Un dandy en el alfalfar Lucio V. Mansilla por los caminos de la República María Gabriela Mizraje Díscolo, polémico, ambicioso; elegante, mundano, incluso extravagante; temerario, con tanto arrojo como orgullo; lúcido y apasionado; memorioso y definitivamente moderno, más allá del romanticismo que envolvió la atmósfera de sus tiempos de infancia. Así fue Lucio Victorio Mansilla (1831-1913), una de las principales plumas del siglo XIX y un hombre de la arena política y militar de nuestro país. Con su prosa vibrante agitó las aguas desde páginas de periódicos y correspondencias, relatos de viajes y escritos autobiográficos, aforismos y piezas de teatro, reglamentos militares y discusiones legislativas, y algunos otros géneros que quedan desde entonces engarzados a su nombre, en cuanto que es, por estas tierras, su fundador. Eso ocurre con sus famosas Causeries (las conversaciones de los jueves, de 1889 y 1890) o, de un modo muy distinto, con su renombrada obra Una excursión a los indios ranqueles (1870), a medias entre el registro de viaje, el parte informativo, la reflexión, el ensayo y la narrativa ficcional, siempre atento a las marcas de oralidad y al pulso vivo de las cosas. Además de su genealogía (hijo del general Lucio Norberto Mansilla y de Agustina Rozas, hermana de Juan Manuel), es precisamente ese carácter, el del ser humano voraz por lo real, el que lo coloca una y otra vez en el seno de la política. Fascinado por las posibilidades que ella ofrece, incluidas las promesas de gloria, Lucio V. asoma su cuerpo en distintas coyunturas, como representante de diversos intereses y partidos. Emprendedor, innovador, incansable y con una versatilidad incómoda a los ojos ajenos, lo encontramos en el Congreso, en las fronteras, en el exterior o en tierra adentro, en cumplimiento de misiones encomendadas. Él se escuda de las críticas a sus cambios de bandería explicándose, dentro del Congreso, el 29 de agosto de 1888: “Yo creo que un hombre que piensa seis meses de la misma manera no puede pretender que no está 1 equivocado”. Planteados los términos de esta forma, Mansilla se defiende, elevando a método la considerada inconstancia y postulando la inmovilidad como pereza mental. Brillante, cuando se trata de juzgar a los otros --y sin camuflar sus simpatías o antipatías personales-- puede ser incisivo pero también tierno, y siempre un gran observador psicológico, excelente retratista y colorido analista de costumbres. Así desfilan ante él algunas de las figuras más importantes de la política decimonónica, a las que va pintando con trazo magistral. Según su lente, por ejemplo, Avellaneda resulta ser “un sensitivo intelectual”; Sarmiento, “un sonámbulo lúcido, de soluciones finales”; el reflexivo Alberdi, “hombre de método y de examen”; Carril, un funcionario débil, “una verdadera complicación psicológica”; Guido, a quien elogia con énfasis en tanto orador en el Congreso, “un patricio sin rencores”, “un modelo de ciudadano”. Más allá de sus saltos partidarios, Mansilla es un estudioso siempre preocupado por el constitucionalismo. Frente a dudas suscitadas en el terreno local, cuando mucho aún estaba ensayándose, no hesitaba en consultar a serios constitucionalistas de experiencia en países avezados en la materia, como los Estados Unidos, y bajo la luz de esa dinámica contribuir a desenredar la madeja de nuestras circunstancias. Entre 1893 y 1895 publica, en El Diario porteño algunos de sus “Estudios constitucionales”. Entre los múltiples registros, testimonios y recuerdos que nos quedan de sus varios períodos parlamentarios, llama la atención el tributo a Carlos Saravia, quien llevaba “con estricta verdad” el diario de sesiones en épocas iniciales, cuando no había taquígrafos. Con hermosas metáforas, Mansilla afirma que “él era el archivo vivo, ambulante, del senado nacional. Sin él quedaba trunco, como papiro secular, apolillado”. En 1885, en cambio, el general y escritor, cuidadoso, habrá de asegurar de manera pintoresca que “los taquígrafos son excesivamente hábiles, y a veces hacen hablar a uno mejor de lo que lo ha hecho”, cosa que no le impedirá rectificar cierta transcripción errónea de sus palabras en una sesión previa. Elegido diputado suplente por Santa Fe en 1858, en 1859 se incorpora a la Cámara y desde allí se opone a Derqui; en 1860 lo nombran secretario de la Asamblea reformadora de la Constitución, en el 61 se inclina hacia la política 2 de Buenos Aires. Aquello que no queda expresado desde la banca, se yergue desde La Tribuna bajo su firma (La Tribuna fue el importante diario de sus amigos, los hermanos Varela). De regreso a la vida parlamentaria en 1876 (y en 1877 por pocos días), ocupa un sitial en la Cámara de Diputados, gracias al triunfo del Comité Autonomista; retornará a él de la mano del Partido Autonomista en 1885, tras un episodio de desacato y arresto en los cuarteles de Retiro, por haber dirigido una carta pública al presidente Roca, separándose de su política. De ese invierno son imperdibles las sesiones relativas a la “cuestión de indios”, donde se discute acerca de su ciudadanía y Mansilla insiste en el hecho de que no son ciudadanos sino “argentinos rebeldes”, mientras critica a su vez nuestras consensuadas formas de civilización. De 1889 a 1892 seguirá en el Congreso; entre sus apuestas se destaca la del 89, cuando propone una reducción de las dietas de los diputados, pero previsiblemente pierde en la votación. Al año siguiente, durante el segundo semestre, preside dicha Cámara. En 1894 habría querido volver pero es derrotado por la Unión Cívica Radical. De ahí que se sentara a escribir o compilar sus Retratos y recuerdos sobre los protagonistas de la Organización Nacional, a la que él mismo le había tomado el pulso a lo largo de su vida. Estos textos, como casi todos los suyos, también funcionan como desquite, y acaban conformando un libro que, luego de tantas ideas y vueltas, le prologará J. A. Roca. Aquellos datos de su activa participación política (con partidos, fechas y leyes), que pueden rastrearse en distintos anales y documentos, resultan mucho más atractivos si se los recorre en el contrapunto con su vertiente literaria, observar qué estaba haciendo Mansilla, antes, durante y después de las sesiones, en los lapsos parlamentarios y cuando no estaba ligado a ninguna banca. Lo que este hombre de acción y de letras piensa y escribe forma parte del legado más notable y vivaz de la intelligentsia argentina. Si con sus páginas escritas sobre el hilo y el filo de lo literario descansa de las fustes oratorias del Parlamento y de sus prácticas políticas y militares en general, es una posibilidad. Sin embargo, mucho más pareciera que sus diversos quehaceres se alimentan recíprocamente, los intereses se cruzan y los unos dan motivo (o pretexto) a los otros. El folletín de la expedición en tierra adentro para las negociaciones con los indios es una expresión acabada de 3 ello. Gracias a aquellos ejercicios mentales, de oportunidad, de necesidad o incluso de placer y gracias al ingenio y a la voluntad de Mansilla, se difunden por aquí algunos pensadores insoslayables de Estados Unidos y Europa. A través de las décadas, Mansilla hace artículos reflexivos y de divulgación de autores como Gorki, Balzac o Spencer, traduce a E. Laboulaye (París en América, junto a Domingo Fidel Sarmiento) o a A. De Vigny (Servidumbre y grandeza militares); especializado en táctica, redacta bases y ordenanzas para el establecimiento de una escuela militar nacional y organización de nuestro ejército, funda periódicos, ve sus propias obras teatrales representadas con éxito y hasta tienta la sociología política con su libro En vísperas de 1903 (ante el inminente cambio de gobierno). Por ejemplo, en un mismo año, 1868, da a imprenta Bases para la organización del ejército argentino y Ensayo sobre la novela en la democracia; esa es la otra cara de su versatilidad, la fase admirable de quien puede al mismo tiempo ser ordenado y creativo y abrirse a disciplinas disímiles, escandir versos en cinco lenguas y andar a caballo hasta las remotas tolderías, día y noche, durmiendo sobre el lomo de su animal, cuando hace falta. Y es ese mismo hombre quien dentro de Una excursión enmarca cuentos como de cajas chinas en Las mil y una noches y come tortilla de huevos de avestruz en medio de la pampa y quien, entre el poncho y la capa, sofisticado, yendo y volviendo de los salones de Francia y quitándose las botas para calzar, mejor que nadie, la galera, el bastón y el monóculo, se muestra entusiasta por ser múltiplemente fotografiado, y cariñoso con la china Carmen y su mate entre los pastizales. Ese hombre que ve morir a su lado, en la Guerra del Paraguay, a su gran amigo Dominguito y en medio de la batalla de Curupaytí, se baja los pantalones en la frontera y mira, irreverente, cabeza abajo, por entre sus piernas, dándole la espalda al país vecino. Ese hombre que se batió a duelo en múltiples ocasiones, la primera para salvar el honor de su padre, contra las injustas murmuraciones por su patrimonio. El hombre que ama viajar y que se aburre un poco con la diplomacia. El hombre al que sólo la parálisis le impide seguir escribiendo en sus días finales. El lector a hurtadillas de Voltaire y Rousseau en los años juveniles, a quien su padre Lucio Norberto había reprendido diciendo: “Mi amigo, cuando uno es sobrino de don Juan Manuel de Rosas, no lee el Contrato social si se 4 ha de quedar en el país, o se va de él, si quiere leerlo con provecho” es uno de los promotores más decididos de la creación de la Biblioteca del Congreso y la compra de libros “para que los diputados puedan consultar las materias que se ofrezcan a su consideración”. Y aquí estamos, en Buenos Aires, a la vuelta de décadas y centurias, pudiendo consultar ya sus obras, ya sus traducciones, ya sus intervenciones en la Cámara, porque el autor de Rozas, Ensayo históricopsicológico (1898), si bien viajó y aunque murió en París, nunca se fue ni se irá de la Argentina. Leemos, entre sus textos, Estudios morales, El diario de mi vida; allí rememora y propone: No hay simiente estéril. Cuando yo era jefe de fronteras no llevaba en mis pistoleras armas de fuego sino semilla de alfalfa. Pasaba por un campo que me parecía propicio, por estar húmedo y tener tierra vegetal: allá iban unos puñados de la susodicha semilla sin que la escolta me viera. Algún tiempo después me traían esta noticia: por tal parte se ha descubierto un alfalfar. Yo nada decía. Así se deben sembrar también “las ideas”, sin preocuparse mucho de que el público sepa quién las desparrama. La cuestión es que sean buenas y que germinen. En síntesis, entre los frutos de la República, he aquí un testimonio del controvertido pero deslumbrante Lucio Victorio Mansilla. Y una metodología de la esperanza para el campo de la legislación argentina. 5