias consideró todo un éxito sufrir tan escasos daños colaterales.
—Claro que si te sobra tiempo y te apetece podrías desarrollar algunos de los
puntos pendientes que encontrarás al final de la transcripción…
Marta, que hizo caso omiso a ese último comentario, se apeó del coche, caminó hacia una cafetería cercana, escogió una mesa al sol, pidió un jugo de papaya,
conectó el portátil de Dani y se puso manos a la obra. Al cabo de una hora larga dio
por concluida la tarea. Copió el nuevo texto en el pendrive que llevaba en el bolso,
pagó la consumición y se acercó a la papelería que le habían indicado para imprimir
el documento. Volvió a la plaza, se acomodó en un banco de madera bajo un árbol
gigantesco y comenzó a releer aquella decena de folios llenos de recuerdos de su primer verano en la costa de la luz.
―¿Cómo podríamos enfocar la travesía por el Guadiana prevista para este fin de semana? —preguntó Álvaro al grupo de participantes cómodamente
sentados bajo la carpa de lona blanca.
—En defensa del río, como la que nos contó el ecologista que prepara Ojo
con el Guadiana para septiembre —sugirió alguien.
—Pero caben otras posibilidades. Por ejemplo, si os fijáis en el tablón de
anuncios del comedor del campin observareis un cartel que invita a hacerlo,
compartiendo sardinas y flamenco con una Hermandad del Rocío, en el Peninsular, un viejo transbordador que estuvo en servicio entre Ayamonte y
Vila Real antes de que se inaugurase el puente internacional en el 92. Otra
opción sería concebir nuestra pequeña aventura como un ejercicio escolar
como el que hizo esta chica que está a mi lado. Marta, háblales de aquella
experiencia que viviste con tu instituto.
―Hace tanto tiempo…
―Sin exagerar, que todo lo que te ha pasado en la vida es bien reciente.
―Estaba en COU y una profesora nos pidió al grupo encargado de preparar un viaje de estudios a Doñana que buscásemos en Google. Así descubrimos la página electrónica del Proyecto INTER/SUR y sus “Corredores educativos hacia Doñana”. Como a la profe le gustó el plan y yo ya era una osada
en aquella época me ofrecí a llamar por teléfono al director. Lo hice, temiendo que enviase a paseo a aquella mocosa de un instituto de Zafra que le importunaba. Lejos de eso, Álvaro pergeñó sobre la marcha un itinerario fantástico que la dirección del instituto aceptó encantada. El primer día viajamos desde Zafra a Mértola y dormimos en el Monte do Vento. Visitamos
Moura y Beja y un ingeniero, en un portuñol que apenas comprendíamos,
308
nos trató de explicar sobre el terreno los trabajos de construcción de la gigantesca Presa de Alqueva. El segundo, acompañados por la gente de la
ADPM, recorrimos Mértola y descendimos en barco hasta Ayamonte, donde
un autobús nos recogió para traernos a este campin. El tercero visitamos
Doñana. El cuarto, viajamos a Rio Tinto para hacer el recorrido del viejo tren
minero atendiendo boquiabiertos las explicaciones de un vehemente y crítico
Pepe Cantó. Y lo mejor es que resultó baratísimo, pues sólo tuvimos que pagar el trayecto de autobús hasta el Monte do Vento y los billetes del ferrocarril Calañas-Zafra. Álvaro, con el apoyo del matrimonio que dirige este
campin, Pepe Galán y Pilar Ferraro, comenzaba entonces a promover los
“corredores educativos hacia Doñana” y, como éramos los conejillos de Indias, se volcaron con nosotros. La verdad es que constituyó un éxito personal que me vino muy bien en ese momento, ya que era mi primer curso en
España. Como algunos sabéis, pertenezco a una de tantas familias extremeñas que tuvieron que emigrar a Alemania y aún no había asimilado la conmoción que me supuso el regreso desde Frankfurt. Lo malo es que, meses
después, trasladaron a mi padre a Huelva y nos reencontramos en la universidad. Y desde entonces no ha cesado de liarme para que le ayude en todos
sus proyectos y actividades.
―¡Qué ingrata! ¡Con la cantidad de viajes que has hecho y lo bien que lo
has pasado todos estos años! Bueno, ahí van un par de preguntas: ¿en qué
se diferencian y qué tienen en común esas modalidades de navegar por el
Guadiana que se han citado? y ¿cómo imagináis que puede ser la que os estamos preparado? Venga, Estrella, tú misma.
―De entrada, la que anuncian los ecologistas de Ayamonte es la única que
tiene finalidad política, mientras que las otras son actividades educativas.
―¿Incluida la de la “sardinada” y el flamenco?
―No, claro, esa no. Digamos que hay una actividad de protesta y denuncia, la de los ecologistas, destinada a ejercer el derecho de participación política; otra de solaz y diversión en exclusiva y la del antiguo instituto de Marta, asociada a un proceso de enseñanza-aprendizaje.
―¿Y la nuestra?
—Supongo que también tendrá una finalidad educativa.
—Si estamos de acuerdo con Estrella, que yo sólo lo estoy en parte, ya
tendríamos las principales diferencias, pero ¿qué tienen en común?
Como el personal no daba con la respuesta apropiada, intervino Dani, conocedor de lo que Álvaro deseaba oír.
―Que en los tres casos se trata de una actividad placentera de ocio.
―Bien visto. Por ahora, basta que retengáis el término ocio. Repito, ocio.
Volveremos sobre él. Con miras a la actividad que comenzaremos mañana,
que será un ejercicio de observatorio, necesito que entendáis el proceso de
desagregación-agregación o proceso D+A, que está en la base de su funcionamiento. Y ahora, mientras me acerco a recepción y me aseguro de que todo esté a punto, os dejo con ellos para que preparen el terreno.
—Dejadme que os cuente un breve cuento que he titulado la Cancela del
sabio. Érase una vez un famoso físico —comenzó Dani, tan jovial como
309
siempre— que, a pesar de su provecta edad, disfrutaba recibiendo visitas en
su casa de campo. No era necesario anunciarse, ya que siempre se era bienvenido por el mero hecho de abrir con decisión la pesada cancela que franqueaba el acceso a su frondoso jardín. Eso sí, asegurándose de dejarla bien
cerrada, lo que resultaba imposible si previamente uno no se esforzaba en
abrirla de par en par. Aunque este inconveniente no dejara de sorprender al
visitante, nadie comentaba tan nimio asunto con el célebre anfitrión. Un día,
sin embargo, una alumna, que lo visitaba por primera vez y resultó ser más
voluntariosa que avispada, se ofreció a echar un vistazo al mecanismo de la
cancela para tratar de repararla. La contestación del sabio no se hizo esperar.
—Usted —Dani simuló con gracia la voz y la mímica de un anciano—, como estudiante de Física debería haber considerado la posibilidad de que el
exceso de recorrido de la cancela tenga alguna explicación lógica.
—¿Y la tiene? —con voz de niña sabihonda.
—En efecto —con tono de viejo profesor—, ya que, como debe ser vox
populi en el pueblo, su movimiento proporciona la fuerza motriz que acciona
el sistema articulado que dispuse hace años para extraer del pozo el agua
que empleo para el riego del jardín. Nuestro sagaz y práctico sabio —prosiguió Dani recuperando su personalidad—, que de tan original suerte ofrecía
a los sucesivos visitantes o-por-tu-ni-da-des de participar cooperativamente
en el menester del riego, lograba así que cientos de esfuerzos, transformados en im-pul-sos útiles, se agregasen para generar la ac-ci-ón pretendida de regar el jardín. O-por-tu-ni-da-des, im-pul-sos, ac-ci-ón —repitió,
recalcando de nuevo cada sílaba.
—Si os fijáis bien, esta anécdota —aclaró Marta— pone de relieve, en una
primera aproximación, cuatro rasgos del proceso D+A. Se trata de un proceso de dos tiempos: desagregación y agregación. Emplea un determinado
útil o mecanismo de inducción y soporte: una noria articulada con la cancela
del jardín. Responde a una deliberada intencionalidad: extraer agua del pozo
para regar. Y tiene naturaleza cooperativa: precisa la energía proporcionada
por los sucesivos visitantes.
—Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
—¡Cuéntanos otro! —Era obvio que a Bella le encantaba Dani, pero no le
resultaba fácil librarse de ese novio reaccionario, siempre quejumbroso del
alarmismo que provocaban las denuncias de los verdes.
—¡Ahí va! Lo he titulado La cadena de envasado y el grupo ecologista.
—Y ahora —intervino Ayman con sorna—querrá que le digamos en qué
se asemejan.
—¿Alguien lo sabe?... Pensad en la famosa cadena de envasado de la
fábrica de zumos del primo… de Bella. —La recreación del popular anuncio
publicitario provocó la risa, especialmente al novio, tipo armario, de la chica,
y rompió el silencio que siguió a su pregunta—. Y en una asociación de
defensa de la Naturaleza tipo Greenpeace o Ecologistas en Acción. ¿Acaso no
posibilitan ambas la realización de diversas tareas sucesivas previamente
programadas?
—Claro, la cadena de mi primo —respondió ella siguiéndole el juego—
limpia, enjuaga, rellena, tapona y etiqueta.
310
—¿Y la segunda?
—Más de lo mismo. Vaya, que los verdes se repiten más que mi cadena
de envasado.
—¡Qué ingenioso tu primo! —¡Qué buena estaba, por Dios! pero ¡qué
peligro de novio!, pensó Dani, mirándola con indisimulada lascivia—. Lo que
es tanto como decir…
—Que son dos instrumentos —continuó Marta—. La primera es una herramienta provista de un conjunto de mecanismos que, a lo largo del recorrido
de una cinta transportadora, lleva a cabo ese proceso de limpieza, enjuague,
relleno, taponado y etiquetado que dice Bella. La segunda, otra, en este caso
de carácter asociativo-decisional y naturaleza jurídico-política: un colectivo o
asociación de personas, regulado por unos estatutos sociales que determinan los fines, la estructura organizativa, el procedimiento de toma de decisiones, etc. Pongamos por caso Ojo con el Guadiana. Cuando los ecologistas
de Ayamonte afrontan cualquiera de los problemas ambientales de ese río,
también realizan un conjunto de diversas y variadas tareas de observación,
detección del problema ambiental, búsqueda de documentación e información, realización de estudios, identificación de responsables, formación de la
voluntad de sus miembros, adopción de decisiones mediante votación, denuncia ante los medios de comunicación, los tribunales de justicia, etc.
Ahora bien, ¿en qué se diferencia el movimiento de apertura y cierre de la
cancela del sabio de los procesos asociados a la cadena de envasado y al
grupo ecologista?
—En que estos últimos incorporan la nota de heterogeneidad y eso los
hace mucho más complejos.
—Así es, Andrés, las actividades propias de la cadena de envasado y el
quehacer participativo de los ecologistas se componen de múltiples acciones,
de naturaleza diversa, que quiebran la elemental homogeneidad propia de la
idéntica y repetitiva tarea de extraer agua del pozo para el riego gratuito del
jardín.
—Marta déjame que recurra a alguna comparación más para que se comprenda mejor el proceso de desagregación-agregación o proceso D+A.
—¿A cuántas más?
—A una, sólo a una, Pablo. Comparemos un cajero automático y una
ONG que denominaré Guadiana Educa. ¿Qué sabéis del primero?
—Que ha sido programado —intervino Tere— para brindar al usuario un
variado conjunto de operaciones bancarias: reintegros e ingresos de efectivo, recargas telefónicas, transferencias, ingresos, emisión de múltiples órdenes, etc., que pueden ser realizadas por quien disponga de determinados
documentos de identificación magnética.
—Y tenga saldo —añadió el chico del Rif, siempre preocupado por lo mismo.
—¿Y del segundo, Ayman?
—Nada, hasta que tú nos lo cuentes.
311
—Bien. Supongamos que Guadiana Educa es una ONG española que opera en el tramo hispano-luso de ese río, se rige por unos estatutos sociales
debidamente inscritos en el registro de asociaciones y desarrolla un programa de educación ambiental para universitarios basado en la organización
permanente de aulas náuticas que, como la que haremos nosotros, incorporan unos peculiares ejercicios de observatorio. Todos sabemos cómo funciona el cajero, pero ¿cómo organiza la ONG Guadiana Educa sus ejercicios
de observatorio de I+C? Muy sencillo: realizando una labor previa de programación similar a la que llevaron a cabo, tanto el grupo ecologista Ojo con el
Guadiana, como el diseñador de la cadena de envasado de la fábrica de refrescos del primo de Bella. Esto les permite disponer de una lista ordenada
de tareas o de potenciales acciones sucesivas a emprender. —La coqueta
mirada de la chica auguraba que Dani, a poco que el novio se descuidase,
estaba a punto de triunfar.
—¿Y qué?
—Paciencia Pablo. Supongamos que, en vez de asignar la ejecución de
todas estas tareas o acciones a sus propios socios, como suelen hacer este
tipo de asociaciones, optan por fragmentar este quehacer participativo. ¡Ojo
al término fragmentar que es la palabra clave! Es decir, descomponerlo o
desagregarlo en múltiples sub-tareas o sub-acciones que sus monitores
proponen a los sucesivos integrantes de sus aulas náuticas a modo de o-portu-ni-da-des-de-par-ti-ci-pa-ción.
—Así —añadió Marta— personas que no son miembros de Guadiana Educa podrán tener la posibilidad de convertirse en los actores principales del
quehacer instructivo y participativo que ésta impulsa.
—Es decir, que mi primo, que tanto odia a los ecologistas, podría acabar
haciéndoles su trabajo casi sin darse cuenta. —Él chico, feliz de sentirse protagonista del debate, sonrió de buen grado sin alcanzar a imaginarse que
Dani ya sólo necesitaba terminar su charleta para levantarle a la novia.
—Bien visto, Bella.
Álvaro se retrasaba y aunque Marta le llamó varias veces su móvil no cesaba de comunicar. Algunos, los más impacientes, entre ellos la chica del
pelo rojo, Pablo, Kautar y Naylea, optaron por dar por concluida la sesión
para no privarse de un último baño antes de la cena. Otros aguardaron, más
por presenciar la espectacular puesta de sol desde aquel emplazamiento
privilegiado que por atender a la última parte de una exposición que, dada la
hora, lo más probable es que ya no tuviese lugar. En eso apareció Álvaro.
―Lo siento; han surgido algunas complicaciones y no he podido regresar
antes. Afortunadamente todo está en orden. El autobús nos recogerá a las
ocho y ya tenemos dos barcos en Vila Real. El otro, el Alandalus, ha teni-do
una pequeña avería, pero ha zarpado a primera hora de la tarde del Puerto
de Rota. Lástima que no tengamos unos prismáticos a mano, pero podría ser
alguno de aquellos veleros que navegan hacia poniente.
―Aquí hay prismáticos. ―El alumno desgarbado, que no desperdiciaba
ocasión, para extasiarse con el Atlántico, ya miraba al horizonte —. ¿Tiene
uno o dos mástiles?
―Dos.
312
―Pues será el que va más rezagado. Compruébalo si quieres.
―¡Ahí está! ―Fue Marta, que ya había navegado en él varias veces, la
que interceptó los anteojos dirigidos al profe y lo reconoció―. No hay duda,
es el Alandalus.
Un barco fenomenal de más de cincuenta pies, construido en un astillero de Aveiro. Ya veréis mañana cómo lo tienen de cuidado
Felipe Cueto, un coronel de aviación retirado y Carmen, su compañera.
—Estoy seguro que si habéis atendido a la exposición de Marta y Dani no
os costará mucho llegar a una primera conclusión…
Álvaro hizo una pausa cuando descubrió que el señor alto, que saludaba
en la explanada colindante a los chicos que instalaban los telescopios para la
observación nocturna del cielo, era el propio director de Ciencia Viva, el
centro portugués de divulgación científica.
Era un detalle que se hubiese
acercado a Doñana y no quiso hacerle esperar. Marta, que se había percatado de su intención, le propuso que le atendiese mientras ella concluía la
explicación.
―La primera conclusión es bien sencilla. El proceso de marras, fijaos bien
que es D+A, es decir desagregación-agregación y no A+D. Esto es clave,
pero suele pasarse por alto si no se presta la debida atención. Decía, pues
que el proceso D+A, que se inspira en el principio de A+D…
—Querrás decir principio de D+A.
—Lo he hecho a posta para comprobar si estabais atentos.
—Gracias, Tere. Decía, que el proceso D+A, que se inspira en el principio
de D+A, opera en tres tiempos: fraccionamiento, conversión y agrupación.
En el primero, el quehacer participativo se desagrega fraccionándose en
oportunidades de participación fraccionada. En el segundo, las oportunidades
PF se convierten en impulsos de participación fraccionada. En el tercero, y
último, los impulsos PF se agrupan complementándose en acciones de
participación fraccionada o acciones PF. Oportunidad, impulso y acción, ese
es el orden a recordar… Y, si tenéis dudas, esta es la ocasión de aclararlas.
Y así continuaron un rato más. El novio de Bella, harto de que ella no
dejase de hacer preguntas cada vez más incomprensibles para él, sucumbió
ante el aroma de la cena que emanaba del cercano comedor y se marchó.
Mal hecho, pensó Dani, cuando ella, libre al fin de tan persistente atadura, le
confesó que no tenía apetito y él no dudó en llevársela a la playa.
313
DESDE EL NAPO AL GUADIANA
Comenzaba a llover. Marta se levantó del banco de aquel parque de Baños y
regresó a la cafetería donde continuó releyendo el texto plagado de recuerdos que
acababa de revisar.
Pronto serían las nueve de otro caluroso día de verano en el litoral onubense. El autobús, camino de la frontera con Portugal circulaba entre los pinares y dunas de la carretera de la costa. El personal dormitaba en sus
asientos pues, tras quedarse hasta bien entrada la noche disfrutando del
firmamento con los telescopios y las explicaciones del grupo de Ciencia Viva
de Faro, no se había resistido a darse una vuelta por la concurrida zona de
marcha de Matalascañas. Menos mal que la jornada que tenían por delante
prometía ser de auténtico relax.
A la altura de Castro Marín, Dani, micrófono en mano, les despertó. Sus
instrucciones fueron escuetas: cuando lleguemos a Vila Real cada uno de los
grupos se dirigirá al barco que le corresponda en el sorteo que realizaremos
a continuación. Dejad vuestras mochilas, poneos de acuerdo con el patrón sobre las provisiones necesarias para la travesía y salid a comprarlas. Marta,
Ayman y yo os estaremos esperando para acompañaros al supermercado más
próximo. Debemos apresurarnos, pues nos conviene zarpar en cuanto comience a subir la marea.
—Bella, ¡por Dios, qué mala cara!, ¿qué has estado haciendo esta noche?
Anda, despierta y saca un papelito de cada bolsa.
La chica sonrió cómplice y procedió con desgana.
—Grupo uno, Alandalus; grupo dos, Prometeo
Corisco.
y grupo tres…, Isla de
Los barcos, atracados en el pantalán exterior del puerto deportivo de la
villa proyectada por el Marqués de Pombal en el siglo XVIII, aguardaban para iniciar el ascenso de ese "río de luz, de lendas e de amores” al que se
refiere el escritor portugués Urbano Tavares en su prólogo a "Adeus, azules",
de Antonio Murteira.
“Anas, Odiana, Guadiana, três lexemas que são três etapas de una evolução fonética. Anas é o primeiro nome do curso de água, a que se antepõe
precisamente, em determinada fase da lingua, o monossílabo que significa
em árabe rio: ode, como en Odexeite ou Odemira, dandose poteriormente a
passagem de Odiana a Guadiana (agora Guad=rio), como em Guadalquivir".
En pleno apogeo de la cultura del ladrillo, el taller/observatorio itinerante
en el Guadiana, nombre exacto de la actividad que completaba aquella edición de los Cursos de Verano de Doñana, se iba a dedicar a la construcción
ilegal en las márgenes del río. Una de las amenazas objeto del trabajo de
dos observatorios piloto de INTER/SUR: Guadiana Atlántico (OEGA) y Control
Ciudadano de la Corrupción Urbanística en el Litoral Onubense (OCCCULO).
El plan de ese primer día era navegación río arriba, visita al Museo do Río en
Guerreiros, fondeo en el recodo de Puerto Carbón, chapuzón, barbacoa y
siesta a bordo y atraque en Alcoutim
al atarceder.
315
―Nuestro trabajo consiste en observar la orilla portuguesa ―les dijo
Gloria, la monitora encargada de coordinar el trabajo a bordo de El Prometeo
que se había ofrecido voluntaria en el último ejercicio de observatorio―. Nosotros cuatro fotografiaremos todas las edificaciones que vayan apareciendo;
vosotros tomaréis sus posiciones con el GPS y ellas, tras anotarlo todo y comprobar que cada foto incorpora sus correspondientes coordenadas, las trasmitirán al Isla de Corisco. Por ahora, solo eso, así que no os agotaréis.
Los observadores de los otros dos barcos debían llevar a cabo tareas
complementarias. En el Alandalus estarían pendientes de la orilla española y
en el Isla de Corisco procesarían toda la información recibida de ambos y la
irían subiendo sobre la marcha a las páginas electrónicas de ambos observatorios.
Casi todos sabían bien lo que tenían que hacer y afrontaban
muy motivados la parte práctica. No en vano habían asistido a las sesiones
del Aula Verde que complementaban la temática específica de los cursos.
El lunes, tras el animado debate con el profesor Soriano sobre la democracia, había tenido lugar el recorrido por el Parque Nacional acompañados
por el Dr. Javier Castroviejo,
antiguo director de su Estación Biológica, y
Jesús Vozmediano,
el abogado, estudioso de Doñana y, durante muchos
años, miembro de su Patronato. El martes, escucharon a Juan Romero
y
a Iñaki Olano.
El primero, coordinador de los Ecologistas en Acción onubenses, acabó entusiasmándoles con sus lacerantes interpretaciones de las
diapositivas que utilizó para ir deshojando el desolador panorama medioambiental de la provincia. El segundo, por su parte, coordinador de Ojo con el
Guadiana, les explicó cómo el incipiente proceso de deslocalización de la
corrupción urbanística del litoral hacia el interior estaba engordando proyectos que representaban una grave amenaza para las orillas del tramo internacional del río. Entre ellos, el promovido por los impresentables alcaldes
de El Granado y Mértola para la apertura de un paso fronterizo hispano-luso,
mediante la construcción de un innecesario puente sobre el Chanza, tras el
que se ocultaba el faraónico plan de construir una macro urbanización en
una de las zonas ribereñas mejor conservadas. El experto y comprometido
ecologista aprovechó la ocasión para invitarles a participar en la marcha en
barco que tendría lugar el primer domingo de septiembre para promover la
creación de un parque natural transfronterizo.
Y el miércoles, Leandro del
Moral,
catedrático de Geografía Humana de la Universidad de Sevilla,
ameno e interesante como siempre, les planteó los grandes retos de la nueva cultura del agua,
dando un testimonio personal encomiable de cómo
combinar la buena docencia y la investigación rigurosa con la participación
comprometida en el debate social.
Kautar, la amiga tetuaní de Marta, se dirigió a Álvaro que manejaba el timón del Isla de Corisco sentado en el puente y fumando en pipa.
―Entre que ayer, pensando que no volverías a tiempo, me perdí el final
de tu explicación y lo torpe que debo ser, no acabo de enterarme del funcionamiento de todo esto que estamos haciendo. Me he quedado con la idea
de que los observatorios sólo funcionan cuando un grupo hace un recorrido
como éste y se involucra en el mismo. Vaya, como si se tratase del agua de
un pozo que sólo fluye cuando unos voluntarios deciden hacer girar la manivela que acciona el mecanismo extractor, pero tengo una duda.
―Dispara.
―Si es así ¿cómo se logra su continuidad?
316
―Antes de nada, te recordaré que lo que estamos haciendo es un simple
ejercicio experimental. Su finalidad es mostraros de manera didáctica el funcionamiento básico de esa técnica asociativa-decisional de nueva generación
que denomino participación fraccionada.
―¿Quieres decir que una cosa son esas siglas y otra el ejercicio propiamente dicho?
―Así es, OEGA y OCCCULO son prototipos de observatorios que se inspiran en dicho modelo. Y lo que nos ocupa esta mañana es una actividad asociada a ambos. En concreto, la primera parte de un plan de observación y
control ciudadanos de posibles construcciones ilegales que vamos a realizar
en ejercicio del derecho fundamental de participación política. Ahora bien,
aunque dichos observatorios aspiren a funcionar mediante el recurso a esta
técnica, aún no lo hacen.
—¿Por qué no?
—Por no ser auténticos instrumentos o instancias de participación fraccionada, ya que no cumplen la mayoría de los requisitos que serían necesarios.
—¿Y por qué no los cumplen?
—Simple y llanamente porque el modelo que propongo aún no es operativo. Diríamos que todavía no se dan las condiciones objetivas para su funcionamiento generalizado.
—¿Qué haría falta?
—Pues desde una sofisticada aplicación de software que no tenemos aún,
hasta, y esto es lo complicado, un montón de drásticas reformas en los vigentes modelos educativos que ni siquiera están planteadas.
―¿Entonces?
―Trato de que imaginéis cómo podríamos llegar a ejercer nuestra ecociudadanía si dispusiésemos de las herramientas adecuadas para el aprendizaje y la participación políticas.
―¿Y qué haremos hoy?
―Realizar un sencillo experimento a lo largo de un plácido crucero que os
permita entrever como podría funcionar la democracia del futuro.
―Aún no has contestado a mi pregunta sobre cómo se logra la continuidad de tu observatorio. Vaya ¿qué cómo se hace para que la manivela no se
detenga y siga girando permanentemente?
―Mediante la periódica y sucesiva aportación de impulsos de participación fraccionada o impulsos PF en respuesta a las oportunidades de participación fraccionada u oportunidades PF que éste brinda a sus usuarios.
―No te lances. ¿Cuándo hablas de oportunidades PF te refieres a las que
esta travesía náutica nos va a proporcionar a nosotros?
317
―En efecto. Cuando se invita a los tripulantes del Alandalus a que fotografíen las viviendas en construcción que hay en la orilla española, que localicen sus coordenadas y que nos envíen los datos para procesarlos y publicarlos en Internet podría decirse que el observatorio les está brindando
oportunidades de participación PF.
―Que pueden aprovechar o no.
―Supongamos que todos o algunos optan por aprovecharlas. Es decir, si
se ejecuta lo propuesto lo que se hace es transformar una oportunidad PF en
el impulso PF en que consiste la acción realizada. Del mismo modo, cuando
en este barco nosotros procesemos ese y los demás impulsos PF que nos envíen y los subamos a la red, no haremos otra cosa que aprovechar la oportunidad PF que tales impulsos PF nos brindan. En esencia: una oportunidad PF,
transformada en impulso PF más elaborado, llega a otros en forma de nueva
oportunidad PF susceptible de ser transformada en nuevo impulso PF y así
sucesivamente.
―Así sucesivamente no. En tu ejemplo la cadena de oportunidad-impulsooportunidad-impulso se agotaría al finalizar el ejercicio.
―Ni mucho menos en la medida en que OEGA y OCCCULO son observatorios de I+C asociados a actividades lúdicas como la que estamos llevando
a cabo este fin de semana que se repiten periódicamente. Pero ahora prefiero que te olvides del funcionamiento y te centres en cómo afrontar las oportunidades PF que tú y el resto de participantes tenéis a vuestra disposición.
Kautar, es tanto como decirte, ¡atenta a la carretera!, conduce que es lo que
ahora toca, que ya nos detendremos más tarde a analizar el mecanismo que
posibilita que el coche se desplace.
Aquí acababa el texto transcrito que acababa de revisar. Lo que seguía era una
especie de esquema pendiente de desarrollo que Marta ordenó aportando algunas
notas para que Dani las incorporase a su relato.
Jueves. Una vez en Alcoutim, encuentro con el bueno del Dr. Amaral,
presidente de la Cámara Municipal. Visita, guiada por la Dra. María Victoria
Casinello, al castillo, testigo de la firma del Tratado de Alcoutim, entre Portugal y Castilla, y de las escaramuzas fronterizas en los siglos XVII y XIX. A sol
puesto, visita a Sanlúcar de Guadiana, cruzando el río en la barca de Gaspariño,
garbeo por el pueblo y cena en el bar de Julián. Dormida a bordo.
Viernes. Desayuno sin prisas en los barcos. Singladura hasta el viejo
cargadero de mineral de Puerto La Laja.
Desembarco. Alojamiento, durante un par de días, en las confortables casas rurales de Gregorio Díaz Alabau. Debates. Música nocturna. Marchas de observación. La primera de ellas
para comprobar los destrozos provocados por la construcción de una carretera y de un puente innecesarios, con visita a la Presa del Chanza para demostrar que habilitar el nuevo paso transfronterizo sólo habría requerido una
pequeña obra en el ya existente que discurre sobre su muro. La segunda,
para recorrer las instalaciones mineras abandonadas de Minas de Santo Domingos y mostrar cómo las escorrentías altamente contaminadas van a parar directamente al pantano que proporciona el agua que bebe gran parte de
los onubenses.
Domingo por la tarde. Reanudación de la travesía. Fondeo de los barcos
abarloados bajo las estrellas frente a la Ribera de Vascao, que separa el Al-
318
garve del Alentejo y constituye el punto de arranque del Parque Natural do
Vale do Guadiana.
Lunes. Arribada a Pomarao,
el cargadero portugués que la empresa
minera Mason&Barry comenzó a construir en 1859 para exportar el mineral
de cobre, extraído de las cercanas minas, en los grandes cargueros que por
aquel entonces surcaban el Guadiana. Después, río arriba, atraque en el
pantalán de Penha de Águia y almuerzo, a base de sopa d’enguia, conejo
con arroz y saboga frita, en el restaurante de Sergio. Y siesta a bordo hasta
que, a media tarde, poco antes de la pleamar, el patrón Fernando Vargas,
“Zarake”, diese la orden de embarcar en el Vendaval y en el Isla de Corisco,
los únicos con el escaso calado requerido para alcanzar el último punto navegable: Mértola, la bella y magníficamente conservada ciudad museo situada a unas cuarenta millas de la desembocadura. Cena en el Club Náutico seguida de la sorpresa de descubrir que en el Vendaval, fondeado en medio del
río, el músico Juan José Espinosa Guerra, sentado ante un piano, se dispone
a acometer los acordes de una oda inédita al Guadiana.
Al llegar a este punto, Marta, que, junto con Álvaro y Cantó, había sido la principal impulsora de aquel insólito espectáculo, se conectó a Internet para buscar en
Google alguna referencia del autor de aquel concierto compuesto expresamente para
la ocasión, tras inspirarse navegando por el río. De su página electrónica copió una
referencia a aquella ocasión:
“Fue una noche especial. Y también una despedida. La mejor posible. Hacía ya tiempo que deseaba dar un cambio brusco a mi trayectoria musical.
La electroacústica y la improvisación absoluta atraían cada vez más mi atención. Pero, ese día, quedaron aparcadas. Había que preparar un buen funeral
para una música que había nacido, con Gorgogliatori, en 1987”.
Luego se colocó los cascos y escuchó algunos temas suyos: En el fondo”, “Nos
vemos aquí, en el paraíso”, “Ese corte inexistente que despeja la duda de por qué sigo subiendo y bajando escaleras”. ¿Que sería —se preguntó— de aquel profesor de
música, de su encantadora mujer y de Berta, aquella hija de preciosos ojos azules?
Martes y miércoles. Visita a la ciudad museo y a su campo arqueológico
de la mano de su principal artífice, el Dr. Claudio Torres. Instalación en el
"Monte do Vento", finca experimental, adquirida con fondos europeos por la
Asociación para la Defensa del Patrimonio de Mértola (ADPM), dirigida por el
comprometido joven político comunista George Revez. Y allí, refecciones
preparadas entre
todos, caminata por la dehesa hasta el espectacular
Pulo do Lobo y
noches de fados cantados por Zarake al son del acordeón
de José Manuel, el guarda.
Jueves, último día del curso. Río abajo de una sola tacada hasta atracar
de nuevo en Vila Real donde desembarcarían, salvo quienes se habían apuntado para ayudar a subir los barcos a Lisboa, donde, a principios de agosto,
daría comienzo el siguiente módulo del Programa Itinerante de Verano de
INTER/SUR: las Travesías Náuticas/Debates en la Mar que, en esta edición,
partirían desde Cabo Roca, al norte de Lisboa, para, tras tres semanas de
navegación, alcanzar Cabo Negro, en las proximidades de Tetuán.
319
SU ÚLTIMA CRÓNICA
La llamada de Juanjo desde el Tungurahua comunicando que se había torcido
un pie, captada por una de las emisoras del grupo, le proporcionó a Álvaro el pretexto que necesitaba para quitarse de en medio. Naylea, Ayman y Pepe le acompañaron. Como no era nada serio almorzaron por el camino y regresaron al hotel alrededor de las tres. Marta les estaba esperando.
—Querían despedirse de vosotros, pero el helicóptero debía llegar a Quito a
tiempo de enlazar con el vuelo a Bogotá. Tere me ha dado este sobre y una carpeta
que tengo en mi habitación.
—¿Te ha dicho cuando se reincorporará?
—Te llamará para confirmártelo en cuanto finalice la boda.
—¡Ah!... Veo que el saudí iba en serio.
—Ayman, deja ya ese tema, ¡joder!
—Disculpa, Álvaro, era una broma.
Tere les había contado a todos que Said era un amigo de la familia que había
venido a buscarla para que asistiese en Cartagena de Indias a la boda de una amiga
común y que regresaría en unos días. Marta no se lo creyó y, sospechando que tan
repentina fuga no era ajena a sus revelaciones de la víspera, curioseó la nota que le
había confiado.
—Bien —indicó Álvaro a los presentes mientras guardaba el sobre de la fugitiva
sin aparentar la menor curiosidad—, seguiremos adelante con nuestros planes. Mañana cruzaremos los Andes, pasaremos la noche frente al Cotopaxi y pronto nos estaremos bañando en el Pacífico.
—¿Y la amiga Marita no nos financiaría un vuelo a las Galápagos? —preguntó
Dani con indisimulada guasa.
—Propónselo tú que la conoces desde niño —sugirió el profe, molesto.
Leyó el mensaje de Tere camino de su habitación y, aunque la respuesta de
Marta le había hecho albergar esperanzas de que hubiese recapacitado, pronto comprobó que, caprichosa y testaruda, acababa de emprender su propio camino.
—Pasa, Marta, la puerta está abierta.
—Buenas tardes doctor, me han encargado que le traiga esto.
—Muchas gracias.
Era la carpeta que él le había entregado en la Isla de Culatra. Allí estaba el
borrador de El francotirador, los documentos originales sobre su aventura guineana y
el pequeño cuaderno con todos sus apuntes, propuestas y averiguaciones. Lamentó
que Marta no hubiese subido a entregársela personalmente y salió en su busca. Necesitaba conversar con ella, pero le dijeron que había bajado a Baños con Tarald y
321
Dani. Pidió que no le molestasen y, de regreso a la habitación, buscó en la carpeta el
pendrive con la última crónica que ella le anunciaba en su misiva.
(Tere de Almeida. A los pies de un volcán en erupción. 11.08.12. 02 h).
Álvaro conoció a aquella mujer inquietante en vísperas de las Navidades
de 1984, en una de esas raras oportunidades en que la buena fortuna propicia que el impulso quijotesco adoptado ante una acción ruin reciba en el acto
su estimulante recompensa. No eran aún las cuatro de la tarde cuando un
grupo de cooperantes, entre ellos él, aguardaban sudorosos en el destartalado aeropuerto de Bata la orden para subir al Aviocar del ejército del aire
español que debía trasladarles a Malabo. Sólo los afortunados con plaza llegarían a la capital ecuatoguineana a tiempo de embarcar al día siguiente en
el único vuelo semanal a España y pasar la Nochebuena con sus familias. En
aquella época no había ninguna otra alternativa. Ni al Aviocar militar que se
disponía a abandonar la región continental, ni al Boeing de Iberia que regresaba el sábado desde la capital guineana.
El pequeño aeropuerto se llenaba de gente bulliciosa en las contadas ocasiones en que algún avión despegaba: familiares que despedían a los afortunados viajeros, personal de la comunidad española portadores de misivas y
recados y un variopinto grupo de guineanos ansiosos de ocupar en el vuelo
algún improbable hueco de última hora o, simplemente, curiosos. Esa tarde
también se disponía a viajar el cónsul general de España en Bata.
En el avión, que llevaba horas aparcado al sol, se había acumulado un
calor intenso y pegajoso que apenas disminuyó cuando abrieron la rampa
trasera para que embarcase el pasaje. Álvaro, advertido por Carmen, la hermana de la leprosería de Micomeseng, que ocupaba el asiento contiguo,
supo que los tres religiosos llegados de Ebebiyin se habían quedado sin plaza
en el vuelo. Todo hacía pensar que sus nombres habían sido tachados de la
lista de embarque en el último momento y sustituidos por tres nuevos pasajeros que ya ocupaban sus sitios. Siempre era así: un aparente error que
ocultaba un injusto favoritismo y dejaba en tierra a gente con reservas cerradas con antelación. Además, como sólo era posible aterrizar en Malabo
antes de que anocheciese, algo que en aquellas latitudes siempre ocurre en
torno a la seis de la tarde, apremiaba el tiempo.
Una descarnada escena se desarrollaba al pie de la rampa del avión: una
mujer mayor, espigada, de pulcro hábito gris claro y cabello recogido con un
pañuelo que realzaba un rostro bondadoso; un cura obeso, de holgados pantalones y camisa beis a juego, que rondaría la cincuentena; y una rubia veinteañera de ojos azules y vaqueros demasiado ajustados para ser monja. Los
dos mayores, cristianamente resignados a su mala fortuna; no así la joven,
que aireaba su enfado ante los presentes.
Nuestro francotirador, estimulado por el seductor coraje de aquella atractiva chica que gesticulaba combativa, se aprestó raudo a enfocar su teleobjetivo y, sin dudarlo, apuntó instintivamente al cónsul que, como de costumbre, permanecía ajeno a lo que por aquellos pagos pudiese acaecer a los
conciudadanos a los que se debía.
―Gonzalo ―le espetó Álvaro en voz alta― tienen razón. Vienen del interior y hace un año que no viajan a España. Me consta que han reservado sus
plazas hace semanas y les acaban de borrar de la lista. Creo que deberías
intervenir.
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―¿Y qué quieres que haga? ―respondió el cónsul contrariado.
―Hacer bajar a quienes usurpan sus plazas o gestionar que un Aviocar
les recoja a primera hora de mañana para que lleguen a tiempo de embarcar
en el avión de Iberia.
―Ese no es asunto mío. ¡Qué otra vez se apunten a tiempo!
Ojeda, como siempre, no quería enterarse. Había contestado, tratando
de sacudirse frívolamente aquel asunto con esa permanente cara de sapo
que no disimulaba ni con el incómodo recurso de anudarse al cuello una corbata en pleno trópico. Los pasajeros se quedaron atónitos, más nadie alzó la
voz y, mucho menos, los tres enchufados de última hora. Álvaro, sin pensarlo dos veces, apretó el gatillo.
―¡Pues si no vuelan yo tampoco!
Apenas quedaba tiempo, ya que el piloto acababa de zanjar abruptamente el forcejeo verbal con la joven. Dicho y hecho. Y con su equipaje en la
mano, mirando con infinito desprecio al cónsul, descendió por la rampa
mientras un pasajero desconocido se levantaba para seguirle y el propio oficial mayor de la cooperación se sumaba a la acción.
―Hermanas, padre suban y ocupen nuestras plazas.
―¿Y vosotros? ―preguntó la joven que corrió por la pista para abalanzarse sobre Álvaro llorando de alegría y gratitud.
―Corre, sube al avión y no te preocupes. ¿Cómo te llamas?
―Arantxa, Arantxa de Ordier y ―eso ya lo había adivinado él― soy de
Bilbao.
Los tres caminaron hacia el destartalado edificio del aeropuerto mientras
el Aviocar iniciaba su ruidosa rodadura por la pista.
―La verdad —comentó Álvaro, aturdido aún por el cálido y emotivo gesto
de la joven hermana— es que hemos quedado como unos señores, pero los
turrones nos los tendremos que comer aquí.
―Puede que no seamos los únicos, muchos más, incluido ese mierda de
cónsul, van a tener que hacerlo ―comentó enigmáticamente el pasajero
desconocido dirigiéndole una sonrisa cómplice a Pepe Oliva, el oficial mayor
de la cooperación.
―Ya veo que no conoces a Juan ―comentó socarrón.
—Encantado.
—Pues resulta que él Sr. Cortés es el único controlador aéreo del aeropuerto de Malabo. El avión de Iberia procedente de Madrid no podrá aterrizar
mañana sin su concurso. Así que —sentenció— no tendrán más remedio que
venir a buscarnos.
El azar, que aquella tarde estaba dispuesto a echar la casa por la ventana, no sólo dispuso que, inmediatamente después del despegue del Aviocar,
tomase tierra el pequeño reactor soviético que utilizaba Obiang, sino que,
323
tras dejar a su único pasajero, un importante miembro del poderoso clan de
Mongomo, retomase inmediatamente su vuelo de regreso..., con ellos a bordo. Si la amistad del controlador con el piloto resultó clave para que pudiesen embarcar, la condición de reactor del aparato posibilitó que los afortunados pasajeros llegasen a su destino antes de que tomase tierra en la capital el mucho más lento bimotor militar. Y lo hizo con el tiempo justo para
permitirles recibir a pie de rampa, y no sin sorna, al atónito y desconcertado
cónsul ante la perplejidad y el regocijo de los demás pasajeros.
La anécdota, difundida como un rayo por el viejo tam-tam, supuso un
mayor acercamiento del director de la UNED a los medios religiosos de la
cooperación y contribuyó a extender la merecida fama de impresentable y
personajillo ruin atribuida al diplomático Gonzalo de Ojeda. Y, además, le
brindó la posibilidad de mantener aquella noche en Malabo una interesante
conversación con Arantxa de Ordier sobre las circunstancias del crimen de
Ebebiyin. Lástima, se lamentaría algún tiempo después, de no haberle sonsacado información sobre la pequeña negrita que lo presenció.
Justo un año después, concretamente, el sábado 28 de diciembre de 1985,
Paco Fuertes se levantó en el poblado de Asonga al amanecer, sorbió una taza
de café caliente y se dirigió al cercano taller para distribuir la tarea entre los
mecánicos. Durante más de una hora trabajó en ajustar personalmente los
frenos del pequeño Renault que, probablemente, iba a tener que utilizar el
embajador durante su estancia en la región continental. A la hora del bocadillo regresó a su “caracola”. Al cabo de un rato Pepe Oliva fue en su busca
confiando en un improbable milagro.
―¿Funciona?
―Lo he vuelto a intentar, pero ya le dije que no tengo medios para reparar esa bomba de inyección. Si nos traen la nueva en el Aviocar la montaré
esta misma tarde.
―Negativo. Acabo de telefonear a Abad y me ha salido con que aguardaba a que le enviásemos la pieza averiada para acompañarla al pedido y evitar confusiones en Madrid.
―¡Qué cara más dura!
―¿No hay modo de ponerlo en marcha?
―Arrancar, arranca, pero falla en el momento más inesperado. Ayer me
acerqué a Bata para probarlo y se caló en Mondoasi. Tuve que remolcarlo y
volver a desmontarla.
―Pues móntala de nuevo y que sea lo que Dios quiera.
―¡Coño! qué se avíe con un “cuatro latas” como todos. No estoy dispuesto a que le ocurra lo mismo que al nuevo cónsul y se quede tirado en
medio del bosque. Nos echaría de Guinea.
―Lo hará de todos modos. ―En ese momento el avión militar realizó la
convenida pasada sobre el poblado de la cooperación para anunciar su inminente aterrizaje en el cercano aeropuerto.
324
―Víctor, —Oliva se dirigió a su chofer— recoge en el taller el coche que ha preparado Don Paco y llévalo al aeropuerto. Allí nos veremos.
325
DE VIRREYES Y REPRESORES
Si, como le confesaba en su nota, el gesto de Said de remover cielos y tierra
para encontrase con ella la había hecho tan feliz como para abandonarlo todo y a todos para acompañarle a Cartagena de Indias ¿por qué cebarse en él alegando que,
como su padre, no la dejaba ser libre? ¿Quién iba a suponer que su intervención en
aquella inocente sorpresa iba a provocar tal rabieta? ¿Cómo no acceder al deseo de
su madre ávida de alimentar una atracción que comenzó en el El Cairo y se truncó de
cuajo en aquella Feria de Sevilla? Cierto que Marita se mantenía en contacto con él
para saber qué hacia su hija, pero no que, como Tere le reprochaba, su interés por
ella sólo respondiese al afecto y a la lealtad a la vieja amiga. ¿Qué quería decir? ¿No
la había mimado como si fuese una hija? ¿Qué más podía hacer que apoyarla sin fisuras en una época tan delicada de su vida? Álvaro se hacia todas estas preguntas
sin lograr entender aquel súbito berrinche, ni mucho menos que incidente tan baladí
la hubiese impulsado a abandonar la expedición y a renunciar al trabajo que tenían
entre manos justo cuando acababa de surgir la oportunidad de conocer a Ágata
personalmente.
Sonó el teléfono de su habitación, pero enfrascado como estaba en la lectura
de aquella última crónica, hizo caso omiso y siguió leyendo.
Aquellas Navidades de 1985 el embajador había decidido pasar el fin de
año en Bata. El clima es allí mucho más saludable que en la Isla de Bioko.
Además, a mediados de diciembre comienza en la región continental de Guinea Ecuatorial una pequeña época seca que dura hasta finales de febrero.
Aunque las nubes velen los rayos solares y apenas luzca el sol, sopla una
brisa agradable que hace más llevadera la sensación de calor que tanto acrecienta la humedad tropical. Aparentemente, las cosas no iban mal. Su habilidad para maquillar el resultado de la última Comisión Mixta Hispano-ecuatoguineana, que acababa de celebrarse en Malabo, había sido notable,
pero Antonio Núñez García-Sauco, doctor en Filosofía, licenciado en Derecho
y en Ciencias Políticas, que hacía poco más de un año había alcanzado el
rango de Embajador de España, sin duda un hito clave en la vida de todo diplomático de carrera, no estaba plenamente satisfecho. Sus esfuerzos en
aquel destino africano, urdido como el oportuno trampolín para hacer valer
sus cualidades en el entonces prometedor campo de la cooperación al desarrollo, no habían servido para convencer al presidente Felipe González Márquez de que él, y no el compañero del clan “de la tortilla”, Luis Yáñez Barnuevo, era el hombre que debía asumir la recién creada Secretaría de Estado
de Cooperación Internacional y para Iberoamérica (SECIPI). El nombramiento del médico sevillano había dado al traste con las desmesuradas
expectativas profesionales de aquel albaceteño de algo más de cuarenta
años que alardeaba de su relación con la Casa Real.
―Alardear de su relación con la Casa Real. ¿Podemos escribir eso?
―Por supuesto, Teresa. Te recuerdo que Núñez pertenece a la trama real
de El Francotirador. Es un personaje tan de carne y hueso que el ministro
Moratinos le nombró hace algún tiempo embajador en Suecia.
―Ya me has contado que estaba a punto de jubilarse y su actual esposa
austríaca era, a su vez, la embajadora de su país en Estocolmo.
Contéstame ¿Te consta que alardeaba de su relación con la Casa Real?
327
―Con ocasión o sin ella.
―Y la tenía.
―¡Qué va! Simplemente había ocupado el cargo de subdirector general
de Educación Permanente y Especial y de Extensión Educativa y acababa de
ser secretario general del Real Patronato de Educación y Atención a Deficientes, un organismo autónomo, adscrito al Ministerio de Educación, que presidía la reina. Su ambición y petulancia le traicionaban. Recuerdo que, a bordo
del avión de Iberia que le llevaba a Malabo para presentar sus cartas credenciales a Obiang, nos dijo a Enrique Bernaldo, coordinador general de la cooperación con Guinea, y a mí, que no sería extraño que le nombrasen pronto secretario de Estado. Así que lo más probable era que un tipo con esas ínfulas,
al que nombran embajador en un pequeño y desvalido país de África y ponen al frente de un contingente de más de quinientos cooperantes, un escuadrón del ejército del aire con un par de Aviocares a su disposición y un
generoso presupuesto de miles de millones de pesetas, tuviese la tentación
de emular a los viejos virreyes que en España han sido. Y, claro, que reaccionase como un déspota cuando comprobó que “su Mercedes” con la enseña nacional desplegada había sido substituido por un modesto utilitario que
portaba, por todo distintivo, el ajado logotipo rojo y gualda de la cooperación
española.
Qué eso iba a suceder lo sabía a ciencia cierta el oficial mayor desde que
le informaron que el “virrey” iba a pasar las vacaciones de fin de año en la
antigua “caracola” del cónsul en la playa de Asonga y deseaba disponer de
“su todo terreno”. Así que Pepe Oliva, tras capear con ese fino arte torero
tan suyo a los tres cooperantes que le aguardaban para solucionar sus problemas logísticos, enfiló la carretera del aeropuerto haciendo de tripas corazón. A pesar de su jovialidad habitual el rostro del viejo, inteligente y simpático funcionario dejaba traslucir el conflicto que barruntaba.
―¿Qué cómo reaccionó? Te contaré este episodio con detalle, pues fue la
inesperada mecha que prendió un devastador incendio. Aquella tarde, tras
descansar un rato en la hamaca colgada de las ramas del gran egombegombe de mi jardín, bajé a la playa y anduve hacia el poblado de la cooperación. Por allí andaba Pepe Oliva y nos dimos un chapuzón mientras me
contaba qué el embajador había despedido al mecánico. Sus instrucciones
habían sido precisas: “Que coja el primer avión y regrese a Madrid con su familia”. Mientras Oliva me ponía al corriente del asunto del “Mercedes rojo” y
de lo acontecido aquella mañana en el aeropuerto, comprendí que, una vez
más, las disfunciones de aquella cooperación habían hecho saltar el eslabón
más débil de la cadena. No había otra explicación que la incompetencia y la
desidia.
—¿De quién?
—Desde luego no del mecánico, que reiteró a quien quiso escucharle que
había advertido que la única solución era traer de Madrid una bomba de inyección de recambio.
—¿De quién, pues?
—Todo apuntaba a Gabriel Abad, el impresentable y presunto corrupto
oficial mayor de la embajada,
que olvidó cursar el pedido. Ese era el pan
nuestro de cada día en la cooperación española en Guinea, al menos en rela-
328
ción con las compras que no dejaban corretaje alguno a quienes tenían facultades para manejar allí el dinero del contribuyente español. Sí, los que
obtenían pingües beneficios de cambiarlo en el mercado negro, de hacerse
con facturas falsas en vez de adquirir y pagar las mercancías que se necesitaban, de practicar, en fin, lo que allí se conoce como “guruguru”.
Tamaño atropello actuó de inmediato como un resorte que activó al predispuesto francotirador que, sin perder aún la esperanza de que el diplomático recapacitase, se aprestó a montar el arma. Apenas habían pasado diez
años desde la muerte de Franco y ya había olvidado que los dictadores, de
verdad o de pacotilla, nunca dan su brazo a torcer salvo que se les doblegue.
Como de costumbre, el impetuoso y solitario caballero se dispuso a saltar a
pecho descubierto a la arena movido por el irresistible impulso de hacer
frente a la arbitrariedad y a la injusticia que, como gigantescos molinos de
viento, volvían a interponerse en su camino. El momento resultaba el menos
oportuno y, raro en él, optó por ser prudente.
Así las cosas, el director del programa de la UNED en Guinea volvió sobre
sus pasos con la esperanza de ejercer sus buenos oficios si tenía suerte y se
topaba con él embajador al pasar por delante de su “caracola”. No fue así y
continuó hacia su casa, situada a algo menos de quinientos metros. Se duchó y se sentó ante la máquina de escribir: “A la atención de D. Antonio Núñez y García Sauco. Sr. Embajador: Circula por Asonga el rumor de que ha
adoptado la decisión de despedir al jefe del taller mecánico de la cooperación…”. Seguían algunos párrafos que resaltaban la inocencia del mecánico
en relación con el hecho desencadenante de la decisión, hacían honor a su
reconocida bonhomía y buen hacer, apelaban al sentido de la mesura del diplomático y daban a entender que él no dudaría en apoyarle. Media hora
después llamaba a la puerta de la “caracola” del embajador para entregarle
personalmente la carta. Había salido, así que se la dejó a la empleada y se
fue en busca de Paco Fuertes. En esa época las relaciones entre el mecánico
y el profesor no habían pasado de algunas conversaciones relativas al mantenimiento del “Land Rover” de la universidad y a algunos que otros encuentros esporádicos en la playa de Asonga.
―Paco, me imagino que no quieres regresar a Madrid.
―¿Y qué puedo hacer?
―Resistir y defenderte.
―Pero, si ni siquiera me recibe y D. Pepe me ha dicho que tiene órdenes
de decirle a Abad que compre los pasajes de avión.
―Eso ya lo veremos.
―¿Cómo que ya lo veremos?
―¡Joder, Paco! ¿Quieres volver a Madrid o no?
―No, claro que no. ¿Qué voy a hacer allí? Estoy pagando la hipoteca de
mi piso y, aunque encuentre trabajo, el sueldo no me llegará.
―Puedo apoyarte y sé cómo hacerlo. ¿Trabajamos en equipo y que sea lo
que tenga que ser?
329
―De acuerdo.
―Pues hablemos con Pepe.
Ambos abordaron al oficial mayor en su “caracola”. Álvaro le leyó en voz
alta la copia de la carta que le había dado al embajador. Y, para que Oliva
fuese visualizando el escenario que se avecinaba, le avanzó la estrategia que
acababa de pergeñar. Ante todo, evitar que Abad adquiriese los pasajes y
airear entre los cooperantes la arbitrariedad del embajador. De lo primero se
encargaría Oliva que pospondría mientras pudiese la trasmisión de tan arbitraria orden a Malabo. De lo segundo, el efectivo tamtan que comenzaría a
sonar en la selva africana aquella misma noche. Dos escritos que Álvaro
redactaría de inmediato completarían la munición inicial: una Queja al Defensor del Pueblo y una solicitud formal para que la oficina de la cooperación
en Malabo le entregase al mecánico el contrato laboral que no quisieron facilitarle en su momento. Ambos escritos se cursarían al día siguiente a través
del consulado. Así las cosas, Pepe Oliva, hombre sagaz y jurista experimentado donde los hubiese, sacó de su archivador una carpeta y tras el
rótulo “Asunto: despido de D. Francisco Fuertes” añadió la misteriosa y premonitoria frase “en el que todos acabaremos complicados”. Era algo más de
las seis de la tarde del día de los Santos Inocentes de 1985 y en Asonga
comenzaba a anochecer.
―¿Pudiste hablar con el embajador?
―Al día siguiente, pero cuando ya le había llegado el eco del tamtan y, a
través de Batista, el canciller, las copias de los dos escritos que Paco había
registrado a primera hora en el Consulado de España en Bata.
―¿Qué te dijo?
―Le cabreó que me entrometiera y no me hizo el menor caso. Me sorprendió su tozudez, pues todo aconsejaba que el embajador pusiese fin a su
rabieta.
—A menos que pensara que podría manejar en su beneficio el escándalo
que se avecinaba.
―¿Cómo?
―De entrada, aprovechando tu “insurrección” para intentar por segunda
vez que te cesasen. O, tal vez, utilizando vuestra denuncia de los contratos
irregulares para poner orden en la cooperación.
―Lo primero, puede, pero no lo segundo que, si hubiese querido, lo habría hecho tiempo atrás. Además, ese ya no era su problema. Tras el nombramiento de Luis Yáñez en julio y la restructuración de la Oficina de Cooperación con Guinea Ecuatorial, esos asuntos quedaban fuera de su competencia. La cooperación estricto sensu había sido asumida por el director general de la misma, primero por el obscuro embajador Mariano Uriarte y, poco después, por el no menos Fernando Riquelme. Lo cierto es que tuvo que
tragarse su primer impulso de exigir que saliese de Guinea en el primer vuelo. Había normas laborales que se avenían mal con los irregulares contratos
que se cocinaban entonces en la Cooperación Española y que comenzaron a
aflorar gracias a ese incidente. Algo que, años después, daría lugar a que la
Magistratura de Trabajo, con la inestimable ayuda del letrado Fernando del
330
Moral, condenase al Ministerio de Asuntos Exteriores a millonarios pagos a
varios cooperantes.
—En todo caso era un pulso muy desigual.
—No tanto, si manejábamos el asunto con habilidad. Mira, Paco y su esposa habían vivido muchos años en el país y eran muy conocidos y apreciados. La “palabra”, como se dice por allí, entre el mecánico y su embajador
pronto fue vox populi. Transcurrían las semanas. El orgullo del virrey le impedía dar marcha atrás y razones estrictamente legales y de cálculo político
le aconsejaban no precipitarse. Pero un día, un par de meses después del incidente y horas antes de volar a Madrid, el embajador firmó el temido despido y el mecánico tuvo que salir del país.
―¿No me has contado que Paco continuó de cooperante?
—Tuvo que readmitirlo.
―¡Ganasteis, pues!
—Sí, pero me echaron a mí.
―Cuenta.
―Aquella tarde, cuando ambos sellamos nuestro pacto apoyados en el
parachoques de hierro de un viejo Land Rover, le advertí de que, probablemente, mi cabeza pronto le interesaría al virrey más que la suya.
―¿Y fue así?
―Algunos meses más tarde Exteriores me cesó.
―¿Cómo si, tanto tu nombramiento, como tu cese eran competencia
exclusiva de la UNED?
―Recurrieron a un burdo truco que la rectora les desmontó en el escrito
que dirigió al subsecretario de Asuntos Exteriores.
―¿Darían marcha atrás?
―Unas semanas después, me cesó la propia UNED
gracias a una treta indigna, en forma de falsa amenaza de expulsión del país, a la que se
prestó Ángel Alogo, el corrupto y pusilánime ministro ecuatoguineano de
Aguas y Bosques, urdida por los diplomáticos Antonio Núñez y Fernando
Riquelme y fríamente ejecutada, en ausencia de la rectora de viaje en latinonamérica, por el prepotente, autoritario y jacobino vicerrector Ramón García
Cotarelo, con la inestimable colaboración del profesor Olegario Negrín.
―¿Pudiste probarlo?
―Por supuesto. Entre la documentación encontrarás el acta de la comparecencia en la que Jaime Ngonga, delegado de educación en la región
continental y “hermanito” de Obiang, me comunica que “con fecha veintitrés
de mayo del año en curso, un miembro del Gobierno de la República dijo en
el aeropuerto internacional de esta capital, que se le iba a expulsar del país;
que el Excmo. Sr. Ministro de Educación y Deportes, hace saber al interesado que, según instrucciones de la Presidencia del Gobierno, dicha infor-
331
mación es a todos los efectos falsa, por lo que su cese como Director de la
UNED en su centro de Bata, originado por dicha amenaza no está reconocido
por parte del Gobierno de la República de Guinea Ecuatorial”.
332
UN PASO EN FALSO
El matrimonio Al-Saud y sus hijos, tras almorzar carne de ternera a la brasa en
la piscina del Hilton, subieron a sus habitaciones. Tere se despidió y caminó hacia la
playa en busca de una hamaca.
El enlace de la primogénita del antiguo canciller Maldonado, amigo y socio de
Jaled, tendría lugar a las cinco de la tarde en la iglesia de la Compañía de Jesús. No
le resultó fácil convencerles, pero en su familia la asistencia a ese tipo de actos sociales nunca se improvisaba. En ese momento, a Tere le importaba un bledo que el ritual
religioso se celebrase donde San Pedro Claver acogía antaño a los esclavos arrancados de África, codearse con la alta sociedad colombiana o ser presentada al famoso
escultor y pintor Fernando Botero. Además, a éste ya le conocía pues, de niña, había
asistido, en el Palazzo Pisani Moretta de Venecia, a la boda de Lina, su hija, con Rodrigo Sánchez-Arjona y Valls, un simpático sevillano amigo de su hermana Mencía.
Les habría acompañado sólo por satisfacer a Thérèse, que tan dispuesta se había
mostrado a que no le faltase ni el atuendo, ni los complementos apropiados para lucirse en aquella boda de postín, pero, tal y como estaban las cosas, se negaba a dar pábulo a que todos pensasen que era la última incauta conquistada por el golfo de su hijo.
Le encargó al camarero un periódico local, pero éste volvió con una jarra de su
zumo preferido, un sobre que no le apeteció abrir y un ejemplar de El Universal que
ojeó con desgana. “Destructor norteamericano chocó con petrolero” ¡Ojalá —pensó—
Said tenga que salir corriendo hacia el Estrecho de Ormuz y no vuelva a verle nunca
más! “Contratan vacunadores que no saben inyectar”, “Un día como hoy en la historia”... Y, aburrida como estaba, se embarcó en la máquina del tiempo a la que invitaba el titular para descubrir que un doce de agosto como aquel nacieron la infanta Isabel Clara Eugenia (1566), los reyes Alfonso VI de Portugal (1643) y Jorge IV de Inglaterra (1762), los premios Nobel Jacinto Benavente (1866) y Erwin Schrödinger
(1887), el popular actor mexicano Mario Moreno “Cantinflas” (1911), el actor, productor y director de cine John Derek (1926), el guitarrista Path Metheny (1954), el
músico Mark Knopfler (1949) y el tenista Pete Sampras (1971). Que un doce de
agosto como aquel murieron la reina Cleopatra (30 a.C.), Francisco de Vitoria (1546),
el político italiano Francesco Crispi (1901), el líder nacionalista irlandés Arthur Griffith
(1922), el escritor y crítico alemán Thomas Mann (1955), el novelista británico Iam
Fleming (1964), el actor Henry Fonda (1982) y el máximo exponente de la sociología
colombiana Orlando Fals Borda (2008). Que un doce de agosto como aquel los griegos derrotaron a los persas en la batalla de Maratón (490 a.C.), La Habana fue tomada por una escuadra inglesa (1762), Isaac Merrit Singer patentó la máquina de coser
(1851), Asaph Hall descubrió las dos lunas de Marte, Fobos y Deimos (1877), se firmó el Tratado de paz entre España y Estados Unidos (1898), se inició la producción
del Ford T (1908), el santanderino José Hierro publicó Tierra sin nosotros (1947), la
URSS experimentó su bomba de hidrógeno (1953), se fundaron el Instituto Colombiano de Investigaciones Tecnológicas (1955) y el club de futbol París Saint-Germain
(1970), IBM introdujo su primer ordenador con sistema operativo MS-DOS (1981),
Martin Scorsese estrenó “La última tentación de Cristo” (1988), Estados Unidos, Canadá y México firmaron un tratado de libre comercio (1992), la Asamblea General de
las Naciones Unidas proclamó el Día Internacional de la Juventud (1999), el Gobierno
del presidente Álvaro Uribe Vélez decretó el Estado de Conmoción Interior en Colombia (2002), el Reino Unido, por primera vez en Europa, abrió la puerta a la clonación
de embriones humanos con fines médicos (2004) y atacaron con un carro bomba las
instalaciones de Caracol Radio en Bogotá (2010).
333
Le pudo la curiosidad y abrió el sobre de Said. El mensaje no podía ser más escueto e inquietante. “Me escaparé de la boda para llevarte a cenar y a bailar. Espérame”. Rompió la nota con rabia. ¿Esperar a qué? ¿A qué me engatuses como a una
tonta con lo que me cantabas ayer?
Esperaré a que sientas lo mismo que yo.
A que a la luna la mires del mismo color…
Esperaré a que sientas nostalgia por mí.
A que me pidas que no me separe de ti…
¿A quién? ¿A ti, bruto insensible, para que vuelvas a intentarlo por la fuerza?
¿A quién?... No podía contener las lágrimas. Se levantó y, rompiendo la sagrada regla impuesta por su abuelo marino de no bañarse sin completar la digestión, corrió
con rabia hacia el cálido abrazo de la mar. Las olas caribeñas la vapulearon y la devolvieron sin piedad a la arena de la orilla. Y, sin secarse, paseó entre los cocoteros y
mangos de la Península del Laguito cavilando si su impulsiva decisión no habría sido
un paso en falso. Retornó a su hamaca, se envolvió en su albornoz, buscó una mesa
y una butaca, sacó del bolso de playa el comunicador y se dispuso a trabajar. Si rectificaba y decidía reincorporarse a la expedición puede que resultara conveniente disponer de la crónica que tenía en mente. Trató de conectarse a Internet para revisar
su correo, pero apenas llegaba la señal.
(Tere de Almeida, Cartagena de Indias, Colombia, 12.08.12; 16 h).
—¿Señorita Ágata Duclos?
—Lo siento, se ha equivocado de habitación.
—¿No es la 408?
—Sí, pero aquí no hay nadie registrado con ese nombre…
—Disculpe señorita, ha sido un error, le paso una llamada.
—Buenos días, Tere. Mis padres tienen un compromiso en la ciudad, pero
Said y yo vamos a bajar a la playa. Te esperamos en el Tibabuyes Kiosk. No
tardes, que hace un día maravilloso.
—Ahora mismo bajo.
No salía de su asombro; había dado por supuesto que Ágata, la prima
Ágata, el personaje central de su investigación, llevaría el apellido de Élise.
¡Valiente investigadora estoy hecha! —pensó— al tiempo que le surgían un
montón de preguntas. ¿Por qué Dominique le daría su apellido? ¿Hasta dónde llegaría el compromiso del maderero con la niña rescatada? ¿Y con la Orden? ¿Y con la propia Élise?... Camino de la playa dudó entre preguntar a los
hermanos Al-Saud o aguardar a que ella llegase de Ginebra.
—¿Te pido tu zumo preferido?
—Mejor una cocacola bien fría con una rodaja de pomelo, que aún estoy
medio dormida. Gracias, Said.
—Cuando supe que mi hermano se había salido con la suya y veníais de
camino, les dije que ocuparías la habitación que habíamos reservado para la
prima. Y como luego apareciste con tu pasaporte diplomático no considerarían necesario registrar tus datos. De ahí la confusión de la telefonista.
334
—Dijo Duclos y, claro, no caí.
—Se llama así por su abuelo.
—No confundas a Tere: Ágata es huérfana y Dominique Duclos sólo un
viejo amante de la tía que se vio abocado a darle a la niña su apellido.
—¿Dominique, un viejo amante de Élise? ¿Cómo se te ocurre, Said?
—¿No fue así?
—Sólo cuando ella dejó los hábitos.
—¿Y quién ha dicho lo contrario?
—No matizas y Tere puede pensar que se liaron cuando aún era monja.
Distinto es que se sintieran atraídos y que él influyera en su decisión de dejar los hábitos.
—¿Lo acabaron siendo o no? ¿Acaso no se trasladaron ella y la niña a su
casa de Libreville?
—Ahora recuerdo que mi madre me cotilleó algo sobre un maderero francés —intervino Tere, que no perdía comba—. Daba por hecho que era adoptada, pero desconocía que hubiesen vivido con él en Gabón.
—Élise, a la que le seguía tirando África, prefería que la niña se educase
en su mundo y decidió volver. ¡Qué pena que acabasen tan mal!
—¿Qué ocurrió?
—La convivencia en Egombegombe se complicó. Parece que él, mujeriego contumaz, hizo algunas tonterías y mi tía, que ya sabes el carácter que
tiene, cortó por lo sano y rompió definitivamente con él.
—¿Egombegombe? ¿Te refieres la casa de Libreville de la que hablé con
vuestra tía Élise en Pauillac?
—Sí, la residencia de ese viejo maniático. Cómo sería de extravagante
que varó un barco de setenta pies en el salón.
—Parece mentira, hermanita, que siendo arquitecta desprecies Egombegombe.
—¿No habréis estado allí?
—No, pero tenemos la descripción de mi tía y algunas viejas fotos. No
niego que fuese una obra espectacular, sólo pretendía que Tere comprendiese hasta qué punto el tipo era excéntrico.
—¿Era?
—Murió en un accidente de avioneta.
—¡Qué palo para Élise y para Ágata!
335
—En realidad no mantenían ningún contacto desde su regreso definitivo a
Francia. Claro que Said no piensa así.
—Mi tía no sé, pero me consta que Ágata lo sintió muchísimo.Ten en
cuenta que, aunque apenas hubiese vivido algunos meses con Dominique,
llevaba su apellido y sabía de sus desvelos para sacarla de Guinea.
—Tenía entendido que fue cosa de las monjas.
—Sí, pero no lo habrían conseguido sin sus contactos. Además, años más
tarde, pasó una temporada con él en Tánger y siempre dice que su afición al
vuelo se debe a que su abuelo dejaba que pilotase su avioneta.
—¿Le llamaba abuelo?
—Siempre. Ten en cuenta, Tere, que Dominique era bastante mayor que
Élise. Había sido compañero de caza de nuestro abuelo materno, que ahora
tendría más de noventa años.
—Algo más joven.
—Si tú lo dices...
—La prima siempre llevó mal la ruptura. ¿Recuerdas su reacción cuando
descubrió aquella postal entre los papeles de Élise?
—¿Qué pasó?
—Una tarde de julio, en Pauillac…
—Louise, deja que lo cuente yo… Hubo un tiempo, Tere, en que ella quiso
indagar en sus orígenes y me pidió ayuda.
—¿Y tú qué sabías?
—Said y yo no teníamos ni idea, pero Ágata estaba convencida de que la
familia le ocultaba parte de lo ocurrido cuando tenía diez años y Dominique
se la llevó a Tánger.
—Doce, Louise y no me interrumpas, que estás mezclando hechos que
sucedieron en épocas distintas. Una cosa es que ella, alarmada por aquel incidente, quisiese indagar sobre sus orígenes y recurriese a mí, y otra muy
distinta que descubriese la fatídica postal aquel verano que tú viniste a Colombia invitada por la familia Maldonado.
—¡Qué lio! Habláis de una tarjeta postal, de una estancia en Tánger con
Dominique y de un incidente.
—Te lo explico. La postal era uno de los muchos escritos de él que Ágata
había descubierto rebuscando a escondidas entre los documentos privados
de Élise. Todos hacían referencia a cuánto había querido a la tía, a cómo la
echaba de menos y a su sufrimiento desde que le abandonó, pero ese tenía
una peculiaridad: estaba fechado en Malabo, horas antes, de que su avioneta se estrellase.
—¿Qué decía?
336
—Algo así como que nunca imaginó que sacar a la niña de África por
amor se hubiese vuelto contra él hasta el punto de aborrecer la vida.
—¿Un suicidio?
—Eso sospechamos y ella, que acababa de ingresar en la EPAA, hizo algunas gestiones para conocer la causa oficial del accidente.
—¿EPPA?
—L'école de pilotage de l'armée de l'air de Cognac.
—Y qué averiguó.
—Nada, aparte de que la avioneta se estrelló, tras sobrevolar el estuario
del Muni, a la altura de Cocobeach. Y cuando hablo de incidente me refiero a
su inexplicable salida de Francia. Los mayores nunca quisieron hablarnos de
ello y preguntar era tabú. Afortunadamente ya han pasado más de veinte
años y es un asunto olvidado.
—Pero algo sabrá ella, que lo vivió en primera persona.
—Poco más que nosotros: que Dominique se presentó en Burdeos y, sin
decir nada a nadie, se la llevó en un avión privado a su casa de Tánger donde pasó varios meses sin contacto alguno con su familia francesa. Me acuerdo perfectamente de aquel verano. Nuestros padres regresaron a Ginebra a
principios de agosto y nos dejaron a ambos en Pauillac con mi abuela y las
tías. Un día, Danielle, que la había llevado a Burdeos para su revisión periódica, volvió sin ella, pero a nosotros sólo nos dijeron que había ido a pasar
una temporada con unos parientes suyos en el extranjero. Me pareció inexplicable que no se hubiese despedido de mí y sospeché que nos mentían.
—Tere, ella fue el primer amor de mi hermano y todo había surgido aquel
verano —aclaró Louise.
—Tenía doce años y yo acababa de cumplir trece. Y como no me valía
aquella explicación comencé a espiar las conversaciones de los mayores, a
escuchar las llamadas telefónicas y a abrir todas las cartas que llegaban a
Pauillac hasta que mi madre nos vino a recoger en septiembre y regresamos
a Ginebra. No era normal que aquella situación generara tanta tensión en nuestra familia. Además, si era verdad que estaba con unos familiares ¿por qué
no me escribía? Seguí con mis pesquisas y llegué a la conclusión de que la
habían raptado, pero no dije nada a nadie y, cada día más triste, me limité a
esperar. Sabía que los secuestros se arreglaban pagando un rescate. Leía
todos los periódicos que llegaban a casa y por ellos supe que, años antes, le
habían cortado una oreja al nieto del dueño de una compañía petrolífera, ya
sabes, Paul Getty, para obligar a pagar al abuelo millonario. Nuestra familia
era muy rica y sabía que mis padres jamás permitirían que le sucediese nada parecido a la prima. Un día, tras aquellas Navidades, nos dijeron que había regresado a Pauillac.
¡Que malajá —se lamentó Tere— que en el trópico anochezca tan temprano!
No había escrito mucho, pero serviría para lo que había comenzado a maquinar. Así
que recogió sus bártulos y caminó reconfortada hacia el edificio del hotel. Lo sucedido
en los últimos días pasaba de puntillas por su mente sin atreverse a discernir qué había desencadenado realmente tan repentino arrebato a los pies del Tungurahua.
¿Que hubiese llegado a creerse que Said estaba enamorado de ella cuando sólo era
337
un mujeriego despiadado? ¿Que su madre, tan perspicaz y cauta, se hubiese prestado a su juego? ¿Que todos atribuyesen el cambio de planes de la expedición al caro
capricho de una niña pija para rencontrarse con su amiguito árabe? ¿Que Ayman no
dejase de mofarse de ella? ¿Que Álvaro, tiempo atrás, hubiese engatusado a su amiga Marta con las mismas artimañas que a ella? ¿Que, probablemente, la chica mora
siguiese siendo su amante secreta? ¿Que todos, menos ella, estuviesen al loro de lo
que se cocinaba en la trastienda de la expedición? ¿Que Dani, a quien nada escapaba, no la hubiese alertado? ¿Que, creyéndose liberada de la estrecha tutela de un padre posesivo, se hubiese enmallado en la red de una madre revanchista y manipuladora?... Entró en su habitación, apagó el aire acondicionado, abrió de par en par el
gran ventanal y comenzó a llenar la lujosa bañera.
Al salir del baño Tere encontró en su comunicador un aluvión de cálidos mensajes de afecto. Su familia la recordaba con cariño y reclamaba noticias frescas de su
estancia en Cartagena. Dani le comunicaba que estaba desolado, que acababa de iniciar una campaña para que regresase y le enviaba el programa de la próxima semana. María le imploraba que lo hiciese cuanto antes. David mandaba fotos inéditas del
último verano en Hyannis Port e insistía en ir a rescatarla a la Amazonía. Said le retrasmitía la boda en directo. Su padre la tranquilizaba con respecto a su conflicto con
Hacienda y le anunciaba un generoso ingreso en su cuenta corriente. Y Marta le decía:
12.08.2012, 19.05h.
De: Marta Lesmes <martalesmes@proyectointersur.org>
Para: Tere de Almeida <notelopuedesimaginar@hotmail.com>
Tere, aquí tienes la crónica en forma de entrevista que preparé para El francotirador. Me hubiese gustado entregártela personalmente y comentarla
contigo. Disculpa la alusión a tu padre, pero no me ha parecido correcto eliminarla. Tal vez podrías titularla “Defender al defensor” e incluirla en Noticia
de un amanecer fugaz. Claro que, tras tu reciente decisión, puede que ya no
te interese. ¿Quieres un consejo de amiga?: ¡vuelve con nosotros! Y una cosa más: ¡que conste que yo tampoco me he acostado con él! Un beso.
Sus dudas acabaron de disiparse. Había cometido un error y se aprestó a repararlo. Además, estaba convencida de que podría convencer a sus amigas para que la
acompañasen de vuelta a la expedición.
12.08.12, 21.10 h.
De: Tere de Almeida <notelopuedesimaginar@hotmail.com>
Para: <director@proyectointersur.org>
Querido Álvaro: Thérèse y Jaled regresan mañana a Ginebra y Said, ¡valiente personaje!, a la refinería de Punto Fijo. Louise y yo nos quedaremos en
Cartagena esperando a Ágata que llega por la tarde. Ambas están de vacaciones. Aún no sé lo que haremos, pero quiero que sepas que he reconsiderado mi decisión y me gustaría que, si no estás muy enfadado, siguiesemos
adelante con nuestros planes. Por el texto adjunto comprobarás todo lo que
he descubierto y eso que todavía no he conocido a Ágata personalmente. Ya
te contaré. Confío en que te pareciese bien mi “última” crónica. Hice lo que
pude, pero te falta por contarme el resto. ¿Lo harás cuando vuelva? ¡Ah! y
no se te ocurra desordenar todo lo que hay en la carpeta que te habrá entregado Marta. Pensé que lo más sencillo era huir. Un beso.
Si unos días antes vio el cielo abierto cuando Said le propuso que le acompañase a Colombia para pasar unos días con su familia y conocer a Ágata ahora le
horrorizaba que lograse escaparse de la boda como había prometido. ¡Ojo con mi
hermano!, le había advertido Louise cuando, la víspera, les vio salir de la discoteca y
alejarse hacia la playa cogidos de la mano. Puede que el desinhibido ritmo de la sal-
338
sa, el embrujo de la noche caribeña y el despecho por lo que Marta y Ayman le habían contado a los pies del Tungurhaua, avivaran en ella un impulso que él interpretó
como más le interesaba. Y es que si, años antes, nada pudo restañar la herida en el
amor propio de Said, el recuerdo de aquella arrebatadora jovencita no había cesado
de atizar su decidida voluntad de poseerla. Tere se había sentido atraída, ¿enamorada?, hasta que el intempestivo y violento forcejeo en la arena truncó el pausado ritual de mutua seducción que ella había imaginado. Turbada, reaccionó con firmeza
ante un acoso tan próximo en la forma y en el tiempo al que provocó su ruptura con
David. Sin dejarse llevar por la histeria había puesto los puntos sobre las íes, pero él
se encargó de que supiese que aquella misma noche había regresado a la discoteca
y, en venganza, subido a su habitación a dos fulanas. ¡Ojala no pudiese escaparse!
Acceder esa noche a su invitación era tanto como provocar que volviese a intentarlo.
Afortunadamente el enlace concluía con un banquete de gala que sería servido en
mesas protocolariamente asignadas en las que un hueco delataría indefectiblemente
al desertor. Los Al-Saud eran unos invitados de excepción y sus padres se lo impedirían. Si acaso, podría ausentarse tras la cena, pero eso sería tarde y ya estaría
acostada. Terminó de secarse el pelo, se hizo un sencillo peinado de lazo suelto, se
puso, ceñido por un cinturón de piel, el elegante vestido camisero grana que le había
regalado Thérèse y unas sandalias a juego y salió de la habitación dispuesta a cenar
en el restaurante del hotel.
339
LA DICHA DE LO IMPREVISTO
Muy lejos de allí, en Ginebra, casi a la misma hora en que Tere se refugiaba en
el sueño para esquivar a Said, el imponente Rolls Phantom plateado del príncipe Jaled se detuvo en la rue de Lausanne, a la altura del Hotel Mon Repos. Minutos después salió de la vivienda contigua una espigada y elegante joven de aspecto deportivo y desenvuelto. El chofer avanzó a su encuentro y recibió, junto con el beso cariñoso de siempre, la enhorabuena por su segundo nieto. Se hizo cargo del equipaje
que depositó en el amplio maletero. Ella, como otras veces, pulsó el botón que ajustó
el habitáculo del conductor a sus preferencias y, dichosa, condujo hacia el cercano
aeropuerto mientras Héctor le soltaba una retahíla de consejos para evitar sobresaltos en Colombia.
Ya en el avión, la tripulación se preocupó tanto de que viajase cómoda que
consiguió que el tramo transoceánico le resultase inusitadamente tedioso. ¡Volar así
era tan distinto! Qué duda cabe —pensó— que constituía un privilegio no tener que
compartir con desconocidos el exiguo espacio disponible en un avión abarrotado, pero a costa de dar al traste con lo que ella anhelaba esas vacaciones: conocer a alguien, a quien fuese, que la ayudase a evadirse de su rutinaria nueva vida ginebrina
de los últimos meses.
Menos mal que, tras su escala en Caracas, subió a bordo de un Airbus de
Avianca en el que nadie le impidió que pudiese caminar expectante hacia el azar impreso en su tarjeta de embarque: una chica muy joven y muy guapa que, al verla llegar, se levantó acharada.
—Perdona, en realidad me corresponde el pasillo —dijo cortésmente, mas sin
poder evitar que aflorase una pizca de desencanto en sus grandes y expresivos ojos
negros.
—Continúa ahí si te apetece.
—¿No te importa?
—En absoluto.
—Nunca he hecho este trayecto de día y no quisiera perderme el espectáculo
de los Andes. No sabes cómo te lo agradezco. ¿De dónde eres?
—De París —Ya se había habituado a esa mentirijilla piadosa—. ¿Y tú?
—De Popayan, departamento del Cauca. Mira —añadió, asiendo al vuelo la
ocasión de presumir de un contacto tan insólito como lucido— precisamente ayer me
invitó a cenar el embajador de Venezuela en Francia. ¿Le conoces?
—No. Además —añadió dispuesta a seguir charlando—, ahora vivo en Suiza.
—No sabes qué tipo tan amable e inteligente.
—¿Cómo se llama? Cuando vuelva por allí, si es como dices, podría saludarle
de tu parte. La casa de mi abuela no queda lejos de su embajada.
—Jesús Arnaldo Pérez.
mandante Chávez.
Fíjate, creo que fue compañero de escuela del co-
341
—¿Cuéntame cómo es?
—Olvídate, que podría ser nuestro padre.
—Pero no lo es. Insisto, iré a verle y le diré que soy tu amiga. Seguro que te
recuerda.
—No lo creo.
—Los hombres nunca olvidan a las mujeres como nosotras. ¿Crees que me invitaría a cenar?
—¿Me tomas el pelo?
—Para nada. —Y, dado que llevaba con humor su ocurrencia, prosiguió indagando—. Y, ahora en serio, ¿te atraen los hombres mayores?
—Pues no.
—¿Ni siquiera cuando son ricos y poderosos?
—Con esos no he tratado.
—Pero si acabas de decirme que cenaste ayer con ese embajador.
—Touché, que decís en Francia. Lo cierto es que me invitó a cenar junto con
otros nueve estudiantes.
—¿Qué edad tienes?
—Veinticuatro. ¿Y tú?
—Adivínalo.
—¿Dos o tres más que yo?
—Treinta y pico.
—La verdad es que las negras despistáis mucho.
—Negra, lo que se dice negra...
—¿Quién era blanco, tu padre o tu madre?
—Ni idea.
—¿Qué quieres decir?
—Que soy huérfana.
—Vaya, lo siento. ¿Y no se te ha ocurrido preguntarle a esa abuela tuya que vive en París?
—En realidad no es mi abuela. ¿Cómo te llamas?
342
—Yadira ¿y tú?
—Ágata
Como nació un cinco de febrero, en un tiempo en el que las misioneras bautizaban a golpe de santoral, bien pudo haberse llamado Francisca, Adelaida o Isabel,
pero la partera era una segoviana de Zarramala y, claro, le puso Águeda. Todo para
nada, pues el cónsul que, con tanta premura, rellenó el salvoconducto en Libreville
para que huyese de África consideró que, como acabaría siendo francesa, lo más
adecuado sería inscribirla con el otro nombre por el que se conoce a la santa de Catania. Una lástima: la niña le había cogió cariño, pues suyo, lo que se dice suyo, no
tenía nada más. Así, que ni eso pudo traerse de Guinea Ecuatorial. Su vida no había
arrancado bien. Ni aquel país, en pleno terror de Macías, fue un buen sitio para venir al
mundo; ni para, algunos años después, ser la único testigo de un asesinato. ¿Cómo
imaginar, cuando aquellos rudos policías la prendieron aterrada, que tan siniestro azar
le abriría las puertas del privilegiado mundo en el que había habitado desde entonces?
—¿En qué…? —iba a preguntar la colombiana cuando una azafata se acercó.
—Comandante Duclos, nuestro piloto desea saludarla. ¿Querría acompañarme?
—Claro. ¿Quién es?
—Salazar; Tomás Salazar.
Embarcó con el pálpito de que al destino le apetecía ponerse de su parte, pero
no sospechó su presteza en atinar con lo que ansiaba. Y ahora, avanzando hacia la
cabina con su ligero atuendo veraniego de lino beis, sus delicadas sandalias y su andar desenvuelto, se excitó. Se había ido a la cama con varios pilotos, pero ¿quién
mejor que él para volver a conjurar la improbable dicha de lo imprevisto que, tiempo
atrás, les arrastró en Canaima a una fantasía que no había vuelto a disfrutar desde
entonces? Y se lo dijo.
—Ya estoy de vuelta. ¿Qué me preguntabas?
—Por tu trabajo, pero ya veo que eres piloto.
—Era, lo he dejado hace unos meses.
—Pero si es una profesión preciosa.
—Por supuesto, pero ya he volado muchos años. Primero fui militar y luego pasé a la aviación comercial.
—¿Militar? —Cómo era lo último que esperaba oír levantó la voz sin poder disimular su sorpresa.
—Sí, capitán de la aviación francesa. ¿No me ves capaz de pilotar un avión de
combate?
—Pues no, ¿qué quieres que te diga?
—¿Acaso no apruebas que las mujeres se alisten en el ejército?
—Si fueses colombiana y supieses todo lo que estoy pasando —se arrepintió en
el acto de lo que acababa de insinuarle—, comprenderías que odie todo lo que suene
a lucha y a fuerzas armadas. Lo que sucede, Ágata, es que no imaginaba que los
343
franceses confiasen esa tarea a una mujer negra y —añadió creyendo que podría
arreglarlo— tan atractiva.
—Pues ya ves de lo que es capaz una mujer africana de su tiempo. —Sabía
que no había querido ofenderla, pero no pudo evitar una mueca de rabia. Llevaba
mal que no la considerasen cien por cien francesa, pero su oculto orgullo fang, mezclado con Dios sabe qué sangre blanca, surgía como un resorte si alguien, osaba insinuar que su color, más que su sexo, podía constituir un hándicap.
—Perdona, no es lo que piensas. Si supieses como te envidio…, además yo
también tengo algo de mulata.
—Querrás decir mestiza.
—¿No es lo mismo?
—No. Mulato se suele aplicar a quien ha nacido de negra y blanco o al contrario. Y mestizo al de padre y madre de raza diferente, pero en especial de hombre
blanco e india, o de indio y mujer blanca.
—Creo que mis antepasados americanos eran Chibchas o Muiscas, el pueblo
dominante en el territorio colombiano, sobre todo en la zona andina, cuando llegaron
los españoles. No sé si lo sabes, pero era la civilización más avanzada en el continente tras los Aztecas y los Incas. Pero ¿qué haces ahora que no vuelas?
—Ejerzo mi otra profesión.
—¿Tienes una profesión de repuesto?
—Costumbre familiar. Mi madre, en realidad mi madrastra, que era monja, dejó los hábitos y abrió un estudio de Arquitectura. Un abuelo, marino mercante, se hizo maderero en Gabón. Y una tía mía, médico, se casó y se convirtió en ama de casa.
—Y eso es lo que tú has hecho.
—¡Qué va! ¿Casarme? Ni me lo planteo. Es que también estudié leyes.
—¿No me irás a decir que no te atraen los hombres?
—Mucho, pero he descubierto el placer de compartirlos.
—¿Prefieres tener amantes?
—Si yo te explicase… En realidad trabajo en Ginebra como jurista del ACNUR.
—¿Ac…?
—¿No has oído hablar de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados?
—Vagamente. Sé, por ejemplo, que Angelina Jolie es embajadora de esa organización. —El avión dio repetidas sacudidas y se encendieron los indicadores de los
cinturones de seguridad. Yadira se sobresaltó—. ¿Qué pasa?
—Turbulencias. No te preocupes, puede que duren un rato…
—¿No nos ensartará tu amigo en uno de estos picos de los Andes?
344
—Pudiese ser, pero hoy no: sabe que vamos a bordo y no lo va a permitir. Hoy
no, seguro que no —recalcó—. ¿Quieres que te hable del ACNUR?
—Vale.
—A lo largo de la historia las personas han sufrido persecuciones y se han visto
obligadas a buscar seguridad y protección fuera de sus países. El problema, que venía de lejos, se hizo tan grave tras la II Guerra Mundial que la Asamblea General de
la ONU creó, en 1950, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para
los Refugiados
y poco después, en el 51, adoptó la Convención de Ginebra sobre
el Estatuto de los Refugiados
que define quién lo es, establece una serie de derechos individuales y fija las obligaciones que atañen a los Estados.
—¿Y desde entonces?
—Como el paso del tiempo hizo necesario superar las restricciones geográficas
y temporales de la Convención para extender sus disposiciones a nuevas personas
necesitadas de protección internacional, la Asamblea General elaboró un Protocolo
que entró en vigor en el 67.
—¿Y todos los Estados están de acuerdo?
—Pues no, pero la gran mayoría son parte.
—¿Y qué pasa si una persona que necesita protección se encuentra en alguno
de los países que no son ¿cómo has dicho?
—Parte, es decir Estado obligado jurídicamente a respetar un tratado internacional por haber manifestado su consentimiento al mismo.
—Ya.
—El Alto Comisionado, además de cooperar con tales Estados, también es
competente en lo que concierne a los refugiados con independencia de cualquier limitación geográfica. Son los refugiados que suelen denominarse “mandate refugees” o
refugiados amparados por el mandato del ACNUR. Además hay toda una serie de tratados que versan sobre cuestiones tales como la concesión del asilo, los documentos
que necesitan los refugiados, las facilidades de viaje que deben proporcionárseles, etc.
—¿Y en el caso de América Latina?
—Hay un conjunto de convenios regionales que operan desde hace muchos
años, entre ellos: el Tratado sobre Derecho Penal Internacional, de 1889; el Acuerdo
sobre Extradición, de 1911; las convenciones sobre Asilo, de 1928; sobre Asilo Político, de 1993; sobre Asilo Diplomático, de 1954 y algunas más. También en África
hay un acuerdo que regula los aspectos inherentes a los problemas de los refugiados,
adoptada en el seno de la Organización de la Unidad Africana (OUA), a finales de los
sesenta.
—Te los sabes de memoria…
—Es mi trabajo.
—¿Y qué hacéis allí?
345
—Nuestra misión es de carácter apolítico, humanitario y social. Tenemos presencia en 126 países, contamos con más de 400 oficinas y el 85% del personal trabaja sobre el terreno, a menudo en países en conflicto, afrontando situaciones de alto
riesgo. Viene determinado por el mandato recibido de la comunidad internacional de
unir sus esfuerzos a los de los Estados para brindar asistencia a las personas necesitadas de protección y encontrar para ellas soluciones duraderas.
—¿Qué tipo de soluciones?
—La repatriación voluntaria al país de origen, si hubiesen cesado las circunstancias que provocaron la huida; la integración en la sociedad del país de acogida; el
reasentamiento en un tercer país, entre otras.
—¿Qué es exactamente un refugiado?
—Disculpe, comandante Duclos —la azafata, la misma de antes, le entregó un
pequeño sobre—, mi jefe quiere que lea la nota y le conteste.
Ágata lo hizo, se sonrió y escribió en el reverso: Sito, estaría muy bien que lo
consiguieses. Continúa intentándolo.
346
LA CRÓNICA DE MARTA
Tere tomó asiento en una butaca de mimbre frente al gran mural de vivos colores pintado por Betelli Gaston en el restaurante Las Chivas y ojeó la crónica de
Marta mientras aguardaba al maître. La había organizado en tres partes para que pudiese incluirla en El francotirador como si se tratase de tres capítulos cortos. La primera, titulada Decepción y desencuentro, refería cómo Ramón Soriano y él, bajo el
rótulo Experiencia institucional, habían redactado sendos capítulos destinados a encabezar Democracia Vergonzante y Ciudadanos de Perfil, en los que expresaban su decepción y desencuentro con las instituciones democráticas.
—¿Cómo se os ocurrió una cosa así?
—Pensamos, Marta, que un libro que contenía tan duras críticas a las instituciones democráticas, surgidas de las reflexiones de los autores al hilo de
su propia experiencia, se leería mejor si se conocían sus motivaciones y claves vitales.
—Pero el editor no los incluyó.
—Nos dijo que para hacer más ligera la lectura y dotar a la obra de una
mayor unidad temática sería preferible añadir una nota preliminar que remitiera al lector interesado a una página electrónica
en la que se publicarían ambos capítulos.
—¿Quién propuso el título?
—Magüi, la mujer de Soriano.
Comenzaba confesando su desazón ante el espectáculo generacional de veintecinco años de paz y algunos más de democracia vergonzante. Que si, a pesar de ello,
el paso de los años no había logrado aún apaciguar en él el irresistible impulso adolescente de cambiar el mundo y, ya en la madurez, se avenía con ganas redobladas a
la siempre arriesgada convivencia con la innovación y la rebeldía, se debía al aguijonazo constante que suponía comprobar diariamente la actuación de la gran mayoría
de los representantes políticos, la incultura política generalizada y esa apatía de la
que solían hacer gala sus conciudadanos "de perfil". Luego aludía a su etapa en el colegio…
—No puedo quejarme del interés que los curas demostraron por mí.
Fíjate, ya en la universidad, los Jesuitas, envidiosos del creciente auge del
Opus Dei, quisieron potenciar las asociaciones de sus antiguos alumnos y me
nombraron delegado de Andalucía. Ya antes, en preuniversitario, el riguroso
y estricto padre prefecto, Carlos García Hirschfeld S.J.,
nos sorprendió
con el magnánimo gesto de crear la insólita figura del delegado de curso y
nadie discutió que los propios curas se atribuyesen la facultad de escoger a
nuestro representante.
—¿Tampoco tú?
—¡Qué va! ¿Cómo iba a hacerlo, si recayó en mi tal nombramiento? Claro, que luego he cambiado y me apena que algunos compañeros, que han
347
hecho buenas migas y dineros poco claros con esta democracia, sigan añorando procedimiento tan obsoleto.
—¿Piensas en alguien en particular?
Sonó el móvil. Era Said. Bajó el volumen y dejó que lo hiciese sin prestarle la
menor atención.
—En varios muy conocidos, pero especialmente en el jeta del Sr. de Almeida.
—¿El político y empresario sevillano?
—El mismo. Hace poco nos encontramos en la calle Sierpes y me confiesa que había seguido con admiración mis denuncias en el asunto de Guinea
y que celebraba que ambos mantuviésemos intactos nuestros ideales de lucha por la democracia.
—Todo un detalle por su parte, al menos se acordaba de ti.
—Sólo faltaba, después de nueve años en la misma clase y de haberse
casado con una de mis mejores amigas. Me cabreó tanto que metiese mi
modesta trayectoria política en el mismo saco que la suya que le recordé
que, desde que salimos del colegio, se habían librado dos grandes batallas.
La primera contra la dictadura de Franco: yo acabé, le dije, sin pasaporte y
en la cárcel, mientras tú seguías alardeando de que no te interesaba la política. La segunda contra la corrupción: yo me comprometí a fondo en el
asunto de Guinea y tú has sido un político y empresario corrupto que, además, ya que has sacado el tema, no moviste un dedo por mi cuando tu amigo Luis Yáñez y sus compinches me represaliaron por ponerles en evidencia
ante la opinión pública.
Continuaba con sus interminables líos con el TOP, el Tribunal de Orden Público
o tribunal político de la dictadura que le procesó y le condenó un par de veces a principios de los 70. Con sus primeros años de universidad.
—Me matriculé en Medicina y fui delegado del aquel primer curso en el
que éramos más de un millar de alumnos.
—Todo un éxito personal.
—Más que nada porque si en la mala conciencia de las adolescentes sensaciones de halago que me proporcionaron los nombramientos de los Jesuitas está el origen de mi enfermiza aversión a los procedimientos digitales de
elección; en las imperecederas emociones que sentí aquella mañana de otoño en el aula magna de la Facultad de Medicina de Sevilla, fraguó una devoción por la democracia que profeso desde entonces.
Y con sus experiencias durante la dictadura de Franco.
—¿Cómo viviste aquella época?
—Como en una escuela para la ciudadanía. Era joven y acabé implicandome en la lucha contra aquella dictadura. Las detenciones, los procesos y
condenas judiciales, las estancias en la cárcel y las subsiguientes represalias
348
que padecí durante el servicio militar en Badajoz
me hicieron perseverar
en las convicciones que sustentaban mis ideales y me resultaron de gran utilidad personal para transitar luego por la senda de esa democracia vergonzante que vino a continuación. De hecho, resultó un excelente complemento
de mi formación universitaria y ha tenido mucho que ver, tanto con el ánimo
que aún me sobra para persistir, en condiciones de animadversión y hostilidad manifiesta por parte de la democracia representativa al uso, en la materialización de iniciativas y actividades de control incisivos, como con mis modestos testimonios de resistencia al poder. Lee+
Por fin llegó el maître para tomar nota de su comanda.
—Estoy dudando entre lomo de cerdo en salsa de tamarindo o sancocho de
pescado. ¿Qué me aconseja?
—El sancocho está delicioso.
—Pues sancocho y una copa de vino blanco.
La segunda parte se titulaba Azul entonces, hoy violeta y se centraba en la
militancia política de Álvaro.
—Nunca he tenido carné de ningún partido político, ni legal ni clandestino. Eso sí, enla época de Franco compartí la comuna unitaria organizada
por el Partido Comunista de España en la tercera galería de Carabanchel que
era la más numerosa.
—¿Más que la del PSOE?
—Te juro, Marta, que en las tres ocasiones, entre finales del 70 y mediados del 74, que estuve en Carabanchel, nunca conocí allí a nadie que se reclamara de ese partido.
—Pero ¿no nos has comentado alguna vez que formaste parte de Izquierda Unida?
—Así es. Acepté la invitación a unirme a ellos como independiente cuando, tras mi activa colaboración con el diputado Gerardo Iglesias, con ocasión
de los trabajos de la comisión de investigación de la cooperación hispanoguineana, el entonces secretario general del Partido Comunista me propuso
formar parte y, como tantos otros, confié en el espejismo del movimiento
político y social que se ponía en marcha. De hecho, aparezco en la portada
del “Mundo Obrero” que daba cuenta de la primera asamblea federal sentado junto a un comunista histórico por el que sentía gran admiración y respeto: el onubense Francisco Romero Marín al que había conocido en la cárcel.
Algo de lo que me siento orgulloso.
—¿En qué ámbito colaboraste con ellos?
—Gerardo me planteó la posibilidad de ser coordinador general del área
de cooperación al desarrollo que se disponía a crear.
—Te encantaría.
—Por supuesto, pero Gerardo dejó la presidencia de IU y, por aquella
época, tuve que marcharme de Madrid.
349
—Y ya en Huelva ¿no continuaste colaborando con IU?
—Lo hice. Incluso fui algunos meses coordinador provincial adjunto con
Diego Valderas, el actual presidente del Parlamento de Andalucía. Es más,
un día vinieron a verme Julia Hidalgo, la mujer de Willy Meyer, que había sido compañera mía de facultad, y Kechu Aramburu.
—¿La diputada y europarlamentaria comunista que abandonó la coalición
hace unos años?
—Sí. Ambas pertenecían entonces a la dirección andaluza, y me propusieron que fuese coordinador del área de cultura de IU en Andalucía.
—¿Aceptaste?
—No, dado que carecía de experiencia en ese campo. Luego las cosas se
complicaron.
A continuación, Marta detallaba su frustrado intento, junto con Ramón Soriano,
por incorporar la vieja Universidad Hispanoamericana de La Rábida a la Universidad
de Huelva, entonces en ciernes. Sus gestiones en el Parlamento de Andalucía, las
movilizaciones de aquellos días en Huelva…
—Se manifestaron los estudiantes y varios representantes estudiantiles
fueron multados con un millón de pesetas por la gobernadora civil. Es más,
Ramón y yo, con otros profesores y un buen grupo de alumnos, nos encerramos en la sede de la Hispanoamericana.
—¡Gran movida!
—Pero no sirvió de nada. Acababa de nacer la Universidad Internacional
de Andalucía con dos sedes, una en Baeza, lugar de nacimiento del consejero de educación, Antonio Pascual; otra, en La Rábida. De hecho, Soriano
escribió algún tiempo después: “La suerte estaba ya echada. La Hispanoamericana fue separada de la Universidad de Huelva y gubernamentalizada,
contra el sentir de toda una ciudad, en la noche del 7 de abril de 1992 por el
Pleno del Parlamento andaluz con los votos positivos del PSOE y PA y las
abstenciones del PP e IU. Es curioso constatar —añadía— que los responsables políticos onubenses, que tronaron contra la separación de la Hispanoamericana en prensa y radio, poco después sin el más mínimo pudor, votaron sí o se abstuvieron en la propuesta parlamentaria de separación. Una
vez más los políticos onubenses demostraban ser títeres y marionetas, cuyos
hilos se movían desde fuera... y anteponían las consignas a los intereses de
la ciudad a la que servían. !Potestas dixit!”.
—¿Y qué te pasó con Violeta Alejandre, aquella gobernadora que era
amiga de mi madre?
—Cuando multó a los estudiantes le dirigí un escrito público auto inculpatorio que concluía diciendo: “su actuación, señora gobernadora, me recuerda
a la de sus antecesores franquistas en el cargo; azul entonces, hoy violeta”.
—¡Qué fuerte!
350
Luego le aclaraba a Marta algún que otro coqueteo político de los que ella había tenido noticia.
—Y aquel ministro de Aznar que dimitió… ¿cómo se llamaba?
—Pimentel, Manuel Pimentel.
—¿No te invitó a formar parte de la plataforma que creó para concurrir a
las elecciones autonómicas?
—No exactamente. Eso ocurrió en 2002, tras la publicación de Democracia vergonzante y ciudadanos de perfil. Tanto le interesó el libro que nos invitó a almorzar a Soriano y a mí y nos propuso que le cediésemos los derechos de autor. Acababa de crear la Editorial Almuzara y estaba muy interesado en publicarlo y difundir sus ideas entre sus correligionarios del Partido
Popular. Meses después, cuando preparaba la campaña electoral, me citó en
el Parador de la Arruzafa de Córdoba para que le explicara algunas de mis
propuestas de lo que él llamaba “nueva tecnología política” para tratar de incorporarlas a su plataforma.
—¿Te hizo caso?
—¡Qué va! Le hablé de que la opción más rentable y honesta en términos
políticos era centrarse exclusivamente en la tarea de elevar el nivel de cultura política de los andaluces. Qué sólo así, trabajando a largo plazo, se podría
poner en evidencia la política esencialmente ineficaz, derrochadora y corrupta de la Administración autonómica socialista, pero él quería jugar al juego
de los partidos políticos y mis ideas de entonces, el embrión de lo que hoy es
mi modelo de participación fraccionada, constituían una alternativa radical al
juego de los partidos. Lee+
El sancocho de pescado no estaba tan rico como había imaginado y, temiendo
que Said regresase, se apresuró a refugiarse en su habitación frente a la playa. Se
metió en la cama y retomó la lectura de la larga crónica de Marta. En su tercera parte, El voto contra uno mismo, ella se interesaba por la evolución del suyo en todos
esos años.
—Tras dar mi apoyo a la Constitución, sólo volví a votar en las primeras
elecciones generales. Lo hice por el Partido Comunista, en homenaje a los
luchadores que había conocido en Carabanchel. Y al hacerlo tuve esa sensación agridulce que tan certeramente describe Soriano cuando afirma que "en
la lucha por el cambio político suelen compartir el compromiso y el riesgo
numerosos movimientos sociales y escasos partidos políticos, actuando en
consonancia para acabar con el antiguo régimen. Después, implantado el
nuevo régimen democrático, los movimientos sociales perecen y los partidos
se afianzan y crecen. Si es necesario, los partidos, recelosos de los movimientos sociales, los desacreditan y marginan. El voto ciudadano, que consolida el partido, es en cierta medida un voto contra su propia iniciativa y libertad crítica. Un voto contra sí mismo”.
—Me sorprende que no hayas vuelto a votar.
—Pero, eso sí, siempre he substituido el ejercicio del sufragio por un gesto testimonial.
—¿Y qué haces?
351
—Formular una queja al Defensor del Pueblo, ejercer el derecho de petición ante el Congreso de los Diputados o el Parlamento Europeo, presentar
una denuncia ante la Fiscalía General del Estado, activar un observatorio de
iniciativa y control ecociudadanos, mantener una huelga de hambre o aportar una modesta contribución en pro de la innovación y el cambio, como hice
cuando concluí mi primer trabajo sobre el modelo de participación fraccionada, que lo publiqué haciendo constar que el texto sustituía a mi voto en los
comicios que se celebraban en aquella jornada electoral del nueve de marzo
de 2003. Y así en todas y en cada una de las sucesivas citas electorales.
—Curioso.
—Es que no me gustan un pelo los partidos políticos.
—Pero sin ellos…
—¿Que no habría democracia?
—Claro.
—Pero te refieres a la democracia que conocemos.
—¿Acaso hay otra?
—La habrá y estará a años luz de la que ahora se practica. Y hace mucho
que yo trabajo en ello. Lee+
—Ya… ¿Y qué me cuentas del Defensor del Pueblo Andaluz y de tu huelga
de hambre en la Universidad de Huelva?
—Con la institución del Defensor no sólo he tenido desencuentros y decepciones. En una ocasión sentí tanta y tan profunda indignación ante la actitud de tolerancia personal adoptada por el Defensor del Pueblo Andaluz, de
profesión profesor universitario, frente al trato vejatorio a la institución dispensado por el presidente de la Comisión Gestora de la Universidad de Huelva, que llevé a cabo una huelga de hambre de diecisiete días para, podría
decirse, defender al Defensor.
Lee+
352
DE REFUGIADOS Y DESPLAZADOS
¿Casualidad? En realidad no —pensó la antigua piloto mientras Yadira se afanaba en descubrir alguna cumbre entre el denso mar de algodón que ocultaba los
Andes—, pues había frecuentado mucho esa ruta. Las tripulaciones de las distintas
aerolíneas solían coincidir en los hoteles y ella, si no llegaba muy cansada, procuraba
la compañía de los hispanos. Y es que siempre que podía aprovechaba para practicar
la lengua que le enseñaron las monjas en su primera infancia.
—Te decía, Yadira, que un refugiado es una persona que huye de su país de
origen o de residencia por miedo.
—¿A qué?
—A actos de violencia física o psíquica, a medidas legislativas, policiales, administrativas o judiciales que les discriminan.
—¿Por sus ideas políticas?
—Y por otras causas: la religión que profesan, la etnia a la que pertenecen, su
nacionalidad, la existencia de situaciones de conflictos generalizados que entrañan
una amenaza grave contra la vida o la integridad física, su pertenencia a un grupo
social determinado…
—¿Grupo social determinado?
—Conjunto de personas que, además del hecho de ser perseguidas, comparten
una característica común.
—¿Qué tipo de características?
—Aquellas tan fundamentales para la dignidad humana a las que nadie debe
verse obligado a renunciar.
—Un ejemplo.
—Las mujeres, los menores, el colectivo LGBTI…
—¿Los homosexuales?
—En realidad LGBTI son las iniciales de lesbianas, gais, bisexuales, transexuales e intersexuales.
—¿Transexual e intersexual no es lo mismo?
—No. El término transexual describe a las personas cuya identidad y/o
expresión de género difiere del sexo biológico con el que nacieron.
—Entonces los heterosexuales, los gais, las lesbianas y los bisexuales pueden
ser transexuales.
—Claro, puesto que se trata de una identidad de género y no de una orientación sexual.
353
—Ya.
Y, por si acaso, Ágata le explicó que identidad de género se refiere a la vivencia
interna e individual del género tal como cada persona la siente profundamente, la
cual puede corresponderse o no con el sexo asignado en el momento del nacimiento.
Y orientación sexual, a la capacidad de cada persona de sentir una profunda atracción
emocional, afectiva y sexual por personas de un género diferente al suyo, o de su
mismo género, o de más de un género, así como a la capacidad mantener relaciones
íntimas y sexuales con estas personas.
—¿Intersexual? —Yadira aprovechó para que le aclarase algunas dudas.
—Quien nace con una anatomía reproductiva o sexual y/o patrones de cromosomas que no encajan con las típicas nociones biológicas de hombre o mujer.
—¿Los hermafroditas?
—Así se les solía llamar, pero el ACNUR recomienda que no se utilice ese término.
—Entonces ¿una persona intersexual puede identificarse como hombre o mujer
aunque su orientación sexual pueda ser lesbiana, gay, bisexual o heterosexual?
—En efecto.
—Y, claro, por ese motivo pueden ser discriminados.
—Y padecer abusos por presentar una discapacidad física o por su condición
médica, o por su apariencia corporal distinta a la esperada en hembras y machos.
Imagínate que las autoridades se negasen a inscribir en el registro civil a un intersexual recién nacido. Tal decisión podría llevar aparejada una serie de riesgos asociados y la negación de sus derechos fundamentales. Además, hay países en los que la
intersexualidad es vista como producto de la brujería.
—¿Sí?
—Y eso puede dar lugar a que toda la familia padezca los mismos abusos. Al
igual que los transexuales, corren el riesgo de sufrir daños durante el proceso de
transición al género elegido si sus documentos de identidad no lo reflejan. Y, por supuesto, el desconocimiento de la condición de intersexual puede llevar a asociarles
con los transexuales.
—Te confieso que ni me lo había planteado. ¿Dónde podría leer algo?
—Te puedo proporcionar una página electrónica
Principios de Yogyakarta.
desde la que descargar los
—¿Dónde está Yogy…?
—Yo-gy-a-kar-ta —deletreó el nombre para que Yadira pudiese tomar nota en
la pequeña agenda que sacó de su mochila de mano— está en Java, Indonesia. Allí,
en la Universidad de Gadjah Mada, se reunieron en 2006 los especialistas que propusieron unánimemente los principios sobre la aplicación de la legislación internacional de Derechos Humanos en relación con la orientación sexual y la identidad de
género.
—¿Así que se puede solicitar asilo si se es perseguido por estos motivos?
354
—Uno de los principios, el 23 si no recuerdo mal, señala que en caso de persecución, incluida la relacionada con la orientación sexual o la identidad de género,
toda persona tiene derecho a solicitar asilo y a obtenerlo en cualquier país. Es más,
no se puede expulsar o extraditar a una persona a ningún Estado en el que por ese
motivo pudiese verse sujeta a temores fundados de sufrir tortura, persecución o cualquier otra forma de penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes.
—¿Son refugiados los inmigrantes?
—Hay una diferencia esencial. Los primeros huyen para salvar su vida y, claro,
no pueden retornar mientras existan las circunstancias que provocaron su temor a
ser perseguido. Los segundos suelen abandonar su país de manera voluntaria en busca
de una vida mejor.
—¿Qué estudias, Yadira?
—Me gustaría ser actriz, pero estudio gestión ambiental.
—¿En Popayan?
—No, en la Universidad Bolivariana de Caracas.
—¿Por qué en Venezuela? ¿Acaso vive allí tu familia?
—No. Es que me desagrada la situación por la que pasa mí país. Además, mi
novio es venezolano y la mayoría de la gente de mi grupo estudia allí.
—¿Un grupo de qué?
—De gente interesada en la protección del ambiente que promovió ese embajador que quieres que te invite a cenar cuando pases por París.
—No dudes que lo hará… ¿Qué opinan tus padres?
—No lo sé, pero les encatantaría saber que ya no vivo en Colombia.
—¿Qué quieres decir?
—Que oficialmente están muertos. A los catorce años tuve que irme a vivir a
Bogotá con unos parientes de mi madre. Perdóname, pero ahora no me apetece hablar de eso.
—Disculpa —En condiciones normales Ágata habría insistido, pues en esos casos su curiosidad de exacerbaba. No sabía cómo, pero parece que vivían y eso era lo
importante. Aquella chica le caía bien—.
—La nueva Venezuela me encanta. Los jóvenes, Ágata, están vivos, no tienen
miedo y están comprometidos en la lucha contra las injusticias del pasado.
—Veo que te interesa la política.
—¡No sabes cuánto!, pero continúa contándome lo que hacéis en el ACNUR.
—En muchos lugares del mundo los menores, las mujeres, y las personas de
las que acabamos de hablar, están desprotegidas. Hay acontecimientos políticos y
sociológicos, tipo Primavera Árabe; conflictos enquistados, como en Afganistán, Somalia, Irak, la República Democrática del Congo, Colombia, etc.; tensiones de ca-
355
rácter étnico y político que perduran tras las guerras de Sri Lanka, Costa de Marfil y
Sudán y los nuevos conflictos en Malí y en Siria que generan inmensos impactos en el
complejo mundo de las personas necesitadas de refugio o de protección internacional. Por eso es esencial que los países de acogida estén en condiciones de ofrecer
un sistema de protección internacional efectivo que permita responder a las necesidades de quienes huyen de sus países con el único objetivo de salvar sus vidas y
las de sus familias y de ver respetados sus derechos fundamentales. ¿Es que no os
explican esas cosas en tu universidad?
—No, que yo sepa.
—Pues podrías aprovechar para comentarlo con ese grupo tuyo y exigir que lo
hagan. Precisamente el ACNUR ha colaborado en la elaboración de un Programa de
enseñanza del Derecho Internacional de los Refugiados para las universidades de
América Latina.
—Buena idea —volvió a tirar de agenda para apuntar la referencia—, lo haré en
cuanto regrese. ¿Y cuál es tu cometido exactamente?
—Trabajo en relación con el Sistema Europeo Común de Asilo.
Seguimos
muy de cerca los desarrollos legislativos en la Unión Europea sobre esta materia.
Asesoramos a sus instituciones y a los Estados miembros
sobre una gran variedad de temas relacionados con la protección de los refugiados, el reasentamiento y la
integración, promoviendo el respeto por las normas internacionales en materia de
protección, tanto dentro como fuera de la Unión. Ten en cuenta que el derecho comunitario y la práctica tienen una influencia considerable en el desarrollo de los mecanismos de protección para los refugiados en otros países. Últimamente he estado
trabajado en las recomendaciones del ACNUR con vistas a la presidencia chipriota de
la UE iniciada el mes pasado.
—¿El ACNUR también entiende del problema de los desplazados?
—Por supuesto. En los últimos 30 años se ha proporcionado asistencia en múltiples operaciones con desplazados internos en todo el mundo, en situaciones tan diversas como las que se dan en tu país, en Angola, en los Balcanes, en Afganistán, Sri
Lanka o Iraq. En 2005 se alcanzó un acuerdo global, el llamado “enfoque de grupo” o
“cluster approach”, que ha reforzado y aclarado el papel que desempeña la comunidad
internacional y el de las agencias especializadas en la ayuda a los desplazados internos. A partir de ahí el ACNUR ha asumido el liderazgo en materia de protección y alojamiento de emergencia, así como en la gestión y coordinación de los campamentos.
—Pero se trata de situaciones muy diferentes.
—Por supuesto. Los desplazados que cruzan una frontera en busca de protección son considerados refugiados, mientras que aquellos, que por un motivo u otro
permanecen en su propio país, son los llamados desplazados internos.
—¿Y quiénes pierden sus hogares a consecuencia de desastres naturales?
—También se consideran desplazados. En tales casos el ACNUR no suele intervenir, salvo en circunstancias excepcionales, como fueron las motivadas por el tsunami de 2004 en Asia y el terremoto en el norte de Pakistán de 2005.
—¿De cuantas personas estamos hablando?
—De muchísimas. Se calcula que, a finales de 2011, había más de cuarenta y
cinco millones de desplazados forzosos entre desplazados internos, solicitantes de
356
asilo y refugiados propiamente dichos. Treinta y cinco de los cuales bajo el mandato
del ACNUR.
—¡Qué barbaridad!
—Fíjate, sólo en tu país hay casi cuatro millones de personas que han sido desplazadas internamente, cuatrocientas mil han cruzado las fronteras en busca de protección internacional y, de ellas, más de cien mil han sido reconocidos oficialmente
como refugiados.
—¡Qué me vas a decir!
—Es una situación humanitaria tan grave que ha obligado a desarrollar un enfoque regional holístico conocido como “Situación Colombia” destinado a promover
una respuesta armonizada al desplazamiento interno y asegurar la protección internacional de los refugiados en la región. Forman parte de ella: Venezuela, Panamá y
Ecuador.
—Sé que en Ecuador hay muchos refugiados que han huido de las FARC y de
los paramilitares. —Eso lo sabía bien, pero ni había oído hablar de ese enfoque regional, ni acababa de enterarse de qué significaba exactamente el adjetivo holístico
que también había usado varias veces el embajador Jesús Arnaldo Pérez durante la
cena de la víspera en Caracas.
—Casi sesenta mil. Es el país que acoge más refugiados de América Latina y
casi todos son colombianos.
—¿Colombia ha firmado los tratados del ACNUR, verdad?
—Sí, es parte, tanto de la Convención del 51, como del Protocolo del 67. Y
también de la Declaración de Cartagena.
—¿De Cartagena? No tenía ni idea de que en mi país…
—Se trata de un instrumento regional adoptado en el Coloquio sobre la Protección Internacional de los Refugiados en Centroamérica, México y Panamá, celebrado
en 1984. Amplía la definición de refugiado contenida en la Convención del 51, incluyendo a las personas que han huido de su país por haber visto amenazadas sus vidas, su seguridad o libertad por la violencia generalizada, la agresión extranjera, los
conflictos internos, la violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público.
—De lo que me acabas de decir deduzco que los integrantes de la FARC o del
Ejército de Liberación Nacional no podrían acogerse ni al asilo, ni a la protección internacional.
—Obviamente, ni son refugiados, ni desplazados internos, sino todo lo contrario. Considera, Yadira, que ese tipo de movimientos constituyen grupos armados
ilegales condenados por la ONU. En junio la Oficina en Colombia del ACNUDH…
—¿Ac…?
—Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
Decía que la oficina en Bogotá denunció en junio que había podido constatar graves
casos de infracciones al derecho internacional humanitario por parte de las FARC durante los primeros meses del año y, el mes pasado, condenó el ataque de miembros de
las FARC contra un campo petrolero, en Putumayo, en el que murieron cinco civiles.
357
—¿Y ese sería también el caso de quienes pudiesen demostrar que se han visto
involucrados en esos movimiento a la fuerza? Piensa, es un supuesto, en un médico o
en una enfermera reclutados por la guerrilla.
—Puede que haya muchos casos y su situación es muy complicada. No soy
experta en ese tipo de situaciones. Llevo pocos meses en el ACNUR y, como te he dicho, estoy muy centrada en el Sistema Europeo Común de Asilo. ¿Acaso te interesa
por algún motivo personal? —Creyó que debía preguntárselo, pues sospechaba que
podría tener relación con ese extraño secretismo con respecto a sus padres.
—Muchísimo.
—Si quieres te pongo en contacto con la oficina principal del ACNUR en Colombia o con alguna de las regionales donde podrían informarte.
—¿Cuánto tiempo vas a estar en Bogotá?
—El que dure mi escala; estoy de vacaciones y me esperan unas amigas en
Cartagena de Indias.
—¡Qué pena! Creí que te quedarías. —Su desilusión era patente.
—¿Tú vas a Popayan, claro?
—No, allí ya no tengo a nadie —dudó, pero optó por hacerla partícipe de sus
cuitas, pues intuía que Ágata podría ayudarla—. Este es un viaje improvisado. Me enfadé con mi novio la semana pasada y no tenía más alternativa que aburrirme en Caracas o pasar las vacaciones con mis familiares de Bogotá. Y, ¡qué remedio!, aquí estoy sin la menor ilusión. Ni siquiera les he dicho que venía. Colombia me trae tan
malos recuerdos.
—Señorita Duclos, esto es para usted. El comandante quiere saber si está de
acuerdo.
—Ahora mismo me acerco.
—Estamos a punto de tomar tierra, será mejor que yo le lleve su respuesta.
El sobre contenía una foto, tomada en la orilla de un río en la selva, en la que
el piloto sonreía abrazado por Ágata y otra chica preciosa. Al dorso había anotado
algo a lápiz que leyó sonriendo.
—Dígale que sí. Gracias. —Se volvió a Yadira y exclamó ¡Qué fáciles son los
hombres!
—Sólo si se trata de sexo.
—Es que de sexo se trata.
—¿Y me vas a dejar con la miel en los labios?
—Eso depende de ti. Si quieres compartir nuestro secreto tendrás que esperarle conmigo en el aeropuerto de Bogotá.
—Vale, ya te he dicho que no tengo prisa.
358
—Haremos lo siguiente: te acompañaré a recoger tu equipaje y luego nos vamos al bar en el que nos ha citado.
—¿Cómo que nos ha citado, si a mí ni me conoce?
—Pero le encantarás.
—Estás loca, pero me caes bien y tiempo es lo que tengo. Hecho, siempre que
tu amigo no nos estrelle.
—Pues abróchate el cinturón y no te preocupes. Ya verás cómo, dadas las circunstancias, se va a esmerar.
Y mientras Sito Salazar bajaba el tren de aterrizaje y posaba suavemente el
Airbus A320 en la pista de Eldorado, Ágata decidió sobre la marcha que el destino
también debía ocuparse de Yadira, pero juzgó prudente contener el vehemente impulso de confiarle sus planes. Ya en tierra, ambas conectaron sus comunicadores en
busca de mensajes. Ágata sólo tenía uno al que respondió de inmediato: “Nos vemos
en el aeropuerto a la hora prevista. ¡Ah! Y no hagáis planes para nuestra primera
noche caribeña, que ya estoy en ello. Besos”. La colombiana, ninguno.
359
CUANDO SE AGOTE EL PETRÓLEO
Poco antes de las cuatro de la tarde, la hora anunciada para que comenzase el
esperado espectáculo al que habían invitado a los integrantes de una asociación ecologista local, el salón de conferencias del hotel de Atacames estaba al completo.
A una indicación de Dani una luz enfocó a Aicha que lucía la más elegante de
sus chilabas. Luego, cuatro imágenes ocuparon las esquinas de la pantalla: mujeres
africanas que caminaban por la senda de un bosque portando haces de leña sobre
sus espaldas, mineros con las caras y los brazos tiznados, un pozo de petróleo rudimentario que parecía sacado de Gigante y una montaña poblada de aerogeneradores.
Debajo, en el centro, un título: Cuando se agote el petróleo. Y cinco nombres: Daniel
Viola, director y guionista; Aicha Menjra, narradora; Andrés Vargas, montaje y efectos
especiales; Tarald Olsen, cámara; José Carlos Rodríguez, voz en off y doblador.
—El más que imaginativo conferenciante que conocimos en los Cursos de Verano de La Rábida de 1492 ―comenzó a decir Aicha de pie ante el atril— ya nos advirtió que para cambiar el mundo necesitaríamos saberes y energía. Ha transcurrido
mucho tiempo desde entonces y a lo largo de ese fantástico periplo hemos podido
comprobar con nuestros propios ojos la voluntad y la capacidad y, claro, las grandes
dificultades de los seres humanos para adaptar los saberes a sus necesidades, poner
orden en los conocimientos adquiridos gracias al tanteo de posibles alternativas y
transmitir lo aprendido simplificando tan laborioso aprendizaje. Recordad que nos
preguntó: ¿acaso puede comprenderse la historia sin tener en cuenta la energía? Sin
ella, nos dijo con rotundidad, ni hay vida ni cultura. Sólo el saber, fruto de la creatividad, posibilita la aplicación útil de energía, de nuevas energías, a portentosos ingenios capaces de transformar nuestra civilización.
Hizo una pausa y se giró hacia la pantalla que ahora mostraba un soberbio paisaje de rojizas dunas saharianas que, ¡sorpresa!, dio paso a un plano de la chica mora paseando, con idéntica vestimenta, por el acogedor palmeral de un oasis desde el
que continuó la narración iniciada en la sala, ya sólo iluminada por la luz del proyector.
―Nos habló de extraer de ciertas rocas, que se encuentran en los lechos
geológicos continentales o marinos, un aceite o petroleum y de someterlo a
determinadas operaciones de destilación y refino para obtener un líquido volátil e inflamable. Profetizó que la exploración y posesión de los territorios en
los que abunden esas rocas, la construcción de grandes artilugios para su
extracción y refino, la instalación de campamentos de almacenamiento y la
organización de grandes redes para su transporte y distribución condicionarán la vida de los hombres en mucha mayor medida, si cabe, que lo hicieron
las especias o los metales preciosos.
Nueva secuencia de fotos fijas, alusivas a lo que acababa de decir, que dieron
paso a un primer plano de Aicha sentada en la arena mientras proseguía la narración.
—Si hasta ahora hemos tratado de visualizar el progreso a través de la
concepción y aplicación práctica de esa idea que es la producción del movimiento a partir del motor de combustión o de explosión interna ha llegado el
momento de prestar atención a dos nuevos aspectos. De un lado, a los modelos energéticos en los que se ha apoyado este progreso; de otro, a la relación existente entre el uso de recursos energéticos, cada vez más difíciles de
361
encontrar y procesar, y la imposición de determinadas infraestructuras tecnológicas, progresivamente más complejas, jerarquizadas y centralizadas,
inherentes a la naturaleza de nuestro modelo energético.
Un foco iluminó a la chica que continuó su presentación desde el atril.
—Activemos nuestra imaginación y regresemos a la primavera de 2001 para
participar en un debate sobre un interesante libro titulado The Hydrogen Economy,
que nos permitirá hacer una incursión en la gran era que comenzará cuando se
acabe el petróleo y se cree una red energética mundial capaz de redistribuir el poder
en la Tierra. Os refrescaré algunas ideas y le cederé la palabra a su autor.
—El modelo energético del mundo medieval ―apuntó una voz en off― se
basaba en la madera. El carbón sólo comenzó a ocupar su lugar en la Inglaterra de 1700 y lo hizo con tal vigor que, a mediados del siglo XIX, la mayor
parte de Europa ya había iniciado su reconversión a la nueva fuente de energía. Años después, a principios del siglo XX, el petróleo ocupó el centro del
panorama energético debido a la aparición del motor de combustión interna.
Sin embargo ―prosiguió Aicha, ahora en un oasis, rodeada de un grupo de
niñas y niños atónitos― ¿qué sucedería si se agotara el modelo energético
basado en los combustibles fósiles? ¿Habría alternativas? ¿Cuáles? ¿Cómo
influirán en el desarrollo del ser humano?
La portada de la página electrónica de la Foundation on Economic Trends
surgió en la pantalla dando paso a un breve vídeo en inglés subtitulado en español.
Cuando finalizó reapareció la imagen del oasis donde los pequeños se levantaron
para enlazar sus manos con la presentadora e iniciar una desordenada carrera entre
los palmerales. Y, por fin, un hábil montaje en el que el propio Rifkin se dirigía a los
asistentes: una treintena de personas sentadas en un salón del Luna Runtum de Baños que había sido redecorado para simular el auditorio de la sede washingtoniana de
la fundación. Allí se encontraban los integrantes de la expedición, algunos de los estudiantes de Ambatos y varios de los clientes del hotel a los que Dani había invitado
a incorporarse al rodaje.
—Recordad que el acceso a la madera resultó mucho más fácil que al
carbón y, por supuesto, que al petróleo o al gas natural. —Era la voz de José
Carlos doblando al profesor norteamericano—. El ritmo, el flujo y el volumen
de producción que permite la madera no son lo bastante importantes como
para introducir un cambio cualitativo en la velocidad y en la diversidad de la
actividad comercial hasta el punto de imponer un mayor grado de coordinación y unos mecanismos de dirección y control más jerárquicos y centralizados. Sin embargo, prospectar, extraer, transportar, refinar y distribuir petróleo y productos petroquímicos es un negocio costoso y complicado. Por eso
esta industria ha requerido desde el principio una estructura altamente centralizada de dirección y control para coordinar y asegurar su flujo hasta los
usuarios finales. Sólo las mayores compañías del mundo disponen de los recursos necesarios para gestionar el sofisticado proceso que va desde el pozo
a la gasolinera. El hecho es que la era de los combustibles fósiles ha creado
las instituciones de dirección y de control más centralizadas y jerarquizadas
de la historia para administrar su régimen energético.
―¿Profesor Rifkin, se acabará el petróleo? ―preguntó la voz en off.
―No vamos a entrar en el detalle de las reservas, ni de los recursos disponibles, ni si se falsean las cuentas o las razones para hacerlo. Sin embargo, los cálculos publicados en las principales revistas científicas por algunos
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de los más notables expertos mundiales en geología, sugieren que la producción global de crudo barato, la sangre que da vida a la economía global,
podría tocar techo no más tarde de 2020. Nos acercamos a toda velocidad a
una de las principales encrucijadas de la historia de la civilización humana,
cuyas profundas consecuencias apenas comenzamos a vislumbrar. La edad
de oro del petróleo ha quedado atrás. Eso no significa que no se sigan descubriendo pequeños yacimientos, pero no serán suficientes como para compensar el descenso continuado del inventario mundial de reservas probadas.
―Sin embargo ―de nuevo aquella voz―, la demanda mundial del crudo
continúa aumentando.
―Estamos consumiendo —prosiguió el autor del libro— casi dos barriles
de petróleo crudo convencional por cada nuevo barril que descubrimos. El
descenso en el número de descubrimientos y el agotamiento de las reservas
probadas adquieren todavía más gravedad a la luz del aumento esperado de
su demanda en las próximas dos décadas. Se espera que la población mundial pase de 6.200 a 7.500 millones de personas para el año 2020, por lo
que la presión sobre las reservas no hará más que intensificarse. Tal aumento traerá consigo una aceleración del proceso de urbanización.
―Eso significará —sentenció la voz en off— más petróleo para el transporte, la calefacción, la electricidad y la producción agrícola e industrial.
―En efecto, las necesidades energéticas de una población en pleno proceso expansivo impondrán una presión sin precedentes sobre las reservas de
crudo restantes. Resulta ilusorio pensar que la población de los países en
vías de desarrollo pueda tener acceso algún día a la cantidad de petróleo per
cápita de la que hemos disfrutado nosotros durante la edad de oro de esta
materia prima.
―Profesor —el foco destacó a Quino que estaba sentado junto a Álvaro al fondo de la sala—, he leído que China necesitaría 81 millones de barriles diarios si pretendiese consumir tanto petróleo como nosotros. ¡10 millones de barriles más que la
totalidad de la producción mundial de hace unos años!
—Por eso, amigo Quino, es probable que la creciente demanda, tanto en
los países industrializados, como en el mundo en vías de desarrollo, se convierta en el factor más importante dentro de los conflictos geopolíticos del
primer cuarto del siglo XXI. —El doblaje había hecho que diese la impresión
de ser una respuesta destinada directamente al onubense.
―¿Y qué pasará cuando la producción toque techo? —planteó Andrés sin levantarse, pero quitándose las gafas rojas que ya había logrado que le graduasen.
―Los precios no dejarán de aumentar como resultado de la competencia
entre los países, las empresas y los consumidores por hacerse con la mitad
restante. Esta vez, la crisis del petróleo, a diferencia de la de los años setenta y ochenta, que fue inducida políticamente, se basará en una escasez
real. Cada año habrá menos crudo barato disponible en el mundo y este descenso, unido al aumento de la población, generará una dinámica nueva y peligrosa. Estoy seguro que han oído hablar de la Curva de Hubbert, ¿verdad?,
Pues los geólogos la han combinado con modelos matemáticos para predecir
el momento en que tocará techo la producción global.
363
―Reconozca que mis colegas y yo estamos divididos en ese asunto. ―Era el
Dr. Cantó, ajustándose milimétricamente al guion concebido por Dani.
―En efecto, unos creen que todavía faltan entre veintiocho y treinta años
para que toque techo la producción de petróleo convencional y otros que,
probablemente, serán muchos menos, entre ocho y dieciocho. En todo caso,
los optimistas y los pesimistas consideran que la época del crudo barato está
llegando a su fin, aunque sus diferencias en la perspectiva temporal son cruciales a la hora de determinar las prioridades, tanto en términos de políticas
energéticas como de iniciativas políticas y económicas.
―Opino que los empresarios optimistas, entre los que me encuentro,
―era el propio Said Al-Saud, vestido a la usanza de su país, el que apareció
interviniendo en español― más que confiar en el descubrimiento de nuevos
yacimientos importantes, ciframos nuestras esperanzas en la posibilidad de
que se produzcan avances tecnológicos que permitan extraer más cantidad
de petróleo de los yacimientos conocidos. De hecho, estamos invirtiendo en
ello mucho dinero.
―La cuestión del incremento de las reservas en los yacimientos existentes guarda tanta relación con las condiciones de mercado como con las innovaciones tecnológicas. Si los precios del petróleo suben en los mercados
mundiales, el desarrollo y aplicación de nuevas y más caras tecnologías de
perforación se convertirá en una opción viable desde el punto de vista comercial. En cualquier caso, aunque discrepen acerca del momento en que la
producción global de crudo convencional tocará techo, tanto los optimistas
como los pesimistas están de acuerdo en que la mayor parte de las reservas
que quedan se hallan en Oriente Medio y que es una cuestión de tiempo que
el mundo pase a depender del golfo pérsico para satisfacer sus crecientes
necesidades de petróleo. A pesar de las exageraciones en cuanto a las reservas, todo el mundo está de acuerdo en que las dos terceras partes del petróleo que quedan en el mundo se hallan en Oriente Medio.
―Se calcula que Arabia Saudí, mi país, posee por sí solo el 26% de las
reservas globales de petróleo.
―Durante la próxima década la producción de petróleo gravitará de nuevo hacia esa zona del planeta. Se prevé un proceso dividido en dos fases. En
la primera, los productores estratégicos de Oriente Medio controlarán una
cuota importante de la producción mundial, aproximadamente un tercio, lo
cual les permitirá aumentar el precio del petróleo. Diez años más tarde, en
torno a 2015, la producción de petróleo de los países del golfo tocará techo,
lo que significa que los precios se dispararán definitivamente. Nos guste o
no, los países musulmanes del golfo Pérsico están destinados geológicamente a tener la última palabra en la cuestión del petróleo. Un número cada
vez mayor de geólogos y analistas de la industria considera que, de una forma u otra, el precio del petróleo en los mercados mundiales está destinado a
subir y es probable que lo haga mucho antes de lo que espera la mayoría de
la gente. Las señales de alarma están por todas partes. Claro que mientras
el petróleo siga siendo relativamente barato y abundante habrá pocas personas dispuestas a enfrentarse, a corto plazo, a las nubes de tormenta que se
levantan en el horizonte. El mundo está entrando en aguas turbulentas y no
está preparado para las consecuencias que nos esperan. Y esta vez la crisis
del petróleo no será temporal, sino permanente y nos obligará a realizar un
cambio fundamental en nuestro estilo de vida con efectos que se extenderán
hasta bien entrado el futuro.
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―El problema es que para muchas personas la posibilidad de que nos estemos quedando sin las reservas necesarias de petróleo barato, digo barato
entre comillas, para mantener en pie el estilo de vida industrial resulta tan
inimaginable que probablemente contemplarán con incredulidad la simple
idea de que tal cosa pueda suceder.
Marta, que no daba crédito a que Dani hubiese logrado incluir a Said en tan
sorprendente montaje, alucinó cuando comprobó que también había liado a la joven
esposa del alpinista de Miami a cuyo grupo se había unido Juanjo para acercarse al
cráter del Tungurahua.
―Es raro que las sociedades respondan a un cambio anticipado en sus
circunstancias, pero cuando este cambio potencial afecte radicalmente al
conjunto de nuestro estilo de vida y al propio equilibrio geopolítico del mundo en el que vivimos, la indiferencia colectiva conducirá irremediablemente
al desastre. La historia de la humanidad está repleta de ejemplos de grandes
civilizaciones que hicieron caso omiso a las señales de alarma. Por eso, para
tomar las decisiones correctas de cara al futuro es necesario comprender cómo se enfrentaron las civilizaciones pasadas a sus propias crisis energéticas.
En realidad, existen una serie de reglas inherentes al juego de la energía que
las civilizaciones deben respetar sin quieren sobrevivir, prosperar y mantenerse en constante renovación. Las sociedades envejecen o mueren cuando
estas reglas son ignoradas o pasadas por alto. Aprenderlas es la guía más
importante que tenemos para reflexionar acerca de nuestro propio futuro
energético.
Alguien abrió la puerta de repente. Todos se volvieron para ver quien había hecho que el sol del atardecer irrumpiese en aquella improvisada sala de cine a orillas
del Pacífico. Dani le guiño un ojo a la recién llegada y Álvaro, incrédulo, le hizo un
gesto para que se acercase. Ella le dio un beso y se sentó a su lado.
365
LA CULTURA DEL COMPROMISO
Álvaro no salía de su asombro. ¿Cómo podría haberse fraguado su regreso sin
que él se enterase? Cierto que no había podido abrir su correo desde que salió de Baños, pero eso sólo lo explicaba en parte. Ella no podría haberles localizado en Atacames sin la ayuda de alguien del grupo. El hecho es que Tere había vuelto y todo hacía pensar que la expedición recuperaba para él gran parte del sentido que había perdido desde que huyó con Said en el helicóptero. Pensó abandonar la sala y pasear
con ella por la playa, pero el gesto de Dani le recordó que era el momento de hacer
su comentario.
―El profesor Rifkin, frente a quienes se limitan a llamar la atención sobre el
mayor o menor impacto ambiental generado por el tipo de energía empleada, ha
destacado una idea esencial: que el actual modelo energético basado en los combustibles fósiles, aparte de un altísimo efecto contaminante con consecuencias imprevisibles, ha creado las instituciones de dirección y de control más centralizadas y
jerarquizadas de la historia.
—Así es —respondió el profesor americano desde la pantalla—. Las características intrínsecas de los procesos de prospección, extracción, transporte, refino y distribución del petróleo y de los productos petroquímicos,
han generado una estructura piramidal de dirección y control altamente centralizada que sólo un puñado de grandes compañías multinacionales pueden
gestionar. De ahí que lo importante no sea sólo valorar el impacto ambiental
del modelo alternativo que se prepara, sino plantearse si tal estructura seguirá o no siendo inherente al mismo.
―En su opinión, profesor Rifkin —Andrés, reclamó de nuevo el foco— ¿llegará
a ser técnicamente viable que el ser humano pueda acceder, en algún momento, a
un modelo energético capaz de proporcionar energía eficaz, en condiciones de fácil
disponibilidad, escaso precio y nulo impacto ambiental y que, por sus características,
sea susceptible de funcionar mediante sistemas horizontales de gestión democrática?
―Hoy ya están sentadas las bases para la economía del hidrógeno. En
los próximos años, la revolución de la informática y las telecomunicaciones
se fusionará con la nueva revolución de la energía del hidrógeno, una potente combinación que podría llegar a reconfigurar los fundamentos de las relaciones humanas en los siglos XXI y XXII. Si tenemos en cuenta que el hidrógeno está en todas partes y es inagotable, la posibilidad de aprovecharlo
adecuadamente pondría el poder al alcance de todas las personas de la
Tierra, lo que convertiría la energía del hidrógeno en el primer régimen energético verdaderamente democrático de la historia. Ya se están comercializando pilas de combustibles alimentadas con hidrógeno, generadoras de
potencia, luz y calor, preparadas para ser instaladas en factorías, oficinas,
edificios comerciales, hogares, coches, autobuses y camiones. Creo que será
posible que el usuario final llegue a disponer de una pequeña planta de energía propia.
―¿Se refiere a la generación distribuida?
―En efecto. Esa generación distribuida amenazará la posición de dominio
que han disfrutado durante largo tiempo las plantas energéticas centraliza-
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das surgidas durante la era de los combustibles fósiles. El usuario final no
sólo consumiría, sino que también produciría su propia energía. Cuando haya
millones de pequeñas plantas energéticas conectadas en grandes redes, basadas en los mismos principios arquitectónicos y las tecnologías inteligentes
que han hecho posible la World Wide Web, las personas podrán compartir e
intercambiar la energía entre ellas. Una energía compartida de igual a igual y
liberarse para siempre del dominio de las grandes compañías energéticas.
―Opino que no hay ninguna garantía de que eso ocurra.
―No comparto su lícito optimismo empresarial, amigo saudí. —Estaba
claro que José Carlos no era ningún artista del doblaje, pero Dani había conseguido que la simulación funcionase—. La red energética mundial del hidrógeno o hydrogen energy web (HEW) será la próxima gran revolución tecnológica, comercial y social de la historia. Seguirá los pasos del desarrollo de
las comunicaciones a nivel mundial en los años noventa y, al igual que éste,
traerá consigo una nueva cultura del compromiso.
―Pero, aunque es cierto que la HEW constituye potencialmente una revolución en el régimen energético que, como usted pronostica, podría descentralizar y democratizar la energía y refundar las instituciones sociales y
comerciales sobre bases radicalmente distintas, no hay, insisto, ninguna garantía de que sea así.
―Mire, la historia de Internet y de la Word Wide Web resulta instructiva.
La red trae consigo la promesa de poner nuevos instrumentos de poder al alcance de millones de personas, al darles acceso potencial a todas las demás
y hacer realmente democrática la comunicación y el intercambio de información. Los "net.activistas" de los años noventa ―Rifkin, hizo una pausa
para beber un sorbo de agua―. Los "net.activistas" de los años noventa, decía, defendían que la información debía ser libremente compartida. Y aunque
pronto establecieron redes comunitarias y redes libres para hacer realidad
esta idea, eran demasiado pocas, demasiado débiles y demasiado carentes
de contenido significativo como para poder resistir ante una campaña sumamente organizada y mejor financiada para controlar el nuevo medio lanzada
por compañías como AOL y Microsoft. Las fuerzas comerciales han conspirado desde el primer momento para hacerse con el control absoluto de los
portales del ciberespacio, para convertirse en los árbitros y los guardianes de
la era de la información. La red energética del hidrógeno se enfrenta a una
amenaza y un reto similares.
―Pero —el Dr. Cantó intervino de nuevo— ¿alcanzará la ciudadanía el
suficiente poder para descabalgar de su posición dominante en el mercado a quienes
detentan todo el poder del sistema energético?
―La posibilidad de que el hidrógeno se convierta en la energía del pueblo
depende en gran medida de cómo sea utilizada en los primeros estadios de
su desarrollo. Al igual que los referidos "net.activistas", está comenzando a
aparecer una nueva generación de activistas de la energía que defienden la
necesidad de compartir la energía del hidrógeno. Hacer realidad esta idea requerirá que las instituciones públicas y las organizaciones sin ánimo de lucro,
especialmente las compañías públicas que proporcionan energía a cientos de
millones de personas y los miles de cooperativas que agrupan a más de 750
millones de personas en todo el mundo, se pongan en acción al comienzo de
la nueva revolución energética para ayudar a establecer asociaciones de generación distribuida en todos los países y eso, amigos míos, significa que
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probablemente seremos capaces algún día de producir bienes y servicios para todos los habitantes de la Tierra con sólo una pequeña parte de la fuerza
de trabajo que empleamos actualmente.
—Lo que nos obligará, como usted pronostica, a replantearnos el papel que deberán desempeñar los seres humanos cuando ya no sean necesarios en el mercado como fuerza de trabajo.
—Así es en efecto, mi querido amigo, Viola.
Mientras aparecía en escena Maynard Keynnes y la portada de una edición inglesa de su Essays in Persuasion, se escuchó la voz de Aicha que volvía a dirigirse a
los asistentes desde el oasis.
—Puede que en el futuro, ¡qué futuro!, los seres humanos deban afrontar
como problema global la utilización de su nueva independencia con respecto
a las preocupaciones económicas y, en consecuencia, replantearse la existencia y el nuevo rol en el planeta Tierra o, tal vez, en el propio Universo, de
un hombre nuevo: un homo ociosus que dejará atrás al homo depredator,
cultor, faber y creator.
Y, a continuación, mientras sonaba la vieja melodía Qué tiempo tan feliz, aparecieron los nombres de los improvisados actores y el agradecimiento al profesor Jeremy Rifkin “a quien pedimos disculpas por no haberle pedido permiso para debatir
sobre sus ideas”. Se encendieron las luces del salón mientras Dani, de pie, recibía la
unánime ovación del grupo por su original y brillante trabajo.
—Gracias, muchas gracias… Álvaro, Marta, ¿aprovecho la ocasión para hacer
pública la sorpresa que hemos preparado?
—Adelante.
—Para compensar la frustración que nos produjo quedarnos sin visitar el territorio Sarayaku estamos preparando una escapada al Parque Nacional Yasuní.
Se
trata de uno de los espacios más biodiversos del planeta y allí conoceremos de primera mano la Iniciativa Yasuní-ITT
que, por si no lo sabéis, pretende mantener
inexplotadas indefinidamente las reservas de petróleo en el campo ITT a cambio de
que la comunidad internacional aporte el 50% de los recursos que dejaría de obtener
el Estado ecuatoriano.
—¿Qué campo es ese? —Naylea, sin soltar la mano de Ayman.
—ITT son las iniciales de Ishpingo-Tambococha-Tiputini, un lugar de la Amazonía que guarda en sus entrañas el veinte por ciento de las reservas petrolífera de
este país.
Las olas continuaban rompiendo mansamente mientras caía la noche en aquella playa ecuatoriana y, tras la cena en el restaurante del hotel, parte de los integrantes de la expedición optaron por perderse por los bares del paseo marítimo. Otros
prefirieron quedarse charlando en el quiosco de la piscina: María, que no se sentía
con ánimos de sumergirse en el gran ajetreo nocturno de aquella población veraniega; su perro, que, inquieto, fruncía el hocico ante todo el que se acercaba; Dani, feliz
de quedarse en compañía de ambos; y también Naylea, que continuaba sin recuperarse de su jaqueca. A las amigas de Tere les faltó un pelo para secundarles. Sin embargo, y a pesar de la marchosa noche cartagenera de la víspera, el vuelo a Quito y
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los casi cuatrocientos km que hay en coche desde la capital ecuatoriana hasta Atacames, no pudieron resistirse a los ruegos para que les acompañasen. Ya en la calle,
se dividieron en varios grupos. Tere, en el de los más rezagados, escuchaba perpleja
cómo Álvaro le hablaba con entusiasmo a Yadira de su último viaje a Caracas y de la
visita a su universidad. Alguien propuso que se sentaran a beber “coco loco” en uno
de aquellos chiringuitos.
—Vayamos al de ayer que está cerca —dijo Ayman socarrón, mientras Álvaro y
Quino sonreían cómplices y las recién llegadas comprendían que se habían perdido algo.
Se trataba de una pequeña construcción de madera en la arena con un mostrador abierto a la playa. La sexi camarera negra les reconoció y, balanceando sus
grandes tetas bajo el holgado vestido rojo sin sujetador, les acompañó a una de las
mesas para tomar nota de la comanda. Eran los primeros clientes de la noche y ella
no tardó en reaparecer con las bebidas inclinándose casi en ángulo recto para esquivar la gran sombrilla que aún permanecía abierta. Posó la bandeja sobre la mesa y
regresó a la barra a por una bayeta húmeda para limpiarla.
—Puede retirarla —le indicó Aicha, convencida de que aquel parasol ya no servía para nada.
—Ni se te ocurra, guapa, que hay mucho relente.
—¡Qué cara más dura, Ayman!
—Aicha, deja que la chica luzca sus encantos.
—¿Qué lío os traéis los árabes con la sombrilla? —Tere no se enteraba y Aicha,
sentada junto a ella, se lo explicó con gestos elocuentes. La camarera sonrió divertida y se alejó aún más voluptuosa si cabe.
Cuando Álvaro agotó las vivencias caraqueñas que compartía con Yadira, se
puso, por primera vez después de muchos años, a contar historias de Guinea. El entorno tropical y la evocadora presencia de Ágata le habían transportado a sus años
en África. Hacía visibles esfuerzos por aparentar que se dirigía a todos, pero algo tenían aquellos ojos ámbar que le perdían. Comenzó, a petición de ella, a hablarles de
sus relaciones políticas con la oposición que habían concluido con la firma del Pacto
de Madrid
a finales de los ochenta, pero pronto se enredó en las más distendidas
peripecias de los Mil Kilómetros de Amistad: los mensajes de los alcaldes de Madrid y
Logroño a los de Ebebiyin
y Malabo; la decisión del pleno de este último Ayuntamiento de solicitar el hermanamiento de ambas capitales; el cabreo que se agarró el
embajador Núñez por la deferencia de Obiang con él en la recepción oficial de la fiesta nacional del 3 de agosto del 87; la acongojante navegación en cayuco desde Kogo
a la Isla de Corisco
y la celebración de la boda tradicional que coincidió con la visita a la isla. Eso sí, obvio el asalto al “Aliolex” en el puerto de Malabo y la fantasmagórica aparición de Linda. Y es que a la chica mulata, que no dejaba de atender
atónita a aquel tipo con barba y pelo blancos que hablaba con tanta nostalgia de la
tierra en la que ella había nacido, no le había pasado por alto que la mirase con la
avidez furtiva de quien trata de recomponer un rostro desvaído por el transcurso de
los años.
Era bastante tarde y debían madrugar para la visita a la cercana refinería de
Esmeraldas que Pepe y Giovanni habían concertado, pero antes necesitaba saber si
todo volvería a ser como antes del incidente de Baños. Regresaban al hotel y Tere,
unos pasos por delante, lucía el vistoso traje camisero grana que le había regalado
Thérèse. Sólo tenía que alcanzarla y preguntarle, mas le disuadía un sobrevenido
370
amor propio. ¿Cómo era posible, se preguntaba, que la mocosa que meses antes
asumió los mandos a bordo del Isla de Corisco ya zarandease de ese modo su vida?
—Propongo —ella se había dado la vuelta y le miraba fijamente— que nuestro
próximo destino sea Guinea Ecuatorial. Es más, si Álvaro nos acoge en ésta expedición, mis amigas y yo nos comprometemos a organizarlo todo. ¿Qué os parece? —En
realidad, Tere sólo le preguntaba a él.
—¡Uf!, creo que lo de ir a Guinea…
—No digas más, que de eso ya hablaremos —le interrumpió, conocedora de
sus reticencias a regresar antes de que cambiase el régimen—. Contesta a lo que toca ahora ¿nos admites o no?
—¡Qué se queden! ¡Qué se queden! ¡Qué se queden! —vitorearon todos.
—¡Qué cosas preguntas, Teresa!
—Gracias. —Y cuando, como colofón de aquel sí, ella volvió a su lado colgandose cariñosamente de su brazo, él tuvo la certeza de que en la cálida Atacames no había nada más hermoso que aquellos vivaces ojos que esclarecían su risueño rostro
bronceado.
371
ALFAFLECHAS Y OPEEFES
Mientras la pequeña caravana se alejaba de Cuenca camino de Sucua,
provincia de Morona Santiago, Yadira no paraba de darle vueltas al insospechado giro
que habían dado sus vacaciones en aquel bar del aeropuerto de Bogotá.
—Cuando llegue este tipo de uniforme salúdale, que yo regreso enseguida.
Tomó la foto que Ágata le mostraba y leyó con curiosidad la breve anotación
escrita al dorso: Lo acabo de arreglar y no entro de servicio hasta mañana por la tarde, así que acepto tu invitación a cenar y… a lo que nos depare la noche. Ya tengo
plaza en tu vuelo. Espéradme donde otras veces. Te dejo, que voy a ponerlo en tierra.
El piloto se dirigió a la barra, tomó asiento en uno de los taburetes y pidió una
cerveza bien fría. Miró a su alrededor y decidió acercarse a una jovencita que parecía
cotejar con su rostro la foto que tenía encima de la mesa.
—¿Soy o no?
—Compruébalo tú mismo —le respondió con notable desenvoltura.
—Nos la hicimos en Canaima hace un par de años. La chica que nos acompaña
es una azafata tailandesa. ¿Dónde se ha metido la comandante Duclos?
—Ni idea, pero ahora vuelve.
—Soy Tomás Salazar y os acompañaré a Cartagena.
—Yadira… y me quedo en Bogotá.
—Ni pensarlo: vendrás con nosotros y te devolveré sana y salva mañana.
—¡Ojalá!
—¿Pensando en huir con ella? —preguntó Ágata al reunirse con ellos.
—No, seguro que contigo disfrutaremos más.
—Pues que nos acompañe.
—Mi presupuesto no da para tanto.
—No importa, sólo tienes que seguirme al mostrador de Avianca.
—Puedo arreglarlo yo.
—No hace falta, Sito; ya sólo necesitan su documentación. Quédate y pídeme
un capuchino, por favor.
Todo aquello era nuevo y no daba crédito a lo que había vivido desde que se
dejó arrastrar por ambos a Cartagena de Indias: los gozos y las sombras de aquella
tórrida noche de seducción y sexo, el plácido día caribeño holgazaneando soñolienta
entre la piscina, los cocoteros y la playa del Hilton, la confabulación de sus nuevas
amigas para retenerla, la calurosa acogida en Atacames, los versos que Quino, impe-
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nitente seductor, no siempre sin fortuna, le compuso camino de Guayaquil… Y es que
un insólito rostro amable de la vida se exhibía ante ella excitando todos sus sentidos.
—¡Lo tengo! —exclamó Dani cuando el todo terreno adelantaba a un perezoso
camión de zigzagueante rodadura—. Os dije que lo lograría: el campo de la ecdótica
ya cuenta con un nuevo vocablo.
—¿Ecdótica? —preguntó la colombiana con su melosa voz.
—Dícese de la disciplina que estudia los fines y los medios de la edición de textos.
—¡Ah!
—Él es así —aclaró Álvaro observando de reojo el gesto de perplejidad de la
chica por el retrovisor—. ¿Cuál?
—Ediacción, del latín editĭo, -ōnis y actĭo, -ōnis, edición que incluye recursos
para la acción.
—Podría servir.
—¡Atiende a la carretera! —volvió a recriminarle Tere, satisfecha de haber recuperado su puesto de copiloto en el asiento corrido del Land Rover que compartían
con Ágata.
—Sigue dándole vueltas; necesitaríamos algo más específico para designar lo
que nos proponemos.
—¿Y qué os proponéis? —inquirió la chica mulata, decidida a no escatimar su
concurso si se trataba de hurgar en el léxico.
—Inventar un término para denominar la edición de textos que incorporen la PF.
—¿Peefe?
—Participación fraccionada, Yadira, pero olvídalo, qué es jerga propia de una
técnica endiablada que estos se han inventado… ¿cómo la llamáis?
—Asociativo-decisional —precisó Álvaro, celebrando con una sonrisa el recuperado destello de buen humor de María.
—Eso, técnica asociativo-decisional de PF. ¿Te dice algo, Yadira?
—Parece que no —respondió Dani, siempre al quite, poniendo voz a la negación de la colombiana, que aún tardó unos instantes en caer en la cuenta de que los
grandes ojos grises y extraviados de María eran incapaces de advertir su expresivo
gesto.
—¿Te lo cuento?
—Claro —entrando al trapo.
—¡Yadira, por Dios, no les des alas! —exclamó María.
—Hazlo —ordenó Tere—, pero ni te enrolles, ni continúes apartando la vista de
la carretera. ¡Qué manía!
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—Seré telegráfico: modelo de nueva generación que asocia la participación política al ocio. Ni más, ni menos. Puedes llamarlo ps, pda o pic, es decir, participación
sucesiva, desagregativo-agregativa o por impulsos complementarios. ¿Mejor ahora?
—No.
—Pues tendrás que esperar a que te desvele el misterio la novela de Teresa.
—Nuestra —precisó ella, amagando con pellizcarle.
—¿De eso trata?
—Sí.
—¡Qué divertida! —exclamó Ágata con sorna.
—En serio —prosiguió Álvaro—, la novela de Teresa —ahora la chica se cebó en
su pierna con ahínco— incorpora una serie de símbolos que invitan al lector a ejecutar una panoplia...
—¿Pano… qué?
—Pa-no-pli-a. Del griego; de pan, todo, y hoplon, arma. Armadura completa con
todas las piezas. Colección de armas ordenadamente colocadas. Parte de la arqueología que estudia las armas de mano y las armaduras antiguas. Tabla, generalmente
en forma de escudo, donde se colocan floretes, sables y otras armas de esgrima.
—¿Y qué, Dani?
—Que, por extensión, quiere decir colección.
—¿De qué?
—De acciones —apuntó María—. Desde consultar un documento y oír música,
hasta ver fotos, protegerse del sol o malcomer con un consejo culinario de emergencia.
Les he dicho que es una barbaridad, que deberían limitarse a incluir en el
texto las dos únicas acciones que son absolutamente originales, pero se aferran a su
error con denuedo. Vaya, que no se bajan del burro.
—Se refiere a las alfaflechas, esparcidas en el relato para posibilitar la activación de un elenco de ciberacciones previamente recopiladas, y a las opeefes…
—¿Ope… qué?
—O-p-f —deletreó Álvaro—, sigla de oportunidad de participación fraccionada.
Un símbolo insertado en la narración para invitar al lector a que conciba y suba a Internet sus propias propuestas de acción.
—Yadi, te lo acabo de advertir: su argot no tiene límites.
—Son símbolos PF —aclaró Tere en un alarde de concisión— que animan al lector-ciudadano a detener momentáneamente la lectura y a ponerse las pilas.
—¡Ya! —exclamaron ambas al unísono, dando a entender que renunciaban a
proseguir indagando.
375
—También podría servir ilustracción. —Álvaro aprovechó el desconcierto que se
había apoderado de las novatas para reanudar su diálogo a través del espejo.
—Sí, pero lo he desechado por su connotación decorativa. —Tajante.
—¡Para y déjame conducir! —decidida a cortar por lo sano aquel imprudente
uso reiterado del retrovisor.
—A la orden, Teresa guapa.
La idea de acomodarse entre ambas y extender los brazos por detrás de sus
hombros le decidió a pasarle los mandos. Y como frenó con cierta brusquedad, Boliche, que dormitaba entre el equipaje, ladró sobresaltado. Le había caído encima una
de las mochilas, mas no había que descartar en animal tan adiestrado que su reacción se debiese al descubrimiento de una mano intrusa que toqueteaba sin el menor
recato la nuca de su protegida.
—Te decía que ilustrar también es instruir, civilizar…
—Y, dicho de Dios, alumbrar interiormente a las criaturas con luz. ¡Nos ha fastidiao! —Sólo en muy contadas expresiones coloquiales Dani se permitía el dialectal
rechazo de la “d” intervocálica. Y nunca, por supuesto, cuando su caída provocaba la
fusión de dos vocales haciendo que expresiones como ¿adónde vas? y ¿de dónde vienes? sonasen ¿ande vas? y ¿onde vienes?—. Lo que digo, Álvaro, es que la aplicación
del verbo ilustrar a una obra literaria resalta la acepción de adornar. Si en la futura
portada de Noticia de un amanecer fugaz, en vez de aparecer Ediacción a cargo de
María Atauta y Dani Viola, se anunciara que ambos son los autores de las i-lus-tracci-o-nes, puede que el lector, además de sorprenderse por lo que tacharía de imperdonable errata tipográfica, asociara su aportación a la de Gustavo Doré en la conocida edición ilustrada de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
—Entiendo, pero coincidirás conmigo en que el vocablo que elijamos debe precisar que se trata específicamente del tipo de acciones propio de la PF.
—Pues utilicemos ediacción PF y reediacción PF para designar, respectivamente, la edición de obras que incorporen nuestro modelo desde el inicio y la ediacción
PF de obras convencionales.
—¡Qué pasa! —gritó Tere sobresaltada al comprobar que el vehículo tendía a
desbocarse tras una ruidosa explosión que lo envolvió en una densa nube de polvo.
—¡Tranquila, Teresa! Es un reventón. Frena suavemente y entra en ese carril. —Álvaro retiró la rauda y firme mano con la que asió el volante en previsión de
un eventual desconcierto de la chica—. ¡Bien hecho, Teresa guapa! ¡Muy bien hecho! —añadió reconfortado de que todo hubiese quedado en un susto, mientras ella
lograba detener el vehículo junto a un gran árbol, paraba el motor y descolgaba el
auricular de la emisora VHF para comunicar el incidente a los coches de la expedición que les precedían.
Se repartieron la enojosa tarea de cambiar la rueda para demorarse lo menos
posible y no llegar tarde a la cita a mediodía en la Central Hidroeléctrica de Paute.
Dani, que era un tipo vigoroso, se subió a la baca para bajar la de repuesto; Álvaro lo
calzó a conciencia, desbloqueó los cinco tornillos e hizo subir el gato hidráulico; Tere y
Ágata, en realidad esta última que era más ducha y tenía más fuerza substituyó la rueda. María, guiada por el brazo de Yadira, paseaba por los alrededores sin que Boliche
se apartase un palmo de ellas. En poco más de media hora reanudaron la marcha.
376
ADIOS AMIGO GUTEMBERG
—¿Habéis pensado el impacto que podría tener la re-edi-acción PF —deletreó el
neologismo propuesto por Dani— de las novelas de Harry Potter? ¿Os imagináis a
esos futuros millones y millones de nuevos lectores-ciudadanos aprovechando las alfaflechas y las oppefes dispersas por el texto para sumarse a la construcción de un
mundo más justo?
—¿Y cómo vais a hacerlo si la señora Rowling ni por asomo ha imaginado lo
que pretendéis?
—Eso sería lo de menos, Yadira. El relato —añadió Álvaro— no deja de ser un
mero pretexto para que, como acaba de decir Teresa, el futuro homo ociosus-lector
se ponga las pilas.
—He dicho lector-ciudadano.
—Y me ha gustado, pero ‘futuro homo ociosus-lector’ aporta matices.
—Y ‘futuro homo ociosus-actolector’, precisión —indicó María.
—¿Qué pinta ese latinajo? —quiso saber Ágata a la que el sorprendente nexo entre ocio y participación política apuntado por Álvaro no le había pasado desapercibido.
—No te lo puedes imaginar, pero ya te lo contamos otro día...
—Discrepo de que la narración sea una mera excusa —intervino Dani cuando
se hizo patente que Ágata, tras la respuesta de Tere, optaba por continuar mirando
por la ventana.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Álvaro.
—Que conviene que las alfaflechas y las opeefes guarden relación con la intencionalidad del texto al que se incorporan.
—Sería lo ideal —añadió María—, pero nada impide que insertemos los símbolos PF fuera de contexto. Naylea y yo, que estamos preparando la ilustracción o la…
¿cómo dijiste?
—Ediacción.
—Eso, la ediacción de Noticia de un amanecer fugaz, hemos colocado una alfaflecha en la frase “Pájaros… de buen agüero” que invita a secundar diversas ciberacciones en defensa de las aves a pesar de que se trata del título de una crónica que
narra el primer vuelo de un avión de pasajeros entre Madrid y Gibraltar.
—En ese caso, en efecto —reconoció Dani, pasando la mano por el lomo del
animal para tranquilizarlo—, la alfaflecha no guarda relación con el relato, pero sí con
el sustantivo “pájaros”. Claro que para realizar una reediacción PF bastaría localizar
términos o expresiones, cualquiera que sea la intencionalidad del autor o el contexto
en el que aparecen, y enlazarlos con los símbolos específicos de la PF.
—Eso podría reducir las posibilidades de que el lector se anime. —Ágata, tratando de hacerse un hueco en el debate.
377
—¿Se anime a qué?
—Yadi, a ponerse las pilas, que lo que pretenden es que el lector, cuando se
tope con uno de esos símbolos PF, interrumpa la lectura, active el hipervínculo y
dedique un rato a la participación… ¿Cómo la llamáis?
—Ecociudadana, Ágata.
—Eso, participación ecociudadana, pero lo que no sé es a dónde le llevaría ese
enlace.
—A Wikiacción.
—¿Y qué es Wikiacción?
—Explíqueselo, señorita Atauta, qué ese es invento genuinamente suyo.
—Un simulacro de agenda virtual —se apresuró a explicar, ufana de que Álvaro
no albergase dudas sobre la autoría— concebida adrede para facilitar la participación,
pero creo que lo mejor es que Ágata y tú vengáis a la sesión experimental sobre Wikiacción que mantendremos con escolares, uno de estos días.
—Me encanta que os encaminéis hacia la literatura interactiva o hipertextual.
—¿A qué te refieres, Ágata?
—A esos textos sin papel que algunos llaman ficciones interactivas o multificciones. He leído recientemente "The 21 steps", de Charles Cumming, que incorpora Google maps para propiciar una original interrelación entre lo expuesto y la cartografía
londinense. Y también Only Revolutions, de Danielevski; una obra concebida más para
navegar que para leer.
—Justo lo que queremos evitar.
—¿Cómo dices, Álvaro?
—Que el tipo de acción que propone el recurso al modelo PF se confunda con
los experimentos de esos escritores que invitan al lector a influir en el desarrollo argumental del relato.
—Vaya, que no queréis que vuestra novela sea lo que algunos llaman obra de
autoría colaborativa e interactiva.
—Nos horroriza pensar —añadió Tere, haciendo gala de su conocimiento de los
modernos experimentos literarios— que Noticia de un amanecer fugaz fuese como
“Una larga noche”, del argentino Juan Carlos Andrade, que permite a los lectores
acompañar el proceso de escritura y decidir sobre su desarrollo.
—Como ves, Ágata, la e.novela de texto de Teresa —ella ya no reaccionó y él
volvió a lamentar su incorregible propensión a sobrepasar el casi imperceptible límite
que separa al chistoso ocasional del contumaz pelmazo— pretende servirse de las
nuevas tecnologías de procesamiento de textos, pero no para alterar la escritura y la
lectura convencional.
—O nostalgia Gutenberg y lees o ciberliteratura y navegas, ese es el dilema.
¡Aclárate!
378
—¡No seas tan radical! —exclamó Dani.
—Ágata, define nostalgia Gutenberg —le pidió María.
—Añorar el libro tradicional.
—No es mi caso.
—Te comprendo, pero ya sabéis que la añoranza de lo analógico llega hasta el
punto, como sucede en Don Juan en la frontera del espíritu, la webnovela de Juan José Díaz, de substituir la sensación de pasar página por un efectivo sucedáneo informático que lo imita.
—Una cosa es el soporte que utilice la novela y otra lo que pretenda su autor.
—Sí, Dani, pero vuestro proyecto de ediacción PF sólo es viable si el soporte
utilizado permite el acceso a Internet para que puedan activarse los hipervínculos
que encierran vuestros símbolos PF.
—Por supuesto, pero eso ni conlleva la libertad del lector para meter mano en
el texto, ni le proporciona la posibilidad de efectuar una lectura no lineal, digamos
vertical.
—¿Vertical?
—Sí, por contraposición a la lectura horizontal, de izquierda a derecha y de
arriba hacia abajo, de los textos convencionales. Que Noticia de un amanecer fugaz
disponga de una página electrónica de apoyo no significa que sea en sí misma una
web y, por tanto, susceptible de ser leída, o lectonavegada, como ha dicho algún cursi, de ese modo multiforme, caprichoso y cuasi caótico al uso.
—Por eso insistía en que no fueses tan radical, Dani —aclaró Tere, asomando
la cabeza por la ventanilla para combatir el creciente calor tropical.
—¿Cerramos las ventanillas y ponemos el aire acondicionado?
—Ni pensarlo, Álvaro; necesito que entren los sonidos, los olores y el viento
para sentir esta Amazonía maravillosa.
—Claro, María; faltaría más.
—Te decía que, de un lado, el aficionado a la lectura, aunque yo creo que por
poco tiempo, puede seguir recurriendo al libro de papel, que de eso ya se encargan
los autores y editores que, contra toda lógica innovadora, defienden sus intereses
creados. De otro, nada impide compatibilizar ambos formatos y sacar partido de las
nuevas posibilidades que brinda la actual y venidera difusión de las nuevas experiencias lectoras. O, para ser más exactos, de las nuevas performances que la tecnología
digital brinda a la lectura.
—Tere, la palabra performance no está registrada en el Diccionario de la Lengua Española —precisó Dani.
—Pero se entiende.
—¿Qué queréis que os diga? A mí me parece una maravilla que cada lector
pueda hacer su propio recorrido por la obra literaria.
379
—¿Acaso, Ágata, no podrían hacerlo en las múltiples modalidades de rediacciones PF potenciales que nosotros proponemos?
—¿Qué quieres decir, Dani?
—Qué aunque el lector no pueda meter mano en el texto de Noticia de un
amanecer fugaz sus reacciones ante las oportunidades PF que se le brindan configuraran una original trayectoria de acciones.
—Algo así —precisó María— como su personal hoja de ruta ante la inédita senda de la ecociudadanía que le abre esa nueva modalidad de lectura. O mejor aún: de
actolectura.
—Creo que tiene razón Tere —apostilló Ágata tomando posición— cuando atribuye el fomento de lo analógico contra toda lógica innovadora a los últimos coletazos
de los intereses creados que se afanan en defender las grandes editoriales. Esa nostalgia pasará en cuanto el paisaje se pueble de nuevas generaciones de “nativos digitales”, por emplear el afortunado calificativo de Mark Prensky. Así que gracias y
adiós, amigo Gutemberg.
Era mediodía y acababan de llegar a la desviación que conduce hacia la Central
hidroeléctrica de Paute. Allí les esperaban Pepe Cantó, Andrés, Tarald, Juanjo y
Quino, que habían salido de Cuenca una hora antes para preparar la visita, así como
los restantes coches que les precedían.
La represa Paute es la mayor de Ecuador y su construcción fue iniciada a mediados de los 70. Forma parte del Proyecto Hidroeléctrico Paute Integral que se desarrolla entre las provincias de Azuay, Cañar y Morona Santiago y está integrado por
cuatro centrales en cascada que aprovechan el agua del río Paute: Mazar y Molino se
encuentran en funcionamiento, Sopladora en fase de construcción y Cardenillo en fase de estudio definitivo. La Central Molino, cuya Casa de Máquinas tanto había impresionado a Álvaro en su primer viaje a Ecuador en 2004, se encuentra aguas abajo
de la Central Mazar. Tiene una potencia de 1100 MW y una producción anual de 4900
GWh. La presa de arco de gravedad Daniel Palacios embalsa ciento veinte millones
de metros cúbicos.
Almorzarían allí, visitarían las instalaciones y llegarían al CAE antes de anochecer para comenzar la segunda etapa de su periplo ecuatoriano. Marta, que había
estado dirigiendo las obras; Giovanni que le había facilitado todos los contactos; y
Louise, que para eso era arquitecta, habían salido dos días antes para asegurarse de
que todo estuviese a punto para recibir a los expedicionarios.
380
A ORILLAS DEL UPANO
Tras uno de los innumerables reviros de la carretera del Oriente la luz larga del
Land Rover conducido por Tere alumbró el flamante cartel anunciador del Centro
Amazónico para la Ecociudadanía. Giró a la derecha y se detuvo al comienzo de una
estrecha pista. Diez minutos después, reagrupada la caravana, los coches rodaron
unos centenares de metros hasta que, poco antes de alcanzar el puente colgante
que lleva a un cercano poblado shuar, tomaron el camino que daba acceso a un grupo de cabañas dispersas entre las palmeras. Louise, Marta, el ingeniero Giovanni y
Héctor Isaba, el polifacético médico de Sucua amigo de éste, les esperaban en la terraza de la mayor de ellas: una casona asomada a la quebrada oradada por las caudalosas aguas que bajan desde la cordillera occidental de los Andes. De planta cuadrada, izada sobre pilares y rodeada por una espaciosa galería, evocaba las casas de
verano que la Rio Tinto Company construyó en Punta Umbría, a finales del siglo XIX.
El júbilo de Pepe y Álvaro era indescriptible. Y es que aquella aventura ecuatoriana había comenzado varios años antes cuando ambos, tras viajar desde el árido
páramo quiteño a la costa del Pacífico lindante con Colombia, decidieron visitar a un
amigo en la Amazonía. Álvaro, que no había vuelto a sentir el tirón tropical desde su
último viaje a Guinea en diciembre del 88, propuso adquirir un terreno en Ecuador
donde poder llevar a cabo una variante del frustrado proyecto de Huerta Torres,
un atractivo paraje aguas arriba de Sanlúcar de Guadiana.
Ahora, ocho años después, cenando en el comedor del insólito campus enclavado en aquel valle subandino a los pies de las cordilleras del Kutukú y El Cóndor,
Álvaro confiaba plenamente en que aquellas doce hectáreas de palmerales,
segregadas de la propiedad de Giovanni, a poco más de quinientos metros de altitud,
en una zona de clima tropical húmedo, a un tiro de piedra del aeropuerto de Macas
y con la inmensa Amazonía por delante, era el emplazamiento idóneo para apostar una vez más por acercar al presente la utopía.
—¿Por qué un think tank en este rincón perdido en la selva para promover la
participación de los ciudadanos en los asuntos públicos? —Inquirió José Carlos desde
un extremo de la mesa—. ¿No habría bastado una sede virtual? —Su innato sentido
práctico, que tanto había potenciado su exitosa ejecutoria de alto directivo de una
importante multinacional, le llevaba a hacer de abogado del diablo.
—Nosotros —saltó Cantó— somos trotamundos inquietos y las andanzas virtuales nos saben a poco.
—Además —quiso aclarar Álvaro—, lo que nos traemos entre manos precisa…
—¿Grandes dosis de experimentación colectiva? Ya lo sé, pero aquí siempre
habrá más árboles que personas.
—Algo que hará que los visitantes se sientan más atraídos por nuestras propuestas de ecociveocio.
—¿Eco…?
—Civeocio, Yadira. De civis, relativo al ciudadano, y ocio, del latín otium. Modalidad genérica de ocupación del tiempo libre orientada adrede a implementar, en
mayor o menor grado, la instrucción y el ejercicio del civismo —Precisó Dani.
381
—Él ha dicho ecociveocio.
—Modalidad del civeocio que incorpora la dimensión global o ecociudadana. De
Eco, del griego oixo, que significa casa, morada, ámbito vital..., para resaltar el ámbito planetario común de los seres humanos.
—Entiendo.
—¿Acaso no es suficiente esa pauta piloto en la que estáis trabajando últimamente en la Universidad de Huelva?
—¿Pauta?
—Yadira, te lo advertí esta mañana: el argot de esta gente no tiene límites.
—La pauta es una de las plataformas que hemos concebido, pero se buena
chica y aguarda a que te lo expliquemos con detalle en los próximos días.
—A la orden, Álvaro.
—La PAUTA/e UHU 3.0 —prosiguió— que hemos intentando activar en la Universidad de Huelva no ha conseguido despegar. Y eso que contamos con todo el apoyo de Francis.
—¿Quién es Francis? —quiso saber Ágata.
—El rector,
que así le llamamos todos —respondió Marta, que había sido su alumna en Empresariales.
—Ten en cuenta, José Carlos, que activar una PAUTA es…
—Marta, define activar una PAUTA —inquirió Juanjo, ya casi repuesto del doloroso esguince que le produjo la caída en su frustrado ascenso al cráter del Tungurahua.
—Decisión político-educativa, fruto de una deliberada alianza estratégica entre
una o varias universidades y los actores interesados de la sociedad civil del entorno,
para acometer su puesta en funcionamiento y asegurar su continuidad.
—Decía—continuó Marta—, que activar una PAUTA,
con todos sus componentes y soportes, constituye una tarea muy compleja. Es más, no me canso de
repetir que me parece irrealizable en el actual contexto universitario, pero Álvaro está convencido…
—Cada vez tengo más dudas.
—¡Menos mal! Decía que él está convencido…
—Estaba.
—Está o estaba seguro de que todo iría sobre ruedas si los recursos económicos necesarios para superar el umbral crítico de despegue se inyectaban desde el
inicio.
—¿Y no es así? —preguntó Tere, al tiempo que sonreía al cocinero que cenaba
con ellos y le felicitaba por lo sabroso que estaba el pescado.
382
—Es un maito de…
—Peces del río —interrumpió el ingeniero, guiñándole un ojo al cocinero para
evitar que entrase en detalles.
—Piraña —puntualizó Dani— ¡Qué todos sepáis que estamos en la selva amazónica! —Tere frunció el ceño, pero continuó comiendo. Algunos, entre ellos Aicha,
Ayman y Andrés, se pasaron con disimulo a la guarnición de yuca. Tarald, sin embargo, en cuando logró enterarse del tipo de pez que tenía en el plato, se sirvió más
lamentando que no estuviese simplemente ahumado.
—Pensé —Álvaro volvía a lo suyo tras la digresión culinaria— que la PAUTA, como el aeroplano, que para iniciar el vuelo debe combinar la adecuada disposición de
sus planos con la máxima potencia impulsora de su máquina, también necesitaba
alcanzar su umbral crítico de despegue. El hecho es que estaba convencido de que se
alcanzaría en cuanto el número de usuarios posibilitase un ajuste razonable entre la
oferta y la demanda de actividades. A partir de ese momento nuestra plataforma
quedaría activada e iniciaría un crecimiento sostenido y autofinanciado que sería la
mejor garantía de su autonomía y pluralismo.
—Dos factores claves —puntualizó Ayman— para posibilitar su implementación
en entornos que, previsiblemente, acabarían por tornarse hostiles ante la súbita y
creciente incorporación efectiva de la ciudadanía a las tareas de la gobernanza.
—Explica eso último, Ayman —le rogó Louise.
—El principal efecto de las plataformas tipo PAUTA es potenciar de manera
exponencial una participación ciudadana informada y, por tanto, política y socialmente incisiva. De ahí la necesidad de autogenerar autonomía.
—¿Para qué? —la arquitecta, que hasta el momento sólo había mostrado interés en ayudar a Marta en el remate de las obras del CAE, no entendía nada.
—La autonomía es el antídoto de la dependencia política.
—Y también pluralismo —terció Álvaro—, algo imprescindible en el actual contexto planetario diverso e intercultural. Si el proceso químico de revelado de una fotografía requiere condiciones de luz apropiadas, el quehacer político y, por supuesto,
los procesos de enseñanza-aprendizaje de lo político, tienen sus propias exigencias
ineludibles: la autonomía y el pluralismo.
—Marta ¿por qué has dicho —preguntó Juanjo— que activar esa modalidad de
plataformas que estáis ensayando constituye una tarea tan compleja que te parece
inviable en la universidad actual?
—Y también en la sociedad civil de su entorno —precisó la chica—. En los actuales campus y en sus áreas espaciales de influencia no se dan aún las condiciones
mínimas para poder implementar los ambientes de convivencia y aprendizaje complementarios que posibilitarían su desarrollo.
—Lo que Marta afirma nos llevaría a los “acacos”. Más jerga, Yadira, pero no te
desconciertes —dijo María, dibujando en su rostro un mohín de cariñosa sorna que
dirigió vacilante hacia la parte de la mesa en que sabía que se sentaba la colombiana.
—¿Otro acrónimo?
383
—Sí, claro, de ambientes de convivencia y aprendizaje complementarios, pero
tranquila Yadi, que Dani te va a preparar una chuleta para que no te pierdas.
—Teresa está convencida que esos “acacos”, y yo comparto su punto de vista
—explicó Álvaro—, serían una de las consecuencias directas y más atractivas de la
substitución en las universidades del actual modelo de clases presenciales por la nueva docencia inducida por la aplicación generalizada del “pdpci”.
—¿Qué te dije, Yadira?
—“Pdpci” —aclaró Tere— son las siglas de principio docente de plena competencia interuniversitaria.
—¡Eh!, ¡eh!, vamos a brindar.
El Dr. Isaba, que no había dejado de beber güisqui en toda la tarde, trataba de
levantarse con notoria dificultad y, copa en mano, aguardó en inestable equilibrio no
tanto el silencio de los presentes como la improbable llegada de la inspiración. Marta
acudió en su ayuda: le sujetó, brindó por el futuro del CAE y reclamó la atención del
grupo.
—Es hora de descansar. Hasta que no lleguen los muebles que faltan sólo disponemos de dos cabañas operativas, así que necesito ocho voluntarios para estrenarlas.
—Seis —corrigió Louise—, qué nosotras dos ya estamos instaladas.
—El resto dormirá en casa de Giovanni. Y ahora tenéis diez minutos de luz antes de que Rafael desconecte el generador y se marche a Sucua.
Recogieron la mesa, embarcaron al Dr. Isaba en el coche del cocinero, picaron
abundante hielo para las caipiriñas que se disponía a preparar Pepe Cantó y se acomodaron en la terraza colgada sobre las caudalosas aguas que discurren hacia el Marañón y el Amazonas. Con la luna nueva y las estrellas ocultas por las nubes aquel
cálido y húmedo rincón de la Amazonía ecuatoriana quedó sumido en la obscuridad.
—Me siento como si hubiese vuelto a mi infancia en África —exclamó Ágata
rompiendo el imponente silencio que precedía a la amenazadora tormenta—. Lo que
daría por sobrevolar en una avioneta Ebebiyin, Biyabiyan, Oyem…
—Y yo —apuntó Álvaro— por volver a detener el coche en los solitarios caminos de Río Muni y dejarme arrullar por el portentoso susurro nocturno de la selva.
¡Cuánto lamento que no os animaseis a visitarme! —Agregó dirigiéndose a José Carlos y a Juanjo, los únicos de los presentes a quienes conocía en esa época.
—Estuve a punto de hacerlo —comentó José Carlos.
—Pues yo no me lo habría perdido.
—Pero, Teresa, si ni siquiera habías nacido.
—Yo sí y nunca había sentido tanta nostalgia de mi tierra.
—¿Conservas recuerdos de Ebebiyin? —quiso saber Tere, que no perdía ocasión de indagar en el pasado de Ágata.
—Escasos, confusos, tristes… La misión de las monjas, con sus rezos y cantos;
la destartalada escuela de madera que barríamos cada mañana para eliminar los
384
excrementos de las cabras que se refugiaban de la lluvia bajo su techo de nipa; la
ausencia de una madre… —La chica no pudo contener las lágrimas y Yadira tomó sus
manos entre las suyas.
—¿Cómo la perdió? —le susurró Marta a Louise.
—No llegó a conocerla. El monstruo de Macías asesinó a toda su familia. Me
sorprende que la haya mencionado en público. Es un tabú. De pequeños, cuando nos
reuníamos todos los primos en el chateau de mi abuela, nos tenían prohibido cualquier alusión a su misterioso pasado.
385
LINDA OTRA VEZ
Dieron por concluida la velada pasada la medianoche. Aicha, José Carlos, Juanjo y Dani, seguidos de Boliche, caminaron tras Giovanni por la negra vereda que conducía a su casa. Pepe llevó en coche a Quino y a María. En una de las cabañas disponibles se alojaron Yadira, Naylea, Tarald y Ayman y en la otra Marta, Tere y las primas. Álvaro, empeñado en pasar la primera noche en la casona, desplegó uno de los
sofás cama del salón que había adquirido en Quito semanas antes y se sentó a fumar
su pipa en una de las butacas de madera de la terraza.
Tere estaba rendida, pero aguardó despierta a que Ágata saliese de la ducha y
se acostase. Intuía que la tierna escena, avivada por la nostalgia de África que acababa de presenciar, invitaba a que compartiese con su compañera de cuarto un presentimiento que el ajetreo del largo viaje desde el Pacífico a la Amazonía había ido
aplazando. Reconocía que Louise tenía razón cuando afirmaba que el parentesco con
Linda que ella sospechaba, de ser cierto, habría sido descubierto cuando la niña, años
atrás, vivió con Dominique en Tánger. Sin embargo, la confesión de Álvaro en Atacames sobre el parecido de ambas no había hecho más que reforzarlo.
—¿Duermes?
—Imposible con este calor pegajoso.
—¿No te parece una insensatez remover un suceso siniestro sólo por presentar
un trabajo de fin de curso? —le preguntó a bocajarro.
—No, si eres periodista —aseveró rotunda.
—Han pasado casi treinta años.
—De extraño silencio. Además —añadió dispuesta a dar el paso decisivo—, he
decidido extender mi investigación a la salida de Guinea de la niña que presenció el
asesinato de la hermana Llopart.
—Esa soy yo.
—Probablemente.
—¿Qué quieres decir?
—Eso, que probablemente.
—¿Acaso lo dudas? —preguntó atónita.
—Cómo te lo explicaría…
—Aclárate.
—Sólo si me prometes...
—¿Qué te prometa qué? —interrumpió impaciente.
—Que me ayudarás a encontrar a tu madre.
387
Ágata dio un respingo y se irguió tapándose los oídos con la almohada. Sin
atreverse a alegar nada, temerosa de que el más imperceptible de los susurros la
volviese a arrojar a la sima de sus aciagos recuerdos infantiles, permaneció inmóvil.
—¿Qué sabes de Linda Nsue?
—¡No me hables de esa bruja! —gritó fuera de sí.
—Pues Álvaro la recuerda como una mujer encantadora.
—Como buena puta sería muy complaciente con él.
—Puede que no hablemos de la misma persona.
—Ella nos echó de Libreville y mató a mi abuelo.
—Explícate.
—No tienes ningún derecho a inmiscuirte en mi vida.
—Quiero ayudarte.
—¿Acaso te lo he pedido?
Ágata, desnuda como dormía siempre, saltó de la cama, cogió las botas, el
pantalón corto y la camiseta de algodón, dio un portazo y, furiosa, se largó de la cabaña. Tere se asomó a la ventana y vio que caminaba hacia el río bajo la intensa lluvia. ¿Qué podía hacer? se preguntó alarmada.
—Tranquila, Tere —oyó que le decía Louise desde el quicio de la puerta—. Ya
te advertí que a mi prima le perturba sobremanera que hurguen en su pasado.
—Creo que deberíamos ir en su busca.
—Ni se te ocurra: hablará contigo cuando recapacite. No le des más vueltas y
descansa, que Marta nos ha preparado un buen zafarrancho para mañana.
Ágata permaneció apoyada en la barandilla de madera del espacioso mirador
absorta ante el estruendo del caudaloso río. ¿Quién era Tere de Almeida para atreverse a acusarla de renunciar a su madre? ¿Qué sabía de sus frustrados desvelos de
años y años? ¿Qué podría averiguar una periodista que ni siquiera había puesto los
pies en Guinea? ¿Por qué calificaba de rocambolesco el episodio de su salida a Francia? ¿Qué pretendía insinuar con ese absurdo probablemente? ¿Qué había descubierto? ¿Acaso su familia francesa le había ocultado algo? ¿Podría confiar en ella?...
Reconocía que su nuevo trabajo, conviviendo cada día con sombrías historias de menores refugiados separados de sus padres, con expedientes de reunificaciones familiares improbables o con horribles experiencias de trata, había vuelto a atizar sus
adolescentes sentimientos de curiosidad y añoranza.
—¿Quién va?
—Yo, Álvaro. No quisiera molestarte, pero estás completamente empapada y
puedes enfriarte.
Se acercó y la invitó a guarecerse bajo su amplio capote.
—¿Volvemos?
388
La chica asintió colgándose de su brazo sin alcanzar a imaginar qué desvaídos
recuerdos y qué furtivas emociones se abalanzaron sobre él al advertir la húmeda
caricia de su cuerpo.
Ncue. Guinea Ecuatorial. Agosto de 1987. Linda Nsue, Paco Fuertes y él. Camino de Acoacan. Tras la pista de Lindita. Cuando se adentró con ella en el bosque para
mostrarle un paso de gorilas. Y comenzó a llover. Y, acurrucada en su abrazo, se dejó guiar por el sendero de laterita mientras las gotas se trababan en sus rizos negros.
También ahora el agua diluía las lágrimas de otros ojos ámbar y el roce, el mismo roce tierno y cadencioso de otros senos canela, firmes y apetitosos volvía a obrar en él
idéntica pulsión concupiscente. Entonces no quiso disimularlo y Linda le alivió entre
los robustos contrafuertes de una gran ceiba. Ahora, veinticinco años después, se limitó a seguir caminando. Eso sí, ya en la casona, le rogó que se desnudase y se cubriese con el albornoz seco que le había preparado.
—¿Te acompaño a la cabaña? —le preguntó pasado un buen rato.
—¿Prefieres quedarte solo?
No respondió, pero se dispuso a satisfacerla. Y eso fue exactamente lo que hizo: sentarse a su vera y responder a sus premiosas preguntas sobre lo que sabía de
su infancia. Luego, vestido como estaba, se tumbó en el sofá-cama y se quedó dormido. Ella le quitó las botas, se despojó de su albornoz y se acurrucó a su lado compartiendo la sábana. Y tras la noche, que se tomó su tiempo y le brindó a Álvaro bastante más que abrir el baúl de los sueños, despertó sobresaltado por el rugido infernal del generador que Rafael acababa de poner en marcha. Mas, en su afán por volver a disfrutarla, no sólo desaprovechó el escaso tiempo disponible para desplegar el
otro sofá-cama y eliminar todo rastro delator de aventura tan involuntaria, sino que
se dio de bruces con un desmoralizador por favor Yadi, déjame que duerma, que ella
susurró entre sueños, seguido de un azaroso buenos días doctor, desayune con nosotras y deje descansar a la muchacha.
—¿Nosotras? —Fue lo único que se le ocurrió al caer en la cuenta de que Giovanni había quedado en enviar a primera hora a su empleada para que les preparase
el desayuno.
—Sí, conmigo y con las chicas que aguardan en la cocina.
—¿Qué chicas? —quiso saber horrorizado.
—La doctora Marta y otra joven.
—De acuerdo Sara, deme un instante. —Álvaro se levantó raudo y, ya sin necesidad de coartada, se dirigió a la cocina recelando encontrarse con Tere.
—¿Se le ha pasado el berrinche a mi prima?
—¿Qué berrinche? —inquirió sorprendido.
—En mala hora se le ocurrió a Tere preguntarle por Linda.
—¿Quién es Linda?
—La hija —precisó Louise— del abuelo de Ágata.
389
—¡Qué me dices! —Álvaro, que había aguardado a que la arquitecta respondiese a Marta, se quedó pasmado sin sospechar que no sería la primera de las sorpresas que se avecinaban.
—¿Tú la conocías, no? En Pauillac, Élise nos dijo a Tere y a mí que tú fuiste el
primero que le hablaste de ella.
—Sí, pero ignoraba que Dominique fuese su padre.
—Pero tú la ayudaste a buscar a su hija en Guinea.
—Sí, hasta que comprobé que ninguna de las pistas conducía a la niña y a ella
se la tragó la tierra. ¡Increíble! ¡Linda Nsue la hija de Dominique Duclos!
—Bueno, eso es lo que dijo ella.
—¿Pero él la reconoció?
—Sí.
—¿Entonces?
—Él era un viejo acabado que revivió cuando le convencieron de que Linda era
el fruto del romance de juventud que vivió con una emigrante guineana a quien su
padre obligó a largarse de Gabón.
—¿Cuando sucedió? ¿Cómo lo supieron si no mantenían ninguna relación?
—Tras el trágico accidente de avioneta, un notario de Libreville se puso en
contacto con Élise para comunicarle que Dominique había dejado parte de su herencia a Ágata.
—¿Y qué heredó? —quiso saber Marta.
—Algunas propiedades, pero no lo se muy bien, ya que Linda impugnó el testamento para no tener que compartir la herencia con nadie. Parece que la intervención de Arantxa, su compañera sentimental, fue determinante.
—¿Te refieres a Arantxa de Ordier?
—No recuerdo su apellido. Sólo sé que fue compañera de mi tía Élise, antes de
hacerse médico. Aún continúa el pleito.
—Pero si han pasado un montón de años.
—Ya sabes cómo funciona la justicia en esos países. Creo que está a punto de
conocerse la sentencia definitiva por lo que Ágata debe viajar pronto a Gabón para
zanjar el asunto.
—¿Y Linda?
—Apenas hay noticias, pero suele pasar temporadas en un centro psiquiátrico.
—Álvaro, es la hora de irnos. Héctor nos aguarda en su clínica. Louise se quedará aquí y organizará el trabajo de la gente. Llevaremos la camioneta para hacer
una buena compra de víveres en Macas. Ayúdalas a llevar a Ágata a su cama y apro-
390
vecha para ducharte con agua caliente en nuestra cabaña, que yo iré a recoger a Pepe y a Giovanni.
—Marta —gritó Louise desde el porche mientras intentaba que su prima se pusiese el albornoz y se calzase las botas aún mojadas—, no olvides las bombonas de
gas y recuérdale a Héctor que nos prometió anoche darle un toque a los de la compañía eléctrica: ese generador es una pesadilla.
Álvaro, perplejo ante aquellas sorprendentes revelaciones y más que agobiado
por su torpeza en el manejo de su lance nocturno, se refugió en la ducha.
391
LA APUESTA DEL DR. ISABA
La infancia y juventud de Héctor y de Guadalupe transcurrieron en un palacete
del centro histórico de Quito donde vivieron a cargo del Dr. Rodolfo Alburquerque, su
abuelo materno, prematuramente viudo. La madre, que aunque dispuso de todo el
apoyo asistencial que conllevaba la condición de hija de uno de los médicos más
prestigiosos de Ecuador, no superó las complicaciones del parto del hijo pequeño. Y
el padre, el Dr. Carlos Isaba, que no era médico, sino abogado con un PhD por Yale,
perdió la vida en un accidente de coche pocos meses después. La nieta cursó filosofía
en Heidelberg, donde se casó con el hijo de un empresario local y se afincó en la hermosa ciudad balneario de Baden-Baden. Héctor, tres años más joven, inició sus estudios en la Facultad de Medicina, que data de 1826, en la que su abuelo se había desempeñado de catedrático de Anatomía Patológica. El profesor Alburquerque murió
aquejado de la enfermedad de Alzheimer el mismo año en que su nieto se licenciaba
y era aceptado en Harvard para especializarse en Obstetricia y Ginecología.
Héctor regresó a Quito en 1985 decidido a hacer todo lo posible para evitar
muertes prematuras como la de su madre. Se casó con una enfermera canadiense
que, tras cuatro años de conflictivo matrimonio, huyó con un viejo novio llegado de
Ontario para rescatarla. Así las cosas, decidió poner tierra de por medio y se instaló
en la población de Sucua de la que era oriunda su familia paterna. Ahora, a punto de
cumplir los cincuenta, seguía sin rehacer su vida sentimental, pero su decidida
apuesta por el desarrollo de la provincia de Morona Santiago le había llevado a fundar una clínica, una emisora de radio local y a invertir en negocios relacionados con
el creciente turismo de la región. Íntimo de Giovanni, en cuya casa junto al Upano
solía terminar de achisparse cada noche, fue clave para que Álvaro y Cantó decidiesen acometer allí su proyecto amazónico. No en vano les había mostrado su disposición a involucrarse en el mismo. ¿Quién le iba a decir al Dr. Isaba que un día se iba
a alegrar tanto de tener la oportunidad de materializar su generoso ofrecimiento?
Aunque Giovanni, meses atrás, retornó a su trabajo en Quito, mantuvo abierta
su casa al cuidado de Sara y de varios peones del cercano poblado shuar. De ahí que
Marta, que pronto congenió con ella, aceptase de buen grado la generosa invitación
del ingeniero para instalarse allí mientras dirigía las obras del campamento. Tenía
instrucciones de mantenerse en contacto con el médico para recurrir a su influencia si
le ponían pegas las autoridades locales y él se afanó en ponérselo fácil. Le parecía un
tipo divertido al que acompañaba encantada cuando volaba por los cielos de tan fascinante entorno para atender a sus pacientes indígenas. Al principio trató de seducirla, pero pronto renunció y comenzó a buscarla cada tarde sólo para sentir el placer
de derrumbarse en su presencia.
La chica, que confiaba en que las visitas cesasen o, al menos, que se espaciasen en cuanto Giovanni regresase a la capital, erró de plano: el Dr. Isaba continuó
recalando en la casa alentado por Sara, que no hacía ascos a aquel hombre, podrido
de dinero y siempre dadivoso, que solía aparecer sin avisar y colmaba el frigorífico
con botellas y viandas. Lo hacía a la hora del almuerzo y se sentaba con ellas a la
mesa. O durante la sobremesa y comenzaba a beber en silencio sin prestar atención
ni a la pantalla, ni a los comentarios de ambas. Si el final del serial televisivo coincidía con una de sus intermitentes cabezadas Marta salía discretamente para ocuparse
de sus cosas. A media tarde solía recibirse en el teléfono de la casa la llamada de una
enfermera, siempre la misma, que preguntaba si estaba el jefe y, en su caso, cómo.
Sara, a veces Marta, tras evaluar la situación, decidían si debía avisársele. Cuando lo
hacían, el galeno, lejos de protestar o malhumorarse, se disponía con inusitado brío a
393
acudir con prontitud a donde cualquier mujer encinta requiriese sus servicios. Gesto
que, a los ojos de Marta, hacían entrañable a aquel alcohólico empeñado en caminar
hacia el abismo.
Si aún continuaba allí cuando regresaba de su trabajo picoteaba cualquier cosa
y se recluía en su cuarto. Era el momento sagrado de conectarse a Internet y evadirse de la rutina de aquel aislamiento amazónico. Y no abría la puerta hasta que comprendía que la empleada renunciaba a convencer al médico, ya borracho como una
cuba, para que se quedase a dormir en el aposento que siempre tenía dispuesto por
orden de Giovanni. A Marta, en esos casos, no le quedaba más remedio que cargarlo
en la camioneta y conducir hasta Sucua. En ocasiones, sola; otras, con Sara, aunque
ésta solía insistir en llevarle, algo que estaba lejos de desagradarle, pues no ponía reparos a la contrapartida tácita de quedarse a dormir en su cama. Lo malo era que, la
mayoría de las noches, aquella pizpireta cincuentona de generosas carnes también se
hallaba muy perjudicada.
La situación se tornó insostenible y ella decidió mudarse a un hotelito de la
cercana población de Logroño de los Caballeros, pero Sara le aconsejó que aguardase
unos días. Y es que sabía por Giovanni que un sobrino, también médico, estaba a
punto de llegar de Alemania para hacer prácticas en la clínica. Marta, que le esperaba
como agua de mayo, no supo de su llegada hasta una tarde, la cuarta de esa semana
que le tuvo que llevar a Sucua. Rudolf von Baer Isaba, que tan abochornado se hizo
cargo del borrachín que le entregaba aquella chica regordeta y sonriente, se las arregló para que el tío Héctor no volviese nunca más a la casa de Giovanni sin que él le
acompañase. Una decisión que, tarde a tarde, fue corroborando a Marta el gran
acierto de haber aceptado la invitación de Álvaro y Pepe para para dirigir sobre el terreno la construcción de aquel pequeño campus amazónico.
Cuando Ágata entró en la cabaña, acompañada por Louise y Sara, Tere se levantó para ducharse.
—¿Eres tú, Marta? —preguntó al comprobar que la puerta del cuarto de aseo
estaba cerrada.
—No.
—¿Qué haces aquí? —Atónita, regresó a su habitación de un salto para cubrirse
con algo.
—Marta me ha invitado a ducharme.
—¿Y ella?
—Conmigo, ideando una excusa para no escandalizarte.
—¡Qué más quisieras!
—Ha ido a recoger a Pepe y a Giovanni.
—¿Pero el vuelo a Quito no es por la tarde?
—Antes tenemos una cita con el Dr. Isaba.
—¿Quepo?
—Claro, pasa —sugirió mientras, sin cortar el agua, descorrió el picaporte para
que entrase.
394
—No te pegues faroles, que ya te sobra con Marta. —Tere, empujó la puerta
segura de que él se habría refugiado tras la toalla—. Cómo si no te conociera, so tonto —añadió con guasa sevillana, mientras se hacía a un lado para dejarle salir. Sabía
que la besaría en la frente, pero ni por asomo se imaginó que se tomara la insólita licencia de darle una palmada en el culete—.
—Tienes dos minutos, Teresa guapa.
—¡Vale! —contestó, sabiendo de más que aguardaría lo que hiciese falta.
Cuando vio llegar a Marta y a sus acompañantes azuzó a Tere para que se
apresurase, caminó hacia la camioneta y se dispuso a compartir el asiento trasero
con ambos.
—¿Qué haces? ¿No querrás que me ponga una gorra y haga de chófer?
—Es que viene Teresa para ayudarte en las compras.
—En tu caso —comentó Pepe socarrón— yo no me lo pensaría dos veces y me
casaría con ella ¿no te parece, Marta?
—¡Cómo os va la marcha! No he conocido a nadie que le gusten las mujeres
más que a ti y a mi padre.
La chanza continúo durante el camino. Giovanni hizo la sobrecogedora cuenta
de los años que tendría Pepe cuando fuese a la universidad su hijo recién nacido de
su segundo matrimonio. El ingeniero les confesó que estaba enamorado de una veinteañera de Quito que no le hacía el menor caso. Álvaro pronosticó que lo haría al
mismo tiempo que Nilo. Marta, sorprendida de que recordase el nombre de su hermanastro, se decantó por las edades parejas y un cierto sonrojo le confirmó a Giovanni sus sospechas. Y Tere, por seguir la broma, reconoció que sería un mal trago tener que comunicar a su familia que iba a casarse con uno de los antiguos novios de
su madre.
—¿Quién te ha dicho que Marita y yo…?
—Ella y el cotilla de tu amigo Ñoño.
—¿Cómo reaccionarían? —se interesó Marta.
—Tendríamos que plantearlo como un hecho consumado.
—Eso, eso, consumarlo y fabricarles un nuevo nieto.
—Es una opción, Giovanni, pero ya no podría asistir al mismo curso que Nilo y
Lisandro.
—Pero a Aurelia, a mi madrastra y a ti —pronosticó Marta con retintín— seguro
que os harían un buen precio el día que os plantéis con los tres carcamales en una
residencia del Imserso.
—Por cierto, ¿como lleva Nilo su enfermedad? —quiso saber Álvaro.
—Razonablemente bien. Y su madre está mucho más animada desde que colabora como voluntaria
con la Asociación Madrileña de Espina Bífida
y se ha
395
hecho amiga de su vicepresidenta, la abogada madrileña Emma Suardiaz,
miembro de la directiva de la Federación Internacional.
que es
—Es esencial tomar ácido fólico durante el embarazo —apuntó Tere.
—Antes, tres meses antes —puntualizó Marta.
Media hora después, cuando la enfermera les hizo pasar y él, con su cordialidad de siempre, se levantó para saludarles, Marta, ante el inaudito rictus de júbilo de su rostro, tuvo la impresión de estar en presencia de un hombre nuevo. Incluso
de buena mañana, con su pelo cetrino engominado, su impecable bata blanca, su
elegante corbata de seda de vivos colores y sobrio, que era su estado habitual cuando asumía a diario el rol de director-propietario de aquella moderna clínica, lo habitual era que el Dr. Héctor Isaba, como James Wesley, el inglés productor de películas
baratas de Queda la noche, de Soledad Puértolas, diese la impresión de ser alguien
empeñado en mostrar que ha perdido las ilusiones y que se siente casi orgulloso de
la pérdida, cómo si la hubiera alcanzado en una empresa personal y heroica.
El encuentro no duró mucho tiempo. El ginecólogo, increíblemente dicharachero y ocurrente para no estar achispado, no sólo ofreció aportar treinta mil dólares para la adquisición del sofisticado equipamiento multimedia que requería el montaje del
centro de infocomunicación del CAE, sino que, a una indicación de su musa, levantó
el teléfono para arrancarles a los directores de las compañías eléctrica y telefónica la
promesa de que en unas horas el campamento dispondría de ambos servicios.
—Ahora, en cuanto firme el cheque, el doctor y yo pasaremos por el quirófano
para traer al mundo dos gemelos shuar y luego celebraremos nuestro acuerdo con un
buen almuerzo. Y como esta tarde os vais a Quito he reservado una mesa en un restaurante próximo al Aeropuerto de Macas. Por cierto —añadió, haciéndole un guiño a
Marta—, que conste que todo esto lo hago para que la directora, que es una chica
fantástica, pueda sacar adelante su proyecto y se decida a quedarse definitivamente
entre nosotros.
Aquel halago no evitó el desconcierto de Marta al comprobar atónita cómo sus
jefes, en contra de lo acordado, accedían a que se incorporase al proyecto un socio
ecuatoriano. ¿Cómo podía imaginar ella y, aún menos, el joven médico, que con
aquel gesto Héctor Isaba acababa de hacer una de las apuestas más trascendentes
de su vida?
Y no había sido fácil, pues Pepe, que ya sabía que los chinos habían ingresado
en su cuenta el voluminoso pago del último plazo de la venta de la wollastonita, era
partidario de seguir el plan de financiación inicial. Él y Álvaro, convencidos por propia
experiencia de que los futuros ejercicios de observatorio de iniciativa y control acabarían generando polémica, deseaban salvaguardar la futura autonomía del CAE evitando la presencia de un socio susceptible de ser presionado por los caciques locales. Y
Marta les secundaba. Por eso no entendía que la reunión, cuyo único objeto era acordar con Isaba la colaboración de su emisora de radio en la promoción del proyecto,
concebir una fórmula para garantizar la asistencia médica de los futuros participantes
y conseguir su apoyo para desbloquear algunas licencias pendientes, hubiese tomado
ese sesgo inesperado. Lo que ella desconocía es que, la víspera, Giovanni hubiese
puesto toda la carne en el asador para convencer a sus amigos de que no excluyesen
de sus planes al médico.
—Héctor me ha confesado recientemente que padece un cáncer —les comunicó
a ambos en un aparte, tras la cena en la casona—. Dadas las circunstancias me puse
en contacto con Guadalupe Isaba, que reside en Alemania y acordamos que Rudolf,
396
su hijo mayor, con el pretexto de hacer prácticas en la clínica de Sucua, viniese cuanto antes para evaluar la situación y hacer algo.
—Sé por Marta —comentó Álvaro— que lleva aquí un mes largo. ¿Qué opina?
—Qué la situación es muy grave y que su tío ha tirado la toalla. La bebida le
perjudica sobremanera y no hay modo de evitarlo.
—¿Hasta cuándo se quedará el chico?
—Ese, Pepe, es el quid de la cuestión y aquí es donde entráis vosotros.
—No sé cómo —indicó Álvaro—, pero cuenta con nosotros si se te ocurre algo.
—Sólo tenéis que aceptarle como socio. Lamentablemente se va a morir y, por
tanto, queda a salvo esa autonomía del proyecto que tanto os inquieta.
—¿Y qué interés puede tener Héctor en gastarse su dinero con nosotros en las
presentes circunstancias?
—Le ha tomado cariño a su sobrino y lo quiere a su lado a toda costa. Le ha
propuesto dejarle la dirección de la clínica y todos sus bienes si le promete continuar
su obra, pero Rudolf, que tiene puestas sus miras vitales y profesionales en Alemania, se resiste.
—¿Y?
—Que las cosas han cambiado en las últimas semanas. Sara me ha confirmado
que Rudolf está colado por Marta y ella es la única que, hoy por hoy, puede retenerle
en Sucua. De ahí su interés en que el proyecto se consolide lo antes posible y ella
que, como sabéis, se lo está pensando, decida instalarse aquí.
—¿Cómo que se lo está pensando? —exclamo Álvaro.
—Parece que Rudolf no deja de tentarla para que busque trabajo en Alemania
donde, al parecer, están contratando a titulados españoles que sepan alemán. Y ese,
amigos, es el caso de nuestra directora. Es más, el marido de Guadalupe, que es un
empresario influyente, está dispuesto a allanarle el camino con tal de que su hijo mayor regrese cuanto antes a casa.
397
LEE Y ACTÚA
Aquel primer fin de semana, tras instalar el resto del mobiliario que trajo un camión el sábado, todas las cabañas quedaron disponibles. Salvo Pepe, Quino y Juanjo,
que decidieron continuar alojados en casa de Giovanni, los demás se agruparon como
les vino en gana. Había espacio suficiente para todos. Álvaro se instaló en una de las
dos cabañas unipersonales con vistas al Upano. Marta en la otra, donde estableció su
oficina.
El lunes 20, a eso de las diez de la mañana, un microbús les condujo a una escuela de Sucua. Marta, María, Aicha, Tarald y Dani habían llegado una hora antes para mantener una reunión preparatoria con un grupo de docentes de la localidad y alrededores. Algo más de una treintena de escolares, seleccionados de entre diversos
centros educativos, esperaban en el patio. Sonó una campana y todos entraron en un
aula grande en la que descubrieron asombrados dos hechos inusuales: que sus propios profesores ocupasen parte de aquellos pupitres pintarrajeados y que un perro
negro, con cara de buen perro, les mirase impasible desde la tarima. Pronto Mercedes, la joven maestra que dirigía aquel encuentro, tomó la palabra.
—María acaba de llegar de España y os va a explicar en qué consiste el concurso en el que vais a participar.
—Este es Boliche —dijo a sabiendas de que su perro guía
constituía el centro de interés de aquellos escolares—. Ha sido adiestrado para convertirse en los ojos
de una persona totalmente invidente como yo. Si ahora —sacó un arnés amarillo de
su pequeña mochila— digo “pon” —el perro se levantó y acercó la cabeza a sus manos—, me deja que se lo coloque. Si le ordeno “avanza” comienza a guiarme —y Boliche caminó lentamente hacia el extremo derecho de la tarima deteniéndose al llegar
a los escalones.
—¡Cuidado! —gritó una de las chicas haciendo un amago de levantarse para ir
en su ayuda y evitar que tropezase.
—Gracias, amiga. ¿Has visto como se ha parado para advertirme del peligro?
Fijaos, si le digo “marca” —el perro comenzó a bajar—, me va señalando la posición
de los peldaños. Y ahora, como a vosotros, a Boliche le encantaría que continuásemos hacia el jardín, pero antes tenemos que hacer algo aquí dentro. Así que “atrás”
—obediente, giró 180 grados a la derecha y rehízo lo andado. Ella se sentó, le retiró
el arnés, pero en vez de decir “sienta” le ordenó un inesperado “vete con Dani” que
Boliche obedeció saltando desde de la tarima y dejándose acariciar por su nuevo amigo y cuidador oficial durante las últimas semanas.
—Y si estuvieses esperando al autobús ¿te avisaría cuando llegase? —quiso saber el chico que compartía pupitre con Dani.
—Aunque es muy inteligente no puede leer. Su trabajo es guiarme en el trayecto hacia la parada. Una vez allí, cuando yo confirme con el conductor u otro viajero que es el autobús que espero, se lo indico y me lleva a la puerta, marca el estribo y me ayuda a subir.
—Y si… —se dispuso a preguntar una chica.
—Un momento —interrumpió María—, escuchad con atención y después os
contaré cuanto queráis saber sobre los perros guía. ¿Os parece? —Todos asintieron y
399
Dani hizo una indicación a Yadira para que comenzase a leer un breve texto extraído
de una conocida obra de la literatura universal.
Entretanto, Tere había llegado en coche y se incorporó al aula con algo de retraso. Compartía pupitre con Juanjo y estaba completamente ausente. No dejaba de
darle vueltas a las insólitas revelaciones de Louise que Álvaro le había avanzado con
sumo desconcierto antes de volar a Quito. No era para menos: la aparición de Linda
Nsue viva y coleando daba un vuelco a sus planes. Para colmo, la airada reacción de
Ágata presumía difícil que pudiese contar con su colaboración para someterse a la
prueba de maternidad que pensaba proponerle. Podría hacerlo recogiendo una muestra biológica sin que se enterase, pero estaba desconcertada tras los comentarios del
novio de Marta.
El sábado anterior el Dr. Isaba se sintió indispuesto en el restaurante en el que
celebraban su incorporación al proyecto y hubo que avisar a una ambulancia para
que lo trasladase a Sucua. Marta y Tere dejaron a Giovanni, a Pepe y a Álvaro en el
aeropuerto para volar a Quito y contratar cuanto antes la instalación del centro de infocomunicación del CAE. De regreso, tras abastecerse en un supermercado de Macas
de todo lo necesario para unos cuantos días, Tere le comunicó a Marta que necesitaba
pedirle un favor a Rudolf y ésta, encantada, se desvió hacia la clínica con la esperanza
de recuperar a su novio durante el fin de semana. No estaba allí, pues el tío se había
repuesto y le había acompañado a casa. El hecho es que debieron advertirle, pues apareció a los diez minutos sin su habitual bata blanca. Sonreía y portaba una bolsa de
viaje. Los tres subieron a la camioneta para llegar al campamento cuanto antes.
—¿Disponéis de medios para realizar una prueba de ADN? —le preguntó Tere a
bocajarro tras repostar y cargar varias bombonas de gas en las afueras de Sucua.
—Sí ¿Acaso tienes dudas de quién te ha dejado embarazada?
—Algo así —respondió Tere, siguiéndole la broma.
—¿Y podríais practicarla —quiso saber Marta— sin la autorización de la persona
interesada?
—El consentimiento informado es un requisito para cualquier actuación médica.
¿Cuál es el problema?
—Hablemos claro. Como sabes, soy periodista y los hechos que estoy investígando requieren comparar el ADN de dos personas.
—¿Qué clase de hechos? ¿Cuándo sucedieron? ¿Dónde?
—Se trata de la desaparición, hace más de treinta años, de una niña que tuvo
que ser abandonada por su madre inmediatamente después del parto.
—Vale, pero necesitarás muestras biológicas de ambas para proceder a la
prueba de maternidad.
—Por ahora sólo podría obtener el de una.
—Pues, en ese caso, no tienes nada. Es obvio que sin el otro análisis de ADN el
cotejo es imposible.
—Ahora sólo me interesa el de la hija, que el de su posible madre trataría de
conseguirlo dónde reside actualmente.
400
—Si quieres que no se entere la interesada bastaría con tomar alguna muestra a
partir de pelos, del cepillo de dientes, de la boquilla de un cigarrillo, etc. Ahora bien,
para que la prueba sea fiable y tenga validez legal, debería ser realizada por un analista competente y ser legalmente solicitada por un juez o por los propios afectados.
—En esta fase de la investigación no necesito validar legalmente el resultado.
Sólo pretendo confirmar una sospecha. De tener razón informaría a la presunta hija y
ya sería cosa de ella instar o no la pertinente prueba oficial.
—¿Esa chica está en el CAE?
—Sí.
—¿Y no puedes convencerla para que sea ella quien solicite el análisis genético?
—Tal vez, pero prefería que aún no se enterase.
—¿Y eso?
—Da por hecho que su madre murió en el parto. Le ha costado asumir su orfandad y no quisiera generarle expectativas por el mero hecho de tener una…
—¿Intuición o sospecha? —interrumpió Marta forzándola a precisar—. No es lo
mismo percibir algo como evidente sin necesidad de razonamiento alguno que hacerlo basado en conjeturas fundadas en visos de verdad.
—Digamos que se trata de olfato periodístico.
—¿Qué edad tiene?
—Algo más de treinta años.
—¿No será ecuatoriana?
—No, francesa, naturalizada.
—Lo consultaré con mi tío.
—¿Es imprescindible?
—Sí, si quieres que intervenga el laboratorio de la clínica.
—¿Pondrá algún reparo?
—Seguro, pues la práctica en Ecuador de ese tipo de pruebas requiere una orden judicial.
—¿Qué hacemos entonces?
—Si no eres muy escrupulosa recurre a algunos de los muchos laboratorios que
se anuncian en Internet.
—¿Eso es posible?
—Claro, sólo hay que ponerse en contacto con ellos y pagarles el precio estipulado. Te enviarán un quit con instrucciones para que obtengas la muestra biológica y
se la remitas. Dispondrás del resultado en unos días.
401
—¿Y sería fiable?
—Es cuestión de recurrir a un laboratorio solvente.
—¿Qué has querido decir con “si no eres muy escrupulosa”?
—Asumir esa decisión no deja de plantear algún que otro problema ético.
—Explícate, Rudolf.
—Los análisis de ADN pueden afectar a los derechos humanos. Creo que no
estaría de más que consultases a alguno de los juristas del grupo.
—Lo haré y te cuento.
Sabía que Juanjo, sentado a su lado, podría ayudarla y, aunque hubiese preferido esperar a que Álvaro regresase de Quito, se inclinó hacia él y, mientras Yadira
leía en voz alta, le susurró que necesitaba hacerle una consulta en cuando acabase
aquella sesión. El abogado accedió encantado y la atención de Tere sólo se concentró
en lo que se desarrollaba en el aula cuando Dani, moviéndose entre los pupitres con
su habitual desenvoltura, comenzó a preguntar a los escolares.
—¿Le suena a alguien lo que Yadira acaba de leer?
Varios izaron la mano, pero una chica anticipó su respuesta. Rondaría, como
todos ellos, los quince años.
—Es el inicio de La Eneida de Virgilio.
—Muy bien. ¿Y qué sabes de ese texto?
—Que las naves de los troyanos, que navegaban rumbo a Italia, fueron dispersadas por la tempestad provocada por Eolo cuando Juno le ordenó que desatase a los
vientos…
—Es suficiente, gracias. Si estuviésemos en clase de latín o de literatura podríamos debatir sobre la originalidad de Virgilio, la personalidad de Eneas o el influjo
de la obra o, incluso, preguntarnos para qué fue Virgilio a Grecia, ¿a quién dedica su
obra y por qué?, ¿qué razones tenía Juno para odiar a los troyanos?, ¿qué esperanzas da Eneas a los derrotados?, pero no es el caso. —Él mismo bajó una de las persianas para evitar que la luz del sol velase la visión de la dispositiva que mostraba la
primera parte del texto leído por la colombiana.
“Yo, aquel que en otro tiempo modulé cantares al son de leve avena, y
dejando luego las selvas
obligué a los vecinos campos a que obedeciesen
al labrador, aunque avariento, obra grata a los agricultores, ahora canto las
terribles armas de Marte y el varón que, huyendo de las riberas de Troya por
el rigor de los hados, pisó el primero la Italia y las costas Lavinias”.
—¿Y ese símbolo? —preguntó uno de los escolares.
—Fijaos bien —intervino María— pues tiene mucho que ver con el concurso en el
que vais a participar. Lo llamamos alfaflecha
y os vamos a mostrar su significado.
402
Mientras Tarald grababa todo lo que sucedía en el aula Dani se acercó al chico
con el que había compartido el pupitre y le entregó un artilugio con apariencia de bolígrafo. Boliche hacía un rato que observaba desde su puesto de trabajo.
—¿Me has dicho que te llamas Esakua, verdad?
—Entsakua —precisó éste—. Entsa significa río y kua quiere decir que hierve:
agua que hierve. Es un nombre shuar.
—¿Sabes qué es?
—Un puntero láser —respondió con altiva seguridad, como queriendo dejar
sentado que había transcurrido mucho tiempo desde que sus antepasados, los jíbaros
que sufrieron los conquistadores españoles, practicaban la reducción de cabezas.
—No exactamente, pero apunta a la alfaflecha y aprieta este botón.
Lo hizo y, tras varios intentos sin fortuna, una página electrónica comenzó a
cargarse lentamente en la pantalla. En grande y en mayúsculas la palabra ‘AMAZONÍA’ junto a un logotipo formado por letras de diversos colores y una lista de frases
cortas, seguidas de una imagen roja con el vocablo ‘actúa’ y una mano de perfil con
el índice extendido.
Apoya al pueblo Sarayaku en su lucha contra las petroleras
Salvemos la Amazonía
Limpien la Amazonía
¡No a la cuchillada amazónica
Proyecto petrolero amenaza la Reserva de Biosfera Sumaco
Empresas palmicultoras arrasan la Amazonía
Masacre en la Amazonía etc.
—Elige una de esas propuestas de acción y activa con el láser el símbolo rojo
que la acompaña.
Entsakua, que ahora sí acertó a la primera, provocó con su dardo electrónico la
apertura de una nueva página que comenzó a cargarse lentamente: Nuestra lucha
contra las petroleras. ¡Usted puede ayudarnos! Por favor mande una carta de protesta al Presidente del Ecuador.
Y ya no hizo falta que Dani le dijese nada más: dirigió el rayo al hipervínculo y todos pudieron leer la misiva que apareció en la pantalla.
“Dr. Rafael Correa
PRESIDENTE DE LA REPUBLICA DEL ECUADOR
Excelentísimo Sr. Presidente
Le escribo para expresar mi grave preocupación. Con preocupación he
conocido los incidentes ocurridos en la zona de Chuyayacu dentro del territorio de posesión ancestral del Pueblo de Sarayaku el 29 de abril del 2010 a
las 19:30 horas, cuando miembros de la comunidad fueron atacados con dinamita y armas de fuego, por invasores armados, quienes al parecer intentan posesionarse ilegalmente y por la fuerza de una zona del territorio de
Sarayaku. Producto de esta agresión resultaron heridos los señores Rudy
Ortiz, dirigente de Territorio, Wilson Malaver, y Rommel Malaver, socios de
la comunidad quienes tuvieron que ser hospitalizados en la ciudad del Puyo.
403
Le solicito muy respetuosamente señor presidente, se sirva disponer la
investigación de los hechos para determinar las responsabilidades de los autores materiales y los intereses que están detrás de esta agresión armada y
de ser necesario sancionar a dichos responsables, más aún teniendo en cuenta que la demanda sostenida por esta comunidad ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos se encuentra en la etapa final y que precisamente en este momento crucial de ese proceso judicial internacional se producen estos incidentes. Seguro de contar con su acogida favorable a esta petición, me despido. Atentamente.”
—¿Y cómo hacemos para firmar y enviar la carta? —quisieron saber algunos.
—Sólo tenéis que seguir las instrucciones de los promotores de la ciberacción.
Algo —añadió María— que sería muy fácil si todos estuvieseis ante un computador
conectado a Internet.
—¡La acabo de enviar! —exclamó una chica mostrando orgullosa su comunicador de última generación.
—¡Estupendo! Y ahora —dijo María mientras Dani maniobraba para que la pantalla mostrase el resto del texto leído por Yadira— pasemos al siguiente ejercicio que
requerirá un mayor esfuerzo de vuestra parte.
“Largo tiempo anduvo errante por tierra y por mar, arrastrando a impulsos de los dioses, por el furor de la rencorosa Juno. Mucho padeció en la
guerra
antes de que lograse edificar la gran ciudad y llevar sus dioses al
Lacio, de donde vienen el linaje latino, y los senadores Albanos, y las murallas de la soberbia Roma”.
—Al nuevo símbolo —indicó Dani— que hemos colocado tras el término ‘guerra’
le llamamos opeefe.
Es la sigla de ‘oportunidad de participación fraccionada’.
Veamos cómo funciona. ¿Quién quiere probar con el puntero?
—Yo —una chica se lo arrebató a Entsakua y, tras varios intentos, consiguió
que la pantalla mostrase una nueva página electrónica.
Esta vez, junto al logotipo del Proyecto INTER/SUR, podía leerse ‘Publica tus
propuestas de acción’ y ‘Hay dos tipos básicos de propuestas de acción que pueden
publicarse en ‘Wikiacción’: ‘propuestas que ya circulan en internet’ y ‘propuestas originales’. Algo más abajo, a la izquierda, la frase ‘Cómo publicarlas’, con dos opciones.
En primer lugar, ‘Propuestas de acción ya publicadas en internet’: ‘mira un ejemplo’
y ‘utiliza el formulario’. En segundo lugar, ‘Propuestas de acción originales’: ‘mira
un ejemplo’
y ‘utiliza el formulario’.
Todos y cada uno de los hipervínculos fueron activados pasándose el puntero
de unos a otros, al tiempo que planteaban un sinfín de preguntas, incluidas las de
Yadira y Ágata, entusiasmadas con aquel sugestivo invento. Ni siquiera el recordatorio del concurso, del que sus maestros les darían más detalles en los próximos
días, permitió a Dani acallar el creciente bullicio. La experiencia llegaba a su fin, pero
la estrella indiscutible, ¡qué duda cabe!, seguía siendo Boliche que ahora, meneando
expresivamente las orejas, guiaba a María hacia el jardín.
404
EL HOMBRE DE CRISTAL
Ya en el jardín, mientras los escolares formaban un corro en torno a María y a su
perro guía, Juanjo le propuso a Tere tomar un aperitivo en uno de los bares de los alrededores. Salieron y ella le urgió a subir al coche y, sólo al cabo de unas cuantas
manzanas, le comunicó que iban camino de Macas y, por tanto, que se saltarían la próxima actividad programada para esa mañana. Ni los maestros, ni el grupo les echarían
de menos. Además, la coartada era perfecta pues ella debía recoger a los viajeros en el
aeropuerto. Él, tan sorprendido como encantado por el secuestro, ni rechistó.
Juanjo, por su condición de abogado acostumbrado a escuchar y su palmaria
bohonomía, era de ese tipo de personas que inspiran confianza desde el primer momento. No obstante, Tere, tanto por satisfacer su curiosidad sobre un tema que ignoraba, como por madurar una decisión que aún no había consultado con su socio, no
fue directamente al grano y eso le dio alas al letrado para explayarse a sus anchas en
cuanto se sentaron al sol en la terraza de un bar de carretera.
Comenzó con las consideraciones de Warren y Brandeis, en 1891, en torno a la
boda de la hija del primero y al tratamiento que le dio la prensa de la época y pasó
revista, desde al británico Informe Younger, de 1972, que distinguía entre dos clases
de intimidad, hasta la creación de la Agencia Española de Protección de Datos y el
debate sobre los derechos humanos de tercera generación. Y, por supuesto, sin pasar
por alto la sentencia del Tribunal Constitucional alemán que, en diciembre de 1983,
al declarar inconstitucionales algunos artículos de la Ley del Censo impugnada por los
simpatizantes de “los verdes”, marcó un hito en la defensa de los derechos de la persona a preservar su vida privada, fundamentó el derecho a la autodeterminación informativa y advirtió del riesgo de hacer del ciudadano un “hombre de cristal”.
Tras tan documentada y, justo es reconocerlo, amena disertación trufada de
curiosas y divertidas anécdotas de su práctica cotidiana, por fin le hincó el diente a la
cuestión genérica del recurso al ADN. Eso sí, comenzando por la vertiente penal de la
identificación humana que, si bien se alejaba de su aplicación al reconocimiento de la
paternidad o maternidad que a ella le interesaba, le permitía prolongar aquella charla
al aire libre con tan encantadora acompañante.
—Vayamos al ADN —le sugirió resuelta a balizar el camino para acortar la previsible perorata. atajo
—En 1985 Alec Jeffreys, un genetista británico, junto a otros investigadores,
comenzó a hablar de “DNA fingerprints” o huella genética, para referirse a la información que aporta el estudio de ciertas secuencias del ácido desoxirribonucleico características de cada el individuo. Como sabes, Tere, cada uno de nosotros poseemos un
código genético exclusivo. Si a finales del siglo XIX el uso de las huellas dactilares supuso un gran avance, hace algún tiempo que el ADN se ha convertido en el mecanismo de identificación más seguro y preciso, tanto en el ámbito de la investigación biológica de la paternidad o maternidad, como en la resolución de casos criminales. Y es
que las características particulares de la información genética, sobre todo su singularidad e inalterabilidad, hacen de ella una potente herramienta de identificación. Hasta
el punto que, en combinación con la tecnología de la información, amenaza con posibilitar sistemas biotecnológicos de control social, más que discutibles.
—Un arma de doble filo, vaya.
405
—Así es, Tere. Y aunque, en principio, el uso de la huella genética tiene una
aplicación limitada, el archivo de los datos obtenidos y su transmisión lo convierten,
como te digo, en una poderosa herramienta. Ten en cuenta que, si de un lado, constituye un instrumento para la identificación de delincuentes; de otro, amenaza los derechos fundamentales en la medida en que, como advirtió el Tribunal Constitucional
alemán, desnuda al individuo y lo hace transparente para el Estado. Imagínate por
un momento un país que contase con muestras biológicas de todos sus habitantes y
dispusiese de bases de datos con el perfil de ADN de cada uno.
—La voracidad de muchas organizaciones no cejaría hasta tener acceso a
cuanta información pudiese interesarles a la hora de contratar seguros, dar trabajo,
prestar servicios sanitarios, etc.
—Como por este medio se puede obtener información sensible es obligado fijar
los límites y establecer las condiciones en que debe desarrollarse el análisis genético
para salvaguardar los derechos humanos en general y, en concreto, el derecho a la autodeterminación informativa del individuo.
—¿Derecho a la…?
—Autodeterminación informativa del individuo, que es un derecho fundamental
de tercera generación, como bien sabe nuestro amigo Dani que tuvo que entregarle
un trabajo sobre la materia al profesor Pérez Luño para aprobar la última asignatura
de la carrera.
—¿Te refieres al derecho a controlar la información personal almacenada por
medios informáticos?
—Sí. Y también a decidir cuándo y dentro de qué límites procede revelar secretos referentes a la propia vida para salvaguardar la privacidad. Siempre, claro, que
por privacidad se entienda —precisó— el conjunto de aspectos de la vida que la persona desea y le es permitido mantener reservados; y por autodeterminación informativa las facultades, garantías y derechos disponibles para poder protegerse frente
al tratamiento automatizado de sus datos personales. Dicho de otro modo: la privacidad alude al bien objeto de tutela y la autodeterminación informativa a la garantía
establecida por el ordenamiento jurídico para su protección.
—Ya. ¿Y qué dice la Constitución al respecto?
—La única referencia aparece en el artículo 18.4: “La ley limitará el uso de la
informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos”.
—¿Y del acceso a los archivos?
—En el 105, se establece que “La ley regulará: b) El acceso de los ciudadanos
a los archivos y registros administrativos, salvo en lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la intimidad de las personas”. Voy a
por otra cerveza ¿te traigo otro jugo, como dicen aquí?
—Vale, gracias.
Tere, que aprovechó la pausa para poner a cargar su comunicador en el mechero del Land Rover, fue requerida en inglés por los únicos clientes que compartían
la terraza. Eran tres jóvenes que deseaban que les hiciese una foto. Eran algo
mayores que ella y no habían dejado ni de beber cerveza, ni de mirarla con notable
descaro desde que llegaron. Se dispuso a hacerlo y se acercó a por la cámara que le
406
ofrecía uno de ellos. Le extrañó que no se levantase y, sobre todo, que ni siquiera se
molestase en retirar la funda, pero ¿cómo imaginarse que lo que contenía fuese una
caja de preservativos? Dudó, pero como vio por el rabillo del ojo que Juanjo volvía de
la barra, se limitó a espetarles: Thank you, I may find a use for them later. Y sin
más, disimulando su enojo para evitar un incidente, regresó sonriente a su mesa y se
sentó modificando la posición de su butaca para darles deliberadamente la espalda.
—Esos tipos de las mochilas parecen simpáticos.
—Mucho —y volvió a lo suyo olvidándose de aquellos mamarrachos para siempre—. Por cierto, Juanjo, he leído en algún sitio que el derecho a la intimidad responde a una concepción pre informática. ¿Qué significa?
—Que la noción tradicional de intimidad ha quedado desbordada por los riesgos
que plantea el uso generalizado de los medios informáticos.
—¿Y?
—Pues que de ahí el derecho de autodeterminación informativa. Un derecho
activo de control sobre el flujo de informaciones que conciernen a cada persona o, dicho de manera más precisa, un derecho de la personalidad autónomo, más que un
derecho de defensa frente a cualquier intromisión en la vida privada.
—¿Acaso intimidad y vida privada no es lo mismo?
—No, aunque ciertos ordenamientos los consideren equivalentes. Mira, Tere, la
intimidad abarca aspectos personales, como los datos biológicos. Y la vida privada o
privacidad comprende ámbitos, como la esfera profesional o económica, que no se
integran en la intimidad por ser conocidos o susceptibles de serlo.
—Pero el riesgo de vulneración del derecho a la intimidad es muy alto.
—Por eso sólo pueden registrase los perfiles genéticos que sean reveladores,
exclusivamente de la identidad del sujeto, pero no los de naturaleza codificante. Por
cierto, ¿a qué hora tenemos que recoger a nuestros amigos?
—A las cuatro de la tarde. ¿Has dicho codificante?
—Sí, aquellos que permiten desenmascarar cualquier otra característica genética.
—¡Ah!
—Primera conclusión: la obtención del perfil genético puede afectar a los derechos fundamentales del individuo.
—¿Cómo? —Su estrategia comenzaba a dar resultados y Juanjo se iba aproximando a lo que a ella le interesaba realmente.
—Tanto en la obtención de la muestra biológica, que constituye una medida de
intervención corporal, como en la propia realización del análisis de ADN sobre las
muestras obtenidas, con incidencia en la vida privada del individuo.
—¿Eso significa que la obtención de las muestras genéticas y los análisis de
ADN sólo deben autorizarse en determinados supuestos concretos?
407
—El artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos,
establece que
no podrá haber injerencia de la autoridad pública en el ejercicio del derecho a la vida
privada, en tanto en cuanto ésta no esté prevista por ley.
—Se supone que estamos hablando del supuesto en que la persona interesada
no otorga su consentimiento para la obtención de muestras y posterior práctica de la
prueba.
—Exactamente. En esos casos es cuando la ley debe determinar la posibilidad
de obtención de aquella, la realización del análisis de ADN y los requisitos necesarios
para su validez.
— ¿Y así lo recoge la legislación española?
—Sí, claro, aunque hasta finales de noviembre de 2003 no existía en nuestro
ordenamiento ninguna norma que permitiese de forma expresa la realización de
pruebas genéticas con fines de identificación criminal. Posteriormente, la Ley Orgánica de Bases de datos policiales de ADN con fines de investigación criminal, de
2007, regula la creación de una base de datos de ADN integral y centralizada que posibilite a las autoridades judiciales y policiales disponer de los instrumentos de investigación más eficientes posibles y compartirlos en condiciones de reciprocidad con los
almacenados en otros países, al tiempo que previene eventuales peligros para la dignidad y la libertad. Considera, Tere, que el almacenamiento de perfiles de ADN con
esa finalidad no sólo permite la comparación sistemática de perfiles de ADN obtenidos de muestras encontradas en el escenario de un determinado hecho delictivo, sino
también con todos aquellos casos pendientes de los que se tengan perfiles de ADN
anónimos e, incluso, con aquellos ya resueltos, en los supuestos en los que su conservación se haya autorizado.
—Pero eso ya ocurría con los bancos de huellas dactilares.
—Bueno, bueno, asimilar el perfil del ADN a una huella dactilar o decadactilar
es más que cuestionable. La mayor parte de la doctrina científica estima que la información contenida en el ámbito no codificante del ADN pertenece a la esfera de la
personalidad que debe protegerse, ya que es susceptible de revelar datos, como la
raza, origen étnico o las características sexuales, que no cabría conocer a partir de
una huella dactilar.
—¿Y qué sucede si un delincuente se niega a que le practiquen la prueba?
—Ese es un tema complejo. De entrada, deberíamos distinguir entre sospechoso, detenido, imputado, condenado, etc.; habría que aludir al respeto a los principios
de proporcionalidad, pertinencia, finalidad, veracidad, lealtad y seguridad; a los tipos
de delitos que determinan la inclusión de los resultados en las bases de datos; a la
clase de datos policiales, obtenidos a partir del ADN, que pueden integrar los ficheros; a las finalidades para los que podrían utilizarse; a las fechas y condiciones de
cancelación de estos; a la noción de habeas data… —Era obvio que si ella le dejaba
aquella disertación no tendría límites.
—Habeas corpus sí, ¿pero habeas data? Ni me imaginaba que los juristas manejaseis ese concepto.
—Pues así es. Si el habeas corpus que, como sabes, es un recurso procesal por
el que se solicita del juez que se dirija al funcionario que ha detenido a una persona
para que la conduzca a su presencia, surgió como reacción frente a los fenómenos
abusivos de privación de la libertad física, tan comunes desde la Antigüedad hasta los
408
modernos totalitarismos, el habeas data se configura en nuestros días para salvaguardar la libertad de la persona en la esfera informática.
—El paralelismo es evidente, pero déjalo, que eso nos apartaría mucho de lo
que me preocupa en este momento.
—Dejaré de divagar si me dices de qué se trata.
—Lo haré, pero tengo que contar con tu discreción.
—Tere, por favor. Me dedico a esta profesión desde hace cuarenta años. Pensaba que sólo querías documentarte para la novela que estáis escribiendo, pero no
me habías dicho que se trataba de un asunto personal. ¿Qué te preocupa?
Sólo entonces Tere se decidió a ponerle al corriente del nexo entre ficción y
realidad en Noticia de un amanecer fugaz. Él escuchó atento.
—Dadas las circunstancias, y más por razones éticas que jurídicas, yo no haría
nada sin obtener previamente el consentimiento de Ágata para la práctica de la prueba de ADN. La investigación biológica de la maternidad que planteas se sitúa en el
ámbito del Derecho Civil y, consiguientemente, las consecuencias que puedan derivarse darán lugar a unos problemas diferentes a los que aparecen en el terreno del
Derecho Penal del que te he hablado.
—¿Qué consecuencias?
—Obviamente la identificación médico-legal de la paternidad, o en el caso que
planteas, de la maternidad, conllevaría la filiación y todo el conjunto de medidas y
efectos que de ella pudiesen derivarse en el plano civil.
—En esta fase de mi trabajo eso no es relevante.
—Pero podría serlo si llegases a descubrir que nuestra amiga Ágata es hija de
esa mujer y tú decidieses informarla. ¿Por qué se lo dirías, no?
—¿Debería hacerlo?
—¿Tú que crees?
—La verdad es que no lo sé.
—Por eso, para evitarte en su momento un serio problema de conciencia, te
recomiendo que no obres sin su consentimiento. Coméntalo con Álvaro que, probablemente, compartirá mi opinión.
—Me parece que su relación con ella no es muy fluida.
—¿Estás segura?
—Tengo la impresión de que no acaban de congeniar.
—Lo dudo, pero aun así deberías hacerlo.
—¿Te apetece almorzar aquí o lo hacemos en las proximidades del aeropuerto?
—Tú mandas, Tere o, como Álvaro te llama con toda la razón, Teresa guapa.
409
DE ACRÓNIMOS Y ACERTIJOS
Los escolares se fueron y los demás volvieron al aula tras un breve descanso.
Entsakua se quedó en el patio con Boliche mientras María, ayudada por Marta, regresaba a la tarima y volvía a tomar la palabra.
—¿Alguien sabría decirme qué significan CEDE, AMITIE y CPCR? —Los tres vocablos aparecieron en la diapositiva proyectada por Andrés, mas no hubo respuestas—. CEDE y AMITIE —explicó— son, respectivamente, los acrónimos de cooperación ecociudadana al desarrollo y de apoyo mutuo e intercambio transnacionales entre instancias educativas. Y CPCR las siglas de “cadena de prestación colectiva por
relevos”.
—¿Podrías repetir?
—Claro. CEDE: soporte para la cooperación ecociudadana al desarrollo. AMITIE: iniciativa para el apoyo mutuo y los intercambios transnacionales entre instancias educativas. CPCR: cadena de prestación colectiva por relevos. Se trata de un
trinomio constituido por un soporte, una iniciativa y un mecanismo de gestión. ¿Y si
hubiese preguntado por el significado de ACTUA, WIKIACCIÓN y CPCR?
—ACTUA —contestó una voz masculina desde el fondo del aula— será un acrónimo, vete a saber de qué; WIKIACCIÓN es la iniciativa de la que forman parte las
alfaflechas y las opeefes de las que nos habéis estado hablando y CPCR es la cadena
de prestación de marras.
—Es decir, otro soporte, otra iniciativa y otro mecanismo de gestión. ¿No es
así, amigo? —El habla le resultaba conocida, pero no acababa de identificarla.
—No exactamente —puntualizó el maestro de Ambatos, ahora de vacaciones
en Sucua—, pues el mecanismo es el mismo de antes.
—Correcto, Carlos. Concluyamos, pues, que tenemos dos soportes, cada uno
de ellos con su propia iniciativa y un mecanismo de gestión común a ambas. ¿De
acuerdo?
—Sí, María —respondió éste atónito de que le hubiese reconocido por la voz
que sólo había oído la noche en la que, semanas atrás, coincidieron en la discoteca
de Baños—, pero ¿qué es ACTUA?
—Un soporte para la adquisición de competencias transversales útiles para la
acción.
—Repita, por favor —pidió alguien.
—Adquisición de competencias transversales útiles para la acción.
—¿Y WIKIACCIÓN?
—Esta vez —se adelantó Dani— no se trata de un acrónimo. Es la denominación que esta chica, que es un genio, le ha dado a su agenda global para la acción
ecociudadana.
411
—Gracias, tómate algo —dijo María sonriendo, pero sin poder evitar que le saliesen los colores—. Si Wikipedia es una popular enciclopedia virtual de contenido libre, en cuya edición puede intervenir cualquiera, WIKIACCIÓN aspira a ser una agenda o soporte global interactivo para facilitar el autoaprendizaje y el ejercicio de la ciudadanía mundial o ecociudadanía, mediante la puesta a disposición de los ecociudadanos
de una exhaustiva y actualizada recopilación colaborativa de propuestas de acción.
—¿Y no tenéis más trinomios-adivinanzas?
—Los que quieras, Carlos —respondió Dani, aprovechando la broma para introducir un nuevo elemento—. Por ejemplo: OBSERVA-OCCCULO-OIC.
—Ese no vale.
—¿Cómo qué no?
—No incluye el mecanismo CPCR.
—¿Y quién te ha dicho que sólo empleamos un mecanismo de gestión? En el
caso del soporte OBSERVA y, en concreto, de su iniciativa OCCCULO, acrónimo de
observatorio ciudadano de control de la corrupción urbanística en el litoral onubense,
el mecanismo de gestión no es la cadena de prestación colectiva por relevos, sino
OIC u observación para la iniciativa y el control.
—¿Dónde se ubica el litoral onubense? —se interesó la maestra menudita y de
vivaces ojos negros, sentada junto a Quino.
—En Huelva, Andalucía, España.
—¡Ah, claro! De donde partieron las carabelas de Colón.
—En efecto, pero tu compañero de pupitre te puede informar con detalle. Ahí
va —prosiguió Dani— otro acertijo sobre el que tendremos ocasión de discutir en el
encuentro interuniversitario que organizaremos a principios de septiembre: OPTAIUGA-PDPCI.
—¿De qué va? —quiso saber Quino, que se resistía a meterse a fondo en lo
que el grupo se traía entre manos.
—OPTA significa optimiza y potencia tu aprendizaje; IUGA, interuniversidad
global abierta y PDPCI, principio docente de plena competencia interuniversitaria.
—¿Y sabéis por qué os contamos todo eso? —preguntó María.
—Ustedes dirán —respondió uno de los asistentes, provocando la risa ante tanto enigma.
—Para que pueda entenderse qué es y cómo funciona la PF.
—¿Más abreviaturas?
—Sí, de participación fraccionada.
A una indicación de Dani, Andrés proyectó en la pantalla un esquema encabezado por un signo de interrogación. En un segundo nivel aparecían los logotipos de
CEDE, ACTUA, OBSERVA y OPTA. En el tercero y cuarto los de sus correspondientes
iniciativas y mecanismos de gestión. La imagen que siguió mostró nuevos soportes:
412
PRO DERECHOS HUMANOS, para su aprendizaje y defensa; PREVENIRLOS, para la
prevención integral de riesgos laborales y la observancia de la seguridad; CONSUMIR, para un consumo saludable, útil, moderado, inteligente y responsable; y, por último, ALANDALUS, o alternativa luso/andaluza/norteafricana de diálogo y de acción
local-global de los universitarios del sur.
—Trabajaremos sólo con los soporte CEDE y ACTUA —señaló María—. Podríamos haber elegido otros, pero son los más apropiados para la colaboración que esperamos de vosotros y de vuestros alumnos. En las sesiones de esta tarde Aicha y
Ayman os explicarán la iniciativa AMITIE y Naylea y yo WIKIACCIÓN. Y ahora, antes
de irnos a almorzar, Dani expondrá brevemente la gestión de iniciativas de participación fraccionada mediante cadenas de prestación colectiva por relevos.
—¿Y no podrías avanzarnos en qué consiste ese modelo de participación en el
que estáis trabajando?
—Ya lo estoy haciendo, pero para su comprensión es mejor seguir la PAUTA.
—¿Qué quieres decir?
—PAUTA —intervino Dani—, significa plataforma de autoformación y acción
ecociudadanas y es un prototipo experimental de herramienta de nueva generación.
—¿Una herramienta para qué? —preguntó una las maestras sentada en primera fila.
—Para la autoformación y la acción políticas, compañera, —respondió, Jesica,
la profesora que había demostrado más capacidad de sintonía con los escolares en la
sesión anterior.
—En realidad, su denominación exacta es PAUTA barra e ene punto cero.
—¿Ene punto cero?
—Una referencia a la noción de sociedad del conocimiento. Un guiño a la creatividad. Un modo gráfico de apuntar al futuro, a un futuro lejano.
Y entonces les explicó que la PAUTA, como la conocían familiarmente, se sustentaba en un conjunto articulado de soportes especializados que servían de base a
un sinnúmero de iniciativas ecociudadanas asociadas, para garantizar su autonomía y
pluralismo, a atractivas propuestas de ecociveocio y de ecocivemovilidad. Que, merced
a determinados mecanismos de uso y gestión, eran asequibles a un número potencialmente ilimitado de participantes. En fin, que había sido concebida para posibilitar la
experimentación y el desarrollo cooperativo del modelo de participación fraccionada.
—Es más —aclaró recurriendo a un símil—, diríamos que la PAUTA es a la PF lo
que el poderoso acelerador de partículas europeo, construido en los alrededores de
Ginebra para recrear las condiciones que dieron lugar al origen del Universo, es a la
Física de partículas.
—Claro que, en nuestro caso —añadió María—, no se trata de horadar un túnel
gigantesco, sino de trabajar para que los futuros ambientes de convivencia y aprendizaje complementarios de los campus interuniversitarios que algún día proliferarán,
dispongan de herramientas para la enseñanza-aprendizaje y el ejercicio a gran escala
de la ecociudadanía.
413
—Al menos, podríais indicarnos el punto de partida de todo lo que os traéis entre manos.
—Podemos avanzar —se dispuso a resumir Marta—, que partimos de seis postulados. Uno, que la democracia debe ser directa siempre que sea posible y que el
reto intelectual y político es lograr que siempre lo sea. Dos, que el requisito esencial
para que la ciudadanía participe eficazmente en todos los niveles de la gobernanza,
es decir local, estatal, regional y global, es la disposición de instrumentos políticos
adecuados. Tres, que los instrumentos políticos convencionales o se han quedado obsoletos ―partidos políticos y sindicatos―, o no acaban de superar el síndrome de
moderación-adulteración
que los amenaza ―ONG― o, como suele ocurrir desgraciadamente a todos los movimientos alternativos, se arriesgan a desplazarse irremisiblemente hacia la marginación, el radicalismo y la ineficacia. Cuatro, qué es
esencial promover estrategias de ingeniería política y social dirigidas a sustituirlos.
Cinco, que los vigentes sistemas educativos ni fomentan la cultura política, ni estimulan la creatividad que exige una tarea tan compleja. Y seis, que la concepción y el
diseño inicial de modelos de nueva generación e instrumentos políticos de aplicación,
ajustados a las nuevas y crecientes exigencias globales y acordes con los avances de
la moderna infocomunicación, puede que sea una tarea de expertos, pero su ensayo
y puesta a punto debe ser asumida por los ciudadanos, por todos los ciudadanos del
planeta.
—¿Y se puede saber a dónde pretendéis llegar?
—Observad la pantalla —les pidió Dani leyendo en voz alta el texto contenido
en la diapositiva que allí aparecía—. A inducir procesos auto-instructivos eficientes, a
desbordar el ámbito estatal de actuación política, a autogenerar condiciones de autonomía y pluralismo, a precisar escasa o nula necesidad de institucionalización, a flexibilizar los procesos asociativos, a dinamizar el quehacer participativo, a prescindir de
todo tipo de militancia o membrecía, a socializar el liderazgo político, a admitir la cohabitación de enfoques y actuaciones pluridireccionales, incluso antagónicas y a transformar la inacción en activismo político consentido. Puede que más, pero no menos.
—¿Socializar el liderazgo político? ¿Transformar la inacción en activismo político consentido?
—Como suena, Carlos, pero lo dejaremos para una de las sesiones del encuentro interuniversitario que comenzará en septiembre que ahora, para terminar, voy a
explicaros cómo funciona la cadena de prestación colectiva por relevos que deberéis
activar con vuestros alumnos. ¿Os parece? —Todos asintieron—. Se trata de una cadena ininterrumpida de prestación-relevo-prestación en la que los propios participantes eligen él ámbito en el que desean colaborar y proveen su relevo para asegurar la
continuidad.
—¿Qué tarea?
—En principio, alguna de las que se incluyan en la bolsa de prestación colectiva
de la iniciativa.
—Pon un ejemplo.
—En el caso de la iniciativa WIKIACCIÓN, como muestra la diapositiva, hemos establecido diversas áreas, sub-áreas y secciones de actividad. ¿Quién quiere empezar?
—Yo misma. —Tarald se acercó y le facilitó un portátil.
—Selecciona con el puntero un área, una sub-área y una sección.
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—Selva, Amazonía, minería.
—Muy bien, Jésica, acabas de dar el primer paso de un procedimiento de colaboración muy sencillo. A continuación regístrate en WIKIACCIÓN rellenando las dos
casillas del cuestionario con tu dirección electrónica y la clave de tu elección.
—¿Qué clave?
—La que se forma uniendo con guiones las siglas de identificación de cada uno
de los elementos que has elegido.
—¿S-A-M?
—Correcto.
—¿Y ahora?
—Pulsa enviar. El sistema te asignará una tarea concreta y te preguntará si la
aceptas o no.
—¿Cómo? ¿Cuándo?
—Accede a tu buzón de correos y lo comprobarás.
—Pero no quiero que mis otros mensajes aparezcan en la pantalla.
—No te preocupes que Andrés ya lo ha desconectado. —Mientras la maestra
abría su buzón Dani se acercó a comentar algo con Andrés, sentado en uno de los
pupitres de la última fila con su portátil abierto.
—Ya lo tengo.
—Espera. Proyecta ese mensaje en la pantalla, Andrés.
—Ok.
El mensaje que acababa de recibir Jesica decía literalmente: “Gracias por sumarte a la cadena de prestación colectiva de WIKIACCIÓN: Selva-Amazonía-minería.
La tarea que te proponemos es localizar en Internet ciberacciones relacionadas con
las explotaciones mineras que amenazan la Selva Amazónica. Si estás de acuerdo,
pincha en la casilla “acepto”. En caso contrario elige una de las dos opciones siguientes. Primera: ‘no acepto, indíquenme otra’. Segundo: ‘no acepto, pero propongo realizar la siguiente tarea’
—Me parece bien.
—Pues pulsa “acepto”. —Al hacerlo se abrió en la pantalla una página electrónica con las instrucciones necesarias para publicar en WIKIACCIÓN las ciberacciones
encontradas.
—Al confirmar tu tarea —dijo Dani, tras darles tiempo para que leyesen el
texto— acabas de dar el tercer paso del procedimiento de prestación colectiva. Lo
que procede ahora es acometer eficazmente la tarea asumida.
—¿Durante cuánto tiempo?
415
—El que tú quieras.
—Supongamos que me pongo manos a la obra, localizo varias ciberacciones y
las publico en WIKIACCIÓN siguiendo las anteriores instrucciones.
—¿Y?
—No puedo o no deseo continuar.
—No pasa nada, sólo debes convencer a alguien de que continúe la tarea que
has iniciado. Hagamos una prueba en directo, Jésica. Convence a alguno de los presentes para que te releve. Mejor aún, que lo haga tu compañero de pupitre para no
tener que andar moviendo el portátil. ¿De acuerdo?
—¿Y qué hago?
—Muy fácil, pulsa en el recuadro que pone “relevo”…
—¿Yo o Jésica?
—Ella, claro. Y, ahora sólo tenéis que seguir las instrucciones para que éste sea
efectivo. —Ambos lo hicieron y aguardaron a que el sistema enviara los correspondientes mensajes de confirmación.
—¿No nos habíais dicho que vuestra agenda para la acción no estaba operativa? —preguntó Carlos sorprendido.
—Y no lo está. Sólo hemos publicado en Internet lo necesario para facilitar la
explicación. El ejemplo que acabáis de ver lo ha posibilitado el compañero Andrés
que anda por ahí detrás improvisando sobre la marcha. Todos volvieron la cabeza y
él les saludó quitándose sus llamativas gafas rojas.
416
EGOCIUDADANOS
Abrió el ropero inopinadamente y el albur quiso que las sorpresas atesoradas
por un hada imaginaria se abalanzasen en cascada sobre ella. ¿Cómo iba a sospechar
Yadira que despertaría la noche menos pensada al insólito gozo al que se dejó arrastrar
en Cartagena de Indias? ¿O que ahora, integrada como uno más en nuestra expedición, se encontrase entre los candidatos a quedarse a trabajar en el CAE? ¿O que Álvaro conociese a Jesús Arnaldo Pérez, el embajador en París con el que ella había cenado
la víspera de subir al Airbus de Avianca que le deparó horizontes tan estimulantes?
En Atacames, cuando le presenté a mis amigas, Álvaro asió las manos de la hija de Thérèse, la miró a los ojos, visiblemente emocionado, y le dio un cariñoso abrazo. A Ágata, puede que por su antigua condición militar, la saludó con precavido recato, rayano en lo descortés. Y a Yadira no llegó a besarla. Embelesado ante sus ojazos negros aguardó a que yo terminase de contarle que estudiaba gestión ambiental
en la Bolivariana y pertenecía al movimiento ecociudadano de Venezuela. Entonces,
aproximó el índice a sus labios carnosos sugiriéndole que no añadiese nada a mis palabras. ¿Osará seducirla —temí— con ese “mírame poquito a poco” con el que quiso
encandilarme a mí una tarde de abril en Sevilla? No, no lo hizo: disponía de una baza
que ninguna imaginamos.
—En ese caso, Yadira, no hará falta que te recuerde al autor “Del egociudadano al ecociudadano”,
conocerás a Heryck y puede que hasta hayas oído hablar
de “el Checo”.
—¿Y cómo sabe usted todo eso? —exclamó la colombiana estupefacta.
—Teresa, —Álvaro simuló un mohín de resignación— ¿acaso no le has advertido a esta chica aquello del hombre sin edad?
—Siempre lo hago —respondí—. Louise y Ágata se lo han creído, pero, ya ves;
con ella no ha colado.
—El embajador —continuó—, Heryck Rangel y, sobre todo, el profesor Gregorio
Colomine, que dirigía el Programa de Formación de Grado en Gestión Ambiental de tu
universidad, son mis amigos.
—¡Lástima que “el Checo” haya muerto!
No le conocí personalmente, pero
allí es un personaje legendario al que se recuerda con admiración y afecto. ¿Cuándo
nos visitaste?
—Mejor así, chica lista. —¡Menos mal, pues de no apearle el usted le habría
descolocado!—. He estado varias veces, pero conocí a tus amigos cuando el embajador Jesús Arnaldo Pérez me invitó hace unos años.
Álvaro, departiendo encantado con nosotras por aquel animado paseo marítimo, nos habló de la llamada telefónica que recibió desde Otawa a mediados de 2006.
—¿Os conocíais? —se interesó Louise.
—No, pero se había topado con mi página electrónica
y quiso saber si estaría dispuesto a desplazarme a Caracas para entrar en contacto con el movimiento
de ecociudadanos
que había comenzado a promover en 1999, siendo ministro del
Ambiente.
417
Nos contó que volvió a llamarle desde París algún tiempo después para informarle de las gestiones que estaba haciendo para que presentase una comunicación
sobre “Democracia ecociudadana” en la “VI Cumbre Social y de la Integración Latinoamericana”, que iba a celebrarse a principios de agosto. Y, también, que recibió,
días más tarde, una carta del diputado Filinto Durán Chuecos, presidente de la Comisión de Asuntos Económicos y Desarrollo Regional del Parlamento Latinoamericano
con la invitación,
el programa,
los pasajes de Lufthansa y el anunció de que
se alojaría en el Hilton. Así fue como Álvaro entró en contacto con Jesús Arnaldo Pérez, natural de Veguitas, Estado de Barinas y actual embajador en Francia. Un hombre, algo más joven que él, inteligente, afable y desenvuelto. Doctor en Geografía
por la Universidad de Toulouse y amigo de la infancia del presidente Hugo Chávez, en
cuyo Gobierno también había ocupado la cartera de Relaciones Exteriores, en 2004.
“Desde el punto de vista fonético —escribía el embajador en ese artículo que
Álvaro sabía que Yadira identificaría al momento— bastaría reemplazar la “g” de la
palabra “egociudadano” para convertirla en la palabra que sintetiza el ciudadano del
cual habla la Constitución Bolivariana. Pareciera fácil hacerlo de esa manera, pero resulta más complicado obtenerlo en la realidad. En efecto, los significados profundos
de estas dos palabras son diametralmente opuestos. La lucha en torno a la defensa
del ambiente liga la acción de cada uno, integra el papel cotidiano del individuo, exige su responsabilidad en un contexto más global. La cultura es el cimiento que ensambla los elementos dispersos de un mundo que se nos ha enseñado fragmentado.
La cultura ecociudadana es bien comprender para actuar mejor… El egociudadano
—añadía algo más adelante—, soy yo, solo, aislado, egoísta. El ecociudadano es cada
uno para todos, es aquel que comprende los grandes problemas ambientales y entiende que lo que está en juego es la propia vida y actúa de una manera solidaria,
fraterna y complementaria a la conquista de un ambiente más equilibrado y mejor para
todos sin excepción, puesto que todos vamos en el mismo barco que pudiera hundirse… La concreción de los deberes y derechos ambientales —explicaba—, nos obliga
a hacer todo lo posible para lograr la gestación del ecociudadano venezolano —expresión escrita en mayúsculas— que exige la República Bolivariana de Venezuela”.
—¿Y qué dijo usted en la Cumbre?
—¿Otra vez Yadira?
—Perdona… ¿Qué dijiste en la Cumbre? —corrigió con su meloso acento colombiano para, a reglón seguido, añadir que le gustaría ojear su ponencia.
—Creo que la conservo.
Como aquella inacabable sesión maratoniana de
intervenciones se había transformado en un tostón decidí emplear mi tiempo para
convencerles de que leyesen tranquilamente mi comunicación en sus casas. Así que,
sin más, pacté con el extenuado auditorio que facilitasen sus direcciones electrónicas
a las azafatas y me puse a ello de la mano de unas cuantas ideas, pocas, tratando de
ser original, convincente, breve y ameno.
—Eso está bien.
—Mi decisión fue tan celebrada por los asistentes que ya siempre sigo el mismo formato: pacto previo, recogida de direcciones, show conciso y provocador y envío del rollo previamente escrito, con mensaje personal incluido.
—Pero así te quedas sin conocer sus opiniones.
418
—Eso sí, aunque siempre hay gente educada, poca, que agradece el envío y
aporta sus comentarios.
Claro que, en el caso de aquella Cumbre —nos confesó a continuación— no
albergaba muchas dudas sobre las previsibles reacciones de los asistentes, en su inmensa mayoría forofos a ultranza de ese “partido unido” que propugnaban los chavistas para la construcción del “socialismo del siglo XXI”, cuando se enfrentasen a
párrafos tales como “hoy, en plena degradación y obsolescencia de los partidos políticos, la principal dificultad para afrontar, con conocimiento de causa y en condiciones
de autonomía y pluralismo, la cada vez más compleja realidad de la globalización
radica en la inexistencia de eficaces instrumentos alternativos al servicio del republicanismo” o “constituye una temeridad irresponsable adentrarnos en el siglo XXI con
la obsoleta tecnología política al uso que, con independencia de lo que digan o pretendan los representantes políticos, sus patrocinadores y acólitos, sólo servirá para
seguir manteniendo a la inmensa mayoría de los seres humanos apartada de los procesos de adopción de decisiones”.
Llamó mi atención que, en un momento dado, le propusiese a Yadira que contactase con su grupo de la Bolivariana para que se sumasen al encuentro interuniversitario que, según anunció, iba a tener lugar en el CAE a mediados de septiembre. Y
no por la invitación en sí misma, que parecía razonable, máxime si estaba en deuda
con ellos por no haberles podido invitar en 2008 a los Cursos de Verano de Doñana,
sino por haber anticipado varios meses, sin contar conmigo, el proyecto que ideé en
Bergen y que, antes de mi estampida de Baños, preparábamos para la Semana
Santa de 2013. Esa noche no quise indagar para no ponerme en evidencia ante mis
amigas y al día siguiente no surgió la oportunidad de hacerlo. Sin embargo, a nuestro
regreso de la visita a la Refinería de Esmeraldas, la colombiana me pidió de su parte
que le facilitase mi crónica del encuentro de Noruega para enviárselo a Iradia.
—¿Iradia?
—Mi profesora de Química. Álvaro está encantado de que haya sido la primera
en responder a la invitación.
—¿También la conoce?
—Parece ser que ella, tan menudita como decidida, se personó una tarde en el
Hilton con el premioso argumento de que le aguardaba un aula de la Bolivariana llena
de estudiantes. Me ha contado que le sacó de una reunión con un grupo de participantes en el que había muchos personajes conocidos. De hecho, ha mencionado a
Lumumba, Nasser y a otros que me sonaban mucho.
—¡Qué dices, Yadira! ¿Cómo iba a estar charlando con Patricio Lumumba, el
primer ministro de la República del Congo, asesinado en el 61? ¿O Gamal Abdel
Nasser, el famoso dirigente egipcio que derrocó al rey Faruq en el 52 y murió de un
ataque al corazón en el 70?
—¡Y yo qué sé!, es lo que me ha dicho. De todos los que ha nombrado sólo conozco a dos: a Piedad Córdoba, la ex-senadora de mi país, destituida tras ser acusada de colaborar con las FARC; y a Ricardo Alarcón, el presidente de la Asamblea
Nacional del Poder Popular de la República de Cuba, con el que mis amigos y yo hablamos en La Habana el año pasado.
En realidad, como Álvaro nos aclaró durante la cena, en aquel grupo, aparte de
su buen amigo de Madrid, el profesor Mbuyi Kabunda,
se encontraban Guy-Patrice Lumumba, hijo del histórico panafricanista, que apenas logró un puñado de
votos cuando, en 2006, concurrió como independiente a las elecciones presidenciales
419
de la República Democrática del Congo; Khaled Nasser, el primogénito del hombre
que nacionalizó el Canal de Suez, que recientemente fue recibido con vítores cuando
apareció en El Cairo para sumarse a las protestas contra Hosni Mubarak, en plena
Primavera Árabe; Ricardo Petrella, el conocido politólogo italiano fundador del Comité
Internacional para un contrato mundial del agua, entre otros que, como él, también
intervenían en aquella Cumbre Social caraqueña.
Tras mi regreso de Cartagena de Indias, Álvaro era amable conmigo, pero evitaba
que recuperase mi indiscutido puesto en su Land Rover. Parecía no importarle lo más
mínimo que tuviese que viajar en el asiento trasero del Toyota rojo de Pepe y, lo
peor de todo, aguantar que Ayman, casi siempre sentado a mi lado, me recordase,
curva a curva, bache a bache, aquello de irse a Sevilla y perder la silla. Sentía la misma sensación que cuando me ignoró completamente en Asilah y confieso que llegué
a arrepentirme de haber vuelto, pero ya era tarde, pues mis amigas estaban encantadas en aquella expedición en las que las había embarcado. Ágata, ajena a casi todo, sólo parecía tener ojos para la colombiana. O, al menos, esa impresión me daba
a mí, que era la única que estaba en el secreto. Viajaba en el coche de Álvaro y, a
veces, conducía. Yadira, que parecía esquivarla durante el día, siempre dormía en la
misma habitación que ella. Se aproximaba la llegada de sus amigos y se debatía entre el júbilo de reencontrarse con ellos y el temor, puede que pánico, a que llegase a
oídos del posesivo Edmundo Quiroga el rumor de que su novia gozaba ahora de una
sexualidad recién descubierta. ¿Cómo explicarle que sólo se trataba de conciliar sentimientos, puede que de compartirlos, pero nunca de optar entre ellos? Por su parte,
Louise y Marta se habían hecho íntimas, pues ésta, siempre en contacto con el capataz de las obras, comenzó a consultarle los problemas técnicos que le plateaban desde el campamento. Y así las tres inacabables y agotadoras jornadas que nos llevó recorrer en duros todo terreno los centenares de kilómetros andinos que separan el
Pacífico de la Amazonía hacia la que nos dirigíamos. Claro que en Cuenca, harta ya
de tanta penitencia, me planté y decidí ponerme a los mandos. Terminé de desayunar antes que él, busqué las llaves del Land Rover en uno de los múltiples recovecos de su chaleco beis de explorador, lo saqué del garaje y, sentada en el puesto del
copiloto, aguardé a que iniciásemos el último tramo de la ruta hacia el Upano. Sabía
que no rechistaría, pero no contaba con volver tan pronto a ser su ojito derecho.
420
TOSCO Y ERRÁTICO
El lunes, a media tarde, tras regresar del aeropuerto de Macas y dejar a Pepe,
a Juanjo y a Giovanni en la casa de éste, donde ya les esperaba el Dr. Isaba con su
acostumbrado vaso de güisqui en la mano, Tere giró a la izquierda y continuó conduciendo por la carretera del Oriente.
—¿A dónde vamos?
—A Logroño.
Logroño de los Caballeros es, desde 1997, la cabeza de un cantón de unos siete mil habitantes, el setenta por ciento shuar, cuyo origen se remonta a 1574. Año
en el que Bernardo de Loyola fundó la población original en la confluencia de los ríos
Paute y Zamora.
—¿A qué?
—Tenemos que hablar a solas.
—¿De qué?
—¿Tú qué crees? Así no podemos continuar.
Álvaro, temeroso de que a los sombríos nubarrones que amenazaban tormenta
se sumase una nueva edición de la espantada de Baños, se guareció tras el humo de
su pipa y fingió atragantarse: necesitaba hallar una escapatoria al brete en el que la
chica acababa de ponerle.
—Puedo explicarlo —masculló torpemente—. Considera, Teresa guapa…
—¿Qué debería comprenderlo? ¿Qué es normal?
—Dadas las circunstancias…
—Déjate de rollos. Además, ya lo he consultado…
—¿Consultado?
—Con Rudolf y con Juanjo.
—¿Y ellos qué tienen que ver?
—Todo; uno es médico y el otro abogado.
—Cualquiera que te oiga pensaría que te he dejado embarazada y quieres que
me case —fue la única sandez que se le ocurrió en su creciente desconcierto.
—No seas idiota, que estoy hablando en serio.
—¿Y qué propones?
—Que acabemos de una vez por todas con este enredo.
421
—¿Así? ¿Sin más?
—Compréndelo; mi investigación no puede avanzar sin despejar la incógnita de
la maternidad de Linda.
—¡Ah!, ¿es eso?
—¿Y qué pensabas?
—Nada, nada —balbuceó visiblemente aliviado.
Apenas diez minutos después se adentraron en la población por la calle Santiago Lafebre, aparcaron el Land Rover en la Plaza Central y entraron en uno de los bares. Ella le puso al corriente de sus gestiones y él arguyó con la cantinela de siempre.
—Olvídalo, Teresa. Te dije en su momento, y Louise no se cansa de repetírtelo,
que en Tánger le harían todas las pruebas habidas y por haber, ya que el deseo de
comprobar si era su nieta fue lo que movió a Dominique a sacarla de Francia.
—Ya conoces mi teoría.
—Sí y no me la repitas, por favor.
—Puede que ambos tengáis razón, pero es un presentimiento y necesito que
me ayudes a convencerla.
—Repito, creo…
—¿Qué debería olvidarme de Lindita? ¿Qué me centre en descubrir los motivos
que llevaron al Gobierno de Felipe González a no exigir a Obiang que investigase el
asesinato de la hermana Llopart? No insistas que cada día te pareces más a ese comisario francés que tanto obstaculizaba la búsqueda de Ágata.
—¡Ah si Durand levantase la cabeza y tuvieses que vértelas con él!
—¡Ojalá!
—Está bien, lo haré si te empeñas —le respondió a sabiendas de que insistiría
hasta convencerle—. Es más, puede que lo haga esta misma noche.
—Suena a farol —comentó ajena a la genuina causa de su aplomo.
—Me apuesto una escapada contigo a las Galápagos.
—Hecho. Y ahora vámonos, que te esperan y yo estoy deseando llegar a mi cabaña y ducharme.
La sobremesa en casa de Giovanni, a la que se sumó Quino con la amiga de
Baños que había venido a visitarle, no tenía visos de terminar nunca, pero Álvaro,
pasada la una de la madrugada, decidió volver a pie por la angosta vereda que se
adentraba en el campamento para acudir a la cita furtiva que le aguardaba. Y es que
ni el cansancio del largo día iniciado en las faldas del Pichincha; ni el turbador malentendido de unas horas antes; ni la confesión de Tere atribuyendo su falta de sintonía
con Ágata a su airada negativa en Cartagena de Indias a retozar con ellas y con el
atractivo piloto de Avianca, le hicieron renunciar a aquella mulata hermosa.
422
Torció a la izquierda, se aproximó con sigilo a la cabaña que ella compartía con
Yadira, hizo la señal convenida y prosiguió el camino hasta la suya frente al Upano.
Se dio una ducha rápida y se tumbó en la hamaca colgada en la terraza. Y cuando,
perdida la esperanza del encuentro y aburrido de velar sobreexitado sin que las largas bocanadas le procuraran el más mínimo sosiego, se levantó, vació la pipa, mantuvo encendida la luz que mostraba entreabierta la puerta y se acostó.
Ni los truenos, ni la lluvia, ni la chica, que no acudió y, si lo hizo, desanduvo
sus pasos, probablemente desmotivada por sus estrepitosos ronquidos, le impidieron
dormir a pierna suelta. A las siete y media saltó de la cama. Se vistió. Sacó de la cartera los planos con la distribución del centro de infocomunicación que Pepe y él acababan de contratar en Quito y anduvo hacia la casona para desayunar. En el campamento la gente dormía, ya que la única actividad programada, el encuentro con los
docentes, no se reanudaría hasta después del almuerzo.
—¿A dónde vas tan de mañana? —le preguntó desde la galería al verla caminar
bajo un paraguas con la mochila a la espalda.
—Me mudo, que ella prefiere aguardar sola la llegada de su novio.
La respuesta, nada convincente, dado que aún faltaban un par de semanas
para el encuentro interuniversitario, le confirmó que la tensión latente entre ambas
había estallado durante su ausencia.
—¿Desayunamos juntos?
—Vale, que tengo que preguntarte algunas cosas. Dejo esto y vuelvo.
Como Ágata se retrasaba se fue a la cocina a charlar un rato con Sara, cada
día más contenta con el bullicio que el grupo había traído a la aburrida Amazonía de
Giovanni. Una hora después, harto de esperarla, caminó hacia su coche.
—¡Espera! —gritó la chica.
—Acompáñame, que voy a hacer algunas compras.
Arrancó, condujo lentamente por el carril de chinos y, una vez en la carretera
del Oriente, puso rumbo a Sucua.
—Seguí tu consejo y le pedí a Tere el documento en el que ha reunido y ordenado tus denuncias sobre la cooperación española desperdigadas en vuestra novela y
los artículos que publicaste en la prensa durante aquellos años.
Me ha resultado
muy interesante, pero necesito que me aclares algunas dudas que ido anotando.
—Adelante —respondió convencido de que la conversación sobre Guinea ayudaría a preparar el terreno.
—Veamos. —Abrió el fichero de notas de su comunicador y comenzó—. Diario
16, 19 de septiembre de 1989, Retomar la iniciativa en Guinea Ecuatorial.
Escribiste, con respecto a la comisión de investigación, que “la reflexión parlamentaria fue
muy limitada”.
—Me refería a que fue más el ruido que las nueces. ¿Cómo lo decís en francés?
—Plus de bruit que de mal.
423
—Y no podía ser de otro modo, dada la actitud servil y reaccionaria del partido
socialista en el Gobierno, representada eficazmente por un diputado llamado Ciriaco
de Vicente; las denuncias calculadas de conservadores, catalanes y vascos; la patética soledad de la izquierda y, claro, el pavor centrista a que el lodo guineano salpicase
al duque…
—¿A quién?
—Al duque de Suárez; el título nobiliario que el rey le concedió al primer presidente del Gobierno de la democracia. En esa época, tras la desbandada de la UCD, lideraba un partido denominado Centro Democrático y Social (CDS), cuyo representante en la comisión parlamentaria de investigación sobre Guinea era el diputado
Joaquín Abril Martorell, hermano del que había sido su vicepresidente.
—¿Le salpicase cómo?
—Cuando Obiang, tras el derrocamiento de Macías en 1979, requirió la ayuda
urgente de la antigua metrópoli, el presidente Adolfo Suarez cometió un imperdonable error: nombrar embajador a José Luis Graullera, un incondicional que ya había
trabajado con él cuando fue director general de Televisión Española. Cierto que su
condición de interventor de Hacienda y su previa experiencia como subsecretario de
la Presidencia y secretario de Estado de la Función Pública avalaban un buen conocimiento de la Administración española, pero aquello era África, una realidad compleja
que reconocía desconocer completamente.
—Eso nunca lo hubiesen hecho los franceses.
—Por supuesto. Además, su capacidad para despachar directamente con La
Moncloa, puenteando a diario el filtro de Exteriores, potenció su natural carácter resolutivo a la hora de hacer y deshacer lo que estimó oportuno. Suarez le había encomendado la tarea de reconstruir la inexistente Administración guineana y se puso a
ello con un notable brío que, ayuno del más mínimo conocimiento de la idiosincrasia
de los guineanos, sólo podría abocar al fracaso. De ahí que la interacción del todopoderoso masa valenciano, de aquellos que le acompañaron con sus antiguos hábitos
coloniales intactos, de la pléyade, excepciones aparte, de bisoños funcionarios-colonos atraídos por los elevados emolumentos y los pingües beneficios que generaba el
cambio de la peseta y, claro, de unos dirigentes nativos tan recelosos de España como propensos a la corrupción, sólo podía alumbrar el esquema de cooperación ineficaz y abocado a la descomposición que no tardó en convertir a Guinea Ecuatorial en
el segundo país más corrupto del mundo.
—¿Tan extendido estaba el mercado negro como se ha dicho?
—Absolutamente. Ten en cuenta, Ágata, que una peseta eran dos bipkweles al
cambio oficial, mientras que, dependiendo del momento, podías conseguir con total
impunidad entre diez y veinte en el mercado paralelo. Sólo la contabilidad de los organismos de la Administración española que desarrollaban programas en Guinea reflejaba, por imperativo legal, tal ficción. Te contaré una anécdota. En mi primer viaje,
en febrero de 1983, organicé una recepción en Malabo para los alumnos y profesores
del centro de la UNED, a la que, por cierto, también asistió el embajador Fernández
Trellez. De regreso a Madrid, pasé por la oficina del habilitado de mi universidad para
liquidar el anticipo recibido al efecto. Le entregué la factura de los doscientos mil bipkweles que la misma había costado y él, aplicando el cambio oficial, anotó las correspondientes cien mil pesetas. Es decir, que yo, que no había tenido otra opción que
recurrir al mercado negro, donde cambié a diez y, por tanto, sólo había gastado veinte mil pesetas, me embolsaba en esa operación ochenta mil libres de polvo y paja
que, según me indicó, tenía que quedarme sí o sí.
424
—Qué fue lo que hiciste, claro.
—Pues no. Como miembro del equipo de gobierno de la universidad y responsable de la coordinación de los centros de la UNED en Guinea, informé a la rectora de
esa práctica. Ella habló con el gerente que, digo yo, daría instrucciones al habilitado
para que, en lo sucesivo, el dinero sobrante, generado por la aplicación del tipo de
cambio oficial, fuese a parar a una caja B debidamente controlada. En mi caso se trataba sólo de cien mil pesetas, pero ¿qué habría sido de los miles de millones que la
Administración española cambió en el país durante aquellos años?
—¿Lo sabes?
—Siempre sospeché que esos cuantiosos fondos de reptiles debieron contribuir
a la financiación de la UCD y, posteriormente, del PSOE.
—¿No se lo quedarían los jefes de la cooperación que manejaban los dineros?
—Algo sí, por supuesto, pero no todo. Puede que minimizaran el tipo de cambio conseguido y se embolsasen la diferencia, pero lo lógico es concluir que alguien
tuviese el encargo de llevar la contabilidad del ingente fondo de reptiles que generaba tanta transacción monetaria realizada directamente por la Administración española en el mercado negro. Además, ellos tenían otras formas de obtener recursos.
—¿Cuáles?
—Muchas. Piensa en los vehículos de la cooperación y en los potentes generadores que proporcionaban la electricidad requerida por los poblados en los que residían los cooperantes. Consumían grandes cantidades de combustible, sobre todo si
nadie se molestaba en controlar los km realmente recorridos y las horas de efectivo
funcionamiento, que no sólo se adquiría pagando con bipkweles obtenidos en el mercado negro, sino recurriendo a ingeniosas fórmulas de abastecimiento.
—¿Por ejemplo?
—Me consta que cuando hacía combustible el Acacio Mañé que, como sabes,
era el único barco de pabellón ecuatoguineano, no tardaba en ponerse a la venta parte de lo repostado a un precio sensiblemente inferior al del mercado. Y, por supuesto,
estaba muy extendida la práctica de hacerse con facturas falsas en vez de adquirir y
pagar las mercancías que se necesitaban. Recuerdo que, con ocasión de mi primer
viaje, mientras almorzaba en la “caracola” de uno de los cooperantes, se presentó un
operario de la oficialía mayor con orden de retirar uno de los aparatos de aire acondicionado con el pretexto de que se necesitaba en otro lugar.
—¿Escaseaban?
—Puede que al principio, pero pronto descubrí que su falta se debía simplemente a la práctica generalizada de hacerse con facturas falsas de comerciantes locales que, sin coste alguno para el adquirente, pasaban a engrosar la abultada lista
de gastos de la cooperación. Otro uso consistía en parar, so pretexto de avería, los
generadores eléctricos durante varias horas y embolsarse directamente el dinero del
gasoil ahorrado.
—Los cooperantes se quejarían.
—Digamos que se cabreaban, pero es lo que había. Era parte integrante de la
política de personal propia del tosco esquema organizativo que propició Graullera.
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Dado que la mayoría de los cooperantes se encontraban en comisión de servicio y éstas podían revocarse de un día para otro sin tener que dar la menor explicación
¿quién iba arriesgarse a levantar la voz para enmendar la plana a los todopoderosos
responsables de la cooperación española?
—¿Al menos, el dictamen de la comisión de investigación parlamentaria propiciaría dimisiones y ceses?
—Salvo Núñez, nombrado embajador ante el déspota de Ceausesco…
—Siniestro destino.
—Pero buena cura de humildad para el virrey destronado. Todos los responsables de aquel desastre, te decía, fueron confirmados en sus cargos. A pesar del
notorio fracaso que se acababa de poner de relieve, la resolución final, propuesta y
aprobada en solitario por la mayoría absoluta del grupo socialista, ni se pronunció
sobre lo actuado en Guinea, ni exigió la más mínima responsabilidad al Gobierno.
—Ya veo. Y, en el mismo artículo, algo más adelante, afirmas: “Mal trago para
los expertos gubernamentales que, por lo que se ve, no habían abierto el manual”.
—Escribí expertos entre comillas. Y la referencia al manual se debía a que las
recomendaciones contenidas en el dictamen, que ellos parecían desconocer, eran tan
básicas como que los programas se elaboran teniendo en cuenta las necesidades de
la población de los países con los que se coopera, que es inexcusable el previo estudio de viabilidad económica de cada proyecto, que la colaboración de las ONG es
esencial o que una política de personal adecuada, que pasa por la existencia de un
estatuto específico del cooperante, es la base de una correcta cooperación.
—Bien —la chica volvió a buscar las notas que habían huido de la pequeña
pantalla de su comunicador—, aquí está. También te preguntabas: ¿Resulta verosímil
imaginar que una diplomacia descreditada en la zona puede armar, así, sin más, en
el seno de una nueva Guinea penetrada a conciencia por los intereses políticos-económicos franceses, ese nuevo eje de cooperación económico-financiera que fracasó
con estrepito cuando Obiang puso el país a nuestros pies en el 79?
—Era una manera de recalcar que al evidente fracaso y consiguiente descrédito
no sólo se unía la negativa gubernamental a remover los obstáculos que lastraban el
funcionamiento razonable de la no por joven menos oxidada burocracia de la Agencia
Española de Cooperación, sino la creciente presencia francesa en Guinea. Obiang y
Mitterrand acababan de rubricar en el Eliseo el definitivo ingreso del país en el llamado círculo de la francofonía y, un par de años antes, en enero del 85, se había producido el ingreso guineano en la Unión Aduanera de Estados de África Central (UDEAC).
—“El Parlamento —dices más adelante— corrigió en 180 grados la política seguida por el I Plan Marco de Cooperación”.
—Lo que está aconteciendo en Guinea, venía a concluir el dictamen, deja mucho que desear en cuanto a su ejecución. Constituye una acción exclusivamente humanitaria. El país no saldrá de su postración salvo que la ayuda española se complemente con un nuevo eje de cooperación económica y financiera que permita el desarrollo económico y social, cree condiciones de autosuficiencia, a la vez que pueda servir de apoyo a los empresarios españoles o a los que allí inviertan en el futuro. Por
supuesto que debe seguir siendo un país hispánico. Ahora bien, el objetivo exclusivo
de mantener la lengua y la cultura española es inalcanzable ante la ofensiva de la
francofonía si no opera un planteamiento lingüístico y cultural serio, respaldado por
una eficaz cooperación de ese tipo. Y lo más importante: el papel de España carecerá
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de sentido si no se aseguran las condiciones que permitan el respeto de los derechos
humanos y de las libertades fundamentales. Propósito, dicho sea de paso, incluido en
la sesión plenaria del Congreso de los Diputados a petición de la oposición, ya que el
PSOE había omitido tan elemental condición.
—Ese artículo tuyo en Diario 16 se completaba con una segunda parte, publicada al día siguiente,
en el que…
—Perdona, Ágata, podemos continuar más tarde, pero ya que estamos cerca
de la clínica del Dr. Isaba quería plantearte un asunto delicado. Se trata…
—Sé perfectamente de qué se trata. Si te he acompañado es porque estoy dispuesta a hacerme la dichosa prueba del ADN. No he desayunado contigo porque
Louise se ha empeñado en que escuche a Tere que me ha puesto al corriente de todo
lo que os traéis entre manos. Hablaré con Héctor y se lo pediré.
—De acuerdo.
Álvaro, sorprendido, sintió gran curiosidad por saber que le habría contado Tere para convencerla, mas no dijo nada. Aparcó y la acompañó a la clínica. Rudolf les
recibió, acompañó a Ágata al despacho de su tío y regresó para tomar café con él en
el pequeño bar de la clínica. Ella se les unió al cabo de veinte minutos.
—¿Cómo ha ido tu entrevista?
—Ha sido encantador. Él mismo tomará las muestras el sábado, antes de volar
a Taisha.
—¡Volar a Taisha!, pero si acabo de escayolarle a nuestro piloto el brazo que se
partió ayer haciendo rafting —exclamó Rudolf sorprendido.
—Tripularé yo. Es la única condición que me ha puesto.
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¡YA VE! ¿QUÉ PUEDO HACER?
Aquel último sábado de agosto, tras algunas explicaciones técnicas al pie de la
avioneta, el piloto se dirigió a tramitar el plan de vuelo y ella, con un mono de piloto
que le habían prestado, caminó hacia el hangar del Aeropuerto Coronel Edmundo
Carvajal de Macas en el que Naylea, Ayman y Álvaro aguardaban al Dr. Isaba para
acompañarle a pasar consulta en la pequeña población de Taischa, cabecera del cantón homónimo fronterizo con Perú, perteneciente a la provincia ecuatoriana de Morona Santiago. De 6.090 km cuadrados, una altitud media de 510 m y algo menos de
veinte mil moradores, la mayoría de cultura shuar, es un lugar perdido entre el manto verde de la selva amazónica, cuya colonización, gracias al auge de la aviación comercial, se inició a mediados de los años cincuenta. Su aeropuerto es una pista de
lastre, como dicen por allí, de poco más de mil metros por veinte de ancho, que
permite operar de sol a sol a casi una decena de miles de vuelos anuales que llevan y
traen personal y mercancías.
—¿Preparada? —le preguntó Álvaro.
—En cuanto tenga combustible.
—Siéntate, que Héctor aún tardará un rato. —Le cedió su butaca de plástico y
acercó un taburete al anchuroso portón—. Les estaba contando la última conversación que mantuve con tu presidente.
—¿Giscar d’Estaing? ¿Miterrand? ¿Chirac? ¿Sarkozy? ¿Hollande? ¿De Gaulle, tal
vez?
—Obiang.
—¡Ese tipo no es mi presidente!
—Excelencia, le agradezco el interés que ha mostrado por el plan que le acabo
de exponer. No se le escapa que es una puerta abierta a un amigo, pero también una
trampa a un enemigo. Me consta la enorme dificultad que implica su ejecución. En
cualquier caso, quiero que sepa que, de no poder materializarse, mis convicciones
políticas me harán posicionarme del lado de los opositores a su régimen.
—¿Cómo reaccionó?
—Se debió quedar estupefacto, pero no lo aparentó.
—Reconoce que era una impertinencia.
El comentario en francés de Ágata le permitió enlazar con la anécdota que protagonizó un joven diplomático, conocido de su amigo Joaquín, que les llevaba en su
coche desde París a Bruselas, a principio de los ochenta. Se habían detenido a
almorzar en un área de servicio de la autopista y, bandeja en mano, se pusieron a la
cola para pagar. La dependienta que, sin levantar su cansina vista de la caja registradora, inquiría mecánicamente al cliente de turno si era camionero para, en su caso,
aplicarle el descuento anunciado a los de esa condición, miró despectivamente al trajeado funcionario que le acababa de responder con un airado “Mademoiselle, c'est
une impertinence” y, sin inmutarse, le pidió “douze francs” en vez de “dix” como a
todo el mundo.
429
—¡Qué gilipollas! —exclamó Ayman.
—Pues a mí me parece bien; creo que hubiese reaccionado igual de haber vestido mi uniforme de oficial de la Aviación Francesa.
—Por suerte, Obiang no se lo tomó así. Mi afirmación —continuó Álvaro— no se
apartaba del tono de la larga conversación que acabábamos de mantener. Recuerdo
que en los prolegómenos le planteé si prefería que utilizase el lenguaje que practicaba el embajador Núñez o que hablase con total sinceridad y él, sonriendo, me animó a que lo hiciese sin ambages. Además, estábamos solos y eso le eximía de tener
que reafirmar ante un subordinado su condición de Jefe de Estado.
—¡Menos mal!
—¿En qué consistía aquel plan? —quiso saber Ágata aún a sabiendas de que
aprovecharía la ocasión para enrollarse.
Y lo hizo.
Les explicó que aquel debate parlamentario del otoño de 1988 sobre la presencia española en GE supuso un paso histórico en la percepción de las relaciones hispano-guineanas.
Que no fue casualidad que meses después se sellase en Madrid un
pacto que comprometió a las principales fuerzas políticas —socialistas aparte, recalcó— en una ardua tarea: la lucha por la democracia y el autodesarrollo del pueblo
ecuatoguineano. Que el terco talante y la proverbial incompetencia de quienes, a pesar de sus graves errores, fueron confirmados en sus cargos auguraban malos presagios. Que por ello, un reducido grupo de amigos de Guinea decidieron iniciar una
serie de contactos con diversas ONG, grupos políticos y asociaciones culturales guineanas en España, fuerzas parlamentarias e, incluso, con el propio Gobierno de Malabo al máximo nivel. Que el 12 de enero de 1989 fue posible el acuerdo histórico de la
diáspora guineana en torno a la Declaración de Madrid, que proponía el inicio de
conversaciones con el Gobierno de Obiang e invitaba a España a actuar como activadora del proceso democratizador.
Que, ante la anunciada visita oficial del presidente ecuatoguineano, las organizaciones Justicia y Paz, Iepala y Derechos Humano,
junto con fuerzas políticas de la oposición española —especialmente Alianza Popular,
Izquierda Unida y Convergencia y Unión, precisó— constituyeron una comisión de
mediación con la finalidad de entrevistarse con el mandatario ecuatoguineano en
Madrid, trasmitirle la propuesta de diálogo de los guineanos del exterior y lograr la
convocatoria de una primera ronda de conversaciones que, días antes, en Malabo, él
tuvo ocasión de negociar personalmente con él. Que el Ministerio de Asuntos Exteriores logró impedir la audiencia del presidente,
pero no pudo evitar que éste comisionase a una delegación de alto nivel presidida por el ministro de Economía, Fernando Nve, que se reunió con todos ellos en la sede del antiguo edificio de Cultura Hispánica. Que, a finales de febrero, se ultimó el texto así como los mecanismos de un
pacto de apoyo a la mencionada declaración, aunque su firma hubo de postponerse
hasta el 14 de marzo, en un último e infructuoso intento del grupo de Minoría Catalana por lograr la adhesión del partido en el Gobierno que se resistía a participar.
—El Pacto de Madrid para la democratización y el autodesarrollo de Guinea
Ecuatorial,
como lo llamamos, era la expresión del compromiso de estímulo y
respaldo de los demócratas españoles a los demócratas guineanos. Se concretaba en
un instrumento de cooperación política flexible basado en una estrategia que, como
sabe Ayman, a quien ya le conté este rollo en el primero de los Cursos de Verano de
Doñana, conjugaba cuatro principios: retorno en libertad, diálogo oposición-gobierno,
cooperación condicionada y mantenimiento de la hispanidad.
430
—Explícalos. Me temo que pasará un buen rato antes de que reposten la
avioneta.
—El retorno de los guineanos no sólo constituía un legítimo derecho, sino una
condición indispensable para garantizar la independencia y el autodesarrollo. ¿O pensáis que resulta viable un Estado cuando más de la tercera parte de su población y,
entre ella, el 85% de sus intelectuales, cuadros técnicos y mano de obra cualificada
vive en el exilio?
—¿Y qué os hacía pensar que querrían volver? No sería fácil dado que, mal que
bien, la mayoría de ellos llevaban tiempo residiendo en España.
—No era descabellado si se les aseguraban determinadas condiciones de vida y
de libertad. El quid, Ágata, estaba en admitir que el desarrollo del país era inviable
sin la urgente participación del sector más cualificado de los guineanos que residían
en el exterior.
—Aclara eso.
—Algunos meses antes, concretamente el mismo día que el Pleno del Congreso
de los Diputados se disponía a debatir el dictamen elaborado por la comisión parlamentaria de investigación de la cooperación hispano-ecuatoguineana, publiqué un
artículo en Diario 16 en el que daba los datos que probaban tal aseveración.
—¿Te refieres a “Volver a Guinea”?
—Sí, lo encontrarás en la recopilación que te facilitó Teresa en Atacames.
—Sólo incluía la referencia. Por cierto, ¿cómo es que ella no ha venido?
—Le comenté que a Naylea le hacía mucha ilusión volar en una avioneta y le
cedió su plaza —aclaró Ayman.
Álvaro continuó explicando que, dado que más del 80 por ciento de toda
cooperación al desarrollo suele destinarse a sufragar los salarios de los expertos
extranjeros que cubren la falta de personal local cualificado, la aceptación de ese
principio con todas sus consecuencias obligaba a diseñar con imaginación y financiar
con generosidad la ejecución de un plan al respecto.
—No recuerdo los datos concretos, que puedes comprobar en el artículo, pero
el hecho cierto es que, en ese momento, Guinea era uno de los países de África mejor dotado de técnicos y profesionales en proporción a su extensión y población.
—¿De dónde sacaste esa información? —quiso saber Naylea.
—De un trabajo que me había proporcionado la Organización de Técnicos y
Profesionales Guineanos en España. Si el principio del retorno —prosiguió— era esencial, el diálogo oposición-Gobierno constituía la única vía para aplicarlo. Por lo que
respecta a la oposición guineana, una plataforma ad hoc constituida en el seno del
pacto propiciaría el diálogo constructivo entre los intereses en presencia, bajo las directrices de su comité político y la ayuda, si era menester, de una comisión de mediación. Su primera tarea era el logro de una ronda de conversaciones Obiang-guineanos del exterior que sería la antesala de la constitución efectiva de una mesa de
negociación en torno a un plan de apertura democrática y despegue económico. Y yo,
recién llegado de Malabo, tenía datos para afirmar que eso era alcanzable a corto
plazo.
431
—¿Qué datos?
—Deseos más que fundamentos objetivos; su afán voluntarista por sacar adelante aquel plan volvió a traicionarle —sentenció Ayman.
—Debió ser así a juzgar por lo sucedido hasta la fecha.
—No te quepa la menor duda, Ágata. La llave maestra del plan era la aceptación
por los países donantes, al menos por España y Francia, del principio de la cooperación
condicionada. Sólo el cumplimiento riguroso por parte de Obiang del calendario de reformas que se hubiese acordado abriría el grifo de una financiación del despegue guineano internacionalmente coordinada.
—Pero ese suponía un riesgo que ni Felipe González, ni Mitterrand estarían dispuestos a correr —comentó la chica, dando muestras de su fina percepción del problema ecuatoguineano.
—Y yo debí suponerlo tras el revelador comentario de Obiang en aquella entrevista en Malabo el día de fin de año del 88.
—¿Qué te dijo?
—Me recordó que en la audiencia que nos concedió en el Hotel de Crillon a José
Luis Sanz, el periodista de “El Independiente”, y a mí, yo le había hablado de la conveniencia de hacer gestos de apertura política…
—¿Te atreviste? —interrumpió Naylea, sorprendida.
—La ONU se disponía a celebrar en Ginebra una nueva Conferencia de Países
Donantes y estaba convencido de que Obiang sólo conseguiría la financiación que
necesitaba mostrando una nueva imagen.
—Y lo que le confesó —se adelantó Ayman— es que había obtenido todo lo que
pretendía sin haber hecho la más mínima concesión en ese sentido.
—Lo recuerdo perfectamente: arqueó los ojos y extendió sus brazos mostrandome las palmas de sus grandes manos para expresar con elocuente cinismo el ya ve
usted… ¿qué puedo hacer? de quien sabía que otros más poderosos lo necesitaban en
el puente de mando de aquella pequeña nave auxiliar.
—Pero eso significaba que…
—Contaba con el respaldo internacional.
—Pero se trataba de un dictador.
—Y qué importaba, Naylea. Obiang, dadas las circunstancias del país, era el
mal menor. ¿Quién iba a poner cortapisas al único guineano que había dado muestras fehacientes de su aptitud para desempeñar con garantía el rol de carcelero de un
pequeño enclave africano que pronto dispondría de ingentes cantidades de petróleo?
—Eso no se sabía entonces.
—¿Tú crees, Ágata? Esa podría ser una buena pregunta para tu tío Jaled y tu
primo Said.
432
—Ayman tiene razón —terció Álvaro—. Esa es la verdadera clave para entender la larga permanencia en el poder de la segunda dictadura Nguemista.
—Y si era así ¿qué sentido tenía vuestra iniciativa de Pacto de Madrid?
—Todo. Comprende Ágata que si Obiang se las había arreglado para que se le
considerase la única garantía de mantener bajo férreo control a aquel prometedor
país de apenas medio millón de habitantes la solución no podía ser el golpe de Estado
que preconizaban algunos incautos.
—¡Ah, no!
—Carecía de sentido substituir a un dictador por otro que, dadas las circunstancias, sólo podría haber sido otro nguemista fang menos experimentado y fiable.
—¿Acaso no había demócratas?
—Los había, sin duda, pero en ese momento ninguno capaz de aglutinar a toda
Guinea y liderar su desarrollo.
—¿Quieres decir que sólo Obiang podía hacerlo?
—Digo que sólo esa dictadura nguemista evitaba el previsible estallido del latente conflicto de intereses étnicos y tribales que, por amenazar la convivencia entre
los guineanos de la época, comprometía los intereses extranjeros en presencia.
—¿Y cómo pensabas resolverlo?
—Como todo en la vida: con tiempo, audacia política y mucho sentido común. Por
lo pronto, la voluntad de la oposición guineana de recurrir al apoyo y confiar en la mediación española constituía un buen pretexto para intentarlo y reforzar la hispanidad.
—Cuenta.
—Lo haré, Ágata, no lo dudes, pero ahora llévanos a la selva en ese pájaro.
—Eladio gesticulaba impaciente para que se acercasen; el mensaje que acababa de
recibir le anunciaba la inminente llegada al aeropuerto de su jefe.
433
¿Y AHORA QUÉ?
Agosto se iba irremisiblemente. Pronto tendría lugar el I Encuentro Amazónico
para la Ecociudadanía organizado por el CAE. El grupo de la Autónoma de Barcelona,
reunido por Jordi Canseco, había confirmado su asistencia. También el procedente de
Huelva y Sevilla, al que se habían unido Ruth, la celosa novia de Andrés, y Julia, que
aún disponía de un par de semanas antes de comenzar su programa postdoctoral en
Instituto Europeo de Florencia. César, el viejo federalista amigo de Álvaro, se afanaba en convencer a algunos de sus alumnos de la Facultad de Políticas de la Complutense. Sin embargo, Iradia y los ecociudadanos de la Bolivariana, aún debían solventar algunos contratiempos de última hora. Las primas, al igual que Juanjo y José Carlos, regresarían a Europa ese fin de semana. Ágata se incorporaría a su trabajo en el
ACNUR antes de disfrutar de unos meses de permiso, para ultimar los asuntos de su
herencia africana y Louise pasaría unos días con sus padres en Ginebra y volvería a
Royan. Quino, jubilado, no tenía ninguna prisa y permanecería en el campamento.
También María, que trataba de convencer a sus abuelos de que había descubierto el
lugar ideal para vivir. Dani, que no contaba con eso, negociaba un aplazamiento con
su padre antes de, como solía decir, ponerse la toga al cuello. Naylea y Ayman cambiaban de planes a diario. Yadira dudaba entre pasar una temporada con Ágata en
Suiza, regresar con Edmundo Quiroga a Venezuela o quedarse a trabajar en el CAE.
Marta, encantada de que Rudolf prolongase algunos meses más su estancia en Sucua, se había comprometido a continuar dirigiendo sine díe aquel campus amazónico.
Andrés esperaba instrucciones de su novia para reanudar su vida, mientras Tarald,
sin resignarse, trabajaba contra reloj para encontrarle en su país un trabajo que no
pudiese rechazar. Aicha, deseosa de continuar con su vida en Tánger y más que ilusionada con la sorprendente posibilidad que Álvaro acababa de comentarle, disfrutaba de sus últimos días en la Amazonía. Y Tere, erre que erre, seguía bordeando con
temeridad esa tenue línea que hay entre la tenacidad y la obstinación.
—Ágata ya tiene los resultados de la prueba de ADN.
—¿Y ahora qué, Teresa guapa?
—Me marcho a Libreville.
—¡Cómo!
—En avión, por supuesto. Iremos juntas. En cuanto regrese a Ginebra hablará
con su abogada gabonesa y me informará de cuándo piensa viajar. ¿Sabías que le ha
correspondido la mitad del viejo terreno de Egombegombe, un palacete en Tánger, el
chalet de los padres de Dominique en la playa de Berria y un buen pico de las
acciones de la maderera de Oyem y de la naviera?
—¿Y qué va a hacer con todo eso una francesa que reside en Suiza? —preguntó para dar verosimilitud a su fingida sorpresa.
—Ni idea, pero seguro que se le ocurrirá algo.
—¿Eres consciente del lío que se puede organizar si resultase cierto tu presentimiento?
—Nuestro.
435
—Sólo tuyo. Ya sabes cómo lamento haberte dado alas al mencionar el parecido de ambas. Y ahora contesta.
—Plenamente y, por eso, me he comprometido a respetar la única condición
que me ha puesto para que la acompañe: si Linda Nsue resultase ser su madre se reserva el derecho de hacérselo saber.
—Muy sensato por su parte —admitió, sin creerse del todo que la chica hubiese
comenzado a considerar sus consejos.
—Por cierto, acaba de decirme que quiere reunirse contigo en cuanto termine
de hablar con Juanjo.
—Muy bien, de sobra sabe cómo encontrarme.
—Me consta. Y ahora déjame el Land Rover, que voy a llevar a Louise a Sucua
para que recoja el cuadro que le ha enviado ese artista quiteño amigo vuestro. ¿Cómo se llama?
—Humberto Jacome Mayanza.
¿Puedo acompañaros?
—No, quédate y habla con ella. Nosotras almorzaremos por el camino y estaremos de vuelta a media tarde.
—No olvides echar gasoil y, por favor, cómprame tabaco de pipa.
Tras asegurarse de que, substituida la batería, el coche arrancaba sin dificultad, se puso el bañador y salió de la cabaña. El sol invitaba a darse un chapuzón. Sabía que Ágata no le buscaría hasta la noche.
—¡Vamos juntos! —le gritó Juanjo desde la escalinata de la casona.
Le esperó y ambos caminaron hacia el remanso del Upano en el que solían
bañarse.
—¿Qué quería Ágata?
—¡Vaya un follón! Esa chica debería limitarse a aceptar la parte de la herencia
que le ha correspondido y pasar página.
—¿Te ha enseñado la sentencia?
—¿También a ti?
—Algo me ha contado, pero no se te ocurra comentarlo con Teresa.
—No lo haré, descuida. Ya se ha encargado ella de advertírmelo.
—Confiemos en que se asesore debidamente.
—Ni así. Esa monja, médico o lo que sea, que debe ser un bicho de cuidado,
sabía muy bien lo que se traía entre manos cuando aconsejó a Linda que impugnase
el testamento del maderero.
—Lógico si quería arrebatarle a Ágata su porción de pastel.
—No se trataba de eso, ya que ellas no eran las únicas herederas.
436
—¿Quién más?
—Pues esa nieta que andaba buscando. Duclos modificó su testamento poco
antes de morir para que, en caso de aparecer, también pudiese disfrutar de un tercio
de sus cuantiosos bienes.
—¿Cómo lo sabes?
—Ha sido uno de los motivos que han dilatado el proceso tantos años.
—Pero eso confirma palmariamente que Linda no es su madre.
—Más aún…
—¿No estarás pensando que Ágata haya llegado a sospechar que ella podría
ser la verdadera nieta de Duclos?
—¿Y que trate de probarlo para incrementar su parte? No lo creo. De hecho,
cuando le he preguntado qué sentido tuvo no secundar a Linda cuando impugnó la
modificación del testamento, algo que, dadas las circunstancias, sólo podía beneficiarle…
—¿En qué sentido?
—De un lado, evitando tener que compartir la herencia con un nuevo heredero
y postponer años su plena su disposición.
—¿Años?
—El francés dejó establecido en su testamento un amplio margen de tiempo
para que apareciese su nieta.
—¿Y qué te ha respondido?
—Entre sollozos, me ha jurado que lo hizo para que se respetase la última voluntad de un hombre atormentado. La verdad es que esas mujeres se merecen el escarmiento que ella quiere darles y dudo que desista.
—¿Escarmiento?
—Tendrás que esperar a que ella te lo cuente, que yo ya he dicho demasiado.
La pobre, que sólo pretendía saber si mi despacho podría encargarse de recuperar el
palacete que le ha correspondido en Tánger, ha acabado confesándome la vendetta
que planea.
—¿Vendetta?
—Insisto, será mejor que te lo cuente ella.
—Está bien. Por cierto, ¿te ha comentado que a Pepe y a mí nos interesa esa
propiedad?
—Pues antes habrá que desalojar al personaje marroquí que, por lo que ella ha
podido averiguar, no paga la renta desde que murió el Sr. Duclos. ¿Y, si no es mucho
preguntar, se puede saber para qué queréis esa mansión?
437
—Para montar un ric.
—¿Un qué?
—Un ric o recurso interuniversitario compartido. Un proyecto asociado a la plataforma para la autoformación y la acción ecociudadanas. Ya sabes, la PAUTA de marras que estamos tratando de activar en la Universidad de Huelva y, en concreto, a
uno de sus soportes, denominado Alandalus 3.0, que apuesta por el acercamiento y
la mejora de la percepción recíproca entre los jóvenes españoles y marroquíes. Ten
en cuenta, Juanjo, que uno de los previsibles efectos del correcto funcionamiento de
esa plataforma…
—Pero no decís que ha fracasado.
—En cierto modo, pero ya sabes que no suelo rendirme. Te decía que uno de
sus previsibles efectos sería la generación de un flujo creciente e ininterrumpido de
desplazamientos de estudiantes universitarios a través del Estrecho de Gibraltar durante fines de semana y periodos no lectivos.
—Vaya, qué necesitáis disponer de una base en Tánger.
—Así es. Considera que, además de los continuos desplazamientos de los
usuarios de la plataforma hacia Marruecos, inicialmente procedentes de Huelva y, poco a poco, de su área espacial de influencia, debemos potenciar la participación de un
número similar de marroquíes si queremos que nuestras actividades desplieguen todo su potencial. Pretendemos que la convivencia resulte mucho más estrecha. Ten en
cuenta que la mayoría de los universitarios de la zona estudia en la sede tetuaní de la
Universidad Abdelmalek Essaadi. Y, además, no basta con disponer de un equipamiento propio para resolver las cuestiones de intendencia en condiciones óptimas de
calidad y coste, sino que necesitamos generar mecanismos de autofinanciación que
garanticen la sostenibilidad del proyecto sin recurrir a fondos públicos de más que
dudosa consecución.
—¿Y en que pensáis?
—En varias posibilidades complementarias. Esa infraestructura bien podría ser
la base tangerina de actividades educativas y culturales, tipo cursos de verano, talleres, jornadas, seminarios, congresos, exposiciones o similares, susceptible de utilización por otros centros y emprendedores educativos de múltiples nacionalidades que
deseen desarrollar en la zona sus propios proyectos. O, en línea con lo que intenté
hacer en la antigua Universidad de la Rábida a principio de los noventa, utilizarse como sede internacional de organizaciones no gubernamentales
que posibilite el
aprovechamiento y la racionalización de los recursos que estas entidades emplean en
sus actividades en la ciudad y en el resto del país. Incluso, como propuse en el avance que le presenté al rector de la Universidad de Huelva en 2009,
emplearla para
facilitar la realización de las crecientes actividades formativas previas a los desplazamientos de mano de obra estacional marroquí a España y restantes países de la
Unión Europea, etc.
—Una variante de este campus, por lo que me cuentas.
—En cierto sentido, pero a mucha mayor escala. Esa bella ciudad, por su privilegiada situación geográfica, la declarada voluntad del Reino Alauita de convertirla en
una ville phare, como testimonia el actual volumen de grandes obras públicas y privadas en marcha y el creciente flujo de turistas que recibe durante todo el año, que
incluye un buen número de universitarios procedentes de Europa, tiene un promete-
438
dor futuro como lugar de encuentros para la ecociudadanía global y la convivencia
intercultural en un original marco de cooperación euro-árabe.
—Pero si ni siquiera conocéis esa propiedad.
—Por la descripción que ella y Louise han hecho se trata de un palacete rodeado por diez hectáreas de terreno en un paraje paradisíaco, próximo al Bosque de Perdicaris, entre Tánger y Cabo Espartel. Pronto tendré más información, ya que Ágata
me ha autorizado a que haga algunas averiguaciones. Aicha y Ayman ya están en
ello movilizando a sus contactos.
—En ese emplazamiento y con esa extensión valdrá una pasta.
—Como bien sabes no tengo una gorda, pero Pepe se lo plantea como una
buena inversión para el dinero obtenido de la venta de la wollastonita. Estamos pensando activar PRIC, S.A. Además…
—Nunca me has hablado de esa sociedad.
—Proyectos y recursos interuniversitarios compartidos, es una sociedad mercantil que constituimos entre un puñado de amigos onubenses que accedieron a sumarse a aquella iniciativa en 2009.
—Eso me suena a Torre de Madrid.
Eres increíble: a finales de los setenta
nos liaste para preparar la integración de España en Europa y ahora, más de treinta
años después, pretendes potenciar, vía Marruecos, el acercamiento euro-árabe. Lo
tuyo no tiene arreglo.
—Así es, Juanjo. Y aunque la idea aún está muy verde, no descarto convencer
a Ágata para que se asocie. Parece ser que no le disgusta la posibilidad de transformar esa finca en un equipamiento para desarrollar un modelo de ocio itinerante, basado en el trinomio turismo-instrucción-civismo. Ya sabes, ese modelo, del que siempre hablamos Dani, Marta y yo, dirigido a fomentar las competencias comunicativas
de la lengua y la adquisición de hábitos convivenciales de tolerancia en un ambiente
multicultural y plurilingüe.
—Si tú lo dices.
439
UNA DERIVA INQUIETANTE
La furibunda reacción de Linda Nsue al conocer la inesperada inclusión de Ágata en el testamento de Dominique Duclos fue el lejano origen de sus tensas relaciones. O entre sus abogados, para ser precisos, ya que ellas ni se conocían personalmente, ni habían llegado a cruzar palabra, a menos que lo hubiesen hecho muchos
años atrás. Una de las conclusiones a las que Álvaro había llegado es que, si no pudieron coincidir en Libreville durante la corta temporada que Élise y la niña pasaron
en Egombegombe, ya que aún vivía en España, probablemente lo habrían hecho en
Tánger en el 88. Le parecía lógico que Dominique, recién descubierto, gracias a Arantxa, su parentesco con Linda, se hubiese sumado con denuedo a la búsqueda y ella le
hubiese acompañado a Tánger. Es más, no albergaba la menor duda de que el deseo
de encontrarla fue el auténtico motivo de un secuestro en toda regla que, por razones que se le escapaban, acabó siendo disfrazado policialmente con el pretexto de la
aplicación a la niña de un protocolo de testigo protegido. Sin embargo, Tere esgrimía la
circunstancia del intermitente internamiento de Linda en un sanatorio de Libreville que
él mismo reflejaba en la nota sobre su encuentro en Bata con Arantxa en enero del 89.
Lo cierto es que ella rechazaba de plano la idea de ser la hija biológica de una
mujer a la que, tras largos años de pleitos, denostaba. Álvaro, al cabo de la calle de
ese sentimiento, no alcanzaba a comprender los motivos que la habían llevado a dar
su consentimiento a la práctica de la prueba del ADN. Por eso no salía de su asombro
mientras Ágata, de regreso de Sucua, le contaba con todo detalle el desarrollo de la
tensa conversación en la que Tere, en presencia de Louise, le había expuesto con
total franqueza sus sospechas y presentimientos. Y es que no podía creerse que la
periodista se hubiese atrevido a mencionar ante las dos primas el conjunto de hechos
que, concatenados con tanta sagacidad como apresuramiento, la habían llevado a
elaborar una enrevesada teoría que, más allá del confuso enredo familiar, sugería situaciones realmente espeluznantes. Además, Juanjo, que parecía tener más información que él sobre los planes inmediatos de Ágata, le había dejado preocupado al aludir a la vendetta que ésta maquinaba desde entonces. Tanto que, convencido de que
era lo más prudente, quiso aprovechar su última noche con ella para tratar de detener una deriva cada vez más inquietante.
—¿Se te ocurre cómo podría conocer el ADN de Linda Nsue? —le preguntó a
bocajarro en cuanto, pasada la medianoche, entró en su cabaña y le encontró aguardándola a los pies de la cama.
—Francamente no.
—A mí sí, pero tendrías que ayudarme.
—¿Qué planteas?
—Que vayas, te encuentres con ella y tomes las muestras que necesito.
—¿No es lo que pensáis hacer Teresa y tú?
—No exactamente.
—¿Acaso no te va a acompañar a Libreville?
—Aún no lo he decidido.
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—Pues ella lo da por hecho.
—Es tan testaruda que le he tenido que decir que sí para que me deje en paz.
—Su teoría es descabellada —mintió dispuesto a disuadirla.
—Quizás no tanto.
—Compréndelo, ahora no puedo dejar el campamento. Tal vez más adelante,
cuando el proyecto esté más encauzando.
—Debe ser inmediatamente. Ya conoces la decisión del juez en relación con el
reparto de la herencia.
—¿Quieres un consejo?
—¿Otro? Juanjo me ha dado varios esta mañana.
—Uno de amigo, no de abogado.
—No. Si no puedes ir y hacerlo tú ofréceme una alternativa fiable.
—Podría proporcionarte lo que necesitas, pero antes tendrás que escucharme.
Como no albergaba ninguna duda de que cualesquiera que fuesen sus planes
de vendetta sólo podían haber sido inspirados por las imprudentes manifestaciones
de Tere, se sintió responsable y, aún consciente de que la hija de Marita no le perdonaría jamás que tergiversase sus argumentos para torpedear su investigación, se dispuso a poner toda la carne en el asador para lograr que Ágata desistiese. ¿Cómo no
iba a hacerlo —se repetía— si conocía por experiencia propia los riesgos sin cuento
que le podría acarrear a la chica dar pábulo a una trama que no pasaba de ser una
precipitada especulación periodística?
—Habla si quieres, pero te advierto que estoy decidida.
—Mi consejo, Ágata guapa —comenzó a decirle mientras deslizaba confiadamente su mano derecha por las tentadoras piernas desnudas de la chica— es que te
hagas con la sustanciosa parte que te ha correspondido y te olvides de todo lo demás. Teresa, en su afán por dotar a Noticia de un amanecer fugaz de un enredo lo
bastante enigmático para hacer digerible su lectura, ha acabado traicionada por su
fértil imaginación. Además, parecido físico aparte —añadió, recordándole que no veía
a Linda desde hacía más de veinte años—, quiero que sepas que yo no creo que fuese tu madre por la simple razón de que Dominique, que ordenaría en su momento
cotejar los correspondientes ADN, descartó que fueses su nieta. Además ¿qué sentido
habría tenido tu retorno a Francia con Élise de haber sido así?
—¿Eso es todo? —interrumpió aprovechando la pausa que, a tenor del discurrir
de la mano que se aventuraba bajo su holgado pantalón, auguraba una lúbrica tregua en su discurso.
—Sí —balbuceó mientras la repentina presión de unos muslos que, a diferencia
de otras veces, atenazaron con firmeza su libidinosa incursión le descolocó.
—Pues me da igual, así que tendrás que desembuchar esa alternativa —afirmó
rotunda mientras se desembarazaba de él y, ya de pie, dejaba caer un insólito chantaje que trató de suavizar con la candorosa mirada de sus ojos ámbar—. Eso es lo
que hay Alvarito guapo, si quieres…, ya sabes.
442
—Si te empeñas —dijo desconcertado— tengo un amigo de confianza que podría hacerlo.
—Cuéntame —respondió volviendo a sentarse a su lado con renovado interés.
—Ha pasado toda su vida en Guinea y ha sido capataz de una explotación maderera en Gabón hasta no hace mucho.
—¿Le conozco?
—Teresa y yo te hemos hablado de él en alguna ocasión. Me refiero a Paco
Fuertes. Cualquier cosa que yo pudiese hacer en África él la haría mucho mejor. Conoció a ambas en los ochenta. A Linda no ha vuelto a verla, pero con Arantxa sí ha
coincidido esporádicamente en Libreville.
—¿Y crees que Paco, además de conseguir una muestra biológica de Linda sería capaz de hacerse con otra de mi abuelo?
—¿Qué pretendes con eso?
—Si Tere está en lo cierto, darles su merecido a esas dos brujas.
—¿Acaso recelas de que Linda sea su hija?
—Élise y yo siempre hemos pensado que ellas le engañaron.
—En eso coincidís con Teresa.
—¡Qué va! Ella sólo culpa a Arantxa. Mantiene que también mintió a Linda, pero que lo hizo por su bien y lo atribuye a su mala conciencia, tal vez, por haberle
ocultado información sobre Lindida. Nosotras, sin embargo, estamos convencidas de
que todo se debe a la desmedida ambición de dos mujeres desquiciadas que no dudaron en abusar de la soledad y la bohonomía de mi abuelo.
—Ya que lo que pretendes exige la tramitación de una orden judicial de exhumación ¿por qué no se lo encargas a tu abogada gabonesa?
—Descártalo: eso, de conseguirlo, demoraría en exceso la información que necesito y, sobre todo, las pondría en guardia.
—¿No estarás pensando en…
—¿Por qué no? Si han cumplido su última voluntad los restos de Dominique
descansarán junto a los de su padre en el panteón que aún se mantiene en pie en los
antiguos terrenos de Egombegombe. A tu amigo no le resultará difícil obtener la
muestra que necesito. Claro que, como tras el accidente, el cadáver quedó carbonizado…
—Tenía entendido que fue un suicidio.
—La investigación oficial, de la que tuve noticia en su momento, concluyó que
Dominique no volaba en su avioneta. Y en cuanto a lo del suicidio, hay elementos
que no encajan. Te decía que, como el cadáver quedó carbonizado, probablemente
recurrirían para su identificación a la práctica del ADN. Puede que, con un poco de
suerte, aún quepa la posibilidad de localizar aquel expediente y rastrear los resulta-
443
dos de los análisis. Moviendo algunos hilos, tal vez logre ponerle en contacto con un
piloto militar gabonés que podría orientarle.
—Lo pensaré mejor si te metes conmigo en la cama.
—¡Ja, ja! Consúltalo con tu almohada y ofréceme una prueba de tu deseo de
satisfacerme.
—No sé si lo consigo, pero ya sabes qué gusto me da intentarlo.
—Pues decídete.
—Si estoy decidido —balbuceó tratando de impedir que se marchase.
Ella le besó en la frente, le dio las buenas noches y se fue, pero al torcer para
dirigirse a la casona se topó con Tere que llegaba visiblemente alterada. Era la una
de la madrugada.
—¿Pasa algo?
—Nada. ¿Está Álvaro en la cabaña?
—Ahí lo tienes. Aprovéchate que hoy te lo he dejado todo entero para ti.
Desde la desagradable experiencia de aquella lluviosa noche a los pies del Tungurahua Tere se había impuesto la regla de no volver nunca a terminar la jornada en
el aposento de Álvaro para cambiar impresiones sobre la marcha de la novela. Medida que, tras el inicial desencanto, él acabó celebrando y no sólo por esa obsesión suya de velar por la reputación de la chica. El hecho es que en Cuenca, cuando ella volvió a los mandos, aceptó encantado su propuesta de hacer un hueco para ese menester siempre que resultara posible. Solían salir en coche, siempre conduciendo ella,
a algún lugar cercano. Sus fugas con Teresa eran, con mucho, su gozo más anhelado
durante la segunda parte de la expedición. Nunca se emplazaban en la víspera. El ritual se iniciaba cada día durante el desayuno cuando ella se aproximaba a su mesa y,
al margen de quienes estuviesen presentes, ambos acordaban en clave la ocasión del
encuentro. Si Álvaro, llegada la hora, la veía acercarse, solía demorarse a posta para
que Tere pudiese saborear el irresistible ascendiente de su siempre discreto y entrañable semblante de llamada. A veces, si el programa del CAE lo permitía, se demoraban más tiempo de lo habitual charlando en una cafetería, o paseando por insólitos
parajes, o acababan recorriendo muchos más kilómetros de los previstos. Y en una
ocasión, sólo en una, durmieron en la misma cabaña por no desairar la hospitalidad
del jefe de un poblado shuar. Esta noche, sin embargo, Tere no había podido resistirse a compartir con su socio el excepcional mensaje que acababa de recibir.
—Esta tía es tan borde que ni siquiera he respondido a su insinuación.
—¿Qué te ha dicho?
—Olvídalo. Es una tontería, pero me ha sentado fatal.
—Venga, Teresa, cuéntamelo.
—Aprovéchate que hoy te lo he dejado todo entero para ti —dijo imitando su
marcado acento francés—. Vaya que, como hoy no le apetecía follar contigo, era mi
oportunidad de intentarlo.
—¿Y tú te lo has creído?
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—¿Qué no le apeteciese?
—Que me acuesto con ella.
—Eso es cosa tuya, que yo he venido a darte una gran sorpresa.
—Desembucha, pues.
—No te puedes imaginar quién se acaba de poner en contacto conmigo.
—¿Quién?
—El mismísimo comisario Gaston Durand.
—Pero si debe ser un anciano.
—Y, lo mejor, ha accedido a concederme una cita.
—Eres un pozo de sorpresas. ¿Cómo es posible que hablemos todos los días y
no me hayas comentado que andabas tras su pista?
—Tampoco tú me has confesado que te follas a escondidas a uno de nuestros
personajes.
—Es que nuestra negrita secuestrada se ha hecho mayor y…
—¿Está muy buena, no?
—Ciertamente y, además, recuerda que acordamos que la discreción era lo
más conveniente para seguir alentando esa seducción imposible entre un viejo profesor y una encantadora jovencita que me propusiste en la Isla de Culatra.
—Lo de imposible es tuyo, que yo sólo te hablé de seducción… compartida.
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UNA MISIÓN PELIAGUDA
Tere, sentada con su natural desenfado a los pies de la cama, colmaba con
creces el vacío que la fuga inesperada de Ágata acababa de dejar en la cabaña. Alborozada y aparentemente ajena a la traviesa brega entre los ojales y los botones del
ceñido lino de su vestido grana, había comenzado a describir el engorroso avatar de
dar con el paradero del viejo comisario y sus planes para reunirse con él en cuanto
fuese posible. Lástima —pensó Álvaro— que aquellas sensuales piernas, mil veces
más apetecibles que las que se le acababan de escabullir de las manos, fuesen las de
la hija pequeña de su vieja amiga Marita García de Velasco. Y es que el audaz lance
de irrumpir en lo vedado, de anudar el lazo marinero que las olas le brindaron en la
playa solitaria de Culatra, de confesarle que nunca se había sentido más enamorado
le hicieron temer que no podría dominar la fogosa pulsión de poseerla a poco que ella
se le insinuase. ¿Acaso lo estaría haciendo al avivar con su respiración acelerada las
acompasadas cabriolas de sus pechos apenas ceñidos por el ligero paño? ¿O con el
intenso titilar de sus ojos deslumbrantes? ¿O con los reiterados intentos de apartar
del rostro bronceado su tozudo cabello ensortijado? ¿O al emplear, y por dos veces,
ese verbo que tanto le excitaba? Tal vez, mas ¿cómo comenzar? ¿Asiendo su mano
con ternura como hiciera con Thérèse en aquel cine de verano? ¿Trasteando con la
fina pulsera de oro que nunca se quitaba? ¿Escalando sus muslos con la cautela de
un serpa audaz? ¿Y si le rechazaba? No y no. El precio de precipitarse por dar pábulo
a tan vehemente impulso sería el quiebro, puede que él último, de un hechizo romántico. Así que, de nuevo, lo dejó todo en sus manos mientras, una y otra vez, fracasaba en ahuyentar sus apetitos y recuperar el hilo de lo que ella trataba de explicarle. Y les dieron las dos. Y las tres. Y… su Teresa del alma no cejaba de hablar con
inusitado arrebato. La acompañó a su cabaña con la secreta esperanza de que él último beso delatase por fin sus más íntimos sentimientos. Y aunque aquella noche Tere
posó sus carnosos labios mucho más cerca que nunca de los suyos, él eligió imaginar
que tampoco a ella le apetecía truncar aún el placer de esa calculada espera que sazona el delicioso juego del cortejo. Aguardó a que coronase la breve escalinata para
captar a la luz de la luna un último guiño en el balcón abierto de sus ojos de gata y
volvió sobre sus pasos decidido a continuar acariciando un ansia, un anhelo, una
esperanza.
Si poco antes se había mostrado dispuesto a disuadir a Ágata de su vendetta y
a Tere de su contumaz deseo de proseguir investigando, ahora reconocía que no habrían servido de nada, ni sus añagazas ante la primera, ni la pamplina de que la otra
ya tenía una buena trama para Noticia de un amanecer fugaz. Así que, como la insólita aparición del viejo comisario y, sobre todo, el descubrimiento del motivo de la reclusión a la que la justicia francesa le había condenado a mediado de los noventa,
sugerían que la periodista no iba descaminada, lo más sensato era brindarles su amplia experiencia para protegerlas de los riesgos sin cuento que se avecinaban.
Demasiadas sensaciones para conciliar el sueño. Además, debía ponerse en
contacto con Paco Fuertes cuanto antes para hablarle de la peliaguda misión propuesta por Ágata. La diferencia horaria —calculó camino de la casona, donde confiaba que ya no hubiese nadie trabajando— situaba a su amigo a punto de salir pedaleando hacia la playa en la que, sin duda, sería una magnífica mañana de sol en el
litoral onubense. Podría telefonearle desde allí, donde ya funcionaba parcialmente el
centro de infocomunicación que el Dr. Isaba había financiado. Sin embargo, Andrés,
Ayman y Dani continuaban discutiendo sobre los diversos materiales, integrantes de
la futura e.unidad didáctica explicativa de la técnica asociativo-decisional de la PF.
Trabajaban a contrarreloj pues, antes de ponerla a prueba con los asistentes al encuentro interuniversitario que estaba a punto de comenzar, debían presentarla al
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grupo por la mañana. Estaban acabando, pero ya que apareció por allí qué mejor
ocasión para explicarle brevemente cómo avanzaba el trabajo.
Una vez que terminó de enviarle un mensaje al móvil para avisarle que deseaba hablar con él por Skype, se sentó con ellos haciendo de tripas corazón pues en
una noche así le daba una higa la participación fraccionada.
—Atiende, jefe, nos hemos decantado por la opción de elaborar tres textos independientes. El primero sería la pre-ediacción de la e-unidad didáctica propiamente
dicha.
—¿Pre-ediacción, Dani?
—O ediacción pendiente del desarrollo de Wikiacción. Es decir, un texto que incorpora alfaflechas y opeefes que sólo podrán ser activadas por el lector cuando, con
su ayuda, desarrollemos plenamente Wikiacción y la subamos definitivamente a Internet.
—Dinos qué te parece el título que proponemos.
—Adelante, Ayman.
—De pasota a implicado@... Un viaje en el tiempo, seguido del subtítulo En
torno al modelo de participación fraccionada y de una escueta aclaración: Apuntes
para involucrarse, individual o colectivamente, en una gobernanza sostenible en el
horizonte del ejercicio directo y global de la participación política.
—Original y llamativo. Puede que un poco largo, pero completo. Me gusta.
—El segundo —prosiguió Dani— sería la edición, que no pre-ediacción, ni
ediacción, de un texto, que no e-texto, concentrado en una treintena de folios, que
llevaría por título El retorno de Arquímedes o el poder de la imaginación a la calle,
seguido del subtítulo La participación fraccionada: una técnica asociativo-decisional
para un activismo político inédito.
—Ya veo que Andrés se ha salido con la suya y ha metido en nuestro proyecto
a uno de sus amigos más ingeniosos.
—Y lo más importante: lo ha traducido al inglés.
—¡Qué menos!
—Y el tercero consistiría en una e.síntesis de la e.unidad didáctica, de apenas
un folio que llevaría por título Ciudadanía versus ecociudadanía.
Como ves, se
trata de textos con niveles decrecientes de complejidad y detalle.
—Eso está muy bien. Y, ahora, si habéis acabado…
—Aguarda un poco, que queremos que veas cómo ha quedado el índice general de la e.UD. Comenzaría con una breve introducción bajo el epígrafe Antes de comenzar que tanto te gusta; a continuación la guía de estudio; la síntesis general
mencionada; el tan traído y llevado introductor lógico. En este punto daremos dos
opciones: una muy extensa que no será otra que vuestra novela Noticia de un amanecer fugaz que, por cierto ¿cómo marcha?
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—Eso, Dani, tendrás que preguntárselo a tu amiga del alma que puede que
acabe en una mazmorra africana si prosigue con sus pesquisas.
—Te aseguro que no suelta prenda. Sigo: y una versión reducida que únicamente incluirá los diversos textos que hemos debatido en grupo sobre los tres grandes
temas que acordamos. A saber: el complejo proceso de la creatividad humana, el presente y el futuro de la democracia y el federalismo y las expectativas del modelo energético que, por supuesto, incluirá el vídeo que Aicha y yo os presentamos en Atacames. Luego, el núcleo de la exposición del modelo, en su doble vertiente teórica y
práctica, seguida de las principales conclusiones generales. Y, por fin, los diversos recursos anexos: el glosario completo de la PF
que hemos elaborado a partir del
e.vocabulario antiguo,
los textos complementarios que hemos seleccionado, ejemplos de propuestas de actividades de ecocivemovilidad y múltiples ejercicios prácticos
asociados a Wikiacción.
—Sin olvidar, por supuesto, incluir al comienzo —añadió Andrés— un pequeño
recuadro con los símbolos de los e-recursos disponibles, en concreto los alusivos a
fotos, galerías de fotografías, vídeos, programas de radio, presentaciones power
point, melodías, documentos, enlaces a páginas electrónicas, etc.
—Muy bien muchachos, os felicito. ¡Ojo con quedarse dormido! que mañana
volvemos a tener trabajo. Buenas noches.
En Ayamonte eran las diez de la mañana. Paco, que cogía coquinas en la bajamar de Isla Canela, mayormente para matar la monotonía de una jubilación forzosa
tan alejado del ambiente en el que había vivido desde los veinte años, sacudió la arena de las manos y leyó el mensaje que acababa de recibir en su comunicador. Álvaro
le comunicaba que tenía que proponerle un asunto que podría devolverle a África y le
rogaba que se conectase a Internet para poder hablar detenidamente. Éste, sin acabar de creérselo, caminó hacia la joven regordeta afanada en la misma cosecha, a la
que había echado el ojo hacía rato —a Paco le pirraban las mujeres rollizas hasta el
punto que, cuando se topaba con alguna, no podía reprimir que se le escapase un
¡Ah, compañera, yo contigo acababa de criarme! pronunciado con ese pastoso deje
guineano que imitaba tan bien— y le regaló el buen puñado de moluscos que ya mediaban su botella de plástico. Subió a su Twingo azul y recorrió intrigado la escasa
distancia que le separaba de su casa. Comprobó que Trini había salido, encendió su
portátil, abrió el Skype y no tardó en recibir la llamada que esperaba. Escuchó atentamente el minucioso relato de la escabrosa misión que le había caído en suerte y se
limitó a responder lo que Álvaro ya sabía de antemano: cuando ella diga, pero recuérdale que, aunque yo no sea un tipo exigente, Libreville es una ciudad muy cara.
A la media hora ya había trazado un plan y confeccionado un más que ajustado
presupuesto de gastos para una semana de trabajo que se apresuró a enviar a Álvaro. El montante a percibir por mi gestión —le indicaba en su mensaje— lo dejo en tus
manos. Y convencido de que, como no hay dos sin tres, la regordeta le estaría esperando, regresó a la playa, ahora en bicicleta, más contento que unas pascuas.
Dado que el vuelo de José Carlos, Juanjo y las primas a Quito no salía de Macas hasta última hora de la tarde, Álvaro se había hecho a la idea de recuperar su
frustrada despedida de Ágata en él siempre placentero rato de la siesta, pero la caprichosa mulata compareció en su cabaña al alba y, sin darle tiempo a reaccionar, se
metió en su cama. La dificultad estaba en que ella no había vuelto para que él le contase la conversación con Paco y él se quedaría dormido si ella continuaba insisti
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