EL SACRIFICIO DE CRISTO NOS JUSTIFICA Y PERDONA P. Steven Scherrer, MM, ThD www.DailyBiblicalSermons.com Homilía del jueves, 2ª semana del año, 24 de enero de 2013 Heb. 7, 25-8, 6, Sal. 39, Marcos 3, 7-12 Cristo “no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Heb. 7, 27). Jesucristo es nuestro sumo sacerdote, nuestro intercesor con el Padre. Ministra para nosotros en el santuario celestial, y el sacrificio que ofrece para nosotros es el sacrificio de sí mismo en la cruz. A diferencia de los sumos sacerdotes, él ofreció su sacrificio una sola vez, pero es vigente para siempre. “Esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Heb. 7, 27). Así como los sumos sacerdotes ofrecieron sacrificios para el perdón de pecados en el templo, Cristo también ofreció un sacrificio a Dios para el perdón de nuestros pecados en el santuario celestial, donde entró con su propia sangre para nuestra redención. “No por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Heb. 9, 12). “No entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Heb. 9, 24). Así Cristo intercede por nosotros con el Padre. Él “puede también salvar perfectamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Heb. 7, 25). “No entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Heb. 9, 24). “Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Rom. 8, 34). “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 2, 1-2). Él es nuestro intercesor con el Padre. Cristo intercede por nosotros con el Padre por el sacrificio de sí mismo. “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Ped. 3, 18). Por medio de este sacrificio nos justificó y santificó. “Somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Heb. 10, 10). “Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios” (Heb. 10, 12). “Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10, 14). “Ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Heb. 9, 26). “Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (Heb. 9, 28). Cristo es “a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre” (Rom. 3, 25). Hizo esto para justificarnos; es decir, para hacernos verdaderamente justos, porque es Dios que lo hizo. Nos justificó al pagar con su sacrificio el precio de nuestra justificación. Porque la muerte es el castigo del pecado (Gén. 2, 17; Ezeq. 18, 20; Rom. 6, 23; 5, 12), Cristo sufrió una muerte penal por crucifixión para servir nuestra sentencia de muerte por nosotros. Puesto que nuestra sentencia fue servida, somos absueltos de nuestros pecados en toda justicia cuando creemos en él. En una palabra, somos justificados por su muerte. Su sacrificio expía y perdona los pecados de todos los que ponen su fe en él. Somos, pues, justificados sólo por la fe (Gal.2, 16), porque sólo su sacrificio nos justifica, y nuestra fe lo recibe. Una vez justificados, debemos crecer más aún en la santidad por las obras buenas. Cuando pecamos otra vez —aun en cosas pequeñas— necesitamos ser justificados otra vez por su muerte por medio de nuestra fe en él. 2