Entrevista a Carlos Sabino Gabriel Salvia

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Entrevista a Carlos Sabino
Realizada por Gabriel Salvia, del CADAL, Buenos Aires.
¿Cómo surgió la idea de escribir el libro "Todos nos equivocamos"?
Fue hace muchos años, en 1983 exactamente, cuando estaba en España, en un año
sabático que me concedió la Universidad Central de Venezuela. En octubre Alfonsín
ganó las elecciones y, claro, me volvieron a la mente muchos recuerdos de los tiempos
en que había vivido en la Argentina. Sentía el mismo optimismo que se vivía en el país
en esos momentos y pensé que se cerraba por fin un ciclo terrible de violencia, que se
abría un nuevo horizonte para los argentinos. Terminaba –tal vez- una época de largos
enfrentamientos políticos y armados, donde había predominado la más áspera
intolerancia y el deseo de aniquilar al adversario, donde cada bando se proclamaba
portador de la verdad más absoluta.
Entonces quedó claro para mí que todos nos habíamos equivocado, que no era de ese
modo como podría hacerse algo constructivo por el país. Quería aportar mi experiencia
a esa nueva Argentina, más democrática y libre, que parecía estar emergiendo, y se me
ocurrió la idea de aportar también mi testimonio, la forma en que había asumido y
descartado, sucesivamente, diversas alternativas de pensamiento político y filosófico, la
forma en que había militado y luchado por ideas que, en muchas ocasiones, luego
encontré profundamente equivocadas.
Pero, claro, no me dediqué a esa tarea de inmediato sino que dejé pasar el tiempo,
hasta que, lentamente, le fui dando forma a la idea del libro que finalmente escribí:
algo que no fuera una biografía en un sentido estricto, sino que más bien se
concentrase en los problemas ideológicos y políticos, pero no por eso un estudio
sociológico ni una historia con pretensiones de objetividad. Porque quería, ante todo,
exponer mi vivencia subjetiva, mi evolución personal y las razones que me hicieron
cambiar hacia distintas posiciones.
Fue mucho después, hacia el año 2000, que pude emprender ese difícil y complejo
trabajo, que implica bucear en las profundidades de los recuerdos, examinarse a uno
mismo y a su época en una introspección que resultaba a veces dolorosa. Por eso Todos
nos Equivocamos es el libro que más me ha costado escribir, porque para hacerlo tuve
que enfrentarme al pasado, a los errores cometidos, a los recuerdos a veces gratos pero
en ocasiones, sin duda, también perturbadores o dolorosos.
¿Qué balance podría hacer de la etapa política en la cual le tocó participar en la
Argentina?
Fueron tiempos de incomprensión, de dureza en las posiciones políticas, donde cada
bando pensaba que la solución era eliminar directamente al adversario, que se
convertía así en el enemigo a combatir por cualquier medio posible. No había la
madurez política para intentar fórmulas de compromiso y -hay que reconocerlo- la
izquierda revolucionaria, dentro y fuera del peronismo, se creía la abanderada de una
revolución que todo lo justificaba, en nombre de la cual se podía cometer cualquier
clase de abusos y de actos brutales. Al comienzo la represión contra la izquierda no era
tan dura como se la suele presentar ahora, no en los años sesenta seguramente, aunque
el crecimiento de las organizaciones armadas disparó un ciclo de violencia que, al final,
las destruyó, e hizo que sus enemigos apelaran también a los actos más terribles.
Pienso que la Argentina no ha sacado las lecciones que surgen de aquel período
trágico. Si bien hoy se recusa la violencia, y eso es un avance que no se puede discutir,
continúa en el país un ambiente de retaliación, de venganza, que en nada puede
contribuir a cerrar las ideas del pasado. Se construye el mito del guerrillero bueno,
idealista, y del represor brutal y despiadado. Pero yo me pregunto ¿eran más idealistas
las balas y las bombas de la guerrilla que los calabozos y los instrumentos de tortura de
sus oponentes? Para mí la paz, una paz verdadera, tiene que basarse ante todo en la
verdad, no en los mitos justificatorios construido por uno de los bandos, y debiera
también aceptar que no se puede perseguir a unos sí a otros no; que muchas veces es
preferible olvidar y no remover hasta el fondo los sucesos del pasado si se quiere
avanzar hasta el futuro, o al menos que hay que hacerlo con cierto distanciamiento, no
guiados por el rencor o el deseo de venganza.
¿Por qué lo marcó tanto su
su experiencia en el Chile de Salvador Allende?
En el fondo porque, como tantos otros, me ilusioné: pensé que se podría construir el
socialismo en un clima abierto y democrático y comprobé, al poco tiempo, que no era
así, que el socialismo implicaba una forma esencial de violencia, porque se basaba en la
expropiación, en la imposición de una dirección centralizada para toda la sociedad que
anulaba la iniciativa de los individuos e irrespetaba sus libertades. Pero lo primero,
antes de sacar esta conclusión, fue que percibí la miseria económica a la que llevaba la
economía estatizada, la tuve que vivir en carne propia. Una buena receta que debería
seguir algunos que hablan, sin haberlo vivido, de las tarjetas de racionamiento y las
privaciones de los cubanos, por ejemplo, y las justifican en nombre de la revolución. En
Chile noté cómo la vida se iba empobreciendo, cómo el sistema político se iba
haciendo cada vez más opresivo y, por eso, me decidí a partir.
¿Por qué motivo piensa que otras personas, como muchos dirigentes políticos argentinos
que hoy participan en la vida pública, no reconocen que en los setenta se equivocaron?
Bueno, aceptar el error propio siempre es difícil, porque de algún modo puede afectar
la autoestima, hacer sentirse débil a quien examina su pasado. Y esto es más duro aún
para quien está en la política: por el hecho mismo de buscar el poder la gente, los
políticos, tratan de construir a su alrededor un aura de infalibilidad, y se convencen de
que están siempre en lo cierto. Lo malo es que, entonces, algunos líderes se aferran así
a ideas completamente superadas, a actitudes y propuestas que se han demostrado
como erróneas, y arrastran de ese modo a muchos seguidores que no están en
condiciones de descubrir esas equivocaciones, o que lo pueden hacer, como yo mismo,
sólo después de un largo proceso de análisis y de reflexión.
¿Por qué, a pesar de la caída del Muro de Berlín, a muchos jóvenes les siguen resultando
atractivos los "ideales de la izquierda revolucionaria"?
En parte, por lo que te venía diciendo hace un momento, porque hay líderes que
insisten en sus errores, no quieren reconocerlos o, lo que es peor, los aceptan pero sólo
en privado. Tienen sus intereses, claro está, y quieren seguir reclutando seguidores por
medio de los mitos del pasado. Eso es muy grave porque, de ese modo, se repiten los
fracasos de otras épocas, como está sucediendo ahora en varios países de la región que,
vuelven a recorrer los caminos del atraso y de la destrucción de las riquezas. Los
jóvenes, que por su misma condición de jóvenes tienen poca experiencia, suelen
ilusionarse fácilmente con ideas que apelan a la justicia y la libertad pero encierran
dentro de sí los gérmenes de la tiranía y la opresión.
¿Qué es lo que más le preocupa de la política argentina
argentina de hoy?
Me preocupan muchas cosas, claro. Una de ellas es esa obsesión por volver sobre el
pasado, abrir viejas heridas en un proceso que puede tener consecuencias más
negativas de lo que se piensa, como decía hace un momento. Pero lo que más me
desagrada es el personalismo, esa manera de seguir al líder, esa prepotencia que se
observa siempre en los que llegan a tener el poder: se creen como dioses que pueden
decidir el destino de los demás, como si tuvieran algún derecho que los demás no
poseen. La Argentina es tierra de caudillos, lo ha sido casi desde la independencia, y
me duele que no pueda librarse de ese mal. Las leyes son complicadas y absurdas, hay
demasiadas, y cuando se las examina bien se encuentra que sólo se han promulgado
para favorecer a ciertos intereses particulares o para ensanchar el poder del estado por
sobre los individuos. Me preocupa, además, la falta de alternativas claras en lo
ideológico y el modo en que nadie, o casi nadie, se opone al estado todopoderoso que
nos ha estado estrangulando desde hace casi un siglo.
¿Por qué piensa que un militar golpista como Hugo Chávez logró llegar al poder en
Venezuela, consolidarse, influir regionalmente y convertirse en un nuevo referente de la
izquierda latinoamericana?
Son varias las razones, por cierto, pero la principal es la inmadurez que mostró en un
momento el electorado venezolano. La gente, harta de la corrupción, hizo ganar a
Chávez en las elecciones de 1998 y dejó que luego, en 1999, el teniente coronel se
hiciese con un poder prácticamente absoluto gracias a la nueva constitución que
promulgó y que el electorado aceptó con bastante pasividad. Hubo siempre oposición,
claro está, pero al principio fuimos pocos los que comprendimos las tendencias
totalitarias que tenía el nuevo caudillo. Después del fracaso de 2002 Chávez avanzó
despiadadamente para consolidarse en el poder y lo hizo con una mezcla de astucia y
autoritarismo que desarmó a una oposición que siempre confió en que se respetarían
las reglas del juego. Chávez, sin embargo, las fue cambiando poco a poco. Un punto
importante fue que, ante una oposición que no tenía más recursos que los electorales,
Chávez logró dominar el Consejo Supremo Electoral.
Otros puntos también deben destacarse: buena parte de la oposición tiene ideas
socialistas moderadas y, por eso, no tiene argumentos sólidos para oponerse a un
populista como Chávez, que reparte gran cantidad de dádivas desde el poder. Claro
está, lo hace porque tiene dinero, mucho dinero, gracias a que controla la industria
petrolera estatal y los precios del petróleo están altos, al menos desde hace cuatro o
cinco años. Con ese dinero Chávez compra voluntades, en Venezuela y en el
extranjero, porque la gente está ansiosa de que les resuelva sus problemas y lo acoge
como a una especie de hombre providencial, de salvador. Todo ese mito que se ha
creado alrededor de su figura, sin embargo, no ha cambiado el rechazo que millones de
venezolanos tienen hacia él y sus políticas. Pero poco, muy poco, pueden hacer: no hay
forma pacífica de luchar contra quien controla y dispone de todos los mecanismos
electorales y además tiene el control absoluto del poder judicial y del congreso, que le
son fieles y actúan con no poco servilismo ante su figura. Tampoco hay forma posible
de hacer oposición violenta, realmente, porque el régimen es militarista y tiene las
fuerzas armadas bajo su absoluto control. Por eso miles de venezolanos se están yendo
del país, porque temen a la persecución y porque saben que sus propiedades y su
futuro están amenazados.
Ojalá que en el resto de América se entienda que Venezuela no ha progresado en estos
años, que vive una enmascarada dictadura y que le aguarda una violenta crisis
económica, y seguramente política, cuando comiencen a descender, o simplemente se
estanquen, los volátiles precios del petróleo.
¿Cómo evalúa que desde que publicó su libro "El fracaso del intervencionismo: Apertura
y libre mercado en América Latina", se produjeron luego importantes retrocesos para las
ideas liberales en la región?
Ha habido ciertamente un retroceso, e importante sin duda. Ya en ese libro me empeñé
en destacar que las reformas que se habían hecho en los ochenta y los noventa no eran
verdaderamente estructurales y que, ante todo, se habían realizado como paliativos
ante la situación de crisis que se vivió a partir de 1982. De allí en adelante lo que se
hizo fue muy poco y, al contrario, comenzaron a emerger líderes populistas que ahora
están en control de varios países. Creo que, sin embargo, sus políticas no conducirán a
ninguna parte y que por desgracia llegará una crisis seria a todos estos países donde se
ensayan de vuelta las políticas intervencionistas que fracasaron ya tan claramente en el
pasado.
¿En qué considera que se han equivocado más los liberales en América Latina?
En varias, cosas, aunque no tanto como algunos creen. Yo pienso que los liberales nos
concentramos en las reformas económicas pero que descuidamos el verdadero estado
de la opinión pública de nuestros países, que era y es, en casi todas partes,
mayoritariamente de izquierda. Creímos, no sin cierta ingenuidad, que el progreso
económico llevaría a nuevas convicciones políticas y que el socialismo, al menos en sus
formas más duras, estaba completamente liquidado luego de la caída del Muro de
Berlín. Pero no era así. En primer lugar porque ninguna reforma económica, por mejor
elaborada y aplicada que sea, puede cambiar en unos pocos años la situación
económica de un país: la pobreza es un mal que sólo se combate con riqueza, y la
riqueza no se puede acumular de modo suficiente en poco tiempo, necesita ir
generándose en un proceso que, de modo inevitable, es algo lento. Ningún país cambia
en 5 o 10 años por completo, aunque sí lo puede hacer en el curso de una generación,
en 15 o 20 años por lo menos. Ahí está el caso de Chile para comprobarlo: en Chile se
mantuvo una política favorable al mercado desde los años ochenta hasta el presente, y
ahora los chilenos están cosechando lo que sembraron. En otros países, en cambio, las
reformas duraron mucho menos, fueron muy incompletas y parciales, y no hubo tiempo
de consolidarlas y de esperar a que dieran resultados. Aunque resultados hubo, no hay
que olvidarlo: se detuvo la inflación, se mejoró enormemente el funcionamiento de las
empresas públicas que se privatizaron, se logró un cierto avance tecnológico gracias a
la inversión privada.
Pero nada de esto resulta suficiente, por supuesto, si no se llega al corazón de la gente,
si no se tiene fe en las propias ideas y se promueve un nuevo tipo de política y de moral
entre los gobernantes. Los liberales no insistimos lo suficiente en estos puntos, por
desgracia, y en todo caso no fuimos escuchados cuando lo hicimos. Ahora estamos
viendo que varios países han retrocedido de un modo lamentable y que, nuevamente,
habrá que esperar la ocasión propicia para que nuestras ideas sean asumidas y puestas
en práctica otra vez. Esperemos que entonces se lo haga de un modo más completo y
efectivo que antes y que entendamos que nuestra lucha no es sólo por mejorar la
economía y fomentar el crecimiento, sino por crear instituciones sólidas, que
favorezcan la libertad de las personas e impidan en nacimiento de nuevas dictaduras.
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