Universidad Veracruzana La falacia de la orgía: el replanteamiento

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Universidad Veracruzana
Facultad de Letras Españolas
La falacia de la orgía: el replanteamiento de lo real en El
entenado
Tesis
Que para obtener el título de Licenciado en
Lengua y Literatura Hispánicas
presenta
Enrique Alfredo Alvarado Padilla
bajo la dirección de la
Dra. Elizabeth Corral Peña
Xalapa de Enríquez, Veracruz, a 22 de mayo de 2013
a Gabriel Wolfson, aunque sea escorpio
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No has querido ver la realidad como te han
hecho verla o te has propuesto y está bien.
Todo aquello que no agote la ambición de tus ojos
está bien. Cualquier punto que deje una sombra
en las pupilas, eso está bien…
Así nos ven a cada uno de nosotros
trabajando en la tierra.
Haciendo acopio de claridad o dudas.
Acumulando.
…
Bendita sea la ingratitud o el premio,
los zapatos visibles, las galaxias, las renovadas
muestras de confianza y todo lo que huye de mí
para dejarme espacio puro.
Hugo de Sanctis
2
Índice
Introducción
4
Algunos antecedentes
8
El problema de lo real
14
Esa lucecita
22
Nada por aquí
32
La rosa de la memoria
45
La falacia de la orgía
50
El ser es el eclipse
63
Las aceitunas
73
Un cosmos en escorzo (a manera de conclusiones)
88
Referencias
93
3
INTRODUCCIÓN
Una de las lecturas que más ha influido en mi forma de pensar no es una obra
literaria en un sentido estricto. Se trata de El retorno de los brujos, de Louis Pauwels
y Jacques Bergier, escritores y periodistas franceses. En este volumen, mezcla de
divagación esotérica con crítica social, de divulgación científica y ensayo
filosófico, los autores proponen una tesis bastante simple: si realmente nos
interesa desentrañar los constantes enigmas que plantea la realidad, necesitamos
ser capaces de asumir no sólo las perspectivas que surgen de la razón y la
conciencia analógica y binaria con que solemos enfrentar el mundo, sino también
aquéllas de origen más extraño o irracional, como el pensamiento mágico, la
intuición poética, el éxtasis de los místicos o el ocultismo. Llamaron a esta forma
de mirar las cosas “realismo fantástico” y a fin de demostrar su método en la
práctica, hicieron desfilar por los capítulos de su libro versos de Blake y de Percy
Shelley, cuentos de Borges y de Arthur C. Clarke, para discutir problemas como
la alquimia o la naturaleza ideológica del nazismo. Sus conclusiones pueden ser
cuestionables, pero su idea central me sigue pareciendo válida.
Cuando leí por primera vez El entenado, el volumen que es objeto del
estudio a continuación, pensé que era un perfecto ejemplo de realismo fantástico
aplicado. Paradójicamente, el punto de partida de Juan José Saer, autor de la obra,
4
es la torre de la filosofía, la obra más acabada del pensamiento puro que se
escruta a sí mismo. Desde los postulados del nihilismo y el existencialismo, de
nociones básicas de la fenomenología, entre otros tópicos posmodernos, la
novela acaba entregando una visión plural de lo real que desafía cualquier
experiencia o discurso erigido a partir del sentido común. La disolución
sistemática de las nociones más caras a la conciencia occidental que se lleva a
efecto en las páginas, emparienta a la novela con el pensamiento de los pueblos
aborígenes, con los supuestos del budismo, el hinduismo y el chamanismo, y con
esa imagen de un mundo al revés que Bajtín descubre en el carnaval de la Edad
Media.
Convertir esta intuición de lectura en un replanteamiento coherente de la
realidad fue el punto de partida de este trabajo. Mi objetivo, a fin de cuentas,
acabó por ser el intento, acaso demasiado ambicioso, de elucidar la cosmovisión
expuesta por la novela, una que se expresa en el testimonio del narrador del
relato. Sobra decir que el desarrollo de una empresa semejante amerita un
tratamiento exhaustivo, algo que rebasa por mucho mis fuerzas y los alcances de
una tesis de licenciatura. Por tanto, gracias a la amable flexibilidad de los
catedráticos de la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana
que orientaron este trabajo, asumí un modelo de investigación mucho más libre y
modesto: la escritura de una colección de ensayos que abordan, a su manera finita
5
e inacabada, diversos aspectos cifrados en el relato, como la nada, la sexualidad y
el placer, la relatividad del tiempo y el espacio, que resultan claves para entender
lo real tal como lo concibe el pensamiento contemporáneo. Debo decir a este
respecto que dejé fuera tópicos como la otredad, la ética y el lenguaje, que han
sido ya estudiados por los investigadores en torno a la novela de Saer,
especialmente desde la perspectiva de las ciencias sociales. Quiero creer que el
conjunto logra dar un panorama ordenado sobre la existencia humana y su lugar
en el universo según lo escrito en dicho volumen.
Detrás de los textos aquí presentados hay un sustento crítico y teórico. En
el primer caso, gracias a los trabajos de investigación sobre El entenado, y en el
segundo, a la obra de la ya citada eminencia rusa Mijail Bajtín. Los principales
rasgos ensayísticos que me permití recuperar fueron cierta soltura en el
razonamiento, con tal de echar mano de esa multiplicidad de perspectivas que he
mencionado aquí como deseable; la libertad de no tener que agotar temas de suyo
inagotables, y, en lo estilístico, el uso de un lenguaje no demasiado formal, sin
que por ello las nociones discutidas caigan, según yo, en lo ambiguo.
En cuanto a esta última elección creo que me justifican algunas razones.
De entrada, que la teoría de Bajtín encarna conceptos en metáforas fáciles de
comprender: el destronamiento del rey, la risa grotesca, el mundo del bajo
vientre. También cuenta el hecho de que Saer, como afirma la doctora Elizabeth
6
Corral, lleva en su obra la filosofía a la lengua de todos los días, por lo que
regresar el análisis a un lenguaje excesivamente especializado resulta
contradictorio en el mejor de los casos. Además está mi convicción,
fundamentada en la propia lectura de la novela y en mi experiencia de escritura,
de que las palabras son peces, y de que lo mejor a que puede aspirarse con ellas es
a expresar sin concesiones lo que se quiere decir, de la manera más clara posible,
esperando que el otro, el que completa el diálogo, sea capaz de recoger esa hebra
de discurso trabajosamente escardada.
Cierro esta introducción con una última palabra sobre la teoría enunciada
por Bajtín en su ya canónico libro sobre la cultura popular de la Edad Media. No
obstante las notorias diferencias entre objetos de estudio (una obra renacentista y
una novela del siglo XX), los conceptos y el desarrollo del ruso suponen un
respaldo importante para la realización de esta tesis porque las dificultades que un
lector contemporáneo enfrenta, a la hora de recuperar la visión de la realidad
entregada por el narrador de El entenado, son en esencia las mismas que planteó, a
los siglos posteriores, la aprehensión de la perspectiva carnavalesca ofrecida por
Rabelais en sus libros. Existe, en ambos casos, una distancia que es necesario
salvar. Más que histórica, es, digamos, epistemológica, y se funda en las
concepciones empiristas, racionalistas, materialistas, en que se ha sostenido el
pensamiento occidental desde la Ilustración.
7
ALGUNOS ANTECEDENTES
La obra de Juan José Saer (Serodino, 1937) ha sufrido una suerte curiosa. Bien
recibida y ampliamente comentada por la crítica, su divulgación entre la
comunidad de los lectores dista mucho, sin embargo, de ser la mejor. Aunque sus
libros no son especialmente crípticos ni inaccesibles, exigen una lectura atenta y
consciente de las transformaciones estéticas que ha experimentado la literatura en
las últimas décadas.
Saer escribió alrededor de treinta títulos que abarcan la novela, el cuento, el
ensayo, la poesía e incluso el guión, si bien, como es habitual en los autores de
calibre, sus textos muchas veces funden cualquier linde genérica preestablecida.
Existe cierto consenso entre los especialistas en cuanto a que la principal
contribución del escritor se dio en el campo de la narrativa, pero de igual modo
algunos de sus textos de reflexión y crítica, como El concepto de ficción (1997), no
sólo clarifican su poética, sino que permiten además comprender los alcances de
la prosa en la actualidad.
El universo narrativo de Saer se concentra en la ciudad de Santa Fe y sus
alrededores, donde vivió hasta 1968, año en que emigró a París en un exilio
voluntario, aunque presionado por las circunstancias políticas. De este mundo de
ficción, en que sus personajes pasan a veces de un libro a otro, destacan las
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novelas Cicatrices (1969), El limonero real (1974), Nadie nada nunca (1980), La ocasión
(1987), La pesquisa (novela policial, 1994), Las nubes (1997) y La grande (2005), así
como los volúmenes de cuento La mayor (1976) y Lugar (2000). Con muchos o
pocos lectores, su obra en conjunto posee una vigencia admirable que no parece
pronta a desaparecer.
El entenado (1982) ocupa un sitio especial en la escritura de Juan José Saer
por tratarse de la única pieza que ocurre en una temporalidad distinta al siglo XX,
aunque espacialmente se ubique casi por completo, igual que el resto de la
narrativa del autor, en las inmediaciones del Río de la Plata. La novela cuenta, en
la propia voz del protagonista, la vida de un huérfano español que se embarca
hacia América poco después del descubrimiento. Al día siguiente de su llegada,
los colastiné, una tribu ficticia cuyo nombre también es una provincia de Santa
Fe, masacran a sus compañeros de viaje, pero lo dejan a él con vida. El personaje
es llevado al interior de la selva, donde observa cómo los indios desmiembran y
devoran a marinos españoles para luego sumergirse en una orgía de la que ningún
exceso está excluido. El entenado pasa diez años en un exilio forzoso que sólo
después, dificultosamente, tras su vuelta a Europa y mediante la escritura de sus
memorias, comienza a entender.
La obra parte de dos fuentes históricas de importancia. La primera es un
episodio “auténtico”: la vida de Francisco del Puerto, grumete en la travesía de
9
Juan Solís, el capitán español que dio al Río de la Plata su nombre, falaz según la
opinión del mismo Saer. El viaje culminó en la muerte de los marinos recién
desembarcados, entre ellos el propio Solís, a manos de unos indios que los
devoraron sobre la playa frente al resto de la tripulación, la cual atestiguó el
hecho desde los barcos y después, de vuelta en Europa, lo repitió para el
asombro del siglo. Se supone que Francisco del Puerto sobrevivió a la matanza y
fue rescatado por otra expedición, pero regresó a América para pasar entre los
indios sus últimos años de vida.
A pesar de lo anterior, El entenado está lejos de ser una novela histórica
[Blanco 15]. De hecho, uno de sus principales objetivos es plantear la
imposibilidad de que un libro ofrezca nada más que una versión sesgada del
pasado, cuestión que estudiosos como María Cristina Pons [215] y Tiana Vekic
[8] han analizado a profundidad. Saer cuestiona la subjetividad de la construcción
narrativa de la historia [Pons 268] y oscurece deliberadamente las marcas que
pudieran permitir la identificación de una fecha y un sitio precisos. La brecha que
se abre entre la ficción y los hechos “reales” no posee mayor relevancia, salvo
como símbolo y punto de partida: la falta de datos comprobables sobre Francisco
del Puerto supone una carencia básica que la novela pareciera proponerse
remediar. El narrador suple la ausencia del principal testigo, el que podría haber
trasmitido una versión más fidedigna de la historia.
10
El segundo antecedente importante a considerar, en especial como
contraejemplo, es un género completo, el de las crónicas y “relaciones
verdaderas” de Indias. En particular hay que tomar en cuenta la Vera historia y
descripción de un país de las salvages y feroces gentes devoradoras de hombres situado en el nuevo
mundo América, de Juan Staden. Este libro, según, la investigadora Cristina Iglesia,
ofrece a la novela de Saer “un apoyo textual para numerosos temas, situaciones y
personajes […] sobre todo los vinculados con cautiverio y antropofagia” [114].
Las crónicas de Indias, además, con su visión europea que oscila entre el buen y el mal
salvaje, entre la geografía de lo innominado y la extrañeza de lo real, transmiten una
ideología colonizadora que el escritor argentino desmantela. En la novela de Saer no hay,
ni mucho menos, la ingenuidad o el “naturalismo mágico” bien intencionado de los
primeros cronistas. La seducción habitual del enfrentamiento entre civilizaciones permite
la entrada en el análisis del concepto de identidad cultural, idea que ha servido para
estudios que incluso emparentan, si bien de manera remota, a El entenado con la llamada
novela de la selva (Vanišová, 2010) [E. Corral 135].
El entenado, así, le enmienda la plana a los estereotipos del buen y el mal salvaje y
a los libros que se erigen como autoridades objetivas sobre el pasado, cuando en
realidad reproducen relatos que se pliegan a la ideología del poder en turno.
11
La novela también cuenta con un antecedente literario de mayor
importancia que los anteriores. Se trata de Zama, novela del escritor argentino
Antonio DiBenedetto, una de las mayores influencias de Juan José Saer, quien
sobre él escribió el prólogo “El narrador silenciado”, para la novela El silenciero, y
el ensayo “Zama”, incluido en El concepto de ficción. El paralelismo entre la novela
mencionada y El entenado comienza en el principal motivo de ambas: el exilio de
los protagonistas, españoles obligados por las circunstancias a residir en este
continente. Pero su mayor peso está en el sedimento filosófico de la obra y en un
paradigma estético que se aleja lo mismo de los cánones decimonónicos de la
novela argentina que del realismo mágico del boom. “Zama no se rebaja a la
demagogia de lo maravilloso ni a la ilustración de tesis sociológicas; no se obstina
en repetirnos las viejas crónicas familiares que marchitan la novela burguesa
desde fines del siglo XIX; no divide la realidad, que es problemática, en
naciones”, escribe Saer [El concepto de ficción 53].
A partir de esta divisa, DiBenedetto propone una narración fragmentada y
sobria, de oraciones y párrafos breves que enuncian la desesperación progresiva
del narrador. Saer, sin tampoco hacer concesiones a ninguna retórica, resuelve el
problema alternando pasajes de alta tensión narrativa con otros de lúcida
reflexión, y frecuentes y ágiles descripciones, que además tienen la virtud de
encarnar un concepto o una idea en un acontecimiento en apariencia nimio o
12
fugaz. Se crea así una uniformidad que otorga un relato sin fisuras ni capítulos, en
páginas y párrafos donde, a la manera de las largas tiradas de los poemas épicos
medievales, una forma engendra otra, un fenómeno se vuelve metáfora. Es
también la influencia del nouveau roman, asimilada mediante un concienzudo
ejercicio estilístico.
El existencialismo de Zama, por otra parte, se traslada al entenado en su
búsqueda de comprender el sentido de su propia experiencia, que representa,
sinécdoque evidente, el de la vida humana. En general, la filosofía en El entenado,
como en toda su obra, “constituye siempre un componente esencial que adopta
distintos tonos para manifestarse, enunciaciones cuya simplicidad parece
obedecer al intento de regresar la filosofía a la lengua de todos los días [E. Corral
131]” y que exponen, sin la maraña de una jerga técnica que pretendiera
aprehender con las tenazas de la lógica un cosmos en continua permutación, los
problemas básicos de la existencia.
La relación entre Zama y El entenado amerita un estudio por derecho
propio. Más adelante tendré ocasión de referirme aquí a ciertos aspectos
específicos de ella.
13
EL PROBLEMA DE LO REAL
El problema de lo real involucra por supuesto las llamadas grandes preguntas:
cuál es nuestro origen y destino, cuál la raíz y el propósito del universo, qué
significa la muerte. Por un lado, hay que notar que la formulación misma de las
interrogantes orienta la búsqueda de respuestas, y por otro, que la complejidad de
hallar palabras adecuadas para expresarlas es señal de que en ellas se encuentran
imbricados conceptos esenciales y muy difíciles de determinar, como la
conciencia y la validez de la experiencia, así como otros, acaso de índole más
negativa, que las teologías y las verdades oficiales convenientemente suelen pasar
por alto.
Por supuesto, la novela no asienta conclusiones decisivas, no formula
dogmas. Más bien constata la terrible plasticidad de algo que percibimos como
exterior y que puede cobrar tantas formas como perspectivas seamos capaces de
asumir, así como la manera en que eso en sí constituye una respuesta.
He dicho que el objetivo de esta tesis es escudriñar la cosmovisión de la
novela en conjunto. Tal, obviamente, no es sino la que ha redondeado el narrador
y protagonista del relato a lo largo de su vida. Pero esto no supone sólo un punto
de vista particular, puesto que cifra, de entrada, el conocimiento y las
especulaciones de distintas fuentes dentro del mismo universo narrativo de la
14
novela., de las cuales la más relevante es el imaginario de la tribu. La estancia del
entenado entre los indios supone no sólo la cesura definitiva entre su juventud y
su madurez: de vuelta en Europa, es incapaz, durante un largo tiempo, de
compartir las motivaciones de sus semejantes. Su experiencia “lo ha hecho perder
las coordenadas del mundo europeo y el reencuentro con „lo suyo‟ se convierte
en algo incomprensible, en un muro compacto de resquemores que le hacen
imposible reintegrarse a sus orígenes” [E. Corral 147].
El viejo que escribe su historia, no obstante, tampoco es un aborigen
trasplantado al viejo continente. En su modo de asimilar la existencia hay un
sistema de valores que se ancla en el humanismo, atribuible por entero a la
presencia del padre Quesada, “especie de padre putativo (como el doctor Weiss
lo es respecto al cronista de Las nubes)” [E. Corral 147]. El religioso, a través del
ejemplo de su vida, reconcilia al entenado con su origen, instruyéndolo en la
cultura clásica. Hay varios rasgos bien reconocibles de la misma que pueden
rastrearse en el personaje, ya maduro, de manera rápida: su sobriedad; su
predilección por la vida tranquila lejos del mundanal ruido (un eco del beautus ille
horaciano); su decisión de montar una imprenta, fuente del saber grecolatino en
la época renacentista. El propio hecho de que cumpla sobre el papel la
encomienda de contar la vida de los colastiné puede adjudicarse a su mínima
confianza en la escritura, en la necesidad de la palabra escrita.
15
El gran componente de sus ideas sobre el mundo, sin embargo, es su
temperamento mismo, signado, claro está, por la orfandad. Desde su nacimiento,
el entenado está forzado a vivir en una reclusión emocional terrible. Sus primeros
contactos con la sociedad de su tiempo son encuentros fugaces con prostitutas y
marinos, y tras la matanza de sus compañeros en América se halla aun más al
margen, forzado a presenciar la existencia de una comunidad, con sus ciclos de
trabajo y desenfreno, sin participar, salvo de manera limitada en circunstancias
excepcionales, en los primeros, y jamás en los segundos. Después de la muerte
del padre Quesada y de malvivir en cantinas y caminos, comparte el éxito, si bien
no parece disfrutarlo, de una compañía de actores que representan la pantomima
de su vida. Hasta que adopta a los huérfanos de una de las actrices, apuñalada por
un amante celoso, no conoce realmente vínculos afectivos duraderos con nadie
en el mundo.
En este aislamiento casi absoluto del personaje en medio de los hombres
resulta palpable la influencia de Antonio Di Benedetto. Don Diego de Zama es
un hermano espiritual del entenado, por causa de su exilio americano y de su
carácter solitario, escéptico y reflexivo. Debido, quizá, a esa prolijidad de lo real,
como diría Borges, que ha confrontado y decidido arbitrariamente su vida, Zama
y el entenado se convierten en seres pasivos, entregados a lo que el paso del
tiempo haga de ellos. Pertenecen al linaje del extranjero de Camus y del Bartleby
16
de Melville: personajes alegóricos, existencialista el primero y precursor del
existencialismo el segundo [Mendoza 26-27].
La consecuencia más visible de esta condición del entenado es una
desconfianza que deviene escepticismo no sólo en las respuestas dadas a las
preguntas esenciales, sino además en la posibilidad de que el objeto de tales
interrogantes sea inteligible o suficientemente real como para contar con una
explicación. Es un recelo comprensible en que se avienen su talante natural, el
mismo tópico calderoniano de que la vida es sueño y la actitud de los indios, para
quienes la “mera presencia de las cosas no garantizaba su existencia. Un árbol,
por ejemplo, no siempre se bastaba a sí mismo […] Siempre le estaba faltando un
poco de realidad [60]”. La necesidad de poner en tela de juicio hasta el
acontecimiento más prosaico se ve satisfecha por la lucidez envidiable de sus
reflexiones, que no son sino resultado de la poética del autor.
Quisiera aclarar de una vez que no confundo las instancias narrativas: no
es que crea que el personaje, ente ficticio, sea siempre un portavoz del novelista.
He mencionado ya la congruencia ideológica entre las distintas partes de la
narrativa de Saer; como una prueba más de que en este caso hay una íntima
conexión entre los postulados del entenado y su creador, transcribo aquí el
siguiente pasaje del libro de ensayos El río sin orillas (publicado, según la mayoría
de las fuentes, en 1991, aunque otras señalan que se editó en 1982,
17
coincidentemente el año en que se publicó El entenado, pequeño misterio más que
significativo):
Pero lo que dura no es menos problemático: un caballo que pasta, abstraído y tranquilo,
en algún lugar del campo, al convertirse en el único polo de atracción familiar de la
mirada, va perdiendo poco a poco su carácter familiar, para volverse extraño o incluso
misterioso. Su aislamiento lo desfamiliariza, su Unicidad, que me permito reforzar con
una mayúscula, magnetiza la mirada y promueve, instintivamente, la abstracción del
espacio en el que está inscripto, incitando una serie de interrogaciones: qué es un caballo,
por qué existen los caballos, por qué llamamos caballos a esa presencia que en definitiva
no tiene nombre ni razón ninguna de estar en el mundo; su esencia y su finalidad, cuanto
más se afirma su presencia material, se vuelven inciertas y brumosas. Al cabo de cierto
lapso de extrañamiento, la percepción ya no ve un caballo, tal como lo conocía antes de
su aparición en el campo visual, sino una masa oscura y palpitante, un ente problemático
cuya problematicidad contamina todo lo existente, y que adquiere la nitidez enigmática
de una visión [119-120].
Para Saer, como para el entenado y otros de sus personajes, lo más familiar se
vuelve problemático porque el roce continuo con sus rasgos y cualidades lo
revela en una última instancia como caprichoso y arbitrario. En la novela que nos
ocupa, el narrador descubrirá esa misma extrañeza en el sol, el río y las estrellas, y
hará énfasis, una y otra vez, en la imposibilidad de la tribu y del ser humano, por
18
extensión, de saberse real, a causa de la duda “que no podían verificar en el
exterior [62]”, que pone en jaque la existencia y es origen de toda especulación
posible. De nuevo, se trata de un problema de la filosofía, de un problema
ontológico, en concreto, trasladado al dominio de la literatura, expuesto con
nitidez ante los ojos del lector para poner en crisis sus cómodas
conceptualizaciones sobre el mundo. Saer recupera un rasgo inalienablemente
humano, quizá el más decisivo, al que los mitos, las religiones y ya no digamos los
discursos nacionalistas suelen soslayar.
Puede descubrirse así, como no resulta extraño, que la mentalidad del
entenado y las distintas visiones de lo real propias de la diégesis de la novela
cifran ante todo los problemas del pensamiento occidental contemporáneo. La
confianza renacentista se ha convertido en un catoblepas devorándose a sí mismo
al poner en entredicho el antaño tan luminoso cogito ergo sum. Curiosamente, la
forma en que este recelo aparece en el libro recuerda mucho la visión hinduista y
budista de la existencia, esa certeza fatal de que cualquier cosa es maya, engaño o
ilusión:
El sol alto iluminaba todo sin volverlo, sin embargo, más inmediato y presente. Los
barcos, detrás, en un supuesto río, eran, a media mañana, un recuerdo improbable.
Durante unos minutos permanecimos inmóviles, contemplando, al unísono, el mismo
19
paisaje del que no sabíamos si, aparte de los nuestros, otros ojos lo habían recorrido, ni
si, cuando nos diésemos vuelta, no se desvanecería a nuestras espaldas, como una ilusión
momentánea [12].
Las reflexiones del narrador suelen abismarse en el instante, partícula a la que la
realidad se reduce y que limita lo que puede ser percibido a una serie de estímulos
encadenados, el rango del suceso. En este breve intervalo en que la memoria aún
puede constatar la presencia de lo vivido, el narrador descubre que
Nuestro entendimiento y esa tierra eran una y la misma cosa; resultaba imposible
imaginar uno sin la otra, o viceversa. Si de verdad éramos la única presencia humana que
había atravesado esa maleza calcinada desde el principio del tiempo, concebirla en
nuestra ausencia tal como iba presentándose a nuestros sentidos era tan difícil como
concebir nuestro entendimiento sin esa tierra vacía de la que iba estando constantemente
lleno [12].
De la duda original, por tanto, se pasa a una segunda característica básica y
contradictoria: la continuidad, la identidad esencial de todo lo que existe, que nos
abarca y que, en el presente, cuando el ser humano no depende sólo de la
memoria y puede servirse de sus sentidos para confirmar lo que está viviendo,
revela en toda su perplejidad que nuestra consciencia no puede diferenciarse de
20
lo que parece tan exterior. Esta idea, por cierto, de que el universo entero está
comunicado, es una de las tesis básicas de Bajtín, exhibida, de acuerdo con su
estudio, en la cultura popular de la Edad Media [230]. En El entenado, se trasluce
en innumerables expresiones, de las que rescato una imagen cautivadora: “el
grumo lento de los caimanes en las orillas pantanosas [11]”.
Esto debería de ser obvio para los versados en fenomenología. La
metáfora es más que un artificio que da realce a la descripción; es, poéticamente
por supuesto, una forma de nombrar lo real y poner en evidencia su mentada
unión incontrastable. ¿Qué privilegio permite al ser humano sancionar que el
caimán, el agua, el aire y el barro son entes separados y distintos, cuando a cada
instante, el reptil inmóvil en el río, inmerso en el aire y viceversa, es un fenómeno
único, vivo, y seguramente con una perspectiva propia del ser? La metáfora
(“grumo”: algo que sobresale, que pertenece a un medio y comparte su materia,
pero que está a mitad de camino entre la formación o la asimilación) reconoce
este hecho que nuestra conciencia analógica y nuestro lenguaje tienden a separar.
Como ya se dijo, la novela volverá una y otra vez, a lo largo de las páginas,
a echar mano de nociones básicas de la filosofía que pueden reconocerse sin
mayor dificultad, aunque eso sea prescindible para la comprensión y el goce del
texto. En este caso, el punto de partida fenomenológico, que exige ver al sujeto y
al objeto de la experiencia como parte de un mismo fenómeno, se halla en el
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centro de la cosmogonía de los indios, caracterizada por un fuerte
antropocentrismo:
El árbol estaba ahí y ellos eran el árbol. Sin ellos, no había árbol, pero, sin el árbol, ellos
tampoco eran nada. Dependían tanto uno del otro que la confianza era imposible. Los
indios no podían confiar en la existencia del árbol porque sabían que el árbol dependía
de la de ellos, pero, al mismo tiempo, como el árbol contribuía, con su presencia, a
garantizar la existencia de los indios, los indios no podían sentirse enteramente existentes
porque sabían que si la existencia les venía del árbol, esa existencia era problemática ya
que el árbol parecía obtener la suya propia de la que los indios le acordaban. El problema
provenía, no de una falta de garantía, sino más bien de un exceso [60].
Este antropocentrismo es recurrente y sustantivo en las cosmogonías primitivas,
pero como ya dijimos, el conflicto de los colastiné es ante todo símbolo de un
sentir posmoderno: la ya indudable conciencia de la nimiedad humana y, al
mismo tiempo, nostalgia, anhelo o secreta convicción de ser algo de mayor
trascendencia en el cosmos. Parte de la tragedia, pura soberbia existencial si se
quiere, es quizá nuestra obsesión o necesidad de encontrar una razón para el
universo, que sin nuestra conciencia pareciera carecer de propósito, y como si
sólo nosotros, a través de nuestro hacer, aunque precario, pudiéramos
otorgárselo.
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No me resisto a subrayar otro símbolo de la novela de ese tejido secreto
que hilvana las cosas, de especial importancia a la vista de lo que sabemos sobre
Juan José Saer, gran parte de cuya obra transcurre en las inmediaciones del Río de
la Plata.
Ellos lo llaman padre de ríos. Y es verdad que, mientras viene bajando, engendra ríos a
su paso, ríos que van multiplicándose en las proximidades de la desembocadura, que se
separan a determinada altura del lecho principal, corren unas leguas paralelos a él, y
vuelven a reunírsele un poco más abajo, ríos que a su vez engendran ríos que engendran
otros a su vez, con esa tendencia a la multiplicación infinita que frenan a duras penas las
barrancas comidas por el agua; río de muchas orillas, a causa de las islas sombrías y
pantanosas que las forman [60].
Por supuesto, en el texto al río nunca se le llama De la Plata, y podría ser
cualquiera, de no ser por un indicio sutil: el capitán de la expedición del entenado
lo llama “dulce”, del mismo modo que Solís, el primer descubridor del célebre río
argentino, llamó a éste Mar Dulce, como el propio Saer recuerda [El río sin orillas
52]. Regardless, el punto es que la descripción es profundamente alegórica, como
se ha visto; alude a las múltiples conexiones de las causas y los sucesos, a la
diversidad de fenómenos que a fin de cuentas están elaborados de una misma e
indivisible sustancia.
23
ESA LUCECITA
Luz, ¿qué más?... En la orgía de colores
de nuestra arboladura
la luz toma conciencia de sí misma.
Desiderio Macías Silva
Según se ha visto hasta el momento, en El entenado el problema de lo real ha de
elucidarse entre dos polos. El primero es la duda o la imposibilidad de
comprobar gran cosa sobre lo existente y el segundo, oh paradoja, que de
cualquier manera, eso que ni siquiera puede afirmarse con certeza se encuentra
íntimamente imbricado en todas sus partes, en una red que nos incluye. Entre esa
nada y esa totalidad, está “la lucecita que da forma, color y volumen al espacio en
torno y lo vuelve exterior” [10], es decir, la conciencia, la razón, la inteligencia
humanas. El concepto no es unívoco, porque esa humilde metáfora, a la que Saer
recurrirá en varias ocasiones, es abierta y deja en claro la escala de nuestros
medios en comparación.
En mi primera lectura de la novela, a partir de esta imagen, se me había
ocurrido un símil medio estúpido: la conciencia como un ratón que recorre una
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tela por debajo y la engrosa por donde se desplaza. Estamos inmersos en el
mundo, cada uno de nuestros actos no es más que una prolongación o
comunicación con él, pero nuestro intelecto establece una distinción entre el
dentro y el afuera. Recoge ciertas características del universo y las codifica y
recrea. Es “el propio ser que emerge apenas de lo hondo, reconstruyendo el día
inminente” [11].
En El entenado, la conciencia ocupa un sitio a media luz en las meditaciones
del narrador. Abrumado por sus circunstancias y su ardua búsqueda de sentido,
no deja de recordar que la extrañeza de la existencia se deriva en primer lugar de
“esa lucecita”. La conciencia inaugura un abismo entre nosotros y lo de fuera,
entre nuestros actos y lo que deseamos o sentimos por instinto. En consecuencia,
si bien por una parte es lo único que podemos oponer a la maraña de los
fenómenos, también es causa de enajenación, de una disociación entre el ser y la
vida: “a partir del regreso, mi vivir fue volviéndose algo extraño que yo veía
desenvolverse a cierta distancia de mí mismo, incomprensible y frágil, y que el
más mínimo temblor desmoronaba. Mi vivir había sido como expelido de mi ser,
y por esa razón, los dos se me habían vuelto oscuros y superfluos” [53].
Para sostenerse a sí misma, la razón ha inventado la muleta de la cultura. En
“La escéptica risa del testigo” la doctora Corral y yo hemos explorado ya cómo
Saer escruta la precariedad de las construcciones e ideologías humanas, de nuevo
25
en la escritura en paralelo de El río sin orillas y El entenado, en los pasajes que
describen, ensayística y narrativamente, el viaje de los marinos españoles a través
del océano:
Atravesando el mar exterior, entrando en el agua barrosa del río, no sabían que iban
siendo expulsados también de sus costumbres, de su cultura, de su lengua, de su
concepción misma de la especie humana, en una palabra, de todas las mediaciones
simbólicas de lo más relativas, que confundían con una supuesta realidad absoluta (El río
sin orillas 44-45).
Todo el mundo conocido reposaba sobre nuestros recuerdos. Nosotros éramos sus
únicos garantes en ese medio liso y uniforme, de color azul. El sol atestiguaba día a día,
regular, cierta alteridad, rojo en el horizonte, incandescente y amarillo en el cenit. Pero
era poca realidad. Al cabo de varias semanas nos alcanzó el delirio: nuestra sola
convicción y nuestros meros recuerdos no eran fundamento suficiente. Mar y cielo iban
perdiendo nombre y sentido. Cuanto más rugosas eran la soga o la madera en el interior
de los barcos, más ásperas las velas, más espesos los cuerpos que deambulaban en
cubierta, más problemática se volvía su presencia (El entenado 15).
Asentadas en una base tan precaria, resulta únicamente lógico que las
cosmogonías de cualquier civilización adolezcan de una fragmentariedad
intrínseca. Algunas reconocen ese carácter y otras no: es lo que separa los
26
dogmas de las hipótesis. La visión de los indios, por su parte, aunque no lo
considere abiertamente, recoge esta sensación:
El universo entero era incierto; ellos, en cambio, se concebían como algo un poco más
seguro; pero como ignoraban lo que el universo pensaba de sí mismo, esa incertidumbre
suplementaria disminuía su autoridad. Todas estas elucubraciones eran para ellos mucho
más penosas de lo que parecen escritas porque ellos, a pesar de que las vivían en carne y
hueso, las ignoraban. Las vivían en cada acto que realizaban, con cada palabra que
proferían, en sus construcciones materiales y en sus sueños. Querían hacer persistir, por
todos los medios, el mundo incierto y cambiante. […] Por precario que fuese, al único
mundo conocido había que preservarlo a toda costa. Si había alguna posibilidad de ser,
de durar, esa posibilidad no podía darse más que ahí. Lo que había que hacer durar era
eso, por incierto que fuese. Actualizaban, a cada momento, aun cuando no valiese la
pena, el único mundo posible. No había mucho que elegir: era, de todas maneras, ése o
nada [62].
Esta forma de vida bien puede considerarse una alienación o neurosis propia de
esos aborígenes ficticios, por razones incluso morales, como se analizará en el
ensayo dedicado a su concepción del placer. Pero vale la pena recordar que
nuestro pensamiento no es menos obsesivo: “lo que había que hacer durar era
eso”, fuera del contexto de la novela, bien podría ser la divisa de cualquiera de
27
nuestros esfuerzos como civilización. Nuestro destino es, si acaso, más ridículo.
Sin la asunción de los colastiné, que se han creído el centro del mundo y han
aceptado soportar ese peso, nuestros actos son quimeras para manipular un
mundo en el que ni siquiera sabemos si podemos incidir de manera determinante.
Los indios soportaban el peso de las estrellas; nosotros nos sabemos a merced de
sus estallidos.
“Actualización” es la palabra clave, voz contemporánea que pertenece al
mundo de la informática, puesto de avanzada del futuro en el presente. Vale la
pena destacar su peso específico dentro de la novela y hay que recordar de nuevo
el año de publicación de la misma: 1982, mucho antes de que el referido vocablo
se popularizara gracias al uso de la red. En El entenado, la palabra permite al
narrador expresar puntualmente el conflicto diario de la consciencia con la
realidad: la incertidumbre, más aguda mientras más enterrado se considere el
mecanicismo del siglo XVIII (“dame las condiciones iniciales y podré decirte la
trayectoria de una partícula en todo momento”, se ufanaba Laplace), de saber que
el mundo conocido vaya a permanecer inalterado si no se le vigila. Si las
partículas y subpartículas de la física cuántica se ayuntan, colisionan o desintegran
según leyes probabilísticas, deja de ser confiable el sentido común que nos dice
que una mesa seguirá siendo una mesa. El sentido común es quizá pura renuencia
28
a vivir en un mundo de cambio perpetuo que ni siquiera notamos, a considerar lo
arbitrario de nuestra forma de ver las cosas.
Que la inteligencia humana tenga cierta capacidad de crear conceptos y
manipularlos satisfactoriamente para incidir en la realidad tampoco significa que
la duda pierda un ápice de su capacidad demoledora. El narrador lo reconoce de
manera explícita cuando reflexiona acerca del lenguaje: “Un observador
esporádico hubiese podido pensar que ese idioma iba construyéndose según el
capricho del que lo hablaba. Más tarde comprendí que aun hasta al capricho
nuestro entendimiento le inflige leyes que le dan la ilusión del conocer” [43].
Principal herramienta del intelecto, acaso indistinguible de él, en el carácter del
lenguaje de los colastiné se expresa también el conflicto con la duda que se
apuntó en el ensayo anterior. Para los indios no hay verbo ser ni estar, sino a lo
mucho parecer. La misma palabra que designa la apariencia se utiliza para referirse
a lo exterior, los eclipses, la mentira y el enemigo. De nueva cuenta, se trata de
una desconfianza análoga a la del budismo y el hinduismo sobre un mundo que
se concibe fundamentalmente como sueño o engaño. “Pero parece tiene menos el
sentido de similitud que el de desconfianza. Es más un vocablo negativo que
positivo. Implica más objeción que comparación. No es que remita a una imagen
ya conocida sino que tiende, más bien, a desgastar la percepción y a restarle
contundencia” [61]. Se asemeja también al recelo de los filósofos presocráticos en
29
el mundo del fenómeno, el de los sentidos, opuesto al del nóumeno (lo esencial),
para quienes el fluir del universo “ni es, ni no es” [Colli 303-306].
La conciencia humana, entonces, en la visión del entenado, se revela como
una entidad finita y vulnerable, el primer engaño del ser en la medida en que lo
segrega de su entorno, y a la vez una forastera embaucada a cada instante por el
mundo de lo sensorial. En varias ocasiones, sin embargo, también exhibe una
admirable habilidad para bloquear ciertos estímulos de su circunstancia, para
seleccionar sólo algunos aspectos de la realidad y abocarse en los de su
imaginación, en lo que podría considerarse un engaño de segundo grado. La más
memorable es probablemente la diferenciación entre los dos planos que se
establece en la primera orgía que presencia el entenado, entre quienes participan
en ella y él y los guardianes de la tribu.
Pasaban a nuestro lado sin siquiera dirigirnos una mirada –o, mejor, como si hubiésemos
sido transparentes, sus miradas perdidas nos atravesaban buscando algo más real en qué
posarse. Era como si deambuláramos por dos mundos diferentes, como si nuestros
caminos no pudiesen, cualquiera fuese nuestro itinerario, cruzarse, como si paredes de
vidrio nos separaran [30]
30
A los indios basta el aislamiento o la concentración para habitar una realidad
propia, si bien superpuesta, conectada con la de los demás, un estado de
reclusión de la conciencia en su propio mundo interior.
La gente que confía en el sentido común como brújula de la existencia
suele reservar esta disociación entre planos de lo real al mundo de los sueños o
de la fantasía, como si cada quien no cargara consigo su ficción particular. Sin
embargo, esta propiedad o acontecimiento de la conciencia que exhiben los
indios durante la fiesta tampoco nos es ajena: está el famoso daydreaming, el
pantano en que se hunden los jugadores de ajedrez durante una partida o la
distorsión de la realidad que produce cualquier tipo de droga, desde el azúcar
hasta los psicotrópicos. Se trata de pruebas, por si faltaran, de que la exterioridad
y aparente estabilidad del mundo son una convención social, una percepción
compartida de la especie, que se funda en patrones comunes de pensamiento, en
un delicado equilibrio de sustancias químicas en nuestro cerebro, más que un
hecho irrefutable y evidente por sí mismo, como querían los empiristas.
31
NADA POR AQUÍ
La duda que objeta el transcurso de la vida y sus conceptos se desborda en un
punto de inflexión de la trama de El entenado, un cuello de botella en que la
identidad del narrador se reduce hasta topar con un punto y aparte. Su abrupta
salida del mundo de los indios lo hace dudar de su propia existencia.
Mientras me alejaba río abajo, sin destino conocido, sentía algo que recién esta noche,
sesenta años más tarde, cuando ya no se despliega, frente a mí, casi ningún porvenir, me
atrevo, sin estar sin embargo demasiado seguro, a formular: que no venía nadie, remando
río abajo, en la canoa, que nadie existía ni había existido nunca, fuera de alguien que,
durante diez años, había deambulado, incierto y confuso, en ese espacio de evidencia.
Así hasta que un recodo del río borró, abrupto, la visión, y salí de ese sueño para siempre
[44-45].
Frase o estocada, este nihilismo tembloroso confirma al vacío como la imposible
piedra angular de la poética del autor argentino. Qué tan capital es esta idea en la
narrativa de Saer, lo evidencia el título de una de sus novelas clave, Nadie nada
nunca, y su maravilloso final, que no me resisto a transcribir.
32
Cuando las manos chocan, por fin, una contra la otra, resonando, el bañero se da vuelta
y comienza a bajar hacia la playa, el Gato alza la cabeza, mirando hacia el portón, el
segundo trago de café se empasta contra el primero en la garganta de Elisa, el bayo
amarillo comienza a sacudir la cabeza bajo el chaparrón, y el lapso incalculable, tan ancho
como largo es el tiempo entero, que hubiese parecido querer, a su manera, persistir, se hunde,
al mismo tiempo, paradójico, en el pasado y en el futuro, y naufraga, como el resto, o
arrastrándolo consigo, inenarrable, en la nada universal [136].
Saer expone, a través de su personaje, un recelo en cierto sentido maniático que
admite, a causa de su falta de evidencia y su desconfianza en la conciencia y la
memoria, que lo vivido podría ser sólo una invención del instante anterior al
pensamiento. Se trata de la puesta en escena de la herida abierta por la evolución
de la filosofía occidental, exhibida con claridad desoladora. De nueva cuenta,
como poniéndose de acuerdo con nociones venidas desde el otro extremo del
orbe, el entenado y el mismo Saer parecieran practicar un ejercicio propio del
budismo zen, el de poner en tela de juicio el propio ser, e incluso el ser del Buda.
Por cierto que esta idea de precariedad del yo también es capital para El
entenado y aparece con cierta recurrencia.
No se sabe nunca cuándo se nace: el parto es una simple convención. Muchos mueren
sin haber nacido; otros nacen apenas, otros mal, como abortados. Algunos, por
33
nacimientos sucesivos, van pasando de vida en vida, y si la muerte no viniese a
interrumpirlos, serían capaces de agotar el ramillete de mundos posibles a fuerza de
nacer una y otra vez, como si poseyesen una reserva inagotable de inocencia y de
abandono [17].
Como la realidad, la identidad se asume en continua permutación a través de esta
metáfora sobre las transformaciones que una persona experimenta. Es desde
luego una reelaboración de las interpretaciones dadas al río de Heráclito, pero va
más allá. Aquí debe pensarse en el contexto de esta cruzada existencial que
representa la narración. Lo de menos es reconocer que la identidad se reinventa:
es necesario considerar esa maleabilidad del ser como una extensión del cambio
constante del universo.
Por puro ocio, ya que no es el punto principal de estas páginas, cabe
identificar los nacimientos sucesivos del protagonista. El segundo tendría que ser
su primera noche en la selva de los colastiné; el tercero su salida de “ese sueño”,
río abajo; el cuarto, su aprendizaje con el padre Quesada. El del entenado es un
caso excepcional, claro, pero no es descabellado que cada individuo viva esas
mismas transiciones con su personal dosis de dramatismo.
Pero volviendo al punto, una vez que se ha caído en cuenta del nicho
central que ocupa la nada en el relato y la descripción del cosmos entregada por
34
él, vale la pena examinar sus consecuencias. Lo primero a reconocer es que el
trasfondo nihilista no es en lo absoluto maniqueo; es decir, si bien implica una
fuerte carga de pesimismo, no funge como tabula rasa para simplificar la
complejidad del problema de lo real. “Todo es nada” no dice nada; en cambio
“Nada nos es connatural. Basta una acumulación de vida, aunque sea neutra y
gris, para que nuestras esperanzas más firmes y nuestros deseos más intensos se
desmoronen. Recibimos masas continuas de experiencia como el cajón, en la fosa
húmeda, paladas de tierra definitiva [43]” descubre, de entrada, que la falibilidad
de la voluntad humana es pura consecuencia de la acumulación de lo vivido. La
costumbre, la vejez, conducen al “presente pastoso” que nuestra lucidez “valiente
pero endeble” trata con éxito cuestionable de discernir. La nada se entiende aquí
como anulación, como una masa sin densidad que se opone, empero, a nuestra
voluntad.
Más adelante, derivación implícita del “reverso negro” del que ha emergido
el mundo, la precariedad se postula como “el atributo principal de las cosas [60]”.
Esta idea pareciera estar de acuerdo con la noción bajtineana de la constante
permutación del cosmos [Bajtín 185], pero con un signo contrario. Se trata,
acaso, menos de una resonancia del siglo XVI, optimista y humanista, que del
siglo XX, pesimista y dueño de la segunda ley de la termodinámica, la cual
certifica desde la teoría que todo el universo corre hacia su decaimiento y que el
35
desorden del sistema siempre tiende a aumentar. Saer trae desde la esfera de la
abstracción científica una premisa que a estas alturas ya es un lugar común, pero
que sólo lentamente ha ido permeando nuestra existencia cotidiana y nuestra
concepción del universo. Por supuesto, la noción de la caducidad de los seres
siempre ha estado presente en muchas expresiones, tanto de la cultura oficial
como popular: los sermones, la poesía de los goliardos o las canciones de Cypress
Hill. Pero El entenado la problematiza, va más allá de su carácter tajante y revela
otras aristas.
Una forma muy clara de definir la peculiaridad de la nada en Saer es
compararla con el nihilismo de Zama. La principal diferencia respecto a la novela
de DiBenedetto está en que el primero refiere lo inútil de esperar algo y al mismo
tiempo lo inevitable que ello resulta al ser humano. Para DiBenedetto, la
existencia humana se agota en el deseo de que suceda algo hipotéticamente
mejor, o muchas veces, tan sólo distinto a lo conocido, impregnado por el hastío.
La empresa no llevaba aspecto de suscitar alegría o fuertes esperanzas. No hablaban de
ella.
Para mí representaba una fuga, una fuga incierta.
Creo que entonces, junto con esa incertidumbre del objetivo, comenzó a poseerme la
certeza de que, en cualquier lugar, mis probabilidades serían las mismas.
36
Me pregunté, no por qué vivía, sino por qué había vivido. Supuse que por la espera y
quise saber si aún esperaba algo. Me pareció que sí.
Siempre se espera más.
Sin embargo, esto lo discernía mi entendimiento; pero, con prescindencia de él, estaba
entregado a una bruta inercia, como si mi cuota estuviese por agotarse, como si el
mundo fuera a quedar despoblado porque yo no iba a estar más en él [DiBenedetto 196].
La nada que sufre don Diego de Zama conduce a la muerte o es una extensión
fatal de ella.
El viento voltearía la cruz.
Alguien, después, sacaría la piedra.
Tierra lisa.
Nadie.
Nada [180].
En cambio, si bien van estrechamente aparejadas, la muerte y la nada, en El
entenado, no son sinónimos, y trascienden ese fatalismo que por ejemplo el monje
medieval Trifón expresaba en versos que se apropiaron los poetas barrocos como
Sor Juana Inés de la Cruz: “Fodit, et in fossa thesauros condit opaca / As, nummos,
lapides, cadaver, simulacra, nihilque” [Hugo 302]). Sin embargo, para los colastiné, la
dificultad no es “persistir en el mundo, a causa del desgaste y la muerte, sino más
37
bien, o tal vez sobre todo […] acceder a él [60]”, a causa de su insuficiencia, de su
fragilidad entendida como falta de veracidad. El terror cósmico que experimentan
los indios es un horror al vacío que se ofrece a diario en cada cosa y que a veces
se exhibe en toda su majestuosidad, como en los eclipses. La muerte, en cambio,
no los espanta y les parece algo más o menos insignificante.
los indios eran más cazadores que guerreros, porque a las expediciones las motivaba la
necesidad y no el lujo sangriento que origina toda guerra. Ellos, sin embargo,
compadecían a los pueblos guerreros y parecían considerar la propensión a la guerra
como una especie de enfermedad. Parecían concebir la guerra como un gasto inútil, una
mala costumbre de criaturas irrazonables. No era su carácter sangriento lo que los
incomodaba; lo que despertaba su reprobación eran el despilfarro y las perturbaciones
domésticas que acarreaba. Cuando eran atacados, menos que llorar a sus heridos y a sus
muertos, se lamentaban por el desorden que dejaba el ataque, las viviendas quemadas, los
cacharros rotos, los utensilios perdidos, la suciedad [58].
Puesto que la guerra no resuelve nada, en términos de traer sentido a la vida o
contrarrestar su erosión, el autor descarta, en unas cuantas líneas, cualquier
prédica de la violencia como paradigma cultural válido, incluso como relato de
identidad nacional. Decir que la guerra es “una mala costumbre de criaturas
38
irrazonables” satiriza de paso a nuestros políticos y militares sin siquiera
mencionarlos.
Los indios le restan importancia a la muerte como algo definitorio. Las
líneas en que el narrador lo atestigua son de las más conmovedoras de la novela:
La muerte, para esos indios, de todos modos no significaba nada. Muerte y vida estaban
igualadas, y hombres, cosas y animales, vivos o muertos, coexistían en la misma
dimensión. Querían, desde luego, como cualquier hijo de vecino, mantenerse en vida,
pero el morir no era para ellos más terrible que otros peligros que los enloquecían de
pánico. Siempre y cuando fuese real, la muerte no los atemorizaba. […] No era el no ser
posible del otro mundo sino el de éste lo que los aterrorizaba. El otro mundo formaba
parte de éste y los dos eran una y la misma cosa; si éste era verdadero, el otro también lo
era; bastaba que una sola cosa lo fuese para que todas las otras, visibles o invisibles,
cobrasen, de ese modo, realidad [58].
El problema de la muerte, entonces, está resuelto para los indios a la usanza
arcaica, mítica, que choca con la perspectiva posmoderna, aunque constituye una
creencia de muchos pueblos y culturas aun en este siglo XXI obsesionado con el
futuro. Todo está aquí o permanece aquí, el problema es si este espacio es
verdadero.
39
Esta consideración desplaza el centro de atención hacia otro punto. Bajo
esta óptica, el problema más urgente no es ya, acaso, el de nuestra mortalidad,
sino el del no ser, la arbitrariedad de este mundo. Quizá si pudiésemos
comprobar el carácter de algo en ésta o cualquier realidad, el reino de la muerte
perdería todo su rigor y se transformaría en algo familiar y comprensible.
Ante la omnipresencia de la nada, los colastiné conciben el quehacer
cotidiano como una lucha, un acto continuo de validación o constitución del
presente. Como hombres verdaderos, están obligados a contrarrestar el perpetuo
decaimiento de la realidad, a no malgastar energía ni escatimar esfuerzos para
remediar este daño, aunque saben perdida su causa de antemano, porque el
mismo vacío que corroe se halla también en ellos. La razón se encuentra en las
páginas de la novela en que el narrador explica o intenta comunicar su
cosmogonía; páginas bellísimas que, con o sin trasfondo filosófico, poseen una
contundencia y vigencia inusitadas para el pensamiento contemporáneo.
Una vez, un indio me lo explicó: este mundo, me pareció entender que me decía, está
hecho de bien y de mal, de muerte y de nacimiento, hay viejos, jóvenes, hombres,
mujeres, invierno y verano, agua y tierra, cielo y árboles; y siempre tiene que haber todo
eso; si una sola cosa faltase alguna vez, todo se desmoronaría. […] Si entendí bien, para
los indios este mundo es un edificio precario que, para mantenerse en pie, requiere que
40
ninguna piedra falte. Todo tiene que estar presente a la vez, en todos sus estados
posibles [62].
En este universo amenazado de manera ubicua por lo informe, nada sobra, nada
queda a la deriva. Todo ser, acto y cosa ocupa un espacio y conserva una función
definida, de una “estricta necesidad. En esas dos o tres leguas a la redonda que
ocupaban, bajo un cielo indiferente, todos los actos humanos estaban destinados
a preservar, a cada momento, la constancia improbable del mundo al que
acechaba, continua, la aniquilación” [66]. Es algo paradójico por partida doble,
porque ello no aporta ni una pizca de consuelo; si acaso, sólo reparte el peso
colosal del cosmos. Una curiosidad más: la trampa, lo que produce el sufrimiento
según el budismo, lo que según el chamanismo de don Juan, el de Castaneda,
impide el acceso al conocimiento, es precisamente seguir haciendo [22], darle
demasiada importancia a este sueño. La segunda ley de la termodinámica lo
formula a su manera: en cualquier proceso (aunque su fin sea instaurar un orden),
el desorden total del sistema aumenta.
¿Es todo hacer producto de nuestra alienación, el deseo de escapar de la
mordiente nada? La vida del entenado pareciera conducir a la conclusión de que
“no hacer” tampoco soluciona gran cosa.
41
En este peso inmenso radica la diferencia clave del pensamiento de los
colastiné respecto a la visión del carnaval según Bajtín. Si bien los indios, con la
consciencia de soportar el mundo, pueden instaurar durante algunos días otra
realidad en la fiesta, viven presa del horror cósmico [Bajtín 230], tal vez incluso
con mayor intensidad justo durante la orgía. Su fiesta, como queda claro del
testimonio del narrador sobre la antropofagia, es una búsqueda de
autodestrucción, del deseo sublimado de devorarse a uno mismo.
Ahora, una posibilidad que deja la cosmogonía de la novela a sus lectores
es que el terror de los indios sirva precisamente como contraejemplo, como la
oportunidad de renunciar a esa carga. Sabemos ya que al universo le tiene sin
cuidado nuestra presencia. Tal vez haya alguna liberación en asumir que nuestras
acciones no tienen, por ende, tanta importancia, a fin de adecuarnos así a la
creación de una realidad habitable, hecha a nuestra medida. No es una
interpretación unilateral mía, sin sustento en la novela, y ya ahondaré en ella en el
ensayo final de esta tesis.
Me gustaría cerrar estas líneas con la constatación de que lo de Saer es un
desafío a toda concepción previa de lo es o se supone debe ser una civilización
indígena, a lo que uno esperaría sobre la descripción del modo de vida de una
tribu. Los colastiné no son especialmente afectos a los rituales ni a las ceremonias
muy elaboradas; ni viven en armonía con la naturaleza ni son perfectos bárbaros;
42
sus cualidades, su carácter de seres más reales, que el mismo narrador les
atribuye, no son resultado de un conocimiento oculto o más completo de las
cosas, sino tan sólo de un roce más honesto con la intemperie. La descripción de
sus relaciones con los demás indios le hace justicia a una visión plural de la
realidad americana antes de la llegada de los europeos, con todo y su sesgo
cultural, sin falsas utopías. Es de especial importancia la asimilación del concepto
de que cada tribu era un universo en sí mismo. Constituye algo así como la
transcripción elegante de las verdades más básicas de la antropología.
Por otra parte, los indios viven presa de la ilusión o la megalomanía de
cualquier sociedad humana, la de hallarse en un hipotético centro, al punto de
creer que su destrucción implica la aniquilación del cosmos. Lo curioso es que el
entenado, que a lo largo de su vida vive en muchos mundos, les otorga la razón.
Puede decirse que, desde que los indios fueron destruidos, el universo entero se ha
quedado derivando en la nada. Si ese universo tan poco seguro tenía, para existir, algún
fundamento, ese fundamento eran, justamente, los indios, que, entre tanta
incertidumbre, eran lo que se asemejaba más a lo cierto. Llamarlos salvajes es prueba de
ignorancia; no se puede llamar salvajes a seres que soportan tal responsabilidad. La
lucecita tenue que llevaban adentro, y que lograban mantener encendida a duras penas,
iluminaba, a pesar de su fragilidad, con sus reflejos cambiantes, ese círculo incierto y
oscuro que era lo externo y que empezaba ya en sus propios cuerpos. El cielo vasto no
43
los cobijaba sino que, por el contrario, dependía de ellos para poder desplegar, sobre esa
tierra desnuda, su firmeza enjoyada [63].
Dicha cualidad no se considera un favor o una gracia, sino más bien el precio que
los colastiné pagaban por haberse arrancado de la nada. Es una idea que amerita
cierto detenimiento. A un nivel básico, parte de una reelaboración de nuestras
ideas comunes sobre la conciencia (ni los animales ni las plantas ni ningún otro
ser vivo alcanzan a situarse del modo en que nosotros lo hacemos en lo real),
pero esa facultad implica esa distancia de lo exterior que conocemos tan bien. Las
palabras de Saer son entonces una hipótesis inquietante acerca de nuestro propio
destino como seres humanos, una de sus tantas y ásperas expresiones, en el
menor de los casos.
Esta sensación de pérdida, de deriva tan posmodernamente chic, no está
lejos de ser verdad, y ni siquiera en un plano existencial o metafórico, sino acaso
metonímico. Mientras más descripciones del universo propone la civilización
occidental y menos perviven las de los pueblos originarios de todo el mundo, que
en su momento eran las anclas de la existencia en esta realidad, más cierto y
patente se vuelve nuestro naufragio, en el que ya no hay, además de las preguntas
de siempre, sino entelequias a las cuales asirse.
44
LA ROSA DE LA MEMORIA
Rose of memory
Rose of forgetfulness
Exhausted and life-giving
Worried reposeful
The single Rose
Is now the Garden
Where all loves end
T.S. Elliot
El entenado, de manera constante, reflexiona en su escritura sobre la memoria.
En sus cavilaciones, ahonda en un tópico de la narrativa del siglo XX: la idea de
que la memoria no basta, de que por sí misma no tiene valor probatorio y de que
siempre hay cierta dosis de ficción en nuestro registro del mundo. Hasta qué
punto se extiende esa desconfianza en el recuerdo queda bastante claro desde las
primeras páginas, en un pasaje en que el narrador propone una idea que es en sí
misma una poética.
45
y creo que fue en ese momento que se me ocurrió por primera vez –-a los quince años
ya– una idea que desde entonces me es familiar: que el recuerdo de un hecho no es
prueba suficiente de su acaecer verdadero, del mismo modo que el recuerdo de un sueño
que creemos haber tenido en el pasado, muchos años o meses antes del momento en que
estamos recordándolo, no es prueba suficiente ni de que el sueño tuvo lugar en un
pasado lejano y no la noche inmediatamente anterior al día en que estamos
recordándolo, ni de que pura y simplemente haya acaecido antes del instante preciso en
que nos lo estamos representando como ya acaecido [15].
El problema es que, si lo que sucede con la conciencia y con nuestro cuerpo es
que habitan un presente infinitamente delgado, entonces cualquier ilusión de
continuidad de un instante cualquiera con otro que se sitúa a una distancia
arbitraria en el pasado o en el futuro descansa sólo en esta facultad. Pero la
memoria, además de que no basta, se erosiona al mismo ritmo que el resto de lo
real. Todo rastro de lo vivido e incluso cualquier discurso que lo ordene se apoya
en ese fluctuante castillo de naipes. Es para volverse loco. Y la locura, por cierto,
es uno de esos estados no tan inusuales, como la vejez, la embriaguez o la
enfermedad, en que la memoria suele volverse aun más precaria.
La fragilidad del recuerdo, sin embargo, no impide que por momentos éste
se vuelva tan vívido como para hacer vacilar al narrador acerca de cuál es el
presente.
46
Si lo que manda, periódica, la memoria, logra agrietar este espesor, una vez que lo que se
ha filtrado va a depositarse, reseco, como escoria, en la hoja, la persistencia espesa del
presente se recompone y se vuelve otra vez muda y lisa, como si ninguna imagen venida
de otros parajes la hubiese atravesado. Son esos otros parajes, inciertos, fantasmales, no
más palpables que el aire que respiro, lo que debiera ser mi vida. Y sin embargo, por
momentos, las imágenes crecen, adentro, con tanta fuerza, que el espesor se borra y yo
me siento como en vaivén, entre dos mundos: el tabique fino del cuerpo que los separa
se vuelve, a la vez, poroso y transparente y pareciera ser que es ahora, ahora, que estoy
en la gran playa semicircular, que atraviesan, de tanto en tanto, en todas direcciones,
cuerpos compactos y desnudos [29]
Se delinea así un juego de entretelones que confunde sueño, recuerdo, ficción y
presente, y comunica un estadio de la percepción a la vez que un cuestionamiento
de la naturaleza del universo. Si además “ninguna vida humana es más larga que
los últimos segundos de lucidez que preceden a la muerte” [42], resulta que la
memoria y el tiempo están mucho más implicados de lo que parece. La
precariedad de la primera es lo que en última instancia impide asimilar al
segundo, lo que introduce una diferencia entre el tiempo “real”, el de la física, el
marco de referencia compartido por un conjunto de seres, y nuestro tiempo
47
personal, definitivamente no lineal. Es el conflicto, cifrado en el relato, entre el
tiempo objetivo y el tiempo subjetivo de Bergson.
Si el mero recuerdo no prueba que haya ocurrido algo, sólo los testigos del
hecho pueden validarlo, así sea precariamente. De allí la importancia, en cierto
modo, de rectificar la historia, de hacerle justicia sin deformarla por la ideología o
las expectativas que se hayan albergado al respecto; de recurrir incluso a nuestros
cercanos para fincar una identidad. Y ésta, como hemos visto, es una de las tareas
a las que se dedica la obra.
La fragilidad de la memoria posmoderna y occidental es lo que nos hace
tan vulnerables a los dogmas y totalitarismos.
Como es lógico, puesto que la memoria es una facultad casi definitoria de
la vejez, las páginas finales de la novela regresan sobre el problema y descubren el
germen de una soledad insalvable, de una experiencia, como la muerte misma,
estrictamente singular, “porque justamente lo que muere, lo que es pasajero y no
renace en otros, lo que en las muchedumbres está destinado a morir, son esos
recuerdos únicos que alimentan el engaño de un rememorador exclusivo que la
muerte acabará por borrar” [74].
Un pasaje más relacionado con la forma en que la mente humana asimila
los estímulos del exterior viene a comprobar esa insignificancia del ego, una
noción también de cierto regusto budista, y de la mayor o menor inutilidad de los
48
esfuerzos del individuo por perdurar: “el que nadaba a mi lado, o los que seguían
corriendo por la orilla para acompañar la canoa, con el fin de hacerse notar, de
que yo los reconociese y los guardase más que a los otros o más frescos en mi
memoria, por el hecho mismo de haberse separado de la tribu, en vez de volverse
más nítidos, paradójicos, se borraban [44]”. El ego es un obstáculo para sí
mismo, para ese fin un poco neurótico que perseguía toda la cultura de los
colastiné como remedio al vacío que los corroía, el de que alguien más diera fe de
que alguna vez existieron.
Un atributo más que el narrador le confiere a la memoria es, por si fuera
poco, su arbitrariedad.
También en los míos su presencia era incierta: había aparecido, brusca y obscena, ante
mis ojos, en la transparencia del día y, después de desplegar en ella sus gestos inusuales,
había desaparecido desdeñosa, entre la muchedumbre, no menos incierta dos o tres
minutos después de su desaparición que ahora, sesenta años después, en que la mano
frágil de un viejo, a la luz de una vela, se empeña en materializar, con la punta de la
pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de dónde, ni por qué, autónoma,
la memoria [28-29].
49
LA FALACIA DE LA ORGÍA
Uno de los temas centrales de El entenado, aunque sólo ha sido tocado de manera
tangencial por los estudiosos, es el del placer y la sexualidad. El largo pasaje que
inicia con el desmembramiento de los marinos españoles y culmina a la mañana
siguiente, en la desolación de los indios después de la orgía, ocupa alrededor de
una cuarta parte de la novela, sin contar las reflexiones ulteriores que el narrador
le dedicará. Durante la fiesta, de acuerdo con la perspectiva bajtineana, se
exponen con mayor claridad las contradicciones y fuerzas subterráneas que forjan
una sociedad, por lo general disimuladas tras el velo de la normalidad del día a
día, y esto ocurre así de manera palpable en la celebración de los colastiné.
La narración de dichas páginas vale por toda una cátedra sobre el arte de
novelar. Sin caer en el esperpentismo de un Sade ni en elipsis pudorosas o
moralistas, Saer describe de manera minuciosa la preparación de la carne, la
voracidad, somnolencia y embriaguez de los indios, el lento despertar de los
cuerpos y la efusión de la tribu en el coito, en todas sus variantes posibles. Al
final, sobreviene una resaca que para muchos desemboca en la muerte.
El pasaje se deja describir bastante bien por “las fases del carnaval descrito
por Bajtín: la coronación, el destronamiento y la paliza final, el imperio de lo
inferior corporal, el abandono de cualquier regla; también la intensidad del suceso
50
hace pensar en los conceptos bajtinianos: los indios no asisten a la fiesta, la viven
[…] Todos participan, no importa si son niños o ancianos” [E. Corral 143].
Prácticamente todos los rasgos relevantes de la carnavalización se
encuentran en el relato. De manera especial aparece lo grotesco, no sólo por la
innata dimensión escatológica de lo narrado, sino por su simbolismo, como
queda claro en la descripción de la cabeza decapitada del capitán en las rodillas
del hombre que lo degüella, que es comparada a “un niño adormilado en el
regazo de su madre” [18]. Bajtineana o rabelesiana casi a propósito, pueden leerse
en esta imagen la destronización de un poder oficial y la idea de que todo en el
mundo existe para devorar y ser devorado a su vez [Bajtín 285]. Sirve además
para la risa franca y desmitificadora de los asadores, a costa del mismo entenado,
a quien amenazan, en broma, con sufrir el mismo destino.
Sin embargo, hay un rasgo clave de la conceptualización de Bajtín que no
se cumple: la preeminencia de una visión alegre de la vida que anula el “horror
cósmico” (la continua amenaza de la muerte universal), y le permite al ser
humano burlarse de cualquier cosa, por trágica o solemne que resulte [303]. Al
contrario, cada etapa de la orgía indígena está atravesada por una búsqueda
angustiosa del placer, una sexualidad que tiende desesperadamente hacia el vacío.
51
como tenía todavía la boca llena de carne que apenas si lograba masticar, el indio no
arrancaba de su pedazo, con sus dentelladas rápidas y sucesivas, más que unos filamentos
grisáceos que no llegaban a constituir, aisladamente, verdaderos bocados. Se hubiese
dicho que había en él como un exceso de apetito que no únicamente crecía a medida que
iba comiendo, sino que además, por su misma abundancia, hecha de gestos
incontrolables y repetidos, anulaba o empobrecía el placer que hubiese podido extraer de
su presa [23].
Lejos de ser una reconciliación con el mundo, una afirmación de la validez, por
llamarle de alguna forma, de la existencia humana, la fiesta de los colastiné
pareciera más bien una fatalidad a la que los conduce, de manera cíclica, el
instinto. Nunca es creadora, sólo destructora; su vida más “verdadera” lo es quizá
porque contempla un lugar incluso para lo antisocial: la embriaguez, la
antropofagia, la transgresión de los tabúes sexuales más arraigados, como el
incesto; es decir, para esa clase de excesos que la vida contemporánea pretendiera
normar, esconder, domesticar o reprimir. Paradójicamente, ese comportamiento
refuerza los vínculos de la comunidad, aunque sea por razones egoístas, “por
presentir que, para sus fiestas carnales, la robustez y la integridad de la tribu eran
necesarias” [41].
En el mundo salvaje de los indios, nada de lo que pertenece a la esfera de
lo humano es excluido, sino, a lo sumo, postergado, dispuesto en un orden en el
52
que, llegado su tiempo, instala su dominio. Esto constituye una expresión más de
su particular cosmogonía, en la cual, como se ha visto, “todo tiene que estar
presente a la vez” para que el universo no se desmorone. En tanto llega ese
momento, a fines del verano, sus relaciones se caracterizan por un exceso de
pudor y dignidad y una distancia material que razonablemente supone una
reacción contra el desenfreno de la orgía. Los indios experimentan terror ante lo
que se saben capaces de hacer, pero son capaces de disimularlo bien, de parecer
“nítidos, compactos, férreos en la mañana luminosa, como si el mundo hubiese
sido para ellos el lugar adecuado, un espacio hecho a su medida, el punto para
una cita en el que la finitud es modesta y ha aceptado, a cambio de un goce
elemental, sus propios límites” [20]. El narrador, sin embargo, rectifica pronto y
da cuenta de “la negrura sin fondo que ocultaban esos cuerpos que, por su
consistencia y su color, parecían estar hechos de arcilla y de fuego [20]”.
La represión de lo escatológico, del mundo que el imaginario medieval
descubierto por Bajtín simbolizaba en el bajo vientre [287] (en los procesos de
digestión, excreción y reproducción) experimenta una censura análoga. En la
novela, el sitio del censor es el miedo el vacío sin fondo de la sensualidad, que si
escapara del confinamiento de los ciclos podría llevar a la tribu a la extinción. El
placer, la voluptuosidad, sentir gusto por las sensaciones del cuerpo, hacían sentir
culpables a los indios.
53
De acuerdo con el marco de su concepción del mundo, su reticencia a
experimentar placer es perfectamente comprensible y tiene algo de platónica,
hasta donde cabe acomodarle ese calificativo. En el mundo de las apariencias,
donde las cosas no hacen sino encubrir su múltiple vacío, sentir gusto o atracción
por ellas es ceder, implica debilidad en su condición de hombres verdaderos. Es
descubrir, o mejor, redescubrir la afinidad de su propia carne con la del mundo
externo; el reconocimiento de que su cuerpo, que ha logrado arrancarse de “la
negrura sin fondo”, continuamente exhibe su atracción por ese no ser.
El deseo, para los colastiné, es la necesidad vivísima del estado antes del
ser, de no tener una identidad diferenciada y segregada. En ese sentido, el reverso
oscuro del universo ni siquiera es metafísico, sino tan sólo el ansia de probar
“una muchedumbre de cosas semiolvidadas, semienterradas, cuya persistencia e
incluso cuya existencia misma nos parecen improbables y que, cuando
reaparecen, nos demuestran, con su presencia perentoria, que habían estado
siendo la única realidad de nuestras vidas” [37]. A pocos lectores les pasará
inadvertido, por tanto, que la cultura de los colastiné, a pesar de sus valores
innegables, su belleza y su valentía, también es causa y evidencia, como todas las
culturas, ficticias o no, de una profunda enajenación.
La raíz de este conflicto, según el propio narrador, es el canibalismo. Él
reconoce así, tácitamente, que esta sensación de fragilidad y regusto a sueño, por
54
más que provenga de una condición natural y común a los seres humanos,
también es resultado de una concepción cultural. Dicho sea al margen, una de las
ideas más escabrosas e intrigantes a las que esta práctica conduce es el desprecio
de los indios por aquéllos a quienes devoraban, sobre todo por su curiosa e
irrefutable certeza de que a ellos les gustaba ser devorados. Se trata de una
extensión del mismo razonamiento que imbrica tanto al objeto como al sujeto de
la experiencia. Si, desde el punto de vista de los colastiné, la existencia de un
árbol dimanaba en cierto modo de la de los seres humanos y viceversa, se
establecía entre ambos un acuerdo, palabra cara también al chamanismo
[Castaneda 65], en el que uno daba cobijo, madera, sombra, al otro, y a cambio
éste condescendía a concederle un poco de veracidad a la existencia del otro. Es
una forma de entender el mundo más amplia y de mayor raigambre, pues
trasciende la pura cosmogonía de la novela para confundirse con otras visiones
antiguas y no tanto: el universo entendido como un sistema de arreglos, de
concomitancias entre los distintos seres que lo integran.
En el hinduismo, por ejemplo, se habla de que cada ser es deseado por su
entorno, de que cada fenómeno se presenta porque su circunstancia lo llama a
que así sea. En este sistema de pensamiento, los indios despreciaban a sus
víctimas, pues éstos pasaban a ser “objeto de experiencia, arrumbarse”: hay una
avenencia entre el que devora y el que es devorado, éste último llevado hasta ese
55
punto por un deseo extremo de “querer no ser”, contrario a lo que podría
parecer desde un modo de creencias distinto, como el nuestro, en que el mismo
acto parece una imposición de fuerza y violencia. La implicación extendida de
esta noción es sobrecogedora: en el mundo de los colastiné, la muerte no
sobreviene, sucede también con el consentimiento del que muere, de la
aquiescencia propia. Conduce a la capacidad de acordar la propia muerte, de la
idea aterradora de que cada quien acepta su presunta fatalidad. Las
consideraciones de los indios sobre el comer y el ser comido recuerdan a esa
“muerte personal”, única, significativa, que pedía Rilke.
El canibalismo, transgresión última, irrevocable, viene a ser una expresión
radical del conflicto con la nada, el mismo problema de tener que hacer en el
mundo, de embarcarse en empresas que parecen definitorias y se revelan como
sucedáneos no demasiado distintos, en ese sentido, de la necesidad de ir de
compras, escribir una novela o conquistar un país. La espina ante todo es la
necesidad de detener el desgaste del ser, de probar a través de esas acciones que
nuestro ser es un poco más espeso, verdadero o definido que la nada alrededor.
Por cierto que este vacío del placer también halla correspondencias en el
resto de la obra de Saer y además en distintos pasajes de Zama. Por ejemplo (el
subrayado es mío):
56
Me besó como para hacerme llagas. Me besó infinitamente.
Tomaba, con aquellos besos, mis fuerzas.
Era de una sensualidad dominadora y, sin embargo, capaz de cavar y dejarme vacío hasta
hacer que ya no la deseara.
Sólo mis labios tomaba y a través del beso, como en una absorción, parecía llevarme allá,
adonde no sé, ni nada hay, nada es. Todo se negaba [DiBenedetto 157].
Pero la orgía de los colastiné guarda ante todo un paralelismo sobresaliente con
las últimas páginas de Zama, en las que el protagonista relata su encuentro, en
medio de la selva, con una “procesión" de indios a los que una tribu rival había
dejado ciegos. [DiBenedetto 191]. Además de una imagen surrealista y grotesca,
esta imagen también es una metáfora bellísima. Los adultos están libres ya del
pudor y de las rigideces sociales que rodean el placer: “Un indio se había echado
sobre una india. Estaban en la zona de luz. Creí comprender. No veían y habían
eliminado de encima de ellos la mirada de los demás” [192].
Su desinhibición recuerda que el sentimiento de culpa radica en los demás,
en los testigos de nuestros actos. Hay, entonces, libertad en la pérdida, y es la
mirada de los otros lo que acosa.
Cuando la tribu se acostumbró a servirse con prescindencia de los ojos, fue más feliz.
Cada cual podía estar solo consigo mismo. No existían la vergüenza, la censura y la
57
inculpación; no fueron necesarios los castigos. […] El hombre buscaba a la mujer y la
mujer buscaba al hombre para el amor. Para aislarse más, algunos se golpearon los oídos
hasta romperse los huesecillos.
Pero cuando los hijos tuvieron cierta edad, los ciegos comprendieron que los hijos podían
ver. Entonces fueron penetrados por el desasosiego. No conseguían estar en sí mismos.
Abandonaron los ranchos y se echaron a los bosques, a las praderas, a las montañas…
Algo los perseguía o los empujaba. Era la mirada de los niños, que iba con ellos, y por
eso no conseguían detenerse en ningún sitio [193].
Vale la pena aclarar que el pasaje de la orgía no es el único en el que se ve
reflejada una concepción del placer, ni la entregada por la novela es una calca
exacta de las consideraciones de los indios. A su desgarramiento se suma la
perspectiva un poco horrorizada del entenado, a un tiempo compasiva, fría y
aislada. En general, la sexualidad en la novela está imbuida siempre de violencia.
Es omnipresente, como la vida misma, pero el narrador detalla ante todo sus
aspectos sombríos: el sexo al que es obligado durante el viaje por los marinos,
cuya “única declaración de amor consistía en ponerme un cuchillo en la garganta”
[7], o la actriz cosida a puñaladas por un amante celoso [56]. El único placer que
el entenado pareciera permitirse sin desconfianza es el del vino y la degustación
de aceitunas a la hora de la cena, hábito teñido de epicureísmo sobre el cual
insistiré, debido a su importancia, más adelante.
58
La visión de la fiesta que entrega la novela, en congruencia con su
desarticulación de cualquier asidero, concepto o justificación humana, en El
entenado y en el resto de la obra de Saer, representa una desmitificación del placer
y del hedonismo como propósito o factor de sentido de la existencia. Una prueba
más explícita al respecto la proporciona el capítulo XI de Nadie nada nunca, donde
uno de los personajes, El Gato, lee el relato de la orgía de unos nobles franceses:
debía preguntarse, ya que los demás le eran exteriores, si lo mismo que le pasaba a él le
pasaba a ellos, es decir: que cada vez que los miembros del grupo […] se acomodaban en
una nueva posición que al principio tenía algo de escultórico, y se ponía en marcha el
nuevo acto común, al final experimentaba la sensación de no haber avanzado nada y de
encontrarse, como antes del comienzo, en el mismo lugar. En la ostentación excesiva
que todos hacían de su amor por el libertinaje debía haber algo sospechoso: llamaba la
atención, sobre todo, el océano verbal en el que sumergían sus copulaciones y, en
especial, la rutina de sus expresiones. Se hubiese dicho, a juzgar por la repetición
invariable de sus exclamaciones, que la aspiración al goce infinito y siempre renovado no
pasaba de ser una simple propuesta pragmática y que, en la práctica sudorosa, la realidad
imponía sus leyes rigurosas, condenando a los participantes a una monotonía ajena a
toda contingencia, y al regreso periódico y sistemático de las mismas sensaciones (86).
59
El mismo personaje, en el plano narrativo principal de Nadie nada nunca, es
víctima de su propia obsesión. Antes de hacer el amor con su compañera, repite
para sí: “Ahora vas a ver”, una frase murmurada que deja entrever su ansia de
extraviarse en el cuerpo de la mujer, deseo siempre defraudado al finalizar el
coito, y que sólo refrenda “el carácter inacabado de las cosas, la imposibilidad de
adentrarse en ellas más allá de cierto límite, quizá no tanto debido a su naturaleza,
sino a la forma en que el ser humano asume su finitud” [E. Corral 138-139].
Hay un par de aristas más que vale la pena limar en cuanto a esta cuestión,
que he tratado de resumir con el título de “la falacia de la orgía”, en el sentido de
que la premisa de la misma, un placer último y trascendente, pareciera quedarse
corta, o cumplirse, en cualquier caso, en un sentido opuesto, es decir, otorgar un
placer último y trascendente precisamente por ser limitado a pesar de sus
innumerables transgresiones y por descubrir la cara oscura de la nada. “Era como
si bailaran a un ritmo que los gobernaba –un ritmo mudo, cuya existencia los
hombres presentían pero que era inabordable, dudosa, ausente y presente, real
pero indeterminada, como la de un dios” [40].
El deseo se muestra así como una fuerza de orden cosmogónico, ley
subrepticia de todo acto humano. Es un factor de cohesión social: aun el déspota
más ilustre necesita a sus súbditos para cebarse en ellos. Proporciona un fuego
único: un sentido de comunidad, de compartir un deseo común, de saberse
60
hombres verdaderos. No puede reducirse ni subestimarse esta certidumbre,
aunque de igual modo, sea el origen de una esclavitud y causa de infelicidad, en
una nueva, clara concordancia con la lírica budista; también, por qué no, con la
cada vez más desacreditada doctrina freudiana.
En última instancia, lo que la escritura de Saer supone es que la
construcción de una cosmogonía auténticamente contemporánea necesita tomar
en cuenta ya, de manera inescapable, la nada, el placer, el deseo, la violencia y la
necesidad de transgredir como componentes elementales, ni “buenos” ni “malos”
de la naturaleza humana. En el placer y en el olvido de nosotros mismos, en las
intuiciones que a veces llegan, digamos, durante el sexo o mediante el uso de
drogas recreativas, la intensidad del deseo permite anular o relegar toda realidad
exterior. La imaginación guarda una relación simbiótica con el placer y es crucial
en el juego del sexo, es una herramienta capaz de sembrar otra realidad en el
presente:
Había quienes parecían acoplarse con un ser invisible porque, si eran hombres, hendían
en vaivén el aire con la verga, y si eran mujeres, en cuatro patas en el suelo, sacudían la
grupa y se contorsionaban como si realmente tuviesen alguien adentro, a tal punto que a
veces se veía brotar la acabada como en un acoplamiento verdadero o se oía a las
mujeres ponerse a gemir como cuando llegan, penetradas de veras, al paroxismo […]
Aunque nos paseábamos sin descanso entre la tribu, se hubiese dicho que los que no
61
participábamos en la orgía éramos invisibles, hasta tal punto la muchedumbre frenética
nos ignoraba. Pasaban a nuestro lado sin siquiera dirigirnos una mirada –o, mejor, como
si hubiésemos sido transparentes, sus miradas perdidas nos atravesaban buscando algo
más real en qué posarse. Era como si deambuláramos por dos mundos diferentes, como
si nuestros caminos no pudiesen, cualquiera fuese nuestro itinerario, cruzarse, como si
paredes de vidrio nos separaran [40]
El éxtasis, o lo más cercano que podría procurarnos, acaso, “la fiesta verdadera”,
como la llamaba Octavio Paz, reside quizá precisamente en el delirio y la entrega
al sinsentido.
62
EL SER ES EL ECLIPSE
es dulce deponer la sabiduría
de tiempo y lugar
Analisa Cima
Un poco de Zama, una vez más, extrajo Saer otra de las cuestiones más
interesantes de El entenado: el replanteamiento de las coordenadas esenciales del
universo, el tiempo y el espacio. “¡Es que el patio llamaba! Y yo sabía que no
estaba tras la puerta, sino en mí, y que cobraría vigencia real sólo cuando yo
estuviese en él” [DiBenedetto 136].
Por principio de cuentas, el lugar en el que se desarrolla el relato se
convierte con frecuencia en el objeto del mismo, como cabría esperar de un autor
cuya obra está atravesada por ese eje punzante que es el Río de la Plata y sus
alrededores. El paisaje americano, desde una poética narrativa enteramente
contemporánea, aporta la verdadera escala con la que han de medirse las
empresas de “descubrimiento” y “conquista”.
Cielo azul, agua lisa de un marrón tirando a dorado, y por fin costas desiertas, fue todo
lo que vimos cuando nos internamos en el mar dulce, nombre que el capitán le dio,
63
invocando al rey, con sus habituales gestos mecánicos, cuando tocamos tierra. Desde la
orilla vimos al capitán internarse en el agua hasta casi la cintura y cortar muchas veces el
aire y rozar el agua con su espada que cimbreaba a causa de las manipulaciones
ceremoniales. Mis ojos primerizos siguieron con interés los gestos precisos y
complicados del capitán, pero no lograron percibir el cambio que mi imaginación
anticipaba. Después del bautismo y de la apropiación, esa tierra muda persistía en no
dejar entrever ningún signo, en no mandar ninguna señal [10-11].
La selva y el río son, para el joven grumete de la expedición española,
“exterioridad pura” [54]: naturaleza libre, diversa, lujuriante, como decían los
antiguos cronistas; un reino por derecho propio, perdido para la mayoría de la
humanidad contemporánea, en la que abundan los yacarés, los peces y las aves.
La descripción evita la falsa nostalgia, sin embargo. Atiende a la belleza y
exuberancia de la naturaleza, sí, pero también a su rigor, a su carácter “arduo y
extraño” que debe lijarse para hallar en ella acomodo. Ocasional y
extraordinariamente, la naturaleza se presta, apacible y soleada, a la comunión:
una tormenta barrió el verano y la luz que apareció después de la lluvia fue más pálida,
más fina y, en las siestas soleadas, entre las hojas amarillas que caían sin parar y se
pudrían al pie de los árboles, yo me quedaba inmóvil, sentado en el suelo, soñando
despierto en la fascinación incierta de lo visible. En la luz tenue y uniforme, que se
64
adelgazaba todavía más contra el follaje amarillo, bajo un cielo celeste, incluso
blanquecino, entre el pasto descolorido y la arena blanqueada, seca y sedosa, cuando el
sol, recalentándome la cabeza, parecía derretir el molde limitador de la costumbre,
cuando ni afecto, ni memoria, ni siquiera extrañeza, le daban un orden y un sentido a mi
vida, el mundo entero, al que ahora llamo, en ese estadio, el otoño, subía nítido, desde su
reverso negro, ante mis sentidos, y se mostraba parte de mí o todo que me abarcaba, tan
irrefutable y natural que nada como no fuese la pertenencia mutua nos ligaba, sin esos
obstáculos que pueden llegar a ser la emoción, el pavor, la razón o la locura [35-36].
Esta concordia es en cierto grado ilusoria, pero la descripción dinámica de Saer
también representa un descanso o una pauta reflexiva, una puerta de entrada a la
metafísica. Detrás de esta “pertenencia mutua” está la forma en que los indios
conciben el espacio. “En realidad, afirmar que ese lugar era la casa del mundo es,
de mi parte, un error, porque ese lugar y el mundo eran, para ellos, una y la
misma cosa. Dondequiera que fuesen, lo llevaban adentro. Ellos mismos eran ese
lugar” [59-60]. El lugar auténtico, el más verdadero, es el del origen, “el lugar del
acontecer”. “Si algo podía existir, no podía hacerlo fuera de él” [59].
La playa amarilla que ocupa la tribu era para ella la fuente misma del ser y
lo que se encontraba fuera de su horizonte representaba una apariencia de
existencia, aunque clasificable, más improbable mientras más lejana. “Eran ellos
los que infundían realidad a los otros lugares que visitaban; iban materializando,
65
con su sola presencia, el horizonte incierto y sin forma. Ellos eran el núcleo
resistente del mundo, envuelto en una masa blanda que, gracias a sus
desplazamientos, podía obtener, de tanto en tanto, islotes fugaces de vida dura”
[60]. Cualquier espacio que pisaban compartía la materialidad de la ribera del río
donde habían vivido desde hacía siglos, pero esa consistencia también se gastaba
rápido, se veía amenazada por “el rigor de la ausencia” [60].
Esta conceptualización netamente subjetiva y orgánica del espacio
recuerda, o mejor, explica, la actitud heroica o masoquista, según se vea, de los
campesinos u aborígenes que se resisten a abandonar sus tierras. Se decide
además, de manera decisiva, por la irreductibilidad de la presencia en torno al
viejo acertijo de si existe el sonido cuando nadie lo escucha. Ahora, a pesar de lo
fantasmagórica que pueda parecer, hay que recordar un ya antiquísimo teorema
de la física cuántica, que postula que el observador necesariamente modifica lo
que observa. La cita misma de Zama al principio de este ensayo afirma, a su
modo, que el espacio, para la conciencia humana, sólo se torna “real” cuando una
persona o mejor, un yo, el yo de alguien, está en él. Antes o después de esa
presencia, el mundo es sólo recuerdo o futuro en mayor o menor medida
probable, nada más, y tras las consideraciones que se han asentado en estos
ensayos sobre la conciencia y la memoria, eso pareciera algo fuera de toda
especulación.
66
Nuestra comprensión del mundo globalizado nos ha acostumbrado a creer
que lo ocurrido en China o en Afganistán tiene repercusiones cruciales en
nuestro domicilio, ante las cuales permanecemos más o menos inermes, en
especial si vivimos, como recuerda Antonio Gamoneda en el ensayo “De poetas
provincianos” (y eso que él escribía desde España), en la periferia de los centros
neurálgicos de la civilización contemporánea. La conceptualización de los indios
permite darle la vuelta a esa idea, e incluso, recuperar el valor de nuestro hábitat
propio: es lo que ocurre aquí lo más verdadero siquiera para nosotros mismos, lo
que podría alterar, en oleadas de realidad sucesiva, el orden de lo que se halla en
nuestra periferia, la hostilidad en Corea o la condición de los trabajadores
mineros en Sudáfrica. Lo más crucial podría resignificar nuestro propio lugar, del
que estamos cada vez más desarraigados.
“En la luz tenue y uniforme” del pasaje del otoño, es además posible llegar
de nuevo al budismo y al chamanismo, a la mística, en su necesidad de superar la
turbulencia emocional de lo humano, de suspender el juicio y hermanarse con el
resto de lo real. Se logran así instantes, al menos, en que la separación entre lo
interno y lo externo, entre el lugar y el ser, se ve trascendida. Para el entenado,
ajeno a la tribu y a su patria, a la historia, como para el ser posmoderno, esta
reconciliación irrefutable, aunque sea durante el lapso de la contemplación, es la
única posibilidad de sentirse parte de algo, identificado con algo. El resto de la
67
vida es la búsqueda de quehaceres para mantenernos cuerdos o distraídos hasta la
próxima, fortuita, aparición de la verdadera naturaleza del ser.
El otro gran eje de los acontecimientos humanos, el tiempo, como se
adelantó hace un par de capítulos, también se ve transfigurado desde la óptica de
El entenado. El narrador insiste en que el presente le parece difuso y en que
muchas veces el pasado pareciera a punto de regresar. Ello se debe, claro, a la
naturaleza de la memoria, pero también a una visión cíclica de lo real, reforzada
por la incidencia de las estaciones. La muerte de los viejos y las bestias, como la
caída de las hojas, forma parte de un orden natural irresistible, en el que cada
estación supone genuinamente un estadio distinto del ser.
El invierno trajo más realidad. Alternando, escarcha y llovizna nos recordaban la
intemperie humana […] Hubo, durante semanas, una especie de inmovilidad, como si el
aire e incluso el tiempo mismo estuviesen congelados –detención gélida de la luz, o más
bien transparencia en que la luz cambiante, azul, verde, amarilla, violeta, rosa, rojiza,
como en la escarcha, se reflejaba. Los árboles parecían petrificados, y las ramas desnudas,
contra el cielo blanquecino, entrecruzadas y negras, como un paisaje de pesadilla. Bestias
y pájaros se morían de frío –y ahí quedaban, grises, rígidos, sin descomponerse, intactos
y borrosos en el frío y la muerte. […] Livianos, silenciosos y sin violencia, como en
otoño, hacia la tierra, que es su casa verdadera, las hojas de los árboles, así esos hombres,
en el invierno desmedido, caían en la muerte. Los sobrevivientes acechaban, del norte
68
incierto, la primera brisa tibia. Y cuando las primeras hojas tiernas, rojas y diminutas,
empezaron a brotar, pareció que era, no sus propios botones, sino el aire helado lo que
rompían [36].
Una de las consecuencias más relevantes de esta visión cíclica es que permite la
coincidencia del pasado con el presente, de todos los tiempos, apenas con
distinciones que permitan inferir que algo ha cambiado. Para la civilización
occidental contemporánea, esta recurrencia pareciera algo remoto, en un mundo
donde los propios fenómenos naturales han perdido su constancia anual. En
cambio, el protagonista de la novela comprueba en repetidos momentos de su
vida esta maleabilidad del tiempo, que no puede ser desprendido de la
subjetividad de quien lo atraviesa.
Llegaron otra vez, cintilantes y azules, no en el alba, como cuando se habían ido, sino en
el anochecer, como cuando me habían traído con ellos. Las mismas fogatas que, desde el
agua, yo había visto iluminar la playa, se habían encendido esta vez ante mis propios
ojos. Todo se repetía, pero ahora los acontecimientos venían a empastarse con otros,
similares, que se desplegaban en mi memoria. Lo que se avecinaba tenía para mí un gusto
conocido: era como si, volviendo a empezar, el tiempo me hubiese dejado en otro punto
del espacio, desde el cual me era posible contemplar, con una perspectiva diferente, los
mismos acontecimientos que se repetían una y otra vez -y la impresión de que esos
69
acontecimientos ya se había producido fue tan grande que, mientras veía, en el aire azul,
sobre el río que reflejaba las hogueras, venir, con su ritmo rápido y uniforme, las
embarcaciones, esperé, durante unos momentos, sin darme cuenta realmente pero de un
modo intenso y total, verme a mí mismo, perdido y como hechizado [39].
Quisiera insistir en ello: estas consideraciones podrían parecer esotéricas o
excesivamente novelescas, aceptables sólo como una convención literaria; no
obstante, desde hace casi un siglo el pensamiento contemporáneo ha debido
vivir, aunque a regañadientes, con los postulados de Einstein y la relatividad
especial, que han desbaratado conceptos tan palmarios como la simultaneidad de
los eventos y la noción de un tiempo absoluto. Están también las observaciones
astronómicas que nos permiten atestiguar, a través de las distancias inmensas
entre galaxias, el fulgor de estrellas hace tiempo extinguidas, lo que equivale a
observar, puesto que la luz carga esa información, el pasado. El entenado recupera
(y elabora) intuiciones y conocimientos que chocan al sentido común, pero que
vienen a nosotros, posmodernos, desde distintas fuentes. La realidad, entonces,
en la novela y también en la vida real, tendría que entenderse desde la inasible w
indudable correspondencia entre la conciencia y su circunstancia. La cadena
existe aunque no podamos tocar los eslabones.
70
A partir de la comprensión, así sea precaria, de esos entendidos, puede
admirarse la extendida belleza y el carácter sobrecogedor de las últimas páginas
de la novela, el relato de un eclipse de luna. Este astro, según lo cree el personaje,
es un puente entre lo remoto y lo familiar. El sol es inhumano, mientras que la
luna, predecible en sus fases, compasiva, benéfica. Saer resalta esas cualidades
para hacer aun más dramática su eclosión.
El hombre que había estado entreteniéndose con el fuego dejó caer el palo con el que
removía las brasas […] A pesar del silencio flotaba, en la oscuridad que iba espesándose,
un hálito de certidumbre. Yo creía percibir, con el corazón palpitante, su sentido. Al
borrarse, en un espacio que se convertía, ante sus propios ojos, en noche pura, la luna,
de la que la costumbre podía hacernos creer que era imperecedera, corroboraba, con su
extinción gradual, la convicción antigua que se manifestaba, a sabiendas o no, en todos
los actos y en todos los pensamientos de los indios. Lo que estaba ocurriendo, ellos ya lo
sabían desde el principio mismo del tiempo. Para ellos, vivir había sido un apretujarse en
hordas circunspectas y desoladas, a la espera del único acontecimiento digno de ese
nombre que esa noche, llegando súbito y sin presagios anunciadores tenía, de una vez
por todas, lugar [77-78].
Ese fenómeno astronómico que supone la anulación, de facto, del espacio, y una
suspensión del paso del tiempo, revela por fin la “condición verdadera” de la
71
existencia humana, mera extensión de la oscuridad. El entenado lo dice casi con
alivio, como si, o porque tal vez esa nada inobjetable que permea ahora todos
nuestros pensamientos constituye la única hipótesis sostenible, la única
racionalización congruente.
72
LAS ACEITUNAS
Entonces, pensando que él se hallaba entre nosotros y
nosotros padecíamos necesidades, fatigas, tropiezos y
muertes por encontrarlo, se me ocurrió que era como
buscar la libertad, que no está allá, sino en cada cual.
Antonio DiBenedetto
En un cosmos donde cada cosa, bien mirada, se revela como su contrario, y la
nada es lo único que emerge de todo acto y fenómeno, quedan, sin embargo, las
aceitunas. Me explicaré.
El entenado no es una novela de pura sombra, aunque la visión pesimista de
su principal personaje pudiera hacerlo parecer así. Su riqueza de texturas y
tonalidades se debe por supuesto a sus valores formales, pero también al hecho
de que, a pesar de lo desolador del panorama que presenta, abre la posibilidad de
que la existencia acabe por procurarse mínimos asideros. El más entrañable para
el narrador está en otro de esos pasajes cuidadosos y comedidos, de una
descripción que se basta a sí misma para crear una poética.
73
Todas las noches, a las diez y media, una de mis nueras me sube la cena, que es siempre
la misma: pan, un plato de aceitunas, una copa de vino.
Es, a pesar de renovarse, puntual, cada noche, un momento singular, y, de todos sus
atributos, el de repetirse, periódico, como el paso de las constelaciones, el más luminoso
y el más benévolo [...] el pan grueso, que yace en otro plato blanco, es irrefutable y
denso, y su regreso cotidiano, junto con el del vino y las aceitunas, dota a cada presente
en el que reaparece, como un milagro discreto, de un aura de eternidad. Dejando la
pluma, empiezo a llevarme a la boca, lento, una tras otra, las aceitunas, y, escupiendo los
carozos en el hueco de la mano los deposito, con cuidado, en el borde del plato. Al salir
de la boca están todavía tibios, por el calor que les infunde la parte interna de mi cuerpo.
Como alterno, por pura costumbre, las aceitunas verdes con las negras, los dos sabores,
uno sobre el otro, me traen la imagen, regular, de rayas verdes y negras que van pasando,
paralelas, de la boca al recuerdo. Y el primer trago de vino, cuyo sabor es idéntico al de la
noche anterior y al de todas las otras noches que vienen precediéndolo, me da, con su
constancia, ahora que soy un viejo, una de mis primeras certidumbres [57].
La costumbre se erige como evidencia de lo real: no yerra tanto entonces el
ciudadano apegado a sus manías, aquél al que Borges describe como dueño del
“hábito de unas llaves, de unos libros, / frecuencias irrecuperables que para él, /
fueron la verdad de este mundo” [“La noche que en el sur lo velaron”]. Resulta
comprensible que luego de toda una vida arrancada de cualquier territorio, el
narrador halle en el hábito un poco de calma y la entereza para escudriñar su
74
experiencia mediante la escritura. El placer mesurado de la cena rezuma
epicureísmo, paradigma moral clásico por excelencia, que se aviene muy bien con
su talante sobrio y atemperado.
Pero hay en esta costumbre más que una salvaguarda o la búsqueda de
calma: el intento de manipular la incandescencia de lo real.
Es una de las pocas, y tan frágil que no posee, en sí misma, valor de prueba. A decir
verdad, más que certidumbre, vendría a ser como el indicio de algo imposible pero
verdadero, un orden interno propio del mundo y muy cercano a nuestra experiencia del
que la impresión de eternidad, que para otros pareciera ser el atributo superior, no es
más que un signo mundano y modesto, la chafalonía que se pone a nuestro alcance para
que, mezquinos, nuestros sentidos la puedan percibir. Es un momento luminoso que
pasa, rápido, cada noche, a la hora de la cena y que después, durante unos momentos,
me deja como adormecido. También es inútil, porque no sirve para contrarrestar, en los
días monótonos, la noche que los gobierna y nos va llevando, como porque sí, al
matadero. Y, sin embargo, son esos momentos los que sostienen, cada noche, la mano
que empuña la pluma, haciéndola trazar, en nombre de los que ya, definitivamente, se
perdieron, estos signos que buscan, inciertos, su perduración [57].
En estas palabras puede hallarse más sustancia que en cualquier tratado moral o
religioso. Una luz emana de ese fiel que soporta los dos platillos de la novela: el
75
engaño, la artificialidad, “el lujo de la apariencia” y la intemperie, el azar. En esta
pretensión de hallar una clave o una orientación, pueden erigirse puntales, pautas
de comportamiento, cualidades que permitan sobrellevar el trámite de la nada,
siempre que partan de la confrontación honesta con la realidad diaria, con su
oquedad y la violencia de los acontecimientos, de modo que puedan, en efecto,
ofrecerles resistencia, dar atisbos de comprensión, y espacio, cuando quepa, a la
alegría. Ése sería la justa medida de la felicidad, o una felicidad y una paz más
verdaderas que las de los múltiples sucedáneos que han ofrecido siempre los
poderes de este mundo.
No es en la desmesura de la orgía, como se señaló en el ensayo
correspondiente, sino en el placer modesto de la cena, donde sí cobra efecto uno
de los rasgos de Bajtín sobre la carnavalización del mundo. La eternidad, esa
quimera, ese peso metafísico que nos echan encima con su parloteo las religiones,
tiene que ceder ante la verdadera importancia de lo que es ínfimamente
comprensible y experimentable en este mundo. El horror cósmico, si no
desaparece por entero, es mantenido a raya.
También Claudio Magris halla en los hábitos una de las pocas barricadas eficaces contra
lo informe, el rostro de la medusa. La comparación no es gratuita: aunque Saer leyó El
Danubio, libro de Magris en que el escritor italiano recorre la civilización de la Europa
76
Central y del Este desde las fuentes del río en Alemania hasta su desembocadura en el
Mar Negro, fue la adopción de un proyecto editorial semejante sobre el Río de la Plata lo
que dio origen a El río sin orillas [Larre Borges “El arte de narrar”]. Es en la cotidianidad
de los gestos, en las palabras de los amigos y las reuniones con los seres queridos donde
Magris encuentra la posibilidad de la persuasión. Difícilmente por casualidad otra novela
de Saer, acaso la de título más negativo, Nadie nada nunca, termina con la prolija
descripción de un asado, piedra de toque, “verdadera institución social” argentina, según
las propias palabras del autor [E. Corral 141-142].
Por cierto, los párrafos sobre la cena no son el único lugar en que la costumbre
aparece “en su contingencia salvadora” [36]. También la ejecución de alguna tarea
inútil le evita al entenado el abandono después de lo inefable del otoño y la
fusión de la conciencia con la naturaleza. Este cariz positivo de la repetición se
inscribe en la visión cíclica de lo real que ya se ha descrito aquí, e implica ritmo y
regularidad. Donde existe sucesión no todo puede ser arbitrario: si bien quizá sea
inexplicable, el ser puede acomodarse a los cambios y transiciones y hallar en
ellos algunos puntos de apoyo.
Aunque nunca se pierde de vista su aspecto arduo, la naturaleza también
aporta un valor y un aura de maravilla a la que el entenado, tras años de
observación minuciosa, no se resiste. Si en el ensayo anterior mencioné que las
estaciones y la selva daban pie a la sensación de unidad, asimismo, haciendo
77
memoria sobre su primer contacto con el río y su fango, el protagonista traza un
recorrido alegórico, el mismo de los primeros anfibios, ahora repetido por los
exploradores, en un pasaje de alumbramiento.
El olor de esos ríos es sin par sobre esta tierra. Es un olor a origen, a formación húmeda
y trabajosa, a crecimiento. Salir del mar monótono y penetrar en ellos fue como bajar del
limbo a la tierra. Casi nos parecía ver la vida rehaciéndose del musgo en putrefacción, el
barro vegetal acunar millones de criaturas sin forma, minúsculas y ciegas. Los mosquitos
ennegrecían el aire en las inmediaciones de los pantanos. La ausencia humana no hacía
más que aumentar esa ilusión de vida primigenia [11].
Hay aquí de nuevo un acercamiento entre Saer y el Magris de El Danubio. En el
humus de la Europa Oriental, en el fango del río europeo, el inquisitivo italiano
descubre la metáfora perfecta del destino humano, de la mezcla vital de los
pueblos que los iguala a todos y de la que surgen para diferenciarse en la historia
a través de su cultura [234]. En el barro vegetal del río, el argentino descubre ese
fondo común en ebullición de todo lo viviente: el sedimento pardo y sin
identidad, desde el cual, por ese movimiento inexplicable de lo que existe, los
organismos aspiran a una diferenciación trabajosa y sin un sentido reconocible.
La imagen pone de nuevo de relieve que el barro, la nada informe y los seres
forman parte de un mismo proceso continuo e inacabable en las dos direcciones,
78
y que es sólo nuestro deseo de vernos como el último eslabón de una cadena lo
que nos hace concebirlos como algo intermedio, parte de una progresión que en
apego a la verdad no existe, pues cada organismo vivo es por derecho propio una
expresión de lo real.
Este recuerdo del entenado se cierra con esa mañana que será definitoria.
La forma en se narra traza una similicadencia visual entre el acto recurrente del
sueño y el despertar. “Voces todavía un poco roncas por el sueño, ruidos
primeros creando, en la oscuridad, un espacio sonoro, y el propio ser que emerge
a duras penas de lo hondo, reconstruyendo el día inminente cuando una mano ya
despabilada, en el alba inocente, lo sacude. Esa vez fue un marinero, un viejo
lúgubre, el que me despertó” [11], dice, como si esa mañana se repitiera con el
mismo carácter de asertividad pero en diferentes circunstancias: otra mañana un
chofer, a la siguiente el empleado de algún bar. Hay que insistir: no se trata de
metaforizar, de relatar algo líricamente, o asignarle un valor esotérico al acto,
bastante prosaico si se quiere, del despertar, sino de reconstruir lo que, a nuestra
conciencia apagada, representa la diversidad múltiple y vital de la realidad:
primero un “espacio sonoro”, el de los ruidos del alba, un ascenso desde una
profundidad, así sea la de nuestra propia nada, hasta que algo ya “despabilado”,
es decir, ya exterior, ya en el mundo, detona sordamente la vigilia.
79
De manera implícita, pero evidente, la escritura también se erige como un
valor positivo, si bien problemático. La necesidad de dar testimonio es
suficientemente meritoria, a pesar del sinsentido y lo que se quiera, para el
personaje, y para Saer que habla a través de él. El entenado busca rectificar,
acaso, la pantomima de la obra de teatro que él contribuyó a crear, que
popularizó su historia, al costo de falsearla. Asume, por lealtad, en retribución, el
papel que los indios le asignaron. Saer, por su parte, en tanto autor, se tomó el
trabajo de escribir una novela para enmendarle la plana a la historia oficial y
exhibir, de paso, el maravilloso abismo que subyace a la forma de los grandes
problemas enfrentados por el pensamiento contemporáneo. Todo es improbable
y la verdad absoluta, esa antigua virtud, es inasible, pero eso no significa que haya
que conformarse con los dogmas habituales ni seguirle la corriente a quienes los
creen. Por el contrario, el entenado emprende un ajuste de cuentas terriblemente
incisivo.
Mis colegas, en cambio, no dudaban. Gozaban, encantados, de la inocencia perfecta y
fructífera del fabulador que, más por ignorancia que por caridad muestra, a
espantapájaros que se creen sensibles y afectos a lo verdadero, el aspecto tolerable de las
cosas. […] En el clamor continuo que nos celebraba yo esperaba percibir, a cada
momento, el silencio escéptico o reprobatorio que señalaría, de una vez por todas,
80
nuestra superchería, hasta que me di cuenta de que ese silencio estaba en mí desde el
primer día y que su sola presencia, por entre el rumor irrazonable de cortes y ciudades,
reducía muchedumbres enteras a la mera condición de títeres sin vida propia o de
fantasmagorías. Aprendí, gracias a esos envoltorios vacíos que pretendían llamarse
hombres, la risa amarga y un poco superior de quien posee, en relación con los
manipuladores de generalidades, la ventaja de la experiencia. Más que las crueldades de
los ejércitos, la rapiña indecente del comercio, los malabarismos de la moral para
justificar toda clase de maldades, fue el éxito de nuestra comedia lo que me ilustró sobre
la esencia verdadera de mis semejantes: el vigor de los aplausos que festejaban mis versos
insensatos demostraba la vaciedad absoluta de esos hombres, y la impresión de que eran
una muchedumbre de vestidos deslavados rellenos de paja, o formas sin sustancia
infladas por el aire indiferente del planeta, no dejaba de visitarme a cada función [55].
Es obvio que Saer no tiene por qué fustigar a los pobres europeos del siglo XVI.
Está hablando, oblicuamente por supuesto, de nuestra propia época: del
consumo de telenovelas y series pop, de realitys y gadgets, de la retórica insulsa
de los periódicos, cuya abundancia revela en forma patente el avance de la nada.
De nuevo, aparece el mismo asunto de la reafirmación, por contraste, de valores
humanistas.
El personaje en que éstos se muestran en toda su claridad es, desde luego,
el padre Quesada, a quien Castaneda habría podido llamar “un hombre de
81
conocimiento”. Franco, jovial, más o menos reñido con los disfraces oficiales de
la religión, todas las palabras que el entenado, su hijo espiritual, le dedica, afirman
su voluntad de resistir, de comprender, de permanecer. El narrador compara su
sonrisa irónica con el metal al que la llama trabaja.
La cualidad definitoria de Quesada es su firmeza. En un sentido lato,
entendida como virtud; en un sentido metafísico, entendida como definición,
como algo que ha cuajado bien, materia solidificada. Es lo opuesto de lo que no
tiene forma, de lo que duda; en su embriaguez se permite un reblandecimiento.
Los indios y él comparten esa característica, que radica en gran parte en su
convicción de que el ser vuelve real el lugar que pisa. Acaso no será erróneo
identificar esa actitud ante el mundo con lo que Claudio Magris llama “la
persuasión” [54].
El padre combina los valores renacentistas y cristianos, en el sentido más
luminoso de ambas palabras. “De su persona emanaba una insolencia resignada y
generosa” [49]; es erudito, e “incluso sabio”; conoce el latín, el griego, el hebreo y
las ciencias de su época; posee, además de paciencia, una fuerza “discreta, ajena a
toda ostentación y, desde luego, a toda violencia” y una “forma particular de
humildad, consistente en ridiculizarse a sí mismo con expresiones pensativas y
zumbonas, lo que era festejado no tanto por los que lo querían como por los que
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lo detestaban […] el padre, que se daba cuenta, insistía en ponerse en ridículo,
por pura caridad” [50].
Quesada cifra, por tanto, esos valores espirituales sobre los que está
asentada la novela e incluso, a pesar de su disolución histórica, sobre los que se
fundan todavía los esfuerzos más ilustres de la civilización occidental. Y también,
por qué no, pareciera el ejemplo de alguien que “vive una vida fuerte”, una vida
verdadera, un concepto caro al pensamiento budista y chamánico [Castaneda 72].
A su modo, los indios también pueden exhibir la firmeza que caracteriza al
padre, como los asadores entre la vorágine de la orgía y el desastre subsecuente.
“Con su discreción tranquila y sus cuerpos limpios y duros, mostraban que
también había en esos indios una fuerza capaz de mantenerlos, compactos y
nítidos en el día continuo, al abrigo de lo indistinto” [32]. Lo de ellos es pura
disciplina, fuerza de voluntad, en principio para no entregarse al deseo, cumplir
con su deber y mantenerse al margen, y después para seguir existiendo en su
propia realidad, ajenos, sin dejarse arrastrar por la marea de la tribu. Recuerdan
mucho al “poder” de don Juan, el de Castaneda, que en más de un sentido no es
sino la capacidad de dominar la propia circunstancia, de aceptarla y vivir lo que se
halla al alcance, y ser capaz de obviar todo lo demás [Castaneda 7-8]. Una vida así
implica la sublimación del miedo y del deseo, sacarlos de escena: no hay
sinsentido ni caos ni vértigo de la nada si uno es capaz de convencerse de vivir en
83
concordancia a cada instante con uno mismo o lo que lo rodea, de ser uno
mismo ese universo finito que se mide, no tan poca cosa, por el límite de
nuestros sentidos. En la medida en que los indios son capaces de ello, así sea de
manera transitoria, tienen derecho a llamarse los hombres “verdaderos”, bisagra
o bujía en el centro del universo.
Entre ellos hay, por si fuera poco, como resulta obvio en la relectura, un
personaje que actúa como contraparte del padre Quesada.
El hombre que en la mañana gradual agonizaba echado boca arriba sobre la arena
amarilla, era un poco diferente. En él, la ansiedad y la rigidez de los indios eran menos
evidentes. Daba la impresión de estar, más que los otros, dispuesto a abandonarse, a
dejarse moldear, dócil, por el vaivén de los días, sin empecinarse en forjar una imagen de
sí mismo ni negarse a admitir el ritmo de la contingencia. […] En esa indolencia casi
imperceptible yo adivinaba, sin darme cuenta, una especie de originalidad, de sentimiento
personal de que esa imposibilidad que era la esencia de las cosas, de la lengua, y hasta de
la carne de su gente, no era tal vez tan absoluta o, si lo era, que él, a pesar de todo, se
reservaba la libertad de desafiar las leyes rígidas del mundo y de vivir una vida diferente a
la de los demás, aun cuando la aniquilación lo acechara. De esa diferencia ínfima
emanaba una especie de bondad [72].
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Ambos son miembros respetados de su comunidad, pacientes, sensatos,
compasivos y dispuestos a paliar el dolor del otro. Es el indio con quien el
entenado alcanza a tener un trato más frecuente. La diferencia clave entre
Quesada y el indio es que, en una de las fiestas anuales, éste encuentra la muerte.
Su firmeza, su capacidad de dominarse a sí mismo antes de entregarse al placer
ofrece una imagen atroz: “La inmovilidad a la que se había estado sometiendo
durante horas no había sido de ningún modo una muestra de retención o un
intento poderoso por mantenerse al margen del caos sino, muy por el contrario,
un desafío descabellado, una forma de delirio y de desmesura” [74]: hybris de la
voluntad, de la necesidad de afirmarse en el mundo. Su agonía sugiere al narrador
la idea de que la mañana se chupa su fuerza, de que el sol se alimenta con su
sangre. Su muerte es muy semejante a la del padre Quesada. “Como era pleno
verano, ha de haberse ido muriendo, bajo el cielo abierto, de cara a la misma luz
intensa e indescifrable que había enfrentado su inteligencia en los días de su vida”
[51].
Hay un último pasaje de la novela en el que me gustaría hacer hincapié antes
de concluir este análisis. Es el del juego de los niños, una de las primeras cosas
que el narrador observa mientras huye del horror del desmembramiento, y que
permanece en su memoria como un sutil subrayado del autor. Puede ser una pista
falsa o mejor, un símbolo poético que ha de ser interpretado por quien lee. El
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entenado, sin embargo, da un conjunto de guías en cuanto a su posible
significado:
En sus rasgos, que año tras año se van precisando, me parece entrever que algún signo
oscuro del mundo se presenta, quién sabe por qué causa, a la luz del día, ya que es difícil
imaginar que la persistencia de ese acto por parte de los niños, a través de muchas
generaciones, y su presencia insistente en mi memoria, sean simples hechos casuales que,
medidos con la vara del infinito, no tengan ninguna significación [69-70].
El juego consiste en formar una espiral que gira en uno u otro sentido o en
integrar la hilera en que uno tras otro los participantes se dejan caer. La espiral,
como ha de recordarse, es uno de los glifos más antiguos y alude al cambio
constante del universo; casualmente representa la forma de las galaxias, invisibles
para las civilizaciones primitivas. Trae aparejada también la idea de la evolución.
La hilera, por su parte, podría representar el juego de la muerte: la caída de uno
tras otro de los miembros de la tribu, hasta el recomienzo del ciclo. Ambas
recuerdan, una vez más, las visiones cíclicas de lo real, la brahmánica del universo
en perpetua oscilación, o el dualismo entre Naikos y Sphairos, la atracción y la
repulsión de Empédocles [Colli 207, 222-228].
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Saer recuerda entonces, como última luz posible, la evidencia poética y el
carácter misterioso del juego, usualmente contrapuestos a la evidencia empírica,
de que el mundo podría regirse por leyes asequibles a cualquier cultura, mediante
la intuición, el mito, la contemplación o la práctica mágica. Y también es un
argumento a favor de que, ante la dificultad, en la experiencia diaria, de obtener
pruebas concluyentes en un sentido inverso, las pruebas de la imaginación, es
decir, las representaciones de lo real que la conciencia presenta, pueden ser tan
ilustrativas como los llamados hechos.
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UN COSMOS EN ESCORZO
(A MANERA DE CONCLUSIONES)
Tras la exploración del universo que se presenta en El entenado, resulta fácil
percatarse de que, en efecto, el narrador recrea una realidad mucho más compleja
que la planteada por el sentido común, el alcance de los sentidos o el
racionalismo a ultranza. Recuperaré ahora las conclusiones particulares
alcanzadas en los ensayos anteriores a fin de dar una visión de conjunto del
extenso replanteamiento de lo real que supone la novela, y daré, donde quepa,
algunas sugerencias al respecto.
Como se ha visto, la principal característica de la relación entre el ser
humano y su mundo es la incertidumbre; algo que se ve equilibrado por la
evidencia de que todo en el universo forma parte de una continuidad permeable.
Estas dos ideas, que parecieran descartarse mutuamente, se resuelven en la
oposición entre la forma de algo y su precariedad innata. En El entenado, cada ser y
fenómeno se descubre en un perpetuo escorzo hacia su disolución. Todo en el
universo cambia de manera constante y la permutación supone un paso más
hacia la muerte y la nada, lo que no impide, no obstante, que la vida siga
mostrándose en su infinita y diversa profusión, en especial en el reino de la
naturaleza. La dificultad que sufre la conciencia humana en su intento de
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conciliar este claroscuro esencial conduce a sentir que siempre hay algo que se
escapa, que la vigilia es sueño o puede desbocarse, aunque no ocurra, en la
fantasía. Pero en el día a día la mesa sigue siendo mesa, aunque ya la estén
devorando las termitas. Este desgaste insidioso y discreto es el origen de la
angustia. Y la conciencia, la antigua prueba de la existencia humana, se revela así
como origen de una enajenación que para paliarse debe recurrir a la creación de
una cultura.
La nada se revela como la única cualidad indudable del ser. En suma,
retrata una preocupación obsesiva de Juan José Saer y de la humanidad
contemporánea. Actúa incluso a un nivel formal, como generador de tensión,
iceberg oscuro o historia subterránea, origen de todo movimiento: el deseo de
escapar de ella, de escribir o descubrir un continente para saber si en lo aún
desconocido hay algo distinto. La nada vuelve absurdo todo hacer; a cambio de
ese vacío, el problema de la muerte se relativiza y traslada a la acaso más espinosa
cuestión de la arbitrariedad de lo que existe. Basta con que una cosa sea real para
que lo demás también sea verdadero. También se revalora cada cosa y cada
fuerza del cosmos, pues todas son necesarias para preservarlo y salvarlo de la
aniquilación. La muerte, por tanto, más allá de ese terror instintivo que se
agazapa en nuestros nervios, tampoco debería ya de asustarnos. Ni siquiera la
aniquilación total debería hacernos temer: esta existencia es tan dificultosa de por
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sí, que bien amerita la muerte, el despertar o la disolución. De lo que se trata es
de ocupar los días con suaves defensas, con suficientes hábitos para mantener a
raya su negrura. Es lo que hacen los personajes “verdaderos” de la novela, a
través de los trabajos manuales y el esmero de los indios, los libros y la humildad
del padre Quesada, las aceitunas y el vino del narrador; la cereza del pastel, la
victoria del equipo del barrio.
De cualquier modo, el corolario más importante que deja El entenado es la
necesidad, imprescindible para cualquier cosmogonía, relato o sistema filosófico
que aspire a proporcionar una imagen coherente del mundo, de tomar en cuenta
la nada como principal elemento. Montaigne pedía que la vida fuera una
educación para la muerte; un desarrollo semejante es el que siguen ahora la
literatura y la filosofía en torno al vacío.
La embestida de Saer cuestiona conceptos tan elementales como el tiempo,
el espacio, el placer y la memoria. Esta última, entronizada potestad que el mito
griego hacía madre de todas las artes, tiene la capacidad de imponerse, muchas
veces, al presente; pero es precaria, se equipara al sueño, implica por fuerza una
ficción y se descubre como el origen de una soledad estricta, hecha de la
imposibilidad de que dos personas compartan el mismo recuerdo.
El placer, a causa de la nada en que desemboca la desmesura de
perseguirlo, se ve desmentido como posible sentido de la vida o eje rector de la
90
misma. El deseo se expone como una necesidad vergonzosa de no ser, de
regresar al estado antes de la conciencia y la forma. Pero este pudor que se siente
es menos algo inalienable que resultado de la convivencia social: la culpa está en
la mirada de los otros.
A pesar de ello y de que la promesa de la sensualidad, en cualquiera sus
formas, nunca se cumple, el deseo resulta una fuerza tan poderosa, que es un
elemento de cohesión social y asimismo de orden cósmico, pues establece un
sistema de acuerdos entre los seres y los fenómenos del mundo. Lo mismo que la
nada, cualquier cosmogonía que se respete tendría que considerar su impulso.
(Una cosa más que no me resisto a escribir aquí, sólo por pura curiosidad. Toda
esta expresión de lo insuficiente que es el placer desbocado es muy coherente en
la visión expresada en la novela, pero yo me pregunto si Saer también hablaba
desde la experiencia. Es decir, la pregunta, como para el filosorráptor de 9gag,
quien lo conoce me entiende, sería: ¿en cuántas orgías habrá estado el autor
argentino?).
El replanteamiento de la realidad efectuado por la novela transmuta las
coordenadas básicas del tiempo y el espacio. El primero recupera esa cualidad
cíclica de las cosmogonías primigenias, lo que supone no una retórica vacía, sino
distintos y sucesivos estadios del ser, cada uno de una implacable necesidad. Este
carácter, aunado a la maleabilidad de la memoria, devuelve al orden de los
91
acontecimientos la posibilidad de invertirse, de revivir o ser contemplados, a su
regreso, desde una perspectiva desplazada. El espacio, por su parte, asume
mucho de su valor perdido al considerarse desde una concepción orgánica, en la
cual cada sitio es indisoluble de la presencia que lo habita o que lo explora, ambas
ligadas por una pertenencia mutua. El lugar del origen, además, también se ve,
digámoslo así, rehabilitado: es allí donde el ser es más real y tiene mayor
posibilidad de perdurar. De cualquier modo, ni tiempo ni espacio conservan esas
pretendidas objetividad, infalibilidad y exterioridad que el día a día o el
pensamiento anterior a la física del siglo XX querían conferirles. En el episodio
final del eclipse, ambos se ven suspendidos, anulados, para dar paso a la
oscuridad, la única condición verdadera.
A pesar de todo lo anterior, la novela no entrega una visión por completo
pesimista. La luz que persiste, humildemente simbolizada en las estrellas,
enigmáticas y visibles durante el eclipse, lo mismo que en los puntos de luz en el
río en un pasaje de Nadie nada nunca, y en la espiral del juego de los niños, emana
de ciertas salvaguardas espirituales, como son, en principio, la escritura y los
valores humanistas, la búsqueda de la verdad y el conocimiento, a pesar de su
fragilidad y de las entelequias que los obstruyen. También aparecen el hábito y el
placer mesurado, no sólo como una manera de detener el flujo de la nada, sino de
otorgarle alguna consistencia a lo existente.
92
REFERENCIAS
OBRAS CITADAS DE JUAN JOSÉ SAER
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