¡Coraje, Nicolás! Article de Pasqual Maragall a La Vanguardia (29-4-2001) De unos meses para acá, y sobre todo desde el pacto antiterrorista, no he expresado públicamente mis opiniones sobre el drama vasco tanto como privadamente, en alguna conversación más o menos larga con Mayor Oreja, con Ardanza y con Pujol (tras la muerte de Lluch), con Rodríguez Zapatero y con Redondo Terreros. También he hablado algunas veces, tras el atentado, con José Ramón Recalde y con su mujer, Teresa Castells, y creo que su criterio es en este momento el más ecuánime: ocurre a veces que la proximidad al drama, raramente, sorprendentemente, crea en ciertas personas una distancia lúcida que no puede menos que maravillar y seducir. Tanto, que me vienen ganas de responder a cualquier pregunta sobre Euskadi: "Lo que diga José Ramón, eso es lo que creo". Le escribí antes del atentado una carta abierta, después de un bello artículo de José Ramón sobre la confianza federal que reclamaba orden en la secuencia de las lealtades: lealtad de la parte de la nación para con el todo, o de la nación componente con la compuesta, o de los constituyentes -que somos todos y cada uno- con lo constituido: ésa sería la primera, y luego la inversa. Le contesté, después del atentado, que de acuerdo, por una razón: porque la sangre vertida tiene que haber servido de algo, porque en la historia suelen ir asociadas ambas cosas, la cara amable de los dioses y los sacrificios ofrecidos. España tiene que ser mejor después de tanto sufrimiento y tanta pérdida. La condición es que España estabilice la situación desde la que llorar a sus víctimas y construya la convivencia que haga posibles distintos llantos. Y no lo digo por el llanto de los etarras muertos, que esos ya tienen compensación en los crímenes que los vengan, sino por los distintos modos de llorar de los que no tenemos otra manera de resarcirnos de nuestra pena más que expresarla. Hay maneras y maneras de apenarse. Vascos y catalanes, castellanos y navarros, andaluces y gallegos lloran distinto, por decirlo así. Nacionalistas y liberales, probablemente, tampoco se apenan igual. Tienen acentos distintos que conviene respetar. En una palabra: si ahora, en esta etapa histórica, pasados los veinte años de la Constitución, estabilizamos una cultura democrática y autonómica (o federal), que se valga de la Constitución y de todo lo que ha venido después, habremos logrado lo que la crisis de final de siglo del XIX formuló como objetivos: democracia, Europa, educación, la España plural, el fin del atraso y de las desigualdades. Si Lluch y tantos como él no hubieran muerto, esa posibilidad sería una hipótesis interesante y plausible pero no una obligación terminante, que es lo que es ahora. De ahí quizás nuestra ansiedad. Pero debemos saber que gracias a él y a ellos esa obligación es más llevadera y el éxito más probable. Cuando los que matan matan a los que les odian en el fondo y en la forma, los que matan se condenan, pero no pierden apoyos propios. Cuando matan a los que les aborrecen sin decirlo y que pretenden dialogar, pierden no sólo apoyo moral sino también claridad estratégica: comienza esa fase final del terror consistente en una sospecha generalizada respecto de todo su entorno, que deviene suicidio progresivo. Con Lluch no he podido hablar de todo esto desde aquel día, en la campaña de Odón Elorza, en que gritó a los de EH, en plena tregua, lo que todos sabemos. Con su amigo Odón sí aunque menos de lo que muchos creen. Odón ha tenido una intuición formidable que el tiempo valorará: los vascos deben salir. Deben airearse, explicarse fuera de Euskadi. La ruptura del marasmo y de la bipolaridad psicológica vasca sugiere tratamientos diversos. Uno es el enfrentamiento con la realidad, un poco idealizado pero efectivo, que practica el nacionalismo español cuando propone una Euskadi sin nacionalistas vascos en el cuarto de mandos. Otro es el explicarse, hablar, pasear, salir, tener amigos, romper el tabú sobre la base de enfrentarse no sólo con sus causas, sino también con sus consecuencias: aislamiento, silencios injustificados, impotencia. Los gobiernos español y vasco han fracasado en la solución del conflicto vasco. Los socialistas, aunque han estado en los dos, ahora no están en ninguno de los dos. Somos muchos los que estamos dispuestos a colaborar modestamente, desde fuera, en que se estabilice un nuevo gobierno sin ataduras, ni con el presente Gobierno vasco ni con el presente Gobierno español, responsables ambos de no haber avanzado hacia la paz. Un nuevo gobierno vasco dueño de su destino y responsable ante su pueblo y ante la historia. Post scriptum. Este artículo, pensado hace ya unos meses, sigue en vigor para mí. Pero ahora estamos con elecciones en puertas. Sigo creyendo que Nicolás Redondo decidirá quién gobierna y que sólo un gobierno de todos los demócratas contra los que no lo son puede acercar a Euskadi a la paz. Pero también creo que nuestra opinión cuenta poco, que son los vascos quienes tienen que decidir y que son los socialistas vascos los que deben decidir sus alianzas y, por tanto, quién gobierna. ¡Coraje, Nicolás! 30/4/2001