UNA VIDA PARA EL EVANGELIO El ímpetu evangelizador de San Antonio María Gianelli y su actualidad Diego Coletti Ediciones gianellinas Traducido del original italiano “UNA VITA PER IL VANGELO” de Mons. Diego Coletti (1997) por la Hna. Ma. de la Paz Rausch (2007) PRESENTACIÓN Una jornada tipo en la vida de Antonio María Gianelli a fines de noviembre de 1837; luego la identificación de las líneas esenciales de su ministerio sacerdotal y episcopal Estas son las dos partes de la reflexión que Mons. Diego Colettti nos regala con este escrito sobre la vida de este gran Obispo. La jornada-tipo, está colocada al final de una de las tantas misiones al pueblo que Mons. Gianelli Arcipreste de Chiávari había predicado, precisamente en vísperas de su nombramiento corno Obispo de Bobbio. La opción y el encuadre de trabajo es óptima. Primeramente porque, para comprender de veras a Gianelli, es necesario verlo en el trabajo del anuncio del Evangelio, es necesario tomar conciencia de la magnitud del empeño, de las energías que puso en esta obra, es necesario verlo, incapaz de ahorrarse, dedicado incansablemente al doble ministerio del púlpito y del confesionario Antes de querer comprender las motivaciones de esta opción, es necesario apreciar el celo, la generosidad, la dedicación a la propia misión de este “hombre de hierro", como se lo llamó. Y el trabajo no le faltaba; había toda una sociedad para reevangelizar- después de la profunda crisis religiosa provocado por el iluminismo y por los reflejos de la revolución francesa. Gianelli se empeñó con todo su corazón y su entusiasmo en esta tarea. La segunda parte quiere evidenciar las líneas de fuerza de compromiso del Santo. Gianelli no sólo fue un generoso; fue, sobre todo, un agudo lector de la situación religiosa de su tiempo y un inteligente pastor, capaz de responder a los problemas efectivos de su gente. Esto incita a Mons. Coletti, a buscar las semejanzas y las diferencias de la Iglesia de hoy con la problemática entonces dominante. Esta es la clave para leer la vida de Gianelli no sólo en una perspectiva histórica, sino también corno un llamamiento dirigido a nosotros. Subrayaría, sobre todo, algunas dimensiones de este empeño. Ante todo, el coraje de confrontarse con la cultura "adversaria" sin timidez y sin cerrazón mental. Gianelli está convencido de que la fe tiene su razonabilidad propia y que, por consiguiente, puede coexistir con una actitud leal en relación del mundo y de sus ideas. De lo que la Iglesia tiene necesidad, no es de una mente cerrada, aparentemente segura de sí, pero en realidad atemorizada ante la cultura mundana, es más bien, una confrontación, jugado a nivel intelectual, o mejor aún, jugada en la capacidad de dedicarse concretamente al bien de las personas. El empeño pastoral de Gianelli será, desde este punto de vista, un modelo de equilibrio y de apertura. A esto añádase, como precioso descubrimiento, la atención del Santo a las relaciones concretas con las personas, la capacidad de amar con sinceridad y pureza de corazón. Nace de todo esto, como una fotografía del santo, una figura capaz de interrogamos también a nosotros y nuestro ministerio. El futuro de la Iglesia, ante un desafío como el que está afrontando el occidente cristiano, depende de gente que sea como Gianelli, apasionada por el Evangelio, consagrada al ministerio, que sepa encontrar, en relación al inundo, una actitud leal, respetuosa y rica de amor. Gracias, a Mons. Coletti que nos toma de la mano y nos guía a explorar la vida y la mentalidad de San Antonio María Gianelli. De este modo nos ofrece la oportunidad de hacer una fecunda meditación y un igualmente fecundo examen de conciencia. Sea ésta, aparte de la antigua amistad, la justificación de esta presentación que quisiera ser afectuosa y reconocida. Luciano Monari Obispo de Piacenza-Bobbio 1. LAS CINCO DE LA MAÑANA PRIMERA PARTE El coraje y el riesgo de una opción por el servicio del Reino de Dios Esbozo de una medio día decisivo Fracción de Ginestra: Un puñado de casas situadas al reparo de la colina; en frente al valle surcado por los torrentes que descienden de los Apeninos. A sus espaldas, más allá de la línea que marca la divisoria de las aguas de punta Manara, se divisa el mar. Desde las casas más altas, mirando hacia la izquierda de quien sube, se puede llegar a ver la playa del pueblo de Riva, pequeño conglomerado de casas de pescadores y huertos, logrado con cansancio y esfuerzo, sobre el fondo húmedo y pantanoso de la desembocadura del Gromolo. Quienes están mejor son los afortunados campesinos de la favorecida Trigoso, emplazada sobre la colina frente a Ginestra, a lo largo de la antigua vía Aurelia, que se articula en largas curvas, subiendo hacia La Spezia a través del paso del Bracco. En Ginestra, desde algunas semanas, se nota un insólito movimiento de personas, un festivo y prolongado repicar de las campanas, más frecuente que lo habitual, un amontonarse de gente alrededor de la Iglesia principal, dedicada a San Bartolomé. Hay una misión. Quiere decir que un pequeño grupo de predicadores se estableció en el pueblo. La misión llama a los fieles a concentrarse desde las primeras horas de la mañana y luego, para la gran predicación de la tarde, para las procesiones penitenciales, para las confesiones generales. Los "misioneros", día y noche están a disposición para escuchar, aconsejar, absolver, reconciliar... Corre el año 1837. La misión comenzó el 5 de noviembre. Estamos a fines de mes y aún la misión continúa. En iglesias y capillas sucursales se dieron verdaderos Ejercicios Espirituales populares, con buena participación de la gente, sobre todo cuando se sabe que la predicación está confiada al Arcipreste de Chiávari, el Reverendo Monseñor Antonio María Gianelli. Está por comenzar el último día de la misión. La noche ha pasado fría y monótona, como ocurre a veces en el otoño tardío en Riviera. El fuego de la noche se ha apagado pronto, dejando lugar al silencio y al frío. Las nubes, apenas visibles a las primeras horas de la mañana, todavía envuelta en la oscuridad, se desplazan a poca altura, sin convertirse en lluvia, empujadas por un viento caluroso, que mezcla la humedad con una extraña sensación de sofocación o falta de aire. Con estas condiciones climáticas, no sería raro que cualquiera se despertara con una sensación de malestar indefinido. El arcipreste de Chiávari tenía otros motivos, que no eran los climáticos, pera despertar preocupado. La noche anterior, literalmente se había desplomado sobre el lecho, al término de una jornada de misión de las más largas y agobiantes. Y sin embargo tardó en conciliar el sueño: no sólo por la incomodidad y la pobreza del lugar - a esto estaba habituado después de haber predicado tantas misiones en los distintos pueblos perdidos por los Apeninos - y tampoco solamente por el cansando acumulado en aquellas semanas de intenso trabajo apostólico. Su inquietud hunde sus raíces en un asunto mucho más serio, que se le manifestó justamente algunos días antes con la llegada de una carta que le había sido mandada de con todas las señales de que se trataba de una cuestión importante: estampillado, membrete y sellos, cosa que había persuadido al sobrino Santiago, estrecho y fiel colaborador suyo, a no esperar el regreso del Arcipreste. Esta carta puso a Gianelli ante la imposibilidad de escapar a una opción que, desde hacía un tiempo, ocupaba su oración y su discernimiento y que él esperaba poder eludir. Ahora se despertó antes de la salida del sol. Mientras se levanta y se arrodilla, según una costumbre adquirida desde niño, para hacer una breve, pero intensa oración de ofrecimiento de la jornada, muchos son los pensamientos que se agolpan y pasan por su mente, como ansiosos por recuperar el tiempo perdido en el olvido del breve e inquieto sueño. Tratemos de conocer mejor a este sacerdote. Es un hombre de 48 años, sacerdote desde 1813. Desde hace 11 años es el responsable de la atención pastoral de Chiávarí - pequeña ciudad de la Riviera distante una decena de kilómetros de Ginestra - y de su jurisdicción. Chiávarí y su territorio, en efecto, formaba parte por aquel entonces de la Diócesis de Génova, pero gozaba de una cierta autonomía. El Arcipreste era vicario del Cardenal Arzobispo de Génova, para toda la zona, bastante distante de la capital; por este motivo ejercitaba algunas funciones especiales y, entre otras cosas, fue invitado a dar vida a un Seminario propio, para cultivar en el lugar, las vocaciones sacerdotales. No le faltaban, por lo tanto, ni ocupaciones, ni preocupaciones. No obstante esto, no se conforma con haber ya trabajado bastante. Está al frente de un pequeño grupo de sacerdotes, (los ha asociado entre ellos y con él, bajo el nombre de Misioneros Ligorianos, por el gran santo Alfonso María de Ligorio), y se somete frecuentemente a las fatigas de las misiones al pueblo. Un compromiso que por días y semanas, no dejaba un momento de respiro y exigía del predicador una dedicación y una disponibilidad a toda prueba. La misión de Ginestra fue precedida por decenas de otras misiones. Antonio, joven profesor de retórica en el Seminario de Génova, se había inscripto en la Sociedad de los Misioneros Rurales, empeñando en esta fatiga apostólica, casi todos los espacios libres de su deber de profesor y de educador del Seminario Arquidiocesano. Con esta mañana de noviembre se abre la última jornada de misión. El pueblo respondió bien. Muchas de las llagas abiertas por el paso "de los franceses» y de su propaganda adversa a la Iglesia, se fueron cicatrizando lentamente. Muchas conciencias se renovaron y se abrieron nuevamente a la luz de la fe; algunas situaciones dudosas se esclarecieron, y finalmente se hizo la paz; hay quien ha encontrado serenidad y coraje para hacer el bien; muchos se acercaron a los Sacramentos y descubrieron en ellos fuerza y dulzura. El último día: las últimas fatigas de la solemne celebración de clausura, la última predicación, las recomendaciones para la perseverancia, la bendición papal, los saludos… Antonio termina las oraciones a los pies del lecho, se sacude de encima los pensamientos que lo atormentan y se prepara rápidamente, para los compromisos que lo esperan: no desayuna porque el ayuno eucarístico no lo consiente, y se dirige a la Iglesia, bien temprano para poderse ganar media hora de soledad, antes que los devotos más madrugadores vengan a asediar el confesionario. Y allí delante del Tabernáculo retorna el coloquio con su Señor, tantas veces interrumpido por el trabajo misionero y siempre tenazmente recomenzado. comunicaba oficialmente la noticia de que, a propuesta del Rey Carlos Alberto, al que la Santa Sede había reconocido por aquellos años la facultad de proponer candidatos para el episcopado, se estaba preparando su nombramiento como Obispo de Bobbio. La abre y la despliega delante de sí, sobre el reclinatorio, como para compartir, una vez más la lectura de la misma con el Señor. Se trata de la última e inequívoca comunicación, después de haber recibido otras indicaciones informales y otras propuestas por parte de las autoridades civiles, como también por parte de algunos eclesiásticos. El Arcipreste de Chiávarí había hecho presente sus dificultades, había tratado de todos los modos que consideraba lícitos, alejar de sí la atención del Rey y del Arzobispo de Génova. Pero esta última carta, tan solemne y, que en cierto modo sonaba a “ultimátum”, le hace comprender que sus dificultades no persuadieron a sus interlocutores. Sólo una oposición muy firme y resuelta podría, a este punto, producir algún efecto. Sólo una llamada directa al Santo Padre y a su facultad de oponerse al nombramiento, podría cambiar el curso de los acontecimientos. ¿Qué hacer? 2. LAS SEIS DE LA MAÑANA ¿Qué debo hacer, Señor*? Gianelli está madurando una decisión muy grave para su futuro: en la carta recibida en los primeros días de la misión, se le Antonio se encuentra en una situación que no le hace fácil el discernimiento y, una vez más, en esta fría mañana de Noviembre, habla de esto con el Señor, inmerso en la oración. En Chiavari había comenzado en pleno su programa pastoral; el Seminario recién se está encaminando y necesita todavía de mucha atención, la misma Congregación de los Misioneros Ligorianos tendría necesidad de la continuidad de su presencia y de su guía. Un tormento particular le procuraba la idea de tener que alejarse de la naciente obra del Conservatorio para las niñas," y de la pequeña Fraternidad de las Hijas de María, que él había susci- tado para el servicio de la caridad, y que estaba delicadamente formando para la vida apostólica, con la mirada puesta más allá de los confines de la ciudad y del vecindario, hacia los campos maduros, que esperan el trabajo de un fecundo apostolado. Gianelli recuerda que, fue precisamente en oportunidad de hacer una visita al Hospicio de Chiávari, con ocasión de la amenaza de una epidemia, durante el mes de Agosto de aquel mismo año, que el Rey Carlos Alberto lo había conocido personalmente. Tal vez justamente en aquella circunstancia había madurado en el Soberano la idea de confiar a este joven sacerdote la atención de una Diócesis como la de Bobbio. En efecto, la Diócesis de San Columbano, era terreno difícil e impracticable. Ilustre por su historia y por la riqueza de las tradiciones que custodiaba en su vasto territorio, Bobbio se había convertido en una Diócesis que requería mucho trabajo y atención; se podría decir, en un sentido verdadero y concreto, era una Diócesis "de misión", no tanto por las condiciones físicas de un territorio montañoso, con muchos pequeños centros habitados, frecuentemente aislados y encerrados en sí mismos, sino, sobre todo, por las condiciones miserables del clero y de las comunidades parroquiales, que estaban sufriendo más de lo que sufrían la población y el clero de Chiávari, once años atrás, cuando llegó el nuevo Arcipreste, como consecuencia de la desorientación y del abandono causadas por la apenas pasada "era de las luces" francesa, primeramente revolucionadas y después napoleónico- imperial. La Diócesis de Bobbio había sido suprimida por el gobierno napoleónico a principios del siglo. Por quince años todo fue dejado al abandonado: las Iglesias cerradas y muchas de ellas confiscadas; confiscados los bienes de los institutos religiosos, expulsados o suspendidos; impedida toda actividad educativa y de evangelización fuera de las poquísimas Iglesias que permanecían en funcionamiento; prohibida toda manifestación pública de fe y de culto; cerrado el seminario y difundidas, a manos llenas, las "luces" de la cultura revolucionaria. El Obispo, al cual le había sido confiado el renacimiento de la diócesis después de 1817, había visto malograda su tentativa de dar impulso a la vida cristiana, a causa de la oposición y del mal testimonio de un grupo de sacerdotes venidos de fuera, y por él indiscriminadamente acogidos en la Diócesis, los cuales, por ignorancia y por mala conducta, no habían hecho más que agravar los males. Después siguieron dos años de sede vacante. Sigue después un breve episcopado que apenas tuvo tiempo de encausar algunos de los daños más graves. Después otros dos años de sede vacante... Esta era la situación, ciertamente poco halagadora y entusiasmante. Para un temple como el de Antonio, todas estas noticias sobre el estado penoso de la diócesis, no fueron capaces de producir ni un mínimo pensamiento de repulsión, sino más bien encendían su ímpetu misionero y el deseo de dedicarse de cuerpo y alma a este servicio. Los problemas que se planteaba eran otros: ¿estaré a la altura de esta misión? -¿Tendré energías suficientes o no será tal vez arriesgado aceptar una responsabilidad a la que otros han respondido negativamente? -¿Quién soy yo para presumir de mí mismo hasta este punto? Por otra parte: dejar Chiávari, mi clero y la pequeña escuadra de "misioneros "...; ¿qué será del seminario que recién da los primeros pasos... y de la naciente comunidad de las Hijas de María del Huerto...? El tiempo corría veloz mientras estos pensamientos, hechos ya habituales, se acumulaban y se desplazaban por la mente de Antonio. Algún penitente madrugador había llegado a la Iglesia acercándose al confesionario, esperaba que el misionero se dispusiera a administrar el sacramento. El Arcipreste de Chiávarí se entretiene todavía algunos minutos en la oración: está librando un combate entre la percepción de la importancia del delicado trabajo que está realizando y que, por consiguiente no querría interrumpir, y su innata disponibilidad a obedecer e ir donde la Iglesia lo man- daba y donde había que hacer el bien, sin dejarse detener por una prudencia demasiado humana que podría desembocar en el temor o en la pusilanimidad. ¿Cuál es la voluntad del Señor? ¿Dónde está la obediencia cristiana del apóstol?; ¿debe él tentar una última tenaz oposición, acudiendo a la autoridad del Papa? ¿0 debe dejar que la nómina, ya madurada, siga su curso? ¿De qué parte está la gloria de Dios y el bien de la Iglesia? ¿En qué dirección debe orientar el deseo de amar más, de vivir una de más intensa y generosa caridad pastoral, de dedicarse con más fruto y con una más radical negación de sí a la misión que el Señor está por confiar a su siervo? Mientras dobla cuidadosamente la carta, la coloca nuevamente en el bolsillo de la sotana y se pone de pie para entrar en el confesionario, Antonio piensa que, en todo caso, una cosa puede ofrecer al Señor: su perseverancia en las misiones. La preocupación y las angustias de una opción tan difícil no le han impedido llevar a término su deber de misionero. También la noche anterior, después de una predicación agotadora, ante un auditorio extraordinariamente numeroso, había tenido que poner remedio a una mal entendida compasión de sus hermanos hacia él. Para evitarle una ulterior fatiga, los misioneros habían tratado de alejar una fila de penitentes que no se resignaba a irse a casa sin confesarse, aunque la noche ya estaba avanzada. Se dio cuenta a tiempo y corrió hacía el confesionario, ignorando los consejos de los misioneros, llamándoles luego la atención de una manera cordial. Y después de volver a casa, había permanecido despierto mucho tiempo para ordenar las ideas y para dedicarse finalmente a un momento de sueño mas prolongado, sumergido en el beneficioso silencio de la noche. Después se había acostado buscando conciliar un sueño difícil... Es su estilo normal: en misión no se reposa, y se debe estar pronto a superar cualquier disgusto personal para no comprometer el éxito de la misión. Antonio, a pesar del tormento de su problema personal, no se ha detenido, no ha interrumpido el trabajo. No ha dejado solos a sus hermanos, para llevar adelante la misión. Habría podido hacerlo, pero ha preferido perseverar, sin hacer pesar sobre los otros la dificultad de aquel momento. Esperaba que ninguno se haya dado cuenta, que su humor no haya pesado sobre la comunidad de los misioneros empeñados en el duro trabajo apostólico... Y se acuerda que ya en otra oportunidad le había sucedido perseverar la misión, sin miramientos para sí mismo y para sus sentimientos más queridos. En el verano de 1827 se encontraba predicando la misión en Cuarto, Génova, cuando le llegó la noticia del agravamiento de la enfermedad de su padre. Tampoco entonces había interrumpido la misión. Había sólo esperado poder ir a su pueblo natal, para visitar a su padre, al concluir su trabajo apostólico. Pero muy pronto le llegó la noticia de su muerte. Y él, el mismo día, subió igualmente al púlpito a predicar: "... como si no hubiera recibido ninguna noticia funesta". Así había escrito su sobrino Santiago, que sabía muy bien, cuán tierno era su corazón y podía imaginarse la profundidad del dolor que lo había atravesado. 3. LAS SIETE DE LA MAÑANA. Entre una confesión y otra, Antonio se acuerda de sus padres. Gente sencilla y pura, montañeses y campesinos, que por él habían afrontado increíbles sacrificios para costear sus estudios y favorecer su vocación sacerdotal, renunciando al aporte precioso de dos jóvenes brazos para llevar adelante el trabajo difícil y a veces estéril de los campos de montaña. Nuestros queridos difuntos nos siguen e interceden por nosotros: Antonio se confía a papá Santiago y a mamá María con la misma confianza con la que haba vivido su niñez y adolescencia, hasta los 18 años, dócil y servicial, edificado por el testimonio digno y coherente de vida cristiana de sus padres, junto a sus dos hermanos y a sus dos hermanas. Se recuerdaba pequeño, de diez, doce años, mientras recorría a pie, cada día, a pesar del tiempo y sus inclemencias, en toda estación del año, el angosto sendero que conducía desde el pequeño pueblo de Cerreta, donde había nacido, hasta Castello, para frecuentar un buen párroco que, por falta de escuelas públicas, acogía a los hijos de los campesinos y les enseñaba las primeras nociones de la cultura humana. Papá Santiago, habría preferido tenerlo a su lado en el campo, para realizar pequeños trabajos adecuados a su edad; pero con gusto había adherido a su deseo y al de mamá María. ¡Cuántos sacrificios en aquellos años! Cuántas noches pasadas delante del hogar para arrancar del fuego aquel poco de luz que le permitiera terminar las tareas sin consumir las velas que, eran demasiado caras para la humilde economía familiar. En tanto, en la pequeña Iglesia de Ginestra, se suceden los penitentes. Gente sencilla y transparente, tocada en lo más intimo por la catequesis y por las prédicas de la misión. ¡Cuánto aprende en el confesionario el sacerdote que confiesa y escucha con el corazón y acoge con fraterna simpatía el torrente de dolor, fatiga, dedicación humilde y oculta, que brota de las vivencias de tanta gente pequeña y anónima. Antonio se da cuenta una vez más que está espontáneamente comparando su propia vida y la difícil opción que tiene por delante, con todo lo que llega a comprender de la experiencia de fe y de amor de aquellos que se acercan a la confesión. ¿Qué cosa elegiría si estuviese en su lugar, esta mujer que consume los años más bellos de su madurez al lado de un marido conflictivo y violento, y es capaz de permanecerle fiel, en silencio, por amor a él y por amor a sus hijos, y viene incluso a confesar sus arrebatos de impaciencia y las oscuras resistencias de su amor propio? 0 bien ¿este joven operario de los astilleros navales que resiste a las presiones anticlericales de sus compañeros, aún exaltados por la experiencia revolucionada, corriendo incluso el riesgo de ser aislado y excluido de la estima de los demás, pero que aún así no se avergüenza de sobrellevar en su vida la humillación que sufrió Cristo? ¿Qué cosa le sugiere al confesor el testimonio silencioso de esta persona anciana, doblada en dos por una vida de servicio y de fatigas, llena de achaques, que no gasta una palabra para lamentarse o compadecerse a sí misma, pero encuentra la fuerza para confesar su poco amor a Dios, su oración distraída, su falta de caridad?... Viene a confesarse una joven; por la tonalidad de la voz Antonio piensa que debe ser aún muy joven, menos de veinte años. Con una lucidez sorprendente para su edad, va directamente al grano. Se siente llamada a la vida religiosa. Ha esperado el final de la misión porque ha querido pedirle a Dios que la iluminara en el transcurso de aquellos días de oración más intensa y de escucha. Y ahora, después de haber confesado algunas pequeñas imperfecciones, que revelan una poco común delicadeza de conciencia, expone al confesor el dilema en el cual se encuentra: por una parte la llamada del Señor se hace sentir siempre más fuerte, adquiriendo características de una cierta urgencia. Por otro lado se encuentra inmersa en una situación familiar particularmente dolorosa: el papá había muerto en un naufragio dos años atrás. Desde aquel momento su madre está destruida bajo el peso del dolor y no es capaz ni siquiera de valerse por sí misma, como tampoco estar detrás de los otros cuatro hijos, el último de tres años, que ahora se apega a su hermana mayor, que improvisamente se ha convertido en el eje alrededor del cual gira toda la casa. Tanto más que su modesto trabajo de empleada en una fábrica de redes en Riva Trígoso, es el único sustento seguro para todos. Parientes no tienen y necesita frecuentemente recurrir a la caridad de los vecinos y a la paciencia de los comerciantes. ¿Qué hacer? La joven ha comprendido que en esas circunstancias, el Señor parece pedirle afrontar un sacrificio mayor: se trata de hacer holocausto de la propia vocación y de servir con amor allí donde urge la necesidad y su presencia es insustituible, y hacerlo con alegre fidelidad, sin hacer pesar sobre su madre o sobre esas pequeñas criaturas que le llenan la vida, sin ser una familia nacida de ella, el peso del sacrificio. Al confesor no le queda nada más que confirmar y exhortar a la joven a cumplir el esfuerzo supremo de transformar la situación en que vive, en agradecimiento y alabanza al Señor, por la calidad y la intensidad del amor que le viene pedido por las circunstancias. En tanto su pensamiento corre a aquel pequeño grupo de jóvenes mujeres que han comenzado a atender a las huérfanas del Hospicio de Chiávari, muchas de las cuales están ya encaminadas a una verdadera consagración religiosa. Hace casi ocho años que la aventura cristiana de estas mujeres ha comenzado. Las ha recogido en una casa, ha hecho de las primeras trece, una "perfectísima comunidad, expresión que algunos criticaron, pero que él había reafirmado para subrayar la importancia decisiva del testimonio de amor fraterno, que el Señor parecía pedir a aquellas que dedican su vida a Él, al anuncio de su Evangelio y a la asistencia y educación de las jóvenes más pobres y desgraciadas. Mientras recita la fórmula de la absolución sacramental sobre esta joven, una "vocación" que parece escapársele, no puede hacer a menos que admirar una vez más el profundo sentido cristiano de su gente, la sorprendente capacidad de orientarse a la luz del Evangelio, aún en las situaciones más complejas. ¡Cuántas veces ha experimentado este don confesando o dirigiendo espiritualmente a las primeras "Hijas de María del Huerto ", como ha comenzado a llamarlas en una carta al inicio del año! ¡Cuántas veces lo ha agradecido al Señor! Ve a través de la puerta del confesionario que la joven se levanta y se ubica en un banco donde se detiene a orar en un largo y fervoroso agradecimiento. Le envía una secreta bendición, cargada de afecto. Y se pregunta: ¿qué es lo que me falta para tener la misma docilidad y la misma lucidez, bajo la mirada del Señor? Poco falta para que Antonio comience a avergonzarse de la fatiga que advierte en sí mismo al tener que afrontar su problema. Se da cuenta que la opción es difícil. Pero sabe también que no puede ser dejada a los otros, ni puede ser ignorada o postergada. El alivio que recibe del ejemplo de estos "pequeños" hermanos y hermanas en la fe, de estos "penitentes" que probablemente son a los ojos de Dios mucho "más grandes” que él, lo estimula y lo alienta. La rápida y simple manera de encontrarse ellos con Dios, no lo desmoraliza, sino que lo alienta a seguir en la lucha. Le hace sentir la belleza de la vida cristiana y la necesidad del ministerio sacerdotal; le hace tocar con la mano los frutos de la dedicación al cuidado del pueblo de Dios de tantos sacerdotes, y él mismo y sus hermanos "misioneros", que predicando a esta gente sencilla, les mostraron la fuerza de la fe, la capacidad liberadora de la esperanza cristiana, y el secreto fecundo y vital del amor según el modelo enseñado por Jesús. Mientras sale del confesionario y se dirige hacia la sacristía a prepararse para la solemne celebración de la eucaristía, como cierre de la misión, Antonio piensa aún en su familia, en la escuela de virtud que en ella ha frecuentado, en la atmósfera cristiana que ha respirado hasta impregnarle la vida. Siente todavía a su lado a sus seres queridos, como tal vez sólo quien ha nacido y crecido en la montaña es capaz de sentir. ¿Qué cosa habría elegido su padre o su madre si hubiesen estado en su lugar? ¿Qué cosa les habría sugerido a ellos su fe tan pura y transparente, que tantas veces el pequeño Antonio había visto capaz de orientar sus decisiones personales y familiares? cia llegara a pecar, como soy capaz de hacer, no quiero desesperar jamás de vuestra misericordia”. Se ha dicho a sí mismo que debe tomar una decisión antes de la noche: recuerda a sus padres y se confía a su intersección y a su afecto. En efecto, este primer gesto de humildad y de confianza sugerido por la liturgia, le había traído siempre tanta consolación: el pensamiento de la propia fragilidad estaba se diluía en la certeza del perdón por parte de Dios. 4. LAS NUEVE DE LA MAÑANA. Cuando un sacerdote celebra la Misa, mientras que no sea por una costumbre o un deber ritual, (este no era el caso de Antonio) siempre sucede algo muy significativo. La Misa de aquel día reviste una particular importancia, tanto desde el punto de vista comunitario, como del íntimo tormento del celebrante. Es la Misa de clausura de la Misión, con gran concurrencia de fieles, y con la esperada bendición papal que corona el largo camino de conversión emprendido por la comunidad; y es la Misa celebrada en el día en que el que preside ha decidido formular en su interior, una respuesta a la voz de Dios, y que puede significar para él una respuesta comprometedora. Antonio se enfrenta una vez más con pensamiento de la propia fragilidad y de los propios pecados, mientras recita el "confiteor" y pide perdón al Señor, junto con la multitud que se ha reunido alrededor del altar. En una libreta espiritual en la que había anotado su reglamento de vida, había escrito algunos años antes: "Señor, hazme morir, si es de vuestro agrado, pero no permitáis que yo caiga en pecado. Pero declaro que, si por mi suma desgra- Cada preocupación se transformaba en consolación y cada deseo en confianza. También aquella mañana el don de la gracia llega puntual al corazón de Antonio. Después de las lecturas y de la homilía, otro momento de la liturgia eucarística le era particularmente querido: mientras levantaba el pan y el cáliz del vino en el gesto del ofertorio, Antonio tenía la costumbre de expresar un acto de donación de sí mismo a la voluntad de Dios. Unía aquel gesto a la oración que había decidido recitar cada mañana al despertar y que también al alba de aquel día había repetido a los pies de la cama: "Señor haz que yo os tenga siempre presente en mi espíritu. Tengo intención ¡oh Señor!, de unirme a vuestra divina voluntad, en todas las acciones de mi vida... Estoy resuelto a no hacer, no decir, no pensar cosa alguna que no sea según vuestra santísima voluntad; y si en alguna cosa me alejara, entiendo detestada ahora y para siempre". Sentía que estaba llamado a una profunda comunión con aquel pan y con aquel vino, que dentro de poco se convertirían en el signo real de la presencia de Dios mismo, en el gesto de amor y de dedicación incondicional de su Hijo sobre la Cruz. Celebrar la Eucaristía significaba, sobre todo para el sacerdote, conformarse a esta obediencia del Unigénito a la voluntad salvífica del Padre; era el momento en que se recibía el don siempre renovado del Espíritu: el único en grado de plasmar deseos y propósitos, programas y obras, según la voluntad de Dios sobre el modelo único del Hijo. Así la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo no se hacía nunca una costumbre aunque el gesto era cotidiano, porque Antonio vivía ese momento como la más profunda experiencia de cristiano y de Sacerdote. No deseaba otra cosa que entrar en una comunión siempre más profunda con su Señor, dejarse aferrar por su amor y hacer de tal modo que ese amor no encontrase obstáculos en algún pensamiento o deseo demasiado humano, relacionado con la lógica del egoísmo o de ventajas personales. También la gran opción de aquel día, también la decisión que quería madurar en aquella hora, debía pasar a través del misterio de una comunión profunda con el Espíritu de Jesús, para hacer con Él, por El y en Él, la voluntad del Padre. Y mientras distribuía decenas y decenas de comuniones al pueblo, Antonio se preguntaba como era posible que tantos sacerdotes perdieran el contacto, por superficialidad o por costumbre, con esta decisiva gracia de la celebración Eucarística. Muchas veces había tenido que constatarlo y se había dado cuenta de la devastación espiritual que seguía a esta desorientación. Inmediatamente el pensamiento se transformó en una oración de intercesión por estos sus hermanos, y en un gran sentido de gratitud al Señor por haberle permitido conservar fresca y lozana esta fuente de gracia en la propia vida sacerdotal. Con un gesto amplio y solemne de la mano impartió la bendición apostólica a la multitud y la despidió con la formula ritual. Vuelto a la sacristía, precedido por un grupo de monaguillos que no esperaron sacarse las vestiduras litúrgicas para volver a serr un ingobernable grupo de chiquillos llenos de la simpática vitalidad de la niñez, el Arcipreste de Chiávari, hizo una inclinación más profunda que la acostumbrada al crucifijo y se detuvo en oración, arrodillado en un ángulo, para dar gracias a su Señor. 5. LAS DIEZ DE LA MAÑANA. La celebración de la Santa Misa ha terminado hace poco. Hubo una gran afluencia de pueblo, una profunda devoción, incluso alguna lágrima de afecto y de consolación, cuando el "misionero" evocó la dulzura de la esperanza cristiana, la fuerza de la libertad de los hijos de Dios, que son capaces de amar por virtud de la gracia del Espíritu Santo, y la luminosa seguridad de la fe, que guía los pasos de los creyentes, en medio de las ilusiones y de los engaños del orgullo humano, en medio de las falsas seguridades de tantos discursos “racionales e iluministas". Esa fe capaz de orientarlos hacia una disponibilidad siempre más límpida y total a la voluntad de Dios, en las diversas circunstancia de la vida. La Misa concluyó con una gran procesión y con la bendición apostólica que los misioneros han impartido sobre una gran muchedumbre, que ahora lentamente se está dirigiendo a su casa, a través de las estrechas calles del barrio, dejandolentamente libre el atrio de la Iglesia. Una última mirada a la plaza y a continuación los misioneros, se dirigen a la sacristía para quitarse los ornamentos. Los espera un buen desayuno, después del cual tendrán tiempo para recoger sus cosas, hacer paquetes y preparase para volver a sus respectivas parroquias o residencias. Antonio reflexiona sobre aquello que recientemente dijo a la gente de Ginestra: ¡cuán importante es para el ministro del Evangelio no perder nunca de vista la experiencia concreta de la fe, sobre todo cuando ella atraviesa el momento de la fatiga y del discernimiento! En la predicación no hizo la más mínima referencia a la propia lucha interior, y sin embargo está seguro que si no se hubiese encontrado en aquella situación, el sermón habría sido distinto, tal vez más genérico, más deslucido y sin fuerza. Es verdad: la experiencia personal del sacerdote ejerce una influencia decisiva en su ministerio. Cuando su vida interior está impregnada de genuino espíritu evangélico, guía las palabras y los gestos y les da fuerza y vitalidad; y viceversa, cuando la vida interior del sacerdote es opaca, tranquila, sin fuerza interior, sin pasión por Cristo y por el Evangelio, también sus palabras y gestos se vuelven estériles y vacíos. Antonio puede constatar, una vez más, que los sufrimientos y angustias personales, cuando son aceptados con fe y vividos en la obediencia y en la búsqueda por cumplir en todo la voluntad de Díos, son el verdadero fermento del apostolado. La fatiga y la lucha interior de la decisión que lo está preocupando ya han producido buenos frutos en esta homilía brotada del corazón y justamente por este motivo tan eficaz para los corazones de los fieles. Antonio está desayunando e intercambiando opiniones con sus hermanos misioneros, cuando se siente que alguien llama a la puerta. Un misionero se levanta y abre. Aparece un hombre, alto, no muy joven, de rostro simpático y con una mirada límpida y serena y una abundante cabellera negra. Antonio se levanta de golpe y le sale al encuentro. «Santiago, ¿usted por aquí?; ¿qué novedades trae? ¿Cómo tan lejos de casa? ¿Cómo está Rosa, cómo están los niños? El hombre recibe con una sonrisa el abrazo cordial de Antonio e intercambian saludos. Después de algunas palabras de cortesía, con los demás misioneros, le da a entender a Antonio que ha venido para poder hablar con él privadamente. Con el pretexto de ir a recoger su ropa y prepararse para partir, los demás misioneros piden permiso y se retiran. El párroco de Ginestra le ofrece algo al huésped y después lo deja solo con Gianelli. Y así se encuentran, uno frente al otro, dos grandes amigos: el Arcipreste de Chiávarí y el Señor Santiago Sanguineti, casado y padre de cinco hijos, que desde hace mucho tiempo goza de la familiaridad de Antonio, de sus consejos, de su afectuosa y asidua guía espiritual. Se conocen ya desde los tiempos del ministerio Genovés y desde cuando Antonio fue enviado a Chiávari. Además de las frecuentes visitas, corre entre los dos, (o mejor, entre el Arcipreste y los siete Sanguineti), una intensa correspondencia epistolar. “Le he escrito una larga carta hace unos días, durante una breve pausa en mi trabajo durante la misión (y mientras Antonio dice esto, Santiago piensa que esta "pausa" no es más que una hora robada al sueño después de una jornada fatigosa) en respuesta al interrogatorio que usted me hacia a propósito de esa controversia en la cual se encuentra, a pesar suyo, implicado. Le he escrito que me parece que no sea la voluntad de Dios la elección de dejar las cosas y no ocuparse del litigio judicial. Es por el bien de la familia y sobre todo de sus hijos. Hay que tener una gran paciencia y tener el corazón libre de todo resentimiento personal y de deseos de revancha a toda costa. Si el éxito del conflicto está de su parte, lo tomaremos como un don de Dios; si es de otro modo, lo tomaremos como una cruz, y también como un don de Dios aun más precioso. Además tendremos la conciencia tranquila de haber hecho todo lo posible por proteger la justicia y el futuro de los hijos". Le agradezco, Antonio - dice Santiago - pero no he venido de Ginestra para solicitar su respuesta a mi problema, sino más bien para hacerle presente la mía y nuestra participación en el suyo! Tenía que llegar a La Spezia para un acto notarial y he decidido hacerlo hoy para poder encontrado aquí, antes de que termine la misión, con la esperanza de que usted me pueda dedicar algún momento de conversación. “¿Qué se sabe en Génova de mi problema? ¿Cuál problema? El rostro de Antonio se ha vuelto improvisamente más serio. ¡No me dirá que usted cree que la noticia de una llamada al episcopado pueda permanecer por mucho tiempo absolutamente reservada! No es comentario de pueblo, pero los amigos y conocidos más allegados están al corriente. Desde cuando su majestad el Rey ha recibido de la Santa Sede la autoridad de proponer los candidatos, la resolución Episcopal no logra permanecer reservada como debiera”. ¿Entonces se sabe que el Rey me quiere Obispo de Bobbio? Ciertamente. Y se sabe también que usted está oponiendo resistencia y ha presentado, tanto al Rey como al Cardenal Arzobispo de Génova, una larga serie de dificultades...” -" Creo que he cumplido con mi deber. Los Superiores deben saber de modo claro todos y cada uno de los particulares de una situación para estar en grado de hacer una buena y justa elección". "Antonio, no quiero interferir en su difícil discernimiento. No he venido aquí con esta intención. No me concierne darle consejos, no sería capaz. Quería solamente que usted supiese que Rosa, los chicos y yo estamos cerca suyo con la oración y pedimos al Señor que le dé luces para ver, en cuanto está en usted, la decisión justa a tomar. Pensamos que no debe ser un momento fácil para nuestro amigo el Arcipreste. Lo conocemos bastante para saber que las soluciones fáciles dictadas por la ambición del episcopado por un lado, o del temor de una cruz pesada como Bobbio por el otro, no podrán ser elecciones para usted. Rezamos en familia, pensando que en esos momentos difíciles, un sacerdote no tiene necesidad, especialmente de parte de los amigos, de tantas palabras o de sugerencias, que serían inevitablemente superficiales. Nosotros oramos: ¡el Espíritu Santo lo iluminará! Cuántas veces, piensa Antonio mientras escucha a su amigo, he encontrado en esta familia el clima justo de fe y el testimonio de una vida cristiana pura, que me eran necesarios para poder aclarar algún problema y encontrar el consuelo de una convergencia de valoraciones y de intereses. ¡LA AMISTAD ES VERDADERAMENTE UN DON GRANDISIMO E INSUSTITUBLE PARA EL MINISTERIO APOSTOLICO! ¡Cuántas veces yendo a visitar a la familia Sanguineti o leyendo sus cartas o respondiéndoles, le venía a la mente el cuadro delicioso de la relación fraterna y amigable entre San Pablo y los cónyuges Aquila y Priscila. Si el Espíritu Santo había guiado a San Lucas y a San Pablo a registrar con insistencia esta relación, su nacimiento y crecimiento, su benéfico influjo para el crecimiento y la consolidación del Evangelio, para la misión universal dirigida a los paganos, bien se podía confiar en el don de Dios que se realizaba en la vida de un pobre cura en una misión en Ginestra! "Le agradezco Santiago. Y quisiera que llevara mi agradecimiento a Rosa y a los niños. Su visita me ha traído una ayuda tan preciosa como inesperada. Todo lo que le puedo decir es que estoy a punto de tomar una decisión. Sabemos que, al final, la elección no depende de mí. Mi responsabilidad, que no puedo delegar a nadie, es sólo la de aclararme a mí mismo y a mis Superiores cual me parece ser la voluntad de Dios en las concretas y complejas circunstancias de mi vida presente y de mi ministerio. Debo expresar mi parecer con la máxima claridad posible y después esperar en paz las decisiones que me conciernen. Acompaña a Santiago, y mientras lo saluda y lo ayuda a subir al caballo que lo debe llevar a La Spezia, se sorprende pensando en Génova: en los amigos sacerdotes y laicos que ha dejado en la ciudad, desde que lo mandaron a Chiávari; en el Cardenal que siempre le ha demostrado estima, en el Seminario en que ha enseñado, en los Misioneros Rurales de los cuales siempre se siente miembro activo, y en cierta medida, responsable... Que diría toda esta gente si supiese... Pero Santiago le ha dicho que muchos saben. El parecer que más le llega es el del Arzobispo y tal parecer le es conocido. Antes de comenzar la misión en Ginestra, el Cardenal Tadini le ha escrito una larga carta en la cual le hace saber que su " gran elector", junto al Rey ha sido el Conde Solaro, hombre de confianza del Soberano al que consultaba, sobre todo, en materia religiosa, pasando por alto al Ministro de Asuntos Eclesiásticos, al que le correspondía, de por si, la propuesta de los candidatos al episcopado. El arzobispo de Génova ha trascripto en su carta algunos fragmentos de una misiva a él enviada por el Conde Solaro. Sus palabras se han fijado en la memoria de Antonio: "... He sometido a las soberanas determinaciones las dificultades presentadas por el Arcipreste de Chiávarí... Y su Majestad, las ha juzgado más bien provenientes de un espíritu de humildad.... Su deseo es que Vuestra Excelencia se disponga a hacerle aceptar, si es necesario con una orden, haciéndole observar que, en cuanto al proyecto de un instituto de misioneros, siendo Obispo, podrá continuar promoviéndolo más fácilmente". A esto el Conde Solaro había agregado de su parte : "Me parece acertado promoverlo al episcopado, al que deberían ser llamados siempre aquellos que lo rechazan, más bien que aquellos que lo ambicionan”. Antonio no tenía ninguna ambición personal; al contrario, consideraba que la ciudad de Chiávari, el Seminario, las Hijas de María y en particular el grupo de los Misioneros Ligorianos, apenas fundados, tenían aún necesidad de su presencia. Pero ¿no era este un pensamiento de orgullo, un creerse indispensable, un pensar que otros no habrían podido actuar como o mejor que él? Esta serie de dificultades ¿eran suficientes para resistir a las insistencias que venían, no sólo del Rey, sino también del Arzobispo, de cuyo presbiterio era miembro, y a quien había prometido " reverencia y obediencia"?. ¡Y ahora, después de la última carta enviada por su sobrino, las insistencias venían también de la Sede Apostólica! Mientras el caballo del amigo Santiago se veía cada vez más pequeño por el camino que desde Ginestra comienza a subir hacia el Paso del Bracco para llegar a La Spezia, Antonio lo saluda con un amplio gesto de la mano, y se encuentra de nuevo solo ante su Dios y su propia conciencia. 6. LAS ONCE DE LA MAÑANA. No le quedaba más que saludar al párroco, recoger su ropa y esperar el pequeño carruaje, que vendría de Chiávari conducido por su sobrino Santiago, para llevado a casa. Antonio pide, despertando admiración en su anfitrión, poder quedarse a solas en la Iglesia. Los otros misioneros, salvo aquellos dos a los cuales ha prometido llevar con él, salen de a uno, lentamente. Los encargados de la sacristía y las mujeres se apuran para ordenar la Iglesia después de la solemne celebración. Finalmente todo se tranquiliza y Antonio puede de nuevo sumergirse en el precioso silencio de la oración personal. Cuando el corazón rebalsa de pensamientos y sentimientos, el tiempo de la oración pasa velozmente; no debe abrirse fatigosamente el camino en medio de las distracciones y la aridez; el diálogo con el Señor brota espontáneo de la viva conciencia de la importancia del momento presente. Dentro de poco estará de nuevo de viaje hacia Chiávarí y no será un viaje largo: con una buena cabalgadura y sin forzar es posible llegar a casa en menos de una hora. Sin embargo este viaje le parece penoso. Antonio sabe que dentro de poco tendrá que dejar aquella que desde hace once años se ha convertido en su patria de adopción; tendría que decir adiós a su gente, al seminario fundado por él por encargo del Arzobispo de Génova, a sus colaboradoras del Conservatorio para niñas... En Bobbio le espera una situación difícil, por no decir al límite de la desolación: ¿Está bien obedecer? Lo que le es pedido ¿es verdaderamente voluntad de Dios? La aceptación del encargo ¿no podría ser una elección imprudente, un poco temeraria? Cuando hizo el ingreso como Arcipreste de Chiavari, había dicho a la gente que le escuchaba 'yo siento que fui demasiado audaz, que mucho en mí confié, y siento más bien horror, antes que tener coraje para tal empresa". Cuánto más ahora, en este frío día de noviembre, le parece una excesiva confianza en sí mismo la hipótesis de aceptar ir como Obispo a Bobbio. No le queda más que confiarse a Dios: Si el nuevo destino viene de El, a través de la voz autorizada de la Iglesia, es suficiente para superar toda duda. No es posible continuar en la búsqueda. Las reflexiones que debían hacerse ya están hechas. La invocación, en este momento, brota insistente: "¿Qué debo hacer Señor? Pasan los minutos y los cuartos de hora; Antonio está casi sorprendido al escuchar el sonar de las campanas mientras dan las doce y suena el Angelus. 7. ¡ES MEDIO DÍA! ¿Qué debo, hacer Señor? Nada de especial querido Antonio. Al final todo se hace de una simplicidad desconcertante: sí aceptar la llamada al episcopado no es un sueño o un deseo, sino que corresponde a asumir una pesada cruz y un complicado servicio, tanto más en una sede descuidada y abandonada, sin ningún prestigio humano... - si la propuesta viene de la autoridad legítima y no ha sido promovida entre bambalinas... ; si las dificultades presentadas, "por cuanto reales y serías” no fueron juzgadas suficien- tes para justificar el cambio de parecer, entonces la voluntad de Dios es bastante clara. Es necesario solamente, de una vez y para siempre, disponerse a obedecer. Sin saber bien donde lo conducirá la obediencia y qué cosa implicará. La única cosa que interesa es saber que existen personas a quienes anunciarles el Evangelio, comunidades que tienen necesidad de un pastor, sacerdotes que esperan un padre y un amigo que los conforte, los oriente y, sí es necesario, los corrija y los llame a la alegría de su identidad y del apasionante ejercicio del ministerio. No hace falta saber otra cosa. No tienen que intervenir otras consideraciones dictadas por una prudencia demasiado humana. Las campanas todavía están anunciando las doce. En el horizonte de la fe pura, Antonio puede encontrar la fuerza para adherir, de modo transparente y límpido, a un proyecto que lo supera por todas partes: como cuando de muchacho ha dicho sí a la vocación sacerdotal, como cuando ha obedecido a las misiones a él confiadas por el Arzobispo de Génova, como cuando no se ha mostrado dudoso aceptar el difícil ministerio de Arcipreste de Chíávari, como cuando ha seguido el impulso del Espíritu dando vida a la comunidad de la Hijas de María o al Grupo de los Misioneros. Puede parecer extraño, pero esta es la experiencia constante de la búsqueda de la voluntad de Dios: de repente, en la oración, los problemas se simplifican y emerge con fuerza la claridad del llamado de Dios, más allá de toda duda razonable. Quien ha buscado, finalmente encuentra. A quien ha llamado, y ha permanecido constante e insistente en el pedido, se le abre la puerta de la verdad, y le es donado el coraje de la opción. La gracia permanece gracia, don gratuito de Dios. Pero la paciente búsqueda del discípulo ha consentido a su corazón abrirse y acoger en él, una sorprendente dulzura. Las campanas han terminado de anunciar el medio día, ahora anuncian el Angelus. “El Ángel del Señor anuncio a María... Antonio recita casi automáticamente la antigua oración de la Mañana. EPILOGO Se levanta del banco del fondo de la Iglesia desierta, donde ha permanecido arrodillado, casi sin darse cuenta del paso del tiempo, mientras hace la genuflexión, siente crecer dentro de sí una inmensa paz. "He aquí la esclava del Señor...» Santiago llegó. La carroza está pronta, los amigos misioneros esperan. La simplicidad del consenso, la inmediatez de la obediencia de fe, han encontrado en María la primera y sorprendente realización de la nueva y definitiva alianza entre Dios y la humanidad. También en Ginestra, en este opaco mes de noviembre de 1837, el buen Señor ha visitado a su siervo, y se ha repetido el milagro de la fecunda obediencia cristiana. Casi sin darse cuenta, terminado el Angelus, Antonio repite: “Se cumpla en mí lo que has dicho". “Y el Verbo se hizo carne..." El Hijo de Dios llama y manda a sus amigos para que el Milagro de su Encarnación se repita y se prolongue en el corazón de la Iglesia, también en la Iglesia de Bobbio... El arcipreste de Chiávari pide todavía algunos minutos de paciencia. Quiere dejar al párroco de Ginestra una nota, que ha decidido escribir a una religiosa, a la cual había pedido insistentemente acompañara con la oración la fatiga de estos días de ministerio. En las pocas líneas de la misiva le confía: “Durante la misión estuve ocupado en un gran asunto, del cual a esta hora habrás escuchado algún rumor. Quieren hacerme Obispo de Bobbio a toda costa. Yo he presentado todas las dificultades que el Señor me ha hecho conocer, pero parece que no bastan. Si el Sumo Pontífice no me rechaza, el Rey está decidido. No me ha parecido bien obstinarme en mi parecer, por no oponerme a la voluntad Divina: " Mientras enseño a obedecer, no conviene que yo desobedezca” La decisión está tomada, o mejor dicho: la voluntad de Dios es acogida en la obediencia. Por otros nueve años el Obispo de Bobbio continuará obedeciendo: a las necesidades de su grey, a las voces que invocan su presencia en las misiones populares, al querer divino que lo mueve a dedicarse sin reservas al ministerio. No se concederá pausas en el asiduo trabajo de la reforma de las costumbres, de la evangelización y de la guía de su pueblo, de la reforma del clero y de los religiosos... Hasta que, consumado por la fatiga y por el coraje con que sirvió a la Iglesia, morirá tras una larga enfermedad, lejos de la Diócesis y en soledad, el 7 de junio de 1846. Había escrito en su testamento: “Desde los primeros años de mí sacerdocio, uno de mis más constantes deseos fue el de morir pobre". En efecto, no fueron suficientes, al ya citado sobrino Santiago, que lo había seguido también a Bobbio, los dineros dejados por el Obispo para comprar un ataúd digno y para los gastos del funeral en Piacenza, donde Antonio María Gianelli había muerto. SEGUNDA PARTE Fue la Diócesis de Bobbio quien se encargó de los gastos, unos días después, cuando el cuerpo fue trasladado a la Diócesis, para los solemnes funerales y la sepultura. El amor por el bien hasta la pasión… Hasta morir en la brecha La nueva evangelización en el testimonio y en las enseñanzas de San Antonio María Gianelli No es fácil recoger el mensaje de una vida. Esto vale para toda existencia humana, pero es sobre todo el caso de aquellas obras maestras del Espíritu creador, que son las vidas de los Santos. En ellas la gracia de Dios ha derramado sus dones con profusión. Esto hace difícil reducir a pocos y claros elementos, el testimonio que podemos recoger y hacer muestro. Sin embargo, nunca se recurre en vano a la experiencia de las grandes personalidades cristianas que nos han precedido en el camino de la fe, gastando su vida en la obediencia al Señor y en el servicio a los hermanos. Sería necesario tener una profunda familiaridad con cada uno de los santos para hacer fructificar la riqueza de su ejemplo y traducirla en el hoy de nuestra vida. Pero a pesar de esto, también una primera aproximación a su obra y a su mensaje, aunque sea un tanto superficial, no dejarán de ofrecernos estímulos eficaces y saludables para emprender el camino de la conversión y de la santidad. Animados por esta afirmación, nos acercamos a la figura de S.A.Gianelli, para leer, por lo menos en parte, el mensaje que Dios imprimió en esta vida, para el bien de la Iglesia. Para lograrlo interrogaremos la vida del Santo y las condiciones de su tiempo, partiendo de un punto de vista preciso o mejor dicho, de una pregunta que tiene relación con un aspecto de la vida de la iglesia que el Santo Padre Juan Pablo II, propuso con frecuencia en su magisterio. Nos referimos al tema de la nueva evangelización. La pregunta podría estar dirigida directamente a S. A. Gianelli formulándola de esta manera: En las actuales circunstancias del mundo cristiano globalizado, tú Gianelli, ¿Qué podrías sugerir a la Iglesia, para que el Mensaje Cristiano sea más creíble y eficaz, en orden a la Nueva Evangelización? Tu experiencia de discípulo del Señor, de sacerdote y de Obispo, ¿puede sernos de utilidad a nosotros, cristianos de hoy, para acertar y hacer las opciones justas, individualizando las prioridades que debemos respetar para que se renueve la audacia del anuncio del Evangelio y se haga más eficaz la propuesta de seguir al Señor Jesús? La "novedad" que el Santo Padre auspicia en esta tarea Evangelizadora, encomendada por el mismo Jesús a la Iglesia y personalmente a cada bautizado, no se refiere al descubrimiento de una nueva doctrina, a nuevas verdades de la fe. Tiene que ver, por el contrario con los métodos, con la generosidad, con el entusiasmo, con el estilo de un servicio al evangelio que haga cada vez más persuasiva la invitación a hacerse discípulos del Señor. La verdad sobre Jesús se nos ha entregado de una vez para siempre ("Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre", Hebreos 13,8), pero su manifestación debe ser traducida y hecha comprensible y fascinante en el corazón de cada cultura y de todo pueblo, sin perder nada de su autenticidad, de modo que todos puedan sentir al Señor como interlocutor real de la propia vida, como un contemporáneo, como un hermano y un amigo que merece una confianza incondicional y una fidelidad radical. En una situación histórica y cultural diferente a la nuestra: ¿Cómo vivió y actuó Gianelli para que el Evangelio fuera anunciado con las características que indica Juan Pablo II para la Nueva Evangelización? ¿Es posible traducir su estilo y sus opciones espirituales y pastorales, en términos aplicables a la situación actual de la Iglesia, que vive en este mundo y participa, como es inevitable, de sus contradicciones y está acosada por las preguntas de sentido y de valor que angustian a toda persona humana? Dirijámonos a la vida y a los escritos de Gianelli, a los testimonios sobre él y a los estudios que otros, con amor y competencia, han hecho sobre su experiencia y sobre sus opciones pastorales, para recoger alguna respuesta a los interrogantes que fuimos planteando. 1. UN CRISTIANO Y SU TIEMPO San A. M. Gianelli nació y vivió en el amanecer de una situación cultural y social de la que nosotros vemos el ocaso bastante confuso. Teniendo en cuenta que la revolución Francesa señaló el inicio explosivo de la gran cultura iluminista que dominó, más o menos de un modo no contrastado, los últimos dos siglos de nuestra civilización, podemos recoger un primer dato interesante: Gianelli nace algunos días antes de la toma de la Bastilla, y mientras prueba a dar sus primeros pasos alrededor de su casa nativa de Cerreta. pequeña aldea perdida entre los Apeninos Lígures, en el vecino reino de Francia, transformado en República, se iban sucediendo trágicos acontecimientos que culminaron con la proclamación de la diosa razón, representada por una joven llevada en triunfo a la profanada Catedral de Nôtre Dame y la muerte de muchos Sacerdotes, guillotinados, fusilados o muertos de hambre durante la deportación hacia las Guayanas francesas. Citamos estos hechos negativos, no porque la revolución francesa pueda reducirse a sus aspectos negativos, a la época del terror y a sus extremismos de odio y violencia hacia la Iglesia. Ciertamente fue un fenómeno mucho más complejo y que no estuvo privado de grandes intuiciones, que serán reconocidas por todos en sus aspectos positivos, para el progreso de la humanidad. Hablamos de estos episodios de crueldad porque fueron tal vez los que mayormente impresionaron la fantasía del pequeño Antonio, cuando con las sandalias al hombro para no gastarlas, iba al vecino pueblo de Castello -una hora de camino para ir y otra para volver- para frecuentar la escuela de don Arbasetto, que ciertamente comunicaría a los pequeños oyentes, las noticias dramáticas provenientes de la otra ladera de los Alpes. A nuestro Santo, huésped de una familia pudiente en Génova y después alumno interno en el Seminario Arzobispal, no le habrán faltado oportunidades para seguir con atención la deslumbrante parábola napoleónica, la dominación francesa en Italia y en Liguria y las distintas formas de república imperial que Bonaparte sembró también en Italia y que no obstante la brevedad del tiempo, estaban destinadas a dejar huellas profundas en la cultura y en las costumbres de la gente, sobre todo en la burguesía y en la clase alta, pero también entre los campesinos y más adelante en*la naciente clase del proletariado industrial. Gianelli fue ordenado Sacerdote en 1812, dos años antes del Congreso de Viena, que dio inicio a la restauración post-napoleónica. Esto quiere decir que su formación Sacerdotal transcurrió paralelamente a aquel período tumultuoso y confuso, no sólo para la Iglesia, sino para toda Italia y en especial para el Vaticano, con el Papa Pío VII semiprisionero en Savona y obligado a ir, primero a París para la coronación del emperador y luego conducido a Francia, mientras Roma fue ocupada por los franceses. Recordemos que en 1810, -Gianelli era estudiante de Teología en el Seminariose abatió también sobre la Liguria, la tempestad de la orden napoleónica de enseñar la constitución galicana de la Iglesia en los seminarios. Contemporáneamente llegaban noticias de que centenares de Sacerdotes romanos eran deportados a Córcega porque se negaban a adherir a las leyes de la República y eran acusados de conspirar en favor del Papa exiliado y prisionero. Estas indicaciones y estas someras y episódicas referencias, deberían bastar para explicar que la formación de Gianelli, joven sacerdote, se desarrolló al alba de una nueva época. A pesar de que en los libros de historia se habla de Restauración, el mundo europeo después del primer decenio del siglo XIX, ya no será nunca más como antes. Por muchos aspectos no sería ni siquiera reconocible para uno que habiéndose dormido el día del nacimiento de Gianelli, se hubiese despertado el día anterior a su primera Misa. Ante este mundo nuevo y ante sus nuevas exigencias, se desarrollarán las estrategias pastorales y antes aún, la espiritualidad sacerdotal de San Antonio Gianelli. No es raro encontrar entre sus escritos esta expresión: "después de los franceses..." que hace alusión a este mundo a esta cultura, a esta sociedad nueva que la breve dominación napoleónica había hecho nacer también en tierras lígures. Antes de examinar algunos aspectos, es necesario que tratemos de poner en evidencia las características principales de la cultura y de la situación social que se determinó después de la revolución francesa. Ella, como ya lo dijimos, había inaugurado una época y una civilización. Del fin de esta civilización, nosotros tal vez, estamos entreviendo los primeros síntomas, pero todavía y por muchos aspectos, estamos bajo su influencia. Nos detenemos solamente en algunos fenómenos culturales típicos del "mundo moderno", tal como fue dado a luz en ese parto iluminista de hace dos siglos. Consideraremos los más significativos en sí mismos y los más pertinentes en relación al problema de la evangelización: la de Gianelli y la de nuestros tiempos, que no por casualidad son denominados con la ambigua expresión de "post-modernos". 1 .Llevando a cumplimiento un proceso iniciado con Galileo y Cartesio, la cultura de principios del ochocientos afirma de modo perentorio la autonomía y la autosuficiencia de la razón humana. Prescindiendo de la farsa iluminista de la diosa razón en la Catedral de Nôtre Dame, nos encontramos ante un fenómeno que lleva consigo, por los menos, tres grandes consecuencias para la misión evangelizadora: en primer lugar, será cada vez más necesario, para la fe, hacerse capaces de entrar en diálogo y responder adecuadamente, ante una razón que la interroga y la contesta, no ya desde el interior, como durante siglos había ocurrido, casi siempre en el ámbito de una cultura cristiana, como la medieval, sino desde afuera, es decir, desde posiciones de rechazo de la fe y desde posiciones "teísticas" y "agnósticas", típicas de la mentalidad iluminista y masónica. en segundo lugar, de la "razón moderna" vendrá un impulso irresistible hacia el crecimiento del sentido crítico y el aumento de la exigencia de sólidas convicciones personales. El principio de autoridad será drásticamente reducido y subordinado al consenso y a la capacidad de persuasión subjetiva. Cada persona pretenderá ser ayudada a percibir argumentos que le permitan darse cuenta personalmente de la verdad o de los valores a los cuales adhiere. La fe no podrá ya apelar a la fuerza y a la sabiduría de la autoridad (religiosa, política o cultural) sino a través de la paciencia de exhibir argumentos persuasivos en su favor. en los casos, donde esto sea posible y ante todo el que lo pida, la fe tendrá que estar cada vez más, en grado de "dar razones" de la esperanza y de la caridad que la acompañan. Mejor dicho, tendrá que hacer que la esperanza y el amor, sean cada vez más paradójicos y provocadores, de modo que susciten los interrogantes apropiados por parte del que quiera razonar con su propia cabeza, y tal vez, no logra mirar sin prejuicios, o se obstina, incluso, en no querer reconocer, la verdad de lo que encuentra y de lo que ve. 2. La independencia de la razón humana de la revelación y de la fe, se manifiesta también como fenómeno que acompaña una reivindicación de independencia mucho más amplia. Ella se refiere a toda la vida del hombre en sus aspectos más concretos e inmediatos. No sólo la filosofía, sino también las ciencias, las artes, la organización política y el ejercicio del poder civil, la familia, el trabajo, los estudios universitarios y su organización y todo aquello que es parte significativa de la experiencia humana individual y colectiva: todo esto, progresivamente va perdiendo su contacto con lo sagrado, su relación con la religión. Se trata del fenómeno que nosotros estamos acostumbrados a llamar “secularización". Ante estos fenómenos de dimensión epocal, capaces de dar vida a nuevos estilos de comportamiento, a nuevas convicciones, en una palabra, a una nueva civilización, la fe, su expresión práctica y su testimonio, tiene que asumir nuevos compromisos. Por un lado tiene que despojarse rápidamente de la protección de un manto sacro, falso y alienante, que traiciona la pureza y la libre transparencia del mensaje evangélico. La fe no puede ser presentada como adhesión irracional, como fruto del miedo a Dios, como superstición, como un remandar a la otra vida todos los problemas o las tensiones de esta vida, esperando una especie de magia que todo lo resuelva, de una vez para siempre... Estas formas de fe tienen que ser abandonadas como caricaturas que impiden que la fuerza de la fe auténtica pueda proponerse al corazón humano con limpidez y de una manera convincente. Por otro lado se debe afirmar con la vida, y no sólo con las palabras, que el Evangelio de Jesús es una fuerza liberadora y eficaz para la salvación eterna y para el destino último de la persona humana y también para su liberación secular, su alegría y su plenitud de vida en este mundo, en este "siglo". La fe no puede contentarse con reproponerse a sí misma en línea de principios; tiene que hacerse cultura, es decir, proponerse a la vida humana de modo de llevar a la misma su fuerza sanadora y liberadora. En otros términos: es necesario mostrar que la vida cristiana en cuanto tal, no es una fuga, una alternativa a este mundo, sino que corresponde a la voluntad de Dios que ama y salva toda la vida del hombre concreto y no solamente su "más allá", o “su más arriba”. Y más aun, es necesario contestar el secularismo, superando la tentación, típica de un hombre abandonado a sí mismo y que ha hecho de sí la medida última de todas las cosas, la tentación de encerrarse en el ídolo de la vida presente y de pretender que las realidades seculares, tengan en sí mismas y por sí mismas el propio significado, el propio valor humano y la propia finalidad última. Gíanelli tuvo la posibilidad de ver con sus propios ojos, durante los años de su madurez, la caída de tantos ídolos revolucionarios, como también el derrumbe de la fulgurante prepotencia napoleónica. Pero para muchos de sus contemporáneos esto significó solamente el gusto del desquite y la confirmación de que todo podía ser reconducido a lo que era antes. Sin embargo, la fe, no puede contentarse con la amarga satisfacción de constatar la caída de los ídolos (y como veremos, Gianelli no se contentó con esto), sino que le corresponde el deber y la responsabilidad de interpretar su sentido, de intuir sus síntomas, de percibir la verdad que, si bien exasperada y casi enloquecida, tiene que ser recuperada y salvada, y el deber de ofrecer, sobre todo, la alternativa sanadora y liberadora de la adhesión al Señor Jesús y a su Evangelio. Podemos resumir los deberes de los creyentes y de la Iglesia en su conjunto, en relación a la fe y de su testimonio evangelizador en el mundo y en la civilización contemporánea, de esta manera: hacerse capaces de dialogar y de confrontarse abierta y valientemente con un mundo cultural siempre más extraño e indiferente a la presencia de la fe y de la Iglesia; hacerse cargo de los interrogantes y elaborar razones válidas y convincentes para creer y responder a los interrogantes del hombre y del mundo, de un modo eficaz. Se trata, en otros términos, de negar toda contraposición entre la razón y la fe, como si la primera pudiese hacer a menos de abrirse a la segunda, sin traicionarse a sí misma; purificar la religión de todo elemento alienante y mágico, de toda falsa sacralidad; hacer el Evangelio concretamente eficaz para la vida concreta de la humanidad; transformarlo en cultura y en estilo de vida; contestar valientemente toda tentación de idolatría y de tiranía secular, de totalitarismo ideológico y político. Habría muchas otras cosas que decir sobre el cambio epocal determinado por la revolución francesa y sobre las novedades que la cultura europea tuvo que registrar en base a estos fenómenos. Bastaría evocar los albores de la revolución industrial que desde el norte de Europa comenzó a extenderse a los países del mediterráneo y en pocos años llevó a enormes convulsiones sociales; habría que mencionar después la secularización de masa, que cambiará radicalmente la fisonomía de la población, hasta ese momento compuesta por una gran mayoría de analfabetos; describir, por lo menos, las principales consecuencias de la gran movilidad hecha posible, por tierra y por mar, por la máquina a vapor y por las otras innovaciones tecnológicas que la siguieron en muy poco tiempo, y en este contexto, evaluar el comienzo de !os primeros efectos sociales de la comunicación de masa a través de desarrollo de la imprenta y de los diarios y el nacimiento de la radio, del teléfono y del telégrafo ....... Un mundo nuevo, con características inéditas e impensables hasta unos años artes. Un mundo y una cultura que interpelan la fe y piden a la Iglesia que asuma el deber de una actualización profunda de los métodos, de las estructuras, de los estilos de testimonio. Retornando el interrogante del que partimos al inicio, podríamos preguntarnos cuánto y cómo Gianelli percibió los deberes que fuimos enumerando y cuánto y cómo les hizo frente en su misión evangelizadora y su ministerio sacerdotal y episcopal. Este ejemplo resulta más significativo si pensamos que, durante los años en que vivió y actuó Gianelli, la urgencia de actualización era una novedad absoluta. Para nosotros, hoy, es distinto: a más de treinta años de la conclusión del Concilio Vaticano II, ya oímos muchas veces repetir esta recomendación de la necesidad de la actualización. Por eso nos sorprende la claridad, la intuición con que Gianelli hace frente, con gran amplitud de miras personalmente y como pastor de almas, a este desafío de los tiempos nuevos, advirtiendo su urgencia y comprendiendo su sentido. Es como si la Iglesia se hubiese encontrado, en tiempos relativamente breves a tener que emprender y volver a recorrer los caminos de la primera evangelización del mundo occidental ; en una cultura, muy parecida a la del paganismo de los primeros siglos, ante formidables desafíos como los que antiguamente derivaban de la filosofía griega, de la política y del poder de Roma, juntamente sacro y cínicamente laico, de la cultura escéptica y decadente de fines del imperio y de las crecientes injusticias sociales presentes en el mismo. .En esta situación ambiental se gesta para la Iglesia y los creyentes en Cristo, una doble y grave tentación. Como durante los primeros siglos de la era cristiana, también en los años de Gianelli se estaba saliendo de un período de persecución muy duro y de contraposiciones violentas opuestas a la vida y a la misión de la Iglesia. Como entonces, se sentirá muy fuerte la tentación de pertrecharse en una postura dura pretender resarcimientos y de permitirse algún desquite. Y si esto no es posible, la Iglesia estará tentada de encerrarse en sí misma, orgullosa de las propias tradiciones y de las propias certezas. construyendo un mundo en sí o para sí y condenando, sin atenuantes el mundo que se le resiste y se le opone. Gianelli nos ofrecerá un ejemplo del todo contrario a estas dos tentaciones. Es verdad que él no tuvo tiempo de ver la segunda ola de agresiones anticristianas que explotará en Europa y en Italia a partir de 1848, dos años después de su muerte. A este propósito, una persona que lo conocía bien, dijo: Fue bueno para él morir antes de las mutaciones (aludiendo a la revolución del 48); su carácter, santamente tenaz, no habría consentido jamás a todo lo que sabía era contrario a la Iglesia. Pero es cierto que su obra pastoral y su predicación en general, aun sin faltarle una fuerte capacidad de contestación en relación con el mal, se orientó, sobre todo, a afirmar el bien y la verdad de la fe con entusiasmo y con deseo de comunicarlo a todos, en un clima de participación y de disponibilidad, para asumir todo lo positivo que se podía extraer de los "tiempos nuevos". En su conjunto, la vida apostólica de Gianelli, nos parece un buen modelo de lo que tendría que ser, todavía hoy, la justa actitud cristiana en relación con la modernidad: tener ojos críticos y desencantados, con la conciencia de la fragilidad y de la ambigüedad de esta cultura en la que vivimos, y al mismo tiempo, reconocer que en la misma hay también espacio para la valorización de la libertad y de la emancipación del hombre, a gloria de Dios. Un espacio que en el Evangelio de Cristo encuentra su completa apertura y su fecundo cumplimiento. 2.. "CON LA VISERA LEVANTADA" Y CON PASIÓN Podemos hablar de un primer aspecto del modo como Gianelli afrontó la situación que le tocó vivir. Un aspecto preliminar, pero ciertamente no banal. Ante las características de su tiempo, siempre reaccionó con los ojos abiertos, pariendo de la situación, con valentía y lucidez. No escondió nunca la cabeza en la arena, ni se dejó atemorizar por las dificultades de la situación o por la complejidad de las circunstancias. Esta actitud forma parte de aquel proceder suyo de caminar con “la visera levantada" como le gustaba repetir, y por la que alguna vez fue juzgado como duro e intransigente, pero que era parte de su actitud resuelta y valiente. La novedad de la situación no tolera incertidumbres o medias tintas. Es necesario darse cuenta de los valores que están en juego y después proceder con determinación, aunque esto signifique el coraje de ir contra corriente. Gianelli sabía que Chiávari quería que: «los sacerdotes, especialmente el Párroco, sana dulces e indulgenese; que disimulen los vicios y los pecados también en la predicación, que hablen en términos muy generales y no toquen la llaga viva". A este propósito, escribe a su sucesor en la parroquia que es necesario: “no esconder la verdad desde el púlpito, sino decirla entera, sencilla, popular, de modo que sirva, por lo menos al pueblo bueno, que siempre tiene que ver el camino recto del paraíso, sin obstáculos, sin equívocos y sin dudas, y ¡ay del Pastor! si su grey no está bien advertida como para poder conocer los engaños que se le están presentando... " La situación de la Iglesia en tiempos de nuestro Santo, y también en nuestro tiempo, está marcada por un difundido y sutil pesimismo, que corre el riesgo de conjugarse con una actitud de resignación y de falta de conciencia en relación a los verdaderos problemas y a las verdaderas urgencias de la evangelización. Gianelli nos da, sobre todo, el ejemplo de una sana reacción ante este defecto. Durante los últimos meses de su permanencia en Chiávari, escribe una larga 3. carta a los Obispos del Reino, sobre la situación de los seminarios y describe un cuadro bastante negativo, agregando sin términos medios, que raramente se encuentra un Obispo que logre reformar su seminario: "de manera que pueda decirse de él que es verdaderamente disciplinado como conviene y tal que los clérigos allí se formen en el espíritu de la Iglesia". (Epistolario 1, p. 120, carta n. 78). Ante esta situación, y es lo que me interesa hacer notar, el lúcido análisis no se traduce en resignado pesimismo, sino que se hace constructiva "pasión": “ estas verdades (se trata del negativo desenvolvimiento de los seminarios) tan evidentes en teoría, tan manifiestas en la experiencia cotidiana, y, por tanto tan incontrastables, me ha permitido Dios tener que palparlas con mis propias manos durante tantos años y a menudo con tanta aflicción en el ánimo, que ello engendró en mí una especie de pesar habitual o, dicho de otro modo, vivo dolor, que me hizo pensar muchas veces y rumiar para mis adentros, y alguna vez también delante de Dios, qué remedio podría aprontarse frente a mal tan grande" (Epistolario 1, p. 120, carta n. 78). Esta actitud apasionada es característica de San Antonio María y es por él considerada como necesaria para afrontar con confianza los desafíos de la evangelización: “ una pasión buena. El hombre sin ninguna pasión es un acidioso, mejor dicho un imbécil... tiene que tener una buena: predicar, enseñar, confesar, estudiar las cosas santas..." Las características contrarias a este primer aspecto de la espiritualidad evangelizadora de Gianelli podrían indicarse con el binomio "inconsciencia y mediocridad". La evangelización puede quedar paralizada por la incapacidad más o menos culpable, más o menos explícitamente advertida por los cristianos y, sobre todo, por los pastores, de darse cuenta de las reales novedades de la situación. Como consecuencia se sigue viviendo en la beata e inútil fidelidad a las tradiciones siempre más vacías de sentido, y en la mediocridad de la vida sin entusiasmos y sin pasión por la autenticidad del Evangelio y por su anuncio. VIVIR COMO LOS APÓSTOLES Cada nueva época de la historia exige una reflexión bastante profunda sobre los estilos de vida y sobre el ministerio de los sacerdotes. Ante esta necesaria renovación, hay quienes se encierran en opciones de conservación y de restauración y quienes, en el extremo opuesto, se lanzan a hacer experimentos peligrosos, que poco o nada tienen que ver con las exigencias del Evangelio y de su anuncio al mundo. También desde este punto de vista, la línea llevada adelante personalmente por nuestro Santo y propuesta a los otros sacerdotes, me parece cargada de valores y ejemplar todavía hoy. Subrayo algunos rasgos fundamentales: ♣ En primer lugar, Gianelli no se contentó nunca con la ordinaria administración eclesiástica. La "pasión" apostólica a la que nos referimos más arriba, siempre lo impulsó a buscar en ese “algo más" pedido en el Evangelio, la medida justa de su dedicación a la misión de la Iglesia. ♣ Le habría bastado ser un buen maestro en el seminario de Génova, un buen Párroco en Chiávari, un buen Obispo en Bobbio, con sus habituales deberes y sus abundantes ocupaciones, pero San Antonio Gianelli no era hombre de conformarse con hacer lo mínimo exigido por su deber. ♣ En Génova entra voluntariamente a formar parte de los Misioneros Rurales, un grupo de sacerdotes que se dedicaban, además de su ministerio ordinario, a la predicación de las misiones populares en las parroquias, sobre todo, fuera de la gran ciudad. En el giro de pocos años participó en 18 de estas misiones. Cada una de ellas estaba organizada en varias semanas de predicación intensa y capilar, acompañada por celebraciones penitenciales, confesiones, coloquios personales, procesiones... Una fatiga que exigía del misionero el empleo de todas sus fuerzas disponibles, muchas veces en ambiente desfavorable y en condiciones ambientales precarias. ♣ Llegado a Chiávari. y aun sintiéndose siempre parte de los "Rurales", el nuevo arcipreste funda los Misioneros Ligorianos y repite con algunos sacerdotes de Chiávari, la experiencia misionera de los Rurales por las tierras del Tigullo por otras quine o dieciséis veces. Y no terminó aquí su actividad misionera. También como Obispo de Bobbio fundó en su Diócesis, los Oblatos de San Alfonso, para confiarles la formación del clero en el Seminario, y participará con ellos, en por lo menos ocho misiones. De esta constante de su vida podemos recabar una serie de indicciones importantes para la evangelización, además de ese “algo más” de lo debido y de lo normal en la vida de un sacerdote. ♣ El apóstol no trabaja nunca solo, La constitución de estas fraternidades o compañías de misioneros correspondía a una convicción muy profunda de Gianelli: el sacerdote debe compartir fraternamente su ministerio, debe participar en un trabajo de escuadra, debe vivir una auténtica comunión sacerdotal con los otros sacerdotes. La insistencia sobre la comunión presbiteral está presente en otras opciones de Gianelli, pero se manifiesta de un modo del todo evidente en la experiencia que le es muy querida del apostolado misionero, del compartir las fatigas, el cansancio y la alegría del anuncio a los pobres y sencillos. ♣ Vemos, por otra parte, en la vida apostólica vivida y propuesta por Gianelli, más de un siglo antes del vaticano II, el acento puesto en la primacía de la Palabra y de su anuncio. Siempre se preparó con gran diligencia a la predicación; nunca descuidó nutrirse plenamente de las Escrituras revistiendo su palabra de sencillez y haciéndola concreta a tal punto de hacerla persuasiva y apta a la mentalidad de sus oyentes; mentalidad frecuentemente desconcertada y desorientada por las novedades de la cultura iluminista que penetraba también en la periferia del mundo rural. ♣ Otra consecuencia tiene relación con la elección de las prioridades, es decir, de las cosas que deben garantizarse antes de emprender la misión; la elección de los fines que siempre y en todas partes deben ser buscados antes de toda otra consideración. ♣ El Apóstol Gianelli no se deja llevar por los aspectos organizativo y exteriores de la “cura de almas”.Su preocupación fundamental fue siempre el crecimiento de la fe de su gente; la defensa de la fe de sus desviaciones y de las agresiones externa; la aplicación de la fe a la vida para que esta se transforme en un testimonio creíble del Evangelio. ♣ Finalmente, la audacia misionera no es un elemento secundario o facultativo de la vida del sacerdote. No lo es jamás, y menos aún en tiempos de profundo cambio cultural, cuando la obra de la “nueva evangelización” de la cultura se hace más urgente que nunca. La misionariedad es una dimensión esencial de la caridad pastoral, corazón y síntesis de la vocación sacerdotal: "ser misionero sólo de nombre no basta. Es necesario tener el espíritu el cual, siendo caridad, suele ser, más bien, debe ser operativo. Cuántas más cosas haríamos si tuviéramos la verdadera caridad. (Epistolario n.2, p. 117, carta n. 249). Y añade: “no sé como un verdadero "misionero" puede vivir sin hacer, por lo menos, una misión por año.... A quitar todos los escrúpulos a los Párrocos (lo digo porque lo creo), en misión adquirirán tanto espíritu para gobernar la propia grey que tanto la grey como el Pastor estarán bien, pero bien, muy bien, super bien. Estoy tan persuadido de ello que deseo que sean buenos misioneros todos mis párrocos y hagan más misiones durante el año, también fuera de la diócesis. Creo que el que no tiene espíritu de misión no tiene espíritu de sacerdocio o tiene poco, muy poco”. 4. UNA FE RAZONADA Una constante en la vida de Gianelli fue su preocupación por elevar el nivel de preparación cultural de los seminaristas y sacerdotes y el esfuerzo por hacer crecer también entre el pueblo de Dios, incluso entre los más sencillos, una fe motivada, adulta, y en la medida de lo posible, capaz de responder adecuadamente a las contestaciones y a los interrogantes de sentido que brotaban por todas partes de la compleja cultura contemporánea. Cuando, por mandato del Arzobispo de Génova, tuvo que fundar y llevar adelante el seminario de Chiávari, puso una atención toda particular en el plan de estudios y en la elección de los profesores. En Chiávari, siguiendo una costumbre de su antecesor, llamaba todas las semanas a los sacerdotes de la ciudad a un encuentro, llamado Academia de moral, donde se analizaba lo relacionado con el sacramento de la penitencia y se profundizaban textos teológicos y espirituales, entre los más valiosos del tiempo. Como hemos visto, el estudio y la esmerada preparación están también en la base de su predicación misionera. Famoso es su elogio fúnebre de uno de sus alumnos del seminario apenas abierto de Chiávari, don Ángel De Benedetti, muerto muy joven, después de algunos años de enseñanza en el mismo seminario. Gianelli dice haber mantenido una relación fraterna con este hermano suyo "con toda aquella libertad y confianza que da la amistad más sincera" Y mientras reconoce su profundísima humildad, exalta su fe razonadísima, pero que sin embargo permanecía cándida, ilimitada, toda dirigida al incremento de la piedad y a la exaltación y extensión de la Iglesia. La sincera estima por una fe razonada y por la reflexión teológica nunca hizo desviar a Gianelli de su incondicional adhesión a la doctrina de la Iglesia Católica. Sabemos que no le faltaron las ocasiones, como cuando se encontró envuelto en una pequeña conjura de un grupo de sacerdotes jansenistas que, en Génova, trataron de llevar para su línea al joven y brillante profesor de retórica del seminario. El Jansenismo se presentaba con muchas características fascinantes para un ánimo recto como el de Gianelli: la austeridad de vida, el empeño intelectual, la apertura a muchas instancias del pensamiento moderno… Uno de los jansenistas más representativos de Génova, el oratoriano Vicente Palmieri, había sido el inspirador de la política eclesiástica de la república Lígure en tiempos de Napoleón. Pero la piedad y la austera moral de los jansenistas no fueron suficientes para desconcertar el buen sentido católico y la sensibilidad eclesial de nuestro Santo, que demostró en los hechos que es posible conjugar una gran apertura cultural, una viva capacidad de diálogo con el mundo contemporáneo con una fuerte y coherente adhesión a la ortodoxia de la fe, sin hacer descuentos y sin ceder a las posibles desviaciones del Evangelio y de la tradición. La sensibilidad teológica y la vivacidad cultural, que terminamos de describir muy simplemente, no fueron nunca fines en sí mismas. Gianelli Párroco y Obispo se preocupó siempre de la fe de su gente y se dedicó a ilustrarla, no exclusivamente con la predicación y con las misiones, para hacerla capaz de reaccionar positivamente y en forma contractiva ante las provocaciones de la cultura posrevolucionaria. Sus intervenciones homiléticas y catequísticas no se abandonaron a lo efímero o a lo emotivo; no se perdieron en vanas palabra o en adornos oratorios, si bien hizo uso oportunamente de su conocimiento de oratoria, no se complacía en ello. Después de haber enseñado once años la retórica, hablando a sus seminaristas, ya siendo Obispo de Bobbio les confió haber empleado más tiempo en liberarse de ella que en aprenderla. Vale la pena transcribir aquí un texto entre los más significativos de Gianelli en esta materia. En una predicación, en 1813, decía a sus oyentes: “Ustedes tienen que buscar la verdad y no la elegancia. Yo tengo que esmerarme para descubrirla a su mirada en su sencillez y naturalidad. El espíritu del Evangelio es tan dulce y penetrante por si mismo, por lo que yo no tengo que hacer otra cosa que mostrarlo, en cuanto de mi depende, tal cual es y me cuidaré muy bien de hacerle la menor alteración. Lejos de nosotros, por lo tanto, estudiar sus divisiones, sus puntos singulares, las estiradas alusiones. Cuando estas no salten fuera por sí mismas y se presenten espontáneas a primera vista, me haré la obligación de seguir las líneas del texto sagrado, como las más útiles y las más seguras, ya que fueron enseñadas por aquel Espíritu divino que enseña toda verdad y que de todo saber es el maestro y guía” Casi siempre aplicó a la catequesis y a la predicación, un esquema que todavía hoy podría ser útil y dar frutos : partía de una frase bíblica (el amor a la Escritura y la centralidad de la Palabra que emergen claramente de su magisterio, anticipan, de hecho, algunas de las más importantes recomendaciones del Vaticano II), esta Palabra revelada, la repetía después como un estribillo, mientras procedía a la explicación teológica del texto bíblico, del que desarrollaba después la aplicación moral, para concluir con una oración o la propuesta de un canto que expresaba el propósito de conversión que había nacido de la Palabra meditada y aplicada a la vida. Un método repetido infinitas veces durante las misiones al pueblo y en el ordinario ministerio parroquial y episcopal, representa lo mejor que se podía imaginar para nutrir la fe de una población que por un lado se abría a los estímulos de la cultura iluminista y por el otro permanecía prisionera de un antiguo resabio de ignorancia y de adhesión pasiva a tradiciones y costumbres religiosas mal comprendidas o totalmente no comprendidas. Un testimonio recogido en las actas del proceso de beatificación del santo dice así: "su palabra sencilla y clara, adaptada a la inteligencia de la gente ignorante, pero rigurosa por espíritu evangélico y penetrante, sacudía los corazones, también de los más empedernidos". Sólo Dios sabe si también, y sobre todo hoy, la Iglesia no tiene necesidad de palabras como éstas. En realidad se tiene la impresión de que en la comunicación de la fe concurren dos fenómenos de signo contrario, pero que producen el mismo efecto: por un lado se multiplican las palabras ricas de sentido, casi en un lenguaje de especialistas, pero incomprensibles a los más, y por consiguiente y frecuentemente inútiles; por otra parte se repiten hasta el cansancio palabras mil veces repetidas y cada vez con menos significado evangélico. Son palabras tradicionales y conocidas y todos las comprenden o creen comprenderlas, pero a decir verdad, dichas palabras están privadas de sentido vital, ya no dicen nada a nadie y por lo mismo también ellas resultan inútiles. Como para Gianelli, también para nosotros resulta necesario retomar el discurso de la Palabra por excelencia, la que nos viene entregada por la Santa Escritura y sobre todo en el Evangelio, para leerla en la viva tradición de la Iglesia y hacerla vibrar en todo su significado actual, en el encuentro con la experiencia viva del hombre de hoy. En una carta al Cardenal Arzobispo de Génova, Antonio Gianelli describe la situación peligrosa de la cultura juvenil de su tiempo. “Encuentro aquí un verdadero libertinaje en la juventud que lee libros prohibidos. El descuido de sus padres…la incredulidad y la ignorancia de algunos deberes, el prejuicio... todo favorece este grave. gravísimo desorden, que no hace más que multiplicar los incrédulos y los libertinos” No obstante el tono grave de este análisis, está ausente en Gianelli toda actitud represiva y oscurantista. El interviene, más bien con lo instrumentos de la persuasión y de la buena catequesis, utilizando todos los canales disponibles. Y al mismo tiempo, no tiene miedo de proceder a contestaciones radicales y a actualizaciones drásticas, afrontando también la oposición, ciertamente no tierna ni leal de algunos fanáticos, (en relación de aquellas realidades eclesiásticas, como las confraternidades…), que de cristiano mantenían una cierta apariencia, pero que habían perdido toda capacidad de alimentar la fe y ayudar a la gente a testimoniar el Evangelio en la vida. Es ante equívocos como éstos, que son más peligrosos para la fe que ciertas contestaciones frontales, que Gianelli afirma con fuerza: " Yo no me siento de engañar al pueblo y decirle aquello que no es; y aquello que ya no existe, darlo como existente”. También en esta obra de reforma, que llegará hasta instituciones religiosas y a monasterios de clausura, se expresa el ansia de Gianelli por una fe actualizada y coherente, a la altura de los tiempos. 5. EN UNA TRAMA DE RELACIONES FRATERNAS Entre los tantos rasgos que se podrían enumerar, queremos recordar uno característico de la espiritualidad gianellina que nos parece importante en orden a la evangelización del mundo contemporáneo. Ya notamos la sensibilidad de S. Antonio María Gianelli por la dimensión fraterna y comunional de la vida de los sacerdotes. El apóstol, como ya lo dijimos, no vive ni trabaja en el aislamiento si no está obligado accidentalmente por las circunstancias. El expresa su fidelidad al Señor que los mandó de dos en dos, viviendo intensamente la intima fraternidad sacramental, para usar la expresión del Vaticano II, que lo une a los otros hermanos del presbiterado. Esta dimensión de la vida apostólica, verdadera para todas las épocas y en todas las culturas, en tiempos de Gianelli, y en los nuestros, revela toda su fuerza evangelizadora. En estos tiempos en que triunfa el individualismo incontrolable, y una mentalidad inclinada a interpretar cada rol público en términos de ejercicio de la libre profesión o del desarrollo de un solitario deber burocrático, el espíritu competitivo pone a todos contra todos. Estos fenómenos corresponden al descubrimiento de la dignidad inviolable del individuo y de su conciencia, pero constituyen desviaciones patológicas y encierran graves riesgos para la percepción que el cristiano y el sacerdote tienen de sí mismos y de la propia misión en el mundo. Como correctivo de esta mentalidad burguesa, se exige de la Iglesia un testimonio cada vez más transparente de capacidad de compartir y de una corresponsable y fraterna comunión y de acogida recíproca. La comunidad cristiana debe manifestarse siempre más como lugar de amistades estables y trasparentes, de intercambio generoso de dones, de amor gratuito... y sólo personas capaces de amistad y fraternidad podrán guiar la comunidad cristiana por estos caminos que, hoy por hoy, resultan indispensables para la evangelización. Hoy se habla mucho de la relación entre la evangelización y el testimonio de la caridad. Pero no olvidemos que esta caridad no pasa solamente a través del cuidado de los pobres y pequeños, sino, también ( y a lo mejor antes que todo lo demás) pasa por la reciprocidad del amor que el Espíritu de Jesús hace nacer entre los creyentes, según el mandamiento nuevo del Señor: “ámense los unos a los otros”. En todo caso, es esta reciprocidad fraterna y amigable la que funda cristianamente el amor incondicional por los pobres, no dejándolo decaer en una pura filantropía, y debemos tener claro que el amor a los pobres no puede nunca ser una excusa para sentirse dispensados de aquella fraternidad fundamental de “amarse los unos a los otros”. San Antonio tuvo en suerte un temperamento fuerte y decidido, para nada inclinado a los sentimentalismos ni esclavo de las emociones. Sin embargo, todos los que dan testimonio de él, le reconocen, junto a una gran sensibilidad y delicadeza en el trato una viva capacidad de establecer relaciones amistosas profundas y duraderas. Ya durante los años de estudio en el Seminario de Génova, un amigo seminarista decía de él que tenía por naturaleza un porte grave, vivo y decidido, al punto que sus compañeros lo llamaban "emperador”, pero era al mismo tiempo dulce y afable. La capacidad de tener, al mismo tiempo un temperamento fuerte y una índole afable es fundamental para construir relaciones interpersonales de gran calidad. Ya mencionamos más arriba la entrañable amistad que había estrechado con su joven alumno y co-hermano don Ángel De Benedetti. Cuando éste murió, Gianelli dijo: “Es como uno que cuando muere se lleva la mitad de nuestra alma". Mucho habría para hablar de otras múltiples amistades, cargadas de valores, trasparentes y puras, que él cultivó en Génova, en Chiávari y después en Bobbio con sacerdotes, religiosos y laicos. Ejemplar testimonio de amistad cristiana es la correspondencia de Gianelli con la familia de Santiago y Rosa Sanguineti y sus cinco hijos: por muchos años él acompañó con afectuosos consejos y confidencias edificantes el camino de esta familia. La influencia beneficiosa de su personalidad fue evidente, en el hecho que los cinco hijos, tres mujeres y dos varones, se consagraron al Señor en distintas formas de vida religiosa y sacerdotal y de la familia Sanguineti recibió reconocido el don de una amistad y de la ayuda, incluso material y del afecto sincero. Pero la obra maestra de la capacidad de Gianelli de establecer sanas y profundas relaciones de fraternidad y de paternidad cristiana, más que en su participación en la experiencia de los misioneros rurales de Génova y de la doble fundación – que no tuvo futuro - de los Misioneros Ligorianos en Chiávai y de los Oblatos de San Alfonso en Bobbio, está representada en su genial fundación de las Hijas de María del Huerto. No podemos extendernos indicando las etapas de lo que fue una de las más bellas aventuras de su vida. Nos limitaremos a observar qué grandes relaciones de amistad, paternidad/filiación se fueron estableciendo entre el Arcipreste de Chiávari y algunas mujeres que comenzaron a compartir con él, con personal y admirable dedicación, su solicitud por la formación, la educación y la promoción humana de las chicas menos afortunadas de la sociedad de su tiempo. 6. EL SECRETO ESTA EN EL CORAZÓN. “El amor del bien hasta la pasión... hasta morir en la brecha" No es posible indicar de modo exhaustivo todos los otros rasgos característicos de la misionariedad y de la vivacidad cristiana de nuestro Santo. Pero antes de concluir, quisiera hacer notar dos aspectos relacionados con la capacidad de Gianelli para crear relaciones de amistad y de colaboración según el Evangelio: su gran estima del carisma de la femineidad y su fuerte sentido de la dimensión laical de la vida cristiana. Del primero de estos dos puntos de vista- él es verdaderamente un precursor. No es el único en su tiempo que ha visto florecer un número impresionante de nuevas agregaciones religiosas femeninas que se hacían cargo de las necesidades más dispares de la gente, y promovían a la mujer en los hechos y no sólo en las declaraciones de principio. Sin embargo, su fundación tiene algunas características inconfundibles de particular soltura y versatilidad de entera y sencilla dedicación a la misión que seguramente se remontan a la genialidad del Fundador y de sus primeras colaboradoras, y que perduran hasta el presente y constituyen un precioso patrimonio que es necesario cuidar y actualizar. Sin exigencias, sin pretensiones, siempre disponibles y prontas para ir a los lugares donde nadie quiere ir y donde nadie se siente humanamente atraído. Sencillas, pobres, libres de todas las ataduras, comprendidas las del espíritu, con un corazón universal, amando sin fronteras, ... Estas son las Hijas que Gianelli soñó en aquel lejano 1829. La segunda observación, quisiera hacerla a propósito de la sensibilidad que Gianelli mostró a lo largo de todo el arco de su ministerio para encontrar soluciones positivas la situación social y política que se había creado con la aparición de una nueva mentalidad. No se encerró jamás en una mentalidad de sacristía o en una concepción espiritualista o intimista de la fe. La oleada de secularización producida por la revolución francesa exigía una respuesta operativa y eficaz por parte de la comunidad cristiana. Gianelli participó personalmente en las actividades de la Sociedad económica fundada en Chiávari antes de los tiempos “napoleónicos para darle una orientación claramente cristiana y animar espiritualmente el Hospicio de Caridad y Trabajo que era una emanación de dicha Sociedad. Y fue uno de los que más se interesó y actuó en el difícil momento del pasaje de la formalidad del trabajo artesanal, al telar mecánico defendiendo eficazmente las condiciones de trabajo de su gente Es de la misma Sociedad Económica que nacerá, algunos años después el primer núcleo de las Hijas de María para la hospitalidad y la instrucción gratuita de las niñas pobres. Pero más que multiplicar los ejemplos, servirá explorar las raíces de la santidad de Gianelli y de su actualidad. No encontraremos nada extraordinario o sorprendente. Este Santo no se distingue por una abundancia de dones extraordinarios o por sus signos y sus prodigios. Esta sencillez de vida es lo que le da mayor crédito y llama la atención. Su extraordinaria santidad se construyó en el cuidado ordinario de la propia vida espiritual. Esto lo sabemos, no por las raras confidencias que nos ha dejado sobre sí mismo, sino por las recomendaciones y consejos que con frecuencia y convicción hizo a sus sacerdotes. La suya era una fidelidad fuerte y exigente, capaz de descubrir en cada gesto o acto de piedad, de oración y de mortificación cotidiana, la belleza de la intimidad con el Señor, la ocasión para cultivar la amistad con El, para sacar fuerzas para combatir el mal en sí mismo y en los demás, para mantener viva y vibrante la propia pasión por el anuncio del Evangelio. La experiencia de la oración y de la acética cristiana que, juntamente con el asiduo y bien orientado estudio de la teología acompañó toda la vida de Gianelli, es el verdadero corazón de su caridad pastoral. El la llama, con el lenguaje de su tiempo: el cuidado de la propia “santificación”. En esta expresión, no debemos leer nada de egoísta o intimista. Se trata, por el contrario, de la conciencia de que sólo un asiduo contacto personal con Cristo, con su Palabra, con los sacramentos de su amor, sólo una decidida lucha por la liberación de todo lo que obstaculiza y hace pesada la vida y entorpece el corazón, sólo una prolongada intimidad contemplativa con Jesús y su Padre, en la constante acogida de su Espíritu, pueden mantener encendido el fuego de la misión evangelizadora. Concluyamos, estas simples consideraciones con las mismas palabras que San Antonio María Gianelli dirigió en una carta, a sus misioneros ligorianos de Chiávari: ¿”Cómo se encenderá en nosotros el verdadero anhelo de la salvación de los hermanos, si descuidamos nuestra propia santificación?". Sea éste, por lo tanto, el primer cuidado, el primer estudio, el primer empeño, y detrás de esto vendrá aquel fuego que, según el Evangelio, encenderá el mundo" Como conclusión San Antonio Gianelli fue un alma grande, nacida como para ensamblar contrastes: fue humilde de origen y glorioso a los ojos de Dios; frágil de cuerpo pero de espíritu gigante. De apariencia modesta pero capacísimo de imponer respeto incluso a los grandes de la tierra. Fuerte de carácter pero con la dulzura de quien conoce el freno de la austeridad y de la penitencia. Siempre en la presencia de Dios, aún en medio de su prodigiosa actividad exterior. Calumniado y admirado, festejado y perseguido… Y, entre tantas maravillas, contradicciones o trabajo, como una luz que todo lo ilumina, resplandecía como un sol, su tierna devoción a la Madre de Dios. No se concedió pausas en el trabajo asiduo de la reforma de las costumbres y de evangelización de su pueblo, de reforma del clero y de la vida religiosa de su tiempo. Hasta que consumido por la fatiga y por el coraje con que jamás se ahorró en el servicio de la Iglesia, murió, al final de una larga enfermedad, lejos de su Diócesis y en soledad, el 7 de junio de 1846. Tenía apenas 57 años. Había escrito en su testamento: “Desde los primeros años mi sacerdocio, uno de mis constantes deseos era morir pobre”… En efecto, murió tan pobre que al sobrino sacerdote, Santiago Gianelli, no le alcanzó el dinero que había dejado su tío, para comprarle un ataúd digno y para el funeral en Piacenza, donde el santo murió. Fue la Diócesis de Bobbio la que se hizo cargo de los gastos de traslado y del entierro, algunos días después, cuando el cuerpo del Santo Obispo fue llevado a su Diócesis para los solemnes funerales y la sepultura, en la Cripta de los Obispos. ÍNDICE Presentación…………………………………….. Primera parte……………………………………. El coraje y el riego de una opción por el servicio por el Reino de Dios…………………. 1. Las cinco de la mañana…………………….. 2. Las seis de la mañana………………………. 3. Las siete de la mañana……………………… 4. Las nueve de la mañana…………………… 5. Las diez de la mañana……………………. 6. Las once de la mañana……………………. El coraje del riesgo 7. Es medio día ……………………………….. Epílogo……………………………………………. Segunda parte…………………………………... El amor por el bien hasta la pasión ANTONIO M. GIANELLI UNA VIDA PARA EL EVANGELIO Hasta morir en la brecha……………………….. 1. Un cristiano y su tiempo…………………….. 2. Con la visera levantada y con pasión……... 3. Vivir como los Apóstoles………………….... 4. Una fe razonada……………………………... 5. En una trama de relaciones fraternas…….. En Conclusión: el secreto está en el corazón .. El amor del bien hasta la pasión… hasta morir en la brecha………………………..