Rodolfo Kusch (1922 – 1979): nació y falleció en la ciudad de

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Eje Antropológico: ¿Quién dice, quién enuncia, la frase “Oíd mortales”?
Fuentes
Antigüedad
Platón. República. Buenos Aires. Eudeba. 2000. Libro VII.
Groethuysen, Bernhard. Antropología Filosófica. Buenos Aires. Losada 1951. Ver
selección de Textos
Modernidad
Descartes, René, Meditaciones Metafísicas En Obras escogidas. Buenos Aires. Charcas.
1980. Segunda Meditación, págs. 222-233
Kant, Immanuel. Antropología, Didáctica Antropológica. De la manera de conocer el interior así
como el exterior del hombre. Madrid. Revista de Occidente. 1935. Prólogo y Libro Primero,
parágrafos 1 y 2, págs. 7-10 y 221-233.
Kant, Immanuel. Lógica. Buenos Aires. Tor. 1935. III, págs. 14-19.
Autores contemporáneos
Castoriadis, Cornelius. “La racionalidad del capitalismo” en Figuras de lo pensable.
Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica. 2001.
Castoriadis, Cornelius. “Poder, Política y Autonomía” en Ciudadanos sin brújula. Mexico.
Coyacan. 2000.
Etienne Balivar, Sujeto, subjetividad y ciudadano. Ver selección de Textos.
Fanon, Frantz., Los condenados de la tierra, Fondo de cultura económica, Buenos
Aires, 2007, Cap. I, p. 30-40
Heidegger, Martin. Kant y el problema de la metafísica. Mexico. Fondo de Cultura
Económica. 1973 parte IV, A y B.
Marx, Karl. La cuestión Judía. Buenos Aires. Contraseña. 1997.
Ricoeur, Paul. Ideología y Utopía. Gedisa, Barcelona, 1989. Capitulo Introductorio.
Todorov, Tzvetan. La conquista de América: el problema del otro. Madrid. Siglo XXI. 1998.
Epílogo.
Lo Humano en América latina
Dardo Scavino, “Simón Bolívar, 1815”, “Nosotros, Vosotros y ellos” y ¿América
poscolonial?, en Narraciones de la Independencia, arqueología de un fervor contradictorio. Buenos Aires.
Eterna Cadencia. 2010.
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Rodolfo Kusch, “Lo humano en América” En Esbozo De una antropología americana.
Buenos Aires, Castañeda, 1978.
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Platón. República. Buenos Aires. Eudeba. 2000. Libro VII.
VII
I. -Y a continuación -seguí- compara con la siguiente escena el estado en que, con
respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una especie de
cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a
lo ancho de toda la caverna y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las
piernas y el cuello de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante,
pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo
lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto; y a lo
largo del camino suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se
alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus maravillas.
-Ya lo veo -dijo.
-Pues bien, contempla ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan
toda clase de objetos cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales
hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como
es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.
-Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños pioneros!
-Iguales que nosotros -dije-, porque, en primer lugar ¿crees que los que están así han
visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego
sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?
-¡Cómo -dijo-, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las
cabezas?
-¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?
-¿Qué otra cosa van a ver?
-Y, si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar
refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos? Forzosamente.
-¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada
vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino
la sombra que veían pasar?
-No, ¡por Zeus! -dijo.
-Entonces no hay duda -dije yo- de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa
más que las sombras de los objetos fabricados.
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-Es enteramente forzoso -dijo.
-Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su
ignorancia y si, conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera
desatado y obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz y
cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver
aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que contestaría si le dijera alguien que
antes no veía más que sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la
realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera
mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es
cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le
parecería más verdadero que lo que entonces se le mostraba?
-Mucho más -dijo.
II. -Y, si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos
y que se escaparía volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que
consideraría que éstos son realmente más claros que los que le muestran?
-Así es -dijo.
-Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza -dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada
subida, y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y
llevaría a mal el ser arrastrado y, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que
no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas?
-No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento.
-Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que
vería más fácilmente serían, ante todo, las sombras, luego, las imágenes de hombres y de otros
objetos reflejados en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más
fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de
las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio.
-¿Cómo no?
-Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en
otro lugar ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que
él estaría en condiciones de mirar y contemplar.
-Necesariamente -dijo.
-Y, después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las
estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible y es, en cierto modo, el autor de
todas aquellas cosas que ellos veían.
-Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro.
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-¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus
antiguos compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que
les compadecería a ellos? Efectivamente.
-Y, si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que
concedieran los unos a aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las sombras
que pasaban y acordarse mejor de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar delante o
detrás o junto con otras, fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados en ello, lo que
iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que envidiaría a quienes
gozaran de honores y poderes entre aquéllos, o bien que le ocurriría lo de Homero, es decir,
que preferiría decididamente «ser siervo en el campo de cualquier labrador sin caudal » o sufrir
cualquier otro destino antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?
-Eso es lo que creo yo -dijo-: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella
vida.
-Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo
asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas como a quien deja súbitamente la luz
del sol?
-Ciertamente -dijo.
-Y, si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente
encadenados, opinando acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía
los ojos, ve con dificultad -y no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse-,
¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos
estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una semejante ascensión? ¿Y no
matarían, si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara desatarles y
hacerles subir?
-Claro que sí-dijo.
III. -Pues bien -dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh, amigo Glaucón!, a lo
que se ha dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la
vivienda-prisión y la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol. En cuanto a la subida al
mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del
alma hasta la región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre, que es lo que tú deseas
conocer y que sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo cierto. En fin, he aquí lo que a mí
me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien,
pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay
en todas las cosas, que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de
ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene
por fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.
-También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo.
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-Pues bien -dije-, dame también la razón en esto otro: no te extrañes de que los que
han llegado a ese punto no quieran ocuparse en asuntos humanos; antes bien, sus almas
tienden siempre a permanecer en las alturas, y es natural, creo yo, que así ocurra, al menos si
también esto concuerda con la imagen de que se ha hablado.
-Es natural, desde luego -dijo.
-¿Y qué? ¿Crees -dije yo- que haya que extrañarse de que, al pasar un hombre de las
contemplaciones divinas a las miserias humanas, se muestre torpe y sumamente ridículo
cuando, viendo todavía mal y no hallándose aún suficientemente acostumbrado a las tinieblas
que le rodean, se ve obligado a discutir, en los tribunales o en otro lugar cualquiera, acerca de
las sombras de lo justo o de las imágenes de que son ellas reflejo y a contender acerca del
modo en que interpretan estas cosas los que jamás han visto la justicia en sí ?
-No es nada extraño -dijo.
-Antes bien -dije-, toda persona razonable debe recordar que son dos las maneras y
dos las causas por las cuales se ofuscan los ojos: al pasar de la luz a la tiniebla y al pasar de la
tiniebla a la luz. Y, una vez haya pensado que también le ocurre lo mismo al alma, no se reirá
insensatamente cuando vea a alguna que, por estar ofuscada, no es capaz de discernir los
objetos, sino que averiguará si es que, viniendo de una vida más luminosa, está cegada por
falta de costumbre o si, al pasar de una mayor ignorancia a una mayor luz, se ha deslumbrado
por el exceso de ésta; y así considerará dichosa a la primera alma, que de tal manera se
conduce y vive, y compadecerá a la otra, o bien, si quiere reírse de ella, esa su risa será menos
ridícula que si se burlara del alma que desciende de la luz.
-Es muy razonable -asintió- lo que dices.
IV -Es necesario, por tanto -dije-, que, si esto es verdad, nosotros consideremos lo
siguiente acerca de ello: que la educación no es tal como proclaman algunos que es. En efecto,
dicen, según creo, que ellos proporcionan ciencia al alma que no la tiene del mismo modo que
si infundieran vista a unos ojos ciegos.
-En efecto, así lo dicen -convino.
-Ahora bien, la discusión de ahora -dije- muestra que esta facultad, existente en el alma
de cada uno, y el órgano con que cada cual aprende deben volverse, apartándose de lo que
nace, con el alma entera -del mismo modo que el ojo no es capaz de volverse hacia la luz,
dejando la tiniebla, sino en compañía del cuerpo entero- hasta que se hallen en condiciones de
afrontar la contemplación del ser e incluso de la parte más brillante del ser, que es aquello a lo
que llamamos bien. ¿No es eso?
-Eso es.
-Por consiguiente -dije- puede haber un arte de descubrir cuál será la manera más fácil
y eficaz para que este órgano se vuelva; pero no de infundirle visión, sino de procurar que se
corrija lo que, teniéndola ya, no está vuelto adonde debe ni mira adonde es menester.
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-Tal parece -dijo.
-Y así, mientras las demás virtudes, las llamadas virtudes del alma, es posible que sean
bastante parecidas a las del cuerpo -pues, aunque no existan en un principio, pueden realmente
ser más tarde producidas por medio de la costumbre y el ejercicio-, en la del conocimiento se
da el caso de que parece pertenecer a algo ciertamente más divino que jamás pierde su poder y
que, según el lugar a que se vuelva, resulta útil y ventajoso o, por el contrario, inútil y nocivo.
¿O es que no has observado con cuánta agudeza percibe el alma miserable de aquellos de
quienes se dice que son malos, pero inteligentes, y con qué penetración discierne aquello hacia
lo cual se vuelve, porque no tiene mala vista y está obligada a servir a la maldad, de manera
que, cuanto mayor sea la agudeza de su mirada, tantos más serán los males que cometa el
alma?
-En efecto -dijo.
-Pues bien -dije yo-, si el ser de tal naturaleza hubiese sido, ya desde niño, sometido a
una poda y extirpación de esa especie de excrecencias plúmbeas, emparentadas con la
generación, que, adheridas por medio de la gula y de otros placeres y apetitos semejantes,
mantienen vuelta hacia abajo la visión del alma; si, libre ésta de ellas, se volviera de cara a lo
verdadero, aquella misma alma de aquellos mismos hombres lo vería también con la mayor
penetración de igual modo que ve ahora aquello hacia lo cual está vuelta .
-Es natural -dijo.
-¿Y qué? -dije yo-. ¿No es natural y no se sigue forzosamente de lo dicho que ni los
ineducados y apartados de la verdad son jamás aptos para gobernar una ciudad ni tampoco
aquellos a los que se permita seguir estudiando hasta el fin; los unos, porque no tienen en la
vida ningún objetivo particular apuntando al cual deberían obrar en todo cuanto hiciesen
durante su vida pública y privada y los otros porque, teniéndose por transportados en vida a
las islas de los bienaventurados, no consentirán en actuar?
-Es cierto -dijo.
-Es, pues, labor nuestra -dije yo-, labor de los fundadores, el obligar a las mejores
naturalezas a que lleguen al conocimiento del cual decíamos antes que era el más excelso y
vean el bien y verifiquen la ascensión aquella; y, una vez que, después de haber subido, hayan
gozado de una visión suficiente, no permitirles lo que ahora les está permitido.
-¿Y qué es ello?
-Que se queden allí -dije- y no accedan a bajar de nuevo junto a aquellos prisioneros ni
a participar en sus trabajos ni tampoco en sus honores, sea mucho o poco lo que éstos valgan.
-Pero entonces -dijo-, ¿les perjudicaremos y haremos que vivan peor siéndoles posible
el vivir mejor?
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V -Te has vuelto a olvidar , querido amigo -dije-, de que a la ley no le interesa nada que
haya en la ciudad una clase que goce de particular felicidad, sino que se esfuerza por que ello le
suceda a la ciudad entera y por eso introduce armonía entre los ciudadanos por medio de la
persuasión o de la fuerza, hace que unos hagan a otros partícipes de los beneficios con que
cada cual pueda ser útil a la comunidad y ella misma forma en la ciudad hombres de esa clase,
pero no para dejarles que cada uno se vuelva hacia donde quiera, sino para usar ella misma de
ellos con miras a la unificación del Estado.
-Es verdad -dijo-. Me olvidé de ello.
-Pues ahora -dije- observa, ¡oh, Glaucón!, que tampoco vamos a perjudicar a los
filósofos que haya entre nosotros, sino a obligarles, con palabras razonables, a que se cuiden
de los demás y les protejan. Les diremos que es natural que las gentes tales que haya en las
demás ciudades no participen de los trabajos de ellas, porque se forman solos, contra la
voluntad de sus respectivos gobiernos, y, cuando alguien se forma solo y no debe a nadie su
crianza, es justo que tampoco se preocupe de reintegrar a nadie el importe de ella. Pero a
vosotros os hemos engendrado nosotros, para vosotros mismos y para el resto de la ciudad,
en calidad de jefes y reyes, como los de las colmenas, mejor y más completamente educados
que aquéllos y más capaces, por tanto, de participar de ambos aspectos. Tenéis, pues, que ir
bajando uno tras otro a la vivienda de los demás y acostumbraros a ver en la oscuridad. Una
vez acostumbrados, veréis infinitamente mejor que los de allí y conoceréis lo que es cada
imagen y de qué lo es, porque habréis visto ya la verdad con respecto a lo bello y a lo justo y a
lo bueno. Y así la ciudad nuestra y vuestra vivirá a la luz del día y no entre sueños, como viven
ahora la mayor parte de ellas por obra de quienes luchan unos con otros por vanas sombras o
se disputan el mando como si éste fuera algún gran bien. Mas la verdad es, creo yo, lo
siguiente: la ciudad en que estén menos ansiosos por ser gobernantes quienes hayan de serlo,
ésa ha de ser forzosamente la que viva mejor y con menos disensiones que ninguna; y la que
tenga otra clase de gobernantes, de modo distinto.
-Efectivamente -dijo.
-¿Crees, pues, que nos desobedecerán los pupilos cuando oigan esto y se negarán a
compartir por turno los trabajos de la comunidad viviendo el mucho tiempo restante todos
juntos y en el mundo de lo puro?
-Imposible -dijo-. Pues son hombres justos a quienes ordenaremos cosas justas. Pero
no hay duda de que cada uno de ellos irá al gobierno como a algo inevitable al revés que
quienes ahora gobiernan en las distintas ciudades.
-Así es, compañero -dije yo-. Si encuentras modo de proporcionar a los que han de
mandar una vida mejor que la del gobernante, es posible que llegues a tener una ciudad bien
gobernada, pues ésta será la única en que manden los verdaderos ricos, que no lo son en oro,
sino en lo que hay que poseer en abundancia para ser feliz: una vida buena y juiciosa. Pero
donde son mendigos y hambrientos de bienes personales los que van a la política creyendo
que es de ahí de donde hay que sacar las riquezas, allí no ocurrirá así. Porque, cuando el
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mando se convierte en objeto de luchas, esa misma guerra doméstica e intestina los pierde
tanto a ellos como al resto de la ciudad.
-Nada más cierto -dijo.
-Pero ¿conoces -dije- otra vida que desprecie los cargos políticos excepto la del
verdadero filósofo?
-No, ¡por Zeus! -dijo.
-Ahora bien, no conviene que se dirijan al poder en calidad de amantes de él, pues, si
lo hacen, lucharán con ellos otros pretendientes rivales.
-¿Cómo no?
-Entonces, ¿a qué otros obligarás a dedicarse a la guarda de la ciudad sino a quienes,
además de ser los más entendidos acerca de aquello por medio de lo cual se rige mejor el
Estado, posean otros honores y lleven una vida mejor que la del político?
-A ningún otro -dijo.
VI. -¿Quieres, pues, que a continuación examinemos de qué manera se formarán tales
personas y cómo se les podrá sacar a la luz, del mismo modo que, según se cuenta,
ascendieron algunos desde el Hades hasta los dioses?
-¿Cómo no he de querer? -dijo.
-Pero esto no es, según parece, un simple lance de tejuelo, sino un volverse el alma
desde el día nocturno hacia el verdadero; una ascensión hacia el ser de la cual diremos que es
la auténtica filosofía.
-Efectivamente.
-¿No hay, pues, que investigar cuál de las enseñanzas tiene un tal poder?
-¿Cómo no?
-Pues bien, ¿cuál podrá ser, oh, Glaucón, la enseñanza que atraiga el alma desde lo que
nace hacia lo que existe? Más al decir esto se me ocurre lo siguiente. ¿No afirmamos que era
forzoso que éstos fuesen en su juventud atletas de guerra?
-Tal dijimos, en efecto.
-Por consiguiente es necesario que la enseñanza que buscamos tenga, además de
aquello, esto otro.
¿Qué?
-El no ser inútil para los guerreros.
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-Desde luego -dijo-; así debe ser si es posible.
-Ahora bien, antes les educamos por medio de la gimnástica y la música.
-Así es -dijo.
-En cuanto a la gimnástica, ésta se afana en torno a lo que nace y muere, pues es el
crecimiento y decadencia del cuerpo lo que ella preside.
-Tal parece.
-Entonces no será esta la enseñanza que buscamos.
-No, no lo es.
-¿Acaso lo será la música tal como en un principio la describimos?
-Pero aquélla -dijo- no era, si lo recuerdas, más que una contrapartida de la gimnástica:
educaba a los guardianes por las costumbres; les procuraba, por medio de la armonía, cierta
proporción armónica, pero no conocimiento, y por medio del ritmo, la euritmia; y en lo
relativo a las narraciones, ya fueran fabulosas o verídicas, presentaba algunos otros rasgos siguió diciendo- semejantes a éstos. Pero no había en ella ninguna enseñanza que condujera a
nada tal como lo que tú investigas ahora.
-Me lo recuerdas con gran precisión -dije-. En efecto, no ofrecía nada semejante. Pues
entonces, ¿cuál podrá ser, oh, bendito Glaucón, esa enseñanza? Porque como nos ha parecido,
según creo, que las artes eran todas ellas innobles...
-¿Cómo no? ¿Pues qué otra enseñanza nos queda ya, aparte de la música y de la
gimnástica y de las artes?
-Si no podemos dar con ninguna -dije yo- que no esté incluida entre éstas, tomemos,
pues, una de las que se aplican a todas ellas.
-¿Cuál?
-Por ejemplo, aquello tan general de que usan todas las artes y razonamientos y
ciencias; lo que es forzoso que todos aprendan en primer lugar.
-¿Qué es ello? -dijo.
-Eso tan vulgar -dije- de conocer el uno y el dos y el tres. En una palabra, yo le llamo
número y cálculo. ¿O no ocurre con esto que toda arte y conocimiento se ven obligados a
participar de ello?
-Muy cierto -dijo.
-¿No lo hace también -dije- la ciencia militar?
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-Le es absolutamente forzoso -dijo.
-En efecto -dije-, es un general enteramente ridículo el Agamenón que Palamedes nos
presenta una y otra vez en las tragedias. ¿No has observado que Palamedes dice haber sido él
quien, por haber inventado los números, asignó los puestos al ejército que acampaba ante
Ilión y contó las naves y todo lo demás, y parece como si antes de él nada hubiese sido
contado y como si Agamenón no pudiese decir, por no saber tampoco contar, ni siquiera
cuántos pies tenía . Pues entonces, ¿qué clase de general piensas que fue?
-Extraño ciertamente -dijo- si eso fuera verdad.
VII. -¿No consideraremos, pues -dije-, como otro conocimiento indispensable para un
hombre de guerra el hallarse en condiciones de calcular y contar?
-Más que ningún otro -dijo- para quien quiera entender algo, por poco que sea, de
organización o, mejor dicho, para quien quiera ser un hombre.
-Pues bien -dije-, ¿observas lo mismo que yo con respecto a este conocimiento?
-¿Qué es ello?
-Podría bien ser uno de los que buscamos y que conducen naturalmente a la
comprensión; pero nadie se sirve debidamente de él a pesar de que es absolutamente apto para
atraer hacia la esencia.
-¿Qué quieres decir? -preguntó.
-Intentaré enseñarte -dije- lo que a mí al menos me parece. Ve contemplando junto
conmigo las cosas que yo voy a ir clasificando entre mí como aptas o no aptas para conducir
adonde decimos y afirma o niega a fin de que veamos con mayor evidencia si esto es como yo
lo imagino.
-Enséñame -dijo.
-Pues bien -dije-, te enseño, si quieres contemplarlas, que, entre los objetos de la
sensación, los hay que no invitan a la inteligencia a examinarlos, por ser ya suficientemente
juzgados por los sentidos; y otros, en cambio, que la invitan insistentemente a examinarlos,
porque los sentidos no dan nada aceptable.
-Es evidente -dijo- que te refieres a las cosas que se ven de lejos y a las pinturas con
sombras.
-No has entendido bien -contesté- lo que digo. -¿Pues a qué te refieres? -dijo.
-Los que no la invitan -dije- son cuantos no desembocan al mismo tiempo en dos
sensaciones contradictorias. Y los que desembocan los coloco entre los que la invitan, puesto
que, tanto si son impresionados de cerca como de lejos, los sentidos no indican que el objeto
sea más bien esto que lo contrario. Pero comprenderás más claramente lo que digo del
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siguiente modo. He aquí lo que podríamos llamar tres dedos: el más pequeño, el segundo y el
medio.
-Desde luego -dijo.
-Fíjate en que hablo de ellos como de algo visto de cerca. Ahora bien, obsérvamelo
siguiente con respecto a ellos.
-¿Qué?
-Cada uno se nos muestra igualmente como un dedo y en esto nada importa que se le
vea en medio o en un extremo, blanco o negro, grueso o delgado, o bien de cualquier otro
modo semejante. Porque en todo ello no se ve obligada el alma de los más a preguntar a la
inteligencia qué cosa sea un dedo, ya que en ningún caso le ha indicado la vista que el dedo sea
al mismo tiempo lo contrario de un dedo.
-No, en efecto -dijo.
-De modo que es natural -dije- que una cosa así no llame ni despierte al entendimiento.
-Es natural.
-¿Y qué? Por lo que toca a su grandeza o pequeñez, ¿las distingue acaso
suficientemente la vista y no le importa a ésta nada el que uno de ellos esté en medio o en un
extremo? ¿Y le ocurre lo mismo al tacto con el grosor y la delgadez o la blandura y la dureza?
Y los demás sentidos, ¿no proceden acaso de manera deficiente al revelar estas cosas? ¿O bien
es del siguiente modo como actúa cada uno de ellos, viéndose ante todo obligado a encargarse
también de lo blando el sentido que ha sido encargado de lo duro y comunicando éste al alma
que percibe cómo la misma cosa es a la vez dura y blanda?
-De
ese
modo
-dijo.
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Groethuysen, Bernhard (1880-1946). Nació en Berlín, residió durante largos años en París,
escribiendo tanto en alemán como en francés. Discípulo de Dilthey, Froethuysen se ha distinguido por
sus trabajos de interpretación histórica realizados bajo la inspiración filosófica diltheyana de la vida.
Sobre todo en su estudio del desarrollo de la conciencia burguesa en Francia durante el siglo XVIII.
Groethuysen ha llevado a culminación las posibilidades del método diltheyano, explicando los más
significados fenómenos históricos y sociales por medio de una interpretación del modo como los
diversos tipos humanos alcanzan la percatación de sí mismos en las varias esferas de la cultura: religión,
economía, arte, etc. De este modo no solamente quedan agrupados los hechos históricos en la unidad
de la conciencia de la vida, sino que ciertos hechos históricos, durante largo tiempo poco atendidos o
meramente acumulados, se integran en una unidad. Greoethuysen ha colaborado así en la historia del
espíritu humano, pero de un espíritu siempre arraigado en la vida y jamás sometido a normas de
desenvolvimiento rígido, del tipo de las hegelianas. El interés histórico-espiritual de Groethuysen se ha
manifestado inclusive –siguiendo, por lo demás, a Dilthey- en sus trabajos mas sistemáticos; su
antropología filosófica es, en rigor, una historia de la conciencia histórico-antropológica occidental,
donde las grandes personalidades y los tipos humanos representan formas de tal conciencia.
Groethuysen, Bernhard. Antropología Filosófica. Buenos Aires. Losada 1951. Ver
selección de Textos
I. INTRODUCCIÓN
Conócete a ti mismo: es el tema de toda antropología filosófica. Antropología
filosófica es reflexión de sí mismo, un intento, siempre reiterado, del hombre para
comprenderse a sí mismo. Ahora bien, reflexión de sí mismo puede interpretarse en dos
sentidos según que el hombre se detenga en lo vivido y se ponga a sí mismo para la exposición
o se conviertan para él en problemas de conocimiento la vida y él mismo, según plantee la
cuestión partiendo de la vida o del conocimiento.
Mientras permanezca en el engranaje de la vida, le basta obtener claridad sobre su vida.
Proporciona expresión a lo vivido. Habla por su propia experiencia de la vida y busca el
sentido y significación de lo que, ha vivido y experimentado. ¿A qué necesita, al principio, de
acotaciones de conceptos y largas disquisiciones sobre lo que sea el hombre? Se entiende a sí
mismo y se hace inteligible para los demás. Esto le basta. Corresponde a este sector la
inabarcable diversidad de manifestaciones del hombre sobre sí mismo y sobre los demás
hombres, en que formula sus experiencias de la vida. Intenta contemplar la vida y
estructurarla; forma ciertos conceptos de la vida en que se comprendan procesos vitales.
Ciertas entonaciones de la vida adquieren representación: las que expresan una actitud
genérica de conjunto con respecto al hombre y con respecto a la vida.
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Es este el sector que podría calificarse de sector de la filosofía de la vida. Pertenecen de
algún modo a él todas las distintas manifestaciones en que el hombre interpreta su vida.
Tienen en él su lugar observaciones ocasionales, como las que se lee en cartas o se oye en
conversaciones, y asimismo las máximas del sabio o la aquilatada concepción de la vida que
adquiere expresión en una autobiografía o en una obra poética.
Es esto la filosofía de la vida. Se hace ideas sobre la vida; busca fijar de algún modo el
resultado, Sus experiencias de la vida. Todas estas manifestaciones pueden tener su
significación, por poco que correspondan a las severas exigencias del pensar. Proporcionan la
atmósfera en que surgen las creaciones espirituales; constituyen una comunidad que suprime él
aislamiento en que éstas nos aparecen cuando son examinadas a parte del engranaje de la vida.
Pertenecen a una capa primaria de la reflexión humana de sí mismo y vuelven a penetrar
siempre en la vida.
La vida y la reflexión de sí mismo se hallan aún en este punto en la más íntima
relación. La filosofía de la vida es un hacerse consiente de la vida en la vida misma y se
representa de nuevo como función dentro del engranaje de la vida. La genialidad del filósofo
de la vida consiste en esta configuración de la conciencia, en saber que Vive conscientemente,
en una elaboración de relaciones exhaustivas de motivos, de conformidad con las cuales vive
la variedad de los acaecimientos y forma su vida. Pero cualesquiera que sean en este caso sus
disposiciones especiales, su tarea se representa siempre como consumación de algo que de
algún modo se halla en ciernes en todo hombre, y repercute en la vida de los hombres,
llevando a nuevos modos de conciencia, a nuevos actos de imprimir sentido, a nuevas
posibilidades de configuración de la vida.
Otro vasto sector se nos descubre: el que puede caracterizarse externamente por su
posición entre la filosofía, por una parte, y la literatura, por otra. El filósofo de la vida crea una
imagen del hombre. Este afán de representar al hombre y a la vida humana, le enlaza con el
poeta y hasta le garantiza una posición significativa en el desarrollo de la literatura universal.
Pero de algún modo le resulta insuficiente lo puramente imaginativo. Una relación
completamente peculiar asocia en él representación y vivencia. Pretende comprender su vida y
la de los hombres mismos; su representación es siempre de algún modo una contestación a la
pregunta ¿Quién soy yo, qué es propiamente la vida? Esto le convierte en filósofo. Pero toda
su filosofía acaba refiriéndose siempre de nuevo solamente a esta forma, bajo la cual se ve él a
sí mismo y a los hombres; para él, esa filosofía existe sólo en cuanto relacionada con la vida.
Se trata en este caso de una "literatura de alcance casi ilimitado" (cfs. Dilthey, Obras,
vol. VII, pág. 239). En las formas más distintas ha intentado el hombre interpretar su misma
vida partiendo de sus vivencias. Que en tal caso hable de sí mismo, partiendo directamente de
su propia experiencia de la vida, o que la imagen que se forma del hombre y de la vida esté
condicionada ya de algún modo por consideraciones generales de carácter religioso o científico
dos cosas que es difícil deslindar—, resulta siempre como característico de esta postura: la
relación a la vida, el apego a lo concreto, la- significación de la experiencia de la vida como tal,
que siempre vuelve a llevar al hombre hacia sí mismo.
También la religión parte de la vida y vuelve a llevar a la vida. Vivo: tal es su punto de
partida. La realidad de la vida misma condiciona su postura. Esta realidad de la vida no puede
interpretarse a base de sí mismo para el hombre religioso; sólo puede ser entendida a base de
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vivencias que se proyectan más allá de la empiria de la vida. Religión significa ensanchamiento
de la vida, trascender de la vida en sí misma, y, por último, ascensión final, perfección final de
la vida misma.
En su mantenerse fiel por principio a la postura vital originaria, estriba el poder
incomparable de la religión. Ésta habla al hombre; le interpreta su experiencia de la vida. Al
principio nada presupone sino que, él sea este ser vivo, con sus penas y alegrías, con su pasión
y su afán de felicidad, con sus angustias y su inseguridad. Y, no importa lo que le anuncien,
siempre tiene que imponerse en la vida, en la lucha con las representaciones y modalidades de
sentimiento que haya que vencer; siempre tiene que volverse a la misma, realidad de la vida. La
vida lucha en este caso con la vida, la vida vence en este caso a la vida.
Así se explica también el papel decisivo que la religión ha desempeñado en el
desarrollo de la reflexión del hombre .sobre sí mismo. Formula con el hombre todas las
relaciones de éste; da a todos sentido y significación y hace que todos aparezcan de algún
modo como importantes. Le anuncia al hombre su destino. Es el hombre lo llevado más allá
de sí mismo, el hombre como hombre.
Es el conocimiento filosófico lo que por vez primera constituye otro punto de partida
de principió frente a la reflexión directa ¡de la vida y a la vivencia religiosa. No es ya: vivo, sino:
Cogito. La religión no llega a ser conocimiento de sí mismo. Es interpretación de la vida,
configuración de la vida, afán de la vida. La filosofía significa principalmente: distanciación de
la vida, desconfianza hacia la experiencia directa de 1.a vida. La religión lleva a la vida más allá
de sí misma; la filosofía pretende encontrar un lugar de permanencia fuera de la vida. No: ¿de
dónde vengo y a dónde voy?, sino ¿quién soy y, mejor aún, qué soy? En la relación directa de
la vida se halla para la religión un último. No suprime la facultad del hombre de permanecer
en sí. Para el filósofo, el permanecer en sí, toda la egoidad vital originaria, la natural referencia
de la vida a sí misma, es lo que hay que superar.
Pero si el hombre pretende conocerse a sí mismo partiendo de este punto, se produce
de antemano una notable contradicción. Me quiero conocer, conocerme a mí mismo. Pero al
pretender conocerme a mí mismo, me coloco por encima de mí mismo. Lo que he conocido,
es mi constitución- psico-física, mi alma, mi yo o como quiera llamársele. Pero ¿es esto una
contestación a la cuestión originaria? Yo quería conocerme a mí mismo. Pero ¿es a mí mismo
a quién he conocido? Me refiero a mi constitución psico-física, a mi alma, a mi yo o como
quiera llamársele. Pero ¿acaso significa esto otra cosa que conocimiento de la constitución
psico-física humana propiamente, del alma, del yo propiamente?
Pero en el planteamiento originario de la cuestión un algo personal-vital, había de
algún modo una relación del hombre a sí mismo. Yo quería decir mi. La cuestión partía de mí
y se me preguntaba a mí mismo. Ahora, en cambio, el planteamiento del problema se ha
desplazado. Ya no pregunto por mí mismo. La pregunta tiene Carácter mucho más general. Mi
postura se ha modificado.
Pues, bien, cuanto más progreso en el conocimiento, tanto mayor parece hacerse la
distancia entre lá cuestión primitiva y la contestación. La constitución psico-física el alma
empírica, el yo empírico, no son nada último. Pregunto por la naturaleza, por lo anímico, polla
conciencia del yo. Por todas partes me lleva más allá de los modos de representación
16
originarios logrados en la experiencia humana. En todo esto ¿en dónde me quedo yo que
quería conocerme a mí misino?
Ahora bien, si desde este punto quiere el hombre volver a encontrar el camino que le
lleve a sí mismo, intentará comprenderse a sí mismo en la forma en que él se representa según
sus conocimientos. Su saber acerca de sí mismo tiene que imponerse en la forma en que él
mismo se experimenta. El conocimiento de sí mismo tiene que convertirse para él en vivencia
de sí mismo y encontrar expresión en la exposición de sí mismo. Experiméntate cómo te
hayas conocido; experiméntate como él ser que te sabes; sé lo que eres.
Pero de algún modo parece que las dos cosas no concuerdan: el conocerme; y el
experimentarme a mí mismo. La egoidad originaria de toda vida, la significación personal que
atribuyo a mi destino, el tipo en que me experimento personalmente, la diversidad de la vida
tal como llega a cobrar significación en esta vida especial, por una parte, y la definición
cognitiva de mi vida y de mí mismo, a la que me elevo en formas generales, por otra parte, no
logran equilibrarse. El hecho de que yo sea un hombre, de que yo sea un yo, de que yo sea uno
de los seres naturales: todo esto, no me interpreta mi vida tal como ésta es vivida; todo esto no
explica el hecho ulteriormente deducible de que yo soy el que soy y no otro y de que lo propio
reza de todos los hombres. Si quiero conservar a mi vida el carácter que le es propio, ello
parece posible solamente ¡a base de que permanezca en la propia contemplación de la vida.
Sólo en la representación, sólo en la imagen parece el hombre conservar sus contornos y su
figura y pertenecerse a sí mismo.
Pues bien, en esta divergencia de posturas se halla el factor que conduce a intentos
siempre nuevos de reflexión del hombre sobre si mismo, la dialéctica de la antropología
filosófica que, a su vez, es sólo expresión de algo humano en el sentido más profundo de la
palabra: de la antítesis entre vida y conocimiento. De esta suerte, tampoco la antropología
filosófica en cuanto reflexión del hombre sobre sí mismo puede exponerse a modo de sector
sistemáticamente homogéneo y cerrado en sí. Lo que siempre decidirá será sólo, él
planteamiento de la cuestión, la cuestión que el hombre Sé pone a sí mismo, no el modo de
resolverla. Pero esta misma cuestión no es unívoca. Tiene ya de por sí un carácter problemático. Y lo propio les ocurre también a las contestaciones, a los problemas
antropológicos, que tienen varios sentidos. Llevan por direcciones distintas. El ideal de la
antropología sería poder enlazar las distintas tendencias que en ella cobran expresión,
poniendo en unidad al conocimiento de sí mismo, a la vivencia de sí mismo, a la
representación de sí mismo, a la configuración de sí mismo. Pero unas veces se entrega el
hombre a toda la multiplicidad de las impresiones de la vida pretendiendo comprender el
sentido y significación del conjunto en la vida promedia de todo individuo. Ora le acucia el
determinar lo que tiene de esencial; ora se enfoca de nuevo todo su afán a interpretar la vida a
base de una última profundidad y ascensión de sí mismo. Tan pronto parece como si la
filosofía asumiera en el desarrollo histórico la función de la reflexión sobre sí mismo como es
la religión y otras veces el arte los que reciben esta misión. La antropología abarca todos estos
sectores hasta donde en ellos adquiere expresión la reflexión del hombre sobre sí mismo,
abarcando también toda la extensión de estas variables manifestaciones de la vida en que el
hombre interpreta su vida y se interpreta a sí mismo y a su destino. Encontrar de nuevo en
17
todo ello la marcha de la reflexión del hombre sobre sí mismo, sería la verdadera misión de la
filosofía antropológica.
II. — PL AT Ó N
LA FIGURA DE SÓCRATES
El hombre —El filósofo - El maestro
En Platón se enlazan de un modo singularísimo, con una fuerza configurativa quizá
desde entonces nunca más alcanzada, la interpretación de la vida, la formación de mitos, la
atribución de sentido y la fijación de fin en una concepción del hombre qué para la reflexión
progresiva del hombre sobre sí mismo, ha proporcionado motivos de significación decisiva
que han seguido influyendo durante varios siglos. Platón piensa en figuras vivas. No puede
pensar ninguna filosofía, ninguna concepción del mundo y de la vida, sin los hombres que le
pertenezcan, sin los hombres correspondientes. En ello estriba uno de los factores de poder
de la filosofía platónica. El filósofo está siempre presente. El hombre que vive, piensa y habla,
está siempre ahí y habla a su vez a otros hombres. Esta contemplación concreta de las figuras
humanas sigue siendo algo completamente insuprimible. La figura vive su vida propia; no se
desvanece en algo suprapersonal. No el hombre principalmente sino este hombre: Sócrates.
La figura de Sócrates no es en Platón un medio auxiliar para la representación, sino
que lleva al centro mismo de la postura platónica. El hombre filosofa; se habla partiendo del
hombre. En este caso no se necesita para nada justificar esta postura. Es algo originario, como
se expresa precisamente en la misma disposición del diálogo platónico. Este hombre no es el
hombre en general sino precisamente este hombre, que en calidad de tal no ha de
desvanecerse nuevamente en una relación filosófica de conceptos para poder encontrar su
lugar en un sistema. Permanece al margen de toda interpretación filosófica, en modo alguno
puede siquiera ser sometido a ella, y no entra en ningún esquema analítico. Sólo puede
representársele, sólo puede hacérsele visible para la contemplación: es una figura. En cuanto
tal hombre, Sócrates es algo inagotable, un hombre que puede mostrarse desde distintos lados,
ser distintamente comprendido por los hombres y, sin embargo, guarda siempre en el fondo
su secreto. En este sentido sigue siendo una figura de este mundo, no un ser universal, no un
símbolo, no un dios en figura de hombre. En todas las especulaciones metafísicas se restablece
en la concepción de Sócrates la significación de este mundo en relación con el otro, del
momento en relación con lo eterno, del individuo con lo general, del pensante con el pensado.
Sigue siendo siempre el Sócrates contemplado, algo singular: un hombre.
Este hombre es filósofo, el filósofo, el hombre filosófico, y precisamente, tal como en
esta forma se presenta, el filósofo representa a su vez algo primariamente dado anterior a toda
filosofía y en modo alguno con el carácter de únicamente deductible de la filosofía. Ni puede
concebirse nunca la filosofía platónica sin el filósofo. En Platón no se trata de que Sócrates se
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presente a sí mismo y tanto menos de que por esa razón constituya una pura filosofía
separable, —como si todo lo que en este caso se dice pudiera representarse en una forma
impersonal, general—sino de antemano de la filosofía del hombre filosófico. Esta relación de
filósofo y filosofía en modo alguno puede ser comprendida, a su vez, partiendo de una
filosofía, precisamente porque en cuanto tal es anterior a toda filosofía. Sócrates no debe
deducirse de una filosofía, de una idea filosófica, a modo de personificación o símbolo de la y
filosofía, sino que es el hombre visible, que filosofa, no un "yo", como el que quizá de algo
individualmente vivido pudiera transformarse en algo general, sino un hombre al que se
encuentra, al que se hace visible en la representación, que habla a otros hombres y cuyos especiales destinos de la vida resuenan siempre con él.
Pero al propio tiempo existe una unidad indisoluble entre este hombre y el filósofo. Él
anuncia el auto- valor del filósofo; da expresión a la actitud filosófica, a la postura filosófica, a
la disposición filosófica. En todo guarda la distancia filosófica con respecto a los problemas de
la vida, con respecto a sí mismo, con respecto a su alma. Piensa su vida. Para él todo se
convierte en objeto del filosofar, de un filosofar anterior a toda filosofía determinada, un
filosofar que partiendo de sí representa frente a todas las formulaciones y resultados un último
y que, a su vez, sólo puede ser comprendido por la personalidad filosófica viva, partiendo del
hombre filosófico.
Esto se pone ya de manifiesto en la misma forma de diálogo. El diálogo platónico no
es un simple medio de "exposición artística", tan poco como lo sea la figura de Sócrates. Es la
expresión misma de la filosofía platónica, del filosofar platónico, de un filosofar que
recomienza de nuevo a cada instante, de una ascensión que siempre vuelve a iniciarse,
ascensión que parte del planteamiento filosófico de un problema sin conducir a un resultado
determinado, como tal susceptible de fijación y, junto con otros resultados, capaz de ser
expuesto en forma sistemática. Si se pretendiera hacerlo así, seria necesario poder quedarse
"arriba", concebir lo contemplado en palabras, en estructuración conceptual. Entonces habría,
sí, una filosofía, pero no un filósofo en el sentido platónico. No habría ya el hombre
filosófico, el hombre de toda la filosofía, de todo el anhelo filosófico, el filósofo cuya esencia
no puede agotarse en ninguna filosofía: la gran creación de Platón.
La filosofía platónica es como un vasto país, el país de la filosofía en general, no un
sistema filosófico, ni una cosmovisión especial, ni una doctrina. La reflexión del filósofo se
dirige en ella al mismo filosofar, al camino recorrido y que hay que volver a recorrer incontables veces. Lo que se experimenta por el camino, las maravillas que se contemplan
caminando, esto es la filosofía. Este caminar no conduce a un resultado determinado,
asignable como tal; se representa como un elevarse siempre nuevo al mundo de las ideas, que
precisamente partiendo de ahí adquiere por vez primera su verdadero sentido, no a modo de
algo dado, sino en su calidad de lo siempre buscado.
En este orden de cosas, todo diálogo se presenta como una aventura filosófica. Debe
ser tomado en su conjunto, sin que sea lícito sacar de él cosas aisladas para exponer a base de
ellas el "sistema" platónico, como si todo lo demás sólo hubiera de tenerse por atavío
"artístico". Todo diálogo es un episodio temporalmente delimitado en un largo caminar
filosófico que nunca terminará, y por cierto que en un caminar emprendido en comunidad, en
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el que se ofrece como guía Sócrates, no el representante de una filosofía, sino de la filosofía
pura y simplemente, el maestro que señala el camino para ir a toda filosofía.
En la figura de Sócrates están enlazados de un modo totalmente directo, originario, el
filosofar y la acción docente. Sócrates es un maestro lo mismo que es un filósofo. Con
Sócrates alternan hombres con quienes él se comunica, hombres de todas clases como se los
encuentra en la vida, hombres que sienten por Sócrates atracción o desvío, que nada quieren
saber de su manera. Discípulos que con fe dicen que sí a todo sin estar muy convencidos, y
colaboradores, ciudadanos honorables a los que Sócrates es simpático hasta cierto punto, que
no pueden ni quieren dejarse arrastrar a discusiones socráticas, maestros de sabiduría de todas
clases, que debaten entre sí. Niños* adolescentes, adultos y ancianos rodean a Sócrates. Vive
entre hombres. Enseña. El enseñar, el comunicarse, el influir en los hombres, es en este caso
una cosa completamente originaria, algo esencialmente Socrático. Entre la figura socrática y la
forma del diálogo existe en este sentido una relación interna necesaria. Sócrates sólo puede ser
totalmente expuesto en una confrontación de personalidades. Filosofa en una relación viva
con los hombres. Desarrolla sus ideas en contraposición con otros puntos de .vista, como
hombre frente a otros hombres, presenta la superioridad de su tipo de pensamiento y de vida
frente a otros tipos de pensamiento y de vida.
Hombre, filósofo y maestro constituyen así en la figura de Sócrates una unidad
inseparable. Es una personalidad cerrada en sí, que sigue las leyes de su ser, que encierra en sí
mismo su propia justificación. El hombre filosófico se convierte en este caso en una figura, en
un valor. Y en él se justifica la filosofía misma, que para las generaciones venideras aparece
como algo inseparable de esta personalidad misma. Platón creó el tipo del filósofo, del
hombre filosófico y docente, uno de los tipos humanos más grandes y más influyentes de todos los tiempos.
SÓCRATES Y LOS HOMBRES
¿Para qué propiamente la filosofía? ¿Qué crea la filosofía? ¿Cuáles son los efectos
positivos de la filosofía en la vida humana? Éstas son cuestiones que a partir de cierto
momento volvemos a encontrar siempre en los diálogos platónicos. Expuestas en esa forma,
no fueron planteadas propiamente por la figura originaria de Sócrates. Proceden de otra parte.
La asociación de filosofía y necesidad de comunicarse y enseñar, es una cosa totalmente
originaria en Sócrates. Sócrates no filosofa Con los hombres para ver luego qué es lo que en
cada caso se haya logrado con ello. Filosofía y acción viva forman en él una unidad
inseparable. Esto se expresa de nuevo en el hecho de suponer que el conocimiento puro es el
mejor método de educación, que el conocimiento metódicamente correcto de los valores
significa también obrar adecuado.
No es lo mismo cuando la cuestión se plantea partiendo de los hombres, y no por
cierto para los distintos discípulos sino para los hombres tal como viven y obran en un
conjunto social, y, finalmente, para la misma sociedad. ¿Acaso la filosofía hace mejor a los
hombres? ¿No a este o aquel hombre sino a los hombres que viven en una sociedad? Estas
son las cuestiones que plantea Calicles a Sócrates en el Gorgias. Estas cuestiones se ven sólo en
todo su sentido cuando se tiene en cuenta que afectan a un aspecto muy esencial de Platón.
20
Platón es en su posición originaria un político; quiere actuar. El reproche de la ineficacia de la
filosofía le afecta de un modo totalmente directo. Ello obliga a Sócrates a justificarse ante los
hombres. No es, la personalidad de Sócrates lo que necesite justificación, pero sí su obra, o,
mejor dicho, el efecto que su obra puede ejercer realmente en el hombre. Se trata de exponer
el sentido de la filosofía para la vida humana. Se trata de una reflexión del filósofo sobre sí
mismo con respecto a los hombres. Es necesario poner en una relación interna necesaria lo
filosófico y lo humano. Estás dos cosas estaban enlazadas de un modo directo en la figura de
Sócrates. Pues bien, ahora es este enlace mismo lo que se plantea como problema.
Con ello se plantea propiamente por vez primera la cuestión del hombre como tal.
¿Qué es el hombre? ¿Por qué el hombre necesita la filosofía? ¿Cuál es la significación
antropológica de la filosofía? ¿Qué logra ésta para el alma del hombre? Estas cuestiones
afectan en principio al hombre pura y simplemente. Se trata, de su alma, de valores que se
hallan fuera de toda actuación individual y social en la vida. La filosofía encuentra en ellos una
última justificación frente a todas las objeciones que pueda formularle el hombre de la vida
práctica. Pero, por lo demás, el filósofo mismo quiere intervenir en la vida política del Estado.
¿Qué puede lograr en este caso la filosofía? El legislador Sócrates contesta esta pregunta.
La personalidad de Calicles en el Gorgias tiene una significación genuina. Es la antítesis
fundada en la misma postura de Platón. Realidad de la vida, empiria de la vida contra la idea.
Lo esencial no son las teorías que desarrolla Calicles, sino su actitud total. Estas teorías pueden
ser refutadas. Puede obtenerse una victoria dialéctica en la disputa, pero lo que no puede
refutarse es esta misma actitud de vivir, porque opone a toda dialéctica la vida, la actividad de
la vida, la práctica de la vida, el éxito. Calicles: fracaso de la filosofía en la práctica. El filósofo
vive en las nubes (Gorgias, 484 d, e). ¿De qué le sirve tener razón frente a Gorgias y Polo?
Nada se logra con estas habladurías (486 c). Sus teorías son tachadas de cínicas, de frívolas.
Calicles no quiere dejarse desviar por ellas; no es un teórico. Para él la teoría tiene sólo una
importancia secundaria. Es la filosofía, la teoría misma, lo que tiene que justificarse ante la
vida. ¿Qué puede en la vida, qué puede hacer para la vida? A nada conduce. Pero, ¿dónde
están entonces vuestros éxitos, vuestros políticos prácticos? (515 a. cfs. además 517 b.c). Con
ello nos encontramos en medio de la empiria política; discutimos como políticos. Calicles
determina el carácter del planteamiento del problema: el planteamiento del problema de la
vida, enfocándolo hacia el éxito positivo.
Paso del planteamiento simplemente pedagógico (Protágoras- Lages) al político. El
político como educador. Saturación de la vida política con ideas educativas. No es el
individuo, no es tal o cual individuo el que se trata de mejorar, sino la totalidad. Sócrates se
convierte en político, en el único político verdadero (521 d, cfs., además, antes, 473 e, 515 a).
Incrustación del elemento político en la figura socrática. Enlace con la actividad docente de
Sócrates. La cuestión de la acción docente se plantea entonces de un modo relativamente
simple, siempre que se trate solamente de exponer que Sócrates es un maestro mejor que los
sofistas. El caso es distinto cuando lá cuestión se plantea políticamente. En este caso: la
solución definitiva sólo se encontraría en una organización política sistemática. El filósofo se
convierte en legislador. Pero el legislador tiene que conocer a los hombres (cfs. a este respecto
21
el reproche de Calicles 484 e). Desarrollo ulterior de los modos de concepción antropológica
orientándose hacia el lado pragmático-legislativo. El hombre como material para el legislador.
Pero, ahora, acentuación del auto-valor de la filosofía. Independientemente de todos
los éxitos prácticos. La filosofía logra una cosa mucho más esencial que lo que cabe medir por
el éxito. Aun cuando no tenga éxito, tiene siempre un sentido. Esto se expresa en el mito (523
ss.). Destino del tirano después de la muerte y destino del filósofo (525 d, 526 c). El mito, afirmativo en este caso con intención polémica, sirve como argumento contra Calicles. Otra
posición y significación del mito como expresión de una vivencia interna en diálogos
posteriores. Penetración paulatina de Platón los mitos. (Cfs. también la utilización epistemológica del mito en el Menon).
Luego, un extremo de importancia: Sócrates como hombre filosófico-anímico. El
enlace de las dos cosas, de lo filosófico y de lo anímico, llega a ser una cosa muy esencial en
los diálogos posteriores. El filósofo: el hombre interno que piensa en la salvación del alma.
Concepción de la vida partiendo de los valores del alma. Perspectiva mítica de la vida (cfs.,
entre otros 492 e, 493 d).
LA VIDA FILOSÓFICA
Filosofía y alma
El punto de partida en Platón es lo filosófico .mismo, no una filosofía que se refiera a
una cosa distinta, a un objeto que tenga que desprenderse de ella y conocerse como tal. La
filosofía de Platón es ante todo una reflexión del filósofo sobre sí mismo incesantemente
continuada, una filosofía del filósofo, en la que la filosofía se presenta como su objeto, propio,
una conciencia, filosófica reflexiva en que la experiencia filosófica logra exponerse en formas
siempre nuevas. En este sentido no puede concebirse en modo alguno la filosofía como tal
filosofía determinada, sino como el filosofar,, y sería mejor no hablar siquiera de una filosofía
platónica ni aun de un sistema de Platón, sino de un filosofar platónico y mejor del filosofar
en general, como lo entiende y enseña Platón.
Platón parte de una figura de claros contornos, de una experiencia filosófica que se le
representa, en cuanto tal, como algo fundamental, que significa hasta cierto punto un a priori
en su vida y pensamiento, y cuyo sentido y significación en la vida humana y para la vida
humana se trata de enunciar.
La vivencia filosófica es para Platón vivencia anímica al propio tiempo. El alma, tal
como se contempla a sí misma en la vivencia filosófica, es el alma pura y simplemente. El alma
despierta para sí misma, se vive a sí misma, emancipada de las variables impresiones de la vida.
La diversidad cualitativa de los acaecimientos es tan desprovista de significación como la de las
cosas. La vida concebida filosóficamente no es susceptible de ser "referida". Transcurre sin
acaecimientos Lo que realmente sucede, lo singular, lo que el filósofo retiene, son las
alteraciones, en la configuración de alma: la figura del alma, un alma que se constituye de uno
u Otro modo, que ostenta una u otra forma, y en la que se han grabado los distintos
acaecimientos de su vida en sus efectos estimulantes o nocivos. Lo que llegue a ser mi alma,
22
no lo que ocurre en mi vida, es lo importante. Lo que penetra en el alma no es en modo
alguno los contenidos concretos de la vida. La proyección anímica suprime los acaecimientos
de la vida. Esto puede enunciarse míticamente: cuando todo esto haya pasado, el alma, se
encontrará configurada de este u otro modo, el alma puramente como alma, emancipada de
los accidentes del curso de la vida.
La reflexión filosófica sobre sí mismo da representación a lo anímicamente importante
emancipado de la casualidad de los acaecimientos. La historia de una vida se convierte en
historia de una alma, de una vida más allá de la vida concebible en los acaecimientos. La vida
en sus acaecimientos variables es lo irreal. Para que el alma pueda llegar a sí misma, tiene que
desprenderse de la variabilidad del acaecer. El obstinarse en la variabilidad de la vida significa
obstinarse en la concepción sensible. El alma encuentra sólo su verdadera vida en la
contemplación del ser, en la vida filosófica.
Pero vivir filosóficamente no significa vivir a base de un conocimiento obtenido y de
una conformidad correlativa. Vivir filosóficamente significa vivir filosofando. No se trata de
un objetivo final susceptible de conquistarse para siempre, sino de un continuo pensar, de un
volver a comenzar siempre de nuevo, de un recorrer total de los distintos estadios del conocer,
de un aproximarse siempre comenzando de nuevo, de un instalarse en la filosofía, de adquirir
carta de naturaleza en ella, de un afán, que se extiende a toda la vida, de un elevarse con amor;
todo ello resumido a su vez en la unidad de un tipo de vida. Vivir filosóficamente significa,
con Sócrates, vivir. Es una vida determinada por un ritmo universal de vida, un vivir del alma
partiendo del alma y para el alma, un hacerse filosófico de la vida.
En la práctica no es posible separar entre sí las dos cosas. Lo filosófico y lo anímico
constituyen una unidad indisoluble. La filosofía es, en este sentido, función anímica, actividad
anímica pura y simplemente, actividad propia del alma, expresión de la más pura energía
anímica. Conocer significa exaltación anímica, curación anímica, un llenarse de lo conocido en
el conocer.
Partiendo de esto no se plantea de ningún modo la cuestión relativa a la utilidad del
conocimiento, a los efectos favorables que acaso tenga para la vida humana, a los valores que
de algún modo caigan fuera del mismo proceso del conocer y sólo gracias a los cuales el
conocer mismo pudiera recibir sus justificaciones. Antes bien la filosofía, como creación
anímica, está justificada en sí misma. El valor de la filosofía no consiste en los conocimientos
susceptibles de utilización práctica, ni siquiera en ninguna clase de doctrinas teóricas
susceptibles de ser comunicadas como tales. El alma aspira de por sí a la contemplación, no
para mostrar lo que haya contemplado, para desprender en cierto modo de sí lo contemplado
y representarlo en forma "dé validez general" para que luego pudieran saberlo todos de igual
modo. Esto sería una concepción totalmente anti-platónica. El alma sólo puede ser aproximada a lo contemplado. Ella misma tiene que contemplar. Lo contemplado no es comunicable.
La filosofía de Platón no puede ser enseñada; sólo puede irse a su escuela para aprender a
filosofar. Sólo puede entendérsela en la vivencia. Cuanto más directamente se supere la
intervención en la vida, cuanto más la palabra, lo enseñable y lo fijable, tanto más se
aproximará al objetivo. La filosofía no es comunicación de conocimientos, sino guía de almas,
iniciación a la vida filosófico-anímica.
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En la vida filosófico-anímica se hallan inseparables entre sí los factores que por vía de
análisis ponemos de relieve en la filosofía: el contemplar y su sujeto, el camino, el método para
llegar al conocimiento y el mismo hacerse filosófico, lo conocido y el cognoscente que se llena
con lo conocido experimentando con ello una transformación radical, una armonización, un
saneamiento del alma, en que la función cognitiva se convierte en función dominante,
mientras que él mismo se llena con el ser conocido, sintiendo un afán análogo: una exaltación,
en la que al propio tiempo el alma ve más y se hace más vidente, se hace más luminosa en la
contemplación de la luz. No: yo amo, y luego: esto o aquello, que es hermoso, sino amor
impregnado de belleza. Un saturarse de belleza, un hacerse bello, un hacerse consciente de la
belleza y del alma por lo bello y en lo bello. También el gusto del ente por la contemplación,
es, a su vez, un gusto, lleno de ser, un gusto de ser, un gusto que es, una realidad del gusto, un
gusto real. Captación de lo duradero: un tenerse a sí mismo en lo duradero y por lo duradero,
un morar en la duración, una autointelección del ser anímico por el ser invariable, un llegar a
ser en la contemplación del ente. Todo esto designa solamente los distintos motivos que
entran en la vivencia total alma-idea, que asocia en si en una relación indisoluble la contemplación de la idea y la presencia del mundo de las ideas, el hacerse consciente del ente en cuanto
existente y el hacerse consciente de sí mismo en el ser: la contemplación, el bienestar, la salud,
la armonización del alma por una parte, y, por otra: belleza, ser, duración, eternidad.
El filósofo y las condiciones humanas de la vida.
La relación alma-idea es una cosa originaria, no puede ser deducida de otra cosa ni
retrotraída a otra cosa. Platón no parte de una concepción del mundo determinada, con la que
deba relacionarse luego de nuevo la experiencia filosófico-anímica como tal y sólo a base de la
cual adquiriera esta experiencia misma su o significación. El camino no va de la contemplación
del mundo al alma, sino que el, afán del alma de contemplar las ideas como se siente en la
vivencia filosófica del alma, es una cosa primaria, una cosa fundada en sí misma y existente en
sí misma, que, como tal, en modo alguno puede ser reducida a una fórmula universal. El
mundo podría ser de un modo o de otro, y nuestro afán seguiría existiendo. Lo alto y lo bajo,
la iluminación, el aclararse, es algo en que el, alma se sabe a sí misma, en que ella aprehende
algo que en modo alguno podría aprehender partiendo del mundo.
Pero el que piensa y ama, sabe qué vive como hombre en un mundo, en un conjunto
de espacio y tiempo. Ahora bien, este mundo cómo tal, no es a su vez objeto ideal u objeto, de
su amor, sino una cosa de la que el que piensa y ama, en cuanto éste hombre o luego en
cuanto hombre en general, depende por su constitución psico-física, por su destino; la esfera
temporal y especialmente condicionada en que vive el filósofo como hombre. En este sentido;
la imagen espacio- temporal del mundo no es en modo alguno lo decisivo, sino el "mundo de
las ideas", el cual tampoco en modo alguno cabe concebir a su vez como esquema cósmico en
analogía con anteriores esquemas del mundo, sino que precisamente sólo puede, en cualquier
momento, ser experimentado en su relación con el alma, que, en cuanto tal, no puede
reducirse, a su vez, a una relación, con el conjunto del mundo. No es esquema: mundo de
ideas-hombre en el sentido en que se habla propiamente de mundo y hombre, sino: alma-
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mundo de ideas, por una parte, hombre en lo condicionado de su vida, por otra, en que alma y
mundo de ideas se presentan frente al hombre en su contingencia psico- física; como algo
indisolublemente unido: el alma contemplando ideas como se experimenta a sí misma, por una
parte, y, la vida humana, como transcurre en el mundo, por otra. Pero ¿cómo pueden
enlazarse las dos cosas: lo filosófico y lo humano, cómo puede explicarse la relación de alma y
contingencia de la vida humana?
La dinámica de la vida humana.
La experiencia anímica filosófica se presenta como una vivencia fundamental de la cual
todo lo demás recibe sentido y significación. No es partiendo del hombre como puede
entenderse el alma, sino que es sólo partiendo de la contemplación del alma, de la vivencia del
alma como podemos comprender la verdadera significación y el sentido de la vida humana. El
alma contempla la vida humana con una especie de altanería; se sabe cosa que es por encima
de la vida, qué pertenece al mundo del ser.
Pero la vida humana se le representa como vida anímica impedida. El hombre sufre de
su limitación humana. Anhela formas de existencia anímico-espiritual les en que se supere esta
limitación de la vida impuesta por su misma constitución psico-física. Ama lo otro, nunca
alcanzable en las formas de la vida dadas, y en este amor a lo que va más allá de toda vida
humana, el alma llega a sí misma. Esto no es nada singular, sino la misma vida del filósofo.
Éste sabe de la idea, de lo que está arriba, y desde ello comprende cuanto está abajo,
comprobando el saber ideal que hay en cada individuo en el pensar y en el estructurar.
Partiendo de su conciencia de las ideas lo contempla todo de un modo distinto a como
aparece a los que nunca estuvieron arriba. El objetivo de su afán es poder vivir totalmente
sólo arriba. Pero aquí, abajo, es un indagador, que pregunta y contesta consciente siempre de
la eterna presencia de todo lo bello y verdadero.
En las formas más diversas logra Platón dar expresión a esta dramática relación de
motivo, a esta tensión, tal como se halla dispuesta en la misma vida humana: un no-poder-ver
y sin embargo un haber-contemplado, un venir-de-la-claridad y un permanecer-en-laoscuridad, un saber de lo que es y sin embargo no poder captarlo, un llegar-a-ser-visto-un-día
de lo va contemplado, presencia y lejanía de la idea, un quedarse-abajo con alma y cuerpo,
mientras el alma está arriba, un estar-cautivo en la vida, mientras el alma se eleva sobre la vida,
un permanecer del alma lejos de su patria, un ser-retenido-abajo, mientras ella tiende hacia
arriba: todo esto expresa solamente la misma vivencia de tensión que es fundamental para
toda la concepción antropológica de Platón.
El dualismo de Platón nunca puede ser comprendido de otro modo que
dinámicamente. Mientras sólo se trate de sopesar quizá los goces corporales y espirituales
entré sí, de comprender estáticamente la dualidad del hombre, desaparece la fuerza genuina de
la idea. El cuerpo es resistencia, el cuerpo es obstáculo del afán. El alma, en cambio, se eleva
del mundo de los sentidos al mundo espiritual. Anhela lo que está arriba. En este abajo y
arriba, en este estar arriba, se expresa la relación del mundo de las ideas con el alma. Para el
alma, el mundo de las ideas está arriba, es lo anhelado. Esté no es, una relación de
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pensamiento estática, sino una cosa totalmente dinámica desde un principio. No es posible
separar de esta relación dinámica la idea; no es posible hacerla bajar del
Las ideas figurarán entonces entre los esquemas lógicos
que se quiera. Pero no permiten tan fácilmente que se las lleve al mercado como objeto de discusiones y de análisis intelectuales. Es necesario dejarlas ya en el lugar que todavía no cantó
jamás poeta alguno, y creer qué es un camino largo el que hasta ellas conduce, un camino con
muchas aventuras, una ascensión del alma amante-cogitante. La idea que ya no provocara afán,
que ya no fuese amada, dejaría de ser idea, y del mismo modo el alma que ya no sintiera afán
por la idea, dejaría de ser alma. Alma e idea no pueden separarse entre sí. Del mismo modo
que el dios de los cristianos no puede concebirse sin el hombre, ni el hombre sin dios,
tampoco la idea dé Platón sin el alma ni el alma sin la idea. Una y otra adquieren su verdadero
sentido únicamente en su relación recíproca tal como es vivida en la experiencia filosófica de
la vida.
Pero al propio tiempo el alma vive esta vida humana. Sin embargo, sabe que no es su
vida. El alma se forma su vida a base de sí misma, una vida anímica que se convierte en objeto
de su afán, mientras que la misma vida humana es sólo experimentada desde la otra, desde un
saber de vivencias que no penetran en cuanto tales en la forma humana de vida, y, sin
embargo, actúa a su vez en esta vida a modo de tendencia cogitante y de afán amante.
EL HOMBRE MÍTICO
Alma e idea.
El filósofo es para Platón el que vive en lo anímico, el siempre consciente de su alma,
el hombre anímico-espiritual. Todo lo anímico conduce a la filosofía, porque precisamente
filosofía es lo que en última instancia caracteriza al alma misma en su esencia, en su propio
valor. Entre filosofía y alma existe una afinidad interna de esencia. De ahí que la negación del
alma signifique también negar al filósofo. Vivir de un modo infilosófico, significa vivir sin
alma, dejar que ésta se marchite.
Así concebido, el filósofo es uno de los grandes tipos humanos a base de los cuales
puede interpretarse la vida en general. Por su misma naturaleza hay en el hombre un algo
filosófico que concuerda con la misma definición de la esencia del hombre. En el filósofo
adquiere el afán humano su cabal expresión. Él es el hombre que aspira a una contemplación
ideal, que lleva sus anhelos más allá de la vida condicionada por la constitución psico-física del
hombre.
Ahora bien, el hombre filosófico se convierte a su vez en problema. Filosofía es afán
por la idea. Pero ¿por qué sólo de un modo incompleto habríamos de contemplar siempre la
idea? La contestación se halla principalmente en la reflexión sobre nuestra constitución psicofísica. Nuestra ascensión se halla obstaculizada por el cuerpo. Pero esta contestación no puede
satisfacernos como tal. ¿Por qué somos alma y cuerpo? ¿Por qué nos vemos impedidos por
nuestros cuerpos de contemplar las ideas, por qué se halla nuestra alma aprisionada en el
cuerpo?
El mero hecho de nuestra constitución psico-física no da a esto contestación alguna,
como tampoco puede obtenerse tal contestación a base de la misma vivencia filosófica. De la
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idea no se puede deducir por qué no podemos contemplar la idea. El problema de la vida con
respecto a la contemplación de ideas, no puede resolverse a base de la idea; es más, en realidad
ni siquiera puede plantearse propiamente sobre esta base. Se plantea por vez primera en la
reflexión del filósofo sobre la vida, a modo de problema humano que como tal no puede ser
separado de la experiencia concreta de la vida. Es tiendo del pensar filosófico, sino solamente
cuando sea un problema que el filósofo Sócrates suscita con respecto al hombre Sócrates,
cuando lanza una mirada retrospectiva a su vida, un problema que no se plantea par- concibe a
este pensamiento dentro de la relación, de la vida, proyectándolo en el plano de la experiencia
de la vida.
Pero por ninguna experiencia de la vida puede ser interpretada la relación del hombre
con el mundo de las ideas, como tampoco cabe deducirlo del conocimiento del alma humana.
La unidad de filosofía y vida sólo puede concebirse míticamente. El sentido y significación del
pensar filosófico como proceso vital sólo míticamente puede expresarse. En su significación
vital, el pensar es una cosa mítica, lo propio que la idea misma cuando se concibe partiendo de
la postura del hombre en la vida. El alma aspira a emanciparse de la vida para lanzarse a la
contemplación de las ideas. El mito es interpretación de este afán, interpretación de este amor,
basada en el destino cósmico de esta alma. ¿Qué significa, cósmicamente considerado, que yo
filosofe? ¿Qué significa mi afán, qué significa mi amor?
Alma e idea: tal es el motivo básico del mito filosófico, e incluso del mito del hombre
en general. El hombre: el que siente afán por la idea. El hombre, tal como despierta hacia sí
mismo en el filósofo: en el filósofo propiamente, no es esta filosofía determinada. La contemplación de ideas, vista desde el filósofo, es filosofía de la filosofía. En cuanto filósofo, el
filósofo aspira a la contemplación de ideas. Eso es lo que significa precisamente ser filósofo.
Sócrates, que inicia a la contemplación dé ideas, es creador de filosofía. No es el hombre de
esta filosofía, sino en cierto sentido el hombre de toda filosofía. El filósofo de la filosofía en
general. Habla en hombre de la filosofía. Actúa filosóficamente. Es el conductor de almas.
Esta acción filosófica, en cuanto acción sobre el alma, en cuanto exaltación anímica,
es, sin embargo, vista desde la Vida humana, una actividad que sólo míticamente puede
explicarse. El filósofo es el intérprete del alma, que le anuncia su destino y al propio tiempo
actúa sobre el alma llevándola a la inmortalidad. La filosofía se presenta como una acción
conjunta con una fijación de finalidad concebible como yendo más allá de esta vida, de un
modo únicamente mítico. El sentido de la actividad docente filosófica se ensancha hacia lo
mítico. Vista desde el mito, se representa como curación de almas, como una inmortalización
del alma.
Así, en la filosofía, en la discusión filosófica misma, existe un sentido que sólo
míticamente puede comprenderse. El filosofar es una aventura mítica del alma. Filosofad para
vuestra alma, filosofad por vuestra alma, significa en este caso: pensad en el destino de la
misma, la vida individual se presenta siempre como mero sector parcial de un acaecer total
mítico. El alma es mito. El hombre mortal individual es, visto desde el alma, una figura mítica
en un mundo mítico.
El mito y la vida filosófica.
27
¿Que significa, cósmicamente considerado, qué yo filosofe? ¿Qué significa mi afán, qué
significa mi amor? El mito contesta estas preguntas. Se presentan como interpretación
cósmica, de la vivencia anímica. Alma y mundo se hallan en una relación mítica. El alma está
asociada por su destino con el mundo, como, viceversa, el mundo sólo míticamente puede
interpretarse con referencia al alma. Partiendo de esto, puede interpretarse luego a su vez la
filosofía como una intervención en un proceso cósmico-mítico, como una influencia en el
alma, que sólo se manifiesta en sus resultados más allá de las fronteras mismas de esta vida de
un modo sólo míticamente comprensible.
Sin embargo, sería un error pretender ver una cosa primaria en esta concepción y
fijación de finalidad míticas. Lo esencial sigue siendo siempre el pensar mismo, no el resultado
explicable míticamente del pensar. En este sentido: autarquía del filosofar. Frente a esto, tampoco el mito tiene nada de independiente, que como tal, sea susceptible de separación. No
filosofamos porque creamos en el mito, sino que el mito es solamente una, explicación del
filosofar, una expresión cósmica de la experiencia filosófica. El amante habla del amor. Pero lo
primero es el amor mismo, es el pensar. Sócrates inicia a pensar y habla, al amante y al
pensante, del mito del amor y del pensamiento. Pero lo esencial sigue siendo siempre el
pensamiento y el amor. Haceos filósofos. Lo que importa es el filosofar.
En este sentido, el filosofante sigue siendo un tipo caracterizado de sí mismo. En el
pensamiento filosofante continuado, hay una confianza que se satisface a sí misma. Todo lo
demás es sólo un "quizás". Sin este quizás no hay mito. Este quizás no es mera suposición,
sino a su vez la misma expresión de afán amante. Amor no es una certidumbre de poseer.
Amor es búsqueda. El amor está cierto de sí mismo, pero incierto de poseer lo amado. Se trata
de seguir anhelando desde este punto y de mantenerse fiel a su afán. Un camino largo conduce
hacia lo desconocido, un camino que el hombre recorre guiado por su afán. La idea es una
fijación de objetivo que a modo de presagio hace el alma. El mundo de las ideas se halla en
remota lejanía. Miles de años nos separan de la obtención' del objetivo. Fue una vez, será. Se
trata de probar la aventura.
Pero todo eso son solamente explicaciones del hombre amante, mitos. Él sólo sabe de
su alma, de su afán. Él, el amante, habla, habla, como le inspira su afán, del destino del alma,
de la vida humana que sólo puede ser explicada cósmico-míticamente suprimiendo las limitaciones empíricas de la vida. Entonces queda lo incierto, lo desconocido, a lo que se enfrenta
un tipo de hombre vigorizado en sí: el hombre que piensa y anhela y cuida de su alma. Se
destaca del fondo mítico, del claroscuro que envuelve el destino del alma. Es el hombre filosofante.
Este hombre vive su alma e interpreta su destino, columbra su destino cósmico. Pero
él mismo sigue siendo este hombre filosófico que filosofa sobre el alma; en cierto sentido
permanece fielmente fuera del mito de su alma; conserva su postura intelectual; sigue siendo
filósofo. Reflexiona en forma mítica sobre el destino del hombre como ser universal;
interpreta el destino del alma, del alma en general. Habla de lo "anímico", como él lo ha
vivido, de la exaltación de alma. Pero sea lo que sea lo que anuncie sobre el destino del alma,
guarda las debidas distancias entre el pensar filosófico que des-; cansa en sí, y el mito. El mito
sigue siendo interpretación, presentimiento. El hombre mítico sigue siendo figura, una figura
en la que se contempla el mismo hombre filosofante, en la que se le aparece el alma, tal como
28
se representa fuera de los límites de esta vida, pero siempre vista sólo desde lejos, en el reino
de las posibilidades, por el camino que recorre! y que lleva a la contemplación de las ideas.
Unión de vida y mito. Cfs., ante todo, Fedón, impresión de Sócrates en la hora de la
muerte: 58 e, 59 a, b. El problema de la inmortalidad de la vida "filosófica" visto desde la
personalidad de Sócrates: 63 c, 63 e, 64 a. Ocasión especial para hablar de ello: 61 d, e. El
filósofo según una vida llevada filosóficamente:  Esto sigue siendo el motivo básico
en la actitud de la vida con respecto al mito (cfs. 67 c, 95 c, 114 c). Reflexión retroactiva sobre
una vida llevada filosóficamente. La tendencia básica de la vida filosófica conduce más allá de
la misma vida. Afán: 66 b, ss. En este caso lo esencial no es en modo alguno el fin que haya de
alcanzarse, sino la importancia trascendente de filosofar, la, auto- garantía de la postura
filosófica (cfs. 67 a, b; 69 e). La fijación de finalidad de, la vida filosófica es expresada en una
representación de futuro, retrotrayendo esta representación a la reflexión sobre la vida: 69 b, c,
d.
Esencia del mito  (61, d, e, 110 b). Relación general de motivos:
sueños (60 e), música. (61 a), poesía (61 b), relatos, tradición (107 d y 61 d). Incorporación de
lo pasado y venidero en el cuadro presente de la vida. El de dónde y el de a dónde. Cuestiones
que se plantean en vistas de la muerte pero que no pueden llevar a ninguna contestación
unívoca determinada. Pueden ser así o de otra manera (114 c. b).
Pero todo esto queda en lo indeterminado. El mundo desconocido sigue existiendo
como tal; río se recurre al cómodo expediente de transformarlo en algo dado. En la
experiencia de la muerte sigue siendo una cosa insuprimible. La seguridad intelectual reside en
la misma vivencia filosófica. Frente al punto de vista del sabio moribundo, lo mítico mismo se
presenta sólo como una forma del filosofar, que nada puede añadir a la confianza del
pensamiento como tal. Si después de la muerte desapareciera la incertidumbre en1 cuanto al
destino del alma, se desvanecería todo el cuadro de Sócrates. "Yo demuestro la inmortalidad
del alma en general. Yo soy un alma, por lo tanto, yo soy inmortal": Un raciocinio semejante
que tuviera pretensiones de certidumbre, destruiría todo el sentido del diálogo. Sólo puede
tratarse de un presentir, tal como se expresa en el mito, de un presentir el destino del alma, de
la relación del hombre con el mundo.
De este conjunto mítico se desprende la vida, por una parte, y el mundo de las ideas,
por otra. No es posible poner a ambas cosas en unidad. Ensayo insuficiente de la vida
filosófica. Frente a ello, el mito es afán de presentir, presentimiento de una unidad última, no
realizable en este mundo, entre vida e idea. La relación entre vida y pensamiento, entre alma y
mundo de las ideas, sólo puede determinarse al fin y al cabo míticamente, sólo en él mito
puede concebirse. Pero no es lícito borrar las fronteras. Sócrates sigue siendo Sócrates, y el
mundo de las ideas queda fuera de toda especulación mítica y accesible sólo al pensar.
Consideraciones finales del Fedón: retorno a la vida y al pensar, al filosofar.
EL HOMBRE POLÍTICO
El hombre como ser genérico.
La cuestión relativa a cuál es el rendimiento de la filosofía en la vida, se resuelve
principalmente con la definición del filósofo como guía de almas. Pero el alma, es auto-valor.
29
El filosofante cuida de su alma. En ello no significa el filosofar un algo que primero pueda
transformarse en un obrar adecuado y luego haya de confirmarse, sino ascenso directo del
alma, liberación anímica. Por lo tanto, principalmente, un apartamiento de la vida práctica. La
filosofía no necesita en modo alguno justificarse con resultados prácticos; ofrece mucho más:
determina el destino del alma. Su efecto se extiende más allá de la vida; no está ligada a la vida.
Platón hace internos a los valores filosóficos; para él, existe una asociación indisoluble
entre filosofía y alma. Parece ser destino de la filosofía redimir al hombre de esta vida tal como
se desarrolla entre los hombres, para prepararlo para modos de existencia anímico-espirituales
más elevados y conducir a su alma a la inmortalidad. Pero en el espíritu hay algo que siempre
lo vuelve a conducir a esta vida. Quiere actuar y estructurar. Quiere dominar. Los filósofos
deben ser reyes. Es legislador, y esta tendencia política tiene por cierto el carácter de algo
completamente originario que se asocia de antemano a su postura filosófica.
Visto desde la .figura originaria de Sócrates, no existe separación alguna entre el
conocer y el influir en la vida. Sócrates enseña a conocer valores. Imprime en el hombre la fe
en los valores imprescindibles. Estos valores tienen que reflejarse luego de un modo directo en
la vida humana. El hombre se hace mejor, y lo que hace corresponde a los valores por él
reconocidos. Ahora bien, tal como se enfocaba la cuestión acerca del efecto positivo de la
doctrina socrática, esa cuestión se plantea por una parte para el hombre como tal, para su
alma, y, por otra para su repercusión práctica en la vida. La contestación a la primera cuestión
consiste en retrotraer todos los valores al auto-valor del alma. El verdadero conocimiento del
valor no conduce, a tal o cual resultado, que pueda registrarse en la vida civil, sino que como
tal encuentra su justificación en la ilustración, en la iluminación del alma.
Pero semejante contestación no podía satisfacer al político. Para ello se requería una
postura totalmente distinta. Se necesitaba, además, el retorno a la realidad empírica, al
conocimiento del hombre, al conocimiento de la vida y de las condiciones de convivencia
entre los hombres, de sus necesidades, de las clases de su actividad. Sócrates, que creía en
valores imprescindibles, será también el guía de esta tarea; se hablará en su nombre. El
educador Sócrates pasa a ser legislador. Pero primero es necesario buscar los medios para
realizar los valores en la vida de los hombres. Para ello se requiere una antropología basada en
el análisis de la naturaleza del hombre.
Así planteada la cuestión antropológica se sale del camino filosófico; no es posible
entenderla simplemente a base de la misma vivencia filosófica. El filósofo vive en el
pensamiento, vive en su amor. En su afán por completar las ideas, se siente obstaculizado por
el cuerpo. Pero esta sensación de tensión entre alma y cuerpo, entre mundo espiritual y
sensible, tal como se experimenta en la experiencia anímica filosófica y se explica finalmente
en una última interpretación en el mito, debe distinguirse sin duda, por su esencia y su especie,
de una determinación científica, empírico-analítica como tal. La vivencia filosófica ni siquiera
se dirige a una cosa real. De ahí que todas estas determinaciones, en cuanto se refieren a la
realidad empírica del hombre, tampoco tenga en sí su sentido ni su significación; sirven de
base y punto de partida para el influjo práctico sobre el hombre.
Ahora bien, para Platón es un hecho fijado de antemano la posibilidad de influir en la
vida humana a base de conocimientos científicos positivos. Para ello ofrece el ejemplo clásico
del arte médico. La cuestión se plantearía luego con mayor amplitud en el sentido de si es
30
posible obtener tales influjos sobre el alma a base de conocimientos psicológicos. Tampoco
esto parece ofrecer mayores dudas. En este caso el alma es concebida en este respecto en
completa analogía con el cuerpo. En ambos casos se trata de algo que está presente, de algo
que se me da y en lo que yo influyo. Yo no soy el cuerpo, es en cierto sentido no mi cuerpo
personal, sino una cosa corporal lo que yo determino como tal y en que yo pretendo influir.
También en este sentido es el alma una cosa impersonal, o, visto desde la posición de la
experiencia anímica filosófica y de su interpretación mítica, un dato suprapersonal. El hombre
se hará cargo del alma, cuidando de su desarrollo, al igual que se hace cargo del cuerpo para
cuidarlo. Trata a su alma o hace tratarla. Este procedimiento terapéutico puede, por una parte,
preparar el alma para el conocimiento, que luego, a su vez, visto desde la posición del filósofo,
se presenta como la terapia suprema, o puede servir para los fines del legislador. En ello existe
sin duda una diferencia de valor decisiva entre el cuerpo y alma en este sentido, aunque no
propiamente una diferencia en cuanto a datos. El cuerpo tiene su propia legalidad que no me
es conocida ¿automáticamente; enferma sin mi asentimiento; cura a base de intervenciones
que se sustraen a mi capricho y dispuestas a base de conocimientos que se refieren al ente
natural: al cuerpo mismo. La propio cabe decir, de un modo análogo para el alma.
Esta determinación general del alma en su condición de dato, a modo de algo
encontrado, es de importancia decisiva para la fundamentación antropológica de la política
platónica. El alma así encontrada constituye el material para el político constructivo. Como la
experiencia le enseña, tendrá que habérselas con almas de distintos tipos. El legislador deberá
tener en cuenta esta diversidad y juzgar de la idoneidad de las distintas almas. Al igual que hay
cuerpos que son más o menos aptos, que son aptos, para tal o cual actividad, hay también
disposiciones anímicas que es necesario conocer para determinar aquello para que es buena un
alma.
Toda condición anímica determinante a base de tipos, impone un determinado modo
de vivir. Cada cual está destinado a uno u otro tipo de vida. El alma es hado. En este sentido
no lo hay propiamente: no quiero más que un modo de vivir correspondiente a una naturaleza
determinada, modo de vivir que precisamente desde un principio se basa en la aceptación de
esta condición como cosa real. Este modo de vivir debe ser prescripto al hombre, y estos
preceptos se orientan por cierto según la hegemonía de una u otra de las clases de almas,
según una dinámica de almas concebida de un modo totalmente impersonal, es la que
precisamente adquiere expresión la especialidad típica del alma. Partiendo de esto, la educación se presenta como la imposición de sentido a una constitución anímica típica, y la
legislación como la consumación del sentido de la vida individual a base de la valoración de las
disposiciones anímicas en una función adecuada.
El hombre se caracteriza por su constitución anímica, por determinadas relaciones de
estructura, que se repiten en forma de tipos, las cuales se presentan en su vida con el carácter
de relaciones de valores, de ordenaciones de valores. Estas deben situarse en las relaciones de
valores político-sociales generales, de suerte que, por una parte, cada una de estas
disposiciones de valor se convierte en un valor político-social, y, por otra, el conjunto políticosocial de toda disposición humana típica es tenida en cuenta debidamente gracias a la inclusión
en la relación colectiva de estructura de un tipo de hombre dado.
31
La justicia del legislador no sólo se extiende al alma. El legislador tiene qué ver con el
"hombre", con el ser vivo hombre en su constitución psico-física. Para él, también el cuerpo
es un dato que debe ser tratado por la legislación y que, como tal, necesita ser tenido en cuenta
e incluido adecuadamente en la relación de estructura de la unidad vital hombre, es decir,
atendiendo a la relación jerárquica inherente a la naturaleza del hombre. El legislador asume la
responsabilidad de todo el hombre.
Este sentimiento de responsabilidad legislativa es característico del Platón político.
Dedica de igual modo su cuidado a todo dato humano. Todo dato humano; adquiere su
sentido en el pensamiento de Platón. Mientras el filósofo de la vida filosófica es "injusto" para
el cuerpo, deliberadamente injusto, por sentir al cuerpo sólo como obstáculo, para el legislador
adquiere significación positiva el hombre en cuanto dato psico-físico, en cuanto ser natural, en
cuanto ser genérico determinado que tiene su sitio dentro de la serie escalonada de los entes.
El filósofo y el hombre promedio.
El hombre filosófico es un tipo perfecto en sí, el hombre ideal en el que como en un
alma especialmente dispuesta, se presenta la estructura anímica, la jerarquía anímica, en una
relación oportuna de supraordinación y subordinación de las clases anímicas. Es el
contemplador, el consciente de su alma, el vidente, el despierto, el hombre, el que está sobre la
vida, el libre. Desde lo confuso, inconsciente, llega a la clara conciencia, de lo oscuro a la
claridad. Este tipo trabajado desde su interior, no necesita en sí de justificación. El alma
filosófica, la naturaleza filosófica, lo filosófico, como abarca toda el alma y al propio tiempo se
presenta como disposición anímica especial en el hombre, es en sí misma llena de sentido.
Pero, además del hombre filosófico, hay el infilosófico, el ordinario, el hombre
promedio, y este tipo de hombre es visto a su vez en última instancia desde el punto de vista
del hombre filosófico. La limitación del hombre promedio significa en este sentido una
disminución del hombre visto desde un tipo ideal al igual que este hombre es luego en el
filósofo mismo lo que ha de superarse. El filósofo supera en sí la vida instintiva infracosciente, lo incapaz de llegar a la intelección, toda la confusión contradictoria que impera en
la vida del hombre que no ha despertado á la vida sino que la vive en sueños y aletargado.
Hay, pues, dos tipos de hombre, el filosófico y el infilosófico, el espiritual y el sensual.
La aspiración a la contemplación ideal caracteriza al tipo filosófico-espiritual, como la
obstinación en la visión sensible y en lo contingente de la vida es característica del hombre
sensual un modo de situarse ante las cosas y ante la vida que en todo se repite. Preponderancia
de lo corpóreo sobre lo espiritual, aspiraciones práctico-egoístas, apego a lo material: todo ello
resumido en la representación de una vida, de un modo de vivir, de un ser-así típico humano,
caracterizado por determinadas concepciones, varloraciones, atribuciones de sentido, etc.
Tales hombres ven, obran, viven de un modo determinado. Son realmente distintos de los
hombres filosóficos sus órganos anímicos funcionan de otro modo. En cierto sentido
representan un género natural determinado: el hombre sensual.
Ahora bien, si partiendo de la postura puramente filosófica se presenta a este hombre
sensual simplemente como lo que hay que superar, el material humano con el que tiene que
trabajar el legislador y que él atribuye a su propia determinación, estará compuesto a su vez de
estos hombres promedios. Desde el punto de vista del legislador, este hombre deberá ser
32
tomado como tal; es más, a diferencia del hombre filosófico que lleva en sí mismo su sentido,
el hombre promedio adquiere sólo su sentido porque se lo atribuye el legislador en el conjunto
político. En ello interviene también el hombre filosófico. Pero como tal está emancipado de lo
contingente de la vida, mientras que para los demás, para los hombres infilosóficos, esta
misma contingencia de la vida adquiere expresión sensible en la organización política social,
encontrando ellos mismos en este conjunto el sentido de sus disposiciones especiales
susceptibles de ser aprovechadas especialmente, adquiriendo todo su sentido en este conjunto.
El mito cósmico-político.
En su obra se rige el legislador por una idea, por la idea de la justicia. Es filósofo. Es
Sócrates quien toma la palabra en el "Estado". Pero el legislador ya no es el filósofo que busca
su propio camino; habla, sobre todo, para los demás, no para sí mismo, no partiendo de sí
mismo. Sin claudicar en lo más mínimo del principio de justicia, puede en este caso asignar al
filósofo el primer lugar en su organización político-social. El filósofo realiza en sí una especial
estructura anímica, constituyendo en cierto sentido un supremo valor antropológico, y en
virtud de esta relación de valor tiene derecho a una superioridad sobre los demás seres menos
perfectos. Además, el filósofo, en su cualidad del hombre consciente de la vida y de las cosas
en virtud del pensar y del reflexionar, es luego el inteligente, el llamado a dirigir el Estado.
Pero todo esto no afecta lo esencial de la vida filosófica misma, antes bien se halla
siempre de algún modo en antítesis con ella, cae fuera del camino filosófico. Bien es verdad
que el filósofo de la vida filosófica se halla siempre presente en el "Estado"; impone su valor,
que es aceptado por el legislador. Pero al propio tiempo el legislador impone sus especiales
puntos de vista, en cuanto a valores, asignando una función al filósofo en la vida del Estado y
aprovechando para el conjunto político la disposición filosófica exactamente igual que todas
las demás disposiciones. Pero la aspiración filosófica se satisface a sí misma.
Así, también la actitud antropológica del legislador filosófico es distinta de la del
filósofo de la vida filosófica. Para él, el alma ya no es una cosa directamente experimentable en
lo filosófico, sino algo genérico, algo deducible, cuya naturaleza intenta determinar y a la que
aplica los métodos desarrollados en la concepción del Estado. Considerado desde esta serie de
motivos, el hombre no es el hombre como él se experimenta a sí mismo cuando parte de su
afán, busca su camino; cuida su alma, el hombre para el que el alma significa un algo último y
ve en la pura contemplación de las ideas la meta del camino. Este hombre es el hombre como
él se presenta a sí mismo cuando se compara con otros seres e intenta conocerse como esta
criatura especial, el hombre de este género, que, a su vez, se divide ahora, en el conjunto social
en una serie de tipos naturales, el hombre cuya alma no pasa a ser en la experiencia filosófica
una vivencia unitaria determinada en sí, sino el hombre que se divide en sí mismo, aun cuando
a su vez esté compuesto de partes que en sí hayan de determinarse genéricamente. Así
determinado, el hombre necesita ser incluido en un universo estructurado, necesita la
definición de su posición histórica.
Esto es esencial para entender el Timeo, cuyas tesis míticas están determinadas de
antemano por el planteamiento del problema político. El problema, tal como está enfocado, es
la inclusión cósmico-histórica del Estado platónico en el curso del mundo, un dejar que se
haga visible el Estado ideal al incorporarlo al engranaje del mundo. La imagen del Estado,
33
representado como una cosa realizada, necesita de localización espacio-temporal. Como puro
Estado ideal, no podría estar en ninguna parte, ni existir propiamente. En forma de
actualización concreta, el Estado representado tiene que encontrarse en alguna parte, en algún
tiempo, es decir, su existencia tiene que ser fijada de algún modo, y precisamente con relación
al acaecer cósmico total.
Así, desde un principio, el mito del Timeo es una contestación a una cuestión que se
plantea muy precisamente. Sus tesis de filosofía natural están condicionadas por una idea
política previamente determinada. Esta referencia del mito a un dato político-social
determinado, es de la mayor importancia para la concepción del hombre en su relación con el
universo. El camino prescripto parece ser principalmente siempre éste: Mundo-génerohombre —este hombre de una época histórica especial, de un país especial. Este es también,
en efecto, el camino que se prescribe en el Timeo. Ahora bien, en este caso es realmente el
punto de partida para plantear el problema de los atenienses, al que se enfocan todas las demás
disquisiciones. El planteamiento histórico de la cuestión adquiere así su dignidad filosófica; se
universaliza: historia del mundo llevada hasta la formación de un dato histórico-politico
determinado, filosofía natural a base de un planteamiento del problema en términos de
filosofía de la historia.
Con ello se prepara un desplazamiento de importancia hacia el hombre,
desplazamiento cuyas consecuencias genuinas se encuentran propiamente mucho después.
Este desplazamiento de importancia no encuentra su fundamentación y justificación en el
esquema cósmico como tal. La posición cósmica del hombre no justifica en modo alguno la
importancia que el hombre se atribuye a sí mismo. El desplazamiento de importancia a favor
del hombre, se funda en el mismo planteamiento del problema. En este sentido, el problema
cósmico no es una cosa última o suprema. Se plantea de un modo relativo con relación a otro
problema, el problema de este hombre contingente determinado histórico-políticamente: un
problema, que, a su vez, no puede ser considerado tampoco como una cosa última y suprema,
pero cuya significación propia se halla estatuida de antemano en asociación con la idea política.
Por lo tanto, se trata en el Timeo, en última instancia, de un mito político. Al igual que
el filósofo de la vida filosófica busca un fondo mítico para su experiencia anímica, sopesa la
posibilidad de una proyección mítica, también lo busca para su obra el legislador. Pero lo que
en este caso queda en firme, es, por una parte, el mismo filosofar, y, por otra, la actividad
política legislativa. Además de estos dos dominios esenciales, hay el dilatado reino de la
especulación mítica, que nunca adquiere su genuino sentido más que por referencia a una de
las dos posturas. En primer plano se halla el filósofo que lleva una vida filosófica, y también el
legislador que aspira a un efecto político.
Pero en este caso, la relación de cada uno de ellos con el pensar mítico es
completamente distinto. El mito del Timeo no es una interpretación de una vivencia propia
platónico-socrática. Ya no se trata del hombre, tal como en la forma mítica encarna él el afán
anímico; del hombre, tal como él representa la vivencia anímica filosófica partiendo de sí
misma; del hombre que aspira a desprenderse de su cuerpo, —sino del hombre tal como
aparece para el legislador, del hombre que es alma y cuerpo, del hombre ser vivo psicofísico,
cuyas funciones merecen ser tenidas igualmente en cuenta. Esto no excluye la posibilidad de
34
que coincidan ambos motivos, como ocurrirá cada vez más en los tiempos posteriores. El
mito de la vivencia anímica se convierte luego en un mito universal del hombre, en historia
mítica de la humanidad. Hay en esto algo que lleva a la perfección la representación platónica
del hombre mítico asegurando su enorme influencia a esta concepción del hombre, pero que,
al propio tiempo, hace retroceder la importancia originaria del mito platónico y conduce a
todos los problemas que se plantean automáticamente a base de la postura mítica.
LOS DOS TIPOS ANTROPOLÓGICOS
Las concepciones antropológicas de Platón vienen determinadas de antemano por
posturas que de algún modo llevan más allá del hombre. En este sentido, el hombre no es para
él en modo alguno una cosa simplemente dada. El problema humano no se plantea a Platón
partiendo del hombre como tal. Por un lado, plantea el problema del hombre partiendo del
alma, de la experiencia anímica filosófica; por otro lado, partiendo del Estado, de los fines del
legislador.
A base de estos dos modos de postura, resultan diversos tipos antropológicos. En la
experiencia anímica filosófica, el alma se vive en su afán por una existencia espiritual-anímica
pura. El cuerpo aparece entonces como obstáculo y resistencia. El esquema: alma y cuerpo
adquiere con ello un sentido que en modo alguno se halla simplemente fundado en la realidad
psico-física como tal. De antemano se trata de una relación dinámica solamente susceptible de
ser experimentada. En este caso lo mejor sería no hablar de dos de estos datos objetivos
precisables, sino de un modo de vida sensible y de otro espiritual-anímico, que luego cabría
representar nuevas mente como personificados en tipos de vida distintos: inclinación corporalsensual-instintiva e inclinación espiritual-anímica, el hombre práctico sensual y el hombre
filosófico. El alma se eleva de un modo de vivir al otro, y el mito sirve para interpretar la
experiencia de ascensión y las resistencias que en este caso encuentra en el hombre. El afán, el
amor, el proceso de iluminación, son entonces lo esencial y no los datos psico-físicos
simplemente comprobables como tales.
Otro es el punto de vista del legislador filosófico. Este considera al hombre desde
fuera, como una unidad vital dada determinable en sus rasgos fundamentales, como hecho real
psico-físico. Para él, el hombre es un dato general; el legislador analiza lo humano. También
para él se presenta entonces el alma como una cosa superior, pero en el fondo se trata
solamente de una relación de valores. El valor genuino es este hombre todo, esta unidad vital
humana, en la que ahora deberá incluirse, en una determinada relación de valores, todo dato
humano. En el alma hay distintas funciones de órganos, en cierto sentido distintas almas. El
fin es una especie de organización corpóreo-anímica. En la experiencia anímica filosófica es el
alma una cosa inmediatamente dada, una cosa vivida en afán y amor. En este caso, por el
contrario, es el alma una cosa que en cierto sentido hay que entender propiamente á base
sobre todo de la imagen de la comunidad o interpretarse a base de la relación general de la
naturaleza, en la más íntima relación con el cuerpo.
Ahora bien, en el dualismo de la concepción antropológica de Platón se halla a su vez
uno de los motivos que han ejercido un influjo decisivo en todo el desarrollo posterior del
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espíritu. Por una parte: el hombre como alma que se busca a sí misma. Esta representación del
alma no es principalmente una cosa que necesite en lo más mínimo de una interpretación
cósmica o que pueda siquiera ser clasificada cósmicamente. La experiencia anímica filosófica
es una cosa fundada en sí misma. El alma busca el camino para poder vivirse a si misma en
impoluta contemplación espiritual. Todas las interpretaciones cósmicas son sólo proyecciones
de esta experiencia anímica, una indicación del camino que lleva más allá de las condiciones de
la vida dadas, no una cosa determinada o válida en sí, ni una cosa de la que pueda partirse.
Por otra parte, el hombre como fisis. El hombre clasificado en engranajes
supraordinadas de naturaleza Cósmica o política. Este hombre debe ser comprendido según
su propia naturaleza, y precisamente ante todo según sus distintas funciones. Lo más decisivo
no es aquello que él anhela, su eros, sino aquello que él es. Esto no significa que este hombre
deba ser tomado simplemente como tal; debe ser educado, tratado e incluido en un conjunto
social, pero todo ello a base de sus determinaciones propias, como realización de aquello que
se halla en ciernes en él. El destino del alma humana en modo alguno consiste en este caso en
limitarse a reflexiones sobre sí misma, sino que aquélla tiene su posición en la relación total de
la vida; tiene misiones frente a la unidad de la vida, a la que pertenece; tiene en el organismo
una posición que le ha sido prescrita. Lo que esta alma busca partiendo de sí no es
propiamente redención, sino justicia. Está unida con la vida por las funciones que debe
desempeñar en ella. Tiene que cumplir deberes en ella; es responsable frente a la vida. Es
guardiana de la vida; rige. Es una naturaleza entre otras, un valor relativo, determinado por lo
que tiene por encima y por debajo de ella. Está caracterizada por la unidad vital que se le ha
conferido. Bien es verdad que aun en este caso se le garantiza su valor autónomo original. Sólo
con repugnancia acepta la unidad vital que se le ha asignado. Pero precisamente este autovalor del alma en modo alguno puede expresarse cósmico-genéticamente. La experiencia
anímica filosófica original nunca hace más que volver a encontrarse imperfectamente en esta
concepción del mundo.
Ahora bien, queda planteado para las generaciones ulteriores el problema de cómo
deban conciliarse las dos cosas: por una parte, la elaboración de las concepciones cósmicas
según una jerarquía exhaustiva de naturalezas; por otra, el alto valor' del alma tal como es
vivido en la experiencia anímica filosófica. Son estos los dos grandes temas de la reflexión
antropológica sobre sí misma que en los tiempos sucesivos habían de alcanzar una importancia decisiva.
Tal como se presenta en la vivencia anímica filosófica, el alma no es una cosa
mundanal. Sigue su camino que conduce a la contemplación de las ideas. En él, todo es
anímico; todo se desarrolla en él dentro de la misma unidad anímico-ideal que se satisface a sí
misma, en la cual alma e idea forman una relación indivisible: no hay- mundo de ideas sin alma
ni alma sin ideas, antes bien alma e idea se refieren siempre entre sí como factores de la misma
relación de vivencia. Toda representación del mundo es, en estas circunstancias,
interpretación, mito.
Pues bien, el hombre mismo se presenta a su vez como una cosa positivamente dada,
Como unidad psico-física, como ser/natural. En este sentido, es una cosa relativa dentro del
universo. En la contemplación de ideas, el alma no necesita del mundo. Pero el hombre no
puede existir fuera del mundo; por su existencia y entidad es una cosa relativa a un universo.
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Este motivo será desarrollado y llevado a perfección sistemática por Aristóteles. El motivo del
alma fue cultivado por el neoplatonismo y finalmente por San Agustín. Los dos motivos, el del
hombre ser natural y el del alma, determinaron luego el círculo ideológico cristiano en la Edad
Media.
FIGURAS SOCRÁTICAS
La figura socrática progresivamente elaborada y matizada por Platón, presenta en
orden a la filosofía una cantidad de posibilidades que desde un principio resultaba imposible
exponer en una forma única, pero que por otra parte, estaban circunscriptas por la manera socrática. Esto es concebido socráticamente y no lo es. Esto puede decirlo y puede no decirlo
Sócrates La personalidad de Sócrates no admite una expresión filosófica única cerrada en sí.
Por otra parte, la figura socrática no agota las posibilidades de la filosofía platónica. Ciertos
problemas que plantea Platón no pueden resolverse partiendo de cierta postura filosófica
típica tal como la indicada precisamente en la figura socrática. Sócrates aspira a la
contemplación de ideas, cuida de su alma, forma discípulos que recorran con él el camino
filosófico y puede, por último, esbozar según la idea de la justicia un Estado en el que pueda
vivir el filósofo. Pero no puede ir más allá sin abandonar precisamente esta misma postura
filosófica fundamental, o, si partiendo de ella pretende ir más adelante, ello iniciará la marcha
necesaria hacia la formación de un nuevo tipo filosófico, hacia una alteración de la postura
espiritual misma.
La necesidad de nuevas formaciones de tipos resulta del conflicto, no resuelto, entre el
filósofo y el político en Platón. Por una parte: el pensamiento filosófico como apartamiento de
todo lo concretamente dado ("no ver lo más próximo" [Teetetes] : el apartarse de las
"cualidades": Carta VII); por otra: apetencia de poder político, imponerse, dominar. Fórmula:
los filósofos deben ser reyes. Los filósofos deben dominar. Sólo que con ello se da menos una
solución que se plantea un problema. En todo caso esta solución, tal como se insinúa en todo
el pensamiento de Platón, sólo puede encontrarse en la exposición de un hombre adecuado.
Dentro del pensamiento y experiencia socráticos, no es posible esto. Sócrates no puede ser
hecho "rey". Además, tres otros tipos en que de algún modo llega a equilibrarse la postura
política con la filosófica: x. Timeo. 2. El Extranjero. 3. El Ateniense.
Timeo, Critias, Hcrmócrates, versados en los negocios del Estado. (20 a b.) Políticos
filosóficos. (19 e.) Timeo: Apolítico y astrónomo. (27 a, cfs. 20 a.) Timeo- Critias: tipo nuevo
que se distingue igualmente del hombre que filosofa a la manera socrática como del legislador
socrático. La experiencia política práctica le facilita concretar la imagen platónica del Estado, y
la preparación de filosofía natural e historia engarzar el Estado en la marcha general. Los
hombres que intervienen en la vida política y al propio tiempo se interesan filosóficamente por
la historia, están atentos al devenir y a la hipótesis. (2, c d.) Este cambio de tipos se manifiesta
necesario para presentar como cosa real la idea de Estado. Esto sólo pueden hacerlo políticos
de experiencia práctica. (Cfs. 19 e.) Sócrates sigue siendo el representante de la idea pura de
Estado. Su actividad orientada a influir en la vida humana se consuma en el esbozo de una organización de la sociedad estructurada según criterios de, valor. Es el representante de la
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"justicia". La actividad política como tal no puede integrarse en la figura de Sócrates sin que se
destruya precisamente esta misma figura.
El Extranjero (El Sofista, El Político): El hombre dirigente dialéctico cuya entera
postura intelectual se orienta al dominio. Tipo del dialéctico sagaz y político - calculador.
Conciencia de los fines perseguidos. Marcha segura por su camino. No necesita asociarse con
los de aspiraciones semejantes. Afición a clasificaciones y sub-clasificaciones. Forma a sus
discípulos dialécticamente. Educación para la energía del pensamiento y de la voluntad. El
pensamiento es para él un ejercicio de poder sobre las cosas. Quiere obrar con plena
independencia en todos los casos a tenor de las circunstancias dadas. Médico cuyas
prescripciones son aceptadas al pie de la letra, que exige entera confianza.
En está figura ya no hay nada de lo espontáneo, del confiarse a sí mismo, del poder
estacionarse, del no saber, de Sócrates. Especialmente ilustrativa es la comparación con el
Teetetes, en el que sale aún el puro tipo de Sócrates con su apartamiento del mundo, con su
acentuación del auto-valor del filosofar, pero, al propio tiempo, al acentuar precisamente lo no
hermético y la delimitación mayéutica del pensar socrático, se prepara otro tipo filosófico: El
Extranjero, que sigue el coloquio con Teetetes: y luego lo continúa con el joven Sócrates.
Teetetes: Sócrates no tiene ninguna filosofía especial que dar. Acentuación especial del
punto de vista mayéutico. Por el contrario, todo el pensamiento de El Extranjero se enfoca a
resultados determinados. Teetetes: imagen del filósofo. Ocioso. Se pone en ridículo en el
mercado. Su alma se halla en alguna otra parte. Impotente en todas las cuestiones de detalle.
Asimilación a Dios. Por el contrario, El Extranjero: lo ve todo, para todo encuentra solución.
Visión de conjunto. Se adueña de todos los detalles gracias a su método dialéctico. Califica
todo detalle, lo resuelve todo. Domina las cosas y los hombres. Su espíritu se enfoca a la
realidad, que domina intelectual y volitivamente. Sócrates insiste siempre en las dificultades
que se plantean. El Extranjero: el hombre de los resultados, de la investigación e instrucción
llevadas a un fin deliberado.
Dominar, ordenar, forzar lo dado, soberanía dialéctica: rasgos característicos de El
Extranjero, del filósofo que no pretende investigar con sus discípulos, que no practica la
mayéutica, sino que maneja su método con maestría. No es una personalidad filosófica en el
sentido socrático. No filosofa para sí mismo ni por su alma. Filosofía sin alma, con la cual se
altera toda la relación con la idea, e incluso propiamente la contemplación de ideas, concebible
solamente en relación con un alma que se anhela y sin la cual pierde su genuino sentido,
convirtiéndose en una de las posibles teorías filosóficas y que como tal debe ser tratada.
Este tipo es, por un lado, filósofo, y, por otro, político. Los dos son hombres
dirigentes, espíritus clasificadores y combinadores. Abarcan el conjunto y lo regulan. Se
orientan totalmente al dominio intelectual-creador de lo objetivamente dado; se
complementan mutuamente. Ejemplo del tejido, que puede servir a la vez para el
procedimiento dialéctico como para el dominio político. (Cfs. El Político 279 b, 311 b c, etc.)
Al propio tiempo: acentuación del valor propio del procedimiento dialéctico (ibid., 286 d e,
287 a. Cfs., además, El Sofista 255). El Político: dialéctico creador, técnico dialéctico. No una
determinación única de la disposición armónica del conjunté, sino un armonizar activo. (Cfs.
El Político 305 d e.) Determinación de lo conveniente.
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Así, El Extranjero es el tipo de hombre de voluntad lógicamente preparada. Desde el
punto de vista político indica una continuación del tipo de legislador tal como se concibe en la
figura de Sócrates del "Estado". El filósofo que piensa a fondo el Estado (Sócrates) no es
dominador sino maestro. Por otra parte, los filósofos con ánimo de guardianes, no son
creadores; no intervienen en el conjunto político existente; son ellos mismos, a su vez, objetos
de la legislación. Entre unos y otros está la ley. Ahora están amalgamadas las dos cosas: la
actividad político-creadora y el ejercicio positivo del poder. Para ello es necesario suprimir las
restricciones de la ley que los separa. Esto no puede hacerlo Sócrates. Como en el Timeo y en
el Critias, deja también en este caso que hablen otros. Esto no significa que en lo sucesivo se
identifique Platón con El Extranjero o con Timeo, sino precisamente la sola consideración de
que es propio del pensamiento platónico el filosofar partiendo de ciertas posturas típicas en
que la postura socrática conserva su incomparable valor vital especial.
El Ateniense (Leyes). Ultima elaboración del tipo de legislador. Lo que interesa sobre
todo no son ya las determinaciones exactas de esencia y valor, sino la misma técnica de la ley,
la experiencia que nunca avanza sino cautelosamente, dirigiéndose a la realidad humana e
histórica. (Leyes I, 636 a, etc.) Partiendo de estas determinaciones se obtiene una imagen clara
del legislador, que no es principalmente un conocedor que luego enseñe a los hombres a
pensar y a obrar en consecuencia, sino un tipo que desde un principio fija como fin el influir
en la realidad humana: la postura legislativa como actitud frente a los hombres determinada en
sí misma y caracterizada intelectual y volitivamente. (Cfs., además, XII, 951 o c.)
Ahora bien, el Ateniense no es simplemente legislador. En cierto sentido es un
Sócrates que se ha convertido a sí mismo en una cosa pasada, algo así como si se hubiese
despedido de sí mismo. Ha experimentado y ha vivido más de lo que el legislador puede
exponer a sus oyentes. Como el alma del filósofo en el "Estado", así mora su alma en alguna
otra parte. Pero los hombres que viven abajo, no pueden entenderlo. Nada saben de las
experiencias del Ateniense en un mundo que no es de ellos, en el que no se sienten en su
elemento. A veces alude a él el Ateniense, pero en seguida pasa a otra cosa. El conjunto le
parece luego cosa de juego (VII, 803 c), y los hombres con quienes tiene que habérselas como
legislador, le parecen míseras criaturas ;(VII, 804 b; cfs. también XI, 937 d). Sus oyentes ya no
pueden entenderle luego; no saben que él habla partiendo de una concepción en que toda la
humanidad con todas sus preocupaciones humanas aparece ya sólo en remota lejanía, pues,
por último, todo esto .no existe por el hombre sino para que "la vida del todo tenga su venturoso ser perfecto" (X, 903 b). (Cfs. Wilamowitz, Platón, 2° edición, pág. 700).
Cabría citar aún el Sócrates del Filebo. Este Sócrates: ya no es una personalidad viva.
Ya no habla por experiencia filosófica propia ni tiene ya esta misteriosa superioridad. Irónico.
Tolerancia. Clasificación de grado. Lo mejor, lo menos bueno. Tabla de valores. Filosofía, ya
no filosofar, ya no experiencia filosófica total comprensible solamente partiendo del alma. El
filósofo no se aísla en si mismo para llegar a la animidad pura. El filósofo se mueve dentro de
la vida. Puede "encontrar el camino que lleva , a casa" (Filebo 62 b). Tampoco se parece al
hombre dirigente dialéctico. Es comedido, sabe situar bien lo individual, reconoce gradaciones
de valores, etc.
Partiendo de esto, es posible exponer también los distintos tipos antropológicos de
Platón en relación con determinados modos de postura filosófica. I. El hombre filosófico-
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anímico. Sócrates como filósofo de la vida anímica. El mito del alma. II. El hombre como ser
natural diferenciado que debe determinarse sociológicamente. Sócrates como legislador. El
hombre normal. III. El político dialéctico. El Extranjero. El hombre concebido partiendo de
sus funciones en el torio social y según las cualidades necesarias para la vida cívica. Mientras
en el "Estado" el final es la concepción de disposiciones naturales concebidas típicamente que
se trata de poner en armonía: en el Político, el primado dé la armonía. La vida político-social
concebida de antemano como relación de la función, y partiendo' de ello se determina el
hombre. IV. Timeo-Critias-Hermócrates. El hombre mítico-histórico. El hombre concebido
como ser vivo cósmico, en el conjunto y partiendo del conjunto, que debe ser entendido en su
devenir en unión con el acaecer universal. El filósofo examina al hombre desde el punto de
vista universal. No se tiene en cuenta su propia experiencia anímica. Es sólo el político el que
pone a las afirmaciones en relación con él hombre concreto partiendo de una determinada
idea del Estado, con lo que establece el enlace entre el mito y la vida. A continuación Se aspira
luego a un enlace entre el hombre de la experiencia filosófica de la vida y el hombre ser vivo
mítico, en la que lo cósmico-mítico guarda da primacía. Indicios de esto se encuentran en el
Timeo, pero no son en él lo central, sino el tránsito al hombre constituido naturalmente y'
desde él al ciudadano. V. El Sócrates del Filebo. El hombre intenta determinar los fines suyos
(le acuerdo con las condiciones psico-físicas de la vida dadas.' Es simplemente hombre. La
cuestión del summun bonum. (Cfs. 20 d.) Estimación de los distintos valores de la vida. Todo
ello fundado en la concepción del hombre como ser natural. (Cfs. 31 d; 32 a b; 42 c d.) Análisis de las pasiones (47 ss.). Inicios del positivismo vital que se desarrollará posteriormente.
VI. El Ateniense. El hombre se convierte en dató positivo, tal como se presenta para el
legislador a modo de material que debe ser formado. Para ello no se necesita de largas especulaciones sobre la esencia humana, sino sólo de ciertos principios psico-físicos simples y sobre
todo de conocimiento de los hombres. El legislador es un conocedor de los hombres, no un
filósofo experto en antropología que se plantee la misma cuestión del hombre. En todo
sentido encontramos en este punto tránsitos hacia la política de Aristóteles. Entre ellos, la
acentuación del valor autónomo y del primado del alma como motivo: concomitante.
III. ARISTÓTELES
El hombre como ser genérico.
Visto desde la experiencia anímica platónica, el hombre no es una cosa simplemente
dada; no constituye el punto de partida natural con el que puedan enlazarse todas las
especulaciones posteriores. ¿A qué se debe que el alma haya adoptado propiamente figura
humana? La penetración del alma en el cuerpo no es una cosa natural, una cosa que haya que
aceptar simplemente. En ese sentido, el hombre es un problema desde el primer momento. El
hombre: el ser problemático. Lo es también la proposición: el hombre consta de alma y
cuerpo, tesis que, en cuanto tal, en modo alguno es una cosa que proporcione una definición
suficiente del hombre. Los dos términos: alma y cuerpo, tienen un significado distinto. El alma
está en el cuerpo, el alma está unida al cuerpo. En esto, alma significa siempre distancia con
respecto al hombre concreto o con respecto a la vida humana concreta, y toda tendencia
filosófica se orienta a salvar distancias.
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En Platón, esta distancia es salvada por el filósofo políticamente experto, por el
legislador. Éste se dirige de nuevo al hombre. Al principio debe tomarle como le es dado, es
decir, como el ser vivo que es, determinado de una vez para siempre. Para ello será posible
conservar las diferencias de valores; pero tienen que desaparecer las diferencias originarias de
significado. Todo cuanto el filósofo concibe solamente en su significado negativo, partiendo
de la postura puramente filosófico- anímica, tiene igualmente importancia para el legislador.
Toda función vital, teniendo constantemente en cuenta su posición especial dentro de los
valores, tiene derecho a .ser tratada justamente.
Ahora bien, tampoco el curso político de las ideas conduce a elaborar un tipo de
hombre unitario determinado en sí. Bien es verdad que el alma es concebida de algún modo
como elemento real antropológico. Ya no es sólo lo que propiamente no se da más que en la
experiencia filosófica, y que haya que interpretar míticamente. Se presenta entonces como algo
que debe comprenderse en su realidad y que como tal debe admitirse. Pero ya no se trata de
una totalidad del hombre, sino de clases anímicas que en cierto sentido determinan distintas
clases de seres vivos. Es más, el paso del alma al Estado o, propiamente, del Estado al alma, se
consumaría de un modo mucho más provisto de sentido si de la consideración se pudiera
excluir totalmente al hombre individual y cupiese imponer de algún modo en formas
colectivas las mismas partes del alma como tales, pasando así directamente de 'la división del
alma a una división de clases.
Una cosa por el estilo cabe decir de los ensayos de Platón para incorporar al hombre
en el universo. Partiendo del punto de vista de la experiencia anímica filosófica, se ve
claramente que este problema no se presenta como una cosa originaria porque, en efecto, lo
genéricamente humano desaparece propiamente en esta vivencia. La mera indicación: yo soy
un hombre, dice poco en este caso. Propiamente sólo significa sobre todo que el hombre
consta de cuerpo y alma, cosa que desde luego ya se presupone, pero que bien poco significa
como mera comprobación de un hecho real. La experiencia antropológica no e$ propiamente
en este sentido nada que pueda reducirse a la fijación de algo puramente real (como tampoco
lo es en San Agustín), sino, desde un principio, una vivencia de valor. El hombre no está
situado objetivamente frente a ella, sino que da expresión a su misma experiencia de la vida, a
su afán, a su eros. En este caso habla la vida misma, podría decirse, y no concebida desde un
lugar que en algún modo se encontrara como fuera de la vida. Así, sólo un hombre puede
hablar desde esta experiencia determinada, pero no un ser que, dotado de algún modo de
facultades de ' observación, analizara el mismo dato genérico: hombre.
Ahora bien, si §e quiere proyectar esta vivencia al plano cósmico impersonal-general,
las dificultades surgen de inmediato. El hombre no encuentra allí el equivalente de aquello que
le fué dado en la vivencia directa de su alma. Lo que al principio se le representó como
interpretación mítica de su vivencia, se convierte ahora en algo que existe en sí, y finalmente la
relación básica en general se transforma en el sentido de que el hombre ya no busca ahora en
una cosmovisión una interpretación de su experiencia anímica sino que, a la inversa, partiendo
del mundo tal como intenta entenderlo a base de consideraciones de otra índole, interpreta su
vivencia. El Timeo se convierte entonces en la obra fundamental de Platón.
Pero esto es como si el hombre mismo se perdiera en la plenitud de los seres de este
cosmos, tal como se presenta en el Timeo; no tiene contornos determinados. Es un ser vivo
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impersonal que ostenta la denominación de hombre. Por su postura cósmica sigue siendo en
el fondo una cosa indeterminada y hasta podría decirse que causal. En todo ello ya no vuelve
a' encontrarse a sí mismo; en este ambiente ya no está en su elemento. Ni siquiera sabe de
cierto cómo ha venido aquí. Por su postura anímica, mira con cierto desdén a este hombre que
de algún modo aparece en el curso de la creación, mientras que él, desde su humanidad, eleva
la mirada a todo cuanto supera lo humano, ya no se considera a sí mismo hombre.
Ahora bien, Aristóteles se forma del hombre una concepción que parte puramente de
la realidad hombre, de la constitución psicofísica del hombre, comparando al hombre con
otros seres vivos, intentando determinar su posición entre los valores, etc. Lo característico de
está antropología estriba principalmente en la aceptación del dato genérico: hombre, en la
consciente relativización del tipo de hombre dentro del conjunto natural, en una estabilización
del dato humano fuera de lo dinámico- anímico, en un estudio del hombre que lo abarca todo
a un tiempo, lo superior y lo inferior, sin que estas acotaciones de valor puedan conducir a una
negación y afirmación en el sentido platónico.
Aristóteles acepta el tipo: hombre. Para varios siglos determinó la peculiaridad del ser
genérico hombre, atribuyéndole su sitio en la disposición de valores del conjunto. Ya no es el
alma que en cierto sentido contempla con desdén el hombre, sino que se trata de la unidad
anímico-corporal tal como se presenta al examinador (cfs. De An. II, x y 2). El hombre
platónico sigue siendo un desplazado porque precisamente su alma no pertenece a este
mundo. ¿Cómo he venido a él? ¿Qué debo hacer en él? ¿Qué significa mi existencia en el
mundo? Tales son las cuestiones que se plantea. En Aristóteles, el hombre ha cesado de ser
problemático; acepta su sitio en el universo. Hay seres que son perfectos y felices (Et. Nic. VI.
1141 a b). La bienaventuranza perfecta es Dios (ibid. VII, 1154 b. Met. XII. 1072 b.) : un dios,
del que nada se exige. En la contemplación se halla un último. En la contemplación de lo que
no se es. En Platón, el contemplar es siempre un haber, una mutación de sí mismo, una
asimilación. En Aristóteles, el hombre permanece abajo y mira. Mira desde un lugar
determinado, invariable para él, desde el mundo sublunar en que vive. Se sabe elemento
integrante del orden mundial, incluido el engranaje general que abarca a todos los seres. Vive
con conciencia del todo, de los seres que hay por encima y por debajo de él, y confía en la
naturaleza (cfs. De Gen. et Corr. 336 b. De An. III, 12. Pol. I, 8).
Así, el hombre se determina en Aristóteles como ser natural. Para mucho tiempo esta
acotación tendrá algo de definitivo. El hombre pertenece al conjunto de la naturaleza. Tiene
en él un lugar intermedio. Cada uno de nosotros es en este sentido hombre, y conocimiento
de sí mismo significa: saberse y conocerse a sí mismo hombre. Yo soy un hombre y en esta
proposición, gracias a la acotación del género hombre en todas direcciones, se predica una
cosa perfectamente determinada en sí y de contornos claros.
LA FIGURA HUMANA
El hombre aristotélico se siente como una cosa natural en una relación natural. Pero
natural significa lleno de sentido, educado a un fin; significa figura; significa que lo que es, es
algo y existe para algo que puede entenderse. El hombre vive en la relación general de la
naturaleza, como vive en su mundo propio, en el humano-espiritual. Al igual que sabe que en
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él todas las creaciones tienen un Sentido y representan un valor de uso, que están ahí, por qué
son precisamente así y no de otra manera, también puede orientarse por doquiera- en la
naturaleza, todo le resulta algo conocido porque está lleno de sentido. En el mundo platónico
el hombre no se encontraba en su elemento; no podía detenerse en Él; no le ofrecía un hogar;
no podía sino extraviarse en él o aspirar a salir de él. En el mundo aristotélico, el hombre se
encuentra aclimatado. Las cosas hablan su lenguaje, el lenguaje que él entiende; las palabras de
él conservan su significado en las cosas; tienen su esfera de aplicación determinada que se trata
de delimitar debidamente. Todo puede expresarse porque precisamente todo es comprensible,
porque precisamente todo es figura, porque todo le indica los contornos y le permite
reproducirlos. Todo tiene nombre y forma. De todo puede decirse qué es y para qué es, de
dónde viene que sea así y cómo llegó a ser lo que es.
En esta idea de la naturaleza se encierra un poder característico. Nada sucede en vano;
nada está ahí simplemente; nada es incomprensible; por doquiera nos encontramos orientados.
Todo sucede de un modo natural. Lo único que necesita es saber preguntar como es debido;
tenemos que aprender a plantear los, problemas de modo adecuado a la condición de las
cosas. Tenemos que aprender a consultarlas, y nada se sustrae a quien adquirió una visión de
conjunto de los problemas. Éste tiene las cosas en su poder; las obliga a contestar.
Así vive el hombre en un mundo en que todo adquiere figura para él, en que todo se
particulariza según su condición peculiar y se clasifica en el conjunto. Soy hombre, significa: yo
mismo soy una "de estas figuras; soy un ser natural, soy una de las formas en este dilatado
reino de formas. En este universo vuelvo a encontrarme a mí mismo siendo esta figura. Y no
veo á mi figura de otro modo que veo a todas las demás figuras. Intento comprender mi
figura; parafraseo mi ser; me actualizo a mí mismo en el conjunto. Las preguntas que me dirijo
a mí mismo, me son prescriptas por los principios generales del planteamiento de problemas.
Planteo los problemas tal como deben plantearse frente a toda figura. En cierto sentido, no
me pregunto a mí mismo, sino que pregunto a la figura que represento, que reconozco como
la mía, al hombre, al ser humano natural que soy yo.
Podría decirse que la proposición: yo soy un hombre, adquirió por vez primera su
plena significación en Aristóteles. En la experiencia filosófica de Platón, el hombre siente el
alma, y mirando retrospectivamente desde esta experiencia siente la limitación de la vida humana como una merma de su alma. No es "natural" que el hombre sea; éste no puede
redescubrir su alma en este humano, el alma tal como la vive en la experiencia filosófica. Ser
hombre significa, en este sentido, que el alma se hace extranjera a sí misma. El hombre no
puede afirmarse en esta forma de hombre. No puede aclimatarse en esta figura. Yo soy
hombre, no significa nada positivo, nada estático. Propiamente predica siempre: soy más o
menos que hombre. En ese sentido, ser hombre sería un punto de tránsito, como tal en mudo
alguno susceptible de fijación, entre la existencia anímica y la corpórea, una existencia entre
dos mundos, en la que no puede darse la duración. En Aristóteles, se opera el retorno del
hombre a sí mismo. El hombre se convierte en una cosa positiva. El hombre, como todo ser
natural, lleva en sí mismo, su sentido (cfs. De Gen. II. 736 b. Eth. Nic. X. 1176 a, 1178 a). Ser
hombre significa Una cosa llena de sentido. Ser hombre significa ser figura. El hombre es
consciente de ser hombre. Intenta comprender el alcance de las posturas y actividades
humanas, orientarse en el mundo del hombre.
43
LA ESFERA DE LA VIDA HUMANA
Aristóteles delimita por doquiera complejos autónomos de fines que admiten
clasificaciones y disposiciones diversas. Según sean los diversos fines que se tomen como
puntos de vista, esos complejos se conciben unas veces de un modo, otras de otro (cfs. Eth.
Nic. I. 1098 a. Met. VII. 1063 b y 1064 a), pudiendo ser tan pronto más angostos como más
amplios (cfs., por ejemplo, Eth. Nic. I. 1097 b), y en ellos todo individuo es visto en
determinadas perspectivas de valores. Entre estos distintos complejos de fines puede existir
una relación jerárquica; pero luego cabe considerar todo complejo de fines como un conjunto
autónomo a base de determinados planteamientos de problemas, con acotaciones de concepto
y enumeración de elementos, con leyes de formación y atribuciones de valores, propios. En
cierto sentido, Aristóteles comienza de nuevo cada vez. Lo hace surgir todo de nuevo. Hace
que las cosas se desarrollen, se configuren (cfs. a modo de ejemplo, Eth. Nic. X. ii74 a. I. 1098
a, 1101 a). La relativa auto-perfección y autonomía de todo individuo es un principio tanto
ontológico como metodológico. Lo que da figura a la naturaleza se convierte en principio de
estructuración científico (cfs. Eth. Nic. VI. 1141 a).
Esto es también de importancia para la emancipación de la antropología filosófica. El
criterio de Aristóteles no sé dificulta en cierto sentido por consideraciones que se plantean a
otras posturas y puntos de vista de valores (cfs. Eth. Nic. VIII. 1155 b). Para Platón habría
resultado propiamente difícil llegar al hombre como tal, porque en la reflexión filosóficometafísica precisamente el hombre y la vida humana no se presentaban como una cosa que
como tal cupiera delimitar y fuese cerrada en sí. Para Aristóteles, el hombre existe. De
antemano la esfera de la vida humana está determinada por una serie de planteamientos de
problemas, característicos precisamente de este tipo antropológico de postura. Este tipo de
postura se basta a sí mismo, como propiamente es característica de Aristóteles la autarquía de
posturas metódicas claramente delineadas. Lo que en este caso permanece siempre igual, es
precisamente el mismo principio de estructuración, el principio sistemáticamente aplicado de
relaciones de estructuras llenas de sentido.
Partiendo de este principio, puede contestarse ahora la cuestión relativa a qué es
propiamente el hombre. ¿Cómo se relaciona todo en él? ¿Qué representa el hombre? O, luego,
siguiendo en particular: ¿cómo cabe circunscribir este carácter, cómo cabe definir este tipo?
(cfs., por ejemplo, Rhet. II. 1388 b. 1389 a Jager, Aristóteles, págs. 245, 254, 422). En este caso
se trata siempre de un proyectarse hacia determinadas direcciones, de un desarrollarse de
determinadas predisposiciones, de un consolidarse de determinadas cualidades, de uno hacerse
visible de la figura. Se ve surgir una imagen y se sabe de antemano que en este caso tiene que
exponerse algo, que en este caso se consumará algo que se trata de comprender. Si alguna vez
aprehendí este algo, todo lo demás resulta claro. De todo pormenor sé decir para qué existe,
qué significa en la relación de conjunto; puedo concebirlo todo e interpretar cada una de las
cosas como elemento integrante lleno de sentido. Todo es susceptible de explicación
partiendo del conjunto, del concepto total, de la contemplación de la figura; todo se hace
abarcable y lleno de sentido. Una cosa pertenece a otra y cada una al conjunto (cfs., por
ejemplo, Pol. 1, 2).
44
Este criterio es aplicado sistemáticamente por Aristóteles en todas partes. Tanto si se
trata de la obra del hombre como de un producto de la naturaleza, siempre es la figura,
siempre cabe plantear la misma cuestión, siempre todo individuo puede ser entendido solamente visto desde el conjunto. La misma relación ideal vuelve a encontrarse siempre por
doquiera. Las mismas relaciones cognoscibles definen a todo individuo. Cfs. Phys. II, 8; Eth.
Nic. I, 1099 b; X, 1x75 a). Nada hay que no sea algo. Y este ser-algo significa delimitación y
definición de cada cual en sí mismo, a modo de complejo de figura autónomo, coherente en sí.
Así, puede también el hombre hablar humanamente de lo humano, y aun esta postura
humana es, a su vez, determinante para el planteamiento 1 del problema, califica un plano
determinado del que no es lícito apartarse. Aristóteles habla de los hombres a hombres; hace
que los hombres valgan como tales hombres. El hombre permanece en su mundo, un mundo
que ahora se le presenta como territorio delimitado, apartado en sí, con sus puntos de salida
autónomos y sus propias leyes de formación. Aristóteles organiza el reino de lo humano, y lo
organiza como conjunto autónomo. Forma modos de representación y conceptos, para
ordenar las experiencias humanas según puntos de vista determinados, concordantes con la
vida misma. Cualquier cosa que pueda presentarse en la vida del hombre, ha de poder
encontrar su sitio en uno de los esquemas antropológicos de Aristóteles. Éste crea equivalentes conceptuales para lo que sucede en el hombre y entre los hombres, forma esquemas
conceptuales en que puede encerrarse la vida empírica.
Para Aristóteles se trata de elaborar filosóficamente las experiencias humanas, pero de
toda la esfera de la experiencia humana, con-la aspiración constante a no dejar fuera nada, a no
pasar por alto nada, a no descuidar nada, para llegar así a una clasificación completa en que
todo tenga su sitio y en que se tengan en cuenta todas las necesidades humanas. Conoce lo
complicado de la vida (cfs. De Coelo 292 b. Eth. Nic. X, 1176 a) e intenta circunscribir
entonces todo el complejo de las condiciones humanas en conceptos prácticamente utilizables.
Toda exageración, todo simplicismo, toda extravagancia, debe evitarse. Se trata siempre de
encontrar lo justo, de andar con seguridad, de ver el conjunto, de no aislar" nada, de abarcar
complejos de conjunto, de agotar el objeto. El método empleado para ello es el deslinde de
sectores enteros, en los que se fija su sitio a cada cual, indicándole a cada uno el que le
corresponde. Este método proporciona al propio tiempo los principios para las
determinaciones de valores; pone a mano los medios de integrar en una unidad de valor
factores distintos (cfs. Rhet. I, 360 b, 362 b. cfs. también 363 b). Obrar rectamente, ver rectamente, es siempre el motivo dominante, en el que sobre todo figura que nada se pase por
alto, que por medio de enumeraciones, distribuciones y clasificaciones adecuadas se aprehenda
realmente el conjunto para obtener así una visión panorámica de la esfera total de la vida
humana.
EL HOMBRE Y LA NATURALEZA
La naturaleza es en Aristóteles una cosa directamente dada, evidente. Sería absurdo
querer demostrar primero que hay naturaleza (cfs. Phys. II, i). La naturaleza es un dato que no
45
necesita fundamentación. Aristóteles ve por doquiera la naturaleza. Esto que hay aquí es
naturaleza; aquello debe ser entendido como una cosa natural; lo otro es natural. La
contemplación de la naturaleza es en Aristóteles uno de aquellos motivos que, como quizá la
contemplación originariá de las almas en Platón, se presta a varias interpretaciones, pero que
contiene en sí una cosa anterior a toda explicación formulable. Se presenta como expresión de
una vivencia en que se asocian en un todo indivisible la intelección directa, la comprensión por
el pensamiento, la postura valorativa y la atribución de sentido. Semejantes modos de
contemplar conservan su importancia con independencia absoluta de toda especulación
metafísica sistemática; tienen hasta cierto punto una existencia independiente, ejercen un
poder independiente, influyen en hombre que nada o poco saben de especulaciones
sitemáticas y aun de filosofía. Si el hombre reflexiona sobre si mismo, un tipo de contemplación como ese se le ofrece como punto de partida directo; su pensamiento se orienta hacia él
de antemano; se convierte en elemento integrante de los modos generales de pensar y hablar
del hombre.
Esta es la fuerza de la idea aristotélica en la naturaleza, que volveremos a encontrar
siempre en los tiempos subsiguientes, tanto entre los filósofos de la vida romanos como en
San Agustín, en la Edad Media lo mismo que en los tiempos modernos. Ahora bien, esta idea
no puede abarcar todo el reino de la vida humana en la multiplicidad de sus manifestaciones.
No todo puede explicarse "naturalmente"; no todo puede precisarse partiendo de las ciencias
orientadas en la contemplación de la naturaleza (cfs. Met. XII, 1064 b, 1065 a). Un amplio
dominio se descubre en el que impera un azar que se resiste a toda interpretación natural, un
dominio en que el hombre actúa y sufre, crea y destruye, llegando a imponerse en la variedad
misma de sus modos de acción y reacción (cfs., sobre esto, Eth. Nic» VI, 1140 a; I, 1110 a, y
más tarde, especialmente: Alejandro de Afrodisia, De Fato).
El azar no es una cosa natural, una cosa que corresponda a la esencia natural del
hombre, una cosa que pueda encontrar su sitio en la adecuada relación estructural inmanente
característica del ser humano (cfs. De Coeló, 289 b; 283 a, b; 30T a; cfs. también Rhet. I, 1369
a). El hombre, vive, por una parte, según la legalidad inherente a él. Llega a la madurez,
envejece, etc. Esta es su vida condicionada por naturaleza. Pero, ¿qué significa la tiqué? Una
cosa que pertenece a la vida humana, y hasta que es específicamente humana, característica del
hombre activo (cfs. Phys. II, 6). Pero no es una cosa que pueda ser deducida de la naturaleza
del hombre.
En este caso, pues vida, en cuanto compendio de todos los acontecimientos, significa
una cosa que ya no puede presentarse como natural. Lo que nos sucede, lo que vivimos en las
formas más diversas, todo lo imprevisto de los acontecimientos (cfs. Met. XI, 1065 a), no
puede comprenderse partiendo de ella. Además de la vida natural, hay la multiplicidad de
acontecimientos que vivimos valorativamente, lo que en nuestra vida es puramente narrable,
aquello de que el hombre habla cuando expone el curso de su vida, cuando habla de sí mismo.
En efecto, todos estos acontecimientos le afectan personalmente. Tienen que ver con su
personalidad, con su yo empírico. La tiqué tiene siempre una referencia personal, afecta al yo.
46
LA PRÁCTICA DE LA VIDA
La ciencia como tal aspira a lo invariable, duradero, delimitable en sí. Para llegar a lo
verdadero apunta al firmamento (cfs. Met. XI, 1063 a). Toda la gran variedad que reina en el
dilatado reino del azar, frente a las grandes coherencias legales, podría presentarse de esta
suerte como aquello que propiamente carece de significación. Pero la postura teorético - científica no es para Aristóteles la única actividad intelectual. Además del hombre de ciencia
teorético, hay el práctico; además del investigador que observa, el creador que fija fines (cfs.,
por ejemplo, Met. XI, 1064 a). Pero en la tendencia práctica del pensamiento se encuentra sin
cesar el factor que lleva siempre de nuevo a la aprehensión de la vida tal como ésta se desarrolla. Esta voluntad de influir positivamente, esta postura del práctico, da al pensamiento una
orientación hacia lo individual, hacia la vida concreta, hacia la aprehensión directa de la vida,
hacia la conservación de la vida, que va más allá de todo especular puramente teorético (cfs.
Eth. Nic. II, 1103 b, X. 1179 a; VI, 1143 a, b).
Para ello sigue siendo siempre típica la figura del legislador, una de las grandes figuras
de la Antigüedad en que lo mismo en Platón que en Aristóteles se concentra la actividad
orientada hacia la vida humana, una actividad que presupone el conocimiento de los hombres
y que parte constantemente de la posibilidad de lo- que cabe lograr realmente. Al legislador no
le basta hablar del hombre en general o establecer máximas generales. El legislador quiere
influir. Para ¿1 tiene la experiencia de la vida una significación decisiva y autónoma. Quiere ver
a los hombres como son, a los hombres y a los pueblos en toda su diversidad (cfs. Rhet. I,
i36o a. Pol VII, 8). Este tipo de legislador, que, al lado del filósofo de la experiencia anímica y
de la contemplación de ideas, cobró cada vez mayor importancia en Platón, es objeto de
desarrollo ulterior por Aristóteles. Aristóteles es el filósofo que alterna con sus vecinos, que
conoce a los hombres y sabe lo que les pasa. Recopila observaciones; hace hablar a los
hombres; es esencial para él saber qué piensan y hacen "todos" los hombres (cfs. Eth. Nic. I,
1098 b X, 1x75 a; Rhet. I/1360 b; Pol. VII, 13).
El hombre promedio es en Aristóteles una representación que ocupa el fondo- en
todos sus comentarios. Hay fijaciones de fines más altas y supremas que siguen siendo
inaccesibles para ese tipo de hombre. Pero por claramente que se conciba este punto de vista
en la política (cfs. Pol. I, 12; III, 4; cfs. también Eth. Nic. X, 1177 a), estas fijaciones de fines y
los temperamentos espirituales a ellas correspondientes no constituyen, sin embargo, el punto
de partida. Platón va de arriba abajo, Aristóteles de abajo arriba. Platón parece admirarse
siempre del hombre normal. Como el hombre normal nunca puede hacerse cargo del filósofo
(cfs. Teetetes) tampoco el filósofo puede nunca comprender propiamente al hombre normal.
El hombre normal es propiamente una degeneración del filósofo, un enfermo frente al sano.
El legislador filosófico acepta de algún modo a este hombre haciendo que se ejerza con él
"justicia" y clasificación socialmente, pero siempre con la idea del hombre minimizado, siendo
esta inferioridad fundamental, constitucional. El legislador utiliza a este hombre, pero de un
modo que precisamente establece esta inferioridad, pues le asigna funciones que corresponden
precisamente a esta condición, fijándole socialmente como tal.
Para Aristóteles, se trata de diferencias de grado. La esencia del hombre subsiste;
trátase solamente de un desarrollo de cierto grado cuando llega a adulto porque lleva en sí
47
mismo en ciernes en su constitución psico-física las tendencias que han de desarrollarse (cfs.
Pol. VII, 15). Aristóteles procura tener en cuenta de un modo parejo las distintas funciones
dentro de la relación de la vida humana, y lograr una colaboración armónica entre las distintas
leyes de la vida (cfs. Pol. VII, 13). Busca un justo equilibrio no en un conjunto social
supraindividual sino principalmente en el hombre individual mismo. Es justo para con el
hombre. El hombre normal pierde su significación negativa que en el fondo había mantenido
siempre Platón, y que había de mantener dada su postura anímico-filosófica originaria. El
hombre pasa a ser una cosa positiva.
Esta dirección práctico-política que en Platón se había desarrollado cada vez más
intensamente y que Aristóteles siguió elaborando, constituye uno de los elementos esenciales
del pensamiento griego. El griego es a la vez "idealista" y "realista" ; es, a un tiempo, el
filósofo, cuyo afán sólo puede satisfacer en la aprehensión de los últimos principios, y también
el "político realista" que quiere abarcar todo lo individual y cuyos principios necesitan siempre
ser confirmados en el individuo. El legislador sabe que los "políticos prácticos" le orientarán;
debe temer constantemente que sus tesis y planes sean rechazados por irrealizables. Aunque
parta de determinadas concepciones filosóficas, no se siente ligado por ellas. Saca
directamente de la experiencia de la vida su juicio; procede empíricamente y aplica en todo
momento el criterio de la confirmación práctica (cfs., sobre esto, sobre todo Eth. Nic., X, y la
crítica de Platón en Pol. II).
Nos referimos al legislador. Pero podríamos aludir también en términos
completamente generales a los espíritus que persiguen fines prácticos en la vida humana, al
"práctico" propiamente dicho. Pero en tal caso no debe olvidarse que en esta tendencia
encaminada a un efecto práctico, en cuanto afecta a la vida humana en general, se orienta de
preferencia a la comprensión del todo social y de la estructuración política. Esto se hizo
notorio a partir del momento en que se disolvió el enlace directo del teórico y del práctico tal
como existía en la figura de Sócrates de los diálogos juveniles de Platón, a partir del momento
en que se hizo consciente la divergencia entre conocimiento y repercusión práctica del
conocimiento, entre el saber de valores y las ideologías políticas. En este caso, la cuestión se
planteó de inmediato en términos políticos: a qué resultados podía conducir la aplicación del
método socrático en el terreno político, con lo cual se pusieron de manifiesto luego los límites
de este método y de la filosofía en general, haciéndose patente finalmente, al prescindir del
filósofo, la necesidad de crear a base de educación e instituciones modos vigorizados de
representación, es decir, representaciones colectivas determinadas, correspondientes a las
funciones sociales. Es característico para ello el hecho de que adquiera carácter sociológico el
criterio antropológico en cuanto se extiende al hombre promedio infilosófico.
Lo propio cabe decir también con respecto a Aristóteles. Sus comentarios éticos
conducen primordial- mente al establecimiento de un ideal para el hombre filosófico como tal,
con deliberada reiteración de las tendencias de este tipo de hombre que llevan más allá de la
vida humana (Et. Nic. X, 1777 b, 1178 a 1179 a, b). Pero si partiendo de esto se quiere llegar
de nuevo al hombre normal, tendrá la palabra el político, para el cual la realidad humana se
presenta inmediatamente como conjunto social estructurando, y entonces el hombre mismo, a
su vez, como ser social y como objeto de la actividad política (para lo cual parte Aristóteles de
la representación del ser humano determinado genéricamente por la naturaleza) cabe que se
48
determine constantemente en sus representaciones y concepciones por la misma empiria de la
vida.
Ahora bien, en la concepción del hombre y de la vida humana, que parte de esta
postura político-legislativa, se halla un factor de entidad para el desarrollo de la antropología
filosófica. Estos resultados obtenidos en la observación directa constituyen para los tiempos
subsiguientes un material inagotable de hechos y modos de concepción que abarca la esfera
total de las manifestaciones humanas de la vida. Por otra parte, esta misma postura
determinada partiendo de la práctica de la vida, es, a su vez, de importancia. Como vimos, el
político es en Platón y Aristóteles un "conocedor de hombres", un "realista". No aprecia
mucho al hombre en general. En muchas manifestaciones se podrían encontrar los indicios de
un pesimismo antropológico, que luego lleva a su vez a la fundamentación de la necesidad de
la acción legislativa en general (cfs. Et. Noc. X, 10; cfs., también 1176 a).
Se nos presenta en este caso un dualismo característico de la concepción antropológica
de Aristóteles, que precisamente corresponde a distintos tipos de postura. El tipo hombre, tal
como es por su naturaleza y tal como lo comprende el filósofo interpretador del sentido de
toda figura, y el hombre de la vida cotidiana, con el que tiene que habérselas el legislador que
actúa en la práctica: el .hombre como naturaleza y el hombre como se presenta en la
diversidad de la vida, no pueden amalgamarse así como así. Pero, ¿por qué es así? Ahí
encontraríamos los gérmenes de planteamientos de problemas que más tarde adquirieron importancia fundamental para un pensador como San Agustín.
Pero partiendo de este punto se plantea aún otra cuestión, la relativa a las mismas
relaciones del hombre con el ambiente en que transcurre su vida condicionada por los
acontecimientos y circunstancias variables, cuestión que en los tiempos subsiguientes había de
adquirir importancia decisiva. El hombre se siente miembro del conjunto adecuado en sí a un
fin y lleno de sentido en si en la ordenación de todos los seres. Pero esta conciencia de
adecuación universal que determina el mismo sentimiento de la vida del hombre y se expresa
en su posición frente al mundo y a todos los individuos, desaparece así que el hombre se ve
enfrentado con toda la diversidad de los acontecimientos e impresiones (cfs. Et. Nic. 1101 a),
con lo imprevisto, casual, no susceptible nunca de ser entendido racionalmente a base del
engranaje conjunto, en la forma característica en que se presenta en la vida humana. Parece
que en este caso el hombre está reducido a sus propios medios, pudiendo encontrar solamente
una solución á base de robustecer su personalidad, a base solamente de que se haga a sí mismo
independiente de todos los golpes del destino. Esto lleva a cuestiones que afectan a la misma
personalidad del hombre y que sólo fueron contestadas propiamente en el ideal del sabio,
desarrollado por la filosofía greco-romana de la vida.
EL PROBLEMA DE LA PERSONALIDAD
En la antropología científica tal como la desarrolla Aristóteles, en cierto sentido el
hombre habla siempre de sí en tercera persona. La relación característica, no susceptible de
ulterior deducción, en que él se encuentra con respecto a sí mismo, es en tal caso lo irrelevante. Es para si mismo "un caso", un ejemplar de un género; es un hombre. Tampoco el
problema de su alma es una cosa personal; no tiene posición especial en la esfera del
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planteamiento general de problemas que se extiende a todas las configuraciones. Para ello no
interesa el modo especial en que el alma sea sentida por el individuo. Sólo paulatinamente
aprendo a conocerme a mí mismo, y ello a base de la aplicación de métodos que sirven
propiamente para la aprehensión de la estructura del cuerpo y del alma. El hombre llega a
adquirir conciencia de sí mismo en calidad de este hombre, en calidad de "él", no de "yo". Una
vez el hombre se ha comprendido en calidad de "él", busca, por una parte, expresar a su vez lo
especial de la relación en que se encuentra consigo mismo a diferencia de todos los demás
seres humanos determinables de igual modo genéricamente (cfs. Et. Nic. IX, u66- a, b, 1169
b), y, por otra parte, su anhelo se orienta a determinar de algún modo al yo su posición en la
relación psico-física objetivamente captada, a localizar en cierto sentido su conciencia del yo y
a atribuirle una determinada función espiritual guardando la autonomía y peculiaridad de este
yo (cfs. Et. Nic. X, 1178a).
Pero entonces comienzan las dificultades. El hombre en calidad de este ser que se
siente a sí mismo y a todo lo demás en relación con este mismo, el hombre como ser que
actúa y reacciona, el ser especial que se afirma a sí mismo, entonces, tal como él se da a-sí mismo de uno modo totalmente directo, no puede identificarse en esta figura de hombre
genéricamente determinado. En esta figura puede ver, si, al hombre, pero no a este ente
personal insuprimible que pertenece a un estrato de vivencia completamente distinto. Este ente personal no puede deducirse de las representaciones generales del hombre; está basado en
una afirmación viva de sí mismo, en una experiencia de la vida en la que el hombre conserva
su peculiaridad y autonomía, gracias al hecho, a la estructuración autónoma de su vida, frente a
todo cuanto no es él mismo (cfs. sobre esto Et. Nic. IX, 1168 b, 1169 a), sintiéndose así personalidad.
La sensación de personalidad depende, a su vez, muy estrechamente de la cuestión de
la tiqué (cfs. sobre esto Et. Nic. I, 1101 a, b). La tiqué sólo tiene significación para el hombre
(Phys. II, 6; cfs. también Et. Nic. I, 1099 b), y aún, en el fondo, sólo para cada hombre en
especial. Cada cual tiene su tiqué. Esta es lo que sólo puede ser valorizado por el individuo, y
ello solamente1 con relación a sí mismo, a su vida. La tiqué es una cosa personal; es una esfera
en que el individuo actúa y reacciona, obra y sufre, lleva su vida especial, comprensible
solamente partiendo de él (cfs. Phys. II, 5; cfs. también Et. Nic. I, 1101 a).
Ahora bien, la significación peculiar que se atribuye al factor de la vida personal y de la
personalidad como tal, no depende de consideraciones puramente teoréticas. Para la postura
antropológica puramente científica, no se presenta primordialmente como una cosa central.
Todo el peso y auto-significación lo quiere sólo cuando la vivencia propia se convierte en algo
pura y simplemente; significativo, cuando el hombre habla de sí como personalidad,
colocándose a sí mismo como este hombre especial para plantear la cuestión acerca de qué
depende de él, de qué es suyo y de qué no lo es y de cómo puede resolver la vida.
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René Descartes (1596-1650) fue un filósofo y matemático francés, educado en un colegio de jesuitas.
Durante su juventud perteneció a las filas del ejército durante alrededor de diez años, sirviendo bajo las órdenes
de Mauricio de Nassau y más tarde bajo el mando de Maximiliano de Baviera. Posteriormente regresó a París
donde sólo vivió tres años cuando decidió trasladarse a Holanda, huyendo del bullicio y buscando la soledad.
Descartes hizo importantes aportes en geometría y realizó notables trabajos en el campo de la óptica y
en anatomía. Pero su principal contribución fue sentar las bases de la filosofía moderna y de la teoría del
conocimiento. Este filósofo aspiraba a transformar a la filosofía en una ciencia con el rigor y la claridad de las
matemáticas.
Para comprender el surgimiento del pensamiento de Descartes hay que entender el contexto histórico
en el cual él vivió y el avance en esa época de los descubrimientos científicos. En primer lugar la división en la
iglesia, las guerras religiosas y la aparición del protestantismo. Luego, el descubrimiento de la redondez de la tierra
que deja de ser el centro del Universo; de manera que el hombre se ve obligado a abandonar el realismo
aristotélico para entrar en una nueva etapa de profunda crisis que obliga a replantearse los principales problemas
de la filosofía.
Descartes cuenta con un pasado filosófico que ha fracasado, de manera que él tiene que comenzar a
hacer una filosofía con mucha más prudencia y cuidado. Ese esmero en evitar el error le imprime a la filosofía
moderna un sello distintivo cuando se enfrentan a la pregunta de ¿Quién existe? Descartes se da cuenta que la
única manera de evitar el error es centrarse en cómo se llega al conocimiento, y construye una filosofía centrada
en el método. La principal pregunta que se hace Descartes es ¿cómo se hace para llegar a la verdad libre de toda
duda? Por lo tanto transforma la duda en un método.
Se trata entonces de descubrir una propuesta de la cual no se tenga la más mínima duda, sin caer en la
formulación de conceptos sino que se logre en forma inmediata, o sea que entre el objeto y el observador no haya
nada. Y entonces descubre que el pensamiento mismo es lo único capaz de alcanzar esa condición de inmediatez.
Porque puede dudar de sus percepciones pero de lo único que no puede dudar es de que está pensando. Es decir,
de estar consciente es de lo único que no puede dudar. De modo que para Descartes, lo que verdaderamente
existe es el pensamiento; y formula la frase que lo lleva a la inmortalidad: “Pienso, luego existo”. Es el origen del
idealismo. De lo que sí puede dudar es de lo que está más allá de su pensamiento, o sea de lo que alcanza a
percibir en forma mediata a través de sus pensamientos.
Invitado Descartes por la reina Cristina a vivir en Suecia en 1649, fallece en Estocolmo.
Descartes, René, Meditaciones Metafísicas En Obras escogidas. Buenos Aires. Charcas.
1980. Segunda Meditación, págs. 222-233
MEDITACIÓN SEGUNDA: SOBRE LA NATURALEZA DEL ALMA HUMANA
Y DEL HECHO DE QUE ES MÁS COGNOSCIBLE QUE EL CUERPO
He sido arrojado a tan grandes dudas por la meditación de ayer, que ni puedo dejar de
acordarme de ellas ni sé de qué modo han de solucionarse; por el contrario, como si hubiera
caído en una profunda vorágine, estoy tan turbado que no puedo ni poner pie en lo más
hondo ni nadar en la superficie. Me esforzaré, sin embargo, en adentrarme de nuevo por el
mismo camino que ayer, es decir, en apartar todo aquello que ofrece algo de duda, por
pequeña que sea, de igual modo que si fuera falso; y continuaré así hasta que conozca algo
cierto, o al menos, si no otra cosa, sepa de un modo seguro que no hay nada cierto.
Arquímedes no pedía más que un punto que fuese firme e inmóvil, para mover toda la tierra
de su sitio; por lo tanto, he de esperar grandes resultados si encuentro algo que sea cierto e
inconcuso.
Supongo, por tanto, que todo lo que veo es falso; y que nunca ha existido nada de lo
que la engañosa memoria me representa; no tengo ningún sentido absolutamente: el cuerpo, la
51
figura, la extensión, el movimiento y el lugar son quimeras. ¿Qué es entonces lo cierto? Quizá
solamente que no hay nada seguro. ¿Cómo sé que no hay nada diferente de lo que acabo de
mencionar, sobre lo que no haya ni siquiera ocasión de dudar? ¿No existe algún Dios, o como
quiera que le llame, que me introduce esos pensamientos? Pero, ¿por qué he de creerlo, si yo
mismo puedo ser el promotor de aquéllos? ¿Soy, por lo tanto, algo? Pero he negado que yo
tenga algún sentido o algún cuerpo; dudo, sin embargo, porque, ¿qué soy en ese caso? ¿Estoy
de tal manera ligado al cuerpo y a los sentidos, que no puedo existir sin ellos? Me he
persuadido, empero, de que no existe nada en el mundo, ni cielo ni tierra, ni mente ni cuerpo;
¿no significa esto, en resumen, que yo no existo? Ciertamente existía si me persuadí de algo.
Pero hay un no sé quién engañador sumamente poderoso, sumamente listo, que me hace errar
siempre a propósito. Sin duda alguna, pues, existo yo también, si me engaña a mí; y por más
que me engañe, no podrá nunca conseguir que yo no exista mientras yo siga pensando que soy
algo. De manera que, una vez sopesados escrupulosamente todos los argumentos, se ha de
concluir que siempre que digo «Yo soy, yo existo» o lo concibo en mi mente, necesariamente
ha de ser verdad. No alcanzo, sin embargo, a compren-der todavía quién soy yo, que ya existo
necesariamente; por lo que he de procurar no tomar alguna otra cosa imprudentemente en
lugar mío, y evitar que me engañe así la percepción que me parece ser la más cierta y evidente
de todas. Recordaré, por tanto, qué creía ser en otro tiempo antes de venir a parar a estas
meditaciones; por lo que excluiré todo lo que, por los argumentos expuestos, pueda ser
combatido, por poco que sea, de manera que sólo quede en definitiva lo que sea cierto e
inconcuso. ¿Qué creí entonces ser? Un hombre, naturalmente. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré
que es un animal racional? No, puesto que se habría de investigar qué es animal y qué es
racional, y así me deslizaría de un tema a varios y más difíciles, y no me queda tiempo libre
como para gastarlo en sutilezas de este tipo. Con todo, dedicaré mi atención en especial a lo
que se me ocurría espontánea-mente siguiendo las indicaciones de la naturaleza siempre que
consideraba que era. Se me ocurría, primero, que yo tenía cara, manos, brazos y todo este
mecanismo de miembros que aún puede verse en un cadáver, y que llamaba cuerpo. Se me
ocurría además que me alimentaba, que comía, que sentía y que pensaba, todo lo cual lo refería
al alma. Pero no advertía qué era esa alma, o imaginaba algo ridículo, como un viento, o un
fuego, o un aire que se hubiera difundido en mis partes más imperfectas. No dudaba siquiera
del cuerpo, sino que me parecía conocer definidamente su naturaleza, la cual, si hubiese
intentado especificarla tal como la concebía en mi mente, la hubiera descrito así: como cuerpo
comprendo todo aquello que está determinado por alguna figura, circunscrito en un lugar, que
llena un espacio de modo que excluye de allí todo otro cuerpo, que es percibido por el tacto, la
vista, el oído, el gusto, o el olor, y que es movido de muchas maneras, no por sí mismo, sino
por alguna otra cosa que le toque; ya que no creía que tener la posibilidad de moverse a sí
mismo, de sentir y de pensar, podía referirse a la naturaleza del cuerpo; muy al contrario, me
admiraba que se pudiesen encontrar tales facultades en algunos cuerpos.
Pero, ¿qué soy ahora, si supongo que algún engañador potentísimo, y si me es
permitido decirlo, maligno, me hace errar intencionadamente en todo cuanto puede? ¿Puedo
afirmar que tengo algo, por pequeño que sea, de todo aquello que, según he dicho, pertenece a
la naturaleza del cuerpo? Atiendo, pienso, doy más y más vueltas a la cuestión: no se me
ocurre nada, y me fatigo de considerar en vano siempre lo mismo. ¿Qué acontece a las cosas
52
que atribuía al alma, como alimentarse o andar? Puesto que no tengo cuerpo, todo esto no es
sino ficción. ¿Y sentir? Esto no se puede llevar a cabo sin el cuerpo, y además me ha parecido
sentir muchas cosas en sueños que he advertido más tarde no haber sentido en realidad. ¿Y
pensar? Aquí encuéntrome lo siguiente: el pensamiento existe, y no puede serme arrebatado;
yo soy, yo existo: es manifiesto. Pero ¿por cuánto tiempo? Sin duda, en tanto que pienso,
puesto que aún podría suceder, si dejase de pensar, que dejase yo de existir en absoluto. No
admito ahora nada que no sea necesariamente cierto; soy por lo tanto, en definitiva, una cosa
que piensa, esto es, una mente, un alma, un intelecto, o una razón, vocablos de un significado
que antes me era desconocido. Soy, en consecuencia, una cosa cierta, y a ciencia cierta
existente. Pero, ¿qué cosa? Ya lo he dicho, una cosa que piensa.
¿Qué más? Supondré que no soy aquella estructura de miembros que se llama cuerpo
humano; que no soy un cierto aire impalpable difundido en mis miembros, ni un viento, ni un
fuego, ni un vapor, ni un soplo, ni cualquier cosa que pueda imaginarme, puesto que he
considerado que estas cosas no son nada. Mi suposición sigue en pie, y, con todo, yo soy algo.
¿Sucederá quizá que todo esto que juzgo que no existe porque no lo conozco no difiera en
realidad de mí, de ese yo que conozco? No lo sé, ni discuto sobre este tema: ya que solamente
puedo juzgar aquello que me es conocido. Conozco que existo; me pregunto ahora ¿quién,
pues, soy yo que he advertido que existo? Es indudable que este concepto, tomado
estrictamente así, no depende de las cosas que todavía no sé si existen, y por lo tanto de
ninguna de las que me figuro en mi imaginación. Este verbo «figurarse» me advierte de mi
error; puesto que me figuraría algo en realidad en el caso de que imaginase que yo soy algo,
puesto que imaginar no es otra cosa que contemplar la figura o la imagen de una cosa
corpórea. Pero sé ahora con certeza que yo existo, y que puede suceder al mismo tiempo que
todas estas imágenes y, en general, todo lo que se refiere a la naturaleza del cuerpo no sean
sino sueños. Advertido lo cual, no me parece que erraré menos si digo: «imaginaré, para
conocer con más claridad quién soy», que si supongo: «ya estoy despierto, veo algo verdadero,
pero puesto que no lo veo de un modo definido, me dormiré intencionadamente para que los
sueños me lo representen con más veracidad y evidencia». Por lo tanto, llego a la conclusión
de que nada de lo que puedo aprehender por medio de la imaginación atañe al concepto que
tengo de mí mismo, y de que se ha de apartar la mente de aquello con mucha diligencia, para
que ella misma perciba su naturaleza lo más definidamente posible.
¿Qué soy? Una cosa que piensa. ¿Qué significa esto? Una cosa que duda, que conoce,
que afirma, que niega, que quiere, que rechaza, y que imagina y siente.
No son pocas, ciertamente, estas cosas si me atañen todas. Pero ¿por qué no han de
referirse a mí? ¿No dudo acaso de casi todas las cosas; no conozco algo, sin embargo, y afirmo
que esto es lo único cierto y niego lo demás; no deseo saber algo, aunque no quiero
engañarme; no imagino muchas cosas aun sin querer, y no advierto que muchas otras
proceden como de los sentidos? ¿Qué hay entre estas cosas, aunque siempre esté dormido, y a
pesar de que el que me ha creado me haga engañarme en cuanto pueda, que no sea igualmente
cierto que el hecho de que existo? ¿Qué es lo que se puede separar de mi pensamiento? ¿Qué
es lo que puede separarse de mí mismo? Tan manifiesto es que yo soy el que dudo, el que
conozco y el que quiero, que no se me ocurre nada para explicarlo más claramente. Por otra
parte, yo soy también el que imagino, dado que, aunque ninguna cosa imaginada sea cierta,
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existe con todo el poder de imaginar, que es una parte de mi pensamiento. Yo soy igualmente
el que pienso, es decir, advierto las cosas corpóreas como por medio de los sentidos, como,
por ejemplo, veo la luz, oigo un ruido y percibo el calor. Todo esto es falso, puesto que
duermo; sin embargo, me parece que veo, que oigo y que siento, lo cual no puede ser falso, y
es lo que se llama en mí propiamente sentir; y esto, tomado en un sentido estricto, no es otra
cosa que pensar.
A partir de lo cual empiezo a conocer un poco mejor quién soy; sin embargo, me
parece (y no puedo dejar de creerlo) que las cosas corpóreas, cuyas imágenes forma el
pensamiento, son conocidas con mayor claridad que este no sé qué mío que no se halla bajo
mi imaginación, aunque sea en absoluto asombroso que pueda aprehender con mayor
evidencia las cosas desconocidas, ajenas a mí, y que reconozco que son falsas, que lo que es
verdadero, lo que es conocido, que yo mismo, en definitiva. Pero ya veo lo que ocurre: mi
mente se complace en errar y no soporta estar circunscrita en los límites de la verdad. Sea,
pues, y dejémosle todavía las riendas sueltas para que pueda ser dirigida si se recogen
oportunamente poco después.
Pasemos a las cosas que, según la opinión general, son aprehendidas con mayor
claridad entre todas: es decir, los cuerpos que tocamos y vemos; no los cuerpos en general, ya
que estas percepciones generales suelen ser un tanto más confusas, sino tan sólo en particular.
Tomemos, por ejemplo, esta cera: ha sido sacada de la colmena recientemente, no ha perdido
todo el sabor de su miel y retiene algo del olor de las flores con las que ha sido formada; su
color, su figura y su magnitud son manifiestos; es dura, fría, se toca fácilmente y si se la golpea
con un dedo emitirá un sonido; tiene todo lo que en resumidas cuentas parece requerirse para
que un cuerpo pueda ser conocido lo más claramente posible. Pero he aquí que mientras hablo
se la coloca junto al fuego; desaparecen los restos de sabor, se desvanece la figura, su magnitud
crece, se hace líquida y cálida; apenas puede tocarse y no emitirá un sonido si se la golpea.
¿Queda todavía la misma cera? Se ha de confesar que sí: nadie lo niega ni piensa de manera
distinta. ¿Qué existía, por tanto, en aquella cera que yo aprehendía tan claramente? Con
seguridad, nada de lo que aprecié con los sentidos, puesto que todo lo que excitaba nuestro
gusto, el olfato, la vista, el tacto y el oído se ha cambiado; pero con todo, la cera permanece.
Quizás era lo que pienso ahora: que la cera misma no consiste en la dulzura de la miel,
en la fragancia de las flores ni en su blancura, ni en su figura ni en el sonido, sino que es un
cuerpo que hace poco se me mostraba con unas cualidades y ahora con otras totalmente
distintas. ¿Qué es estrictamente eso que así imagino? Pongamos nuestra atención y, dejando
aparte todo lo que no se refiera a la cera, veamos qué queda: nada más que algo extenso,
flexible y mudable. ¿Qué es ese algo flexible y mudable? ¿Quizá lo que imagino, es decir, que
esa cera puede pasar de una forma redonda a una cuadrada y de ésta a su vez a una triangular?
De ningún modo, puesto que me doy cuenta de que la cera es capaz de innumerables
mutaciones de este tipo y de que yo, sin embargo, no puedo imaginarlas todas; por tanto, esa
aprehensión no se realiza por la facultad de imaginar. ¿Qué es ese algo extenso? ¿No es
también su extensión desconocida? Puesto que se hace mayor si la cera se vuelve líquida,
mayor todavía si se la hace hervir, y mayor aún si el calor aumenta; y no juzgaría rectamente
qué es la cera si no considerase que ésta admite más variedades, según su extensión, de las que
yo haya jamás abarcado con la imaginación. Hay que conceder, por tanto, que yo de ninguna
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manera imagino qué es esta cera, sino que la percibo únicamente por el pensamiento. Me
refiero a este pedazo de cera en particular, ya que ello es más evidente todavía en la cera en
general. Así pues, ¿qué es esta cera que no se percibe sino mediante la mente? La misma que
veo, que toco, que imagino, la misma finalmente que creía que existía desde un principio. Pero
lo que se ha de notar es que su percepción no es visión, ni tacto, ni imaginación, ni lo ha sido
nunca, sino solamente una inspección de la razón, que puede ser imperfecta o confusa como
era antes, o clara y definida como ahora, según atiendo más o menos a los elementos de que
consta.
Me admira ver cuán propensa es mi mente a los errores, porque, aunque piense esto
calladamente y sin emitir sonidos, me confundo sin embargo en los propios vocablos y me
engaño en el uso mismo de la palabra. Afirmamos, en efecto, que nosotros vemos la cera en sí
si está presente, y que no deducimos que está presente por el color o la figura; de donde yo
concluiría al punto que la cera es aprehendida por los ojos y no únicamente por la razón, si no
viese desde la ventana los transeúntes en la calle, que creo ver no menos usualmente que la
cera. Pero, ¿qué veo excepto sombreros y trajes en los que podrían ocultarse unos autómatas?
Sin embargo, juzgo que son hombres. De este modo lo que creía ver por los ojos lo
aprehendo únicamente por la facultad de juzgar que existe en mi intelecto.
Pero un hombre que desea saber más que el vulgo debe avergonzarse de encontrar
duda en las maneras de hablar del vulgo; atendamos, por tanto, a la pregunta: ¿En qué
momento percibí la cera más perfecta y evidentemente, cuando la vi por primera vez y creí
que la conocía por el mismo sentido externo o al menos por el sentido común, es decir, por la
potencia imaginativa, o cuando investigué con más diligencia no sólo qué era sino de qué
modo era conocida? Dudar de esto sería necio, pues ¿qué hubo definido en la primera
percepción? ¿Y qué hubo que no se admita que lo pueda tener otro animal cualquiera? Por el
contrario, cuando separo la cera de las formas externas y la considero como desnuda y
despojada de sus vestiduras, entonces, aunque todavía pueda existir algún error en mi juicio,
no la puedo percibir sin el espíritu humano.
¿Qué diré por último de ese mismo espíritu, es decir, de mí mismo? En efecto, no
admito que exista otra cosa en mí a excepción de la mente. ¿Qué diré yo, por tanto, que creo
percibir con tanta claridad esa cera? ¿Es que no me conozco a mí mismo no sólo con mucha
más certeza y verdad sino también más definida y evidentemente? Pues si juzgo que la cera
existe a partir del hecho de que la veo, mucho más evidente será que yo existo a partir del
mismo hecho de que la veo. Puede ser que lo que veo no sea cera en realidad; puede ser que ni
siquiera tenga ojos con los que vea algo, pero no puede ser que cuando vea o —lo que ya no
distingo— cuando yo piense que vea, yo mismo no sea algo al pensar. Del mismo modo, si
juzgo que la cera existe del hecho de que la toco, se deducirá igualmente que yo existo. Lo
mismo se concluye del hecho de imaginar de cualquier otra causa. Esto mismo que he hecho
constar de la cera es posible aplicarlo a todo lo demás que está situado fuera de mí. Por tanto,
si la percepción de la cera parece ser más clara una vez que me percaté de ella no sólo por la
vista y por el tacto sino por más causas, ¡con cuánta mayor evidencia se ha de reconocer que
me conozco a mí mismo, puesto que no hay ningún argumento que pueda servirme para la
percepción, ya de la cera, ya de cualquier otro cuerpo, que al mismo tiempo no pruebe con
mayor nitidez la naturaleza de mi mente! Ahora bien, existen tantas cosas en la propia mente
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mediante las cuales se puede percibir con mayor claridad su naturaleza, que todo lo que emana
del cuerpo apenas parece digno de mencionarse.
He aquí que he vuelto insensiblemente a donde quería, puesto que, conociendo que los
mismos cuerpos no son percibidos en propiedad por los sentidos o por la facultad de
imaginar, sino tan sólo por el intelecto, y que no son percibidos por el hecho de ser tocados o
vistos, sino tan sólo porque los concebimos, me doy clara cuenta de que nada absolutamente
puede ser conocido con mayor facilidad y evidencia que mi mente; pero, puesto que no se
puede abandonar las viejas opiniones acostumbradas, es preferible que profundice en esto
para que ese nuevo concepto se fije indeleblemente en mi memoria por la reiteración del
pensamiento.
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Emmanuel Kant (1724-1804) posteriormente Immanuel- nació en Könisberg, por entonces capital de
Prusia Oriental, hoy Kaliningrado perteneciente a Rusia. Tanto su madre como su maestro eran fervorosos
pietistas. Finalizado el Gymnasium, con dieciséis años ingresó en la facultad de filosofía de su misma ciudad,
estudió las obras de Wolff y Newton, obtuvo el título de magister y su precaria situación económica, motivada
por la muerte de su padre, le obligó a abandonar sus estudios y a ganarse la vida como preceptor privado. Se
doctoró con una tesis titulada De igne (Sobre el fuego); consiguió la venia legendi con el trabajo Nueva dilucidación de
los primeros principios del conocimiento metafísico. A los 46 años, consigue la cátedra de lógica y metafísica, con la
Disertación sobre la forma y los principios del mundo sensible y del mundo inteligible, precursora de la Crítica de la razón pura.
Publicó los Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Dos de sus escritos menores,
son: Ideas para una historia universal en intención cosmopolita y Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?; publica la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres, obra de carácter divulgativo, en la que intenta exponer los
fundamentos de la moralidad. La segunda edición –corregida y con nuevo prólogo- de la Crítica de la razón pura .A
partir de aquí, su pensamiento empieza a ser bien acogido, hasta el punto de convertirse en uno de los
pensadores de mayor influencia en Alemania. Luego, la Crítica de la razón práctica en la que ya expone de un modo
más técnico y riguroso el uso práctico o moral de la razón. Y la Crítica del juicio, que se ocupaba de la teoría del
gusto y de la teleología. En concordancia con las indicaciones que sobre la religión aparecen al final de la Crítica de
la razón práctica edita La religión dentro de los límites de la mera razón, por el que fue amonestado. Su fama fue
creciendo llegando a ser miembro del senado universitario, rector y decano de la facultad de filosofía, académico
en Berlín, San Petersburgo y Viena. Publicó: La paz perpetua y La metafísica de las costumbres, y tras la muerte del rey
que lo cuestionó, logró ver la luz El conflicto de las facultades, obra en la que discute la relación entre teología,
filosofía y razón práctica. Algunos de sus cuadernos que recogían sus lecciones o notas de clase, fueron
publicados en vida bajo su propia supervisión, como Antropología en sentido pragmático y Lógica. A 100 años de su
muerte en la catedral de su ciudad natal, se le construyó una nueva tumba sobre la que se inscribió el siguiente
epitafio: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más
frecuencia se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”.
Kant, Immanuel. Antropología, Didáctica Antropológica. De la manera de conocer el interior así
como el exterior del hombre. Madrid. Revista de Occidente. 1935. Prólogo y Libro Primero,
parágrafos 1 y 2, págs. 7-10 y 221-233.
PRÓLOGO
TODOS los progresos de la cultura a través de los cuales se educa el hombre tienen el fin de aplicar
los conocimientos y habilidades adquiridas para emplearlos en el mundo; pero el objeto más importante del
mundo a que el hombre puede aplicarlos es el hombre mismo, porque él es su propio fin último. -EI
conocerle, pues, como un ser terrenal dotado de razón por su esencia específica, merece llamarse particularmente
un conocimiento del mundo, aun cuando el hombre sólo constituya una parte de las criaturas terrenales.
Una ciencia del conocimiento del hombre sistemáticamente desarrollada (Antropología), puede hacerse
en sentido fisiológico o en sentido pragmático. -El conocimiento fisiológico del hombre trata de investigar lo que
la naturaleza hace del hombre; el pragmático, lo que él mismo, como ser que obra libremente, hace, o puede y
debe hacer, de sí mismo. -Quien cavile sobre las causas naturales en que pueda descansar, por ejemplo, la
facultad de recordar, discurrirá acaso (al modo de Cartesio) sobre las huellas dejadas en el cerebro por las
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impresiones que producen las sensaciones experimentadas, pero tendrá que confesar que en este juego de sus
representaciones es un mero espectador y que tiene que dejar hacer a la naturaleza, puesto que no conoce las
fibras ni los nervios encefálicos, ni sabe manejarlos para su propósito, o sea, que todo discurrir teórico sobre este
asunto es pura pérdida. -Pero si utiliza las observaciones hechas sobre lo que resulta perjudicial o favorable a la
memoria, para ensancharla o hacerla más flexible, y a este fin se sirve del conocimiento del hombre, esto
constituirá una parte de la Antropología en sentido pragmático, y ésta es precisamente aquella con que aquí
nos ocupamos.
Una Antropología semejante, considerada como un conocimiento del mundo que debe
completar los conocimientos de la escuela, no se llama todavía propiamente pragmática, cuando encierra
extensos conocimientos sobre las cosas del mundo, por ejemplo, sobre los animales, las plantas y los minerales de
los diversos países y climas, sino cuando encierra un conocimiento del hombre como ciudadano del mundo.
De aquí que no se cuente ni siquiera el conocimiento de las razas humanas, como productos que entran en el
juego de las fuerzas de la naturaleza, entre los conocimientos pertenecientes al conocimiento pragmático del
mundo, sino sólo al teórico.
Hay más. Las expresiones: conocer el mundo y tener mundo defieren bastante en su significación,
pues el que conoce el mundo se limita a comprender el juego que ha presenciado, mientras que el que tiene
mundo ha entrado en el juego en él. -En cuanto al llamado gran mundo, la clase de las personas distinguidas,
encuéntrase el antropólogo, para juzgarlo, en una posición muy desfavorable, porque dichas personas se
encuentran demasiado cerca entre sí, pero demasiado lejos de los demás.
A los medios para ensanchar el volumen de la Antropología pertenece el viajar, aun cuando solo
consista en la lectura de libros de viajes. Pero es menester haber adquirido un conocimiento del hombre antes, en
la propia casa, mediante el trato con los conciudadanos o paisanos (a), si se quiere saber qué es lo que se debe
buscar fuera para ensanchar el volumen de la Antropología. Sin un plan semejante (que supone ya un
conocimiento del hombre), siempre resultará muy limitada la Antropología del ciudadano del mundo.
Los conocimientos generales preceden aquí siempre a los conocimientos locales, si esta Antropología ha
de ser ordenada y dirigida por la Filosofía, sin la cual todos los conocimientos adquiridos no pueden dar nada
más que un fragmentario tantear y no una ciencia.
Pero a todos los ensayos que se hagan para llegar con fundamento sólido a una ciencia semejante se
oponen considerables dificultades, dimanantes de la propia naturaleza humana.
1.La persona que nota que se la trata de observar y estudiar, se azora (o se molesta) y entonces no
puede mostrarse como es; o finge y entonces no quiere que se la conozca como es.
2 Aun cuando sólo quiera estudiarse a sí misma, se encontrará en una situación critica,
principalmente por lo que se refiere a sus estados afectivos, que no admiten por lo común fingimiento, pues
cuando están en acción los resortes impulsivos la persona no se observa y cuando se observa, los resortes
descansan.
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3. El lugar y las circunstancias de tiempo engendran, cuando son persistentes, hábitos que constituyen
una segunda naturaleza, como suele decirse, y dificultan a la persona el formarse un juicio sobre sí misma, sobre
aquello por lo que deba tenerse, pero acaso más sobre el concepto que deba hacerse del prójimo con quien se
encuentra en relación; pues la diferencia de situaciones en que el hombre resulta colocado por su destino, o en
que se coloca él mismo cuando tiene un humor aventurero, dificultan en grande a la Antropología el elevarse
hasta el rango de una ciencia formalmente tal.
Finalmente, son, si no fuentes, al menos medios auxiliares de la Antropología, las historias, las
biografías y hasta las obras de teatro y las novelas. Pues si bien la base de estos dos últimos géneros no es
propiamente la experiencia y la verdad, sino sólo la invención poética, y está permitido en ellos exagerar los
caracteres y las situaciones en que se encuentren colocadas las personas, exactamente igual que en los sueños, de
suerte que no parecen enseñar nada aprovechable para el conocimiento del hombre, lo cierto es que caracteres
como los pintados por un Richardson o un Molíère han de estar tomados en sus rasgos fundamentales a la
observación de lo que los hombres hacen y dejan de hacer realmente; porque exagerados, sin duda, en cuanto al
grado, tienen en cuanto a la cualidad que ser concordantes con la naturaleza humana.
Una Antropología sistemáticamente organizada y, sin embargo, popularmente desarrollada en sentido
pragmático (haciendo referencia a ejemplos que todo lector pueda comprobar por sí mismo) lleva consigo la
ventaja para el público lector de que gracias a la multitud de los títulos bajo los cuales puede colocarse esta o
aquella cualidad humana observada e influyente en la práctica, se le dan a este público numerosas ocasiones y se
le incita numerosas veces a hacer de cada cualidad en particular un tema propio, para colocarla en el
departamento que le corresponda; con lo cual el trabajar en esta Antropología se dividirá por sí mismo entre los
amantes de su estudio y se reunirá posteriormente en un todo, por obra de la unidad del plan, con lo cual, a su
vez, se favorecerá y acelerará el crecimiento de una ciencia útil al común.
LIBRO PRIMERO
DE LA FACULTAD DE CONOCER
DE LA CONCIENCIA DE SÍ MISMO
§ 1.
El hecho de que el hombre pueda tener una representación de su yo le realza
infinitamente por encima de todos los demás seres que viven sobre la tierra. Gracias a ello es
el hombre una persona, y por virtud de la unidad de la conciencia en medio de todos los
cambios que pueden afectarle es una y la misma persona, esto es, un ser totalmente distinto,
por su rango y dignidad, de las cosas, como son los animales irracionales, con los que se puede
hacer y deshacer a capricho. Y es así incluso cuando no es capaz todavía de expresar el yo,
porque, sin embargo, lo piensa; como tienen que pensarlo, en efecto, todas las lenguas, cuando
hablan en la primera persona, aunque no expresen este yo por medio de una palabra especial.
Pues esta facultad (es, a saber, la de pensar) es el entendimiento.
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Es notable, empero, que el niño que ya sabe hablar bastante bien, pero que sólo
empieza bastante después (quizá un año más tarde) a decir yo, hable de sí tanto tiempo en la
tercera persona (Carlos quiere comer, andar, etc.), y que parezca como haberse encendido para
él una luz cuando empieza a expresarse diciendo yo; pues desde ese día ya no vuelve nunca a
hablar de aquella otra manera. Antes se sentía meramente a sí mismo, ahora se piensa a sí
mismo. -La explicación de este fenómeno podría resultarle bastante difícil al antropólogo.
La observación de que el niño no da señales de llanto ni de risa antes del cuarto mes de
su vida, parece descansar igualmente en el desarrollo de ciertas representaciones del agravio o
beneficio que se le hace, las cuales anuncian ya la razón. -EI hecho de que en este espacio de
tiempo empiece a seguir con los ojos los objetos brillantes que se le ponen delante es el tosco
inicio del progreso que va desde las percepciones (aprehensión de la pura representación
sensorial) hasta el conocimiento de los objetos sentidos, esto es, la experiencia.
El hecho, además, de que en cuanto intenta hablar, su chapurrear las palabras le haga
tan gracioso para las madres y nodrizas y haga a éstas tan inclinadas a abrazarle y besarle
constantemente, e incluso a convertirle en un pequeño tirano por dar satisfacción a todas las
manifestaciones de su deseo y voluntad, esta gracia de la criatura en el espacio de tiempo en
que se desarrolla hasta llegar a la plena humanidad, debe ponerse a cuenta de su inocencia y de
la franqueza de todas sus todavía defectuosas expresiones, en que aún no hay disimulo ni nada
de malicia, por un lado; mas, por otro lado, debe ponerse a cuenta de la natural propensión de
las nodrizas a hacer bien a una criatura que se abandona total y conmovedoramente al arbitrio
del prójimo; concediéndosele así toda una edad del juego, en la cual el educador, haciéndose él
mismo como un niño, goza una vez más de este placer.
Pero este recuerdo de los propios años infantiles no llega, ni remotamente, hasta esa
edad; porque no fue la edad de las experiencias, sino de las meras percepciones dispersas o
todavía no reunidas bajo el concepto del objeto.
DEL EGOÍSMO
§ 2.
Desde el día en que el hombre empieza a expresarse diciendo yo, saca a relucir su
querido yo allí donde puede, y el egoísmo progresa incesantemente; si no de un mundo
patente (pues entonces le hace frente el egoísmo de los demás), aI menos encubierto bajo una
aparente negación de sí propio y una pretendida modestia, para hacerse valer de preferencia
con tanto mayor seguridad en el juicio ajeno.
El egoísmo, puede encerrar tres clases de arrogancias: las del entendimiento, las del
gusto y las del interés práctico, esto es, puede ser lógico, estético o práctico.
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El egoísta lógico tiene por innecesario contrastar el propio juicio apelando al
entendimiento de los demás, exactamente como si no necesitase para nada de esta piedra de
toque (criterium veritatis externum). Pero es tan cierto que no podemos prescindir de este medio,
para asegurarnos de la verdad de nuestros juicios, que acaso es ésta la razón más importante
por la que el público docto clama tan insistentemente por la libertad de imprenta; porque cuando
se rehúsa ésta, se nos sustrae al par un gran medio de contrastar la rectitud de nuestros
propios juicios y quedamos entregados al error. No se diga que al menos la Matemática tiene el
privilegio de decidir por su propia autoridad soberana; pues si no hubiese ido por delante la
universal concordancia percibida entre los juicios del matemático con el juicio de todos los
demás que se han dedicado con talento y solicitud a esta disciplina, no se habría sustraído ésta
a la inquietud de incurrir en algún punto en error. -Hay incluso casos en que no confiamos en
el juicio aislado de nuestros propios sentidos, por ejemplo, cuando dudamos si un tintineo
existe meramente en nuestros oídos o es la audición de campanas tocadas en realidad, sino que
encontramos necesario preguntar, además, a otras personas si no les parece también así. Y si
bien al filosofar no debemos precisamente apelar al juicio de los demás en confirmación del
propio, como hacen los juristas con los juicios de los expertos en Derecho, todo escritor que
no encontrase partidarios y se quedase solo con su opinión públicamente declarada (siempre
de importancia), vendría a ser sospechoso de error por este mero hecho.
Justamente por esto es un atrevimiento hacer en público una afirmación que pugne
con la opinión general, incluso de los inteligentes. Esta manifestación del egoísmo es lo que se
llama la paradoja. No es una audacia osar algo con peligro de que no sea verdadero, sino sólo
con el de que pudiera encontrar acogida por parte de pocos. -La predilección por lo paradójico
es la obstinación lógica de no querer ser imitador de los demás, sino de aparecer como un
hombre extraordinario, aunque un lugar de esto sólo se hace, con frecuencia, el extravagante.
Mas porque cada cual ha de tener y sostener su propio parecer (si omnes patres sic, at ego non sic,
Abelardo), el reproche de paradoja, cuando no se funda en la vanidad de querer meramente
diferenciarse, no es precisamente de mala nota. -A lo paradójico se opone lo vulgar, que tiene a
su lado la opinión general. Pero en lo vulgar hay tan poca seguridad como en lo paradójico, si
no todavía menos, porque lo vulgar adormece, mientras que lo paradójico despierta la mente y
la hace atender e indagar, lo cual conduce frecuentemente, a descubrir.
El egoísta estético es aquel al que le basta su propio gusto, por malos que los demás
puedan encontrar o por mucho que puedan censurar o hasta ridiculizar sus versos, cuadros,
música, etc. Este egoísta se priva a sí mismo de progresar y mejorar, aislándose con su propio
juicio, aplaudiéndose a sí mismo y buscando sólo en sí la piedra de toque de lo bello en el arte.
Finalmente, el egoísta moral es aquel que reduce todos los fines a mismo, que no ve
más provecho que el que hay en lo que le aprovecha, y que incluso como eudemonista pone
meramente en el provecho y en la propia felicidad, no en la idea del deber, el supremo
fundamento determinante de su voluntad. Pues como cada hombre se hace un concepto
distinto de lo que considera como felicidad, es justamente el egoísmo quien llega a no tener
una piedra de toque del verdadero concepto del deber, la cual ha de ser un principio de validez
universal. -Todos los eudemonistas son, por ende, egoístas prácticos.
61
Al egoísmo sólo puede oponérsele el pluralismo, esto es, aquel modo de pensar que
consiste en no considerarse ni conducirse como encerrando en el propio yo el mundo entero,
sino como un simple ciudadano del mundo. -Esto es lo que pertenece sobre este asunto a la
Antropología. Pues por lo que concierne a esta distinción desde el punto de vista de los
conceptos metafísicos, cae totalmente fuera del campo de la ciencia a tratar aquí. Si la
cuestión fuese meramente de si yo, como ser pensante, tengo motivos para admitir, además de
mí existencia, la existencia de un conjunto de seres distintos de mí, pero que se hallan en
relación de comunidad conmigo (conjunto llamado mundo), no se trataría de una cuestión
antropológica, sino puramente metafísica.
Nota. Sobre las fórmulas del lenguaje egoísta. -El lenguaje en que el jefe del Estado se dirige
al pueblo es, en nuestros tiempos habitualmente pluralista (Nos, N., por la gracia de Dios,
etc.). Cabe preguntar si el sentido no es, empero, más bien egoísta, esto es, si no denuncia la
propia autoridad soberana y no significa exactamente lo mismo que el rey de España dice con
su Io, el Rey. Parece sin embargo, que aquella fórmula de expresión de la autoridad suprema
indicaba originariamente una condescendencia (Nos. El Rey y su Consejo, o los Estamentos).
–Pero ¿cómo ha sucedido que el tratamiento mutuo que en las antiguas lenguas clásicas se
expresaba por medio del tú, o sea, de un modo unitarista, haya llegado a hacerse en diversos
pueblos, principalmente germánicos, de un modo pluralista, por medio del vos? Sobre lo cual
han inventado los alemanes otras dos expresiones que indican una mayor distinción de la
persona con quien se habla, a saber, las del Er y el Sie [éI y ellos, empleados en el sentido de
usted], exactamente como si no se estuviese dando un tratamiento, sino refiriéndose a
ausentes y éstos fuesen ya uno, ya varios; y encima ha venido a emplearse, finalmente, y para
colmo de los absurdos con que se expresa la pretendida humillación ante la persona a quien se
habla y su exaltación por encima de sí propio, el abstracto de la cualidad de la clase de la
persona a quien se habla (Vuestra Gracia, Vuestra Alteza, Vuestra Señoría, etc.). -Todo ello
obra, probablemente, del feudalismo, que se cuidaba de que desde la dignidad real, pasando
por todos los grados intermedios, hasta el punto en que desaparece del todo la dignidad
humana y sólo queda el ser humano, esto es, hasta la clase de los siervos, únicos que pueden
ser interpelados por su superior con un tú, o hasta el niño, que no puede tener todavía una
voluntad propia, no hubiese error en el grado del respeto debido al más encumbrado.
págs. 221-233.
EL CARÁCTER DE LA ESPECIE
Para poder indicar un carácter específico de ciertos seres requiérese comprenderlos
bajo un concepto con otros conocidos de nosotros e indicar y emplear como peculiaridad
(proprietas) que sirva de razón diferencial aquello por lo que se diferencien los unos de los
otros. -Pero si se compara una especie de seres que conocemos (A) con otra especie de seres
(non A) que no conocemos, ¿cómo se puede esperar o pedir que se indique un carácter de los
primeros, faltándonos el concepto intermediario de la comparación (testium comparationis)? -Si el
concepto del género supremo fuese, el de ser racional terrestre, no podríamos señalar un
62
carácter suyo, porque no tenemos conocimiento de seres racionales no-terrestres, para poder
indicar su peculiaridad y caracterizar así aquellos seres terrestres entre los racionales en
general. -Parece, pues, que el problema de indicar el carácter de la especie humana sea
absolutamente insoluble, porque tendría que resolverse comparando dos especies de seres
racionales por medio de la experiencia, la cual no nos ofrece más que una.
No nos queda, pues, para señalarle al hombre la clase a que pertenece en el sistema de
la naturaleza viva y caracterizarse así, otra cosa sino decir que tiene un carácter que él mismo
se ha creado, al ser capaz de perfeccionarse de acuerdo con los fines que él mismo se señala;
gracias a lo cual, y como animal dotado de la facultad de la razón (animal rationabile), puede hacer
de sí un animal racional (animal rationale); y esto le lleva, primero, a conservar su propia persona y
su especie; segundo, a ejercitarla, instruirla y regirla como un todo sistemático (ordenado según
los principios de la razón) necesario para la sociedad; pero educarla para la sociedad doméstica;
tercero, a siendo en todo esto lo característico de la especie humana, en comparación con la
idea de posibles seres racionales sobre una tierra en general, lo siguiente: que la naturaleza ha
puesto en ella el germen de la discordia y querido que, su propia razón saque de ésta aquella
concordia o, al menos, la constante aproximación a ella, de las cuales la última es en la idea el
FIN, mientras que de hecho la primera (la discordia) es en el plan de la naturaleza el MEDIO de
una suprema sabiduría para nosotros inescrutable: producir el perfeccionamiento del hombre
por medio del progreso de la cultura, aunque sea con más de un sacrificio de las alegrías de su
vida.
Entre los vivientes habitantes de la tierra es el hombre, notoriamente diferente de todos
los restantes por su capacidad técnica (o unida a la conciencia mecánica) para manejar las cosas,
por su capacidad pragmática (para utilizar diestramente a otros hombres de acuerdo con sus
propias intenciones) y por la capacidad moral (de obrar respecto de sí y de los demás con
arreglo al principio de la libertad bajo leyes), tres grados residentes en su esencia y cada uno de
los cuales puede ya por sí solo diferenciar característicamente al hombre de los demás
habitantes de la tierra.
I. La capacidad técnica. -Las cuestiones de si el hombre está originariamente destinado a
la marcha en cuatro pies (como sostuvo Moscati, quizá meramente como tesis para una
memoria doctoral) o a la en dos pies; -si el gibón, el orangután, el chimpancé, etcétera, están
destinados a ella (en lo que Linneo y Camper se combaten mutuamente); -si el hombre es un
animal frugívoro o (por tener un estómago con mucosa) carnívoro; -si por no tener garras ni
grandes colmillos, y, en consecuencia, carecer de armas (salvo la razón), es por naturaleza un
animal de presa o pacífico -responder a estas cuestiones no tiene dificultad. En rigor, aún
podría plantearse ésta: si es por naturaleza un animal sociable o solitario y temeroso de la
vecindad; en que lo último es lo más verosímil.
Una primera pareja humana, colocada por la naturaleza ya con un pleno desarrollo
entre medios de alimentación, si no le ha sido dado al par un instinto natural que no existe en
nosotros en nuestro actual estado de naturaleza, resulta difícilmente conciliable con la solicitud
de la naturaleza por la conservación de la especie. El primer hombre se habría ahogado en el
63
primer estanque que hubiese visto delante, pues el nadar es ya un arte que es necesario
aprender; o habría comido raíces y frutas venenosas y estaría en constante peligro de perecer.
Pero si la naturaleza hubiese implantado en la primera pareja humana este instinto, ¿cómo sería
posible que no lo hubiese transmitido a sus hijos, lo que, sin embargo, ahora no sucede nunca?
Cierto que las aves que cantan enseñan a sus hijos ciertos cantos y los propagan por
tradición, de suerte que un ave, aislada que todavía ciega fuese sacada del nido y criada, no
tendría, una vez adulta, canto, sino sólo un cierto sonido orgánico innato. Pero ¿de dónde ha
salido el primer canto?; pues aprendido no lo fué, y si hubiese surgido instintivamente, ¿por
qué no se transmitió a los hijos?
La caracterización del hombre como un animal racional fúndase ya en la simple forma
y organización de su mano, de sus dedos y puntas de los dedos, con cuya estructura, por una parte, y
delicado tacto, por otra, no le ha hecho la naturaleza diestro para manejar las cosas de una sola
manera, sino indefinidamente todas, y por ende, para el empleo de la razón, significando con
todo esto su capacidad técnica o destreza específica de animal racional.
II. La capacidad pragmática de civilizarse por medio de la cultura, principalmente en las
cualidades sociales, y la propensión natural de su especie a salir en el aspecto social de la
rudeza de la mera autarquía y a convertirse en un ser pulido (aunque todavía no moral) y
destinado a la concordia, es sólo un grado superior. El hombre es susceptible y menesteroso
de una educación, tanto en el sentido de la instrucción cuanto en el de la disciplina. Plantéase,
pues, aquí la cuestión (con Rousseau o contra él) de si su carácter específico se encontrará,
por su capacidad natural, mejor entre la rudeza de su naturaleza que entre las artes de la cultura,
que no dejan ver su término. -Antes que nada hay que observar que en todos los demás
animales abandonados a sí mismos consigue cada individuo realizar su destino entero, entre
los hombres en rigor sólo la especie, de suerte que la especie humana sólo por medio de un
progresar en una serie de inacabables generaciones puede elevarse hasta la consecución de su
destino; progresar en que el fin seguirá siendo siempre algo en perspectiva, pero, sin embargo,
la tendencia a este fin último, aunque pueda ser frecuentemente estorbada, no podrá volverse
nunca totalmente retrógrada.
III.
La capacidad moral. -La cuestión es aquí si el hombre es por naturaleza bueno, o
por naturaleza malo, o por naturaleza igualmente sensible para lo uno y lo otro, según que caiga
en estas o aquellas manos educadoras (cereus invitium flecti, etc.). En este último caso no tendría
la especie misma ningún carácter. Pero este caso se contradice a sí mismo, pues un ser provisto
con una facultad de la razón práctica y conciencia de su libre albedrío (una persona) vese
dentro de esta conciencia, e incluso en medio de las más oscuras representaciones, sometido a
una ley del deber y a experimentar el sentimiento (que entonces se dice el sentimiento moral)
de que es justo o injusto lo que le pasa o pasa a los demás por obra suya. Este es el carácter
inteligible de la humanidad en general y, de consiguiente, es el hombre, por su fondo innato
/por naturaleza), bueno. Pero como la experiencia revela también que hay en él una
propensión a apetecer activamente lo ilícito, aun cuando sabe que es ilícito, esto es, al mal, la
que, se excita tan inevitablemente y tan pronto como el hombre empieza a hacer uso de su
64
libertad, y, por ende, puede considerarse como innata, debe juzgarse al hombre, en cuanto a su
carácter sensible, como (por naturaleza) malo, sin que haya contradicción cuando se hable del
carácter de la especie; porque puede admitirse que su destino natural consiste en el progreso
continuo hacia lo mejor.
La suma de la Antropología pragmática respecto al destino del hombre y a la
característica de su desarrollo es la siguiente. El hombre está destinado, por su razón, a estar
en una sociedad con hombres v en ella, y por medio de las artes y las ciencias, a cultivarse, a
civilizarse y a moralizarse, por grande que pueda ser su propensión animal a abandonarse
pasivamente a los incentivos de la comodidad y de la buena vida que él llama felicidad, y en
hacerse activamente, en lucha os obstáculos que le depare lo rudo de su naturaleza, digno de la
humanidad.
El hombre tiene, pues, que ser educado para el bien; pero el llamado a educarle es, a su
vez, un hombre que se encuentra todavía en el rudo estado de la naturaleza y, sin embargo,
debe efectuar aquello de que él mismo necesita. De aquí la constante desviación de la ruta de
su destino con siempre repetidos retornos a ella. - Vamos a indicar las dificultades que se
encuentran en la solución de este problema y los obstáculos que se oponen a ella.
A.
El destino físico y primero del hombre consiste en el impulso que le lleva a procurar la conservación de
su especie como especie animal. -Pero ya aquí no coinciden las épocas naturales de desarrollo con los civiles. Con
arreglo a la primera, en el estado de naturaleza encuéntrase, por lo menos desde los catorce años, impulsado por
el INSTINTO SEXUAL, y facultado también para engendrar y conservar su especie. Con arreglo a la
segunda, difícilmente puede intentarlo antes de los veinte años (por término medio). Pues si el joven tiene
bastante temprano la facultad de satisfacer su inclinación y la de una mujer como ciudadano del mundo, hállase
todavía Iejos de poseer la facultad de mantener a su mujer e hijo como ciudadano del Estado. -Tiene que
aprender un oficio y conseguir clientela para fundar una casa con una mujer; punto en el que dentro de las clases
más refinadas de la nación pueden transcurrir muy bien los veinticinco años antes de que llegue a estar maduro
para realizar su destino. -¿Con qué llenará este intervalo de una abstinencia tan forzosa como antinatural?
Apenas con otra cosa que con vicios.
B.
El impulso que lleva a la ciencia como a una cultura que ennoblece la humanidad,
no guarda en el conjunto de la especie proporción alguna con la duración de la vida. Cuando
el sabio ha avanzado en la cultura hasta donde basta para ensanchar él mismo el campo de la
última, es arrebatado por la muerte, y ocupa su puesto el aprendiz de las primeras letras, que
poco antes del término de su vida, y después de haber dado igualmente un paso más, cede de
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nuevo su plaza a otro. -¿Qué masa de conocimientos, que invención de nuevos métodos no se
habría ya acumulado, si un Arquímedes, un Lavoisier, con su laboriosidad y su talento,
hubiesen sido favorecidos por la naturaleza con una vejez que durase siglos sin disminución de
la fuerza vital? Mas el progreso de la especie en las ciencias es exclusivamente fragmentario (en
cuanto al tiempo) y no ofrece seguridad alguna, a causa del retroceso con que está de continuo
amenazada por la barbarie intermitente que revoluciona a los Estados.
C.
Tampoco en lo que, respecta a la felicidad, a aspirar a la cual le impulsa
constantemente su naturaleza mientras que la razón le pone la condición restrictiva del ser
digno de ser feliz, esto es, de la moralidad, parece alcanzar la especie su destino. -No es lícito
precisamente tomar la descripción hipocondríaca (malhumorada) que hace, Rousseau de la
especie humana que, osa salir del estado de naturaleza, para invitarnos a entrar de nuevo en él
y retornar a los bosques, por su verdadera opinión, con la que expresaba la marchar por la vía
de la dificultad que hay para nuestra especie en continua aproximación a su destino; no es
lícito sacarla de la nada...: la experiencia de los antiguos y de los modernos tiempos ha de
poner, a todo el que piense sobre este punto, perplejo y dudoso de si le irá jamás mejor a
nuestra especie.
Sus tres obras sobre el daño que han causado, 1. el paso de la naturaleza a la cultura
dado por nuestra especie debido a la debilitación de nuestra fuerza, 2. la civilización engendrada
por la desigualdad y la opresión recíproca, 3. la supuesta moralización producida por una
educación antinatural y una deformación de la índole moral; estas tres obras, digo, que han
presentado el estado de naturaleza como un estado de inocencia (retornar al cual impide el
guardián de, la puerta del Paraíso con su espada de fuego). estaban destinadas a servir
simplemente de hilo conductor que llevase a su Contrato Social, su Emilio y su Vicario saboyano,
para salir del error de los males con que se ha rodeado nuestra especie por su propia culpa.
Rousseau no quería, en el fondo, que el hombre volviese de nuevo al estado de naturaleza,
sino que mirase a él desde el punto en que ahora se encuentra. Suponía que el hombre es por
naturaleza (que puede heredarse) bueno; pero de un modo negativo, a saber, no siendo de suyo
y deliberadamente malo, sino estando sólo en peligro de ser contaminado y corrompido por
malos o inhábiles directores y ejemplos. Pero como serían menester, a su vez, hombres buenos,
que además habrían tenido que educarse a sí mismos, y entre los cuales no habría ninguno que
no tuviese en si algún vicio (innato o adquirido), queda sin resolver incluso en cuanto a la
cualidad del principio, no meramente en cuanto al grado, eI problema de la educación moral
de nuestra especie, porque una propensión mala innata en ella será, sí, censurada por la
universal razón humana, y, en rigor, hasta refrenada, pero no por ello ya extirpada.
En una constitución civil, que es el grado supremo en el arte de acrecentar las buenas
disposiciones que tiene la especie humana para llegar al fin último de su destino, es, sin
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embargo, anterior y en el fondo, más poderosa la animalidad que la pura humanidad en sus
manifestaciones, y el animal doméstico sólo por debilidad es más útil al hombre que el salvaje.
La voluntad propia está siempre en actitud de estallar en aversión contra el prójimo y tiende
en todo momento a realizar su aspiración a una libertad absoluta, a ser no meramente
independiente, sino incluso dominador sobre otros sobre otros seres iguales a uno mismo por
naturaleza; lo cual adviértese ya en el niño más pequeño, porque la naturaleza tiende en él a ir
de la cultura a la moralidad, no, empezando por la moralidad y su ley (como, sin embargo,
prescribe la razón), a dirigirse hacia una cultura adecuada y orientada en este sentido; lo cual da
inevitablemente por resultado una tendencia inversa y contraria al fin; por ejemplo, cuando la
enseñanza de la religión, que debía ser necesariamente una enseñanza moral, empieza con la
enseñanza histórica, que es meramente una cultura de la memoria, y se empeña vanamente en
deducir de ella una moralidad.
La educación de la especie humana en su conjunto como especie, esto es, colectivamente
tomada (universorum), no de todos los individuos (singulorum), en que la multitud no da por
resultado un sistema, sino sólo una simple colección, fijada la vista en la aspiración a una
constitución civil, que debe fundarse en el principio de la libertad, pero al par en el de la
coacción legal, la espera el hombre sólo de la Providencia, esto es, de una sabiduría que no es la
suya, pero sí la idea impotente (por su propia culpa) de su propia razón - esta educación desde
arriba, digo, es saludable, pero ruda, y una rigurosa reforma, hecha a costa de mucha molestia
y llegando casi a la destrucción de la especie entera, de la naturaleza, es decir, de la producción
del bien, no intentado por el hombre, pero que, una vez existente, se sigue manteniendo, a base
del mal que siempre está desuniéndose íntimamente consigo mismo. La Providencia significa
exactamente la misma sabiduría que percibimos con admiración en la conservación de las
especies de seres naturales organizados que, trabajan constantemente en su destrucción y, fin
embargo, la salvaguardan siempre, sin admitir por ello en la previsión un principio superior del
que ya tenemos costumbre de admitir para la conservación de las plantas y animales. Por lo
demás, debe y puede ser la especie humana misma la creadora de su dicha; únicamente, que lo
será, no puede inferirse a priori de las disposiciones naturales por nosotros conocidas en ella,
sino sólo de la experiencia y la historia, con una expectativa tan ampliamente fundada como es
necesario para no dudar de este su progresar hacia lo mejor, sino para fomentar con toda
prudencia iluminación moral el acercamiento a este fin (cada cual cuanto le sea dado).
Puédese, pues, decir: el primer rasgo característico de la especie humana es la facultad
de otorgarse, como especie de seres racionales, un carácter, tanto para la propia persona del
individuo como para la sociedad en que le coloca la naturaleza; lo cual supone ya, empero, una
disposición natural favorable y una propensión al bien en él; porque el mal (pues lleva en sí la
pugna consigo mismo y no consiente en sí mismo ningún principio permanente) carece
propiamente de carácter.
El carácter de un ser vivo es aquello en que puede reconocerse por adelantado su
destino. -Ahora bien, puede admitirse como principio para los fines de la naturaleza el
siguiente: la naturaleza quiere que toda criatura realice su destino, desarrollándose
adecuadamente para ello todas las disposiciones de su naturaleza, a fin de que cumpla sus
67
designios, si no todo individuo, al menos la especie. -En los animales irracionales sucede esto
realmente y es sabiduría de la naturaleza; en el hombre, lo alcanza sólo la especie, la única de
seres racionales vivientes sobre la tierra que conocemos, a saber, la especie humana, en la que
también conocemos sólo una tendencia de la naturaleza hacia este fin, a saber, a hacer por su
propia actividad que un día surja el bien del mal; una perspectiva que, si no la cortan de una
vez revoluciones de la naturaleza, puede esperarse con certeza moral (suficiente para el deber de
cooperar a dicho fin). -Pues son hombres, esto es, seres racionales sin duda de mala índole,
pero, sin embargo, dotados de capacidad inventiva, al par que de una capacidad moral, quienes
con el progreso de la cultura no harán sino sentir tanto más intensamente los males que se
infieren por egoísmo unos a otros y, al mismo tiempo que no ven ante sí otro medio contra
ellos que someter, aun cuando a disgusto, el interés privado (de los individuos aislados) al
interés común (de todos juntos), a una disciplina (de coacción civil), a la que sólo se someten,
empero, según leyes dadas por ellos mismos, se sienten ennoblecidos por esta conciencia, a
saber, la de pertenecer a una especie que responde al destino del hombre: tal como la razón se
lo representa en el ideal.
PRINCIPIOS
DE LA DESCRIPCIÓN DEL CARÁCTER DE LA ESPECIE HUMANA
I. El hombre no estaba destinado a pertenecer, como el animal doméstico, a un
rebaño, sino como la abeja a una colmena. -Necesidad de ser miembro de alguna sociedad civil.
La manera más sencilla, menos artificiosa, de erigir una, es la de que haya una abeja
reina en esta colmena la monarquía). –Pero muchas de estas colmenas juntas pronto se
hostilizan como abejas guerreras, aunque no, como hacen los hombres, para robustecer la
propia uniéndola con la otra - pues aquí termina la imagen -, sino meramente para utilizar por
la astucia o la violencia el trabajo de la otra en provecho propio. Cada pueblo trata de
robustecerse subyugando a los vecinos; y sea afán de engrandecimiento o temor a ser
absorbido por el otro si no se le adelanta, es la guerra exterior o intestina, por gran mal que
sea, el resorte que impulsa a nuestra especie a pasar del rudo estado de naturaleza al estado
civil, como si fuese una maquinaria de la Providencia en que las fuerzas mutuamente opuesta
sin duda se quebrantan mutuamente por el roce; pero, sin embargo, se mantienen largo tiempo
en marcha regular por la impulsión o la tracción de otros resortes.
II. La libertad y la ley (por la cual se limita aquélla) son los dos goznes en torno a los
que se mueve la legislación civil. -Pero a fin de que la segunda sea también de efecto y no un
encomio vacuo, es necesario añadir un término medio, a saber, el poder que, unido con
aquéllos, hace fecundos estos principios. –Ahora bien, pueden concebirse cuatro
combinaciones del último con los dos primeros:
A. Ley y libertad sin Poder (anarquía).
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B. Ley y poder sin libertad (despotismo).
C. Poder sin libertad ni ley (barbarie).
D. Poder con libertad y ley (república).
Vese que únicamente la última merece llamarse una verdadera constitución civil; pero
sin que se aluda con ella a una de las tres formas del Estado (la democracia), sino que por
república se entiende tan sólo un Estado en general, y el antiguo brocardicon: salus civitatis (no
civium) suprema lex esto, no significa el bien sensible de la comunidad (la felicidad de los
ciudadanos) debe servir de principio supremo a la constitución del Estado; pues este bienestar,
que cada cual se pinta, según su inclinación privada, de esta o la otra manera, no es idóneo
para elevarse a ningún principio objetivo, como el que exige la universalidad, sino que aquella
sentencia no dice nada más que esto: el bien inteligible, la conservación de la constitución del
Estado existente, es la ley suprema de toda sociedad civil; pues ésta sólo existe por obra de
aquélla.
El carácter de la especie, según resulta notorio de la experiencia de todos los tiempos y
todos los pueblos, es éste: que la especie, tomada colectivamente (como el todo de la especie
humana), es un conjunto de personas existentes sucesiva y simultáneamente, que no pueden
prescindir de la convivencia pacífica, ni, sin embargo, evitar el ser constante y recíprocamente
antagonistas; por consiguiente, que se sienten destinadas por la naturaleza, mediante la
recíproca y forzosa sumisión a leyes emanadas de ellas mismas, a formar una coalición,
constantemente amenazada de disensión, pero en general progresiva, en una sociedad civil
universal (cosmopolitismo); idea inasequible en sí que no es un principio constitutivo (de la
expectativa de una paz establecida en medio de la más viva acción y reacción de los hombres),
sino sólo un principio regulativo: el de perseguirla diligentemente como destino de la especie
humana no sin fundada presunción de la existencia de una tendencia natural a ella.
Si se pregunta ahora si la especie humana (que si se la imagina como una especie de
seres terrestres racionales en comparación con los de otros planetas, como conjunto de criaturas
producidas por un demiurgo, puede llamarse también raza) -si, digo, debe considerársela como
una raza buena o mala, he de confesar que no se puede alardear mucho. Aquel que fije sus
ojos en la conducta de los hombres, no meramente en la historia antigua, sino en la historia
del día, sentirse con frecuencia tentado a hacer en su juicio misantrópicamente el Timón, pero
todavía con más frecuencia y acierto el Momo, y a encontrar la tontería antes que la maldad
como rasgo característico de nuestra especie. Mas porque la tontería, unida a una punta de
maldad (lo que entonces se dice necedad), no puede desconocerse en la fisonomía moral de
nuestra especie, es simplemente ya por la ocultación de una buena parte de sus pensamientos
que encuentra necesaria todo hombre prudente, con bastante claridad visible que en nuestra
raza todos encuentran indicado estar en guardia y no dejarse ver enteramente como son; lo cual
delata ya la propensión de nuestra especie a ser mal intencionados los unos con los otros.
Bien podría ser que en algún otro planeta existieran seres racionales que no pudiesen
pensar de otro modo que en voz alta, esto es, así despierto como en sueños, encontrándose en
69
compañía o solos, no pudiesen tener pensamientos que, al mismo tiempo no expresaran. ¿Qué
conducta recíproca no daría esto por resultado, distinta de la de nuestra especie humana? Si
no eran todos puros como ángeles, no se ve cómo podrían arreglárselas juntos, tener el uno para el
otro simplemente algún respeto y concertarse entre sí. -Es inherente ya, pues, a la complexión
originaria de una criatura humana y a su concepto específico, el publicar los pensamientos
ajenos, pero el reservar los suyos; pulcra cualidad que no deja de progresar paulatinamente
desde el disimulo hasta el engaño deliberado y finalmente hasta la mentira. Esto daría por
resultado un dibujo caricaturesco de nuestra especie, que no sólo autorizaría a reír
bondadosamente de ella, sino a despreciar lo que constituye su carácter y a confesar que esta
raza de seres racionales no merece un puesto de honor entre las restantes del mundo (para
nosotros desconocidas) -si precisamente este juicio adverso no delatase en nosotros un fondo
moral, un innato requerimiento de la razón a trabajar en contra de aquella propensión, por
ende a presentar la especie humana no como una especie mala, sino como una especie de seres
racionales que tiende, a elevarse del mal al bien en un constante progreso entre obstáculos;
según lo cual su voluntad es, en general, buena, pero el llevarla a cabo está dificultado por el
hecho de que la consecución del fin no puede esperarse del libre acuerdo de los individuos,
sino tan sólo de una progresiva organización de los ciudadanos de la Tierra dentro de la
especie y para la especie como un sistema unificado cosmopolíticamente.
70
Kant, Immanuel. Lógica. Buenos Aires. Tor. 1935. III, págs. 14-19.
- III Divisiones de la filosofía en general.
-Filosofía considerada según la idea de escuela, y la idea que de ella se ha formado en el
mundo.
-Condición esencial para filosofar y fin que debemos proponernos al filosofar.
-Problemas más elevados y más generales de esta ciencia
1.º
Algunas veces es difícil mostrar en qué consiste el objeto de una ciencia. Sin embargo,
la ciencia gana en precisión con la determinación rigurosa de su idea. Agrégase a esto, que con
tal determinación se previenen muchas faltas que son inevitables cuando no se ha hecho la
verdadera distinción entre esta ciencia y las que más semejanza guardan con ella.
Antes, pues, de esforzarse en dar la definición de la filosofía, debemos examinar los
caracteres de los diferentes conocimientos en sí mismos, y como los conocimientos filosóficos
forman parte de los conocimientos racionales, explicar especialmente en qué consisten estos
últimos. [28]
Los conocimientos racionales se llaman así, por oposición a los conocimientos
históricos. Los primeros son conocimientos por principios (ex principiis); los segundos,
conocimientos por datos (ex datis). Mas un conocimiento puede derivar de la razón y no ser,
sin embargo, más que histórico; como si por ejemplo, un simple literato aprende las
producciones racionales de otro, de este modo el conocimiento que adquiere de estas
producciones intelectuales; es puramente histórico.
Se pueden distinguir los conocimientos:
l.º En cuanto a su origen objetivo: es decir, en cuanto a las únicas fuentes de donde
puede emanar el conocimiento. Bajo este respecto, todos los conocimientos son, o racionales
o empíricos.
2.º En cuanto a su origen subjetivo, es decir, en cuanto a la manera en que un
conocimiento puede adquirirse por el hombre. Considerados bajo este último punto de vista,
los conocimientos son o racionales o históricos, sea por lo demás cualquiera su origen. Un
conocimiento puede, pues, ser histórico subjetivamente, aunque objetivamente sea un
conocimiento racional.
Es perjudicial, en lo que se refiere a ciertos conocimientos racionales, no poseerlos
más que [29] bajo el punto de vista histórico; mas en otros es indiferente. Por ejemplo, el
piloto de un buque conoce bajo el punto de vista histórico por sus tablas las reglas del arte de
navegar, y esto le basta; pero si el jurisconsulto no sabe más que históricamente la
jurisprudencia, será incapaz para administrar justicia, y mucho más todavía para hacer las leyes.
De la distinción hecha en los conocimientos racionales, según que son objetivos o
subjetivos, se sigue, que se puede en cierto modo aprender la filosofía sin saber filosofar.
Aquel que quiere ser un filósofo propiamente dicho, debe acostumbrarse a hacer libre uso de
su razón y no a un ejercicio de imitación, y en cierto modo mecánico.
71
2.º Hemos dicho que los conocimientos racionales son conocimientos por principios;
de donde se sigue que estos conocimientos deben ser a priori. Por donde hay dos especies de
conocimientos que ambos son a priori, pero que sin embargo, difieren mucho entre sí como
por ejemplo, los de las matemáticas y los de la filosofía.
Se dice comúnmente que las matemáticas y la [30] filosofía difieren entre sí en cuanto
al objeto; en cuanto a, las primeras tratan de cantidades, y la segunda de cualidades. Todo esto
es falso: la diferencia de estas ciencias no puede provenir del objeto, porque la filosofía lo
abraza todo y por consiguiente la cantidad; es el objeto de la filosofía el mismo que el de las
matemáticas, en el sentido de que en todo se comprende la cantidad. La diferencia específica
de los conocimientos racionales o de la aplicación de la razón en las matemáticas y la filosofía,
constituye la verdadera diferencia entre dichas ciencias. De este modo la filosofía es el
conocimiento racional por medio de simples ideas, y las matemáticas, por el contrario,
consisten en el conocimiento racional por medio de la combinación de las ideas.
Se dice, que combinamos las ideas cuando las exponemos en intuición a priori sin
auxilio de la experiencia, o citando nos representamos el objeto que corresponde a la idea que
de él tenemos. El matemático nunca puede servirse de su razón aplicada a simples ideas; la
filosofía, por el contrario, no se sirve jamás de la ciencia para la combinación de las ideas. En
las matemáticas la aplicación de la razón es concreta, pero la intuición no es empírica; sin
embargo, se considera [31] cualquier cosa a priori por el objeto de la intuición.
En esto, como se ve, tienen las matemáticas una ventaja sobre la filosofía; y es que sus
conocimientos son intuitivos, mientras que los de la filosofía son discusivos. Mas la razón por
la que consideramos más bien las cantidades en matemáticas, es porque las cantidades pueden
ser construidas en intuiciones a priori, mientras que las cualidades no pueden ser representadas
en intuición.
3.º La filosofía es, pues, el sistema de los conocimientos filosóficos, o de los
conocimientos racionales, por medio de ideas. Tal es la idea que la escuela forma de esta
ciencia. Según el sentido común, es la ciencia de los últimos fines de la razón humana.
Esta idea elevada da una dignidad, es decir, un valor absoluto a la filosofía. Y
realmente es la sola ciencia que no tiene más que un valor intrínseco, y este lo da a los otros
conocimientos. En fin, a pesar de esto, se pregunta siempre ¿de qué sirve el
filosofar, y cuál es el fin de la [32] filosofía, aun considerando la filosofía como ciencia,
según la idea de la escuela?
En la significación escolástica de la palabra, filosofía no significa más que capacidad,
habilidad (Geschicklichkeit); más con la significación que le da el sentido común, quiere decir
también utilidad. En el primer sentido, la filosofía es una ciencia de la capacidad; en el
segundo es una ciencia de la sabiduría, es la legisladora de la razón: de suerte que la filosofía es
un legislador y no un artista en materias de razón.
El artista en materia de razón, o el filodoxo como lo apellida Sócrates, no aspira más
que a una ciencia especulativa, sin apercibirse por esto de cuanto contribuye la ciencia al fin
ulterior de la razón humana: él da reglas para la aplicación de la razón a toda clase de fines
arbitrarios. El filósofo práctico, el que enseña la sabiduría por medio desu doctrina y sus
ejemplos, es hablando con propiedad el solo filósofo; porque la filosofía es la idea de una
perfecta sabiduría, en virtud de la que conocemos el fin supremo de la razón humana.
72
La filosofía escolástica abraza dos partes: La primera se compone de una gran suma de
conocimientos racionales.[33] La segunda la constituye un conjunto sistemático de estos
conocimientos, o sea la unión de ellos en la idea de un todo. No solamente la filosofía permite
una composición sistemática tan limitada, sino que es la sola ciencia que en rigor posee un
conjunto sistemático, y la que da unidad sistemática a las demás ciencias.
Pero la filosofía en el sentido que le da el vulgo (in sensu cósmico), puede también
llamarse una ciencia de las, máximas supremas del ejercicio de la razón, en tanto qua se ocupa
por medio de máximas del principio interno de la elección sobre diferentes fines.
Porque la filosofía en este último sentido, es aun la ciencia de la relación de todo
conocimiento y del ejercicio de la razón, al fin último de la razón humana, como fin supremo,
al cual todos están subordinados, y en el cual concurren todos para formar uno solo. El
contenido de la filosofía en este sentido vulgar, da origen a las cuestiones siguientes:
1.ª ¿Qué puedo yo saber?
2.ª ¿Qué debo yo hacer?
3.ª ¿Qué se necesita esperar?
4.ª ¿Qué es el hombre?
La metafísica contesta a la primera pregunta, [34] la moral a la segunda, la religión a la
tercera y la antropología a la cuarta. Pero en el fondo se podrían todos contestar, por la
antropología, puesto que las tres primeras cuestiones se reducen a la última.
La filosofía por consiguiente, debe poder determinar:
1.º Las fuentes del saber humano.
2.º Los límites del uso posible y útil de toda ciencia.
3.º Por último, los límites de la razón.
La última cuestión es siempre la más difícil y la más importante; sin embargo, el
filodoxo no se ocupa de ella.
Un filósofo debe reunir dos cualidades principales:
1.ª La cultura del talento y la capacidad para hacer servir el uno al otro, y a toda clase
de fines.
2.ª La habilidad (Fertigkeit) en el empleo de todos los medios para los fines que se
proponga. Estas dos cosas deben marchar unidas; porque, nunca sin conocimientos no
seremos nunca filósofos; pero tampoco estos conocimientos por sí solos harían el filósofo, si
la unión regular y ordenada de todos ellos y de las capacidades no vinieran [35] a formar
unidad, y esta alianza fuese iluminada por los fines supremos de la razón humana.
En general no puede apellidarse filósofo, aquel que no puede filosofar. Por donde, no
se filosofa más que por el ejercicio, y aprendiendo a usar de la propia razón.
Más, ¿cómo se debe aprender la filosofía? Todo pensador filósofo eleva, por decirlo así
su propia obra sobre las ruinas de la de otro; jamás ha habido una obra de tal solidez que no
pueda ser atacada en alguna de sus partes. No se puede, pues, aprender la filosofía en el fondo
porque todavía no está formada. Aun admitiendo que exista realmente una, el que la
aprendiera no podría llamarse filósofo, porque el conocimiento que de ella en tal caso tendría,
nunca sería más que subjetivamente histórico.
Sucede, otra cosa en matemáticas en cierto modo se puede aprender esta ciencia,
porque en ellas las pruebas son tan evidentes que cada cual puede convencerse de ella: así las
73
matemáticas pueden ser consideradas, en razón de su evidencia, como una ciencia cierta y
estable.
El que quiera aprender a filosofar no debe considerar todos los sistemas filosóficos
más que como historias del ejercicio de la razón, y como [36] objetos propios para adornar un
talento filosófico. El verdadero filósofo, como libre pensador, debe usar propia e
independientemente de su razón y no emplearla de una manera servil. Pero no debe emplearla
en forma dialéctica, es decir, en una forma que tendrá que dar a los conocimientos cierta
apariencia de verdad y sabiduría que en realidad no tendrán.
Esta es una obra digna de los sofistas, incompatible con la dignidad del filósofo como
poseedor y preceptor de la sabiduría.
En efecto; la ciencia no tiene un valor intrínseco más que a título verdadero de órgano
o expresión de la sabiduría. Más a este título le es tan indispensable, que bien se puede decir
que la sabiduría sin la ciencia es de una perfección a la cual jamás llegaríamos.
El que aborrece la ciencia, pero ama además la sabiduría, se llama misólogo. La
misología proviene comúnmente de falta de conocimientos científicos y de una especie de
barbarie. Algunas veces caen también en la misología aquellos que al principio han corrido tras
las ciencias con gran aplicación y fortuna, y, sin embargo, no han podido hallar ninguna
satisfacción verdadera en su saber. [37]
La filosofía es la sola ciencia que nos enseña a procurarnos esta satisfacción interior:
ella cierra en cierto modo el círculo científico, y las ciencias reciben de ella sola, todo orden y
sistema.
Nosotros debemos dirigir nuestra atención, en el ejercicio de nuestro libre
pensamiento o en la filosofía, más bien al método que conviene seguir en el ejercicio de la
razón, que a los principios mismos que alcanzamos por medio de aquel.
74
Cornelius Castoriadis (1922 – 1997): nacido en Grecia y residente en Francia, desarrolló una de las
obras más destacables de la contemporaneidad como pensador de la sociedad, uniendo saberes filosóficos,
psicoanalistas y económicos. Cofundador del grupo “Socialismo o barbarie” que inició en los años 40 la
renovación del pensamiento crítico de izquierda inspirador del Mayo Francés de 1968; criticó a la URSS y el
marxismo; fue inspirador de Solidaridad en Inglaterra y Polonia. Se desempeñó como Director de estadísticas en la
OECD y como Director de Estudios en la Ècole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París. Entre sus
obras cabe destacar La sociedad burocrática, La experiencia del movimiento obrero, La institución imaginaria de la sociedad,
Ante la guerra, Los dominios del hombre, Las encrucijadas del laberinto y De la ecología a la autonomía.
Castoriadis, Cornelius. “La racionalidad del capitalismo” en Figuras de lo pensable.
Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica. 2001.
La racionalidad del capitalismo1
A Vassili Gonqicas,
la facultad de juicio hecha hombre
PUEDE PARECER EXTRAÑO discutir todavía a propósito de la «racionalidad
económica» del capitalismo contemporáneo en una época en que la desocupación oficial
alcanza en Francia los tres millones y medio de personas y más del 10% de la población activa
en los países de la Comunidad Económica Europea (CEE), y en que los gobiernos europeos
responden a esta situación, reforzando las medidas deflacionistas, como la reducción del
déficit presupuestario. El asunto se pone menos extraño, o más bien lo extraño cambia de
lugar, cuando consideramos la increíble regresión ideológica que golpea al las sociedades
occidentales desde hace veinte años. Cuestiones que se consideraban legítimamente
adquiridas, como la crítica devastadora de la economía política académica por parte de la
escuela de Cambridge entre 1930 y 1965 (Sraffa, Robinson, Kahn, Keynes, Kalecki, Shackle,
Kaldor, Pasinetti, etcétera), no son discutidas o refutadas, sino simplemente relegadas al
silencio o al olvido, mientras que invenciones ingenuas e inverosímiles, como la economía de la
oferta o el monetarismo, acaparan el centro de atención, al mismo tiempo que los aduladores del
neoliberalismo presentan sus aberraciones como si fuesen evidencias del sentido común, que
la libertad absoluta de los movimientos del capital está arruinando sectores enteros de la
producción de casi todos los países y que la economía mundial se convierte en un casino
planetario. Esta regresión no está limitada al sector de la economía. Prevalece también en el
sector de la teoría política (carácter ahora indiscutido e indiscutible de la democracia representativa
en el mismo momento en que está cada vez más despreciada en todos los países donde tiene
algún pasado), y más generalmente entre las disciplinas humanas, así como lo demuestra, para
citar solamente un ejemplo, la ofensiva cientificista y positivista en contra del psicoanálisis que
hace furor en Estados Unidos desde hace quince años.
Exposición presentada en el coloquio del CIRFIP, Racionalidad instrumental y sociedad, en octubre de 1996, bajo el
título: «Notes pour servir á une critique de la rationalité du capitalismo» [«Notas útiles a una crítica de la racionalidad
del capitalismo»]. La presente versión, considerablemente ampliada y modificada, debe mucho a las observaciones
críticas de mi amigo Vassili Gondicas. Soy, evidentemente, el único responsable de los errores eventuales o las
flaquezas de este texto. [Publicado anteriormente en la Revue internationale de psychosociologie, La Résistible Emprise de
la rationalité instruméntale, vol. IV, núm. 8, otoño de 1997, pp. 31-51.]
1
75
El trasfondo socio histórico de esta regresión es detectable a simple vista. Ella
acompaña a una reacción social y política en curso desde fines de los años setenta, cuyos
principales artesanos en Francia fueron los socialistas, y cuyo final no es nada previsible por el
momento, salvo, en un futuro vago y lejano, (en el carácter autodestructivo de este nuevo
curso del capitalismo. Pero incluso esta perspectiva no podría ofrecer un consuelo, ya que está
en juego mucho más que el suicidio del capitalismo, como lo demuestra, entre otras
cuestiones, la destrucción del entorno a escala planetaria. El análisis crítico de la evolución
presente se hace aun más imperativo. Pero no es el objeto principal de este texto.
El capitalismo es el primer régimen social que produce una ideología según la cual
sería racional. La legitimación de los otros tipos de institución de la sociedad era mítica,
religiosa o tradicional. En el caso presente, se pretende que exista una legitimidad racional.
Evidentemente, este criterio, el del ser racional (y no consagrado por la experiencia o la
tradición, otorgado por los héroes o los dioses, etcétera), está instituido por el capitalismo
mismo; y todo ocurre como si este hecho, el de haber sido muy recientemente instituido, en
vez de relativizarlo, lo hubiera vuelto indiscutible. Si nos detenemos un poco a pensar, la
pregunta no se puede evitar: ¿qué es la racionalidad, y de qué racionalidad se trata? El
capitalismo podría vanagloriarse de cierto hegelianismo: la razón, decía el viejo maestro Marx,
es la operación conforme a una meta. Por lo tanto, el criterio de racionalidad es la conformidad
de la operación a su meta. De esta manera, estaríamos frente a la imposibilidad preguntarnos:
¿qué ocurre con la racionalidad de la misma meta? Esta racionalidad circunscrita a los medios,
que Max Weber llamaba curiosamente Zweckrationalität, o sea, racionalidad relativa a una meta
supuestamente admitida, racionalidad instrumental, no tiene, evidentemente, ningún valor en
sí misma. La elección del mejor veneno para envenenar al esposo, o la de la bomba H más
eficaz para exterminar millones de personas, por su misma racionalidad, aumentan el horror que
experimentamos no solamente por la meta perseguida, sino además con respecto a los medios
que permitieron alcanzarla con una eficiencia máxima. La ideología capitalista pretende sin
embargo, en sus momentos más filantrópicos, proclamar una meta de la racionalidad que sería
el bienestar. Pero su especificidad proviene del hecho de que ella identifica este bienestar con un
valor económico máximo -u óptimo—, o bien pretende que ese mismo bienestar provendrá,
segura o muy probablemente, de la realización de ese máximo u óptimo. De tal manera que,
directa o indirectamente, la racionalidad se ve reducida a la racionalidad económica, y ésta se
define de manera puramente cuantitativa como maximización/minimización — maximización de
un producto y minimización de los costos. Evidentemente, es el mismo régimen el que decide
respecto de qué es un producto —y de qué manera este producto será evaluado-, así como
decide cuáles serán los costos y cuál será el valor de éstos1.
Observamos que la relatividad del criterio último para toda cultura es algo conocido,
por lo menos desde Max Weber, para no remontarnos a Heródoto. Toda sociedad instituye,
conjuntamente, su institución y su legitimización. Esta legitimación, término impropio,
occidental, que remite a una racionalización, está casi siempre implícita. Más aún, es tautológica:
las disposiciones del Antiguo Testamento o del Corán tienen su misma justificación en lo que
afirman -que «no hay más que un solo Dios, que es Dios», y que ellas representan su palabra y
su voluntad— En otros casos —las sociedades arcaicas—, encuentran su justificación en el
hecho de que fueron otorgadas por los antepasados, que deben ser reverenciados y honrados
según lo que prescribe la institución. Asimismo, la legitimación del capitalismo por la
racionalidad es tautológica: ¿quién en el interior de esta sociedad, salvo quizás un poeta o un
místico, se atrevería a oponerse a la racionalidad?
Véase mi texto de 1974, «Réflexions sûr le développment et la rationalité» [«Reflexiones sobre el desarrollo y la
racionalidad»]y retomado en Domaines de l'homme, Paris, Seuil, 1984 [traducción castellana: Los dominios del hombre,
Barcelona, Gedisa, 1998], en particular el § 4, «La ficción de una economía racional».
1
76
Evidentemente, este círculo de la institución no es más que una instancia del círculo de
la creación. La institución no puede existir si no asegura su existencia, y la fuerza bruta
generalmente es incapaz de cumplir con este rol más allá de cortos períodos1. Abriendo un
paréntesis, podemos preguntarnos qué pasaría en este sentido con respecto a una sociedad
autónoma, o sea, una sociedad capaz de cuestionar, explícitamente y de manera lúcida, sus
propias instituciones. En cierto sentido, no podrá salir de este círculo evidentemente. Afirmará
que la autonomía social y colectiva vale. Desde ya, podrá justificar su existencia a posteriori, a
través de sus obras, entre las que figura el tipo antropológico de individuo autónomo que ella
creará. Pero la evaluación positiva de estas obras dependerá todavía de criterios, o de manera
más general, de significaciones imaginarias sociales, que ella misma habrá instituido. Esto nos
permite recordar que, en última instancia, ninguna sociedad puede encontrar su justificación
fuera de sí misma. No se puede salir de este círculo, no es esto precisamente lo que puede
constituir el fundamento de una crítica del capitalismo.
Tenemos que tomar nota de que, en el último período, los ideólogos de turno
abandonaron finalmente su pretensión de justificar o legitimar el régimen; remiten
simplemente al fracaso del socialismo real —como si las actividades de Landrú brindasen una
justificación a las de Stavisky— y a los números del crecimiento, allí donde este crecimiento
perdura. Eran más valientes en otras épocas, cuando escribían tratados de economía del bienestar
(Welfare Economicé). Hay que reconocer, de todos modos, que el estado deplorable de los ex
críticos profesionales del capitalismo (los marxistas o los que pretenden serlo) permite a estos
ideólogos, totalmente consustanciados con el espíritu de la época, dejar de lado cualquier
pretensión de llevar a cabo algo serio.
De todos modos, nuestra crítica será esencialmente inmanente; tratará de demostrar
que, en el plano teórico, las construcciones de la economía política académica son
incoherentes, privadas de sentido o válidas solamente para un mundo ficticio; y que en el
plano empírico, el funcionamiento efectivo de la economía capitalista tiene poco que ver con
lo que plantea sobre él la teoría. En otras palabras, haremos la crítica del capitalismo según sus
propios criterios. La discusión será dividida en cuatro partes:
1) la especificidad y relatividad sociohistórica de la economía capitalista;
2) la realidad efectiva de la institución capitalista;
3) la ideología teórica de la economía capitalista;
4) los factores de la eficacia productiva de la sociedad capitalista y su «re-sistencia»
sociohistórica.
Especificidad y relatividad sociohistórica de la institución capitalista
Para alguien que sobrevuela la historia, el rasgo característico del capitalismo entre
todas la formas de vida sociohistórica es, evidentemente, la posición de la economía —de la
producción y del consumo-, pero también, y en mayor medida, de los criterios económicos, que
ocupan un lugar central y que son un valor supremo de la vida social. Esto da lugar a la
constitución del producto social específico del capitalismo. En pocas palabras, todas las
actividades humanas y todos sus efectos terminan siendo considerados, en mayor o menor
medida, como actividades y productos económicos o, por lo menos, como esencialmente
caracterizados y valorizados por su dimensión económica. No hace falta agregar que esta
valorización se lleva a cabo únicamente en términos monetarios.
Este aspecto estaba francamente reconocido desde el final del siglo XVIII, o incluso
antes. Las justificaciones de la indiferencia moderna frente a los asuntos comunes y a la
Véase mi texto « Pouvoir, politique, autonomie» (1988) [«Poder, política, autonomía»], retomado ahora en Le
monde morcelé, París, Seuil, 1990, pp. 113-140 [traducción castellana: El mundo fragmentado, Buenos Aires, Editorial
Altamira, 1993].
1
77
política1 invocan la centralidad de los intereses económicos para el hombre moderno. Tanto
Saint-Simon como Auguste Comte serán los cantores de la época industrial o positiva. Las
páginas de: Marx en los Manuscritos de 1844 relativas a la transformación de todos los valores
en valores monetarios, son hermosas y fuertes; no constituyen un corte con respecto a la
opinión de la época por su contenido (véase Balzac) sino por la virulencia de la crítica. Pero
esta fuerte conciencia de la historicidad del fenómeno presente en esta época será rápidamente
ocultada por los apologistas del nuevo régimen, reclutados sobre todo entre los economistas,
de un modo característico. Este ocultamiento tomará la forma de una glorificación del
capitalismo, presentado como régimen económico racional, cuya aparición marca un triunfo de
la razón en la historia y relega los regímenes anteriores a la oscuridad de los tiempos góticos
(para retomar una palabra más antigua de Siéyés) o primitivos. La emergencia histórica del
capitalismo se convierte, bajo su pluma, en la epifanía de la razón por ende, está asegurada de
tener un porvenir sin fin. Como lo escribía Marx, «para ellos hubo historia, pero ya se
terminó».
Curiosamente o no, si pensamos en las ventajas ideológicas de esta postura, la
denegación de la historicidad del capitalismo prevaleció entre los economistas desde Ricardo
hasta nuestros días. Se ha glorificado la economía política, y su objeto, como investigación de
la «lógica pura de la elección» o como estudio de la «asignación de recursos limitados para la
realización de objetivos ilimitados» (Robbins). Como si esta elección pudiera ser totalmente
independiente, en sus criterios y en sus objetos, de la forma sociohistórica en la cual se ejerce;
y como si solamente la economía estuviera aludida en esta elección (o como si, en
consecuencia, la economía pudiese ejercitar su dominio sobre todas las actividades humanas
en las cuales una elección cualquiera debe llevarse a cabo, desde la estrategia hasta la cirugía).
Esta aberración floreció en este período reciente, donde vimos proliferar economías y
pretensiones al cálculo económico casi en todos lados (desde la educación hasta la represión
penal). Es evidente que, en esta perspectiva, los razonamientos de la ciencia económica (escribo
de ahora en más esta palabra sin destacarla, para no recargarla) se aplicarían legítimamente, e
incluso de hecho, a todas las sociedades que han o habrán existido.
Bajo otro aspecto, estas ideas han reflotado bajo la pluma de F. von Hayek. La
sociedad capitalista dio pruebas de su excelencia —su superioridad— por una selección
darwiniana. Se habría manifestado como siendo la única capaz de sobrevivir en su lucha con las
otras formas de sociedad. Más allá de la absurdidad de la aplicación del esquema darwiniano a
las formas sociales de la historia, y la repetición de la falacia clásica (la supervivencia de los
más aptos es la supervivencia de los más aptos para sobrevivir; la dominación del capitalismo
muestra simplemente que es el más fuerte, al límite en el sentido más bruto y brutal de este
término, y no porque sea el mejor o el más racional— el anti metafísico Hayek se revela aquí
hegeliano, pero de la especie más vulgar—), sabemos que las cosas no se desarrollaron de esta
manera. Lo que se observa en los siglos XVI, XVII y XVIII no es una competición entre una
cantidad indefinida de regímenes de la cual el capitalismo hubiera salido victorioso, sino la
enigmática sinergia de una multitud de factores que conspiran todos para la consecución de un
mismo resultado.2 Que en lo sucesivo una sociedad basada en una tecnología altamente
evolucionada haya podido mostrar su superioridad exterminando naciones y tribus de indios
Ya en Ferguson (An Essay on the History of Civil Society, 1759) y en Benjamín Constant (De la liberté des Anciens, comparée
h celle des Modernes, 1819).
2 Véase mi libro L 'institution imaginaire de la societé [traducción castellana: La institución imaginaria de la sociedad, Buenos
Aires, Tusquets, 1993], primera parte (1965), retomado en la edición de Seuil (1975), p. 62 [reed. col. Points Essais, p. 66], y
«Réflexion sur le développement et la rationalité» (1974) [«Reflexión sobre el desarrollo y la racionalidad»], art. cit.
1
78
americanos, aborígenes de Tasmania o de Australia, y poniendo bajo su yugo a muchas otras,
constituye un hecho desprovisto de un gran misterio.
No es necesario enumerar aquí los ejemplos y los estudios demostrando que la historia
humana se desarrolló, casi en su totalidad, bajo regímenes en los cuales la eficacia económica, la
maximización del producto, etcétera, no eran de ninguna manera referencias centrales en las
actividades sociales. No por el hecho de que estas sociedades hayan sido positivamente
irracionales en el plano de la organización de su trabajo o de sus relaciones de producción. Pero
casi siempre, con un nivel tecnológico determinado, la vida social se desarrolla con
preocupaciones totalmente diferentes a las que consisten en mejorar la productividad del trabajo
a través de invenciones técnicas, reacomodamientos de métodos de trabajo o relaciones de
producción. Estos sectores de las actividades sociales estaban subordinados e integrados a
otros considerados cada vez como representantes de las finalidades principales de la vida
humana, pero, fundamentalmente, no estaban separados del resto de las actividades en calidad
de producción o de economía. Estas separaciones son muy tardías, y fueron instituidas en especial
simultáneamente con el capitalismo, por obra del sistema, y al servicio de éste. Nos
limitaremos a recordar los trabajos de Ruth Benedict sobre los indios de América del Norte,
de Margaret Mead sobre las sociedades del Pacífico, de Gregory Bateson sobre Bali, etcétera,
sin olvidar los de Pierre Clastres sobre los Tupí Guaraní y de Jacques Lizot sobre los Yanomami. El trabajo más reciente es el de Marshall Sahlins (Age de pierre, Age dabon- dance [Edad de
piedra,, edad de abundancia:]), que brindó la síntesis más satisfactoria sobre estas cuestiones. Por
otro lado, no se trata, de ningún modo, solamente de los primitivos. La antropología económica
de la Grecia antigua lleva a conclusiones análogas, así como el análisis de las sociedades
medievales.1
Todos los trabajos sobre la emergencia del capitalismo en Europa Occidental
muestran claramente la contingencia histórica de este proceso, independientemente de su validez
intrínseca. Podemos citar a Max Weber, Werner 7 Sombart, Richard Tawney, etcétera. Incluso
para alguien tan convencido de la necesidad histórica en general y de la del capitalismo en
particular como Karl Marx, el nacimiento del capitalismo es inconcebible sin lo que él llama,
justificadamente, la acumulación primitiva, a propósito de la cual (capítulos XXVI hasta
XXXII del primer volumen de El capital) demuestra exhaustivamente que está condicionada
por factores que no son de ninguna manera económicos y que no deben nada al mercado, en
especial las exacciones, el fraude y la violencia, tanto privados como de los Estados. 2 Un
trabajo análogo fue llevado a cabo más recientemente por Karl Polanyi en La Grande
Transformation [La gran transformación].
Antes de seguir, se nos plantea la cuestión de una caracterización satisfactoria del
régimen capitalista. Sabemos, por lo menos desde Marx, que el rasgo específico del
capitalismo no es la simple acumulación de riquezas. El atesoramiento está practicado en
muchas sociedades históricas; intentos de valorización de la tierra en gran escala acompañado
por el trabajo servil por parte de los propietarios latifundistas son igualmente conocidos (en
especial, en un período histórico cercano al nuestro, en la Roma imperial). Pero la simple
maximización (de la riqueza, de la producción) no es suficiente, como tal, para caracterizar al
capitalismo. Marx había captado el núcleo esencial del asunto, cuando postulaba como
determinantes del capitalismo la acumulación de las fuerzas productivas combinada con la
transformación sistemática de los procesos de producción y de trabajo y de lo que él llamó «la
Véase la obra fundamental de Aaron J. Gourevitch, Les Catégories de la culture médiévale,Paris, Gallimard, 1983.
Tenemos de eso una nueva demostración in vivo -e in anima vili- a través del carácter verdaderamente mafioso de
la reacumulación primitiva llevada a cabo por el proceso de privatización en el seno de las sociedades de los antiguos
países comunistas.
1
2
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aplicación razonada de la ciencia en el proceso de producción».1 No se trata de la acumulación
como tal, sino de la transformación continua del proceso de producción en vista del
crecimiento del producto combinado con uña reducción de los costos que constituye el
elemento decisivo. Eso contiene lo esencial de lo que Max Weber llamará luego la
racionalización, con respecto a la cual dirá acertadamente que, bajo el capitalismo, aquélla tiende
a apoderarse de todas las esferas de la vida social, en particular como extensión del imperio de
la calculabilidad. A los puntos de vista de Marx y de Weber, Georg Lukács agregará
importantes análisis respecto del congelamiento del conjunto de la vida social producido por
el capitalismo.
¿Por qué la racionalización? Como todas las creaciones históricas, la dominación de la
tendencia hacia esta racionalización es básicamente arbitraria; no podemos ni deducirla ni
producirla a partir de otra cosa. Pero podemos caracterizarla más precisamente relacionándola
con algo más conocido, más familiar, expresado bajo otras formas en otros tipos de
organización social: la tendencia hacia el dominio. Esto nos permite equiparar esta tendencia
con uno de los rasgos más profundos de la psique individual, la aspiración a la omnipotencia.
Esta tendencia, este empuje hacia el dominio no es, a su vez, exclusivamente específico del
capitalismo; las organizaciones sociales orientadas hacia la conquista la ponen también de
manifiesto. Pero podemos acercarnos a la especificidad del capitalismo considerando dos de
sus características esenciales. La primera consiste en el hecho de que este empuje del dominio
no está solamente orientado hacia la conquista exterior, sino que apunta también y en mayor
medida a la totalidad de la sociedad. No debe realizarse solamente en la producción, sino
además en el consumo, y no solamente en la economía, sino además en la educación, el
derecho, la vida política, etcétera. Sería un error —el error marxista— ver estas extensiones
como secundarias o instrumentales con respecto al dominio de la producción y de la economía,
que sería lo esencial. Es la misma significación imaginaria social que se apodera de las esferas
socia les unas tras otras. Que esta significación comience por la producción no se debe
seguramente a un azar: es a través de la producción que los cambios de la técnica permiten, en
primer lugar, una racionalización dominadora. Pero la producción no tiene el monopolio de
ésta. De 1597 a 1607, Maurice de Nassau, príncipe de Orange y stathouder de Holanda y de
Zelanda, establece, con la ayuda de sus hermanos Guillaume-Louis y Jean, las reglas estándar
para el manejo de la escopeta: incluyen aproximadamente cuarenta movimientos precisos que
el mosquetero debe efectuar en el orden y según un ritmo fijo y uniforme para toda la
compañía. Estas reglas serán formuladas por Jacob de Ghyn en un Manuel sur le maniement des
armes [Manual sobre el manejo de las armas] y publicado en Amsterdam en 1607, que tendrá
inmediatamente una gran difusión en Europa y será traducido por orden del zar en una Rusia
prácticamente analfabeta.2 La segunda característica consiste, evidentemente, en) el hecho de
que el empuje hacía el dominio se otorga nuevos recursos, recursos de carácter especial —
racional* o sea, económico—, para cumplirse. Ya no es la magia ni la victoria en los campos de
batalla los que constituyen sus recursos, sino precisamente la racionalización, que adquiere
aquí un contenido ¡particular, totalmente específico: el de la maximización/minimización, es
decir, la extremización, si podemos forjar este término a partir de la matemática «máximo y
mínimo son dos casos del extremurñ). Considerando este conjunto de hechos, podemos
caracterizar la significación imaginaria social nuclear del capitalismo como el empuje hacia la
extensión ilimitada del «dominio racional». Voy a explicar más adelante el tema de las comillas.
La separación del productor y de los medios de producción no es absolutamente específica del capitalismo; se
encuentra ya en la esclavitud.
2 Véase William H. McNeill, Keeping Together in Time, Harvard University Press, 1996, y la crítica de John Keegan
en el Times Literary Supplement, 12 de julio de 1996, p. 3, y 6 de septiembre de 1996, p. 17.
1
80
Esta extensión ilimitada del dominio racional está acompañada por varios distintos
movimientos sociohistóricos, y está representada por ellos. No quiero hablar de las
consecuencias del capitalismo (por ejemplo, la urbanización y los cambios de las características
de las ciudades), sino de factores cuya presencia fue condición esencial de su emergencia y de
su desarrollo:
— La enorme aceleración del cambio tecnológico, fenómeno históricamente nuevo
(esta constatación es banal, pero debe ser subrayada). Esta aceleración se sostiene en la
eclosión científica que comienza antes del Renacimiento, pero se acentúa enormemente con la
aparición de éste. Se transforma, en el período reciente, en un movimiento autónomo de la
tecnología científica. Un rasgo particular de esta evolución de la tecnología debe ser
subrayado: ella se orienta, de manera predominante, hacia la reducción, y luego la eliminación,
del rol del hombre en la producción. Esto es comprensible, ya que el hombre es el elemento
más difícil de dominar; pero este hecho conduce, al mismo tiempo, a irracionalidades de otro
tipo (por ejemplo, las fallas de los sistemas tecnológicos pueden tener consecuencias
catastróficas).
- El nacimiento y la consolidación del Estado moderno. El desarrollo del capitalismo
en Europa Occidental va de la mano con la creación del Estado absolutista, que nutre y
propicia en muchos aspectos. Al mismo tiempo, este Estado centralizado se burocratiza: una
jerarquía burocrática dotada de un buen orden sustituye a la intrincación feudal más o menos
caótica. Esta burocratización del Estado y del ejército brindará un modelo de organización a la
empresa capitalista naciente.
— En los casos más importantes (Inglaterra, Francia, Países Bajos), la creación del
Estado moderno es paralela a la formación de naciones modernas. Se constituye, de este
modo, una esfera nacional que, tanto desde el punto de vista económico (mercados protegidos
nacionales y coloniales, compras del Estado) como desde el punto de vista jurídico
(unificación de las reglas y de las jurisdicciones), es esencial para la primera fase de desarrollo
del capitalismo.
Una mutación antropológica considerable tiene lugar. La motivación económica,
aceptada o forzada, tiende a suplantar a todas las otras. El ser humano se convierte en homo
oeconomicus, o sea, homo computans. La duración se ve absorbida por el tiempo mensurable,
impuesto a todos. El tipo del empresario schumpeteriano y, luego, del especulador pasa a ocupar
un lugar central. Las diferentes profesiones están más o menos inhibidas por la mentalidad del
cálculo y la ganancia. Al mismo tiempo, una psicosociología obrera, caracterizada por la
solidaridad, la oposición al orden existente y cuestionamiento, nace y se desarrolla, y se
opondrá durante casi dos siglos a la mentalidad dominante y condicionará el conflicto social.
— Sobre todo, y en particular, el capitalismo nace y se desarrolla en una sociedad en la
cual está presente de entrada el conflicto y, más precisamente, el cuestionamiento del orden
establecido. Puesto de manifiesto, al principio, como movimiento de la protoburguesía que
apuntaba a la independencia de las comunas, este cuestionamiento traduce, finalmente, la
recuperación del antiguo movimiento hacia la autonomía dentro de las condiciones de Europa
Occidental y se desplegará en el contexto del movimiento democrático y obrero. La evolución
del capitalismo luego de un estadio inicial es incomprensible sin esta oposición interna, que
tuvo una importancia decisiva en carácter de condición misma de su desarrollo, como lo
recordaremos más adelante.
La ideología teórica de la economía capitalista
Lo que hoy en día está considerado como ciencia económica ha sido objeto de tantas
críticas devastadoras y establece tan pocas relaciones con la realidad, que seguir ocupándose de
81
ella puede parecer tan anacrónico y de poca utilidad como azotar caballos muertos. Pero,
como ya lo señalé, la regresión ideológica es tan grande y, sobre todo, los restos de estas teorías
flotan todavía en tantos espíritus confusos, y no solamente en la mente de periodistas, que se
hace necesario entregarse a un ejercicio resumido de recapitulación.
Hubo una economía política clásica que termina de hecho con Marx. Pero, y ya Marx
lo había notado, cuanto había sido un esfuerzo de análisis serio de la nueva realidad social
emergente bajo sus predecesores clásicos, se convirtió rápidamente, entre las manos de
epígonos de Smith y de Ricardo, en un ejercicio de defensa y glorificación del nuevo régimen.
Luego de una fase apologética vulgar, la economía política se viste de un ropaje matemático, lo
que le permite pretender la cientificidad. Pero el carácter ideológico de la nueva ciencia se ve
traicionado por su persistente esfuerzo de presentar al régimen como inevitable y óptimo.
Podríamos notar fácilmente que una u otra de estas virtudes sería suficiente; no puede dejar dé
llamar la atención que lo inevitable sea, al mismo tiempo, óptimo. Aquí, intentaremos
solamente destacar algunos postulados fundamentales de esta ideología y mostrar la vacuidad
o la falta de realidad de ella.
La idea que engloba a todas las otras es la idea de separabilidad, que conduce a la idea de
imputación separada. Ahora bien, el subespacio económico, como todos los subespacios sociales,
no es ni discreto ni continuo, utilizando por supuesto estos términos en su sentido metafórico.
Un individuo o una empresa son ciertamente ubicables a través de sus actividades económicas,
mencionables como entidades separadas, pero su actividad, en todos sus aspectos, está
permanentemente entremezclada de múltiples maneras con la de una cantidad indefinida de
otros individuos o empresas que no son, estrictamente hablando, separables. Una empresa
toma decisiones en función de un clima general de la opinión, y sus decisiones, en la medida en
que son importantes, alterarán este clima general. Sus acciones, sin que lo quiera o lo sepa,
harán más fáciles la vida y la actividad de otras empresas (ascenso en el rendimiento de las
economías externas), o más difíciles (baja en el rendimiento de las economías externas), y a su
vez sufrirá, positiva o negativamente, los efectos de acciones de otras empresas y de otros
factores de la vida social. La imputación de un resultado económico a una empresa es
puramente convencional y arbitraria, sigue fronteras trazadas por la ley (propiedad privada), la
convención o el hábito. Tan arbitraria es la imputación del resultado productivo a tal o cual
factor de producción, el capital o el tra-bajo. Capital (en el sentido de medios de producción
producidos) y trabajo contribuyen al resultado productivo sin que se puedan separar los
aportes de cada empresa, salvo en los casos más triviales, y de modo cuestionable. Esto es
también válido en el interior de una fábrica entre los distintos departamentos y talleres y
también para el resultado de trabajo de cada individuo. Nadie podría hacer lo que hace sin la
sinergia de la sociedad en la cual está inmerso y sin la acumulación de los efectos de la historia
precedente en sus gestos y en su espíritu. Estos efectos están tratados tácitamente por parte de
la economía política clásica como regalos gratuitos de la historia, pero son en realidad resultados
fuertemente tangibles, que se ponen de manifiesto, por ejemplo, cuando comparamos la
productividad industrial de una población europea con la de poblaciones de los países
precapitalistas.1 El producto social es el producto de la cooperación de una colectividad cuyas
En mi texto de 1974 citado anteriormente (nota 1), ya observaba que los responsables de la política de desarrollo
comenzaban a comprender que los obstácidos al desarrollo estaban ubicados mucho más profundamente que en la
falta de capital o de calificaciones técnicas. Esto fue consignado en informes oficiales de la Banca mundial, por
ejemplo, pero sin que haya influenciado a los economistas teóricos. De todos modos, hasta responsables políticos
serios continúan descubriendo la Luna. En un discurso reciente, el señor Alan Greenspan, presidente de la Federal
Reserve Board, adelantaba la idea de que la introducción del capitalismo en un país era imposible si algunos
presupuestos culturales no estaban proporcionados. William Pfaff lo cita diciendo que después de 1989 (!) había
descubierto que «muchas cosas que habíamos considerado evidentes en nuestro sistema de mercado libre y que
pertenecían supuestamente a la naturaleza humana no pertenecían de ninguna manera a la naturaleza, sino a la
1
82
fronteras están desdibujadas. La idea de un producto individual es una herencia de la
convención/institución jurídica de la primera instauración de la propiedad privada sobre el suelo.
Estas ideas, separabilidad en general y posibilidad de imputación separada en particular, son
los presupuestos tácitos de los postulados de la teoría económica.
El primero de estos postulados, explícito o implícito aun bajo formas atenuadas, es el
del homo oeconomicus, que no concierne solamente a los individuos sino a las organizaciones
(empresas, Estado —aunque este último, curiosamente, parece escapar al postulado de
racionalidad que caracterizaba a todos los demás actores de la vida económica, sin duda
porque está perturbado por factores políticos-). El hecho de que estos cuerpos colectivos
desarrollen conductas, racionalidades, y sobre todo irracionalidades específicas, no preocupa
demasiado a los teóricos. Este hombre económico es un hombre única y perfectamente
calculador. Su conducta es la de una computadora maximizando/minimizando a cada instante
los resultados de sus acciones. Podríamos fácilmente provocar la risa del lector si
desarrolláramos las consecuencias rigurosas de esta ficción: por ejemplo, que este hombre
cada mañana, después de despertarse pero antes de salir de su cama, examina, sin saberlo cerca
de mil millones de posibilidades que se le ofrecen para maximizar el placer o minimizar el
displacer de su jornada que comienza, evalúa sus distintas combinaciones y luego sale de su
cama, siempre listo, de todos modos, a revisar las conclusiones de su cálculo a la luz de toda
nueva información -que reciba. Así como la consideración del conjunto del sistema capitalista
por parte de sus apologistas parece ignorar la historia, la etnología y la sociología, este
postulado quiere ignorar la psicología y el psicoanálisis, la sociología de los grupos y de las
organizaciones. Nadie funciona tratando permanente-mente de maximizar/minimizar sus
utilidades y sus sobrantes, sus beneficios y sus costos, y nadie podría hacerlo. Ningún consumidor
conoce el conjunto de mercancías que están en el mercado, sus cualidades y sus defectos, y
nadie podría conocerlas. Tampoco ninguno se guía exclusivamente por consideraciones de
utilidad o de salvaguardia personal; debe elegir en el contexto que le resulta accesible, está
influenciado por la publicidad, sus preferencias reflejan una gran cantidad de influencias sociales
más o menos aleatorias desde el punto de vista económico. Eso es además válido para las
decisiones de las organizaciones. La burocracia directiva que maneja las firmas no solamente
dispone de una información imperfecta y tiene casi siempre criterios equivocados, sino que
además no toma sus decisiones como conclusión de un procedimiento racional, llega al término
del mismo mediante una lucha entre grupúsculos y clanes movidos por un conjunto de
motivaciones entre las cuales la maximización de los beneficios de la empresa constituye
solamente una dentro del conjunto, y no siempre la más importante.
El postulado de la matematización es evidentemente consustancial a la racionalización
concebida como exclusivamente cuantitativa. Los manuales y los textos de economía política
están llenos de ecuaciones y de gráficos que carecen casi siempre de sentido, salvo como
ejercicios elementales de cálculo diferencial y de álgebra lineal. Esta ausencia de sentido
obedece a varias razones:
— Esta matematización es esencialmente cuantitativa (algebraica diferencial). Ahora
bien, la economía efectiva presenta la paradoja de estar llena de cantidades, que no son
realmente aptas para el tratamiento matemático, salvo el tratamiento elemental. Existen ciertas
cantidades físicas, pero éstas, lo sabemos, son heterogéneas. No pueden ser ni adicionadas ni
restadas, salvo cuando se trata rigurosamente del mismo objeto (no me refiero a los cálculos
del ingeniero). Sin embargo, se suman en el contexto del mercado, o en los cuadros de
compatibilidad nacional, a través de su precio. Pero los valores establecidos de esta manera
cultura. El desmantelamiento de la planificación central en una economía no instaura automáticamente, como
algunos lo suponían», un capitalismo de mercado (International Herald Tribune del 14 de julio de 1997, p. 8).
83
tienen una significación únicamente en un contexto muy reducido. Por ejemplo, no son
comparables ni en su evolución temporal ni internacionalmente. Solamente las evaluaciones a
precio corriente son sumables, y brindan solamente una imagen instantánea y con una
significación limitada. Estrictamente hablando, no tiene mucho sentido comparar, por
ejemplo, el producto nacional en períodos temporales sucesivos un tanto alejados, porque su
composición cambió en el ínterin, y los métodos inventados para dejar de lado el famoso
problema de los números índices son artificios poco rigurosos. Esto no contradice la
veracidad de enunciados como «este año la producción ha retrocedido en relación con el año
pasado» o bien «el consumo obrero aumentó considerablemente en un siglo», pero convierte
en algo irrisorio los cálculos o las previsiones con tres o cuatro decimales corrientemente
puestos en práctica en la contabilidad nacional.
— La economía política habla todo el tiempo del capital como factor de producción,
entendiendo por esto el conjunto de medios de producción producidos. Ahora bien, en
realidad, no es verdaderamente mensurable por múltiples razones: su composición es
heterogénea, las evaluaciones de los bienes que lo componen al precio del mercado pueden
cambiar de un día para otro según el estado de la demanda y las anticipaciones de beneficio,
las invenciones tecnológicas que intervienen todo el tiempo modifican el valor de los elementos
que lo componen (maquinarias nuevas pueden perder todo su valor si máquinas más
competitivas aparecen en el mercado); los cambios de preferencias, o sea, modificaciones más o
menos duraderas de la estructura de la demanda varían igualmente el valor de estos elementos.
Eso no impide el hecho de que los manuales de economía política, y aun los premios Nobel,
hablen todo el tiempo de funciones de producción y se peleen a propósito de su forma matemática
más apropiada.
— Por otro lado, el cálculo diferencial se ocupa de valores continuos, mientras que las
cantidades económicas son discretas (ya se consideren físicamente, ya se tomen sus evaluaciones
en precios corrientes). Las derivadas o las diferenciales que llenan los textos de economía
constituyen una burla a la matemática. Todas las curvas marginales —de costos, utilidades,
etcétera— carecen intrínsecamente de sentido. De hecho, la misma cuestión de principio
aparece en física cuántica, utilizando el cálculo diferencial, mientras que los fenómenos tienen
probablemente una estructura discreta subyacente. Pero la realidad observable es
suficientemente seudocontinua como para justificar este procedimiento, y esto está demostrado,
de todos modos, por la eficacia científica de los métodos de la física (se puede decir lo mismo
en cuanto a las ecuaciones de la termodinámica estadística). Se pueden interpolar los puntos de
una curva supuesta a partir de valores observables extremadamente cercanos, y podemos, por
lo tanto, calcular una cuasiderívada. Pero un gráfico en el cual sólo pueden ser determinados
pocos puntos excluye su tratamiento por medio del análisis matemático. Eso es válido para
todos los dominios de la economía, pero especialmente tratándose de capital y de producción.
A modo de ejemplo impactante, pero de ningún modo excepcional, una compañía de aviación
que quiere aumentar su capacidad de transporte puede hacerlo únicamente mediante la
compra de unidades que valen cada una decenas de millones de dólares.
— Todo esto equivale a decir que la noción de función en economía carece de validez.
Una función es una ley que pone en relación de manera absolutamente rígida uno o varios
valores de la variable independiente con un solo y único valor de la variable dependiente. Pero,
aun suponiendo que estas variables puedan ser medidas, semejantes relaciones rígidas
simplemente no existen en economía. Seguramente existe un gran número de regularidades
que se aproximan a lo que se decía anteriormente, sin las cuales la vida real de la economía
sería imposible. Pero la apreciación correcta de estas regularidades y su utilización adecuada
por parte de los actores de la economía remiten al arte y no a una ciencia. Podemos estar
seguros, de manera global, de que si la demanda de una mercadería aumenta frente a una
84
oferta más o menos constante, el precio de la mercadería va a aumentar. Pero es absurdo
pretender decir matemáticamente el valor del aumento. Del mismo modo, un aumento de la
demanda implicará generalmente un aumento de la producción. Pero el reparto del poder
adquisitivo de la demanda adicional entre aumento de precio y aumento de la oferta (de la
producción) depende de una cantidad de factores que no son mensurables y que, en realidad,
no son siempre asignables: por ejemplo, el grado de oligopolio dentro de la rama considerada,
las estimaciones de las firmas en lo que se refiere al carácter pasajero o duradero del aumento
de la demanda, etcétera. Incluso, las posibilidades de aumento de la oferta (de la producción)
en este caso no son verdaderamente determinables a priori. La capacidad de producción con un
capital fijo no está rigurosamente determinada salvo en algunas ramas excepcionales (altos
hornos, etcétera). Para la mayoría de las industrias manufactureras, esta capacidad puede variar
casi de uno a tres, según sea factible o no pasar del trabajo de un solo equipo al trabajo de dos
o tres equipos. El grado de utilización del capital fijo está desdibujado y, en menor grado, eso
es válido en cuanto a la intensidad de la fuerza de trabajo. Más generalmente, hablar de leyes en
economía es un monstruoso abuso del lenguaje, salvo, una vez más, en algunos casos triviales
que tampoco son susceptibles de un tratamiento cuantitativo riguroso. Aun en el corto
período, en el dominio de la economía estática,, el estado y la evolución del sistema dependen
esencialmente de las acciones y las reacciones de los individuos, de grupos y de clases que no
están sometidos a determinismos fijos. Esto es aun más válido para la evolución a mediano y
largo término. Esta evolución está determinada, en parte, por el ritmo y el contenido de los
cambios tecnológicos que son, por esencia, imprevisibles. Si fueran previsibles, habrían sido
realizados instantáneamente, como observaba anticipadamente Joan Robinson en 1951.1 Por
otra parte, se encuentra determinada por la actitud de firmas que, más allá de otros factores
irracionales, están motivadas por su capacidad anticipatoria, cuya exactitud no se halla
garantizada por nada. Finalmente, esta evolución está determinada por el comportamiento de
la clase trabajadora, igualmente tan poco previsible (su tendencia a reclamar, por ejemplo, y la
posibilidad de hacerlo exitosamente, está sujeta a factores psicológicos, políticos, etcétera).
— Finalmente, lo esencial de los razonamientos de la economía académica remite al
estudio de las situaciones de equilibrio y de sus condiciones de realización. La obsesión del
equilibrio tiene dos raíces, ambas ideológicas. Las situaciones de equilibrio se eligen ya que son
las únicas que pueden permitir situaciones determinadas y unívocas: los sistemas de ecuaciones
simultáneas brindan una apariencia de rigurosa cientificidad. Por otro lado los equilibrios están
casi siempre presentados como equivalentes a situaciones de optimación (mercados saneados,
factores plenamente empleados, consumidores realizando su máxima satisfacción, etcétera). El
resultado fue que, hasta la década de 1930, los desequilibrios persistentes o los equilibrios
catastróficos o no susceptibles de optimar (los equilibrios de los mercados monopólicos u
oligopólicos, que implican una sobreexplotación adicional de los consumidores, o los equilibrios
de subempleo) fueron tendenciosamente ocultados o relegados a notas en pie de página.
Incluso, se llegó a realizar la hazaña (Pigou) de presentar situaciones de desocupación masiva
como situaciones de equilibrio más o menos satisfactorias, explicando que los obreros
desocupados, en realidad, estaban retirados del mercado porque no aceptaban una rebaja mínima
de sus salarios para hallar un empleo. (Esta clase de estupideces sigue teniendo plena vigencia
actualmente, cuando se pretende que la desocupación en Europa sería absorbida solamente si
«Notes on the economics of technical progress», en The Rate of Interest and Other Essaysy Londres, MacMilIan,
1952, p. 56: «If future innovation were foreseen in full detail it would begin to be made at once...» [« Sí las futuras
innovaciones se previeran en todos sus detalles, esto comenzaría a hacerse enseguida...»]. El argumento se
encuentra también en textos más tardíos de Karl Popper, para demostrar igualmente la imprevisibilidad del
progreso tecnológico.
1
85
la oferta de trabajo fuera más flexible, o sea, si los obreros estuvieran dispuestos a aceptar rebajas
de sus salarios y otras ventajas.) Ahora bien, la situación permanente de la economía capitalista
es una sucesión de desequilibrios cambiantes, lo que lleva a convertir simultáneamente
cualquier anticipación en aleatoria, y a llenar de fósiles la estructura existente en todo momento
tanto del capital como de la demanda (Joan Robinson).
La realidad efectiva de la economía capitalista
«La cuestión es, dice Alicia, si pueden hacer que las palabras puedan significar
tantas cosas diferentes. La cuestión es, contestó Humpty Dumpty, quién va ser el
dueño eso es todo.»
Durante mucho tiempo, la nueva ciencia económica se ha preocupado solamente por los
factores que determinan los precios de las mercancías específicas en condiciones de equilibrio
estático. Los economistas creían o aparentaban creer que los mismos factores que
determinaban el precio de una mercancía ideal bajo condiciones ideales (competencia perfecta,
etcétera) determinarían mas o menos todos los precios (incluyendo el precio del trabajo y el precio
del capital) que a su vez determinarían todo lo que ocurre de importancia en la economía: su
equilibrio global, el reparto del ingreso nacional, la atribución de los recursos productivos
entre varias categorías de usuarios y de utilización y —pero esta cuestión permanecía en una
nebulosa— la evolución a o término. Con algunas pocas correcciones, todo esto debía derivar
de las curvas de costos y utilidades marginales, con respecto a las cuales era posible fácilmente
que se cruzaban siempre en puntos óptimos de equilibrio. Que la característica fundamental del
capitalismo fuese la agitación sacudida y violenta de la economía y de la sociedad no parecía
quitarles el sueño.
Esta canción sigue siendo susurrada sotto voce por los economistas académicos de hoy,
pero nadie parece ya tomarla en serio. Esto se debe sin duda al hecho de que la ficción de la
competencia perfecta, pura y perfecta o perfectamente perfecta, se disipó en humo —volveré
sobre esto más adelante- y que resulta imposible, aun teóricamente, pasar de la realidad de los
mercados oligopólicos a equilibrios generales, optimizando otra cosa que los beneficios de los
oligopolios, o más precisamente de los clanes que dirigen estos mercados.
Más aún, la mundialización efectiva de la producción capitalista con las diferencias
colosales de las condiciones de producción que se ponen de manifiesto entre países
industrializados de larga data y países emergentes convierte simplemente en irrisorio todo
postulado de homogeneidad, aunque fuese aproximada, de los mercados de los factores de
producción a escala planetaria.
La fase clásica del capitalismo, o sea, hasta un período cercano al año 1975, presentaba
tres grupos de problemas a cualquier análisis económico que hubiera querido conservar una
pertinencia relativa a la realidad y a los aspectos de la economía que importaban para el estado
y la evolución de la sociedad del primer grupo, claramente definido por Ricardo y retomado
por Marx, es el grupo del reparto del producto social (ingreso nacional). Ejerce una Influencia
fuerte sobre la atribución de los recursos entre categorías {sectores) de la producción. El
segundo grupo es el de la relación entre los recursos productivos disponibles (capital y trabajo)
y la demanda social efectiva, relación de la cual depende el pleno empleo o el subempleo de
estos recursos. Se encuentra estrechamente ligado al tercer grupo: el de la evolución ele la
economía, o sea, el crecimiento efectivo o deseable de la producción. Los tres grupos están en
estrecha comunicación ya que, por ejemplo, el reparto 3eÍ ingreso es el principal factor
regulador del reparto de los recursos, que su vez juega un rol esencial tanto en la cantidad
como en el contenido de la inversión y, por ende, en evoluciones futuras de la economía.
Si no tenemos en cuenta estos detalles, las calificaciones y los casos específicos, y si en
una primera etapa hacemos abstracción del comercio exterior (por ejemplo, considerando una
86
economía mundial más o menos homogénea supuestamente), la respuesta a estas preguntas es
llamativamente simple. El reparto de los ingresos entre clases sociales y en el interior de cada
una de estas clases, entre grupos sociales, evoluciona esencialmente en función de la relación
de fuerzas entre ellos. En una primera aproximación, este reparto regula la atribución de los
recursos entre consumo e inversión. Globalmente, los trabajadores consumen lo que ganan;
los que poseen bienes ganan lo que gastan,1 consumen una parte menor de su ingreso e
invierten la mayor parte -o no la invierten, en cuyo caso aquélla desaparece y se pone
simultáneamente de manifiesto una situación de subempleo-. De esta manera se determina
también el reparto de la inversión entre industrias que producen bienes de consumo e
industrias que producen medios de producción. El equilibrio global —la igualdad aproximada
entre capacidad de oferta, o sea, empleo del capital y de la fuerza de trabajo disponibles, y la
demanda efectiva, o sea, solvente— depende, en primer lugar, de la cantidad de la inversión. Si
considerarnos el total de los salarios y de los ingresos de los poseedores de bienes destinados
al consumo como datos, habrá equilibrio únicamente si las empresas invierten lo suficiente
para absorber más o menos la capacidad productiva de las industrias que producen los medios
de producción. Nada impide el hecho de que puedan llevarlo a cabo. Pero nada garantiza
tampoco que lo harán. Esto depende de numerosos factores, entre los cuales el principal está
formado por sus anticipaciones con respecto a la demanda esperada de sus productos. 2 Pocas
cosas razonables se pueden decir a propósito de estas anticipaciones, a priori y en general. De
allí las fluctuaciones recurrentes del nivel de actividad y los accidentes que pueden llegar a
depresiones de gran magnitud o a fases de fuerte inflación. Si consideramos, en una primera
aproximación, el ritmo del progreso tecnológico (por ende, también, la suba de la
productividad del trabajo) como algo más o menos constante, estas mismas anticipaciones y el
nivel de inversión que requieren determinarán la tasa de crecimiento de la economía a más
largo plazo. En este caso, estarán fuertemente influenciadas, en cuanto a tendencia, por el
conjunto de la experiencia pasada de la economía capitalista, que es la de una expansión
promedio. Habrá pues, en el largo plazo, un atajo favorable al crecimiento, pero también un
margen de incertidumbre importante en cada instante particular para cada empresa particular,
margen cuya combinación con los efectos agregados de las fluctuaciones anteriores sobre el
capital fijo existente excluye el hecho de que exista alguna vez un crecimiento equilibrado y
estacionario (con tasa más o menos constante, steady) a largo plazo. Este cuadro general puede y
debe ser completado, evidentemente, con la consideración de otros factores (aceleración o
disminución del progreso tecnológico, variaciones en el movimiento demográfico, apertura de
nuevas zonas geográficas que se están valorizando, y así sucesivamente).
Nada de todo esto permite hablar de un equilibrio asegurado, ni de una tasa de
crecimiento o de un nivel de producción óptimo, ni de una maximización de la utilidad social,
ni de una remuneración del trabajo según su producto marginal, ni de una tasa natural del
beneficio o del interés, ni de ningún otro cupido o ninfa que abundan en los manuales de
economía. En particular, las ganancias de las empresas no están determinadas por el costo
marginal de su producto (que solamente fija, en tiempo normal, un límite inferior a su precio de
venta), sino por el precio que pueden obtener (o imponer o extorsionar) para su producto,
[Castoriadis retoma aquí la fórmula de Kaldor sobre la teoría kalekiana de la repartición.]
Keynes agregaba a esto el costo de la inversión medida por la tasa de interés. Pero, para las áreas que importan,
las variaciones de la tasa de interés son menos decisivas que las perspectivas de beneficio, y, sobre todo, sus
efectos no son simétricos. Los Bancos centrales pueden ahogar una expansión a través de alzas importantes de
las tasas de interés, pero mucho más difícilmente, por no decir que es imposible, pueden suscitarla. Tenemos
numerosos casos testigo de esta situación desde 1945, y aun hoy la situación en Alemania, Francia; y, sobre todo,
Japón. Las tasas reales en Francia y en Alemania están en su nivel más bajo desde hace mucho tiempo; mientras
que en Japón, la tasa de descuento es del 0,5% y el rendimiento de las obligaciones es inferior al 2%.
1
2
87
dado el estado de la demanda. Solamente este hecho excluye toda discusión a propósito de la
racionalidad de la atribución de los recursos en la economía.
A continuación citamos una cierta cantidad de hechos que muestran concretamente de
qué trata la racionalidad económica en el régimen capitalista.
— Cada empresa invierte, en primer lugar, en su propia línea de producción y no allí
donde el beneficio sería marginalmente superior (por ende, socialmente preferible). Si se anima a
invertir en otros sectores, se debe a una J previsión con respecto a una tasa de ganancia
sensiblemente superior.
— Casi todas las empresas (incluyendo los comercios de barrio) se encuentran en una
situación de oligopolio y no de competencia, cuando no de monopolio o de acuerdo entre
productores bajo una forma u otra.
— Este hecho desemboca en el flujo de nociones como, por ejemplo, la de mercadería
como producto homogéneo, y la de sector como conjunto de firmas que producen el mismo
producto.
— Las decisiones de la empresa, invertir o no, aumentar o disminuir la producción, se
toman siempre sobre la base de una información incompleta y distorsionada; en las empresas
importantes, estas decisiones son el resultado de peleas internas entre expertos y entre clanes
burocráticos (y no el resultado de un procedimiento racional de decisión, Simón, etcétera). Están
fuertemente desviadas con la finalidad de favorecer el mantenimiento del equipo dirigente,
como ya lo habían puesto en evidencia desde los años sesenta los estudios de Robin Marris.
— La situación interna de la empresa presenta un grado más o menos importante de
opacidad para los dirigentes, por la burocracia de la empresa y la resistencia de los
trabajadores.1
— El mercado del capital (y del crédito) es totalmente imperfecto porque al hecho de que
los fondos disponibles, como ya lo señalamos, se orientan preferentemente hacia los sitios
donde han sido adquiridos, se agrega la opacidad de la situación de los deudores y los vínculos
muy fuertes entre bancos e industria.
— Estrechamente ligado con el punto anterior, el capital en tanto poder para disponer
de los recursos productivos y especialmente del trabajo ajeno, se encuentra en parte disociado
de la propiedad o de la posesión de sumas de valores. Lo esencial consiste en la posibilidad de
acceso a tales recursos, que puede estar asegurado por intermedio de otras vías (por ejemplo, el
crédito bancario).
— La evaluación de las empresas existentes en el mercado está desdibujada, ya que
depende de las anticipaciones con respecto a los beneficios futuros y de la tasa promedio de
ganancia prevista.
— La producción (y hasta cierto punto, el mercado de trabajo) está llena de rentas por
la situación.
— La propiedad privada de la tierra crea una renta territorial absoluta (Marx) que no
tiene ni puede tener ninguna justificación económica.
— La fuerza de trabajo no es una mercancía. Su producción y reproducción no son y
no pueden ser reguladas por un mercado.2
Véase mi texto «Sur le contenu du sucialisme III» (1958) que se encuentra ahora en L'Expérience du mouvement
ouvrier, tomo II, París, UGE, col. 10/18, 1974 [traducción castellana: «Sobre el contenido del socialismo III»,
Barcelona, Tusquets, 1979].
2 He desarrollado este punto en numerosas oportunidades: en «Sur la dynamique du capitalisme», Socialisme ou
Barbarie, núm. 12, septiembre-octubre 1953; «Le mouvement révolutionnaire sous le capitalisme moderne» (i960),
retomado en Capitalisme moderne et Révolution, tomo II, París, UGE, col. 10/18, 1979 [traducción castellana:
Capitalismo moderno y revolución, Madrid, Ruedo Ibérico, 1970]; «Valeur, égalité, justice, politique: de Marx à Aristote
et d'Aristote à nous» (1975), retomado en Les Carrefours du labyrinthe, Paris, Seuil, 1978 [reed. col. Points Essais,
1998].
1
88
— El rendimiento efectivo del trabajo (o la tasa efectiva remuneración/ rendimiento
físico, TERR)1 se encuentra extensamente indeterminado.
En la presente fase del capitalismo, o sea, desde hace aproximadamente un cuarto de
siglo, todo esto sigue en vigencia, pero nuevos factores conmueven la perspectiva global. De
tal manera que la mundialización efectiva de la producción, posibilitada por nuevos desarrollos
tecnológicos (en resumen, la reducción a casi nada, cuantitativamente hablando, de la
importancia de la calificación del trabajo en la producción material, poniendo de este modo a
disposición del capital mundial a miles de millones de hambrientos diseminados en todo el
mundo) y también políticos (el desarme de los gobiernos en materia de política económica, en
particular la liberación total de los flujos internacionales de capital), tuvo aparentemente este
efecto paradójico de destruir la homo-geneidad de las condiciones económicas de producción
en el mundo, justamente cuando se establecía un mercado verdaderamente mundial. Toda
discusión con respecto a la determinación de precios o de cualquier otro tema a través de
factores racionales —incluyendo los beneficios capitalistas— se convierte, en estas condiciones,
en irrisoria. Volveré sobre el asunto en la última parte de este texto.
Eficacia relativa, flexibilidad y resistencia del capitalismo
La mejor justificación del capitalismo es la que ofrecía Schumpeter al final de su vida,
en Capitalisme, Socialismey Démocratie [Capitalismo, socialismo, democracia], así como la resumió Joan
Robinson:2 es verdad que el sistema es cruel, injusto, turbulento, pero es el proveedor de la
mercancía, y basta de protestas, ya que es esta mercancía lo que ustedes quieren.
Justificación circular, también en este caso. En los países ricos, la gente quiere esta
mercancía porque está educada para quererla desde la más tierna infancia (visite si quiere una
escuela maternal de hoy) y porque el régimen impide, de mil maneras, querer cualquier otra
cosa. En todos los países, ya que si el capitalismo no inventó ab ovo lo que se llama efecto de
demostración, lo llevó a un exponente cuyo grado era anteriormente desconocido. Por el
momento, el sistema sigue más o menos con la capacidad de proveerla. La discusión tiene que
interrumpirse aquí: la situación no cambiará mientras persista esta inclinación, por parte de la
gente, por la acumulación de cachivaches, acumulación cada vez más aleatoria para una
cantidad creciente de personas, y con la cual podrán o no algún día sentirse saturados.
Pero algunas cuestiones subsisten. ¿Hasta dónde llega, y sobre qué se sostiene la
eficacia del capitalismo, a pesar de todas sus limitaciones? ¿Cómo pudo sobrevivir el régimen
a esta larga serie de crisis y de vicisitudes históricas y, por lo menos hasta un determinado
momento, emerger de ellas fortalecido? ¿Cuáles son en este sentido los cambios que su nueva
fase puede engendrar?
La respuesta a la primera pregunta no es tan difícil. El capitalismo es el régimen que
apunta a incrementar por todos los medios la producción —cierto tipo de producción, no lo
olvidemos—, y a disminuir por todos los medios sus costos —costos que son, tampoco lo
debemos olvidar, definidos de modo muy restrictivo: ni la destrucción del medio ambiente, ni
el aplastamiento de vidas humanas, ni la fealdad de las ciudades, ni la victoria universal de la
irresponsabilidad y del cinismo, ni el reemplazo de la tragedia y de la fiesta popular por el
folletín televisado están tenidos en cuenta en este cálculo, y no podrían ser tomados en cuenta
en ningún cálculo de este tipo—. Para llevar a cabo esta meta, el capitalismo supo y pudo
Véase mi libro Devant la guerre, Paris, Fayard, 1981, p. 132, n. 1 [traducción castellana: Ante la guerra, Barcelona,
Tusquets, 1986].
2 Economic Phifosophy, Harmondsworth, Penguin, 1962, p, 130.
1
89
contar con un desarrollo sin precedentes en la historia de la tecnología, que el mismo sistema
promovió, estrechamente orientada, es cierto, pero adecuada a las metas perseguidas: poder
para la clase dominante, consumo de masa para la mayoría de los dominados, destrucción del
sentido del trabajo, eliminación del rol humano del hombre en la producción. Pero la
herramienta más formidable fue la destrucción de todas las significaciones sociales
precedentes y la incentivación, en el alma de todos o de casi todos, de esta compulsión de
adquirir lo que, en la esfera de cada uno, es o parece accesible, y para lo cual se acepta
prácticamente todo. Esta enorme mutación antropológica puede ser dilucidada o
comprendida, pero no explicada.
A estos recursos se agregó, a partir de un determinado momento y de ningún modo
desde el origen, la transformación de un mecanismo institucional presente desde la más
remota antigüedad, el mercado, desembarazado de todas las trabas y extendido gradualmente a
todas las esferas de la vida social. Mientras exista el capitalismo, este mercado no es, nunca fue
y jamás podrá llegar a ser, un mercado perfecto, ni siquiera verdaderamente competitivo en el
sentido piadoso de los manuales de economía política. Siempre estuvo caracterizado por las
intervenciones del poder del Estado, las coaliciones de capitalistas, la retención de la
información, las manipulaciones de los consumidores y la violencia abierta o camuflada contra
los trabajadores. Este mercado difiere poco de una jungla moderadamente salvaje y, como en
toda jungla, los más aptos para sobrevivir han sobrevivido y sobreviven, salvo que esta aptitud
para la supervivencia no coincida con ningún estado óptimo social, ni siquiera con la
posibilidad máxima de una producción trabada por la concentración de los oligopolios y los
monopolios, sin mencionar las atribuciones irracionales de los recursos, de las aptitudes no
aprovechadas y del conflicto permanente alrededor de la producción en los lugares de trabajo.
Pero más allá de los altibajos, de los booms y de los cracks, el sistema funcionó mal que bien
dentro de sus límites y según sus metas.
La respuesta a la segunda pregunta, si es que existe una respuesta, resulta más difícil y
compleja. Es esencialmente paradójica. Librada a ella misma, la minimización de los costos
implica lógicamente los salarios más bajos posibles para una productividad más alta posible. El
capitalismo de la primera mitad del siglo XIX se orientaba espontáneamente hacia una
situación de este tipo y ésta es la lógica que Marx extrapoló con sus conceptos de pauperización
y superproducción. Las luchas obreras fueron las que contrarrestaron esta tendencia, imponiendo
aumentos de salarios y reducciones de la duración del trabajo que han creado enormes
mercados internos de consumo y han evitado que el capitalismo se viera ahogado en su propia
producción. Además, hemos presenciado, lo sabemos, se puede demostrar —Keynes lo había
hecho—, que, librado a sí mismo, el sistema no es conducido espontáneamente hacia un
equilibrio, aunque fuese aproximado, sino preferentemente hacia una alternancia de fases de
expansión y de contracción -las crisis económicas—, las más violentas de las cuales pueden
engendrar, y de hecho lo han llevado a cabo, una destrucción considerable de riquezas
acumuladas y una desocupación vertiginosa (30% de la fuerza de trabajo en los Estados ,
Unidos en 1933). Ahora bien, también en este caso, fueron las reacciones sociales y políticas
las que han impuesto, en primer lugar en los Estados Unidos, nuevas políticas de intervención
del Estado en la economía.
En los dos casos —reparto del producto social, rol del Estado-, el establishment
capitalista, bancario y académico combatió ferozmente estas innovaciones descabelladas que
implicaban el riesgo de provocar el fin del mundo. Durante mucho tiempo, no se limitaron a
pedir (y a obtener) la intervención del ejército para enfrentar a los obreros en huelga;
proclamaron que les resultaba imposible acordar aumentos de salario o reducciones de la
jornada de trabajo sin provocar la ruina de su empresa y de la sociedad toda; y en-contraron
siempre profesores de economía política para darles la razón. Y el señor Rueff, el héroe de la
90
política económica francesa, organizaba la «deflación Laval» en 1932, mientras que del otro
lado del Canal de la Mancha, el Tesoro y la Banca de Inglaterra acumulaban memorandos
demostrando que cualquier relanzamiento de la demanda con obras públicas engendraría una
catástrofe económica.
Recién después de la Segunda Guerra Mundial fueron aceptados, de manera general,
aumentos más o menos regulares de los salarios y una regulación del Estado por parte del
patronato y los economistas académicos. El resultado consistió en la fase más prolongada de
expansión capitalista, más o menos ininterrumpida (las «Treinta Gloriosas»). Así como lo
previo Kalecki desde 1943, una presión creciente sobre los salarios y los precios fueron la
consecuencia de esa situación, que se manifestó claramente a partir de los años sesenta. Nada
demuestra que no hubiera podido controlarse a través de políticas moderadas. Pero en este
caso entró en juego un factor propiamente político. Esta situación levemente inflacionista
brindó la señal, y el pretexto, para una contraofensiva reaccionaria (Thatcher, Reagan), una
especie de contrarrevolución conservadora, que desde hace quince años se extendió sobre
todo el planeta. En el plano político, esta contraofensiva explotó la quiebra de los partidos de
izquierda tradicionales, la enorme pérdida de influencia de los sindicatos, la monstruosidad
manifiesta de los regímenes del socialismo realy incluso antes de su derrumbe, la apatía y la
privatización de las poblaciones, la irritación creciente de éstas contra la hipertrofia y la
absurdidad de las burocracias de los Estados. Salvo este último factor, todos estos elementos
traducen directa o indirectamente la crisis del proyecto socio-histórico de autonomía
individual o colectiva. El gran desequilibrio de la relación entre fuerzas sociales que resultó de
esta situación permitió el retorno a un liberalismo brutal y ciego, del cual seguramente los
principales beneficiarios son las grandes empresas de la industria y de las finanzas y los grupos
que las dirigen, pero que van mucho más allá de su rol político; en Francia, en España, en
varios países nórdicos, son los partidos llamados socialistas los que se encargaron de
introducir, imponer o mantener (Gran Bretaña) el neoliberalismo. Presenciamos el crudo
triunfo del imaginario capitalista en sus formas más groseras.
Este triunfo se materializó esencialmente con el desmantelamiento del rol del Estado
en el dominio económico. Los movimientos internacionales de capitales quedaron exentos de
todo control; el fetichismo del equilibrio presupuestario prohíbe toda política de regulación de
la demanda; la política monetaria pasó totalmente a manos de los Bancos centrales, cuya única
preocupación es la lucha contra una inflación ya inexistente. La consecuencia fue, desde hace
quince años, una desocupación mantenida en altos niveles; en los lugares donde se produjo un
retroceso de la desocupación, como en los Estados Unidos y en Inglaterra, el precio fue la
proliferación de trabajos con tiempo reducido o mal remunerados y el estancamiento o la
reducción de los salarios reales, paralelamente a un incremento continuo de los beneficios de
las empresas y los ingresos de las clases altas. El ataque frontal contra los salarios y las ventajas
anteriormente adquiridas por parte de los trabajadores, permitido por el incremento de la
desocupación y la precariedad de los empleos, está justificado por un chantaje: habría que
reducir los costos del trabajo para poder enfrentar la competencia externa o evitar los cambios
de ubicaciones. De este modo, quizás se pretende convencer de que una disminución de
algunos puntos de porcentajes de los salarios en Francia o en Alemania bastarían para luchar
victoriosamente contra la producción de países en los cuales los salarios son la décima o la
vigésima parte de los nuestros (2,5 dólares, o sea, 15 francos por día para las obreras de Nike
confinadas en los ergástulos de esta empresa en Indonesia, y menos aún en Vietnam).
Ninguna flexibilidad del trabajo en los viejos países industrializados podría resistir la competencia
de la mano de obra miserable de países que poseen un reservo- rio inagotable de fuerza de
trabajo. Existen, con posibilidad de movilización rápida y prácticamente sin necesidad de
formación, centenares de millones de obreros y obreras potenciales en China, la misma
91
cantidad en la India, casi una cantidad similar en otros países de Asia, sin hablar de América
Latina, África o Europa del Este. Y es absurdo pretender que una transición sin sobresaltos
pueda llevar a países que presentan tantos retrasos en sus condiciones iniciales, a un estado de
división internacional armoniosa del trabajo. Presenciamos una fase de transición brutal,
salvaje, a una escala mucho más amplia y en un lapso mucho más reducido que las otras fases
de transición de la historia del capitalismo, a la que se quiere justificar con el pretexto absurdo
de que el curso actual es ineludible, que ninguna política puede resistir al juggernaut de la
evolución de la economía.
Frente a tal situación, resulta vana una discusión con respecto a una racionalidad
cualquiera de la economía. El régimen apartó por sí mismo los escasos medios de control que
ciento cincuenta años de luchas políticas, sociales e ideológicas lograron imponerle. La anomia
de la dominación de los barones depredadores de la industria y de las finanzas en los Estados
Unidos al final del siglo pasado nos brinda solamente un pálido antecedente de lo que
acontece. Las firmas transnacionales, la especulación financiera y hasta las mafias, en el sentido
estricto del término, saquean el planeta, únicamente guiadas por la visión a corto plazo de sus
beneficios. El fracaso repetido de cualquier tentativa de preservar el medio ambiente contra
los efectos de la industrialización, civilizada y salvaje, no constituye otra cosa que la señal más
espectacular de su miopía. Los efectos previsibles y terroríficos de la modernización sobre las
restantes cuatro quintas partes del planeta no juega ningún rol en las políticas actuales.1
La perspectiva que resulta de esta situación no es la de una crisis económica del
capitalismo en general en el sentido tradicional. En un plano abstracto, el capitalismo (las
empresas mundiales) podría gozar cada vez de mejor salud hasta que el cielo caiga sobre
nuestras cabezas. Aquello supondría sin embargo, entre otras cosas, que la ruina de los viejos
países industrializados, especialmente en Europa, y la salida de miles de millones de personas
de su mundo milenario para ingresar en sociedades tecnificadas, asalariadas y urbanas en los
países aún no industrializados podría desarrollarse sin sacudidas sociales y políticas de gran
envergadura. Es una perspectiva posible. Nada asegura que sea la más probable.
El análisis puede llevar a plantearse este tipo de interrogantes. El resto depende de las
reacciones y de las acciones de las poblaciones de los países involucrados.
(Septiembre
de
1996-
Agosto
de
1997)
Ya evocaba los efectos previsibles de la industrialización de países no desarrollados en mi texto de 1974, citado en
nota 1, y sin duda no era el primero en hacerlo.
1
92
Castoriadis, Cornelius. “Poder, Política y Autonomía” en Ciudadanos sin brújula. Mexico.
Coyacan. 2000.
PODER, POLÍTICA, AUTONOMÍA
El autodespligue del imaginario radical como sociedad y como historia -como lo
social-histórico- sólo se hace, y no puede dejar de hacerse, en y por las dos dimensiones del
instituyente y de lo instituido. La institución, en el sentido fundador, es una creación
originaria del campo social-histórico –del colectivo-anónimo- que sobrepasa, como
eidos, toda “producción” posible de los individuos o de la subjetividad. El individuo -y los
individuos- es institución, institución de una vez por todas e institución cada vez distinta en
cada distinta sociedad. Es el polo cada vez específico de la imputación y de la atribución
sociales establecidos según normas, sin las cuales no puede haber sociedad.
La subjetividad, como instancia reflexiva y deliberante (como pensamiento y
voluntad) es proyecto social histórico, pues el origen (acaecido dos veces, en Grecia y en
Europa Occidental, bajo modalidades diferentes) es datable y localizable. En el núcleo de las
dos, la mónada psíquica, irreductible a lo social-histórico, pero formable por este casi
ilimitadamente a condición de que la institución satisfaga algunos requisitos mínimos de la
psique. El principal entre todos: nutrir a la psique de sentido diurno, lo cual se efectúa
forzando e induciendo al ser humano singular, a través de un aprendizaje que empieza desde
su nacimiento y que va robusteciendo su vida, invistiendo y dando sentido para sí a las partes
emergidas del magma de significaciones imaginarias sociales instituidas cada vez por la
sociedad y que son las que comparte con sus propias instituciones particulares.
Resulta evidente que lo social-histórico sobrepasa infinitamente toda “intersubjetividad”. Este término viene a ser la hoja de parra que no logra cubrir la desnudez del
pensamiento heredado a este respecto, la evidencia de su incapacidad para concebir lo socialhistórico como tal. La sociedad no es reducible a la “intersubjetividad”, no es un cara- a-cara
indefinidamente múltiple, pues el cara-a-cara o el espalda-a-espalda sólo pueden tener lugar
entre sujetos ya socializados. Ninguna “cooperación” de sujetos sabría crear el lenguaje, por
ejemplo. Y una asamblea de inconscientes nucleares sería imaginariamente más abstrusa que la
peor sala de locos furiosos de un manicomio. La sociedad, en tanto que siempre ya
instituida, es auto-creación y capacidad de auto-alteración, obra del imaginario radical
como instituyente que se autoconstituye como sociedad constituida e imaginario
social cada vez particularizado.
El individuo como tal no es, por lo tanto, “contingente” relativamente a la sociedad.
Concretamente, la sociedad no es más que una mediación de encarnación y de incorporación
fragmentaria y complementaria, de su institución y de sus significaciones imaginarias, por los
individuos vivos, que hablan y se mueven. La sociedad ateniense no es otra cosa que los
atenienses -sin los cuales no es más que restos de un paisaje trabajado, restos de mármol y de
ánforas, de inscripciones indescifrables, estatuas salvadas de las aguas en alguna parte del
Mediterráneo-, pero los atenienses son sólo atenienses por el nomos de las polis. En esta
93
relación entre una sociedad instituida que sobrepasa infinitamente la totalidad de los
individuos que la “componen”, pero no puede ser efectivamente más que en estado
“realizado” en los individuos que ella fabrica, y en estos individuos puede verse un tipo de
relación inédita y original, imposible de pensar bajo las categorías del todo y las partes, del
conjunto y los elementos, de lo universal y lo particular, etc. Creándose, la sociedad crea al
individuo y los individuos en y por los cuales sólo puede ser efectivamente. Pero la sociedad
no es una propiedad de composición, ni un todo conteniendo otra cosa y algo más que sus
partes -no sería más que por ello que sus “partes” son llamadas al ser, y a “ser así”, por ese
“todo” que, en consecuencia, no puede ser más que por ellas, en un tipo de relación sin
analogía en ningún otro lugar, que debe ser pensada por “ella misma”, a partir de “ella misma”
como modelo de “sí misma”.
Pero a partir de aquí hay que ser muy precavidos. Se habría apenas avanzado (como
algunos creen) diciendo: la sociedad hace los individuos que hacen la sociedad. La sociedad es
obra del imaginario instituyente. Los individuos están hechos por la sociedad, al mismo
tiempo que hacen y rehacen cada vez la sociedad instituida: en un sentido, ellos sí son
sociedad. Los dos polos irreductibles son el imaginario, radical instituyente -el campo
de creación sociohistórico-, por una parte, y la psique singular, por otra. A partir de la
psique, la sociedad instituida hace cada vez a los individuos -que como tales, no pueden hacer
más que la sociedad que les ha hecho-. Lo cual no es mas que la imaginación radical de la
psique que llega a transpirar a través de los estratos sucesivos de la coraza social que es el
individuo, que la recubre y penetra hasta un cierto punto -límite insondable, ya que se da una
acción de vuelta del ser humano singular sobre la sociedad-. Nótese de entrada, que una tal
acción es rarísima y en todo caso imperceptible en la casi totalidad de las sociedades, donde
reina la heteronomía instituida, y donde aparte del abanico de roles sociales predefinidos, las
únicas vías de manifestación reparable de la psique singular son la transgresión y la patología.
Sucede de manera distinta en aquellas sociedades donde la ruptura de la heteronomía completa
permite una verdadera individualización del individuo, y donde la imaginación radical de la
psique singular puede a la vez encontrar o crear los medios sociales de una expresión pública
original y contribuir a la auto-alteración del mundo social.
La institución y las significaciones imaginarias que lleva consigo y que la animan son
creaciones de un mundo, el mundo de la sociedad dada, que se instaura desde el principio en
la articulación entre un mundo “natural” y “sobre-natural” -más comúnmente “extra-social” y
“mundo humano” propiamente dicho. Esta articulación puede ir desde la casi fusión
imaginaria hasta la voluntad de separación más rotunda; desde la puesta de la sociedad al
servicio del orden cósmico o de Dios hasta el delirio más extremo de dominación y
enseñoramiento sobre la naturaleza. Pero, en todos los casos, la “naturaleza” como la
“sobre-naturaleza”, son cada vez instituidas, en su propio sentido como tal y en sus
innombrables articulaciones, y esta articulación contempla relaciones múltiples y cruzadas con
las articulaciones de la sociedad misma instauradas cada vez por su institución.
Creándose como eidos cada vez singular (las influencias, transmisiones históricas,
continuidades, similitudes, etc., ciertamente existen y son enormes, como las preguntas que
suscitan, pero no modifican en nada la situación principal y no pueden evitar la presente
discusión), la sociedad se despliega en una multiplicidad de formas organizativas y organizadas.
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Se despliega, de entrada, como creación de un espacio y de un tiempo (de una
espacialidad y de una temporalidad) que le son propias, pobladas de una cáfila de objetos
“naturales”. “sobrenaturales” y “humanos”, vinculados por relaciones establecidas en cada
ocasión por la sociedad, consideradas y sostenidas siempre sobre una propiedades inmanentes
del ser-así del mundo. Pero estas propiedades son re-creadas, elegidas, filtradas, puestas en
relación y sobre todo: dotadas de sentido por la institución y las significaciones
imaginarias de la sociedad dada.
El discurso general sobre estas articulaciones, trivialidades dejadas de lado, es casi
imposible son cada vez obra de la sociedad considerada como tal, impregnada de sus
significaciones imaginarias.
La “materialidad”, la “concretud” de tal o cual institución puede aparecer como
idéntica o marcadamente similar entre dos sociedades, pero la inmersión, en cada ocasión,
de esta aparente identidad material en un magma distinto de diferentes
significaciones, es suficiente para alterarla en su efectividad social-histórica (así sucede
con la escritura, con el mismo alfabeto, en Atenas el 450 a.C. y en Constantinopla en el 750 de
nuestra era). La constatación de la existencia de universales a través de las sociedades lenguaje, producción de la vida material, organización de la vida sexual y de la reproducción,
normas y valores, etc.- está lejos de poder fundar una “teoría cualquiera de la sociedad y de la
historia-. En efecto, no se puede negar en el interior de estas universales “formales” la
existencia de otras universales más específicas: así, en lo que hace referencia al lenguaje, ciertas
leyes fonológicas. Pero precisamente -como la escritura con el mismo alfabeto- estas leyes sólo
conciernen a los límites del ser de la sociedad, que se despliega como sentido y significación.
En el momento en que se trata de las “universales”, “gramaticales” o “sintácticas”, se
encuentran preguntas mucho más temibles. Por ejemplo, la empresa de Chomsky debe
enfrentarse a este dilema imposible: o bien las formas gramaticales (sintácticas) son totalmente
indiferentes en cuanto al sentido enunciado del que todo traductor conoce lo absurdo del
mismo; o bien estos contienen desde el primer lenguaje humano, y no se sabe cómo, todas las
significaciones que aparecerán para siempre en la historia -lo cual comporta una pesada e
ingenua metafísica de la historia. Decir que, en todo lenguaje debe ser posible expresar la idea
“John ha dado una manzana a Mary” es correcto, pero tristemente insuficiente.
Uno de los universales que podemos “deducir” de la idea de sociedad, una vez que
sabemos qué es una sociedad y qué es la psique, concierne a la validez efectiva (Geltung),
positiva (en el sentido del “derecho positivo”) del inmenso edificio instituido. ¿Qué sucede
para que la institución y las instituciones (lenguajes, definición de la “realidad” y de la
“verdad”, maneras de hacer, trabajo, regulación sexual, permisión / prohibición, llamadas a
dar la vida por la tribu o por la nación, casi siempre acogida con entusiasmo) se impongan a la
psique, por esencia radicalmente rebelde a todo este pesado fárrago, que cuanto más lo perciba
más repugnante le resultará? Dos vertientes se nos muestran para abordar la cuestión: la
psíquica y la social.
Desde el punto de vista psíquico la fabricación social del individuo es un proceso
histórico a través del cual la psiquis es constreñida (sea de una manera brutal o suave, es
siempre por un acto que violenta su propia naturaleza) a abandonar (nunca totalmente, pero lo
suficiente en cuanto necesidad / uso social) sus objetos y su mundo inicial y a investir unos
95
objetos, un mundo, unas reglas que están socialmente instituidas. En esto consiste el
verdadero sentido del proceso de sublimación. El requisito mínimo para que el proceso
pueda desarrollarse es que la institución ofrezca a la psique un sentido -otro tipo de sentido
que el protosentido de la mónada psíquica-. El individuo social que constituye así
interiorizando el mundo y las significaciones creadas por la sociedad -interiorizando de este
modo explícitamente fragmentos importantes e implícitamente su totalidad virtual por los “reenvíos” interminables que ligan magmáticamente cada fragmento de este mundo a los otros.
La vertiente social de este proceso es el conjunto de las instituciones que impregnan
constantemente al ser humano desde su nacimiento, y en destacado primer lugar el otro social,
generalmente pero no ineluctablemente la madre, (que toma conciencia de sí estando ya ella
misma socializada de una manera determinada), y el lenguaje que hable ese otro. Desde una
perspectiva más abstracta, se trata de la “parte” de todas las instituciones que tiende a la
escolarización, al pupilaje, a la educación de los recién llegados –lo que los griegos denominan
paideia: familia, ritos, escuela, costumbre y leyes, etc.
La validez efectiva de las instituciones está así asegurada de entrada y antes que nada
por el proceso mismo mediante el cual el pequeño monstruo chillón se convierte en un
individuo social. Y no puede convertirse en tal más que en la medida en que ha interiorizado el
proceso.
Si definimos como poder la capacidad de una instancia cualquiera (personal o
impersonal) de llevar a alguno (o algunos-unos) a hacer (o no hacer) lo que, a sí mismo, no
habría necesariamente (o habría hecho quizá) es evidente que el mayor poder concebible es el
de preformar a alguien de suerte que por sí mismo haga lo que se quería que hiciese sin
necesidad de dominación (Herrschaft) o de poder explícito para llevarlo a... Resulta evidente
que esto crea para el sujeto sometido a esa formación, a la vez la apariencia de la
“espontaneidad” más completa y en la realidad estamos ante la heteronomía más total posible.
En relación a este poder absoluto, todo poder explícito y toda dominación son deficientes y
testimonian una caída irreversible. (En adelante hablaré de poder explícito; el término
dominación debe ser reservado a situaciones social-históricas específicas, esas en las que se ha
instituido una división asimétrica y antagónica del cuerpo social).
Anterior a todo poder explícito y, mucho más, anterior a toda “dominación”, la
institución de la sociedad ejerce un infra-poder radical sobre todos los individuos que produce.
Este infra-poder, manifestación y dimensión del poder instituyente del imaginario radical- no
es localizable. Nunca es solo el de un individuo o una instancia determinada. Es “ejercido”
por la sociedad instituida, pero detrás de ésta se halla la sociedad instituyente, “y desde que la
institución se establece, lo social instituyente se sustrae, se distancia, está ya aparte”. A su
alrededor la sociedad instituyente, por radical que sea su creación, trabaja siempre a partir y
sobre lo ya constituido, se halla siempre -salvo por un punto inaccesible en su origen- en la
historia. La sociedad instituyente es, por un lado, inmensurable, pero también siempre retoma
lo ya dado, siguiendo las huellas de una herencia, y tampoco entonces se sabría fijar sus
límites. Es pues, en cierto sentido, el poder del campo histórico-social mismo, el poder de
autis, de Nadie.
La política tal y como ha sido creada por los griegos ha comportado la puesta en tela
de juicio explícita de la institución establecida de la sociedad -lo que presuponía y esto se ve
96
claramente afirmado en el siglo V, que al menos grandes partes de esta institución no tenían
nada de “sagrado”, ni de “natural”, pero sustituyeron al nomos-. El movimiento democrático
se acerca a lo que he denominado el poder explícito y tiende a reinstituirlo.
Tanto la política griega como la política kata ton orthon logon pueden ser definidas como
la actividad colectiva explícita queriendo ser lúcida (reflexiva y deliberativa), dándose como
objeto la institución de la sociedad como tal. Así pues, supone una puesta al día, ciertamente
parcial, del instituyente en persona (dramáticamente, pero no de una manera exclusiva,
ilustrada por los momentos de revolución). La creación de la política tiene lugar debido a que
la institución dada de la sociedad es puesta en duda como tal y en su diferentes aspectos y
dimensiones (lo que permite descubrir rápidamente, explicitar, pero también articular de una
manera distinta la solidaridad), a partir de que una relación otra, inédita hasta entonces, se crea
entre el instituyente y el instituido.
La política se sitúa pues de golpe, potencialmente, a un nivel a la vez radical y global,
así como su vástago, la “filosofía política” clásica.
Hemos dicho potencialmente ya que, como se sabe, muchas instituciones explícitas, y
entre ellas, algunas que nos chocan particularmente (la esclavitud, el estatuto de las mujeres),
en la práctica nunca fueron cuestionadas. Pero esta consideración no es pertinente. La
creación de la democracia y de la filosofía es la creación del movimiento histórico en su
origen, movimiento que se da desde el siglo VIII al siglo V, y que se acaba de hecho con el
descalabro del 404.
La institución de la sociedad es considerada como obra humana (Demócríto, Mikros
Diakosmos en la transmisión de Tzetzés). Al mismo tiempo los griegos supieron muy pronto
que el ser humano será aquello que hagan los nomoi de la polis (claramente formulado por
Simónides, la idea fue todavía respetada en varias ocasiones como una evidencia por
Aristóteles). Sabían pues, que no existe ser humano que valga sin una polis que valga, que sea
regida por el nomos apropiado. Es el descubrimiento de lo “arbitrario” del nomos al mismo
tiempo que su dimensión constitutiva para el ser humano, individual y colectivo, lo que abre la
discusión interminable sobre lo justo y lo injusto y sobre el “buen régimen”.
Es esta radicalidad y esta conciencia de la fabricación del individuo por la sociedad en
la cual vive, lo que encontramos detrás de las obras filosóficas de la decadencia -del siglo IV,
de Platón y de Aristóteles-, las dirige como una Selbstverstandlichkeit -y las alimenta-. No es
de ninguna manera casualidad que el renacimiento de la vida política en Europa Occidental
vaya unida, con relativa rapidez, a la reaparición de “utopías” radicales. Estas utopías prueban,
de entrada y antes que nada, esta conciencia: la institución es obra humana.
La creación por los griegos de la política y la filosofía es la primera aparición histórica
del proyecto de autonomía colectiva e individual. Si queremos ser libres, debemos hacer
nuestro nomos. Si queremos ser libres, nadie debe poder decirnos lo que debemos pensar.
Casi siempre y en todas partes las sociedades han vivido en la heteronomía instituida.
En esta situación, la representación instituida de una fuente extra-social del nomos constituye
una parte integrante.
La negación de la dimensión instituyente de la sociedad, el recubrimiento del
imaginario instituyente por el imaginario instituido va unido a la creación de individuos
absolutamente conformados, que se viven y se piensan en la repetición.
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La autonomía surge, como germen, desde que la pregunta explícita e ilimitada estalla,
haciendo hincapié no sobre los “hechos” sino sobre las significaciones imaginarias sociales y
su fundamento posible. Momento de la creación que inaugura, no sólo otro tipo de sociedad
sino también otro tipo de individuos. Y digo bien germen, pues la autonomía, ya sea social
o individual, es un proyecto.
La aparición de la pregunta ilimitada crea un eidos histórico nuevo, -la reflexión en un
sentido riguroso y amplio o autoreflexividad, así como el individuo que la encarna y las
instituciones donde se instrumentaliza-. Lo que se pregunta, en el terreno social, es: ¿Son
buenas nuestras leyes? ¿Son justas? ¿Qué leyes debemos hacer? Y en un plano individual: ¿Es
verdad lo que pienso? ¿Cómo puedo saber si es verdad en el caso de que lo sea? El momento
del nacimiento de la filosofía no es el de la aparición de la “pregunta por el ser”, sino el de la
aparición de la pregunta: ¿qué debemos pensar? (La “pregunta por el ser” no constituye mas
que un momento; por otra parte, es planteada y resuelta a la vez en el Pentateuco, así como en
la mayor parte de los libros sagrados). El momento del nacimiento de la democracia y de la
política, no es el reino de la ley o del derecho, ni el de los “derechos del hombre”, ni siquiera el
de la igualdad como tal de los ciudadanos: sino el de la aparición en el hacer efectivo de la
colectividad en su puesta a tela de juicio de la ley. ¿Qué leyes debemos hacer? Es en este
momento cuando nace la política y la libertad como social-históricamente efectiva.
Nacimiento indisociable del de la filosofía (la ignorancia sistemática y de ningún
modo accidental de esta indisociación es lo que falsea constantemente la mirada de Heidegger
sobre los griegos así como sobre el resto).
Autonomía auto-nomos, darse uno mismo sus leyes. Precisión apenas necesaria
después de lo que hemos dicho sobre la heteronomía. Aparición de un eidos nuevo en la
historia del ser: un tipo de ser que se da a sí mismo, reflexivamente, sus leyes de ser. Esta
autonomía no tiene nada que ver con la “autonomía” kantiana por múltiples razones, basta
aquí con mencionar una: no se trata, para ella, de descubrir en una Razón inmutable una ley
que se dará de una vez por todas -sino de interrogarse sobre la ley y sus fundamentos, y no
quedarse fascinado por esta interrogación, sino hacer e instituir (así pues, decir)-. La
autonomía es el actuar reflexivo de una razón que se crea en un movimiento sin fin, de
una manera a la vez individual y social.
Llegamos a la política propiamente dicha y empezamos por el protéron pros hémas, para
facilitar la comprensión: el individuo ¿En qué sentido un individuo puede ser autónomo?
Esta pregunta tiene dos aspectos: interno y externo. El aspecto interno: en el núcleo del
individuo se encuentra una psique (inconsciente, pulsional) que no se trata ni de eliminar ni
de domesticar; ello no sería simplemente imposible, de hecho supondría matar al ser humano.
Y el individuo en cada momento lleva consigo, en sí, una historia que no puede ni debe
“eliminar”, ya que su reflexividad misma, su lucidez, son, de algún modo, el producto.
La autonomía del individuo consiste precisamente en que establece otra
relación entre la instancia reflexiva y las demás instancias psíquicas, así como entre su
presente y la historia mediante la cual él se hace tal como es, le permite escapar de la
servidumbre de la repetición, de volver sobre sí mismo, de las razones de su
pensamiento y de los motivos de sus actos, guiado por la intención de la verdad y la
elucidación de su deseo. Que esta autonomía pueda efectivamente alterar el
98
comportamiento del individuo (como sabemos que lo puede hacer), quiere decir que éste ha
dejado de ser puro producto de su psique, de su historia, y de la institución que lo ha formado.
Dicho de otro modo, la formación de una instancia reflexiva y deliberante, de la
verdadera subjetividad, libera la imaginación radical del ser humano singular como
fuente de creación y alteración, y le permite alcanzar una libertad efectiva, que
presupone ciertamente la indeterminación del mundo psíquico y la permeabilidad en
su seno, pero conlleva también el hecho de que el sentido simplemente dado deja de
ser planteado (lo cual sucede siempre cuando se trata del mundo social-histórico), y existe
elección del sentido no dictado con anterioridad. Dicho de otra manera una vez más, en el
despliegue y la formación de este sentido, sea cual sea la fuente (imaginación radical creadora
del ser singular o recepción de un sentido socialmente creado), la instancia reflexiva, una vez
constituida, juega un rol activo y no predeterminado. A su alrededor, esto presupone también
un mecanismo psíquico: ser autónomo implica que se le ha investido psíquicamente la
libertad y la pretensión de verdad. Si ese no fuera el caso, no se comprendería por qué
Kant, se esfuerza en las Críticas, en lugar de divertirse con otra cosa. Y este investimiento
psíquico, -“determinación empírica”- no quita la eventual validez de las ideas contenidas en las
Críticas ni la merecida admiración que nos produce el audaz anciano, ni al valor moral de su
empresa. Porque desatiende todas estas consideraciones, la libertad de la filosofía heredada
permanece como ficción, fantasma sin cuerpo, constructum sin interés “para nosotros,
hambres distintos”, según la expresión obsesivamente repetida por el mismo Kant.
El aspecto externo nos sumerge de lleno en medio del océano social-histórico. Yo no
puedo ser libre solo, ni en cualquier sociedad (ilusión de Descartes, que pretendió olvidar que
él estaba sentado sobre veintidós siglos de preguntas y de dudas, que vivía en una sociedad
donde, desde hacía siglos, la Revelación como fe del carbonero dejó de funcionar, la
“demostración” de la existencia de Dios se convirtió en exigible para todos aquellos que,
incluso los creyentes, pensaban). No se trata de la ausencia de coacción formal (“opresión”
sino de la ineliminable interiorización de la institución social sin la cual no hay individuo. Para
investir la libertad y la verdad, es necesario que éstas hayan ya aparecido como significaciones
imaginarias sociales. Para que los individuos pretendan que surja la autonomía, es preciso que
el campo social-histórico ya se haya auto-alterado de manera que permita abrir un espacio de
interrogación sin límites (sin Revelación instituida, por ejemplo).
Toda institución, por más lúcida, reflexiva y deseada que sea surge del imaginario
instituyente, que no es ni formalizable ni localizable. Toda institución, así como la revolución
más radical que se pueda concebir, sucede siempre en una historia ya dada e incluso por más
que tenga el proyecto alocado de hacer tabla rasa total, se encuentra que debería utilizar los
objetos de la tabla para hacerla rasa. El presente transforma siempre el pasado en pasadopresente, es decir que el ahora adecuado no será más que la “re-interpretación” constante a
partir de lo que se está creando, pensando, poniendo -pero es este pasado, no cualquier
pasado, el que el presente modela a partir de su imaginario. Toda la sociedad debe proyectarse
en un porvenir que es esencialmente incierto y aleatorio. Toda sociedad deberá socializar la
psique de los seres que la componen, y la naturaleza de esta psique impone tanto a los modos
como al contenido de esta socialización de fuerzas tan inciertas como decisivas.
99
La política es proyecto de autonomía: actividad colectiva reflexionada y lúcida
tendiendo a la institución global de la sociedad como tal. Para decirlo en otros términos,
concierne a todo lo que, en la sociedad, es participable y compartible. Pues esta actividad autoinstituyente aparece así como no conociendo, y no reconociendo, de jure, ningún límite
(prescindiendo de las leyes naturales y biológicas).
Si la política es proyecto de autonomía individual y social (dos caras de lo mismo), se
derivan buenas y abundantes consecuencias sustantivas. En efecto, el proyecto de autonomía
debe ser puesto (“aceptado”, “postulado”). La idea de autonomía no puede ser fundada ni
demostrada, toda fundación o demostración la presupone (ninguna “fundación” de la
reflexión sin presuposición de la reflexividad).
La autonomía es pues el proyecto -y ahora nos situamos sobre un plano a la vez
ontológico y político- que tiende, en un sentido amplio, a la puesta al día del poder instituyente
y su explicación reflexiva (que no puede nunca ser más que parcial); y en un sentido más
estricto, la reabsorción de lo político, como poder explícito, en la política, actividad lúcida y
deliberante que tiene como objeto la institución explícita de la sociedad (así como de todo
poder explícito) y su función como nomos, diké, télos -legislación, jurisdicción, gobiernohacia fines comunes y obras públicas que la sociedad se haya propuesto deliberadamente.
Su fin puede formularse así: crear las instituciones que, interiorizadas por los
individuos, faciliten lo más posible el acceso a su autonomía individual y su posibilidad de
participación efectiva en todo poder explícito existente en la sociedad.
100
Étienne Balibar, profesor de la Universidad de París X, discípulo de Louis Althusser,
junto a quien coescribió en los ‘60 el clásico Para leer el Capital. Militante del Partido Comunista
durante dos décadas (‘61-’81), se ha dedicado en los últimos años a vincular las problemáticas
de la nacionalidad, las migraciones y la crisis de la soberanía estatal. A esta línea de trabajo
pertenecen los libros: Sanspapiers: el arcaísmo fatal, sobre los migrantes senegaleses y malasios sin
papeles organizados en Francia; Derecho de ciudad, y el más conocido Raza, nación, clase; Las
identidades ambiguas, coescrito con Immanuel Wallerstein, etc.
Balibar, Étienne, Sujeción y subjetivación [En] El reverso de la diferencia.
Identidad y política, Benjamín Arditi (editor), Caracas, Nueva Sociedad, Colección
Nubes y Tierra, 2000, págs. 181/195.
Sujeción y subjetivación
Comenzaré esbozando una problemática o programa de investigación que busca
resumir y replantear la noción de antropología filosófica. Por motivos que espero aclarar más
adelante, sugiero que dicho programa debería comenzar con una discusión crítica, a la vez
histórica y analítica, de las nociones de hombre, de sujeto y de ciudadano que, juntas, configuran el
orden ambivalente de sujeción y subjetivación.
Mi presentación estará dividida en tres partes. Primero haré un breve recuento de las
discusiones anteriores acerca de la «antropología filosófica», incluyendo la crítica de Heidegger
a esa noción. Luego, una crítica de la crítica de Heidegger, centrándome en la importancia que
tiene la categoría onto-política de «ciudadano» en el debate. Por último, haré un esbozo de lo
que podría ser una antropología filosófica renovada, pues es aquí que la sujeción y la
subjetivación propiamente entran en juego.
Comencemos, pues, con una reflexión esquemática de las controversias anteriores en
torno a la noción de «antropología filosófica». Por momentos han sido bastante duras; en
otros jugaron un papel decisivo en la configuración de la filosofía del siglo xx, aunque
sobredeterminadas por diversos desarrollos, especialmente en la «filosofía continental», pues la
influencia de este debate en la filosofía insular inglesa ha sido más débil. Uno de esos
desarrollos se refiere a los efectos teóricos de los sucesivos «giros» filosóficos (el
epistemológico, ontológico y lingüístico); otro se remite al cambio progresivo del sentido y del
uso del término antropología en el campo de las llamadas ciencias humanas, partiendo de las
viejas nociones de antropología física o biológica, pasando por las variantes sociales, culturales
o históricas hasta desembocar, más recientemente, en la antropología cognitiva.
En efecto, el gran debate sobre «antropología filosófica», del cual aún somos
tributarios, tuvo lugar a comienzos de este siglo en Alemania, en especial a fines de la década
de los 20 y comienzos de los 30. Este debate opone a los representantes prominentes de la
Lebensphilosophie, de las diversas corrientes neokantianas y de la naciente fenomenología. Está
atravesado por referencias al evolucionismo biológico, a la «crisis de los valores» de la sociedad
101
europea después de la Primera Guerra Mundial y las revoluciones socialistas, a lo que
podemos describir como el largo proceso de secularización de la imagen del mundo y del
hombre que comienza en el siglo XVI y conduce, en el siglo XX, a una victoria problemática
de la racionalidad intelectual, social y técnica.
Es probable que la expresión «antropología filosófica» fuera acuñada por Wilhelm
Dilthey, cuyo propósito era reorganizar la filosofía desde una perspectiva historicista en torno
de nociones tales como las sucesivas psicologías y modos de comprensión en la historia
humana. Ernst Cassirer, otro representante de la tradición kantiana (aunque ubicado en las
antípodas del vitalismo o «irracionalismo» de Dilthey), sin usar explícitamente el término
antropología filosófica en sus estudios pioneros de los años 20 (Filosofía de las formas simbólicas e
Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento), en cierto modo formula el programa de esa
antropología al combinar dos líneas de investigación. Por un lado analizó las estructuras
«simbólicas» (también podríamos decir «lógicas», o «significantes») de la representación, sean
científicas, morales o estéticas, que inscriben a la «razón» o la «racionalidad» en la historia de la
cultura y, por otro, estudió el problema filosófico del «Hombre» o de la «esencia humana» en
su relación con el mundo, con Dios, con su propia «conciencia» desde una perspectiva
histórica. La preocupación aquí consiste principalmente en rastrear las consecuencias de las
grandes rupturas sucesivas que, desde la antigüedad en adelante y siguiendo una progresión
irresistible aunque no necesariamente lineal, presentaron al «Hombre» como el centro de su
propio universo.
En 1928 se produce un giro crucial en esta discusión con la publicación simultánea de
dos obras que, explícitamente, mencionan a la «antropología filosófica» como su objetivo
central. Una de ellas, Antropología filosófica, fue escrita por un alumno de Dilthey, Bernhard
Groethuysen, un historiador y filósofo de la cultura con inclinaciones socialistas. La otra,
Philosophische Weltanschauung, inconclusa a causa de la muerte prematura de su autor, fue escrita
por el filósofo católico Max Scheler, uno de los primeros y más distinguidos discípulos de
Husserl, aunque también estuvo profundamente influenciado por Nietzsche, Dilthey y
Bergson (en breve, por la Lebensphilosophie), y se mantuvo reacio al giro de la fenomenología
hacia el problema de la conciencia.
Según Groethuysen, la «antropología filosófica» es ante todo una reconstrucción del
gran dilema que, a lo largo de la historia de la filosofía, opone a los filósofos de la interioridad
–para quienes la respuesta a la pregunta por la esencia humana se encuentra en el gnôthi seauton
(«conócete a ti mismo»), en la autoconciencia íntima – con los filósofos de la exterioridad, para
quienes el hombre se comprende por su lugar en el cosmos, la naturaleza y la ciudad. Scheler,
en cambio, ve la «antropología filosófica» como una tipología de las sucesivas «visiones del
mundo» (Weltanschauungen), que combina percepciones de la naturaleza y jerarquías de valores
éticos, desde el antiguo universo del mito hasta el universo moderno de la voluntad de
poderío, pasando por el «resentimiento», la fe religiosa y el progresismo de las Luces. Sin
embargo, ya desde 1927, en los párrafos iniciales de Ser y tiempo y, de manera más amplia, en su
libro de 1929, Kant y el problema de la metafisica, Heidegger plantea un desafío radical a esos
distintos intentos. No solo rechazaba la identificación de la filosofía con la antropología, con
lo cual ponía en tela de juicio la idea de que las cuestiones básicas de la filosofía eran de
carácter antropológico, sino que además, y de manera radical, sostenía que toda pregunta
102
acerca de la naturaleza o esencia del Hombre encierra a la filosofía en un círculo metafísico
insuperable. Con esto Heidegger no se proponía de ningún modo transferir la pregunta
antropológica a una disciplina más «positiva»; por el contrario, trataba más bien de mostrar
cómo, definiéndose a sí misma como «antropología», la filosofía acaba por encerrarse en el
mismo horizonte dogmático de las «ciencias humanas», incapaz de superar los dilemas del
objetivismo y del subjetivismo. Esto le llevó a discutir la formulación propuesta por Kant al
final de su vida, la cual pretende que el sistema de preguntas filosóficas trascendentales sobre
las condiciones de posibilidad del conocimiento, la moral y de la propia teleología de la razón,
se concentre o resuma en una única pregunta crítica: «¿Qué es el Hombre?». Pero si bien
otros lectores y seguidores de Kant vieron en esta formulación un alegato por un fundamento
(«humano» o «humanista») de la filosofía crítica, Heidegger vio allí la expresión del límite de la
empresa crítica kantiana, más allá del cual la filosofía crítica debe, o bien recaer en un nuevo
dogmatismo (que no es el dogmatismo teológico, sino el dogmatismo humanista), o bien
emprender una deconstrucción de toda noción de «fundamento», y con ello cuestionar la
forma misma de las preguntas metafísicas.
Ahora bien, en el centro de la representación del hombre como «fundamento» de sus
propios pensamientos, de sus propias acciones e historia, hay, desde hace tres siglos al menos,
no solo la valoración de la individualidad humana y de la especie humana como portadora de
lo universal, sino también la representación del Hombre como (un, el) sujeto. La esencia de la
humanidad, de ser (un) humano, que debería estar presente en la universalidad de la especie y
en la singularidad de los individuos, a la vez como una determinación de hecho y como una
norma o posibilidad, es la subjetividad. Para la metafísica (que desde este punto de vista y a
pesar de la profundidad y la novedad de la pregunta formulada por Kant, incluye a la filosofía
trascendental), la ecuación fundamental, la ecuación del fundamento, es:
Hombre = (es igual a) Sujeto
o:
El sujeto es (idéntico a) la Esencia del Hombre
Por ello también (y más tarde Michel Foucault volvería a referirse a este asunto) el
objeto teórico predilecto de la metafísica moderna, comenzando con la filosofía crítica y, no es
de extrañarse, terminando con la antropología, es reflexionar indefinidamente sobre «la pareja
empírico-trascendental», la diferencia entre la individualidad empírica y la otra subjetividad
eminente portadora de lo universal, el Sujeto trascendental. Pero, señalémoslo siguiendo a
Heidegger, esta ecuación fundamental que resume la definición filosófica de «la esencia del
Hombre», puede también leerse en sentido contrario, a saber, como una ecuación que
proporciona la clave para toda cuestión referida a la esencia, para «cuestiones metafísicas» en
general.
¿Por qué? Porque la ecuación «Hombre = Sujeto» no es cualquier identidad
esencial(ista). Es la ecuación que reemplaza a la vieja ecuación onto-teológica «Dios = (el)
Ser», que también puede ser leída como Dios es el Ser Supremo, o Dios es el Ser como tal,
para convertirse en el arquetipo de todas las atribuciones metafísicas de una esencia a través
del cual se supone que la forma normativa de lo universal se inscribe en la sustancia misma, en
103
la propia singularidad del individuo. Esto nos permite comprender por qué, cuando Heidegger
introduce la noción de Dasein como referencia originaria para la filosofía, mientras indica de
manera ambivalente y quizás perversa (como un acertijo o una trampa para los filósofos) que
el Dasein a la vez «es y no es» el sujeto, «es y no es» el hombre respecto al ser de su existencia,
produce un efecto teórico deconstructivo y destructivo sobre las dos vertientes a la vez. El Dasein
deconstruye y destruye el concepto de Sujeto, pero también deconstruye y destruye el
concepto de esencia o, si se prefiere, el concepto de «concepto» en su formulación tradicional.
Suponiendo que hubiera algo como una «esencia del Hombre», esa esencia no podía ser «el
Sujeto» (como por supuesto tampoco podría ser el Objeto), es decir, no podría ser un ser
universal inmediatamente consiente de sí mismo, una conciencia dada a sí misma,
imaginariamente aislada de las situaciones humanas, del contexto y de los contenidos
existenciales que constituyen su ser-en-el-mundo. Pero el Dasein, que sustituye al Sujeto, ya no
es una «esencia» a pesar de que aparece como un concepto genérico de la existencia: es más
bien el nombre, el término siempre provisorio, por medio del cual tratamos de explicar que la
filosofía como tal comienza cuando son recusadas las preguntas sobre la «esencia».
Pienso que la argumentación de Heidegger (presentada aquí de manera muy
esquemática y simplificada) es irreversible. No puso fin a los proyectos de «antropología
filosófica», pero concientemente o no, se convirtió en un modelo y una advertencia para todos
los filósofos que en el siglo XX y, en particular tras la Segunda Guerra Mundial, se
propusieron ofrecer alternativas a la antropología y al humanismo filosóficos o simplemente
reflexionar sobre sus límites. Insisto en que esta argumentación me parece irreversible e
ineludible y, sin embargo, ella misma tiene sorprendentes limitaciones y lagunas, así como
presupuestos históricos francamente frágiles. Debemos examinarlos si queremos decidir si el
asunto se puede o no reabrir, posiblemente sobre bases nuevas, diferentes de aquellas que en
última instancia se remiten a la gran aventura del idealismo alemán del cual Heidegger aparece
como el más alto (aunque herético) representante.
El error más inmediato y llamativo, aunque no siempre reconocido, se refiere a la
historia de la noción de sujeto en filosofía, en el sentido más filológico del término. ¿Por qué
nos resulta tan difícil de reconocer? Obviamente porque descontando algunas sutilezas
personales, Heidegger la comparte con toda la tradición filosófica moderna de Kant a Hegel a
Husserl a Lukács. Toda esta tradición considera y afirma repetidamente que es con Descartes
que la filosofía toma conciencia de la «subjetividad» y hace del «sujeto» el centro del universo
de las representaciones, al mismo tiempo que la señal del valor irreemplazable del individuo,
un proceso intelectual que, se dice, tipifica la transición de la metafísica del Renacimiento a la
ciencia moderna en el marco general de la lucha contra la cosmología y la teología antiguas y
medievales. Antes de Descartes, solo cabría buscar las anticipaciones contradictorias de los
conceptos de sujeto y de subjetividad. En cambio, después de Descartes –de ese «amanecer»
filosófico, como dirá Hegel – el sujeto está allí, nombrado y reconocido: esta es la primera de sus
figuras filosóficas sucesivas que, tomadas en su conjunto, configuran la metafísica
propiamente moderna del sujeto.
Ahora bien, independientemente de su amplia aceptación se trata de una historia
errada. Es solo una ilusión retrospectiva forjada por las filosofías de la historia y la enseñanza
de filosofía en el siglo XIX. Ni en Descartes, ni tampoco en Leibniz, puede encontrarse la
104
categoría de «sujeto» como equivalente de una autoconciencia autónoma –una categoría que
solo aparece con Locke –, como centro reflexivo de las representaciones del mundo y, por
tanto, como un concentrado de la esencia del hombre. El único «sujeto» que Descartes y los
metafísicos clásicos conocían estaba contenido en la noción escolástica de subjectumi
proveniente de la tradición aristotélica, esto es, un soporte individual de las propiedades de la
sustancia. Por consiguiente, mientras más rechazaban la ontología sustancialista, menos
hablaban del «sujeto» (especialmente en el caso de Descartes, Spinoza y Locke, entre otros).
Si ello es así, ¿en qué momento debemos fechar entonces «la invención del sujeto» en
el sentido filosófico moderno del término, en qué lugar de la historia y en qué obra
genuinamente revolucionaria? Sobre este asunto no puede haber duda: el «sujeto» fue
inventado por Kant en un proceso que se desarrolla en las tres Críticas. Estas tres grandes
obras (1781, 1786 y 1791) se desenvuelven alrededor del gran acontecimiento revolucionario
en el sentido político de la expresión. Es Kant, y nadie más que él, quien llama «sujeto»
(Subjekt) a ese aspecto universal de la conciencia y la consciencia humanas (o más bien al terreno
común de la «conciencia» y la «consciencia») que proporciona su fundamento y su medida a
toda filosofía.
Pero la referencia a Kant nos permite corregir otra distorsión, hoy claramente visible,
de la crítica heideggeriana a la antropología filosófica. En efecto, ¿cuál fue el contexto que llevó a
Kant a sistematizar la tabla de «preguntas críticas» de la filosofía trascendental para vincularlas
implícita o explícitamente con la pregunta «¿qué es el Hombre?» (es decir, con el programa
virtual de la antropología filosófica). Ese contexto no es tanto el de una elaboración
especulativa de las reflexiones sobre el «Sujeto» como el de una «salida» pragmática de la
especulación, una salida en dirección a las preguntas concretas sobre la vida. Son las preguntas
«cósmicas» del «mundo» o de lo «mundano» (weltliche), no las preguntas «escolásticas» que, en la
terminología de Kant, interesan al teórico profesional y no al aficionado. Kant es muy
explícito a este respecto: las preguntas prácticas del mundo son aquellas que vinculan el
conocimiento y el deber, y la teoría y la moral, con la existencia de la humanidad y el sentido
mismo de su historia. Estas preguntas sobre el «mundo» no son por tanto preguntas
«cósmicas» o «cosmológicas» sino cosmopolíticas. Para Kant la pregunta «¿qué es el Hombre?» es
una pregunta concreta y por ende más fundamental que las otras porque se refiere
inmediatamente a la experiencia, los conocimientos y los fines prácticos del Hombre en tanto
ciudadano del mundo. En el fondo, en la pregunta kantiana hay siempre, de antemano, una
respuesta formal: el «Hombre» es un (el) ciudadano del mundo; su «esencia» no es otra que el
horizonte de todas las determinaciones de esta «ciudadanía» universal.
Esta notable formulación no es solo propiedad de Kant. En el preciso momento en
que comienza a cuajar la «revolución burguesa», une dos series de asociaciones conceptuales
diferentes dentro de la textura del propio lenguaje filosófico. La formulación del hombre
como ciudadano del mundo señala 1) que el sujeto humano alcanza concretamente la esencia de
su humanidad solo en un horizonte cívico o político en el sentido amplio del término, el de una
«ciudadanía universal» que implica la racionalidad epistemológica, ética y estética; y 2) que el
«ciudadano» de cualquier institución humana, de un Estado de derecho y, en particular, de un
Estado de derecho nacional, sólo puede pertenecer a esa institución y a este Estado como un
sujeto libre y autónomo en la medida en que toda institución, todo Estado, se conciba como
105
representante parcial y provisional de la humanidad, esto es, de la única «comunidad» absoluta,
único y verdadero «sujeto de la historia».
Esto nos lleva al meollo de la pregunta «¿qué es el Hombre?» en Kant, a saber, su
contenido cívico y cosmopolítico, inseparable de su contenido metafísico. Esto (incluyendo
su idealización utópica) es lo que Heidegger ha ignorado. No solo no se da cuenta de que el
«hombre» del cual Kant habla es el «ciudadano del mundo» en el sentido político (o moral-político,
y por consiguiente en el sentido jurídico del término), a menos que crea que esta ciudadanía del
mundo tiene un significado puramente pragmático y empírico, no trascendental, sino que
tampoco advierte que la proposición que identifica al «sujeto» con «la esencia del hombre»,
antes y después de Kant, depende de un tercer término, de una «mediación esencial» (de ningún
modo accidental) que es el ciudadano. Ciudadano universalizado y sublimado que, no obstante,
se refiere a una historia precisa pensada en términos de progreso, de conflicto, de emancipación
y de revoluciones. El resultado, que no podemos atribuir al azar, es que en el preciso
momento en que Heidegger somete a la metafísica y sus derivaciones antropológicas a un
cuestionamiento radical es incapaz de percibir que, estando la historia de la metafísica
íntimamente ligada a la pregunta «¿qué es el hombre?», también está ligada, desde su inicio,
con la historia de la política y del pensamiento político. No debe sorprendernos, pues, que
más tarde se aboca a discutir el significado de la definición aristotélica del Hombre como
«animal parlante», «ser viviente provisto de logos» (de lenguaje, razón y discurso), sin siquiera
mencionar la contraparte de esa definición: el hombre no es solo un zôon logon ekhôn sino un
zôon politikon te phusei, un «animal político» o «ser que vive naturalmente por y para la ciudad».
Eso significa que Heidegger no percibe la unidad originaria entre ontología, política y antropología,
excepto para denunciarla como forma particularmente torpe de olvidarse del sentido del Ser.
No obstante, una vez que reconocemos este error de Heidegger y lo corregimos, el
problema de la antropología filosófica puede retomarse sobre nuevas bases sin que se pierda
totalmente el beneficio de las críticas de Heidegger al esencialismo del «sujeto». Entre las
preguntas que surgen de inmediato está, precisamente, la de la representación del sujeto, por su
constitución histórica y por las rupturas que intervinieron en ese proceso en relación con las
figuras sucesivas del ciudadano y de la ciudadanía.
A este respecto, creo poder sostener dos tesis. La primera es esta: toda la historia de la
categoría filosófica de «sujeto» en el pensamiento occidental está gobernada por un «juego de
palabras» objetivo, inscrito en la historia misma de la lengua y de las instituciones. Ese juego de
palabras es propio de la lengua latina, de donde pasa a las lenguas del romance, pero también
al inglés y, de modo latente, casi reprimido, al alemán (Untertan/Subjekt). Y expresa, de manera
privilegiada, la universalidad concreta del latín en la civilización occidental, que funciona
además como el lenguaje clásico del derecho, la teología y la gramática. ¿A qué «juego de
palabras» me estoy refiriendo? Nada menos que al hecho de que traduzcamos por «sujeto»
tanto la noción impersonal de un subjectum, es decir, de una sustancia individual o de un
sustrato/soporte material de propiedades, como la noción personal de un subjectus, término
político-jurídico que connota sujeción o sumisión, es decir, el hecho de que una persona humana hombre, mujer o niño- está sometida a la autoridad más o menos absoluta, más o menos
legítima, de un poder superior, de un «soberano». Ese soberano puede ser humano o
106
sobrehumano, o un soberano o amo «interior», o sencillamente una ley (impersonal)
trascendente.
Insisto en que este «juego de palabras» es completamente objetivo. Atraviesa toda la
historia occidental desde hace dos mil años. Lo conocemos perfectamente bien, en el sentido de
que comprendemos inmediatamente su mecanismo lingüístico y, sin embargo, lo ignoramos, al
menos como filósofos e historiadores de la filosofía. Eso es sorprendente dado que podría
brindarnos la clave para desentrañar el siguiente enigma: ¿Cómo es que el mismo nombre con el
cual la filosofía moderna ha llegado a pensar la libertad originaria del ser humano -el nombre
«sujeto»"- es justamente el nombre cuya significación histórica connota la privación de la
libertad, o cuando menos la limitación intrínseca de la libertad, la sujeción? Pero esto se puede
decir de otra manera: si la libertad se piensa como libertad del sujeto, o de los sujetos, no es
porque, metafísicamente, haya en la «subjetividad» una reserva originaria de espontaneidad y
autonomía, algo irreductible a la coacción y determinación objetivas, sino porque la libertad
solo puede ser la contraparte de una liberación, una emancipación o un devenir libre: la
inscripción en el individuo mismo, con todas sus contradicciones, de una trayectoria que
comienza con la sujeción y que debe siempre estar en relación con ella, interior o
exteriormente.
Mi segunda tesis es esta: en la historia del problema del Hombre, como «ciudadano» y
como «sujeto», hay (hasta ahora) dos grandes rupturas que no son acontecimientos simples,
sino que representan umbrales de irreversibilidad histórica. La reflexión político-filosófica, en
su nivel más determinante (que yo denominaría onto-político), sigue siendo tributario de esas dos
rupturas o umbrales históricos.
El primero de ellos coincide con la declinación del mundo antiguo o, si se prefiere, con
la transición teórica que se inscribe entre Aristóteles y San Agustín. Esa transición marca el
surgimiento de una categoría unificada de la sujeción o subjectus, incluyendo todas las categorías
de dependencia personal, pero sobre todo indica la interpretación de la sujeción del sujeto
como una obediencia voluntaria que no es la de los cuerpos sino la del alma, una obediencia que
viene del interior. En este sentido la obediencia no se identifica con una humanidad
disminuida sino, por el contrario, con un destino superior, terrestre o celestial, real o ficticio, de
la humanidad. Si bien la sujeción puede aparecer así como condición e incluso como promesa
de salvación futura, su contraparte inevitable es que toda «ciudadanía», toda libertad
transindividual o colectiva inmanente, deviene relativa y contingente. La configuración antigua,
ejemplarmente reflejada por Aristóteles, se desvanece. Tengamos presente que en esa
configuración el hombre es un ciudadano –«natural» o «normalmente» un polites – solo en una
esfera determinada de sus actividades, la esfera pública de la reciprocidad y de la igualdad con
sus semejantes. Además, recordemos que deja de lado y bajo de sí todas las figuras
«antropológicas» de la dependencia y la imperfección como la mujer, el niño (o pupilo) y el
esclavo (o trabajador), y coloca a su lado y por encima suyo los ideales del maestro, del héroe y
del dios (o los seres divinos). Con la destrucción de la antigua figura del hombre como
ciudadano surge la del sujeto interior que enfrenta a una ley trascendente, a la vez teológica y
política, religiosa (y por ende también moral) e imperial, porque la escucha, porque para poder
escucharla debe ser llamado por ella. Es un sujeto responsable, es decir, un sujeto que debe
responder de sí mismo por sus actos e intenciones -por su hacer, su haber y su ser- ante aquel
107
que, de derecho, le interpela. Quien interpela no es un Hermano Mayor sino más bien lo que
Lacan llamaría un gran Otro, siempre alternando de manera ambivalente entre lo visible y lo
invisible, entre la individualidad y la universalidad.
Y aquí el punto decisivo es el siguiente: este «sujeto», que por primera vez lleva ese
nombre en el campo político donde se sujeta al soberano, al Señor y, en último análisis, al Señor
Dios, en el campo metafísico necesariamente se sujeta a sí mismo. O, si se prefiere, realiza su
propia sujeción. Tanto el hombre antiguo como el hombre medieval (que sobreviven en el
hombre moderno bajo la guisa de la «voz de la conciencia») tienen una relación con la
sujeción, la dependencia y la obediencia. Pero las dos figuras difieren radicalmente, pues para
el hombre-ciudadano de la polis griega, la autonomía y la reciprocidad, así como las relaciones
de igualdad, excluyen a la sujeción exterior característica de la mujer, el esclavo, el niño e,
incluso, del discípulo que estudia con su maestro. La reciprocidad es, en efecto, incompatible
con esas figuras o condiciones de sujeción. En cambio, para el hombre espiritual y carnal del
cristianismo, quien se sujeta también al Cesar, al soberano imperial, quien se enfrenta con el
sacramento y el Estado, con el ritual y la ley, la sujeción es la condición de cualquier
reciprocidad.
Denominaré discurso unilateral al mecanismo de sujeción que corresponde a la
ciudadanía griega (aunque probablemente no se reduce a ella), una sujeción suprimida de la
esfera pública de la ciudad y confinada al espacio doméstico del oikos, pero también requerida
como condición de existencia de lo público. Esto proviene de esa extraña relación desigual y
asimétrica con el logos que Aristóteles describe a propósito del hombre y la mujer (esposa), del
amo y el esclavo (sirviente), e incluso del padre y el hijo, todas ellas relaciones en las cuales el
primero habla y el segundo escucha, mientras que en el espacio cívico los mismos individuos
alternativamente hablan y escuchan -en fin, dialogan- así como alternativamente gobiernan y
obedecen. El discurso unilateral ya no tiene cabida en el sometimiento a la ley, un mecanismo
de sujeción completamente diferente que corresponde a la condición del subjectus o subditus
occidental. Llamaré a este otro mecanismo la voz interior, o interiorizada, la de una autoridad
trascendente a la que cada quien está obligado a obedecer, o que compele a cada uno a
obedecer, incluso a los rebeldes (quienes no se rinden ante la ley, pero tampoco logran
sustraerse a su voz) porque el fundamento de la autoridad no se ubica afuera del individuo, en
una desigualdad natural, sino dentro de sí mismo, en su propio ser como criatura del verbo y
como fiel vasallo de éste.
Pero este es solo el primer umbral histórico. El segundo se va a franquear con la
institución de las sociedades seculares y luego democráticas o, más bien, con la proclamación
del principio secular, y democrático de la organización social. En otras palabras, con las
«revoluciones» de finales del siglo XVIII y de comienzos del XIX en Norteamérica, Francia,
Latinoamérica, Grecia y otras latitudes. Como es sabido, toda la trayectoria del idealismo
histórico, que ve a la humanidad como sujeto y como fin de su propio movimiento colectivo,
de Kant a Marx y más allá, es una reacción a este acontecimiento y a sus efectos
contradictorios: es un acontecimiento intelectual y político (que cambió el concepto mismo de
«política»), y a la vez metafísico.
Aquí, el punto de referencia más importante, para nosotros, es el propio texto de la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamada en 1789 por los
108
Constituyentes franceses, pero esto no quiere decir que el acontecimiento pueda confinarse a
los límites de esa iniciativa singular, con todo lo notable que pueda ser, ni, menos aún, que
pueda considerarse como «propiedad» del pueblo que se pretende, o se cree, heredero de los
revolucionarios de 1789. ¿Por qué es este acontecimiento irreversible, no solo en el orden de
la política sino también en el orden de la ontología? Con certeza porque, por su mismo título,
la Déclaration plantea una ecuación universal, sin verdadero precedente en la historia, del
Hombre como tal y de un nuevo ciudadano definido por sus derechos, o mejor aún: definido
por la conquista y el ejercicio colectivo de sus derechos, sin ninguna limitación preestablecida.
Parafraseando un famoso planteo filosófico: tal como un siglo antes hubo un filósofo que se
atrevió a provocar con la frase Deus sive Natura [Dios significa Naturaleza], ahora aparecen
filósofos prácticos que plantean algo así como la no menos provocativa Homo sive Civis
[Hombre significa «Ciudadano»]. De cualquier modo, sus efectos filosóficos no han sido
menos perturbadores en un caso que en otro.
Pero ¿qué significa que el hombre es el ciudadano en general? Formalmente, quiere
decir que el hombre deja de ser un subjectus, un sujeto, y por consiguiente su relación con la ley
(y con la idea de ley) se invierte radicalmente: ya no es ése que es llamado ante la ley, o a quien
una voz interior dicta la ley o dicta reconocer y obedecer la ley existente, sino aquel que, al
menos virtualmente, «hace la ley», es decir, la constituye, la declara válida. El sujeto es alguien
responsable porque es un legislador y, por esa misma razón, responsable de las consecuencias de
la implementación (o no) de la ley que él mismo ha elaborado.
Aquí hay que tomar partido. Una larga tradición histórica y filosófica (aquella a la que
me refería cuando decía que Heidegger puso fin a las aventuras del idealismo) plantea que los
hombres de 1776 y de 1789, hombres de la libertad y la revolución, llegan a ser «ciudadanos»
porque acceden universalmente a la subjetividad. O mejor: porque toman conciencia (cartesiano,
lockeana o kantianamente) de que efectivamente eran «sujetos» libres, destinados desde
siempre a ser libres. Esta tesis puede reformularse en diferentes lenguajes o terminologías
que, en apariencia al menos, no son los de la metafísica. Por ejemplo, en una terminología
jurídica, llegan a ser, al final de un largo proceso, «sujetos de derecho» o «personas». O, en una
terminología sociológica, han sido «individualizados» por la disolución progresiva de las
estructuras comunitarias «tradicionales». Variante marxista: llegan a ser «burgueses» –al menos
aquellos que asumen un papel dirigente en el proceso revolucionario -. Ahora bien, opto por la
interpretación opuesta: esos revolucionarios y quienes les sucedieron pudieron comenzar a
pensarse como sujetos libres, y por ende a identificar libertad y subjetividad, porque abolieron
de manera irreversible el principio de su sujeción, su estar sujetados o ser-sujetos, en el
proceso de conquistar y constituir su ciudadanía política. De ahí en más no podía haber algo
así como una «servidumbre voluntaria». La ciudadanía no es uno de los tantos atributos de la
subjetividad, sino que, por el contrario, ella es la subjetividad como tal, es aquella forma de
subjetividad que ya nadie identificaría con la sujeción. Esto plantea un problema formidable a
los ciudadanos, pues pocos han de acceder a ella plenamente.
Pero ¿de qué «ciudadano» se trata? No puede ser solo el ciudadano de algún Estado,
nación o constitución particular. Podemos decir que se refiere a una exigencia universal,
posiblemente absoluta, incluso si no aceptamos la noción kantiana, idealizada, de «derecho
cosmopolítico». Intentaré formularla de la siguiente manera: la ecuación universal del hombre
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con el ciudadano no quiere decir que solo los ciudadanos son hombres (es decir, seres
humanos, o que los hombres como tales son parte de la humanidad solo en las condiciones y
dentro de los límites de su ciudadanía institucional. Antes bien, significa que la humanidad de
los individuos humanos se define por el carácter inalienable de sus «derechos», y que éstos,
aun y sobre todo si sus portadores, a fin de cuentas, son siempre los individuos mismos, se
conquistan colectivamente, esto es, políticamente. En otras palabras: la ecuación identifica la
humanidad del hombre no con algo dado o con una esencia, ya sea natural o supranatural, sino
con una práctica y con una tarea, a saber, la de emanciparse ellos mismos de toda forma de
dominación y sujeción a través de un acceso colectivo y universal a la política. Esta idea de
hecho combina una proposición lógica: no hay libertad sin igualdad ni igualdad sin libertad (lo
que en otra parte sugiero llamar la proposición de igualibertad). Una proposición ontológica: lo
propio del ser humano es la construcción colectiva o transindividual de su autonomía
individual. Una proposición política (pero ¿acaso hay algo que no sea político en lo que hemos
planteado antes?): cualquier forma de sujeción es incompatible con la ciudadanía (incluyendo
aquellas que los revolucionarios no osaron cuestionar -especialmente la esclavitud, la
desigualdad entre los géneros, el colonialismo y el trabajo explotado). Por último, una
proposición ética: el valor de la acción humana reside en que nadie puede ser liberado o
emancipado por otros, aunque nadie pueda liberarse sin los otros, tesis que siempre ha
señalado el momento de «sublevarse».
Concluiré ahora planteando brevemente dos preguntas. Comenzamos con una
investigación filosófica que tal vez haya parecido un tanto escolástica: ¿qué significa
«antropología filosófica»?, ¿cuál sería su programa después de la discusión de comienzos de
siglo y la crítica devastadora de Heidegger?
Primero, si es verdad que «hombre», «sujeto» y «ciudadano» - términos vinculados entre
sí por un análisis histórico antes que por una definición esencialista- constituyen para
nosotros, hoy día, los significantes claves de la antropología filosófica, ¿habrá que organizar
sus figuras en un proceso evolutivo, de sucesión lineal? Esto no tiene por qué ser así. Ya
hablé de umbrales irreversibles. Antes de que la teología política medieval piense la condición
humana, combinando la obediencia a Dios y la obediencia al Príncipe, su «representante en la
Tierra», no era posible conferir al «sujeto» una figura unitaria. Antes de que la Revolución
Francesa y, en general las revoluciones democráticas planteen la identificación del hombre con
el ciudadano, no era posible pensar, verdadera y universalmente, en derechos más que como
privilegios o como la contrapartida de obligaciones y deberes. Sin embargo, el surgimiento de una
figura nueva no implica una pura y simple desaparición de la antigua. Vemos, en particular, que
la identificación moderna del hombre con el ciudadano no entraña la pura y simple negación o
superación de la sujeción a la Ley, concebida como «voz interior», sino más bien un grado
suplementario de interiorización (interioridad, intimidad) o, si se prefiere, de represión, que va
a la par con una nueva «privatización» de los sentimientos morales. Y, por otra parte, que
haya umbrales o acontecimientos históricos inaugurales no significa que tales configuraciones
surjan a partir de la nada, sin precondiciones históricas. Una antropología filosófica así
entendida también debe concebirse como una interrogación sobre cómo se entrelazan la
repetición, la recurrencia y la evolución en la historia, es decir, como una investigación sobre la
historicidad como tal.
110
En segundo lugar, una reconceptualización crítica del debate por y contra la antropología
filosófica conduce de manera natural a un tema o, mejor aún, a un programa, el de
interrogarnos acerca de las formas o los modos de sujeción. Diría también, parafraseando a Michel
Foucault, que se trata de una investigación sobre las formas de subjetivación en tanto que ellas
corresponden a ciertas formas de sujeción. Este es otro «juego de palabras» fundamental a
menos que siempre se trate del mismo juego. Pero la referencia a Foucault nos incita de
inmediato a plantear la siguiente pregunta. Siguiendo las huellas indelebles que han dejado en
la tradición filosófica, mencionamos dos formas o figuras básicas de sujeción: aquella que
describí como «discurso unilateral» y la que describí como la «voz interior». Sin embargo, ¿qué
nos garantiza que no haya otras que entrañen, a su vez, otras formas de ensamblar el problema
del hombre, del sujeto y del ciudadano? Sea en el pasado: figuras en vías de desaparición (pero
una figura antropológica, una figura de sujeción, ¿acaso puede desaparecer de una buena vez?),
sea en el presente: figuras en vías de constitución, y hasta de devenir dominantes. ¿No es eso
lo que el propio Foucault hubiera sugerido al hablar de normas, «disciplinas» o de «biopoderes»? Pero antes que él, aunque sin duda de modo diferente, ¿acaso Marx no nos brindó
pistas similares cuando retorna, en su reflexión teórica, de la alienación política a la alienación
humana y desde allí al «fetichismo» estructural de las sociedades mercantiles y capitalistas que
acompaña la utilización de la libertad del hombre y del ciudadano en la valorización mercantil
de los objetos, y su libertad contradictoria como sujetos legales? No hay, pues, solo dos
maneras de plantear la dialéctica de la sujeción y la subjetivación. Quizás sean tres o más, y
por consiguiente no hay un «fin de la historia», un final del asunto.
111
Fanon, Frantz. Fort-de-France, Martinica, 1925 - Washington, 1961) Escritor martiniqués en lengua
francesa. En 1944 se embarcó como polizonte y llegó al Norte de África, donde se enroló en las Forces
Françaises de l'Intérieur, y al año siguiente participó en el desembarco en Toulon y en los combates en Alsacia.
Tras la desmovilización, obtuvo una beca de estudios y, en 1952, se licenció en Medicina en la Universidad de
Lyon, especializándose en Psiquiatría.
En ese mismo año publicó una recopilación de ensayos sobre la condición de los negros y el racismo,
Piel negra, máscaras blancas (Peau noir, masques blancs) y escribió un drama acerca de los obreros del puerto de Lyon
(Les Mains parallèles), que permaneció inédito. En 1953 solicitó el traslado a un hospital argelino; de este modo,
pasó tres años en el hospital de Blida-Joinville, donde su trabajo de psiquiatra le permitió elaborar un original
modelo de análisis de la alienación del colonizado.
Después de su intervención en el Primer Congreso de Escritores y Artistas Negros que se celebró en
septiembre de 1956 en la Sorbona, se vio obligado a abandonar Argelia. Se trasladó a Túnez, trabajó para el
Ministerio de Información y para el Ministerio de Asuntos Exteriores del Gobierno provisional de la República
Argelina, y llevó a cabo diversos viajes, de carácter diplomático o clandestino, a distintos países africanos.
En 1960 publicó en París L'an V de la révolution algérienne, libro que fue secuestrado inmediatamente.
Herido en aquel verano cerca de Bizerta al estallar una mina que había provocado que su coche volcara, a
principios de 1961 supo que estaba aquejado de leucemia. En aquella primavera escribió los ensayos que
aparecieron en otoño, en vísperas de su muerte, con el título Los malditos de la tierra (Les damnés de la terre), su obra
más madura y, al mismo tiempo, el mayor documento teórico de la revolución de los pueblos colonizados.
Luego viajó a Moscú y a Washington para intentar nuevas curas para su grave enfermedad, que
resultaron vanas. Cuando falleció, su cuerpo fue trasladado a Argelia y sepultado en zona de combate.
Póstumamente, apareció en 1964, con el título Pour la révolution africaine, la recopilación de los textos publicados
entre 1952 y 1961 y no incluidos en sus volúmenes anteriores.
Fanon, Frantz., Los condenados de la tierra, Fondo de cultura económica, Buenos
Aires, 2007, Cap. I, p. 30-40
LA VIOLENCIA
Liberación nacional, renacimiento nacional, restitución de la nación al pueblo,
Commonwealth, cualesquiera que sean las rúbricas utilizadas o las nuevas fórmulas
introducidas, la descolonización es siempre un fenómeno violento. En cualquier nivel que se la
estudie: encuentros entre individuos, nuevos nombres de los clubes deportivos, composición
humana de los cocktail-parties, de la policía, de los consejos de administración, de los bancos
nacionales o privados, la descolonización es simplemente la sustitución de una "especie" de
hombres por otra "especie" de hombres. Sin transición, hay una sustitución total, completa,
absoluta. Por supuesto, podría mostrarse igualmente el surgimiento de una nueva nación, la
instauración de un Estado nuevo, sus relaciones diplomáticas, su orientación política,
económica. Pero hemos querido hablar precisamente de esa tabla rasa que define toda
descolonización en el punto de partida. Su importancia inusitada es que constituye, desde el
primer momento, la reivindicación mínima del colonizado. A decir verdad, la prueba del éxito
reside en un panorama social modificado en su totalidad. La importancia extraordinaria de ese
cambio es que es deseado, reclamado, exigido. La necesidad de ese cambio existe en estado
bruto, impetuoso y apremiante, en la conciencia y en la vida de los hombres y mujeres
colonizados. Pero la eventualidad de ese cambio es igualmente vivida en la forma de un futuro
aterrador en la conciencia de otra "especie" de hombres y mujeres: los colonos.
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La descolonización, que se propone cambiar el orden del mundo es, como se ve, un
programa de desorden absoluto. Pero no puede ser el resultado de una operación mágica, de
un sacudimiento natural o de un entendimiento amigable. La descolonización, como se sabe,
es un proceso histórico: es decir, que no puede ser comprendida, que no resulta inteligible,
traslúcida a sí misma, sino en la medida exacta en que se discierne el movimiento historizante
que le da forma y contenido. La descolonización es el encuentro de dos fuerzas
congénitamente antagónicas que extraen precisamente su originalidad de esa especie de
sustanciación que segrega y alimenta la situación colonial. Su primera confrontación se ha
desarrollado bajo el signo de la violencia y su cohabitación —más precisamente la explotación
del colonizado por el colono— se ha realizado con gran despliegue de bayonetas y de cañones.
El colono y el colonizado se conocen desde hace tiempo. Y, en realidad, tiene razón el colono
cuando dice conocerlos. Es el colono el que ha hecho y sigue haciendo al colonizado. El
colono saca su verdad, es decir, sus bienes, del sistema colonial.
La descolonización no pasa jamás inadvertida puesto que afecta al ser, modifica
fundamentalmente al ser, transforma a los espectadores aplastados por la falta de esencia en
actores privilegiados, recogidos de manera casi grandiosa por la hoz de la historia. Introduce
en el ser un ritmo propio, aportado por los nuevos hombres, un nuevo lenguaje, una nueva
humanidad. La descolonización realmente es creación de hombres nuevos. Pero esta creación
no recibe su legitimidad de ninguna potencia sobrenatural: la "cosa" colonizada se convierte
en hombre en el proceso mismo por el cual se libera.
En la descolonización hay, pues, exigencia de un replanteamiento integral de la
situación colonial. Su definición puede encontrarse, si se quiere describirla con precisión, en la
frase bien conocida: "los últimos serán los primeros". La descolonización es la comprobación
de esa frase. Por eso, en el plano de la descripción, toda descolonización es un logro.
Expuesta en su desnudez, la descolonización permite adivinar a través de todos sus
poros, balas sangrientas, cuchillos sangrientos. Porque si los últimos deben ser los primeros,
no puede ser sino tras un afrontamiento decisivo y a muerte de los dos protagonistas. Esa
voluntad afirmada de hacer pasar a los últimos a la cabeza de la fila, de hacerlos subir a un
ritmo (demasiado rápido, dicen algunos) los famosos escalones que definen a una sociedad
organizada, no puede triunfar sino cuando se colocan en la balanza todos los medios incluida,
por supuesto, la violencia.
No se desorganiza una sociedad, por primitiva que sea, con semejante programa si no
se está decidido desde un principio, es decir, desde la formulación misma de ese programa, a
vencer todos los obstáculos con que se tropiece en el camino. El colonizado que decide
realizar ese programa, convertirse en su motor, está dispuesto en todo momento a la violencia.
Desde su nacimiento, le resulta claro que ese mundo estrecho, sembrado de contradicciones,
no puede ser impugnado sino por la violencia absoluta.
El mundo colonial es un mundo en compartimientos. Sin duda resulta superfluo, en el
plano de la descripción, recordar la existencia de ciudades indígenas y ciudades europeas, de
escuelas para indígenas y escuelas para europeos, así como es superfluo recordar el apartheid en
Sudáfrica. No obstante, si penetramos en la intimidad de esa separación en compartimientos,
podremos al menos poner en evidencia algunas de las líneas de fuerza que presupone. Este
113
enfoque del mundo colonial, de su distribución, de su disposición geográfica va a permitirnos
delimitar los ángulos desde los cuales se reorganizará la sociedad descolonizada.
El mundo colonizado es un mundo cortado en dos. La línea divisoria, la frontera está
indicada por los cuarteles y las delegaciones de policía. En las colonias, el interlocutor válido e
institucional del colonizado, el vocero del colono y del régimen de opresión es el gendarme o
el soldado. En las sociedades de tipo capitalista, la enseñanza, religiosa o laica, la formación de
reflejos morales trasmisibles de padres a hijos, la honestidad ejemplar de obreros
condecorados después de cincuenta años de buenos y leales servicios, el amor alentado por la
armonía y la prudencia, esas formas estéticas del respeto al orden establecido, crean en torno
al explotado una atmósfera de sumisión y de inhibición que aligera considerablemente la tarea
de las fuerzas del orden. En los países capitalistas, entre el explotado y el poder se interponen
una multitud de profesores de moral, de consejeros, de "desorientadores". En las regiones
coloniales, por el contrario, el gendarme y el soldado, por su presencia inmediata, sus
intervenciones directas y frecuentes, mantienen el contacto con el colonizado y le aconsejan, a
golpes de culata o incendiando sus poblados, que no se mueva. El intermediario del poder
utiliza un lenguaje de pura violencia. El intermediario no aligera la opresión, no hace más
velado el dominio. Los expone, los manifiesta con la buena conciencia de las fuerzas del
orden. El intermediario lleva la violencia a la casa y al cerebro del colonizado.
La zona habitada por los colonizados no es complementaria de la zona habitada por
los colonos. Esas dos zonas se oponen, pero no al servicio de una unidad superior. Regidas
por una lógica puramente aristotélica, obedecen al principio de exclusión recíproca: no hay
conciliación posible, uno de los términos sobra. La ciudad del colono es una ciudad dura, toda
de piedra y hierro. Es una ciudad iluminada, asfaltada, donde los cubos de basura están
siempre llenos de restos desconocidos, nunca vistos, ni siquiera soñados. Los pies del colono
no se ven nunca, salvo quizá en el mar, pero jamás se está muy cerca de ellos. Pies protegidos
por zapatos fuertes, mientras las calles de su ciudad son limpias, lisas, sin hoyos, sin piedras.
La ciudad del colono es una ciudad harta, perezosa, su vientre está lleno de cosas buenas
permanentemente. La ciudad del colono es una ciudad de blancos, de extranjeros. La ciudad
del colonizado, o al menos la ciudad indígena, la ciudad negra, la "medina" o barrio árabe, la
reserva es un lugar de mala fama, poblado por hombres de mala fama, allí se nace en cualquier
parte, de cualquier manera. Se muere en cualquier parte, de cualquier cosa. Es un mundo sin
intervalos, los hombres están unos sobre otros, las casuchas unas sobre otras. La ciudad del
colonizado es una ciudad hambrienta, hambrienta de pan, de carne, de zapatos, de carbón, de
luz. La ciudad del colonizado es una ciudad agachada, una ciudad de rodillas, una ciudad
revolcada en el fango. Es una ciudad de negros, una ciudad de boicots. La mirada que el
colonizado lanza sobre la ciudad del colono es una mirada de lujuria, una mirada de deseo.
Sueños de posesión. Todos los modos de posesión: sentarse a la mesa del colono, acostarse en
la cama del colono, si es posible con su mujer. El colonizado es un envidioso. El colono no lo
ignora cuando, sorprendiendo su mirada a la deriva, comprueba amargamente, pero siempre
alerta: "Quieren ocupar nuestro lugar." Es verdad, no hay un colonizado que no sueñe cuando
menos una vez al día en instalarse en el lugar del colono.
Ese mundo en compartimientos, ese mundo cortado en dos está habitado por especies
diferentes. La originalidad del contexto colonial es que las realidades económicas, las
114
desigualdades, la enorme diferencia de los modos de vida, no llegan nunca a ocultar las
realidades humanas. Cuando se percibe en su aspecto inmediato el contexto colonial, es
evidente que lo que divide al mundo es primero el hecho de pertenecer o no a tal especie, a tal
raza. En las colonias, la infraestructura es igualmente una superestructura. La causa es
consecuencia: se es rico porque se es blanco, se es blanco porque se es rico. Por eso los
análisis marxistas deben modificarse ligeramente siempre que se aborda el sistema colonial.
Hasta el concepto de sociedad precapitalista, bien estudiado por Marx, tendría que ser
reformulado. El siervo es de una esencia distinta que el caballero, pero es necesaria una
referencia al derecho divino para legitimar esa diferencia de clases. En las colonias, el
extranjero venido de fuera se ha impuesto con la ayuda de sus cañones y de sus máquinas. A
pesar de la domesticación lograda, a pesar de la apropiación, el colono sigue siendo siempre un
extranjero. No son ni las fábricas, ni las propiedades, ni la cuenta en el banco lo que
caracteriza principalmente a la "clase dirigente". La especie dirigente es, antes que nada, la que
viene de afuera, la que no se parece a los autóctonos, a "los otros".
La violencia que ha presidido la constitución del mundo colonial, que ha ritmado
incansablemente la destrucción de las formas sociales autóctonas, que ha demolido sin
restricciones los sistemas de referencias de la economía, los modos de apariencia, la ropa, será
reivindicada y asumida por el colonizado desde el momento en que, decidida a convertirse en
la historia en acción, la masa colonizada penetre violentamente en las ciudades prohibidas.
Provocar un estallido del mundo colonial será, en lo sucesivo, una imagen de acción muy clara,
muy comprensible y capaz de ser asumida por cada uno de los individuos que constituyen el
pueblo colonizado. Dislocar al mundo colonial no significa que después de la abolición de las
fronteras se arreglará la comunicación entre las dos zonas. Destruir el mundo colonial es, ni
más ni menos, abolir una zona, enterrarla en lo más profundo de la tierra o expulsarla del
territorio.
La impugnación del mundo colonial por el colonizado no es una confrontación
racional de los puntos de vista. No es un discurso sobre lo universal, sino la afirmación
desenfrenada de una originalidad formulada como absoluta. El mundo colonial es un mundo
maniqueo. No le basta al colono limitar físicamente, es decir, con ayuda de su policía y de sus
gendarmes, el espacio del colonizado. Como para ilustrar el carácter totalitario de la
explotación colonial, el colono hace del colonizado una especie de quintaesencia del mal.1 La
sociedad colonizada no sólo se define como una sociedad sin valores. No le basta al colono
afirmar que los valores han abandonado o, mejor aún, no han habitado jamás el mundo
colonizado. El indígena es declarado impermeable a la ética; ausencia de valores, pero también
negación de los valores. Es, nos atrevemos a decirlo, el enemigo de los valores. En este
sentido, es el mal absoluto. Elemento corrosivo, destructor de todo lo que está cerca,
elemento deformador, capaz de desfigurar todo lo que se refiere a la estética o la moral,
depositario de fuerzas maléficas, instrumento inconsciente e irrecuperable de fuerzas ciegas. Y
M. Meyer podía decir seriamente a la Asamblea Nacional Francesa que no había que prostituir
la República haciendo penetrar en ella al pueblo argelino. Los valores, en efecto, son
irreversiblemente envenenados e infectados cuando se les pone en contacto con el pueblo
Ya hemos demostrado, en Peau Noire, Masques Blancs, (Edition du Seuil) el mecanismo de ese mundo
maniqueo.
1
115
colonizado. Las costumbres del colonizado, sus tradiciones, sus mitos, sobre todo sus mitos,
son la señal misma de esa indigencia, de esa depravación constitucional. Por eso hay que poner
en el mismo plano al D.D.T, que destruye los parásitos, trasmisores de enfermedades, y a la
religión cristiana, que extirpa de raíz las herejías, los instintos, el mal. El retroceso de la fiebre
amarilla y los progresos de la evangelización forman parte de un mismo balance. Pero los
comunicados triunfantes de las misiones, informan realmente acerca de la importancia de los
fermentos de enajenación introducidos en el seno del pueblo colonizado.
Hablo de la religión cristiana y nadie tiene derecho a sorprenderse. La Iglesia en las
colonias es una Iglesia de blancos, una Iglesia de extranjeros. No llama al hombre colonizado
al camino de Dios sino al camino del Blanco, del amo, del opresor. Y, como se sabe, en esta
historia son muchos los llamados y pocos los elegidos.
A veces ese maniqueísmo llega a los extremos de su lógica y deshumaniza al
colonizado. Propiamente hablando, lo animaliza. Y, en realidad, el lenguaje del colono, cuando
habla del colonizado, es un lenguaje zoológico. Se alude a los movimientos de reptil del
amarillo, a las emanaciones de la ciudad indígena, a las hordas, a la peste, el pulular, el
hormigueo, las gesticulaciones. El colono, cuando quiere describir y encontrar la palabra justa,
se refiere constantemente al bestiario. El europeo raramente utiliza "imágenes". Pero el
colonizado, que comprende el proyecto del colono, el proceso exacto que se pretende hacerle
seguir, sabe inmediatamente en qué piensa. Esa demografía galopante, esas masas histéricas,
esos rostros de los que ha desaparecido toda humanidad, esos cuerpos obesos que no se
parecen ya a nada, esa cohorte sin cabeza ni cola, esos niños que parecen no pertenecer a
nadie, esa pereza desplegada al sol, ese ritmo vegetal, todo eso forma parte del vocabulario
colonial.
El general De Gaulle habla de las "multitudes amarillas" y el señor Mauriac de las
masas negras, cobrizas y amarillas que pronto van a irrumpir en oleadas. El colonizado sabe
todo eso y ríe cada vez que se descubre como animal en las palabras del otro. Porque sabe que
no es un animal. Y precisamente, al mismo tiempo que descubre su humanidad, comienza a
bruñir sus armas para hacerla triunfar.
Cuando el colonizado comienza a presionar sus amarras, a inquietar al colono, se le
envían almas buenas que, en los "Congresos de cultura" le exponen las calidades específicas,
las riquezas de los valores occidentales. Pero cada vez que se trata de valores occidentales se
produce en el colonizado una especie de endurecimiento, de tetania muscular. En el periodo
de descolonización, se apela a la razón de los colonizados. Se les proponen valores seguros, se
les explica prolijamente que la descolonización no debe significar regresión, que hay que
apoyarse en valores experimentados, sólidos, bien considerados. Pero sucede que cuando un
colonizado oye un discurso sobre la cultura occidental, saca su machete o al menos se asegura
de que está al alcance de su mano. La violencia con la cual se ha afirmado la supremacía de los
valores blancos, la agresividad que ha impregnado la confrontación victoriosa de esos valores
con los modos de vida o de pensamiento de los colonizados hacen que, por una justa
inversión de las cosas, el colonizado se burle cuando se evocan frente a él esos valores. En el
contexto colonial, el colono no se detiene en su labor de crítica violenta del colonizado, sino
cuando este último ha reconocido en voz alta e inteligible la supremacía de los valores blancos.
116
En el periodo de descolonización, la masa colonizada se burla de esos mismos valores, los
insulta, los vomita con todas sus fuerzas.
Ese fenómeno se disimula generalmente porque, durante el periodo de
descolonización, ciertos intelectuales colonizados han entablado un diálogo con la burguesía
del país colonialista. Durante ese periodo, la población autóctona es percibida como masa
indistinta. Las pocas individualidades autóctonas que los burgueses colonialistas han tenido
ocasión de conocer aquí y allá no pesan suficientemente sobre esa percepción inmediata para
dar origen a matices. Por el contrario, durante el periodo de liberación, la burguesía
colonialista busca febrilmente establecer contactos con las "élites". Es con esas élites con las
que se establece el famoso diálogo sobre los valores. La burguesía colonialista, cuando advierte
la imposibilidad de mantener su dominio sobre los países coloniales, decide entablar un
combate en la retaguardia, en el terreno de la cultura, de los valores, de las técnicas, etc. Pero
lo que no hay que perder nunca de vista es que la inmensa mayoría de los pueblos colonizados
es impermeable a esos problemas. Para el pueblo colonizado, el valor más esencial, por ser el
más concreto, es primordialmente la tierra: la tierra que debe asegurar el pan y, por supuesto,
la dignidad. Pero esa dignidad no tiene nada que ver con la dignidad de la "persona humana".
Esa persona humana ideal, jamás ha oído hablar de ella. Lo que el colonizado ha visto en su
tierra es que podían arrestarlo, golpearlo hambrearlo impunemente; y ningún profesor de
moral, ningún cura, vino jamás a recibir los golpes en su lugar ni a compartir con él su pan.
Para el colonizado, ser moralista es, muy concretamente, silenciar la actitud déspota del
colono, y así quebrantar su violencia desplegada, en una palabra, expulsarlo definitivamente
del panorama. El famoso principio que pretende que todos los hombres sean iguales
encontrará su ilustración en las colonias cuando el colonizado plantee que es el igual del
colono. Un paso más querrá pelear para ser más que el colono. En realidad, ya ha decidido
reemplazar al colono, tomar su lugar. Como se ve, es todo un universo material y moral el que
se desploma. El intelectual que ha seguido, por su parte, al colonialista en el plano de lo
universal abstracto va a pelear porque el colono y el colonizado puedan vivir en paz en un
mundo nuevo. Pero lo que no ve, porque precisamente el colonialismo se ha infiltrado en él
con todos sus modos de pensamiento, es que el colono, cuando desaparece el contexto
colonial, no tiene ya interés en quedarse, en coexistir. No es un azar si, inclusive antes de
cualquier negociación entre el gobierno argelino y el gobierno francés, la minoría europea
llamada "liberal" ya ha dado a conocer su posición: reclama, ni más ni menos, la doble
ciudadanía. Es que acantonándose en el plano abstracto, se quiere condenar al colono a dar un
salto muy concreto a lo desconocido. Digámoslo: el colono sabe perfectamente que ninguna
fraseología sustituye a la realidad. El colonizado, por tanto, descubre que su vida, su
respiración, los latidos de su corazón son los mismos que los del colono. Descubre que una
piel de colono no vale más que una piel de indígena. Hay que decir, que ese descubrimiento
introduce una sacudida esencial en el mundo. Toda la nueva y revolucionaria seguridad del
colonizado se desprende de esto. Si, en efecto, mi vida tiene el mismo peso que la del colono,
su mirada ya no me fulmina, ya no me inmoviliza, su voz no me petrifica. Ya no me turbo en
su presencia. Prácticamente, lo fastidio. No sólo su presencia no me afecta ya, sino que le
preparo emboscadas tales que pronto no tendrá más salida que la huida.
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El contexto colonial, hemos dicho, se caracteriza por la dicotomía que inflige al
mundo. La descolonización unifica ese mundo, quitándole por una decisión radical su
heterogeneidad, unificándolo sobre la base de la nación, a veces de la raza.
Conocemos esa frase feroz de los patriotas senegaleses, al evocar las maniobras de su
presidente Senghor: "Hemos pedido la africanización de los cuadros, y resulta que Senghor
africaniza a los europeos." Lo que quiere decir que el colonizado tiene la posibilidad de
percibir en una inmediatez absoluta si la descolonización tiene lugar o no: el mínimo exigido
es que los últimos sean los primeros.
Pero el intelectual colonizado aporta variantes a esta demanda y, en realidad, las
motivaciones no parecen faltarle: cuadros administrativos, cuadros técnicos, especialistas. Pero
el colonizado interpreta esos salvoconductos ilegales como otras tantas maniobras de sabotaje
y no es raro oír a un colonizado declarar aquí y allá: "No valía la pena, entonces, ser
independientes... "
En las regiones colonizadas donde se ha llevado a cabo una verdadera lucha de
liberación, donde la sangre del pueblo ha corrido y donde la duración de la fase armada ha
favorecido el reflujo de los intelectuales sobre bases populares, se asiste a una verdadera
erradicación de la superestructura bebida por esos intelectuales en los medios burgueses
colonialistas. En su monólogo narcisista, la burguesía colonialista, a través de sus
universitarios, había arraigado profundamente, en efecto, en el espíritu del colonizado que las
esencias son eternas a pesar de todos los errores imputables a los hombres. Las esencias
occidentales, por supuesto. El colonizado aceptaba lo bien fundado de estas ideas y en un
repliegue de su cerebro podía descubrirse un centinela vigilante encargado de defender el
pedestal grecolatino. Pero, durante la lucha de liberación, cuando el colonizado vuelve a
establecer contacto con su pueblo, ese centinela ficticio se pulveriza. Todos los valores
mediterráneos, triunfo de la persona humana, de la claridad y de la belleza, se convierten en
adornos sin vida y sin color. Todos esos argumentos parecen ensambles de palabras muertas.
Esos valores que parecían ennoblecer el alma se revelan inutilizables porque no se refieren al
combate concreto que ha emprendido el pueblo.
118
Martín Heidegger (1889-1976): entra como becario en el instituto de Constanza, donde se prepara
para la carrera sacerdotal, que abandona por su dedicación a la filosofía; ingresa en la universidad de Friburgo, fue
alumno del neokantiano Heinrich Rickert, y egresa con tesis sobre La teoría del juicio en el psicologismo. Durante la
Primera Guerra Mundial es reclutado por el ejército, pero se le licencia por una dolencia cardiaca; es privatdozent
en la Univ. Albert-Ludwig de Friburgo, da cursos y seminarios como San Agustín y el neoplatonismo y Lecciones
fenomenológicas, en torno a la filosofía de Husserl; fue profesor extraordinario de la Universidad Philipps de
Marburgo. Después de una historia de amor con Hannah Arendt, termina Ser y Tiempo una de sus obras más
influyentes e importantes, a pesar de quedar inconclusa; reemplaza a Husserl como profesor titular en la Univ. de
Friburgo, y publica Kant y el problema de la metafísica; años después alcanza el puesto de rector al que renunciará
desilusionado con el régimen nazi. La labor docente se plasma en los siguientes cursos: Introducción a la metafísica,
Lecciones sobre Hegel, Hölderlin en la esencia de la poesía y El origen de la obra de arte, que sirvió como base de su obra
Caminos del bosque. Al acabar la guerra, se le prohíbe enseñar; escribe Carta sobre el humanismo; Se retira de la vida
pública y se dedica a dar seminarios como La cosa, El peligro, Qué significa pensar y Tiempo y ser, entre otros. Después
de publicarse la primera edición completa de sus obras, muere al año siguiente. Por su poco sistemática, oscura y
poética obra, abrió la filosofía a una nueva interpretación del mundo y del hombre, a través de la cual se deja oír
la voz del ser.
Heidegger, Martin. Kant y el problema de la metafísica. México. Fondo de Cultura
Económica. 1973 parte IV, A y B.
Parte Cuarta
REPETICIÓN DE LA FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA
Entendemos por repetición de un problema fundamental el descubrimiento de sus
posibilidades originarias, hasta entonces ocultas. El desarrollo de éstas lo transforma de tal
suerte que por ello mismo logra conservar su contenido problemático. Conservar un problema
significa librar y salvaguardar aquellas fuerzas internas que lo posibilitan como problema según
el fundamento de su esencia.
La repetición de lo posible quiere decir todo menos recoger "lo común y corriente", lo
que "ofrece fundadas esperanzas" de que "se puede hacer algo con ello". Una posibilidad de
esa índole es siempre sólo lo demasiado real, lo que todo el mundo maneja a su antojo. Lo
posible, en esta acepción, impedirá precisamente una auténtica repetición, y por ello toda
relación con la historia.
Mas una repetición bien entendida de la fundamentación de la metafísica debe
empezar por cerciorarse del resultado auténtico de la fundamentación anterior, en este caso,
de la fundamentación kantiana. Al mismo tiempo, lo que se ha encontrado como "resultado"
de la fundamentación de la metafísica en la Crítica de la razón pura, y el modo como se ha
determinado lo encontrado, decidirán la medida de la comprensión de lo posible que guía toda
repetición y si esta comprensión está a la altura de lo que debe repetirse.
A)
FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA EN LA ANTROPOLOGÍA
§ 36. El fundamento establecido y el resultado de la fundamentación kantiana de la metafísica
Al recorrer una a una las etapas de la fundamentación kantiana, resultó que ésta daba
por fin con la imaginación transcendental como fundamento de la posibilidad interna de la
119
síntesis ontológica, es decir, de la trascendencia. Ahora bien, ¿es esta verificación del
fundamento, o sea su interpretación más originaria como temporalidad, el resultado de la
fundamentación kantiana? ¿O resulta de dicha fundamentación algo diferente? Para verificar el
resultado mencionado no se necesitaba, en efecto, el esfuerzo de exponer tan detalladamente
el desenvolvimiento interno de la fundamentación en cada uno de los pasos sucesivos. Bastaba
con citar los pasajes relativos a la función central de la imaginación trascendental en la
deducción trascendental y en el esquematismo trascendental. Ahora bien, si el resultado no
consiste en saber que la imaginación trascendental constituye el fundamento ¿qué otro
resultado debe dar entonces la fundamentación?
Si el resultado de la fundamentación no consiste en su "conclusión", hay que
preguntarse por lo que revela el devenir mismo de la fundamentación para el problema del
fundamento de la metafísica. ¿Qué es lo que sucede en la fundamentación kantiana? Nada
menos que esto: se funda la posibilidad interna de la ontología como una revelación de la
trascendencia, es decir, de la subjetividad del sujeto humano.
La pregunta por la esencia de la metafísica es la pregunta por la unidad de las
facultades fundamentales del "espíritu" humano. La fundamentación kantiana revela lo
siguiente: fundar la metafísica es igual a preguntar por el hombre, es decir, es antropología.
¿Pero acaso al hacer el primer intento de aprehender1 más originariamente la
fundamentación kantiana no se desechó su reducción a la antropología? Sin duda, pues se
mostró que todo lo que la antropología ofrece en materia de interpretación del conocimiento y
de sus dos fuentes había sido revelado, en forma más originaria, precisamente por la Crítica de
la razón pura. Pero, por el momento, sólo se concluye de esto que la antropología desarrollada
por Kant es una antropología empírica y no una antropología que satisfaga la problemática,
trascendental, es decir, una antropología "pura". Este hecho acentúa precisamente la necesidad
de una antropología satisfactoria, es decir, "filosófica", para los fines de la fundamentación de
la metafísica.
Las propias palabras de Kant sirven, sin duda alguna, para comprobar que el resultado
de la fundamentación kantiana consiste en la comprensión de la conexión necesaria entre la
antropología y la metafísica. La fundamentación kantiana de la metafísica tiende a fundar "la
metafísica en su finalidad última", es decir, la metaphysica specialis, de la que forman parte las tres
disciplinas: cosmología, psicología y teología. Pero esta fundamentación, como crítica de la
razón pura, debe comprender estas últimas según su esencia interna, si se debe comprender la
metafísica como "disposición natural del hombre" en sus límites y en su posibilidad. La
esencia interior de la razón humana se manifiesta en aquellos intereses que la mueven siempre,
en tanto es humana. "Todo interés de mi razón (tanto lo especulativo como lo práctico) se
resume en las tres preguntas siguientes:
1) ¿Qué puedo saber?
2) ¿Qué debo hacer?
2
3) ¿Qué me es permitido esperar?"
Estas tres preguntas son las que se han asignado a las tres disciplinas de la metafísica
propiamente dicha, es decir, a la metaphysica specialis. El saber humano se refiere a "la naturaleza
1
2
Cf. § 26, pp. 110 ss.
A 804 s„ B 832
120
en el sentido más amplio de lo ante los ojos (cosmología), el hacer [Tun] es la actividad
[Handeln] del hombre y concierne a su personalidad y libertad (psicología), el esperar tiende a
la inmortalidad como felicidad, es decir, hacia la unión con Dios (teología).
Estos tres intereses originales determinan al hombre, no como ser natural, sino como
"ciudadano del mundo". Constituyen el objeto de la filosofía "de intención cosmopolita", es
decir, constituyen el campo de la filosofía propiamente dicha. Por eso dice Kant en la
introducción a su curso de lógica, donde desarrolla el concepto de la filosofía en general: "El
campo de la filosofía en este sentido cosmopolita se deja resumir en las siguientes preguntas:
1) ¿Qué puedo saber?
2) ¿Qué debo hacer?
3) ¿Qué me es permitido esperar?
4) ¿Qué es el hombre?"1
Surge aquí una cuarta pregunta, que se agrega a las tres ya mencionadas. Pero esta
cuarta pregunta acerca del hombre ¿no queda como agregada exteriormente a las otras tres y
como superflua, por lo tanto, si se considera que la psychologia rationalis, como disciplina de la
metaphysica specialis, trata ya del hombre?
Pero Kant no añade simplemente esta cuarta pregunta a las tres anteriores, sino que
dice: "En el fondo, todo esto se podría incluir en la antropología, pues las tres primeras
preguntas se refieren a la última."2
Con esto Kant expresó inequívocamente el verdadero resultado de su fundamentación
de la metafísica. Y por ello, la tentativa de una repetición de la fundamentación recibió una
advertencia clara respecto a su tarea. A decir verdad, Kant no habla de la antropología sino en
términos generales. Sin embargo, según lo dicho anteriormente, está fuera de duda que
únicamente una antropología filosófica es capaz de hacerse cargo de la fundamentación de la
filosofía propiamente dicha, de la metaphysica generalis. ¿No será que la repetición de la
fundamentación kantiana tiene como tarea específica el desarrollo sistemático de la
"antropología filosófica", deberá, por lo tanto, determinar antes la idea de la misma?
§ 37. La idea de una antropología filosófica
¿Qué es lo que corresponde a una antropología filosófica? ¿Qué es, en general, la
antropología y cómo se convierte en filosófica? Antropología quiere decir ciencia del hombre.
Abarca todo lo que puede investigarse acerca de la naturaleza del hombre, en su calidad de ser
dotado de cuerpo, alma y espíritu. Pero en el dominio de la antropología caen no solamente
las propiedades del 'hombre comprobables como ante los ojos, que lo diferencian como
especie determinada frente al animal y a la planta, sino también sus disposiciones latentes y las
diferencias de carácter, raza, sexo. Y en cuanto que el hombre no se presenta solamente como
un ser natural, sino que además actúa y crea, la antropología debe tratar de comprender lo que
el hombre, como ser actuante, "hace de sí mismo", lo que puede y lo que debe hacer. Su poder
y deber, siempre, estriban finalmente en posiciones básicas, que el hombre como tal puede
1
2
Obras Completas (Cassirer), VIII, p. 343.
Loc. cit., p. 344.
121
adoptar, y que nosotros llamamos Weltanschauungen, cuya "psicología" abarca el conjunto de la
ciencia del hombre.
Como la antropología debe ser una reflexión sobre el hombre bajo su aspecto
somático, biológico y psicológico, la caracterología, el psicoanálisis, la etnología, la psicología
pedagógica, la morfología de la cultura y la tipología de las concepciones del mundo
(Weltanschauungen) deben convergir en ella. No la idea de una antropologia filosófica solamente
no es posible abarcar con la vista el contenido, sino que además es esencialmente diferente por
la manera: de plantear el problema, por lo que se pretende verificar, por el objetivo de la
exposición, por la forma en que se expresa y finalmente por los supuestos que dirigen la
investigación. Pero en tanto que todo esto, y por último la totalidad del ente, pueda referirse al
hombre en alguna forma, incluyéndoselos por lo mismo en la antropología, esta última se hace
tan amplia que su idea se pierde en la más completa indeterminación.
Así pues la antropología no es ya solamente el nombre de una disciplina, sino que la
palabra designa hoy una tendencia fundamental de la posición actual que el hombre ocupa
frente a sí mismo y en la totalidad del ente. De acuerdo con esta posición fundamental," nada
es conocido y comprendido hasta no ser aclarado antropológicamente. Actualmente, la
antropología no busca sólo la verdad acerca del hombre, sino que pretende decidir sobre el
significado de la verdad en general.
En ninguna época se ha sabido tanto y tan diverso con respecto a! hombre como en la
nuestra. En ninguna época se expuso el conocimiento acerca del hombre en forma "más
penetrante ni más fascinante que en ésta. Ninguna época, hasta la fecha, ha sido capaz de
hacer accesible este saber con la rapidez y facilidad que la nuestra. Y, sin embargo, en ningún
tiempo se ha sabido menos acerca de lo que el hombre es. En ninguna época ha sido el
hombre tan problemático como en la actual.1
Pero ¿no serán precisamente la amplitud e incertidumbre con que se plantean las
preguntas antropológicas una garantía para hacer surgir una antropología filosófica y dar una
fuerza especial a tales esfuerzos? ¿No se ha ganado, con la idea de una antropología filosófica,
la disciplina en la que ha de concentrarse toda la filosofía?
Hace ya años que Max Scheler habló acerca de esta antropología filosófica. "En cierto
sentido todos los problemas centrales de la filosofía pueden resumirse en la pregunta por lo
que el hombre es y qué fugar y puesto metafísico ocupa dentro de la totalidad del ser, del
mundo y en Dios."2 Pero al mismo tiempo Scheler vió también, con singular agudeza, que la
diversidad de las determinaciones acerca de la esencia del hombre no se deja encerrar
simplemente en una definición común: "El hombre es algo tan amplio, abigarrado y diverso
que escapa a toda definición. Tiene demasiados cabos."3 Y de esta suerte los esfuerzos de
Scheler, acentuados en sus últimos años y empleados en una nueva inspiración fecunda, fueron dedicados no solamente a conseguir una idea unitaria del hombre, sino a destacar también
las dificultades esenciales y las complicaciones de semejante tarea.4
Gf. Max Scheler, Die Stellung des Menschen im Kosmos, 1928, p. 13 s. (hay trad. esp. de José Gaos).
Cf. Zur Idee des Menschen. Abhandlungen und Aufsatze. T. I, 1915, ,p. 319. En la 2° y 3° ed. los volúmenes se han
publicado bajo el título de: Vom Umsturz der Werte.
3 Loc. cit., p. 324.
4 Cf. Die Stellung des Menschen in Kosmos.
1
2
122
Pero tal vez la dificultad fundamental de una antropología filosófica no radica en la
tarea de lograr una unidad sistemática de las determinaciones esenciales sobre esta esencia
diversa, sino más bien en' su concepto mismo, dificultad que no pueden hacernos olvidar
siquiera los conocimientos antropológicos más extensos y "pomposos".
En resumidas cuentas ¿qué es lo que convierte en filosófica una antropología? ¿Estriba
acaso la diferencia solamente en que sus conocimientos adquieren un grado de generalidad
mayor que los empíricos, sin que se pueda precisar en qué grado de generalidad termina el
conocimiento empírico y dónde comienza el filosófico?
Sin duda, una antropología puede llamarse filosófica, si su método es filosófico, en el
sentido de una consideración de la esencia del hombre. Ésta se propondría diferenciar al ente
que llamamos hombre de la planta, del animal y de las demás regiones del ente, poniendo de
manifiesto la constitución esencial específica de esta región determinada del ente. La
antropología filosófica se convierte, pues, en una ontología regional del hombre, coordinada
con las otras ontologías, que se reparten con ella el dominio total del ente. Una antropología
así entendida no puede ser sin más el centro de la filosofía, y menos aún si se funda en la
estructura interna de su problemática.
También es posible que la antropología sea filosófica si, como antropología, determina
ya sea el fin o el punto de partida de la filosofía, o bien ambos a la vez. Si se considera que el
fin de la filosofía es desarrollar una Weltanschauung, la antropología deberá delimitar "el puesto
del hombre en el cosmos". Y si se toma al hombre como aquel ente que —dentro del orden
que implica el fundamentar un conocimiento absolutamente positivo— es sencillamente lo
primero y más cierto, una filosofía, concebida y planeada en tal forma, tiene que asignar a la
subjetividad humana una importancia central. La primera tarea puede ser conciliada con la
segunda, y ambas, como consideraciones antropológicas, pueden servirse del método y de los
" resultados de una ontología regional del hombre.
Pero precisamente estas diversas posibilidades de definir el carácter filosófico de una
antropología muestran la imprecisión de esta idea. Esta imprecisión aumenta al tomarse en
cuenta la diversidad de los conocimientos empírico-antropológicos en los que se basa,, cuando
menos en principio, toda antropología filosófica.
Por más natural y clara que sea la idea de una antropología filosófica, a pesar de su
carácter equívoco, y por más irresistiblemente que se imponga, el "antropologismo" será
inevitablemente combatido en la filosofía y los' ataques se renovarán constantemente. La idea
de una antropología filosófica no solamente carece de determinación suficiente, sino que su
función en el conjunto de la filosofía queda oscura e indecisa.
Este defecto tiene su explicación en los límites internos de una antropología filosófica.
Pues no está fundada explícitamente en la esencia de la filosofía, sino concebida en vista del
fin de la filosofía —fin comprendido superficialmente por de, pronto—y de su posible punto
de partida. De modo que la determinación de esta idea acaba por reducir la antropología a un
posible receptáculo de los principales problemas filosóficos, característica cuya superficialidad
y dudoso valor filosófico salta a la vista.
Ahora bien, si, en cierto modo, la antropología concentra en sí todos los problemas
centrales de la filosofía, ¿por qué pueden reducirse todos ellos a la pregunta acerca de lo que es
el hombre? ¿Pueden reducirse tan, sólo cuando se nos ocurre hacer semejante cosa o, por el
123
contrario, deben de ser reducidos a esta pregunta? Y si deben de serlo, ¿dónde está la razón de
esta necesidad? ¿Tal vez en el- hecho de que los problemas centrales de la filosofía surgen del
hombre, no solamente en el sentido de ser él quien los plantea, sino porque su contenido
intrínseco se refiere al hombre? ¿Hasta qué punto tienen todos los problemas filosóficos
centrales su lugar natural en la esencia del hombre? ¿Cuáles son, en fin, los problemas
centrales y dónde está su centro? ¿Qué significa filosofar, si su problemática es tal que tiene su
centro natural en la esencia del hombre?
Mientras estas preguntas no se desarrollen y definan según su orden sistemático, no
llegará a ser visible ni siquiera el límite interno de la idea de una antropología filosófica.
Mientras no se discutan estas preguntas, carecerá de fundamento la discusión sobre la esencia,
el derecho y la función de una antropología filosófica dentro de la filosofía.
Constantemente surgen nuevas tentativas de una antropología filosófica que, mediante
argumentos plausibles, pueden afirmar la posición central de esta disciplina, pero sin fundarla
en la esencia de la filosofía. Constantemente alegarán los adversarios de la antropología que el
hombre no está en el centro de los entes, sino que "a su lado" hay un "mar" de entes; esta
refutación de la posición central de la antropología filosófica es tan poco filosófica como su
afirmación.
Así pues, una reflexión crítica sobre la idea de una antropología filosófica demuestra
no solamente su imprecisión y sus límites internos, sino que manifiesta, sobre todo, que faltan
en general la base y el marco para el planteamiento fundamental de la pregunta acerca de su
esencia.
Por consiguiente sería prematuro considerar—por el solo hecho de que Kant reduzca
las tres preguntas de la metafísica propiamente dicha a una cuarta que interroga por lo que es
el hombre- esta pregunta como antropológica, transfiriendo la fundamentación de la
metafísica a una antropología filosófica. La antropología no fundamenta, por el solo hecho de
ser antropología, la metafísica.
¿Pero acaso no fué el resultado auténtico de la fundamentación kantiana precisamente
esa conexión entre la pregunta por la esencia del hombre y la fundación de la metafísica? ¿No
es pues esta conexión la que debe dirigir la tarea de la repetición de la fundamentación?
La crítica de la idea de una antropología filosófica muestra que no basta con plantear
sencillamente la cuarta pregunta acerca de lo que es el hombre. Por el contrario, la imprecisión
de esta pregunta indica que, finalmente, ni siquiera ahora nos hemos apropiado del resultado
decisivo de la fundamentación kantiana.
§ 38. La pregunta acerca de la esencia del hombre y el verdadero resultado de la fundamentación
kantiana
Cada vez se ve más claramente que mientras nos atengamos a cualquier definición o
tesis formulada no nos acercaremos al verdadero resultado de la fundamentación kantiana.
Nos aproximaremos al auténtico filosofar cíe Kant tan sólo a condición de preguntarnos, cada
vez con mayor decisión, no lo que Kant dice, sino lo que se realiza en su fundamentación. La
interpretación más originaria de la Crítica de la razón pura, que acabamos de presentar, tiende
únicamente a revelar esta realización.
124
¿Cuál es el verdadero resultado de la fundamentación kantiana? No es que la
imaginación trascendental constituya el fundamento establecido, ni que esta fundamentación
se convierta en una pregunta acerca de la esencia de la razón humana, sino que Kant, al revelar
la subjetividad del sujeto, retrocede ante el fundamento que ha establecido.
¿Acaso este retroceso no forma también parte del resultado? Y ¿qué es lo que se realiza
en él? ¿Se trata tal vez de una inconsecuencia que habría que reprocharle a Kant? ¿Es este
retroceso y este no llegar al fin únicamente algo negativo? De ninguna manera. Más bien se
hace patente que Kant, en el curso de su fundamentación, socava la base sobre la cual apoyó
su Crítica, al principio. El concepto de la razón pura y la unidad de una razón pura sensible se
convierten en problema. La investigación que penetra en la subjetividad del sujeto, la
"deducción subjetiva", conduce a lo oscuro. Kant no se refiere a su antropología no sólo
porque ésta sea empírica y no pura, sino porque, debido a ella, aun la manera de interrogar por
el hombre sé convierte en un problema en el curso de la fundamentación.
No se trata de buscar la respuesta a la pregunta por lo que el hombre es, se trata ante
todo de preguntar cómo es posible que en una fundamentación de la metafísica pueda y deba
preguntarse por el hombre.
Lo problemático de la pregunta acerca del hombre es precisamente la problemática
que salió a la luz en la realización de la fundamentación kantiana de la metafísica. Ahora se ve
que el retroceso de Kant ante el fundamento que él mismo había descubierto, es decir, ante la
imaginación trascendental, es—de acuerdo con su intención de salvar la razón pura, es decir,
de mantener la base propuesta— el movimiento del filosofar que pone de manifiesto el
hundimiento de esta base y, por ello, el abismo de la metafísica.
La interpretación originaria de la fundamentación kantiana, realizada anteriormente,
adquiere su justificación y fundamenta su necesidad por medio de este resultado. Todos los
esfuerzos por lograr esta interpretación han sido guiados no por un vano intento de llegar a lo
originario, ni por un querer saberlo todo mejor, sino simplemente por la tarea de poner de
manifiesto la tendencia más íntima de la fundamentación y, por ello, de su propia
problemática.
Pero si la fundamentación no hace a un lado la pregunta acerca de lo que es el hombre,
ni le da una respuesta contundente, sino que solamente pone de manifiesto su carácter
problemático, ¿qué sucede con la cuarta pregunta de Kant, en la que debía resumirse la
metaphysica specialis y, con ella, el filosofar verdadero?
Sólo podremos plantear esta cuarta pregunta tal como debe ser planteada si la
desarrollamos, como pregunta, a partir de la comprensión que hemos obtenido sobre el
resultado de la fundamentación, y si renunciamos a una respuesta prematura.
Se trata de preguntar por qué las tres preguntas (1. ¿Qué puedo saber? 2. ¿Qué debo
hacer? 3. ¿Qué me es permitido esperar?) "se dejan reducir" a la cuarta? ¿Por qué "puede
incluirse todo esto en la antropología"? ¿"Qué tienen de común estas tres preguntas, bajo qué
aspecto son una, de tal modo que pueda reducírselas a la cuarta? ¿"Cómo debe formularse esta
cuarta pregunta para que pueda englobar y llevar en su unidad a las otras tres?
El interés más profundo de la razón humana se une en las tres preguntas mencionadas.
Se interroga por un poder, un deber y un permitir de la razón humana.
125
Cuando un poder es problemático y se quiere delimitar sus posibilidades, se encuentra,
a la vez, un no-poder. Un ser todopoderoso no necesita preguntarse: ¿qué es lo que puedo?, es
decir: ¿qué es lo que no puedo? No solamente no necesita preguntárselo, sino que, de acuerdo
con su esencia, no puede plantearse esta pregunta. Pero este no-poder no es un defecto sino la
ausencia de todo defecto .y de toda "negación". El que se pregunta: ¿qué es lo que puedo?
enuncia con ello una finitud. Y lo que esta pregunta toca en su interés más íntimo hace patente
una finitud en lo más íntimo de su esencia.
Cuando un deber es problemático, el ser que pregunta se halla en suspenso entre un
"sí" y un "no", es tentado por algo que no debe hacer. Un ser que se interesa a fondo por un
deber se sabe en un no-haber-cumplido-todavía y de tal manera que le parece problemático lo
que debe hacer. Este todavía-no de una realización aún indeterminada da a conocer que un
ser, cuyo interés más íntimo es un deber, es fundamentalmente finito.
Cuando un permitir es problemático aparece algo que se concede o se niega a quien
pregunta. Se pregunta por lo que es o no es permitido esperar. Pero esperar revela una
privación, y si esta privación surge del interés más íntimo de la razón humana, ésta se
reconoce como esencialmente finita.
Pero la razón humana no solamente acusa su finitud en estas preguntas, sino que su
interés más íntimo tiende hacia la finitud misma. Lejos de empeñarse en eliminar aquel poder,
deber y permitir, es decir, en eliminar la finitud, se empeña en asegurarse de esta finitud para
mantenerse en ella.
La finitud, por lo tanto, no se adhiere sencillamente a la razón pura humana, sino que
su finitud es un hacerse finito, es decir, una "cura" por el poder ser finito.
De ahí resulta que la razón humana no es solamente finita porque se plantee las tres
preguntas mencionadas, sino que, por el contrario, plantea estas preguntas porque es finita, de
tal suerte que, en su racionalidad, le va por esta finitud misma. Debido a que las tres preguntas
interrogan por este [objeto] único: la finitud, estas preguntas "se dejan" referir a la cuarta: ¿qué
es el hombre?
Pero las tres preguntas no sólo se dejan referir a la cuarta, sino que no son otra cosa
que esta misma pregunta, es decir, deben de ser referidas a esta pregunta, de acuerdo con su
propia esencia. Pero esta referencia sólo es necesariamente esencial cuando esta cuarta
pregunta renuncia a la universalidad e indeterminación que tiene a primera vista para adquirir
esa univocidad en virtud de la cual se pregunta en ella por la finitud del hombre.
Como pregunta de tal índole, no sólo no se subordina a las tres primeras, sino que se
transforma en la primera, de la cual se derivan las otras tres.
Pero por este resultado y a pesar de toda la precisión de la pregunta acerca del hombre,
o más bien a causa de ella, se agudiza el problema de esta pregunta. Se vuelve problemático
qué clase de pregunta acerca del hombre es y si puede ser todavía una pregunta antropológica.
El resultado de la fundamentación kantiana resalta a tal grado que es posible ver en él una
posibilidad originaria de repetición.
La fundamentación de la metafísica se basa en la pregunta por la finitud del hombre,
de tal modo que esta, finitud puede ahora convertirse en problema. La fundamentación de la
metafísica es Una "disociación" (analítica) de nuestro conocimiento, es decir, del conocimiento
126
finito en sus elementos. Kant la llama un "estudio de nuestra naturaleza interna".1 Este estudio
sólo deja de ser un preguntar accidental y desorientado acerca del hombre, para convertirse
"antes bien en un deber2 del filósofo", a condición de que la problemática, por la que se guía
esencialmente, sea comprendida originariamente y con la suficiente amplitud y lleve a tomar la
"naturaleza interna" de "nuestra" mismidad como problema de la, finitud en el hombre.
Por múltiples y esenciales que sean los conocimientos que la "antropología filosófica"
aporte acerca del hombre, nunca podrá pretender ser, con derecho, una disciplina fundamental
de la filosofía por ;la sola razón de ser antropología. Por el contrario, implica el constante
peligro de hacer pasar desapercibida la necesidad de elaborar como problema la pregunta por
el hombre, planteada en atención a una fundamentación de la metafísica.
No puede examinarse aquí si y cómo la "antropología filosófica" —fuera del problema
de una fundamentación de la metafísica—posee una tarea propia.
B) EL PROBLEMA DE LA FINITUD EN EL HOMBRE Y LA METAFÍSICA
DEL SER AHÍ
La presente interpretación de la Crítica de la razón pura se llevó a cabo a fin de dilucidar
el problema fundamental de la necesidad de la pregunta acerca de la finitud del hombre en
atención a una fundamentación de la metafísica. Por consiguiente, la finitud ha sido recordada
constantemente, tanto en el punto de partida, como también en el curso de la interpretación.
Si Kant, en el curso de la fundamentación, socava la base que había establecido, esto significa
que las "premisas" implícitas de Kant, destacadas al principio de la interpretación,3 la esencia
del conocimiento y su finitud, toman ahora el carácter de un problema decisivo.
La finitud y la peculiaridad de la pregunta que interroga por ella determinan a fondo la
forma interna de una "analítica" trascendental de la subjetividad del sujeto.
§ 39. El problema de una posible determinación de la finitud en el hombre
¿Cómo ha de preguntarse por la finitud en el hombre? ¿Se trata de un problema serio?
¿Acaso no se hace patente la finitud del hombre miles de veces en todas partes y en todo
tiempo?
Para señalar lo finito en el hombre, basta con enumerar algunas de sus imperfecciones.
Pero esta vía sólo nos proporciona datos acerca de que el hombre es un ser finito. Pero no
sabemos ni en qué consiste la esencia de su finitud, ni menos aún de qué modo determina esta
finitud el hombre como el ente que es en el fondo y en su totalidad.
Aun si lográramos sumar todas las imperfecciones humanas y "abstraer" lo que tienen
en común, no se habría captado nada de la esencia de la finitud. En efecto, no se puede saber,
de antemano, si las imperfecciones del hombre permiten ver inmediatamente su finitud o si no
son sino más bien remotas consecuencias fácticas de la esencia de su finitud, que no pueden
comprenderse sino a partir de ésta. Y aun si lo imposible fuera posible o sea, si se demostrara
A 703, B 731.
Loc. cit.
3 Cf. 2" parte, pp. 25 ss.
1
2
127
racionalmente que el hombre es un ser creado, la determinación del hombre como ens creatum
sólo comprobaría una vez más el hecho de su finitud, pero rio aclararía la esencia de la misma
y no probaría que esta esencia constituye la naturaleza fundamental del ser del hombre.
Por lo tanto, la manera en la que debe plantearse la pregunta acerca de la finitud, en el
hombre—manifestación cotidiana de su esencia—no es algo evidente. La investigación sólo
ha dado este resultado: la pregunta acerca de la finitud en el hombre no es una investigación
arbitraria de las propiedades humanas. Por el contrario, surge de la tarea de la fundamentación
de la metafísica. Esta tarea la exige como pregunta fundamental. En consecuencia, la
problemática de la fundamentación de la metafísica debe contener una advertencia acerca de la
dirección en la que la pregunta acerca de la finitud del hombre se debe mantener.
Ahora bien, si la tarea de una fundamentación de la metafísica admite una repetición
más originaria, esta última debe dar una luz más clara y precisa sobre la conexión esencial que
existe entre el problema de la fundamentación y la pregunta, inspirada por él, referente a la
finitud del hombre.
La fundamentación kantiana de la metafísica se inició con la justificación de todo lo
que está en la base de la metafísica, propiamente dicha, en la base de la metaphysica specialis, es
decir: con la justificación de la metaphysica generalis. Lo que en la antigüedad, por último en
Aristóteles, fué el problema de la  del filosofar verdadero, se consolidó en
forma de disciplina bajo el nombre de "ontología". La pregunta por el  (por el ente
como tal), se mantiene aquí en una conexión muy oscura con la pregunta por el ente en total

El nombre de metafísica designa una concepción en la cual son problemáticas no
solamente las dos direcciones fundamentales de la pregunta por el ente, sino también su
posible unidad. Prescindiendo por demás de la cuestión de si las dos direcciones mencionadas
agotan o no la totalidad de la problemática referente al conocimiento fundamental del ente.
Ahora bien, si la pregunta por la finitud en el hombre ha de determinarse a partir de
una repetición más originaria de la fundamentación de la metafísica, debe librarse a la pregunta
kantiana de la orientación que tuvo en la disciplina fija y en la sistemática de la metafísica
escolástica y llevarla al campo abierto de su propia problemática. Esto implica, a la vez, que no
debe aceptarse como definitivo el planteamiento aristotélico del problema.
El  plantea la pregunta por el ente; pero plantear una pregunta no significa
necesariamente que uno se apropie y elabore la problemática que ésta encierra. Se conoce
hasta qué punto se oculta el problema de la metafísica en la pregunta  cuando nos
damos cuenta del hecho de que por de pronto no se deja derivar de dicha pregunta, de cómo
quede encerrado en ella —en tanto debe ser captada como problema—, el problema de la
finitud en el hombre. Tampoco se logra una indicación acerca de cómo se debe preguntar por
la finitud en el hombre por la simple enunciación y repetición de esta pregunta. La repetición
del problema de la fundamentación de la metaphysica generalis no equivale a reiterar la pregunta:
"¿qué es el ente como tal?" La repetición tiene que desarrollar como problema esta pregunta
que llamamos, brevemente, la pregunta por el ser. Este desarrollo debe demostrar hasta qué
grado el problema de la finitud en el hombre, y las investigaciones ya señaladas, tienen que ver
necesariamente con la solución de la pregunta por el ser. Hablando de un modo categórico:
128
hay que sacar a luz la conexión esencial entre el ser como tal (no el ente) y la finitud en el
hombre.
§ 40. La elaboración originaria de la pregunta del ser como vía hacia el problema de la finitud en el
hombre
La pregunta fundamental de los antiguos  por el ente en general (es decir
por él  de la  se convirtió —y en esto consiste el desarrollo interno de la
metafísica antigua desde su principio hasta Aristóteles—, partiendo de la indeterminación
fecunda de su universalidad inicial, en la determinación de las dos direcciones de la pregunta,
que constituyen, según Aristóteles, el filosofar auténtico.
Por más oscura que quede la conexión entre ambas, se puede poner de relieve, cuando
menos desde un punto de vista, una relación jerárquica entre ellas. Si la pregunta por el ente en
su totalidad y en sus regiones principales presupone ya cierta comprensión acerca de lo que es
el ente como tal, debe colocarse la pregunta por el  antes de la que se refiere al ente en
total. La pregunta por lo que es el ente como tal, en general, es la primera en el orden de la
posible realización de un conocimiento fundamental acerca del ente en su totalidad. Pero el
saber si esta preeminencia cabe también en el orden de la definitiva auto fundación de la
metafísica, es una cuestión que solamente mencionaremos. ¿Pero no es acaso la pregunta
 tan indeterminada que carece de objeto y niega toda indicación acerca de dónde y
cómo encontrarle respuesta?
En la pregunta por lo que es el ente como tal, se pregunta por aquello que, en general,
determina al ente como ente. Llamamos a esto el ser del ente, y a la pregunta que interroga por
él, la pregunta que interroga por el ser. Ésta investiga aquello que determina al ente como tal.
Dicho elemento determinante ha de reconocerse en el cómo de su determinar, ha de
interpretarse, es decir, ha de comprenderse como tal o cual cosa. Pero para poder comprender
la determinación esencial del ente por el ser, es preciso que el elemento determinante mismo
sea suficientemente comprensible, es menester comprender de antemano al ser como tal y no
primeramente al ente como tal. De este modo en la pregunta  (¿qué es el ente?) está
encerrada otra pregunta más originaria: ¿Qué significa el ser previamente comprendido en aquella
pregunta?
Si ya la pregunta  es casi incomprensible ¿cómo surgirá una problemática
concreta de una pregunta más originaria y más "abstracta"?
Para probar que esta problemática existe, basta llamar la atención sobre algo que la
filosofía ha tomado siempre, con demasiada ligereza, como sobreentendido. Determinamos e
interrogamos al ente que se nos manifiesta en cada uno de los modos de conducirnos
relativamente a él primero con respecto a su qué-es. 
La filosofía llama a este qué-es essentia (Wesen - esencia). Ésta hace posible al ente en lo
que es. En consecuencia se usa también para la quididad de una cosa (realitas) el término
Cf. Aristóteles, Física  4, 203 b 15. Aun el mismo Kant habla en la Crítica de la razón pura (A 845, B 873) de la “fisiología
de la razón pura".
1
129
possibilitas (posibilidad interna). El aspecto  de un ente ofrece informes a la pregunta
acerca de qué es un ente. El qué-es del ente se denomina, por lo tanto, idea.
Respecto de todo ente surge en seguida la pregunta, a menos de que esté ya resuelta, la
pregunta de si el ente de este qué-es determinado es o si, por el contrario, no es.
Determinamos, por lo tanto, al ente "también" en relación a su "que-es"  lo que
la filosofía suele concebir terminológicamente como existentia (realidad).
En todo ente "hay" pues un "qué-es" y un "que-es", essentia y existentia, posibilidad y
realidad. ¿Tiene "ser" el mismo sentido en cada una de estas expresiones? Y si no la tiene, ¿por
qué se escinde el ser en "qué-es" y en "que-es"? ¿Hay esta diferencia, aceptada como algo por
demás natural —entre essentia y existentia—, como hay gatos y perros, o se encuentra aquí un
problema que debe ser planteado al fin y que, al parecer, sólo se puede plantear al interrogar por
lo qué es el ser como tal?
¿No es verdad que si falta la elaboración de esta pregunta, falta también todo
horizonte para un intento de "definir" la esencialidad de la esencia y de "explicar" la realidad
de lo real?
¿Y no se liga la mencionada articulación del ser en el "qué" (qué es algo) y en el "que"
(que es algo) —articulación oscura en cuanto al fundamento de su posibilidad y al modo de su
necesidad— con el significado del ser como "ser-verdad", que aparece manifiestamente en el
"es" de toda proposición—expresa o no—pero no sólo ahí? 1
¿No se da demasiada importancia a lo que encierra la palabra problemática, "ser"? ¿Es
posible permanecer más tiempo en la indeterminación de la pregunta por el ser, o ha de
arriesgarse un paso aún más originario hacia la elaboración de esta pregunta?
¿Cómo puede encontrarse respuesta a la pregunta: qué quiere decir ser, mientras quede
oscuro por dónde puede esperarse la respuesta? ¿No es preciso preguntar antes hacia dónde
dirigiremos la mirada para determinar, desde esta perspectiva, el ser como tal y obtener así un
concepto del ser, a partir del cual lleguen a ser comprensibles tanto la posibilidad como la
necesidad de la articulación esencial del ser? De modo que es preciso remontar la pregunta de
la "filosofía primera" acerca de lo que es el ente como tal, por encima de la pregunta acerca de
lo que es el ser como tal, hacia una pregunta más originaria: ¿a partir de qué es posible comprender
una noción como la de ser, con todas sus riquezas y con el conjunto de articulaciones y relaciones que implica?
Ahora bien, si hay una conexión interna entre la fundamentación de la metafísica y la
pregunta acerca de la finitud en el hombre, la elaboración más originaria que la pregunta por el
ser ha recibido aquí enunciará más elementalmente la relación esencial de ésta con el problema
de la finitud.
Esta relación sigue siendo oscura por el momento, sobre todo porque generalmente no
se está dispuesto a atribuir esta relación a la pregunta en cuestión. Puede ser que esta relación
se halle en las preguntas kantianas mencionadas: ¿qué me es permitido esperar? etc. Pero
¿cómo puede tener la pregunta por el ser—especialmente bajo la forma en que se ha
desarrollado, llegando a ser la pregunta acerca de la posibilidad de comprensión del ser en
general—una relación esencial con la finitud en el hombre? Es posible que la pregunta por el
ser adquiera sentido dentro de la ontología abstracta inspirada en la física de Aristóteles y
1
Cf. Vom Wesen des Grundes, 1° parte.
130
presentarse así con cierto derecho como un problema especial y erudito, más o menos
artificial. Sin embargo, no es evidente la relación esencial con la finitud en el hombre.
Si hasta ahora se ha precisado la forma original del problema del ser a la luz de la
pregunta aristotélica, esto no quiere decir, sin embargo, que el origen del problema se
encuentre ahí. Al contrario, el filosofar auténtico sólo podrá dar con la pregunta del ser si esta
pregunta pertenece a la esencia íntima de la filosofía, la que a su vez sólo existe como una
posibilidad decisiva de ser-ahí humano.
Si se pregunta por la posibilidad de comprender una noción como la de ser, este "ser"
no fué inventado ni reducido artificialmente a un problema a fin de sumir una pregunta de la
tradición filosófica. Se pregunta, más bien, por la posibilidad de comprender algo que todos
nosotros, siendo hombres, entendemos constantemente y hemos entendido siempre. La
pregunta por el ser, como pregunta por la posibilidad del concepto de ser, surge a la vez de la
comprensión preconceptual del ser. Así, la pregunta por la posibilidad del concepto de ser se
remite, una vez más, a una etapa anterior: a la pregunta por la esencia de la comprensión del
ser en general. La tarea de la fundamentación de la metafísica, comprendida originariamente,
se transforma, por lo tanto, en la aclaración de la posibilidad interna de la comprensión del ser.
La elaboración de la pregunta por el ser, así comprendida, permitirá decidir finalmente si el
problema del ser implica o no una relación interna con la finitud en el hombre y de qué modo
lo hace.
§ 41. La comprensión del ser y el ser-ahí en el hombre
Es obvio que nosotros los hombres nos conducimos con relación al ente. Cuando se
nos pide que representemos un ente, podemos referirnos siempre a un ente cualquiera: bien a
uno que no soy yo y que no se me asemeja; bien a uno que soy yo mismo, o a uno que, si bien
no soy yo mismo, es, sin embargo, en tanto sí-mismo, de mi misma condición. El ente nos es
conocido — ¿pero conocemos el ser? ¿No nos sobrecoge un vértigo cuando tratamos de
determinarlo o siquiera de aprehenderlo en sí mismo? ¿No es el ser semejante á la nada? En
efecto, fué nada menos que Hegel quien dijo: "El ser puro y la nada pura son, por lo tanto, la
misma cosa."1
La pregunta por el ser como tal nos conduce hasta el borde de la más completa
oscuridad. Sin embargo, no debemos retroceder prematuramente, sino que hemos de afrontar
toda la peculiaridad de la comprensión del ser. Por más impenetrable que sea la oscuridad que
rodea al "ser" y a su significado, siempre será cierto que en todo tiempo y en todo el campo de
la patentibilidad del ente tenemos una cierta comprensión del ser para preocuparnos por el
"qué-es" y el "ser-tal" del ente, experimentar o discutir el "que-es", juzgar o errar acerca del
"ser-verdad". Cada vez que enunciamos una proposición, por ejemplo, "hoy es día de fiesta",
comprendemos el "es" y, por ello, algo semejante al ser. El grito "¡fuego!" implica: se ha
iniciado un fuego, se necesita ayuda, ¡sálvese—ponga a salvo su propio ser—quien pueda!"
Pero aun en el caso que no nos pronunciemos expresamente sobre el ente, conduciéndonos
en silencio frente a él, entendemos sus caracteres, que hacen juego—aunque ocultamente—entre sí; los caracteres del "qué-es", del "que-es" y del "ser- verdad".
1
Wissenschaft der Lokig. Obras Completas, t. III, pp. 78 s.
131
En cada disposición afectiva, cuando "nos sentimos de una, manera, o de otra",
nuestro ser-ahí se nos hace patente. De modo que comprendemos el ser, por más que nos
falte su concepto. Este comprender preconceptual del ser, en toda su constancia y amplitud, es
a menudo completamente indeterminado. La forma específica del ser, por ejemplo, de las
cosas materiales, de las plantas, animales, hombres, números, nos es conocida, pero lo así
conocido es ignorado como tal. Es más, este ser del ente, comprendido preconceptualmente
en toda su extensión, constancia e indeterminación, se da como enteramente "evidente". El ser
como tal está tan lejos de convertirse en problema que, por el contrario, parece como si "no
hubiera" nada de esa índole.
Esta comprensión del ser, caracterizada escuetamente, se mantiene sin peligro ni
estorbos en el terreno de la "evidencia" más pura. Pero, si no se realizara esta comprensión del ser, el
hombre, por muchas facultades excepcionales que tuviera, no podría ser nunca el ente que es.
El hombre es un ente que se encuentra en medio de entes, de tal manera que siempre le fué
patente el ente que él no es y el ente que él mismo es. Llamamos a esta forma de ser del
hombre: existencia. La existencia no es posible sino sobre la base de la comprensión del ser.
El hombre, al conducirse con relación al ente que no es él mismo, encuentra al ente
como lo que le' sostiene, a lo que está destinado y cuyo dueño, a pesar de toda su cultura y
técnica, no podrá ser nunca en el fondo. Destinado al ente que no es él, no es dueño, en el
fondo, del ente que él mismo es.
La existencia del hombre significa una irrupción tal en la totalidad del ente, que sólo
ahora se hace patente el ente en sí mismo, es decir, en su calidad de ente, según su diferente
extensión y según los diferentes grados de claridad y de certeza. Este privilegio de no ser
simplemente ante los ojos entre los otros entes, que no se hacen patentes entre sí, sino de
hallarse en medio de los entes, entregado a ellos como tal, y de ser responsable de sí mismo como ente, este
privilegio de existir implica, en sí mismo, la necesidad de comprender el ser.
El hombre no podría ser el ente yecto que es, en calidad de sí- mismo, si no fuera capaz
de dejar ser al ente como tal. Pero para poder dejar-ser al ente lo que es, y como es, el ente
existente debe haber proyectado ya lo que le sale al encuentro, en tanto que ente. Existencia
significa estar destinado al ente, como tal, en una entrega al ente que le está destinado como
tal.
La existencia como forma de ser es en sí finitud y, como tal, es posible únicamente
sobre la base de la comprensión del ser. Sólo hay algo semejante al ser, y tiene que haberlo, allí
donde la finitud se ha hecho existente. De esta manera la comprensión del ser que, ignorada
en su extensión, constancia, indeterminación y "evidencia", domina a la existencia del hombre
se patentiza como el íntimo fundamento de su finitud. La comprensión del ser no tiene la
universalidad inocente de una propiedad humana que aparece frecuentemente entre otras; su
"universalidad" es la originareidad del fundamento más íntimo de la finitud del ser-ahí. Solo
porque la comprensión del ser es lo más finito en lo, finito, puede posibilitar también las
llamadas facultades "creadoras" del ser humano finito. Y sólo porque se realiza en el fondo de
la finitud, le son propias la extensión y constancia mencionadas, pero también su carácter
oculto.
132
Basándose en la comprensión del ser, el hombre es el "ahí" que realiza con su ser la
irrupción inicial en el ente, de manera que éste, como tal, pueda anunciarse a un "sí-mismo".
Más originaria que el hombre es la finitud del ser-ahí en él.
La elaboración de la pregunta fundamental de la metaphysica generalis, del  fué
reducida a la idea más originaria respecto de la esencia interna de la comprensión del ser,
siendo ésta la que sostiene, mueve y dirige todo preguntar explícito acerca del concepto de ser.
Hemos intentado una exposición más originaria del problema fundamental de la metafísica
para hacer ver la conexión entre el problema de la fundamentación y la pregunta de la finitud
en el hombre. Ahora se ve que ni siquiera tenemos que preguntar por la relación de la
comprensión del ser con la finitud en el hombre, ya que esta comprensión es la esencia íntima
de la finitud. Así hemos adquirido el concepto de la finitud que está en la base de la
problemática de la fundamentación de la metafísica. Si esta fundamentación se apoya en la
pregunta acerca de lo que es el hombre, se ha dominado, en parte, esta última cuestión, es
decir, la pregunta que interroga por el hombre ha ganado en determinación.
Si el hombre sólo es hombre a raíz del ser-ahí en él, la pregunta por lo que es más
primordial que el hombre no puede ser, en principio, una pregunta antropológica. Toda
antropología, aun la filosófica, supone ya al hombre como hombre.
El problema de la fundamentación de la metafísica se enraíza en la pregunta por el serahí en el hombre, es decir, en la pregunta por su fundamento íntimo, por la comprensión del
ser como finitud esencialmente existente. Esta pregunta por el ser-ahí interroga por la esencia
del ente así determinado. En tanto que su esencia esté en la existencia, la pregunta acerca de la
esencia del ser-ahí es la pregunta existenciaria. Toda pregunta por el ser de un ente y especialmente la pregunta por el ser de aquel ente a cuya constitución pertenece la finitud, como
comprensión del ser, es metafísica.
Por lo tanto, la fundamentación de la metafísica se basa en una metafísica del ser-ahí.
¿Puede extrañarnos entonces que una fundamentación de la metafísica deba ser ella misma
metafísica, y aun la metafísica por excelencia?
Kant, en cuyo filosofar se encontraba el problema de la posibilidad de la metafísica
más vivo que en ningún otro filósofo anterior o posterior, habría entendido mal su propia
intención, si no se hubiera fijado en esta conexión. Lo manifestó con la serena claridad que le
proporcionó el haber terminado la Crítica de la razón pura. En 1781 escribe a propósito de esta
obra a su amigo y discípulo Marcus Herz: "Esta clase de investigación será siempre difícil,
pues contiene la metafísica de la metafísica..."1
Estas palabras invalidan todo intento de considerar, aun parcialmente, la Crítica de la
razón pura como una "teoría del conocimiento; pero, por otra parte, obligan a toda repetición
de la fundamentación de la metafísica a aclarar esta "metafísica de la metafísica" a tal grado
que se la pueda colocar sobre un terreno concreto, que ofrezca una vía al proceso de la
fundamentación.
1
Obras Completas (Casirer), IX, p. 198.
133
Karl Marx (Tréveris, actual Alemania, 1818-Londres, 1883): Filósofo, economista y político alemán.
Hijo de un abogado de formación y tendencias moderadamente ilustradas y liberales, a los diecisiete años inició la
carrera de derecho en la Universidad de Bonn, pero en Berlín inició un progresivo viraje hacia la filosofía y la
historia. Formó parte del grupo de ‘los hegelianos de izquierda’, que aplicaba la filosofía de Hegel como un
instrumento crítico para el análisis de la sociedad. Tras una serie de colaboraciones periodísticas para La Gaceta
Renana, se convirtió en director de la misma. La censura cerró La Gaceta y se sumó a la emigración política
alemana en París, donde conoció a Heine, Proudhon y Engels, y se casó con Jenny von Westphalen. Publicó
entonces dos escritos decisivos en la evolución de su pensamiento: Crítica de la filosofía hegeliana del derecho y Sobre la
cuestión judía. Obligado a abandonar París rumbo a Bruselas, dos años después se instaló en Londres. En
colaboración con Engels, desarrolló las líneas principales de su materialismo dialéctico, descrito como un
hegelianismo invertido, en La sagrada familia, La ideología alemana y el Manifiesto comunista. Al llegar las revoluciones
de 1848 pasó a Alemania, pero ante el fracaso de las revueltas volvió a Londres, adonde llegó tras ser expulsado
de París. Se entregó a la preparación de los materiales de lo que habría de constituir El capital. Pronunció el
discurso inaugural, redactó los estatutos y dirigió el órgano directivo de la Primera Internacional; retirado de la
actividad pública dedica los esfuerzos que le permitía su quebrantada salud a proseguir la redacción de El capital.
El fallecimiento de su mujer y el de su hija minaron las pocas fuerzas que le quedaban y precipitaron su fin.
Marx, Karl. La cuestión Judía. Buenos Aires. Contraseña. 1997.
Sobre La Cuestion Judia
1 Bruno Bauer, Die judenfrage. braunschweig. 1843. - 2. Bruno Bauer,, Die Fähigkeit der heutigen
juden und Christen, frel zu werden. Veintiúnpliegos desde Suiza. Editados por Georg Herwegh. Zurich y
Wlnterthur,1843. págs. 56-71
I
Bruno Bauer, La cuestión judia (Die Judenfrage). Braunschweig, 1843.
Los judíos alemanes aspiran a la emancipación. ¿A qué emancipación aspiran? A la
emancipación cívica, a la emancipación política.
Bruno Bauer les contesta: En Alemania, nadie está políticamente emancipado.
Nosotros mismos carecemos de Libertad. ¿Cómo vamos a liberaros a vosotros? Vosotros,
judíos, sois unos egoístas cuando exigís una emancipación especial para vosotros, como judíos.
Como alemanes, debierais laborar por la emancipación política de Alemania y, como hombres,
por la emancipación humana, y no sentir el tipo especial de vuestra opresión y de vuestra
ignominia como una excepción a la regla, sino, por el contrario, como la confirmación de ésta.
¿O lo que exigen los judíos es, acaso que se les equipare a los súbditos cristianos?
Entonces, reconocen la legitimidad del Estado cristiano, reconocen el régimen del
sojuzgamiento general. ¿Por qué les desagrada su yugo especial, si les agrada el yugo general?
¿Por qué ha de interesarse el alemán por la liberación del judío, si el judío no se interesa por la
liberación del alemán?
134
El Estado cristiano sólo conoce privilegios. El judío posee, en él, el privilegio de ser
judío. Tiene, como judío, derechos de que carecen los cristianos. ¿Por qué aspira a derechos
que no tiene y que los cristianos disfrutan?
Cuando el judío pretende que se le emancipe del Estado cristiano, exige que el
Estado cristiano abandone su prejuicio religioso. ¿Acaso él, el judío. abandona el suyo? ¿Tiene,
entonces, derecho a exigir de otros que abdiquen de su religión?
El Estado cristiano no puede, con arreglo a su esencia, emancipar a los judíos; pero,
además, añade Bauer, el judío no puede, con arreglo a su esencia, ser emancipado. Mientras el
Estado siga siendo cristiano y el judío judío, ambos serán igualmente incapaces de otorgar la
emancipación, el uno, y de recibirla, el otro.
El Estado cristiano sólo puede comportarse con respecto al judío a la manera del
Estado cristiano, es decir, a la manera del privilegio, consintiendo que se segregue al judío de
entre los demás súbditos, pero haciendo que sienta la presión de las otras esferas mantenidas
aparte, y que la sienta con tanta mayor fuerza cuanto mayor sea el antagonismo religioso del
judío frente a la religión dominante. Pero tampoco el judío, por su parte, puede comportarse
con respeto al Estado más que a la manera judía, es decir, como un extraño al Estado,
oponiendo a la nacionalidad real su nacionalidad quimérica y a la ley real su ley ilusoria,
creyéndose con derecho a mantenerse al margen de la humanidad, a no participar, por
principio, del movimiento histórico, a aferrarse a la esperanza en un futuro que nada tiene que
ver con el futuro general del hombre, considerándose como miembro del pueblo judío y
reputando al pueblo judío por el pueblo elegido.
¿A título de qué aspiráis, pues, los judíos a la emancipación? ¿En virtud de vuestra
religión? Esta es la enemiga mortal de la religión del Estado. ¿Como ciudadanos? En Alemania
no se conoce la ciudadanía. ¿Como hombres? No sois tales hombres, como no lo son
tampoco aquellos a quienes apeláis.
Bauer plantea en términos nuevos el problema de la emancipación de los judíos,
después de ofrecernos una crítica de los planteamientos y soluciones anteriores del problema.
¿Cuál es, se pregunta, la naturaleza del judío a quien sé trata de emancipar y la del Estado que
ha de emanciparlo? Y contesta con una crítica de la religión judaica, analiza la antítesis religiosa
entre el judaísmo y el cristianismo y esclarece la esencia del Estado cristiano, todo ello con
audacia, agudeza, espíritu y profundidad y con un estilo tan preciso como jugoso y enérgico.
¿Cómo, pues, resuelve Bauer la cuestión judía? ¿Cuál es el resultado? El formular un
problema es resolverlo. La crítica de la cuestión judía es la respuesta a esta cuestión. Y el
resultado, resumido, el siguiente:
Antes de poder emancipar a otros, tenemos que empezar Por emanciparnos a
nosotros mismos.
La forma más rígida de la antítesis entre el judío y el cristiano es la antítesis religiosa.
¿Cómo se resuelve una antítesis? Haciéndola imposible. ¿Y cómo se hace imposible una
antítesis religiosa? Aboliendo la religión. Tan pronto como el judío y el cristiano reconozcan que
sus respectivas religiones no son más que diferentes fases de desarrollo del espíritu humano, diferentes
pieles de serpiente que ha cambiado la historia, y el hombre la serpiente que muda en ellas de
piel, no se enfrentarán ya en un plano religioso, sino solamente en un plano critico, científico, en
135
un plano humano. La ciencia será, entonces, su unidad. Y las antítesis en el plano de la ciencia
se encarga de resolverlas la ciencia misma.
El judío alemán se enfrenta, en efecto, con la carencia de emancipación política en
general y con la acusada cristianidad del Estado. Para Bauer, la cuestión judía tiene, sin
embargo, un alcance general, independiente de las condiciones alemanas especificas. Se trata
del problema de las relaciones de la religión con el Estado, de la contradicción entre las ataduras
religiosas y la emancipación política. La emancipación de la religión es planteada como condición,
tanto para el judío que quiere emanciparse políticamente como para el Estado que ha de
emancipar y que debe, al mismo tiempo, ser emancipado.
"Bien, se dice, y lo dice el mismo judío, el judío debe ser emancipado, pero no como
judío, no por ser judío, no porque profese un principio general humano de moral tan
excelente; el judío pasará más bien, como tal, a segundo plano detrás del ciudadano, y será
ciudadano, a pesar de ser judío y de permanecer judío; es decir, será y permanecerá judío, a pesar
de ser ciudadano y de vivir dentro de relaciones generales humanas: su ser judío y limitado
seguirá triunfando siempre y a la postre sobre sus deberes humanos y políticos. Se mantendrá
en pie el prejuicio, a pesar de dominar sobre él los principios generales. Pero, si queda en pie,
dominará, por el contrario, a todo lo demás." "Sólo de un modo sofistico, en apariencia,
podría el judío seguir siendo judío en la vida del Estado; la mera apariencia sería, por tanto, si
quisiera seguir siendo judío, lo esencial y lo que triunfaría; es decir, su vida en el Estado sería una
mera apariencia o una excepción momentánea frente a la esencia y la regla." ("Die Fähigkreit
der heutigen Juden und Christen, frei zu werden", "Veintiún pliegos", pág. 57.)
Veamos, de otra parte, cómo plantea Bauer la función del Estado:
"Francia, dice, nos ha ofrecido recientemente (debates sostenidos en la cámara de
Diputados el 26 de diciembre de 1840), con relación a la cuestión judía - como,
constantemente, en todas las demás cuestiones políticas [desde la revolución de Julio] - el
espectáculo de una vida libre, pero revocando su libertad en la ley, es decir, declarándola una
simple apariencia y, de otra parte, refutando sus leyes libres con los hechos." ("Judenfrage",
pág. 64.)
"En Francia, la libertad general no es todavía ley, la cuestión judía aun no ha sido
resuelta tampoco, porque la libertad legal - la norma de que todos los ciudadanos son iguales - se
ve coartada en la realidad, todavía dominada y escindida por los privilegios religiosos, y esta
falta de libertad de la vida repercute sobre la ley y obliga a ésta a sancionar la división de les
ciudadanos de por sí libres en oprimidos y opresores." (Pág. 65.)
¿Cuándo, entonces, se resolvería para Francia la cuestión judía?
"El judío, por ejemplo, dejaría de ser necesariamente judío si su ley no le impidiera
cumplir con sus deberes para con el Estado y sus conciudadanos, ir por ejemplo en sábado a la
Cámara de Diputados y tomar parte en las deliberaciones públicas. Habría que abolir todo
privilegio religioso en general, incluyendo por tanto el monopolio de una iglesia privilegiada, y
cuando uno o varios o incluso la gran mayoría se creyeran obligados a cumplir con sus deberes religiosos, el
cumplimiento de estos deberes debería dejarse a su propio arbitrio como asunto puramente privado."
(Pág. 65.) "Cuando ya no haya religiones privilegiadas, la religión habrá dejado de existir.
Quitadle a la religión su fuerza excluyente. y ya no habrá religión." (Pág. 66.) "Del mismo
136
modo que el señor Martin du Nord considera la propuesta encaminada a suprimir la mención
del domingo en la ley como una propuesta dirigida a declarar que el cristianismo ha dejado de
existir, con el mismo derecho (derecho perfectamente fundado) la declaración de que la ley
sabática no tiene ya fuerza de obligar para el judío equivaldría a proclamar la abolición del
judaísmo." (Pág. 71.)
Bauer exige, pues, de una parte, que el judio abandone el judaísmo y que el hombre
en general abandone la religión, para ser emancipado como ciudadano. Y, de otra parte,
considera, consecuentemente, la abolición política de la religión como abolición de la religión
en general. El Estado que presupone la religión no es todavía un verdadero Estado, un Estado
real. "Cierto es que la creencia religiosa ofrece al Estado garantías. Pero ¿a qué Estado? ¿A qué
tipo de Estado?" (Pág. 97,)
En este punto, se pone de manifiesto la formulación unilateral de la cuestión judía.
No basta, ni mucho menos, con detenerse a investigar quién ha de emancipar y
quién debe ser emancipado. La crítica tiene que preguntarse, además, otra cosa, a saber: de qué
clase de emancipación se trata; qué condiciones van implícitas en la naturaleza de la emancipación
que se postula. La crítica de la emancipación política misma era, en rigor, la crítica final de la
cuestión judía y su verdadera disolución en el "problema general de la época".
Bauer incurre en contradicciones, por no elevar el problema a esta altura. Pone
condiciones que no tienen su fundamento en la esencia de la emancipación política misma.
Formula preguntas que su problema no contiene y resuelve problemas que dejan su pregunta
sin contestar. Cuando Bauer dice, refiriéndose a los adversarios de la emancipación de los
judíos: "Su error consistía solamente en partir el supuesto del Estado cristiano como el único
verdadero y en no someterlo a la misma crítica con que enfocaban el judaísmo" (pág. 3),
encontramos que el error de Bauer reside en que somete a crítica solamente el "Estado cristiano"
y no el "Estado en general", en que no investiga la relación entre la emancipación política y la
emancipación humana, lo que le lleva a poner condiciones que sólo pueden explicarse por la
confusión exenta de espíritu crítico de ¡a emancipación política con la emancipación humana
general. Y si Bauer pregunta a los judíos: ¿tenéis, desde vuestro punto de vista, derecho a
aspirar a la emancipación política, nosotros preguntamos, a la inversa: ¿tiene el punto de vista de
la emancipación política derecho a exigir del judío la abolición del judaísmo y del hombre en
general la abolición de la religión?
La cuestión judía presenta una fisonomía diferente, según el Estado en que el judío
vive. En Alemania, donde no existe un Estado político, un Estado como tal Estado, la
cuestión judía es una cuestión puramente teológica. El judío se halla en contraposición religiosa
con el Estado que profesa como su fundamento el cristianismo. Este Estado es un teólogo ex
professo. La crítica es, aquí, crítica de la teología, una crítica de doble filo, crítica de la teología
cristiana y crítica de la teología judía Pero aquí, seguimos moviéndonos dentro de los marcos
de la teología, por mucho que creamos movernos críticamente dentro de ellos.
En Francia, en el Estado constitucional, la cuestión judía es el problema del
constitucionalismo, el problema de la emancipación política a medias. Al conservarse aquí la
apariencia de una religión de Estado, aunque sea bajo una fórmula fútil y contradictoria consigo
misma, la fórmula de una religión de la mayoría, la actitud de los judíos ante el Estado conserva la
apariencia de una contraposición religiosa, teológica.
137
Sólo en los Estados libres de Norteamérica - o, por lo menos, en parte de ellos pierde la cuestión judía su significación teológica, para convertirse en una verdadera cuestión
secular. Solamente allí donde existe el Estado político plenamente desarrollado puede
manifestarse en su peculiaridad, en su pureza, el problema de la actitud del judío, y en general
del hombre religioso, ante el Estado político. La crítica de esta actitud deja de ser una crítica
teológica tan pronto como el Estado deja de comportarse de un modo teológico hacia la religión,
tan pronto se comporta hacia la religión como Estado, es decir, políticamente. Y en este punto,
allí donde la cuestión deja de ser teológica, deja la crítica de Bauer de ser crítica. "Il n'ex¡ste aux
Êtats.Unis ni religión de l'Êtat, ni religion déclarée celle de la majorité, ni préeminence d'un culte sur un autre.
L'Êtat est étranger à tous les cultes," (1) ("Marie ou L'esclavage aux Êtats- Unis", etc., par G. de
Beaumont, Paris, 1835, pág. 214.) Más aún, existen algunos Estados norteamericanos en los que
"la constitution n'impose pas les croyances religieuses et la pratique a un culte comme condition des privilèges
potitìques" (2) (1. c.,página 225). Sin embargo, "on ne croit pas aux Êtats-Unis qu'un homme Sans
religion puisse être un honnéte homme" 3 (1. c., pág. 224). Norteamérica es, sin embargo, el país de la
religiosidad, como unánimemente nos aseguran Beaumont, Tocqueville y el inglés Hamilton.
Los Estados norteamericanos nos sirven, a pesar de esto, solamente de ejemplo. El problema
está en saber cómo se comporta la emancipación política acabada ante la religión. Si hasta en
un país de emancipación política acabada nos encontramos, no sólo con la existencia de la
religión, sino con su existencia lozana Y vital, tenemos en ello la prueba de que la existencia de
la religión no contradice a la perfección del Estado. Pero, como la existencia de la religión es la
existencia de un defecto, no podemos seguir buscando la fuente de este defecto solamente en
la esencia del Estado mismo. La religión no constituye ya, para nosotros, el fundamento, sino
simplemente el fenómeno de la limitación secular. Nos explicarnos, por tanto, las ataduras
religiosas de los ciudadanos libres por sus ataduras seculares. No afirmamos que deban acabar
con su limitación religiosa, para poder destruir sus barreras seculares. Afirmarnos que acaban
con su limitación religiosa tan pronto como destruyen sus barreras temporales. No
convertimos los problemas seculares en problemas teológicos. Después que la historia se ha
visto disuelta durante bastantes siglos en la superstición, disolvemos la superstición en la
historia. El problema de las relaciones de la emancipación política con la religión se convierte,
para nosotros, en el problema de las relaciones de la emancipación política con la emancipación humana.
Criticamos la debilidad religiosa del Estado político, al criticar al Estado político, prescindiendo
de las debilidades religiosas, en su estructura, secular. Humanizamos la contradicción del
Estado con una determinada religión, por ejemplo con el Judaísmo, viendo en ella la contradicción
del Estado con determinados elementos seculares, humanizarnos la contradicción del Estado con
la religión general viendo en ella la contradicción del Estado con sus premisas en general.
La emancipación política del judío, del cristiano y del hombre religioso en general es la
emancipación del Estado del judaísmo, del cristianismo, y en general de la religión. Bajo su forma, a
la manera que es peculiar a su esencia, como Estado, el Estado se emancipa de la religión al
emanciparse de la religión de Estado, es decir, cuando el Estado como tal Estado no profesa
ninguna religión, cuando el Estado se profesa más bien como tal Estado. La emancipación
política de la religión no es la emancipación de la. religión llevada a fondo y exenta de
contradicciones, porque la emancipación política no es el modo llevado a fondo y exento de
contradicciones de la emancipación humana.
138
El límite de la emancipación política se manifiesta inmediatamente en el hecho de
que el Estado pueda liberarse de un límite sin que el hombre se libere realmente de él, en que el
Estado pueda ser un Estado libre sin que el hombre sea un hombre libre. Y el propio Bauer
reconoce tácitamente esto cuando establece la siguiente condición de la emancipación política:
"
Todo privilegio religioso en general, incluyendo por tanto el monopolio de una iglesia
privilegiada, debería abolirse, y si algunos o varios o incluso la gran mayoría se creyeran obligados a
cumplir con sus deberes religiosos, el cumplimiento de estos deberes debería dejarse a su propio
arbitrio como asunto puramente privado". Por tanto, el Estado puede haberse emancipado de la
religión incluso aun cuando la gran mayoría siga siendo religiosa. Y la gran mayoría no dejará de
ser religiosa por el hecho de que su religiosidad sea algo puramente privado.
Pero la actitud del Estado ante la religión, refiriéndonos al decir esto al Estado libre,
sólo es la actitud ante la religión de los hombres que forman el Estado. De donde se sigue que el
hombre se libera por medio del Estado, se libera políticamente, de una barrera, al ponerse en
contradicción consigo mismo, al sobreponerse a esta barrera de un modo abstracto y limitado, de
un modo parcial. Se sigue, además, de aquí, que el hombre, al liberarse políticamente, se libera
dando un rodeo, a través de un medio, siquiera sea un medio necesario. Y se sigue, finalmente, que
el hombre, aun cuando se proclame ateo por mediación del Estado, es decir, proclamando al
Estado ateo, sigue sujeto a las ataduras religiosas, precisamente porque sólo se reconoce a si
mismo mediante un rodeo, a través de un medio. La religión es, cabalmente, el
reconocimiento del hombre dando un rodeo. A través de un mediador. El Estado es el
mediador entre el hombre y la libertad del hombre. Así como Cristo es el mediador sobre
quien el hombre descarga toda su divinidad, toda su servidumbre religiosa, así también el Estado
es el mediador al que desplaza toda su no-divinidad, toda su no-servidumbre humana.
La elevación política del hombre por encima de la religión comparte todos los
inconvenientes y todas las ventajas de la elevación política, en general. El Estado como Estado
anula, por ejemplo, la propiedad privada, el hombre declara la propiedad privada como abolida de
un modo político cuando suprime el censo de fortuna para el derecho de sufragio activo y pasivo,
como se ha hecho ya en muchos Estados norteamericanos. Hamilton, interpreta con toda
exactitud este hecho, desde el punto de vista político, cuando dice: "La gran masa ha triunfado
sobre los propietarios y la riqueza del dinero." ¿Acaso no se suprime idealmente la propiedad privada,
cuando el desposeído se convierte en legislador de los que poseen? El censo de fortuna es la
última forma política de reconocimiento de la propiedad privada.
Sin embargo, la anulación política de la propiedad privada, no sólo no destruye la
propiedad privada, sino que, lejos de ello, la presupone. El Estado anula a su modo las
diferencias de nacimiento, de estado social, de cultura y de ocupación al declarar el nacimiento, el
estado social, la cultura y la ocupación del hombre como diferencias no políticas, al proclamar a
todo miembro del pueblo, sin atender a estas diferencias, como copartícipe por igual de la
soberanía popular, al tratar a todos los elementos de la vida real del pueblo desde el punto de
vista del Estado. No obstante, el Estado deja que la propiedad privada, la cultura y la
ocupación actúen a su modo, es decir, como propiedad privada, como cultura y como
ocupación, y hagan valer su naturaleza especial. Muy lejos de acabar con estas diferencias de
hecho, el Estado sólo existe sobre estas premisas, sólo se siente como Estado político y sólo hace
valer su generalidad en contraposición a estos elementos suyos. Por eso Hegel determina con toda
139
exactitud la actitud del Estado político ante la religión, cuando dice: " Para que el Estado cobre
existencia como la realidad moral del espíritu que se sabe a si misma, es necesario que se distinga
de la forma de la autoridad y de la fe; y esta distinción sólo se manifiesta en la medida en que
el lado eclesiástico llega a separarse en si mismo; sólo así, por sobre las iglesias especiales, adquiere y
lleva a la existencia el Estado la generalidad del pensamiento, el principio de su forma" (Hegel,
"Rechtsphilosophie", 1ª edición pág. 346). En efecto, sólo así, por encima de los elementos
especiales, se constituye el Estado como generalidad.
El Estado político acabado es, por su esencia, la vida genérica del hombre por oposición
a su vida material. Todas las premisas de esta vida egoísta permanecen en pie al margen de la
esfera del Estado, en la sociedad civil, pero como cualidades de ésta. Allí donde el Estado
político ha alcanzado su verdadero desarrollo, lleva el hombre, no sólo en el pensamiento, en
la conciencia, sino en la realidad, en la vida, una doble vida, una celestial y otra terrenal, la vida
en la comunidad política, en la que se considera como ser colectivo, y la vida en la sociedad civil, en la
que actúa cómo particular; considera a los otros hombres como medios, se degrada a sí mismo
como medio y se convierte en juguete de poderes extraños. El Estado político se comporta
con respecto a la sociedad civil de un modo tan espiritualista como el cielo con respecto a la
tierra. Se halla con respecto a ella en la misma contraposición y la supera del mismo modo que
la religión la limitación del mundo profano, es decir, reconociéndola también de nuevo,
restaurándola y dejándose necesariamente dominar por ella. El hombre en su inmediata
realidad, en la sociedad civil, es un ser profano. Aquí, donde pasa ante sí mismo y ante los
otros por un individuo real, es una manifestación carente de verdad. Por el contrario, en el
Estado, donde el hombre es considerado como un ser genérico, es el miembro imaginario de
una imaginaria soberanía, se halla despojado de su vida individual real y dotado de una
generalidad irreal.
El conflicto entre e! hombre, como fiel de una religión especial, y su ciudadanía, y los
demás hombres en cuanto miembros de la comunidad, se reduce al divorcio secular entre el
Estado político y la sociedad civil. Para el hombre como bourgeois, " la vida dentro del Estado es
sólo apariencia o una excepción momentánea de la esencia y de la regla". Cierto que el
bourgeois, como el judío, sólo se mantiene sofísticamente dentro de la vida del Estado, del
mismo modo que el citoyen sólo sofísticamente sigue siendo judío o bourgeois; pero esta
sofística no es personal. Es la sofística del Estado político mismo. La diferencia entre el hombre
religioso y el ciudadano es la diferencia entre el comerciante y el ciudadano, entre el jornalero y
el ciudadano, entre el terrateniente y el ciudadano, entre el individuo viviente y el ciudadano. La
contradicción entre el hombre religioso y el hombre político es la misma contradicción que
existe entre el bourgeois y el citoyen, entre el miembro de la sociedad burguesa y su piel de león
política.
Bauer deja en pie esta pugna secular a que se reduce, en fin de cuentas, la cuestión
judía, la relación entre el Estado político y sus premisas, ya sean éstas elementos materiales,
como la propiedad privada, etc., o elementos espirituales, como la cultura y la religión, la
pugna entre el interés general y el interés privado, el divorcio entre el Estado político y la sociedad
burguesa; deja en pie estas antítesis seculares, limitándose a polemizar contra su expresión
religiosa. "Precisamente su fundamento, la necesidad que asegura a la sociedad burguesa su
existencia y garantiza su necesidad, expone su existencia a constantes peligros, nutre en ella un
140
elemento inseguro y provoca aquella mezcla, sujeta a constantes cambios, de pobreza y
riqueza, de penuria y prosperidad, provocan el cambio en general". (Pág. 8)
Confróntese todo el capitulo titulado "La sociedad civil" (páginas 8-9), escrito con
arreglo a los lineamientos generales de la Filosofía del Derecho de Hegel. La sociedad civil, en
su contraposición al Estado político, se reconoce como necesaria porque el Estado político se
reconoce como necesario.
No cabe duda de que la emancipación política representa un gran progreso, y aunque
no sea la forma última de la emancipación humana en general, sí es la forma última de la
emancipación humana dentro del orden del mundo actual. Y claro está que aquí nos referimos a
la emancipación real, a la emancipación práctica.
El hombre se emancipa políticamente de la religión, al desterrarla del derecho público
al derecho privado. La religión ya no es el espíritu del Estado, donde el hombre - aunque sea de
un modo limitado, bajo una forma especial y en una esfera especial - se comporta como ser
genérico, en comunidad con otros hombres; se ha convertido, ahora, en el espíritu de la
sociedad burguesa, de la esfera del egoísmo, del bellum omnium contra omnes.(4) No es ya la esencia
de la comunidad, sino la esencia de la diferencia. Se ha convertido en expresión de la separación del
hombre de su comunidad, de sí mismo y de los otros hombres, lo que originariamente era. No es
más que la confesión abstracta de la especial inversión, del capricho privado, de la arbitrariedad.
La dispersión infinita de la religión en Norteamérica, por ejemplo, le da ya al exterior la forma
de una incumbencia individual. la religión se ha visto derrocada para descender al número de
los intereses privados y ha sido desterrada de la comunidad como tal comunidad. Pero no nos
engañemos acerca de las limitaciones de la emancipación política. La escisión del hombre en el
hombre público y el hombre privado, la dislocación de la religión con respecto al Estado, para
desplazarla a la sociedad burguesa, no constituye una fase, sino la coronación de la emancipación
política, la cual, por lo tanto, ni suprime ni aspira a suprimir la religiosidad real del hombre.
La desintegración del hombre en el judío y en el ciudadano, en el protestante y en el
ciudadano, en el hombre religioso y en el ciudadano, esta desintegración, no es una mentira
contra la ciudadanía, no es una evasión de la emancipación política, sino que es la emancipación
política misma, es el modo político de emancipación de la religión. Es cierto que, en las épocas en
que el Estado político brota violentamente, como Estado político, del seno de la sociedad
burguesa, en que la autoliberación humana aspira a llevarse a cabo bajo la forma de
autoliberación politica, el Estado puede y debe avanzar hasta la abolición de la religión, hasta su
destrucción, pero sólo como avanza hasta la abolición de la propiedad privada, hasta las tasas
máximas, hasta la confiscación, hasta el impuesto progresivo, como avanza hasta la abolición
de la vida, hasta la guillotina. En los momentos de su amor propio especial, la vida política trata
de aplastar a lo que es su premisa, la sociedad burguesa, y sus elementos, y a constituirse en la
vida genérica real del hombre, exenta de contradicciones. Sólo puede conseguirlo, sin
embargo, mediante las contradicciones violentas con sus propias condiciones de vida,
declarando la revolución como permanente, y el drama político termina, por tanto, no menos
necesariamente, con la restauración de la religión, de la propiedad privada, de todos los
elementos de la sociedad burguesa, del mismo modo que la guerra termina con la paz.
No es, en efecto, el llamado Estado cristiano, que profesa el cristianismo como su
fundamento, como religión de Estado y adopta, por tanto, una actitud excluyente ante otras
141
religiones, el Estado cristiano acabado, sino más bien el Estado ateo, el Estado democrático, el
Estado que relega a la religión entre los demás elementos de la sociedad burguesa. Al Estado
que es todavía teólogo, que mantiene todavía de un modo oficial la profesión de fe del
cristianismo, que aún no se atreve a proclamarse como Estado, no logra todavía expresar en
forma secular, humana, en su realidad como Estado, el fundamento humano cuya expresión
superabundante es el cristianismo. El llamado Estado cristiano sólo es, sencillamente, el noEstado porque no es posible realizar en creaciones verdaderamente humanas el cristianismo
como religión, sino sólo el fondo humano de la religión cristiana.
El llamado Estado cristiano es la negación cristiana del Estado, pero en modo alguno
la realización estatal del cristianismo. El Estado que sigue profesando el cristianismo en forma
de religión no lo profesa en forma de Estado, pues se comporta todavía religiosamente ante la
religión; es decir, no es la ejecución real del fundamento humano de la religión, porque apela
todavía a la irrealidad, a la forma imaginaria de este meollo humano. El llamado Estado cristiano
es el Estado imperfecto, y la religión cristiana le sirve de complemento y para santificar su
imperfección. La religión se convierte para él, por tanto y necesariamente, en un medio, y ese
Estado es el Estado de la hipocresía. Hay una gran diferencia entre que el Estado acabado cuente
la religión entre sus premisas por razón de la deficiencia que va implícita en la esencia general del
Estado o que el Estado imperfecto declare la religión como su fundamento por razón de la
deficiencia que su existencia especial lleva consigo, como Estado defectuoso. En el segundo caso,
la religión se convierte en política imperfecta. En el primer caso, se acusa en la religión la
imperfección misma de la política acabada. El llamado Estado cristiano necesita de la religión
cristiana para perfeccionarse como Estado. El Estado democrático, el Estado real, no necesita de
la religión para su perfeccionamiento político. Puede, por el contrario prescindir de la religión,
ya que en él el fundamento humano de la religión se realiza de un modo secular. El llamado
Estado cristiano, en cambio, se comporta políticamente hacia la religión y religiosamente hacia
la política. Y, al degradar a mera apariencia las formas de Estado, degrada igualmente la
religión a mera apariencia.
Para aclarar esta antítesis, examinemos la construcción baueriana del Estado cristiano,
construcción nacida de la contemplación; del Estado cristiano-germánico.
“Últimamente - dice Bauer - suelen invocarse para demostrar la imposibilidad o la
inexistencia de un Estado cristiano aquellas sentencias de los Evangelios que el Estado [actual]
no sólo no acata, sino que no puede tampoco acatar, si no quiere disolverse totalmente" [como Estado].
"Pero la cosa no se resuelve tan fácilmente. ¿Qué postulan, en efecto, esas sentencias
evangélicas? La negación sobrenatural de sí mismo, la sumisión a la autoridad de la revelación,
la repulsa del Estado, la abolición de las relaciones seculares. Pues bien, todo esto es lo que
postula y lleva a cabo el Estado cristiano. Este Estado se ha asimilado el espíritu del Evangelio, y
si no lo predica con las mismas palabras con que el Evangelio se expresa es, sencillamente,
porque manifiesta este espíritu bajo formas estatales, es decir; bajo formas que, aunque estén
tomadas de la naturaleza del Estado y de este mundo, quedan reducidas a una mera apariencia,
en el renacimiento religioso que se ven obligadas a experimentar. Este Estado es la repulsa del
Estado, que se lleva a cabo bajo las formas estatales." (Pág. 55.)
Y, a continuación, Bauer desarrolla el criterio de que el pueblo del Estado cristiano no
es más que un no-pueblo, carente ya de voluntad propia, cuya verdadera existencia reside en el
142
caudillo al que se halla sometido, el cuál, sin embargo, por su origen y naturaleza, le es ajeno,
es decir, ha sido instituido por Dios y se ha puesto al frente de él sin intervención suya, del
mismo modo que las leyes de este pueblo no son obra de él, sino revelaciones positivas, que
su jefe necesita de mediadores privilegiados para entenderse con el verdadero pueblo, con la
masa, y que esta misma masa se escinde en multitud de círculos especiales formados y
determinados por el azar, que se distinguen entre sí por sus intereses, pasiones especiales y
prejuicios y que reciben como privilegio la autorización de deslindarse los unos de los otros,
etc. (pág. 56).
Pero el mismo Bauer dice lo siguiente: "La política, cuando no quiere ser más que
religión, no puede ser política, lo mismo que no podemos considerar como asunto doméstico
el acto de lavar las cacerolas, si se lo considera como un rito religioso." (Pág. 108.) Pues bien,
en el Estado cristiano-germánico la religión es "asunto doméstico", lo mismo que los "asuntos
domésticos" son religión. En el Estado cristiano-germánico, el poder de la religión es la
religión del poder.
Separar el "espíritu del Evangelio" de la "letra del Evangelio" es un acto irreligioso. El
Estado que hace que el Evangelio se predique en la letra de la política, en otra letra que la del
Espíritu Santo, comete un sacrilegio, si no a los ojos de los hombres, a los ojos de su propia
religión. Al Estado que profesa el cristianismo como su norma suprema, que profesa la Biblia
como su Carta, se le deben oponer las palabras de la Sagrada Escritura, que es sagrada, como
Escritura, hasta en la letra. Este Estado, lo mismo que la basura humana sobre que descansa, cae
en una dolorosa contradicción, insuperable desde el punto de vista de la conciencia religiosa,
cuando se le remite a aquellas sentencias del Evangelio que "no sólo no acata, sino que no puede
tampoco acatar, si no quiere disolverse totalmente". ¿Y por qué no quiere disolverse totalmente? El
mismo no puede contestarse ni contestar a otros a esta pregunta. Ante su propia conciencia, el
Estado cristiano oficial es un deber ser, cuya realización resulta inasequible, que sólo acierta a
comprobar la realidad de su existencia mintiéndose a sí mismo y que, por tanto, sigue siendo
constantemente ante si mismo un objeto de duda, un objeto inseguro, problemático. Por eso
la crítica está en su pleno derecho al obligar a reconocer lo torcido de su conciencia al Estado
que apela a la Biblia, ya que ni él mismo sabe si es una figuración o una realidad, desde el
momento en que la infamia de sus fines seculares, a las que la religión sirve solamente de
tapadera, se hallan en insoluble contradicción con la honorabilidad de su conciencia religiosa,
que ve en la religión la finalidad del mundo. Este Estado sólo puede redimirse de su tormento
interior convirtiéndose en alguacil de la iglesia católica. Frente a ella, frente a una iglesia que
considera al poder secular como su brazo armado, el Estado es impotente, impotente el poder
secular que afirma ser el imperio del espíritu religioso.
En el llamado Estado cristiano rige, ciertamente, la enajenación, pero no el hombre. El
único hombre que aquí significa algo, el rey, es un ser específicamente distinto de los demás
hombres, y es, además, un ser de por sí religioso, que se halla en relación directa con el cielo,
con Dios. Los vínculos que aquí imperan siguen siendo vínculos basados en la fe. Por tanto, el
espíritu
religioso
no
se
ha
secularizado
todavía
realmente.
Pero el espíritu religioso no puede tampoco llegar a secularizarse realmente, pues ¿qué es ese
espíritu sino la forma no secular de un grado de desarrollo del espíritu humano? El espíritu
religioso sólo puede llegar a realizarse en la medida en que el grado de desarrollo del espíritu
143
humano, del que es expresión religiosa, se destaca y se constituye en su forma secular. El
fundamento de este Estado no es el cristianismo, sino el fundamento humano del cristianismo. La
religión sigue siendo la conciencia ideal, no secular, de sus miembros, porque es la forma del
grado humano de desarrollo que en él se lleva a cabo.
Los miembros del Estado político son religiosos por el dualismo entre la vida
individual y la vida genérica, entre la vida de la sociedad burguesa y la vida política; son
religiosos, en cuanto que el hombre se comporta hacia la vida del Estado, que se halla en el
más allá de su real individualidad, como hacia su verdadera vida; religiosos, en cuanto que la
religión es, aquí, el espíritu de la sociedad burguesa, la expresión del divorcio y del alejamiento
del hombre con respecto al hombre. La democracia política es cristiana en cuanto en ella el
hombre, no sólo un hombre, sino todo hombre, vale como ser soberano, como ser supremo,
pero el hombre en su manifestación no cultivada y no social, el hombre en su existencia
fortuita, el hombre tal y como anda y se yergue, el hombre tal y como se halla corrompido por
toda la organización de nuestra sociedad, perdido a sí mismo, enajenado, entregado al imperio
de relaciones y elementos inhumanos; en una palabra, el hombre que aún no es un ser genérico
real. La imagen fantástica, el sueño, el postulado del cristianismo, la soberanía del hombre,
pero como un ser extraño, distinto del hombre real, es, en la democracia, realidad sensible,
presente, máxima secular.
La misma conciencia religiosa y teológica considerase en la democracia acabada
tanto más religiosa, tanto más teológica, cuanto más carece, aparentemente, de significación
política, de fines terrenales, cuanto más es, aparentemente, incumbencia del espíritu retraído
del mundo, expresión de la limitación del entendimiento, producto de la arbitrariedad y la
fantasía, cuanto más es una real vida en el más allá. El cristianismo cobra aquí la expresión
práctica de su significación religiosa-universal, en cuanto que las más dispares concepciones del
mundo se agrupan unas junto a otras en la forma del cristianismo, y más todavía por el hecho
de que no se les plantea a otros ni siquiera la exigencia del cristianismo, sino solamente la de la
religión en general, de cualquier religión (cfr. la citada obra de Beaumont). La conciencia
religiosa se recrea en la riqueza de la antítesis religiosa y de la diversidad religiosa.
Hemos puesto, pues, de manifiesto cómo la emancipación política con respecto a la
religión deja en pie la religión, aunque no una religión privilegiada. La contradicción en que el
fiel de una religión especial se halla con su ciudadanía no es más que una parte de la general
contradicción secular entre el Estado político y la sociedad burguesa. La coronación del Estado cristiano
es el Estado que, profesando ser un Estado, se abstrae de la religión de sus miembros. La
emancipación del Estado con respecto a la religión no es la emancipación del hombre real con
respecto a ella.
Por eso nosotros no decimos a los judíos, con Bauer: no podéis emanciparos
políticamente si no os emancipáis radicalmente del judaísmo. Les decimos, más bien: porque
podéis emanciparos políticamente sin llegar a desentenderos radical y absolutamente del
judaísmo, es por lo que la misma emancipación política no es la emancipación humana. Cuando
vosotros, judíos, queréis emanciparos políticamente sin emanciparos humanamente a vosotros
mismos, la solución a medias y la contradicción no radica en vosotros, sino en la esencia y en la
categoría de la emancipación política. Y, al veros apresados en esta categoría, le comunicáis un
apresamiento general. Así como el Estado evangeliza cuando, a pesar de ser ya Estado, se
144
comporta cristianamente hacia los judíos, así también el judío politifica cuando, a pesar de ser ya
judío, adquiere derechos de ciudadanía dentro del Estado.
Pero, si el hombre, aunque judío, puede emanciparse políticamente, adquirir
derechos de ciudadanía dentro del Estado, ¿puede reclamar y obtener los llamados derechos
humanos? Bauer niega esto. "El problema está en saber si el judío como tal, es decir, el judío que
confiesa por sí mismo verse obligado por su verdadera esencia a vivir eternamente aislado de
otros, es capaz de obtener y conceder a otros los derechos generales del hombre"
"La idea de los derechos humanos no fue descubierta para el mundo cristiano sino
hasta el siglo pasado. No es una idea innata al hombre, sino que éste la conquista en lucha
contra las tradiciones históricas en las que el hombre había sido educado antes. Los derechos
humanos no son, pues, un don de la naturaleza, un regalo de la historia anterior, sino el fruto
de la lucha contra el azar del nacimiento y contra los privilegios, que la historia, hasta ahora,
venía transmitiendo hereditariamente de generación en generación. Son el resultado de la
cultura, y sólo puede poseerlos quien haya sabido adquirirlos y merecerlos."
"Ahora bien, ¿puede realmente el judío llegar a poseer estos derechos? Mientras siga
siendo judío, la esencia limitada que hace de el un judío tiene necesariamente que triunfar
sobre la esencia humana que, en cuanto hombre, debe unirle a los demás hombres y disociarlo
de los que son judíos. Y, a través de esta disociación, declara que la esencia especial que hace
de él un judío es su verdadera esencia suprema, ante la que tiene que pasar a segundo plano la
esencia humana.
"Y del mismo modo, no puede el cristiano, como tal cristiano, conceder ninguna
clase de derechos humanos." (Págs. 19-20.)
Según Bauer, el hombre tiene que sacrificar el "privilegio de la fe", si quiere poder
obtener los derechos generales del hombre. Detengámonos un momento a examinar los
llamados derechos humanos, y en verdad, los derechos humanos bajo su forma auténtica, bajo
la forma que les dieron sus descubridores, los norteamericanos y franceses. En parte, estos
derechos humanos son derechos políticos, derechos que sólo pueden ejercerse en comunidad
con otros hombres. Su contenido es la participación en la comunidad, y concretamente, en la
comunidad política, en el Estado. Estos derechos humanos entran en la categoría de la libertad
política, en la categoría de los derechos cívicos, que no presuponen, ni mucho menos, como hemos
visto, la abolición absoluta y positiva de la religión, ni tampoco, por tanto, por ejemplo, del
judaísmo. Queda por considerar la otra parte de los derechos humanos, los droits de l'homme, (5)
en cuanto se distinguen de los droits du citoyen.(6)
Figura entre ellos la libertad de conciencia, el derecho de practicar cualquier culto.
El privilegio de la fe es expresamente reconocido, ya sea como un derecho humano, ya como
consecuencia de un derecho humano, de la libertad.
Déclaration des droits de l´homme et du citoyen,(7) 1791, art. 10:
" Nul ne droit être inquieté pour ses opinions mêrne religieuses."(8) Y en el título I de la
Constitución de 1791 se garantiza como derecho humano: " La liberté á tout homme d'exercer
le culte religieux auquel il est attaché". (9)
145
La déclaration des droites de l'homme etc., 1795, incluye entre los derechos humanos, art. 7: "Le
libre exercice des cultes."(10) Más aún, en lo que atañe al derecho de hacer públicos sus
pensamientos y opiniones, se dice, incluso: "La nécessité d'énóncer ces droits suppose ou la
présence ou le souvenir récent du despotisme." (11) Consúltese, en relación con esto, la
Constitución de 1795, título XIV, art. 354.
Constitution de Pennsylvanie, art. 9, § 3: "Teus les hommes ont recu de la nature le
droit imprescriptible d'adorer le Tout Puissant selon les inspirat¡ons de leur conscience, et nul
ne peut légalment être en train de suivre, instituer ou soutenir contre Son gré aucun culte ou
ministére religieux. Nulle autorité hurnaine ne peut, dans aucun cas, intervenir dans les
questions de conscience et contrôler les pouvoirs de l'âme".(12)
Constitution de New-Hampshire, arts. 5 y 6: "Au nombre des droits naturels, quelquesuns sont inaliénables de leur nature, parce que rien n´en peut être l´équivalent. De ce nombre
sont les droits de conscience".(13) (Beaumont, 1.c., págs. 213, 214.)
Y tan ajena es al concepto de los derechos humanos la incompatibilidad con la
religión, que, lejos de ello, se incluye expresamente entre los derechos humanos el derecho a ser
religioso, a serlo del modo que se crea mejor y a practicar el culto de su especial religión. El
privilegio de la fe es un derecho humano general.
Los droits de l'homme, los derechos humanos, se distinguen como tales de los droits du
citoyen, de los derechos cívicos. ¿Cuál es el homme a quien aquí se distingue del citoyen?
Sencillamente, el miembro de la sociedad burguesa. ¿Y por qué se llama al miembro de la sociedad
burguesa "hombre", el hombre por antonomasia, y se da a sus derechos el nombre de derechos
humanos? ¿Cómo explicar este hecho? Por las relaciones entre el Estado político y la sociedad
burguesa, por la esencia de la emancipación política.
Registremos, ante todo, el hecho de que los llamados derechos humanos, los droits de
l'homme, a diferencia de los droits du citoyen, no son otra cosa que los derechos del miembro de la
sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la
comunidad. La más radical de las Constituciones, La Constitución de 1793, puede proclamar:
Déclaration des droits de l´omme et du citoyen
Art. 2. Ces droits, etc. (Les droits naturels et imprescriptibles), sont: l´égalité, la liberté, la
sûreté, la propriété.(14)
¿En qué consiste la liberté?
Art. 6. " La liberté est le pouvoir qui appartient á l'homme de faire tout ce qui ne
nuit pas aux droits d'autrui",(15) o, según la Declaración de los Derechos del Hombre de
1791: "La liberté consiste á pouvoir faire tout ce qui ne nuit pas á autrui."(16)
La libertad es, por tanto, el derecho de hacer y emprender todo lo que no dañe a
otro. El límite dentro del cual puede moverse todo hombre inocuamente para el otro lo
determina la ley, como la empalizada marca el límite o la divisoria entre dos tierras. Se trata de
la libertad del hombre como una mónada aislada, replegada sobre sí misma. ¿Por qué,
entonces, es el judío, según Bauer, incapaz de obtener los derechos humanos? "Mientras siga
siendo judío, la esencia limitada que hace de él un judío tiene necesariamente que triunfar
146
sobre la esencia humana que, en cuanto hombre, debe unirle a los demás hombres y disociarlo
de los que no son judíos." Pero el derecho humano de la libertad no se basa en la unión del
hombre con el hombre, sino, por el contrario, en la separación del hombre con respecto al
hombre. Es el derecho a esta disociación, el derecho del individuo delimitado, limitado a sí
mismo.
La aplicación práctica del derecho humano de la libertad es el derecho humano de la
propiedad privada.
¿En qué consiste el derecho humano de la propiedad privada?
Art. 16 (Contitution de 1793): "Le droit de propriété est celui qui appartient á tout
citoyen de jouir et de disposer á son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son travail et de
son industrie."(17)
El derecho humano de la propiedad privada es, por tanto, el derecho a disfrutar de su
patrimonio y a disponer de él arbitrariamente (á son gré), sin atender a los demás hombres,
independientemente de la sociedad, el derecho del interés personal. Aquella libertad individual
y esta aplicación suya constityen el fundamento de la sociedad burguesa. Sociedad que hace
que todo hombre encuentre en otros hombres, no la realización, sino, por el contrario, la
limitación de su libertad. Y proclama por encima de todo el derecho humano "de jouir et de
disposer á son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son travail et de son industrie".
Quedan todavía por examinar los otros derechos humanos, la égalité y la sûreté.
La égalité, considerada aquí en su sentido no politíco, no es otra cosa que la igualdad de la
liberté más arriba descrita, a saber: que todo hombre se considere por igual como una mónada
atenida a sí misma. La Constitución de 1795 define del siguiente modo el concepto de esta
igualdad, conforme a su significación:
Art. 3 (Constitution de 1795): "L´égalité consiste en ce que la loi est la même por
tous, soit qu'elle Protége, soit qu'elle punisse".(18)
¿Y la sûreté?
Art. 8 (Constitution de 1795): "La sûreté consiste dans la protection accordé par la
société á chacun de ses membres pour la corservation de sa personne, de ses droits et de ses
propriétés". (19)
La seguridad es el supremo concepto social de la sociedad burguesa, el concepto de la
policía, según el cual toda la sociedad existe solamente para garantizar a cada uno de sus
miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad. En este sentido,
llama Hegel a la sociedad burguesa "el Estado de necesidad y de entendimiento".
El concepto de la seguridad no hace que la sociedad burguesa se sobreponga a su
egoísmo. La seguridad es, por el contrario, el aseguramiento de ese egoísmo.
Ninguno de los llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del
hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado en sí
mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada, y disociado de la comunidad. Muy
lejos de concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer, por el
contrario, la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos, como
una limitación de su independencia originaria. El único nexo que los mantiene en cohesión es
la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su
persona egoísta.
147
Ya es algo misterioso el que un pueblo que comienza precisamente a liberarse, que
comienza a derribar todas las barreras entre los distintos miembros que lo componen y a
crearse una conciencia política, que este pueblo proclame solemnemente la legitimidad del
hombre egoísta, disociado de sus semejantes y de la comunidad (Déclaration de 1791); y más
aún, que repita esta misma proclamación en un momento en que sólo la más heroica
abnegación puede salvar a la nación y viene, por tanto, imperiosamente exigida, en un
momento en que se pone a la orden del día el sacrificio de todos los intereses en aras de la
sociedad burguesa y en que el egoísmo debe ser castigado como un crimen (Déclaration des
droits de l'homme, etc, de 1795). Pero este hecho resulta todavía más misterioso cuando
vemos que los emancipadores políticos rebajan incluso la ciudadanía, la comunidad política,al
papel de simple medio para la conservación de estos llamados derechos humanos; que, por
tanto, se declara al citoyen servidor del homme egoísta, se degrada la esfera en que el hombre se
comporta como comunidad por debajo de la esfera en que se comporta como un ser parcial;
que, por último, no se considera como verdadero y auténtico hombre al hombre en cuanto
ciudadano, sino al hombre en cuanto burgués.
"Le but de toute association politique est la conservation des droits naturels et imprescriptibles
de l'homme." (20) (Déclaration des droits, etc., de 1791, art. 2). " Le gouvernement est institué
pouir garantir á l'homme la jouissance de ses droits naturels et imprescriptibles," (21)
(Déclaration, etc., de 1793, art. 1.) Por tanto, incluso en los momentos de su entusiasmo
juvenil, exaltado por la fuerza de las circunstancias, la vida política se declara como un simple
medio cuyo fin es la vida de la sociedad burguesa. Cierto que su práctica revolucionaria se halla
en flagrante contradicción con su teoría. Así, por ejemplo, proclamándose la seguridad como
un derecho humano, se pone públicamente a la orden del día la violación del secreto de la
correspondencia. Se garantiza la "liberté indéfinie de la presse" (22) (Constitution de 1795, art122), como una consecuencia del derecho humano, de la libertad individual, pero ello no es
óbice para que se anule totalmente la libertad de prensa, pues " la liberté de la presse ne doit
pas être permise lorsqu'elle compromet la liberté politique" (23) (Robespierre jeune, "Histoire
parlamentaire de la Révolution francaise", par Buchez et Roux, t. 28, pág. 159); es decir, que el
derecho humano de la libertad deja de ser un derecho cuando entra en colisión con la vida
política, mientras que; con arreglo a la teoría, la vida política sólo es la garantía de los derechos
humanos, de los derechos del hombre individual, debiendo, por tanto, abandonarse tan
pronto como contradice a su fin, a estos derechos humanos. Pero la práctica es sólo la
excepción, y la teoría la regla. Ahora bien, si nos empeñáramos en considerar la misma
práctica revolucionaria como el planteamiento certero de la relación, quedaría por resolver el
misterio de por qué en la conciencia de los emancipadores políticos se invierten los términos
de la relación, presentando al fin como medio y al medio como fin. Ilusión óptica de su
conciencia que no dejaría de ser un misterio, aunque fuese un misterio psicológico, teórico.
El misterio se resuelve de un modo sencillo.
La emancipación política es, al mismo tiempo, la disolución de la vieja sociedad, sobre la
que descansa el Estado que se ha enajenado al pueblo, el poder señorial. La revolución política
es la revolución de la sociedad civil. ¿Cuál era el carácter de la vieja sociedad? Una palabra la
caracteriza. El feudalismo. La vieja sociedad civil tenía directamente un carácter político, es decir, los
elementos de la vida burguesa, como por ejemplo la posesión, o la familia, o el tipo y el modo
148
del trabajo, se habían elevado al plano de elementos de la vida estatal, bajo la forma de la
propiedad territorial, el estamento o la corporación. Determinaban, bajo esta forma, las
relaciones entre el individuo y el conjunto del Estado, es decir, sus relaciones políticas o, lo que es
lo mismo, sus relaciones de separación y exclusión de las otras partes integrantes de la
sociedad. En efecto, aquella organización de la vida del pueblo no elevaba la posesión o el
trabajo al plano de elementos sociales, sino que, por el contrario, llevaba a término su separación
del conjunto del Estado y los constituía en sociedades especiales dentro de la sociedad. No
obstante, las funciones y condiciones de vida de la sociedad civil seguían siendo políticas,
aunque políticas en el sentido del feudalismo; es decir, excluían al individuo del conjunto del
Estado, y convertían la relación especial de su corporación con el conjunto del Estado en su
propia relación general con la vida del pueblo, del mismo modo que convertían sus
determinadas actividad y situación burguesas en su actividad y situación generales. Y, como
consecuencia de esta organización, se revela necesariamente la unidad del Estado en cuanto la
conciencia, la voluntad y la actividad de la unidad del Estado, y el poder general del Estado
también como incumbencia especial de un señor disociado del pueblo, y de sus servidores.
La revolución política, que derrocó este poder señorial y elevó los asuntos del Estado a
asuntos del pueblo y que constituyó el Estado político como incumbencia general, es decir,
como Estado real, destruyó necesariamente todos los estamentos, corporaciones, gremios y
privilegios, que eran otras tantas expresiones de la separación entre el pueblo y su comunidad.
La revolución política suprimió, con ello, el carácter político de la sociedad civil. Rompió la sociedad
civil en sus partes integrantes más simples, de una parte los individuos y de otra parte los
elementos materiales y espirituales, que forman el contenido, de vida, la situación civil de estos
individuos. Soltó de sus ataduras el espíritu político, que se hallaba como escindido, dividido y
estancado en los diversos callejones de la sociedad feudal; lo aglutinó sacándolo de esta
dispersión, lo liberó de su confusión con la vida civil y lo constituyó, como la esfera de la
comunidad, de la incumbencia general del pueblo, en la independencia ideal con respecto a
aquellos elementos especiales de la vida civil. La determinada actividad de vida y la situación de
vida determinada descendieron hasta una significación puramente individual. Dejaron de
representar la relación general entre el individuo y el conjunto del Estado. Lejos de ello, la
incumbencia pública como tal se convirtió ahora en incumbencia general de todo individuo, y
la función política en su función general.
Sin embargo, la coronación del idealismo del Estado era, al mismo tiempo, la
coronación del materialismo de la sociedad civil. Al sacudirse el yugo político se sacudieron, al
mismo tiempo, las ataduras que apresaban el espíritu egoísta de la sociedad civil. La
emancipación política fue, a la par, la emancipación de la sociedad civil con respecto a la
política, su emancipación hasta de la misma apariencia de un contenido general.
La sociedad feudal se hallaba disuelta en su fundamento, en el hombre. Pero en el hombre tal
y como realmente era su fundamento, en el hombre egoísta. Este hombre, el miembro de la
sociedad burguesa, es ahora la base, la premisa del Estado político. Y como tal es reconocido
por él en los derechos humanos.
La libertad del egoísta y el reconocimiento de esta libertad son más bien el
reconocimiento del movimiento desenfrenado de los elementos espirituales y materiales, que
forman su contenido de vida.
149
Por tanto, el hombre no se vio liberado de la religión, sino que obtuvo la libertad
religiosa. No se vio liberado de la propiedad. Obtuvo la libertad de la propiedad. No se vio
liberado del egoísmo de la industria, sino que obtuvo la libertad industrial.
La constitución del Estado político y la disolución de la sociedad burguesa en los individuos
independientes- cuya relación es el derecho, mientras que la relación entre los hombres de los
estamentos y los gremios era el privilegio - se lleva a cabo en uno y el mismo acto. Ahora bien,
el hombre, en cuanto miembro de la sociedad civil, el hombre no político, aparece
necesariamente como el hombre natural. Los droits de l'homme aparecen cómo droits naturels, pues
la actividad consciente de sí misma se concentra en el acto político. El hombre egoísta es el resultado
pasivo, simplemente encontrado, de la sociedad disuelta, objeto de la certeza inmediata y, por tanto,
objeto natural. La revolución política disuelve la vida burguesa en sus partes integrantes, sin
revolucionar estas partes mismas ni someterlas a crítica. Se comporta hacia la sociedad burguesa,
hacia el mundo de las necesidades, del trabajo, de los intereses particulares, del derecho
privado, como hacia la base de su existencia, como hacia una premisa que ya no es posible seguir
razonando y, por tanto, como ante su base natural. Finalmente, el hombre, en cuanto miembro
de la sociedad burguesa, es considerado como el verdadero hombre, como el homme a diferencia
del citoyen, por ser el hombre en su inmediata existencia sensible e individual, mientras que el
hombre político sólo es el hombre abstracto, artificial, el hombre como una persona alegórica,
moral. El hombre real sólo es reconocido bajo la forma del individuo egoísta; el verdadero hombre
sólo bajo la forma del citoyen abstracto.
Rousseau describe, pues, certeramente la abstracción del hombre político, cuando dice:
"Celui qui ose entreprendre d'instituer un peuple doit se sentir en état de changer pour ainsi
dire la nature humaine, de transformer chaque individu, qui par lui-meme est un tout parfait et
solitaire, en partie d'un plus grand tout dont cet individu recoive en quelque sorte sa vie et son
être, de substituer une existence partielle et morale á l'existence physique et indépendante. Il faut
qu'il ôte á l'homme ses forces propres pour lui en donner qui lui soient étrangéres et dont il ne
puisse faire usage sans le secours d'autri." (24) ("Contrat social" lib. II, Londres, 1782, pág.
67.)
Toda emancipación es la reducción del mundo humano, de las relaciones, al hombre
mismo.
La emancipación política es la reducción del hombre, de una parte, a miembro de la
sociedad burguesa, al individuo egoísta independiente, y, de otra parte, al ciudadano del Estado, a la
persona moral.
Sólo cuando el hombre individual real recobra en sí al ciudadano abstracto y se
convierte, como hombre individual, en ser genérico, en su trabajo individual y en sus relaciones
individuales; sólo cuando el hombre ha reconocido y organizado sus "forces propres" (25)
como fuerzas sociales y cuando, por tanto, no desglosa ya de sí la fuerza social bajo la forma de
fuerza política, sólo entonces se lleva a cabo la emancipación humana.
II
150
Capacidad
de
los
actuales
judíos
y
cristianos
[ Die fähigkeit der heutigen Juden und Christen, frei zu werden]
para
ser
libres
Por Bruno Bauer. (Veintiún pliegos, págs. 56-71.)
Bajo esta forma trata Bauer la actitud de la religión judía y la cristiana, como su actitud ante la
crítica. Su actitud ante la crítica es su comportamiento hacia "la capacidad para ser libres".
De donde se desprende: "El cristiano sólo necesita remontarse sobre una fase, a saber,
su religión, para superar la religión en general", es decir, para llegar a ser libre; "el judío, por el
contrario, tiene que romper, no sólo con su esencia judaica, sino también con el desarrollo,
con el acabamiento de su religión, con un desarrollo que permanece extraño a él". (Pág. 71.)
Como vemos, Bauer convierte aquí el problema de la emancipación de los judíos en
una cuestión puramente religiosa. El escrúpulo teológico de quién tiene mejores perspectivas
de alcanzar la bienaventuranza, si el judío o el cristiano, se repite ahora bajo una forma más
esclarecida: ¿cuál de los dos es más capaz de llegar a emanciparse? La pregunta ya no es,
ciertamente: ¿hace el judaísmo o el cristianismo libre al hombre?, sino más bien la contraria:
¿qué es lo que hace más libre al hombre, la negación del judaísmo o la negación del
cristianismo?
"Si quieren llegar a ser libres, los judíos no deben abrazar el cristianismo, sino la
disolución del cristianismo y de la religión en general, es decir, la ilustración, la crítica y su
resultado, la libre humanidad." (Pág. 70.)
Sigue tratándose, para el judío, de una profesión de fe, que no es ya, ahora, la del
cristianismo, sino la de la disolución del cristianismo.
Bauer pide a los judíos que rompan con la esencia de la religión cristiana, exigencia
que, como él mismo dice, no brota del desarrollo de la esencia judía.
Después que Bauer, al final de la "Cuestión judía", había concebido el judaísmo
simplemente como la tosca crítica religiosa del cristianismo, concediéndole, por tanto,
"solamente" una significación religiosa, era de prever que también la emancipación de los
judíos se convertiría, para él, en un acto filosófico, teológico.
Bauer concibe la esencia abstracta ideal del judío, su religión, como toda su esencia. De
aquí que concluya, con razón: "El judío no aporta nada a la humanidad cuando desprecia de
por si su ley limitada", cuando supera todo su judaísmo (pág. 65).
La actitud de los judíos y los cristianos es, por tanto, la siguiente: el único interés del
cristiano en la emancipación del judío es un interés general humano, un interés teórico. El
judaísmo es un hecho injurioso para la mirada religiosa del cristiano. Tan pronto como su
mirada deja de ser religiosa, deja de ser injurioso este hecho. La emancipación del judío no es,
de por sí, una tarea para el cristiano.
Por el contrario, el judío, para liberarse, no sólo tiene que llevar a cabo su propia
tarea, sino además y al mismo tiempo la tarea del cristiano, la Crítica de los Sinópticos y la
Vida de Jesús, etc.
"Ellos mismos deben abrir los ojos: su destino está en sus propias manos; pero la
historia no deja que nadie se burle de ella." (Pág. 71.)
151
Nosotros intentamos romper la formulación teológica del problema. El problema
de la capacidad del judío para emanciparse se convierte, para nosotros, en el problema de cuál
es el elemento social especifico que hay que vencer para superar el judaísmo. La capacidad de
emancipación del judío actual es la actitud del judaísmo ante la emancipación del mundo de
hoy. Actitud que se desprende necesariamente de la posición especial que ocupa el judaísmo
en el mundo esclavizado de nuestros días.
Fijémonos en el judío real que anda por el mundo; no en el judío sabático, como hace
Bauer, sino en el judío cotidiano.
No busquemos el misterio del judío en su religión, sino busquemos el misterio de la
religión en el judío real.
¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta.
¿Cuál es el culto secular practicado por el judío? La usura. ¿Cuál su dios secular? El dinero.
Pues bien, la emancipación de la usura y del dinero, es decir, del judaísmo práctico, real, sería
la autoemancipación de nuestra época.
Una organización de la sociedad que acabase con las premisas de la usura y, por
tanto, con la posibilidad de ésta, haría imposible el judío. Su conciencia religiosa se despejaría
como un vapor turbio que flotara en la atmósfera real de la sociedad. Y, de otra parte, cuando
el judío reconoce como nula esta su esencia práctica y labora por su anulación, labora, al
amparo de su desarrollo anterior, por la emancipación humana pura y simple y se manifiesta en
contra de la expresión práctica suprema de la autoenajenación humana.
Nosotros reconocemos, pues, en el judaísmo un elemento antisocial presente de carácter general,
que el desarrollo histórico en que los judíos colaboran celosamente en este aspecto malo se ha
encargado de exaltar hasta su apogeo actual, llegado al cual tiene que llegar a disolverse
necesariamente.
La emancipación de los judíos es, en última instancia, la emancipación de la humanidad
del judaísmo.
El judío se ha emancipado ya, a la manera judía. "El judío que en Viena, por
ejemplo, sólo es tolerado, determina con su poder monetario la suerte de todo el imperio." Un
judío que tal vez carece de derechos en el más pequeño de los Estados alemanes, decide de la
suerte de Europa.
"Mientras que las corporaciones y los gremios cierran sus puertas al judío o no se
inclinan todavía lo suficiente a él, la intrepidez de la industria se ríe de la tozudez de las
instituciones medievales." (B. Bauer, "Judenfrage", pág. 114.)
No es éste un hecho aislado. El judío se ha emancipado a la manera judaica, no sólo
al apropiarse del poder del dinero, sino por cuanto que el dinero se ha convertido, a través de él
y sin él, en una potencia uníversal, y el espíritu práctico de los judíos en el espíritu práctico de
los pueblos cristianos. Los judíos se han emancipado en la medida en que los cristianos se han
hecho judíos.
El devoto habitante de Nueva Inglaterra, políticamente libre, informa por ejemplo el
coronel Hamilton, "es una especie de Laocoonte, que no hace ni el menor esfuerzo para librarse
de las serpientes que lo atenazan. Su ídolo es Mammón, al que no adora solamente con sus
labios, sino con todas las fuerzas de su cuerpo y de su espíritu. La tierra no es, a sus ojos, más
152
que una inmensa bolsa, y estas gentes están convencidas de que no tienen, en este mundo, otra
misión que el llegar a ser más ricas que sus vecinos. La usura se ha apoderado de todos sus
pensamientos, y su única diversión es ver cómo cambian los objetos sobre los que se ejerce.
Cuando viajan, llevan a la espalda de un lado para otro, por decirlo así, su tienda o su
escritorio y sólo hablan de intereses y beneficios. Y cuando apartan la mirada por un momento
de sus negocios, lo hacen para olfatear los de otros".
Más aún, el señorío práctico del judaísmo sobre el mundo cristiano ha alcanzado en
Norteamérica la expresión inequívoca y normal de que la predicación del evangelio mismo, de que
la enseñanza de la doctrina cristiana, se ha convertido en un artículo comercial, y el mercader
quebrado que comerciaba con el evangelio se dedica a sus negocitos, como el evangelista
enriquecido: " Tel que vous voyez á la tête d'une congrégation respectable a commencé par être marchand; son
commerce êtant tombé, it s'est fait ministre; cet autre a débuté par le sacerdoce, mais dés qu'¡l a eu quelque
somme d'argent á sa disposition, il a laissé la chaire pour le négoce. Aux yeux d'un grand nombre, le ministére
religieux est une véritable carriére industrielle."(26) (Beaumont, 1. c., págs. ~85, 186.)
Según Bauer, constituye un estado mentiroso el hecho de que, en teoría, se le
nieguen al judío los derechos políticos, mientras que, en la práctica, posee un inmenso poder y
ejerce una influencia política al por mayor, aunque le sea menoscabada al detall ("Judenfrage",
pág. 114).
La contradicción existente entre el poder político práctico del judío y sus derechos
políticos, es la contradicción entre la política y el poder del dinero, en general. Mientras que la
primera predomina idealmente sobre la segunda, en la práctica se convierte en sierva suya.
El judaísmo se ha mantenido al lado del cristianismo, no sólo como la crítica religiosa
de éste, no sólo como la duda incorporada en el origen religioso del cristianismo, sino también
porque el espíritu práctico judío, porque el judaísmo, se ha mantenido en la misma sociedad
cristiana y ha cobrado en ella, incluso, su máximo desarrollo. El judío, que aparece en la
sociedad burguesa como un miembro especial, no es sino la manifestación específica del
judaísmo de la sociedad burguesa.
El judaísmo no se ha conservado a pesar de la historia, sino por medio de la
historia.
La sociedad burguesa engendra constantemente al judío en su propia entraña.
¿Cuál era, de por sí, el fundamento de la religión judía? La necesidad práctica, el egoísmo.
El monoteísmo del judío es, por tanto, en realidad, el politeísmo de las muchas necesidades,
un politeísmo que convierte incluso el retrete en objeto de la ley divina. La necesidad práctica, el
egoísmo, es el principio de la sociedad burguesa y se manifiesta como tal en toda su pureza tan
pronto como la sociedad burguesa alumbra totalmente de su seno el Estado político. El Dios
de
la
necesidad
práctica
y
del
egoísmo
es
el
dinero.
El dinero es el celoso Dios de Israel, ante el que no puede legítimamente prevalecer ningún
otro Dios. El dinero humilla a todos los dioses del hombre y los convierte en una mercancía.
El dinero es el valor general de todas las cosas, constituido en sí mismo. Ha despojado, por
tanto, de su valor peculiar al mundo entero, tanto al mundo de los hombres como a la
naturaleza. El dinero es la esencia del trabajo y de la existencia del hombre, enajenada de éste,
y
esta
esencia
extraña
lo
domina
y
es
adorada
por
él.
El Dios de los judíos se ha secularizado, se ha convertido en Dios universal. La letra de
153
cambio es el Dios real del judío. Su Dios es solamente la letra de cambio ilusoria.
La concepción que se tiene de la naturaleza bajo el imperio de la propiedad y el dinero es el
desprecio real, la degradación práctica de la naturaleza, que en la religión judía existe,
ciertamente, pero sólo en la imaginación.
En este sentido, declara Thomas Münzer que es intolerable "que se haya convertido en
propiedad a todas las criaturas, a los peces en el agua, a los pájaros en el aire y a las plantas en
la tierra, pues también la criatura debe ser libre".
Lo que de un modo abstracto se halla implícito en la religión judía, el desprecio de la
teoría, del arte, de la historia y del hombre como fin en sí, es el punto de vista consciente real, la
virtud del hombre de dinero. Los mismos nexos de la especie, las relaciones entre hombre y
mujer, etc., se convierten en objeto de comercio, la mujer es negociada.
La quimérica nacionalidad del judío es la nacionalidad del mercader, del hombre de
dinero en general.
La ley insondable y carente de fundamento del judío no es sino la caricatura religiosa
de la moralidad y el derecho en general, carentes de fundamento e insondables, de los ritos
puramente formales de que se rodea el mundo del egoísmo.
También aquí vemos que la suprema actitud del hombre es la actitud legal, la actitud
ante leyes que no rigen para él porque sean las leyes de su propia voluntad y de su propia
esencia, sino porque imperan y porque su infracción es vengada.
El jesuítismo judaico, ese mismo jesuitismo que Bauer pone de relieve en el Talmud, es
la actitud del mundo del egoísmo ante las leyes que lo dominan y cuya astuta elusión
constituye el arte fundamental de este mundo.
Más aún, el movimiento de este mundo dentro de sus leyes es, necesariamente, la
abolición constante de la ley.
El judaísmo no pudo seguirse desarrollando como religión, no pudo seguirse
desarrollando teóricamente, porque la concepción del mundo de la necesidad práctica es, por
su naturaleza, limitada y se reduce a unos cuantos rasgos.
La religión de la necesidad práctica no podía, por su propia escencia, encontrar su
coronación en la teoría, sino solamente en la práctica, precisamente porque la práctica es su
verdad.
El judaísmo no podía crear un mundo nuevo; sólo podía atraer las nuevas
creaciones y las nuevas relaciones del mundo a la órbita de su industriosidad, porque la
necesidad práctica, cuya inteligencia es el egoísmo, se comporta pasivamente y no se amplía a
voluntad, sino que se encuentra ampliada con el sucesivo desarrollo de los estados de cosas
sociales.
El judaísmo llega a su apogeo con la coronación de la sociedad burguesa; pero la
sociedad burguesa sólo se corona en el mundo cristiano. Sólo bajo la égida del cristianismo, que
convierte en relaciones puramente externas para el hombre todas las relaciones nacionales,
naturales, morales y teóricas, podía la sociedad civil llegar a separarse totalmente de la vida del
Estado, desgarrar todos los vínculos genéricos del hombre, suplantar estos vínculos genéricos
por el egoísmo, por la necesidad egoísta, disolver el mundo de los hombres en un mundo de
individuos que se enfrentan los unos a los otros atomística, hostilmente.
154
El cristianismo ha brotado del judaísmo. Y ha vuelto a disolverse en él. El cristiano
fue desde el primer momento el judío teorizante; el judío es, por tanto, el cristiano práctico, y
el cristiano práctico se ha vuelto de nuevo judío.
El cristianismo sólo en apariencia había llegado a superar el judaísmo real. Era
demasiado noble, demasiado espiritualista, para eliminar la rudeza de las necesidades prácticas
más que elevándolas al reino de las nubes.
El cristianismo es el pensamiento sublime del judaísmo, el judaísmo la aplicación
práctica vulgar del cristianismo, pero esta aplicación sólo podía llegar a ser general una vez que
el cristianismo, como la religión ya terminada, llevase a términos teóricamente la autoenajenación
del hombre de sí mismo y de la naturaleza.
Sólo entonces pudo el judaísmo imponer su imperio general y enajenar al hombre
enajenado y a la naturaleza enajenada, convertirlos en cosas venales, en objetos entregados a la
servidumbre de la necesidad egoísta, al tráfico y la usura.
La venta es la práctica de la enajenación. Así como el hombre, mientras permanece
sujeto a las ataduras religiosas, sólo sabe objetivar su esencia convirtiéndola en un ser
fantástico ajeno a él, así también sólo puede comportarse prácticamente bajo el imperio de la
necesidad egoísta, sólo puede producir prácticamente objetos, poniendo sus productos y su
actividad bajo el imperio de un ser ajeno y confiriéndoles la significación de una esencia ajena,
del dinero.
El egoísmo cristiano de la bienaventuranza se trueca necesariamente, en su práctica
ya acabada, en el egoísmo corpóreo del judío, la necesidad celestial en la terrenal, el
subjetivismo en la utilidad propia. Nosotros no explicamos la tenacidad del judío partiendo de
su religión, sino más bien arrancando del fundamento humano de su religión, de la necesidad
práctica, del egoísmo.
Por realizarse y haberse realizado de un modo general en la sociedad burguesa la
esencia real del judío, es por lo que la sociedad burguesa no ha podido convencer al judío de la
irrealidad de su esencia religiosa, que no es, cabalmente, sino la concepción ideal de la necesidad
práctica. No es, por tanto, en el Pentateuco o en el Talmud, sino en la sociedad actual, donde
encontramos la esencia del judío de hoy, no como un ser abstracto, sino como un ser
altamente empírico, no sólo como la limitación del judío, sino como la limitación judaica de la
sociedad.
Tan pronto logre la sociedad acabar con la esencia empírica del judaísmo, con la
usura y con sus premisas, será imposible el judío, porque su conciencia carecerá ya de objeto,
porque la base subjetiva del judaísmo, la necesidad práctica, se habrá humanizado, porque se
habrá superado el conflicto entre ¡a existencia individual-sensible y la existencia genérica del
hombre.
La emancipación social del judío es la emancipación de la sociedad del judaísmo.
Notas:
(1) En los Estados Unidos no existe religión del Estado, ni religión declarada como de la mayoría, ni preeminencia de un culto
sobre otro. El Estado es ajeno a todos los cultos. [N. del E.]
(2) La constitución no impone las creencias religiosas ni la práctica de un culto como condición de privilegios políticos. [N. del
E.]
155
(3) En los Estados Unidos no se cree que un hombre sin religión pueda ser un hombre honesto. [N. del E.]
(4) Guerra de todos contra todos.[N. del E.]
(5) Derechos del hombre.[N. del E.]
(6) Derechos del ciudadano.[N. del E.]
(7) Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. [N. del E.]
(8) No debe perseguirse a nadie por sus opiniones, incluso las religiosas.[N. del E.]
(9) A todos la libertad de practicar el culto religioso a que se halle adscrito.[N. del E.]
(10) El libre ejercicio de los cultos.[N. del E.]
(11) La necesidad de enunciar estos derechos presupone o la presencia o el recuerdo reciente del despotismo.[N. del E.]
(12) Constitución de Pensilvania, art. 9, & 3: Todos los hombres han recibido de la naturaleza el derecho imprescriptible de adorar al
Todopoderoso con arreglo a las inspiraciones de su conciencia, y nadie puede, legalmente ser obligado a practicar, instituir o sostener en
contra de su voluntad ningún culto o ministerio religioso. Ninguna autoridad humana puede, en ningún caso, intervenir en materias de
conciencia ni fiscalizar las potencias del alma.[N. del E.]
(13) Constitución de New-Hampshire, arts. 5 y 6: Entre los derechos naturales, algunos son inalienables por naturaleza, ya que no
pueden ser sustituidos por otros. Y entre ellos figuran los derechos de conciencia.[N. del E.]
(14) Estos derechos, etc. ( los derechos naturales e imprescriptibles) son: la igualdad. la libertad, la seguridad y la propiedad.[N. del E.]
(15) La libertad es el poder del propio hombre de hacer todo lo que no lesione los derechos de otro.[N. del E.]
(16) La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro.[N. del E.]
(17) El derecho de propiedad es el derecho de todo ciudadano a gozar y disponer a su antojo de sus bienes, de sus rentas, de los
frutos de su trabajo y de su industria.[N. del E.]
(18) La igualdad consiste en que la aplicación de la misma ley a todos, tanto cuando protege como cuando castiga.[N. del E.]
(19) La seguridad consiste en la protección conferida por la sociedad a cada uno de sus miembros para la conservación de su
persona, de sus derechos y de sus propiedades.[N. del E.]
(20) El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre.[N. del E.]
(21) El gobierno ha sido instituido para garantizar al hombre el disfrute de sus derechos naturales e imprescriptibles.[N. del E.]
(22) Libertad indefinida de la prensa.[N. del E.]
(23) La libertad de prensa no debe permitirse cuando compromete la libertad política.[N. del E.]
(24) Quien ose acometer la empresa de instituir un pueblo debe sentirse capaz de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana, de
transformar a cada individuo, que es por sí mismo un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor del que este individuo reciba, hasta
cierto punto, su vida y su ser, de sustituir la existencia física e independiente por una existencia parcial y moral. Debe despojar al hombre de sus
fuerzas propias, para entregarle otras que le sean extrañas y de las que sólo pueda hacer uso con la ayuda de otros.[N. del E.]
(25) Fuerzas propias.[N. del E.]
(26) Ese que veis a la cabeza de una respetable corporación empezó siendo comerciante; como su comercio quebró, se hizo
sacerdote; este otro comenzó por el sacerdocio, pero en cuanto dispuso de cierta cantidad de dinero, dejó el púlpito por los negocios. A los
ojos de muchos, el ministerio religioso es una verdadera carrera industrial.[N. del E.]
156
Paul Ricoeur. Nacido en Valence, Francia, (1913-2005), fue profesor de Historia de la Filosofía en la
Universidad de Estrasburgo (1948-1957) y profesor de Filosofía en la Universidad de la Sorbona (1957-1967),
enseñando después en la Universidad de París-Nanterre hasta 1987. En 1970 pasó a formar parte del
Departamento de Teología de la Universidad de Chicago. Fue también profesor invitado en las universidades de
Yale, Montreal y Lovaina, entre otras.
La educación filosófica de Ricoeur está vinculada desde muy temprano a los nombres de Husserl,
Heidegger, Jaspers y Marcel. En 1939 fue hecho prisionero y pasó la guerra en diferentes campos de
concentración. Este acontecimiento marcará su vida y su obra con una obsesiva interrogación sobre el problema
del mal, la falta y el sufrimiento. Su compromiso religioso y su formación intelectual caminaron siempre juntos,
pero dentro de una estricta división del trabajo: la exégesis bíblica, por un lado, y el quehacer filosófico, por otro.
Autor de una vasta y polifacética obra, su contribución a la elaboración y desarrollo de la teoría hermenéutica le
convierte en responsable, junto con Hans-Georg Gadamer, de lo que se conoce como «el giro interpretativo de la
filosofía». Entre sus numerosos títulos traducidos al castellano cabe destacar Tiempo y narración (1987), Sí mismo
como otro (1996), La metáfora viva (2001), La memoria, la historia, el olvido (2003), Finitud y culpabilidad (2004) y Caminos
del reconocimiento (2005)
Ricoeur, Paul. Ideología y Utopía. Gedisa, Barcelona, 1989. Capitulo Introductorio.
Conferencia introductoria
En estas conferencias examino los conceptos de ideología y utopía. Me propongo
situar estos dos fenómenos, generalmente tratados por separado, dentro de un solo marco
conceptual. La hipótesis de trabajo es la de que la conjunción de estas dos funciones opuestas
o complementarias tipifica lo que podría llamarse la imaginación social y cultural.1 De esta
manera la mayor parte de las dificultades y ambigüedades que se encuentran en el campo de
una filosofía de la imaginación, que estoy estudiando ahora en una serie diferente de
conferencias2 aparecerán aquí pero dentro de un determinado marco. A mi vez creo (o por lo
menos ésa es mi hipótesis) que la dialéctica entre ideología y utopía puede arrojar alguna luz
sobre la no resuelta cuestión general de la imaginación como problema filosófico.
La indagación de la ideología y de la utopía revela desde el comienzo dos rasgos que
comparten ambos fenómenos. En primer lugar, los dos son en alto grado ambiguos. Cada uno
de ellos tiene un aspecto positivo y uno negativo, un papel constructivo y uno destructivo, una
dimensión constitutiva y una dimensión patológica. Un segundo rasgo común es el de que, de
1
Por razones de estilo, la terminología de Ricoeur en todas estas conferencias se refiere generalmente, ya a la
imaginación social, ya a la imaginación cultural, pero no a ambas al mismo tiempo. Este aspecto estilístico no debería
oscurecer el hecho de que la forma de imaginación que le interesa a Ricoeur en estas conferencias es decididamente
social y cultural. Lo social, dice Ricoeur: "tiene más que ver con los papeles que nos son asignados en las instituciones,
en tanto que lo cultural implica la producción de obras de la vida intelectual. Lo social parece surgir de la diferencia que
existe en varias lenguas —y ciertamente en francés— entre lo social y lo político. Lo político se concentra en la
institución de lo constitucional, en el hecho de compartir el poder, etc., en tanto que lo social comprende los diferentes
papeles que nos asignan instituciones varias. Lo cultural, por otra parte, tiene más que ver con el medio del lenguaje y la
creación de ideas." (Conversación con el compilador.)
2 Estas conferencias comprendían otro curso que Ricoeur dictó en el trimestre de otoño de 1975 en la Universidad de
Chicago. El curso se denominaba "La imaginación como problema filosófico".
157
los dos aspectos de cada fenómeno, el patológico aparece antes que el constitutivo, lo cual
exige que procedamos a trabajar partiendo de la superficie para investigar la profundidad. La
ideología designa inicialmente ciertos procesos de deformación, de disimulo, en virtud de los
cuales un individuo o un grupo expresa sé situación aunque sin saberlo o sin reconocerlo. Una
ideología parece expresar por ejemplo, la situación de clase de un individuo sin que éste tenga
conciencia de ello. Por lo tanto, el proceso de disimulo no sólo expresa sino que también
refuerza esta perspectiva de clase. En cuanto al concepto de utopía, también éste tiene una
connotación despectiva. Se lo considera como una especie de sueño social que no tiene en
cuenta los primeros pasos reales y necesarios para seguir un movimiento en la dirección de
una nueva sociedad. A menudo una visión utópica se considera como una especie de actitud
esquizofrénica frente a la sociedad, como una manera de escapar a la lógica de la acción
mediante una construcción realizada fuera de la historia y también como una forma de
protección contra todo tipo de verificación por parte de la acción concreta.
Mi hipótesis sostiene que hay un aspecto positivo y un aspecto negativo en la ideología
y en la utopía y que la polaridad entre estos dos aspectos de cada término puede esclarecerse
explorando una análoga polaridad entre los dos términos. Creo que esta polaridad entre
ideología y utopía y la polaridad que hay en el seno de cada una de ellas pueden atribuirse a
ciertos rasgos estructurales de lo que he llamado imaginación cultural. Estas dos polaridades
abarcan lo que para mí son las principales tensiones en nuestro estudio de la ideología y de la
utopía.
La polaridad entre ideología y utopía no se ha tenido en cuenta como tema de
investigación desde el famoso libro de Karl Mannheim Ideplogy and Utopia. Ese libro, en el que
he de apoyarme intensamente, se publicó en el año 1929. Creo que Mannheim es el único
autor, por lo menos hasta muy recientemente, que trató de situar la ideología y la utopía
dentro de un marco común y que lo hizo al considerar ambos fenómenos como actitudes de
desvío respecto de la realidad. Ideología y utopía divergen dentro de este aspecto común de
incongruencia, de discrepancia, con la actualidad.
Desde la época de Mannheim, la atención prestada a estos fenómenos se concentró
principalmente en la ideología o en la utopía, pero no en ambos juntos. Por un lado tenemos
una crítica de la ideología, principalmente en los sociólogos marxistas y posmarxistas. Estoy
pensando particularmente en la Escuela de Frankfuk, representada por Habeirnas, Karl Otto
Apel y otros. En contraste con esta crítica sociológica de la ideología encontramos una historia
y una sociología de la utopía. Y la atención prestada en este último campo a la utopía casi no
tiene relación con la atención anterior que el primer campo prestó a la ideología. Sin embargo
la separación entre estos dos campos puede estar cambiando; por lo menos se registra
renovado interés en sus conexiones.
Con todo, as comprensible la dificultad de relacionar ideología y utopía porque se las
presenta de maneras muy diferentes. La ideología es siempre un concepto polémico. Lo
ideológico nunca es la posición de uno mismo; es siempre la postura de algún otro, de los
demás, es siempre la ideología de ellos. Cuando a veces se la caracteriza con demasiado poco
rigor, hasta se dice que la ideología es culpa de los demás. De manera que la gente nunca dice
que es ideológica ella misma; el término siempre está dirigido contra los demás. Por otro lado,
las utopías son propiciadas por sus propios autores y hasta constituyen un género literario
158
específico. Hay libros que se llaman utopías y que tienen una condición literaria distintiva. De
suerte que, la presencia lingüística de ideología y utopía no es de modo alguno la misma. Las
utopías son asumidas por sus autores, en tanto que las ideologías son negadas por los suyos.
Está es la razón por la cual a primera vista resulta tan difícil colocar juntos los dos fenómenos.
Debemos ahondar bajo sus expresiones literarias o semánticas para descubrir sus respectivas
funciones1 y luego establecer una correlación en este plano.
En la atención que presto a este plano de correlación profundo y funcional, lomo
como punto de partida de mi indagación el concepto de incongruencia de Karl Mannheimi
Tomo como punto de partida este concepto porque la posibilidad de incongruencia, de
discrepancia, presupone ya de muchas maneras que los individuos así como las entidades
colectivas están relacionados con sus propias vidas y con la realidad social, no sólo según el
modo de una participación sin distancia alguna, sino precisamente según el modo de la
incongruencia. Todas las figuras de incongruencia deben ser parte de nuestra pertenencia a la
sociedad. Creo que esto es cierto hasta el punto de que la imaginación social es parte constitutiva
de la realidad social. De manera que el supuesto consiste aquí precisamente en que una
imaginación social, una imaginación cultural opera de manera constructiva y de manera
destructiva como confirmación y como rechazo de la situación presente. Por lo tanto, podría
ser una fructífera hipótesis la de que la polaridad de ideología y utopía tiene que ver con las
diferentes Figuras de la incongruencia típicas de la imaginación social. Y tal vez el aspecto
positivo de la una y el aspecto positivo de la otra estén en la misma relación de
complementariedad en que están el aspecto negativo y patológico de una con el aspecto
negativo y patológico de la otra.
Pero antes de decir algo más sobre esta complementariedad que constituye el
horizonte de mi indagación quiero presentar brevemente por separado los dos fenómenos.
Partiré del polo de la ideología y luego consideraré el segundo polo, el polo opuesto, el polo de
la utopía.
En nuestra tradición occidental la concepción predominante de ideología procede de
los escritos de Marx o, más precisamente, de los escritos del joven Marx: la Crítica de la
"Filosofía del derecho" de Hegel, los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 y La ideología alemana.
En el título y en el contenido de este último libro, el concepto de ideología pasa al primer
plano.
Mencionaré sólo de paso una acepción anterior y más positiva de la palabra
"ideología", puesto que dicha acepción ha desaparecido del escenario filosófico. Este sentido
del término derivaba de una escuela de pensamiento de la filosofía francesa del siglo XVIII, de
unos hombres que se llamaban ellos mismos idéologues, abogados de una teoría de las ideas. La
suya era una especie de filosofía semántica que declaraba que la filosofía tiene que ver no con
las cosas, no con la realidad, sino con las ideas. SÍ esta escuela de pensamiento conserva aún
algún interés, ello se debe quizás al sentido despectivo de la palabra "ideología" dado
1
Como Ricoeur lo aclarará luego en esta conferencia, el término "función" tiene un sentido muy diferente del que se le da
en el funcionalismo sociológico. Lo que está en juego es precisamente aquello de que no se ocupa el funcionalismo:
cómo funcionan realmente la ideología y la utopía, cómo operan. Según lo explica Ricoeur, esto es algo completamente
diferente de la atención que el funcionalismo presta meramente a las causas, a los factores determinantes y a sus
resultantes esquemas o uniformidades.
159
precisamente a ella. Como opositores del imperio francés napoleónico, los miembros de esta
escuela fueron tratados de idéologues, Por eso, la connotación negativa del término puede
rastrearse a la época de Napoleón cuando por primera vez fue aplicado a este grupo de
filósofos. Esto tal vez nos advierte que siempre hay en nosotros algún Napoleón que designa a
los demás como idéologues. Posiblemente haya siempre alguna pretensión al poder en la
acusación de ideología; pero luego ya volveremos a considerar este punto. En cuanto a que
haya una relación entre este concepto francés de idéologie y la acepción despectiva de ideología
en los hegelianos de izquierda, el grupo del cual surgió Marx, no veo ninguna transición
directa, aunque sobre el particular otros pueden estar mejor informados que yo.
Pero volvamos a Marx. ¿Cómo se introdujo el término "ideología" en sus primeros
escritos? En las próximas conferencias volveré a ocuparme de esta cuestión apoyándome en
textos, pero por el momento permítaseme presentar una breve reseña de los diferentes usos de
esta palabra. Es interesante comprobar que el término se introdujo en los escritos de Marx
mediante una metáfora tomada de la experiencia física o fisiológica, la experiencia de la imagen
invertida que se da en una cámara oscura o en la retina. De esta metáfora de la imagen
invertida y de la experiencia física que está detrás de la metáfora obtenemos el paradigma o
modelo de la deformación como inversión. Esta imagen, el paradigma de una imagen invertida
de la realidad, es muy importante para situar nuestro primer concepto de ideología. La primera
función de la ideología es producir una imagen invertida.
Este concepto todavía formal de la ideología se completa por una descripción
específica de ciertas actividades intelectuales y espirituales consideradas como imágenes
invertidas de la realidad, como deformaciones por inversión. Como veremos, aquí Marx
depende de un modelo expuesto por Feuerbach, quien había descrito y discutido la religión
precisamente como un reflejo invertido de la realidad. En el cristianismo, decía Feuerbach,
sujeto y predicado están invertidos. Mientras en la realidad los seres humanos son sujetos que
proyectaron a lo divino sus propios atributos (sus propios predicados humanos), lo cierto es
que lo divino es percibido por los seres humanos como un sujeto del cual nosotros somos el
predicado. (Téngase en cuenta que Feuerbach expresa todo esto en categorías hegelianas.) El
paradigma típicamente feuerbachiano de la inversión supone pues un intercambio entre sujeto
y predicado, entre sujeto humano y predicado divino. Siguiendo a Feuerbach, Marx supone
que la religión es el paradigma, el primer ejemplo, el ejemplo primitivo, de ese reflejo invertido
de la realidad que lo presenta todo patas arriba. Feuerbach y Marx reaccionan oponiéndose al
modelo de Hegel que pone lo de arriba abajo; el esfuerzo de ambos tiende a volver a colocar
las cosas en su lugar. La imagen de la inversión es notable y es la imagen generadora del
concepto de ideología de Marx. Ampliando el concepto de religión tomado de Feuerbach, que
supone una inversión entre sujeto y predicado, el joven Marx extiende a toda la esfera de las
ideas este funcionamiento paradigmático.
Quizás aquí pueda recuperarse el concepto francés de idéologie dentro de un marco
poshegeliano. Cuando están separadas del proceso de la vida, del proceso del trabajo común,
las ideas tienden a manifestarse como una realidad autónoma, y esto conduce al idealismo como
ideología. Existe una continuidad semántica entre la pretensión de que las ideas constituyen una
esfera de la realidad propia y autónoma y la pretensión de que las ideas ofrecen guías o
modelos o paradigmas para explicar la experiencia. Por eso, no es solamente la religión sino
160
también la filosofía como idealismo lo que se manifiesta como el modelo de la ideología.
(Como nota aclaratoria deberíamos señalar que el cuadro del idealismo alemán presentado
aquí —es decir, la idea de que la realidad procede del pensamiento— representa una
descripción más exacta de la manera popular de entender el idealismo que del lugar mismo de
ese idealismo que es la filosofía hegeliana. La filosofía hegeliana pone de relieve el hecho de
que la racionalidad de lo real se conoce a través de su aparición en la historia, y esto es contrario a toda reconstrucción platónica de la realidad, de conformidad con modelos ideales. La
filosofía de Hegel es mucho más neoaristotélica que neoplatónica.) En todo caso, la
interpretación popular del idealismo prevalecía en la cultura de la época de Marx, de manera
que no sólo la religión sino también el idealismo, entendido como una especie de religión de la
gente laica, fueron elevados a la función de ideología.
La connotación negativa de la ideología es fundamental, porque la ideología, de
conformidad con este modelo, se manifiesta como el medio general por obra del cual se
oscurece el proceso de la vida real. Por eso insisto en que la principal oposición en el Marx de
esa época es, no una oposición entre ciencia e ideología, como ocurre posteriormente, sino
entre realidad e ideología. La alternativa conceptual (te la ideología para el joven Marx es, no la
ciencia, sino la realidad. La realidad como praxis. La gente hace cosas y luego imagina que las
hace en una especie de esfera nebulosa. Decimos pues que primero existe una realidad social
en la que la gente lucha por ganarse su sustento, etc. y que ésta es la realidad real, como praxis.
Esta realidad es representada luego en el cielo de las ideas, sólo que se la representa falsamente
como poseedora de una significación autónoma en esa esfera, como si tuviera sentido sobre la
base de cosas que pueden ser pensadas y no sólo hechas o vividas. La impugnación contra la
ideología procede pues de una especie de realismo de la vida, un realismo de la vida práctica
en el que la praxis es el concepto alternativo de la ideología. El sistema de Marx es materialista
precisamente porque insiste en que la materialidad de la praxis es anterior a la idealidad de las
ideas. En Marx, la crítica de la ideología deriva de la idea de que la filosofía invirtió la sucesión
verdadera de las cosas, invirtió el orden genético real, de manera que lo que corresponde hacer
es poner de nuevo las cosas en su orden real. La tarea es invertir una inversión.
Partiendo de este primer concepto de ideología (y aquí insisto en que esta ideología se
opone, no a la ciencia, sino a la praxis) la segunda fase d el concepto marxista aparece cuando
el marxismo se hubo desarrollado en la forma de una teoría y hasta de un sistema. Esta fase se
presenta en El capital y en los ulteriores escritos marxistas, especialmente en la obra de Engels.
Aquí el marxismo se presenta como un cuerpo de conocimiento científico. De este desarrollo
se sigue una interesante transformación del concepto de ideología. Ahora la ideología obtiene
su significación de su oposición a la ciencia, en tanto que la ciencia se identifica con el cuerpo
de conocimientos, siendo El capital su paradigma. De manera que la ideología comprende, no
sólo la religión en el sentido de Feuerbach y la filosofía del idealismo alemán tal como la veía
el joven Marx, sino que incluye todo enfoque precíentífico de la vida social. La ideología
significa todo aquello que es precientífico en nuestro propio enfoque de la realidad social.
En este punto, el concepto de ideología abarca el de utopía. Todas las utopías —y
especialmente las utopías socialistas del siglo XIX, las utopías de Saint-Simon, Fourier, Cabet,
Proudhon, etc.—son tratadas por el marasmo como ideologías. Según veremos, Engels opone
radicalmente el socialismo científico al socialismo utópico. En esta manera de considerar la
161
ideología, una utopía es, pues, ideológica a causa de su oposición a la ciencia. Le utopía es
ideológica en la medida en que no es científica, en que es precientífica y hasta anticientífica.
Otra transformación operada en este concepto marxista de ideología se produce a
causa de la significación dada a la ciencia por los marxistas tardíos y los posmarxistas. Su
concepto de ciencia puede dividirse en dos corrientes principales] La primera tiene su origen
en la Escuela de Frankfurt y supone el intento de (desarrollar la ciencia en el sentido kantiano
o fichteano de una crítica. de suerte que el estudio de la ideología está vinculado con un
proyecto de liberación. Esta conexión entre un proyecto de liberación y un enfoque científico
está enderezada contra el tratamiento de la realidad social tal corno se da en la sociología
positivista, que se limita tan sólo a describir. Aquí el concepto de una crítica de la ideología
presupone una posición tomada contra la sociología entendida cómo mera ciencia empírica.
La ciencia empírica de la sociología es pues tratada como una especie de ideología del sistema
capitalista y liberal, como una sociología puramente descriptiva que no pone en tela de juicio
sus propios supuestos. Parecería pues que poco a poco todo se hace ideológico.
Creo que lo más interesante en esta escuela alemana representada por Horkheimer,
Adorno, Habermas, etc. es el intento de vincular el proceso crítico de la Ideologiekritik con el
psicoanálisis. La Escuela de Frankfurt sostiene que el proyecto de liberación que su crítica
sociológica ofrece en el caso de la sociedad tiene paralelos con lo que realiza el psicoanálisis en
el caso del individuo. Se produce pues cierto intercambio de maree» conceptuales entre la
sociología y el psicoanálisis. Y esto es típico de la escuela alemana.
Un secundo concepto de ciencia desarrollado por el marxismo hace resaltar una
conjunción, no con el psicoanálisis que cuida del individuo, sino con el estructuralismo que
pone entre paréntesis toda referencia a la subjetividad. El tipo de marxismo estructuralista
desarrollado principalmente en Francia por Louis Althusser (a quien consideraremos luego
con cierto detalle) tiende a colocar todas las aspiraciones humanísticas del lado de la ideología.
La pretensión del sujeto de ser quien da sentido a la realidad (Sinngebung) es precisamente la
ilusión básica, afirma Althusser. Althusser combate esta pretensión del sujeto en la versión
idealista de la fenomenología, que está tipificada por las Meditaciones cartesianas de Husserl. La
compara con la crítica del capitalismo de Marx, quien no atacó a los capitalistas sino que
analizó la estructura del capital mismo. Por lo tanto, para Althusser los escritas del joven Marx
no deben considerarse; es el Marx maduro quien presenta la noción principal de ideología. El
joven Marx es todavía ideológico, puesto que defiende las aspiraciones del sujeto como
persona individual» como trabajador individual. Althusser considera el concepto de alienación
en el joven Marx como el concepto típicamente ideológico del premarxismo. De manera que
toda la obra del joven Marx es tratada como ideológica. Según Althusser, la coupure, el corte, la
línea divisoria entre k que es ideológico y lo que es científico debe trazarse dentro de la obra
misma de Marx. Así el concepto de ideología se extiende hasta el punto de abarcar unja
porción de la propia obra de Marx.
Asistimos pues al extraño resultado de esta continua extensión del concepto de
ideología. Partiendo de la religión en Feuerbach, el concepto de ideología abarca
progresivamente el idealismo alemán, la sociología precientífica, la psicología objetivista, la
sociología en sus formas positivistas y luego, todas las reclamaciones y quejas del marxismo
"emocional". Esto parece implicar que todo es ideológico, ¡aunque no es ésta exactamente la
162
doctrina pura del marxismo! Luego hablaré de algunos artículos últimos de Althusser que
representan en definitiva una especie de apología de la ideología. Puesto que muy pocas
personas viven su vida sobre la base de un sistema científico, especialmente si reducimos el
sistema científico sólo a lo que se dice en El capital, podemos afirmar que todo el mundo vive sobre la
base de una ideología. La extensión misma del concepto de ideología obra como una progresiva legitimación y
justificación del concepto.
No me propongo, como quizá ya esté anticipado, negar la legitimidad del concepto
marxista de ideología, sino que deseo relacionarlo con algunas funciones menos negativas de la
ideología. Debemos integrar el concepto de ideología entendida como deformación en un
marco que reconozca la estructura simbólica de la vida social. Si la vida social no tiene una
estructura simbólica, no hay manera de comprender cómo vivimos, cómo hacemos cosas y
proyectamos esas actividades en ideas, no hay manera de comprender cómo la realidad pueda
llegar a ser una idea ni como la vida real pueda producir ilusiones; éstos serían hechos
simplemente místicos e incomprensibles. Esta estructura simbólica puede pervertirse
precisamente a causa de intereses de clase, etc., como lo ha mostrado Marx, pero si no hubiera
una función simbólica operando ya en la clase más primitiva de acción, yo por mi parte no
podría comprender cómo la realidad produce sombras de este tipo. Por eso, busco una
función de la ideología más radical que la función de deformar, de disimular. La función
deformadora sólo comprende una pequeña superficie de la imaginación social, del mismo
modo que las alucinaciones o ilusiones constituyen solamente una parte de nuestra actividad
imaginativa en general.
Un modo de preparar esta extensión más radical consiste en considerar lo que algunos
autores de los Estados Unidos llamaron la paradoja de Mannheim. Dicha paradoja resulta de
la observación que hizo Mannheim del desarrollo del concepto marxista de ideología. La
paradoja consiste en el hecho de que el concepto de ideología no puede aplicarse a sí mismo.
En otras palabras, si todo cuanto decimos es prejuicio, si todo cuanto decimos representa
intereses que no conocemos, ¿cómo podemos elaborar una teoría de la ideología que no sea
ella misma ideológica? La reflexividad del concepto de ideología sobre sí misma produce la
paradoja.
Importante es saber que esta paradoja no constituye en modo alguno un mero juego
intelectual; el propio Mannheim vivió y sintió tal paradoja con suma agudeza. Por mi parte,
considero a Mannheim un modelo de integridad intelectual por la manera en que enfrentó este
problema. Comenzó considerando el concepto marxista de ideología y se dijo que si ese
concepto es verdadero, luego lo que yo estoy haciendo es también ideología, la ideología de la
clase intelectual o la ideología de la clase liberal, algo que desarrolla el tipo de sociología a que
ahora estoy entregado. La extensión del concepto de ideología de Marx produce por sí misma
la paradoja de la reflexividad del concepto. Paradoja según la cual la teoría se convierte en
parte de su propio referente. Ser absorbido, ser tragado por su propio referente es tal vez el
desuno del concepto de ideología.
Debemos hacer notar que esta extensión, esta generalización no tiene que ver
solamente con la historia interna del marxismo, sino que ofrece paralelos en lo que los
marxistas llaman sociología burguesa, especialmente la sociología norteamericana. Considérese
por ejemplo a Talcott Parsons en su artículo “Un enfoque de la sociología del conocimiento”
163
o en su libro El sistema social o considérese el ensayo clave de Edward Shils "Ideología y civilidad".1 Parsons y Shils propugnan una teoría del esfuerzo según la cual la función de un sistema social es corregir
desequilibrios sociopsicológicos. Según esta hipótesis, toda teoría es parte del sistema de esfuerzo que describe. De
manera que, lo mismo que en el caso de la teoría marxista, el concepto de esfuerzo, que anteriormente dominaba
la sociología norteamericana, también llega a tragarse a sus propios representantes.
Estos excesos en la teoría son precisamente lo que nutre la paradoja discernida por
Mannheim, una paradoja a la que el propio Mannheim llegó en virtud de una mera extensión
epistemológica del marxismo. Expresada en términos epistemológicos generales, la paradoja
de Mannheim puede enunciarse de la siguiente manera: ¿cuál es la condición epistemológica
del discurso sobre la ideología si todo discurso es ideológico? ¿Cómo puede este discurso
escapar a su propia exposición, a su propia descripción? Si el pensamiento sociopolítíco está
entretejido con la situación que ocupa el pensador, ¿no queda el concepto de ideología
absorbido en su propio referente? El mismo Mannheim, como luego veremos, pugnó por
llegar a un concepto no evaluativo de ideología, pero terminó en un relativismo ético y
epistemológico.2 Mannheim desea presentar la verdad sobre la ideología y sin embargo nos
deja con una difícil paradoja. Destruye el dogmatismo de la teoría al establecer las
implicaciones relativistas de ésta. Pero no logra aplicar esta relatividad autorreferencia a su
propia teoría. La aspiración de Mannheim a la verdad tocante a la ideología es ella misma relativa. Tal es la difícil paradoja que nos vemos obligados a enfrentar.
Con todo eso, una manera de abordar esta paradoja puede ser poner en tela de juicio
las premisas en que está basada. Tal vez el problema de la paradoja de Mannheim esté en la
extensión epistemológica de un marxismo fundado en el contraste entre ideología y ciencia.
Si la base del pensamiento sociopolítíco está fundada en otra parte, tal vez podamos
salimos de esta paradoja de Mannheim. Me pregunto pues si no debemos hacer a un lado el
concepto de ideología opuesto a la ciencia y volver a lo que puede ser el concepto más
primitivo de ideología, el concepto que la opone a la praxis. Esta será mi línea de análisis para
establecer que la oposición entre ideología y ciencia es secundaria en comparación con la más
importante oposición entre ideología y vida social real, entre ideología y praxis. En realidad,
deseo sostener no sólo que la última relación es anterior a la primera, sino que debe ser
reformulada la naturaleza misma de la relación ideología-praxis. En el contraste de ideología y
praxis lo más importante no es la oposición; lo más importante no es la deformación o el
disimulo de la praxis por obra de la ideología. Antes bien, lo más importante es una conexión
interna entre los dos términos.
Ya anticipé estas observaciones cuando consideré el ejemplo concreto de la
gente que vive en situaciones de conflictos de clase. ¿Cómo pueden los hombres vivir
estos conflictos —sobre el trabajo, sobre la propiedad, sobre el dinero, etc.— si no poseen
ya sistemas simbólicos que los ayuden a interpretar los conflictos? ¿No es el proceso de interpretación tan
primitivo que en realidad es constitutivo de la dimensión de la praxis? Si la realidad social no
tuviera ya una dimensión simbólica y, por lo tanto, si la ideología, en un sentido menos polémico o menos
1
En la bibliografía aparece la lista de obras. Véase también la discusión de Parsons y Shils y la discusión sobre la teoría
del esfuerzo contenida en Clifford Geertz, "Ideólogy as a Cultural System", en The Inlerpretation of Cultures, págs. 19799, 203-7.
2 Véase Geertz, The inlerpretation of Cultures, pág. 194.
164
negativamente evaluado, no fuera constitutiva de la existencia social, sino que fuera meramente deformadora y
disimuladora, el proceso de deformación no podría iniciarse. El proceso de deformación está injertado en una
función simbólica. Sólo porquela estructura de la vida social humana es ya simbólica puede deformarse. Si no
fuera simbólica desde el comienzo, no podría ser deformada. La posibilidad de deformación es una posibilidad
abierta únicamente por esta función.
¿Qué clase de función puede preceder a la deformación? Sobre esta pregunta debo
decir que me ha impresionado mucho un ensayo de Clifford Geertz, "La ideología como
sistema cultural", que aparece en su libro La interpretación de las culturas. Sólo leí este ensayo
después de haber escrito yo mismo sobre ideología,1 de manera que estoy muy interesado en
esta coincidencia de nuestro pensamiento. Geertz sostiene que los sociólogos marxistas y los
sociólogos no marxistas tienen en común el hecho de prestar atención sólo a los factores
determinantes de la ideología, es decir, a lo que causa y promueve la ideología. Pero lo que
estos sociólogos no se preguntan es cómo opera a ideología. No sé preguntan cómo funciona
la ideología, no se preguntan cómo, por ejemplo, un interés social pueda ser "expresado" en
un pensamiento, en una imagen o en una concepción de la vida. Descifrar la extraña alquimia
por la que se da la transformación de un interés en una idea es para Geertz el problema que
pasaron por alto los marxistas y los no marxistas por igual. Los explícitos comentarios de
Geertz sobre uno de estos enfoques puede ser aplicado a umbos: si bien la teoría marxista de
la lucha de clases y la concepción norteamericana de esfuerzo pueden ser convincentes como
diagnósticos, no lo son desde el punto de vista de la función (207). 2 Creo que la distinción que
hace Geertz es exacta. Esas sociologías pueden ofrecer buenos diagnósticos de la enfermedad
social. Pero la cuestión de la función, es decir, la manera en que realmente opera una
enfermedad, es en última instancia la cuestión más importante. Estas teorías fracasan, dice
Geertz, porque pasaron por alto "el proceso autónomo de la formulación simbólica" (207).
Por eso la cuestión que hay que volver a plantear es: ¿cómo una idea puede surgir de la praxis
si la praxis no tiene inmediatamente una dimensión simbólica?
Como he de tratarlo más extensamente en un próxima conferencia, el propio Geertz
intenta abordar este problema introduciendo el marco conceptual de la retórica en 1a
sociología de la cultura o, como diría la tradición alemana, en la sociología del conocimiento.
Geertz cree que lo que falta en la sociología de la cultura es una apreciación significativa de la
retórica, de las figuras, es decir, de los elementos de "estilo" —metáforas, analogías, ironías,
ambigüedades, retruécanos, paradojas, hipérboles— que obran en la sociedad tanto cono en
los textos literarios. Geertz aspira a transferir algunos de los importantes puntos de vista
logrados en el campo de la crítica literaria al campo de la sociología de la cultura. Tal vez sólo
prestando atención al proceso cultural de la formulación simbólica, podamos evitar la
caracterización despectiva de ideología considerada tan sólo como "parcialidad,
ultrasimplificación, lenguaje emotivo y adaptación a os prejuicios públicos", caracterizaciones
tomadas todas, no de los marxista, sino de los sociólogos norteamericanos.3
1
Paul Ricoeur, "Science et Idéologie", Revue Philosophique de Louvain (1974), 72:326-56; traducida ahora como
"Science and Ideology", ííermeneutics and the Human Sciences, 222-46.
2 La referencia a Geertz aquí es únicamente a la teoría del esfuerzo. Los números de páginas indicados en el resto de esta
primera conferencia se refieren a "Ideology as a Cultural System" contenido en The inlerpretation of Cultures de Geertz.
3 Geertz, ibíd., pág. 193, al citar a F. X. Sutton y otros, The American Business Creed, págs. 3-6.
165
La ceguera tanto de marxistas como de no marxistas a lo que precede a los aspectos
deformadores de la ideología es una ceguera que Geertz llama ceguera a la "acción simbólica".
Geertz toma esta expresión de Kenneth Burke,1 y, según vimos, no se debe a una casualidad el
hecho de que la expresión proceda de la critica literaria y se aplique luego a la acción social. El
concepto de acción simbólica es notable porque pone énfasis en la descripción de los procesos
sociales más mediante tropos —figuras estilísticas— que mediante rótulos. Geertz advierte
que si no dominamos la retórica del discurso público, no podemos articular el poder expresivo
y la fuerza retórica de los símbolos sociales.
Análogos puntos de vista se han expuesto en otros campos, por ejemplo, en la teoría
de los modelos (que anteriormente estudié en el marco de otra serie de conferencias).2
Básicamente todos estos enfoques tienen la misma perspectiva: no podemos enfocar la
percepción sin proyectar también una red o urdimbre dé moldes o modelos (Geertz diría de
plantillas o heliografías) en virtud de las cuales articulamos nuestra experiencia. Debemos
articular nuestra experiencia social de la misma manera en que debemos articular nuestra
experiencia perceptiva. Así como los modelos en el lenguaje científico nos permiten ver cómo
se manifiestan las cosas, nos permiten ver las cosas como esto o aquello, de la misma manera
nuestros moldes o plantillas sociales articulan nuestros papeles, articulan nuestra posición en la
sociedad como esto o aquello. Y tal vez no sea posible ir más allá de esta primitiva
estructuración. La índole misma de nuestra existencia biológica hace necesaria otra clase de
sistema de información, el sistema cultural. Como no poseemos un sistema genético de
información tocante a la conducta humana, necesitamos un sistema cultural. No existe
ninguna cultura sin semejante sistema. Sostengo pues la hipótesis de que cuando se trata de
seres humanos no es posible un modo de existencia no simbólico y aun memos un tipo no
simbólico de acción. La acción está inmediatamente regida por moldes culturales que
suministran plantillas o modelos para organizar procesos sociales y psicológicos, tal vez de la
misma manera en que los códigos genéticos —aunque no estoy seguro de esto3 — suministran
plantillas para organizar procesos orgánicos (216). Así como en nuestra experiencia natural es
necesario trazar mapas, los mapas son también necesarios en nuestra experiencia de la realidad
social.
La intención que ponemos en el funcionamiento de la ideología en su nivel simbólico y
fundamental demuestra el verdadero papel constitutivo que la ideología tiene en la existencia
social. En nuestra investigación de la naturaleza de la ideología falta dar todavía otro paso.
Hemos seguido el concepto de ideología desde Marx hasta la paradoja de Mannheim y luego
tratamos de libramos de la paradoja volviendo a considerar una función más primitiva de la
ideología. Con todo, todavía necesitamos determinar el lazo que une el concepto de ideología
marxista entendida como deformación y el concepto integrador de ideología que encontramos
en Geertz. ¿Cómo es posible que la ideología desempeñe estos dos papeles, el primitivo papel
1
Kenneth Burke, The Philosophy of Literary Form.
Estas conferencias abarcaron parte de un curso de Ricoeur dictado en cooperación con David Tracy sobre "El lenguaje
analógico" en el trimestre de primavera de 1975 en la Universidad de Chicago.
3 Ricoeur se pregunta cómo adecuados códigos genéticos obran como modelos para la organización de los procesos
orgánicos. Como se dijo unas pocas líneas antes en el texto, si no fuera por la flexibilidad de nuestra existencia biológica,
el sistema cultural sería innecesario.
2
166
de integración de una comunidad y el papel de deformación del pensamiento por obra de
intereses?
Me pregunto si el punto decisivo no será, como lo sugirió Max Weber, el empleo de la
autoridad en una comunidad dada. Podemos convenir con Geertz, por lo menos en el plano
de la hipótesis, en que los procesos orgánicos de la vida están regidos por sistemas genéticos
(216). Pero, según vimos, la flexibilidad de nuestra existencia biológica hace necesario un
sistema cultural para ayudar a organizar nuestros procesos sociales. Como falta un sistema
genético, la necesidad de un sistema cultural es en consecuencia muy aguda, precisamente en
el punto en que el orden social plantea el problema de la legitimación del sistema existente de
liderazgo. La legitimación de mi liderazgo nos coloca frente al problema de la autoridad, de la
dominación y del poder, frente al problema de la jerarquización de la vida social. Aquí la
ideología tiene un papel bien significativo. Por más que aparezca de manera difusa cuando se
la considera tan sólo en su función integradora, el lugar que ocupa la ideología en la vida social
tiene una concentración especial. Este lugar privilegiado del pensamiento ideológico se da en
la política; aquí surgen las cuestiones de legitimación. El papel de la ideología consiste en hacer
posible una entidad política autónoma al suministrar los necesarios conceptos de autoridad
que le dan significación (218).
Al analizar esta cuestión de la legitimación de la autoridad, utilizo la obra de Max
Weber. Ningún otro sociólogo ha meditado tanto sobre el problema de la autoridad. La
discusión de Weber se concentra en el concepto de Herrschqft. Este concepto se ha traducido
como autoridad y también como dominación; su carácter convincente se debe precisamente al
hecho de que el término significa precisamente las dos cosas. En un grupo dado, dice Weber,
apenas se manifiesta una diferenciación entre un cuerpo gobernante y el resto del grupo, el
cuerpo gobernante tiene el poder de conducción y el poder de imponer el orden mediante la
fuerza. (Weber considera especialmente esta última facultad como el atributo esencial del
Estado.) Aquí la ideología entra en juego porque ningún sistema de liderazgo, ni siquiera el
más brutal, gobierna sólo mediante la fuerza, mediante la dominación. Todo sistema de
liderazgo requiere no solo nuestra sumisión física sino también nuestro consentimiento y
cooperación. Todo sistema de liderazgo desea que su gobierno descanse no meramente en la
dominación; también desea que su poder esté garantizado por el hecho de que su autoridad
sea legítima. Papel de la ideología es legitimar esa autoridad. Más exactamente, si bien la
ideología sirve, según ya dije, como el código de interpretación que asegura la integración, la
ideología lo hace justificando el actual sistema de autoridad.
El papel de la ideología como fuerza legitimante persiste porque, como yo mostró
Weber, no existe ningún sistema de legitimidad absolutamente racional. Y esto es cierto aun
en el caso de aquellos sistemas que proclaman haber roto completamente tanto con la
autoridad de la tradición como con la autoridad de todo líder carismático. Posiblemente
ningún sistema de autoridad puede romper por completo con esas figuras primitivas y arcaicas
de la autoridad. Hasta el sistema de autoridad más burocratizado exhibe algún código para satisfacer nuestra creencia en su legitimidad. En una próxima conferencia daré ejemplos
específicos de la manera en que Weber describe la tipología de la autoridad, según el sistema
de legitimidad que representa cada tipo.
167
Sostener que no existe ningún sistema de autoridad enteramente racional no significa
sin embargo pronunciar un juicio meramente histórico o una simple predicción. La estructura
misma de la legitimación asegura el necesario papel de la ideología. La ideología debe superar
la tensión que caracteriza el proceso de legitimación, una tensión entre la pretensión a la
legitimidad por parte de la autoridad y la creencia en esa legitimidad por parte de la ciudadanía.
La tensión se da porque sí bien la creencia de la ciudadanía y la pretensión de la autoridad
deberían estar en el mismo nivel, la equivalencia de creencia y pretensión nunca es
verdaderamente real, sino que es siempre más o menos una fabricación cultural. De manera
que en la pretensión a la legitimidad por parte de la autoridad siempre hay algo más que en las
creencias realmente sustentadas por los miembros del grupo.
Esta discrepancia entre pretensión y creencia puede ser la verdadera fuente de lo que
Marx llamó plusvalía (Mehrwert). La plusvalía no es necesariamente un concepto exclusivo de la
estructura de producción, sino que es necesario en la estructura del poder. En los sistemas
socialistas, por ejemplo, aunque no permiten la propiedad privada de los medios de
producción la plusvalía aún existe a causa de la estructura del poder. Esta estructura del poder
plantea las mismas cuestiones que las demás estructuras, principalmente una cuestión de
creencia. Cree en mí, exhorta el líder político. La diferencia entre la pretensión expuesta y la
creencia ofrecida significa la plusvalía, que es común a todas las estructuras de poder. En su
pretensión a la legitimidad, toda autoridad pide más de lo que los miembros del grupo están
dispuestos a ofrecer en cuanto a creencia o credo. Cualquiera que sea la parte que tenga la
plusvalía en la producción, no me propongo en modo alguno negarla; lo que deseo es antes
bien ampliar la noción de plusvalía y demostrar que el lugar en que más persiste puede ser en
la estructura del poder.
El problema que estamos considerando nos viene desde Hobbes: ¿cuál es la
racionalidad y la irracionalidad del contrato social? ¿Que damos y qué recibimos? En este
intercambio, el sistema de justificación o de legitimación desempeña un continuo papel
ideológico. El problema de la legitimación de la autoridad nos coloca frente a un punto crítico
entre un concepto neutral de integración y un concepto político de deformación. La
degradación, la alteración y las enfermedades de la ideología pueden tener su origen en nuestra
relación con el sistema de autoridad existente en nuestra sociedad. La ideología va más allá de
la integración y llega a la deformación y la patología cuando trata de salvar la tensión entre
autoridad y dominación. La ideología trata de asegurar la integración entre pretensión a la
legitimidad y creencia, pero lo hace justificando el sistema de autoridad existente tal como es.
El análisis de Weber sobre la legitimidad de la autoridad revela un tercer papel mediador de la
ideología. La función legitimante de la ideología es el eslabón que conecta el concepto
marxista de ideología entendida como deformación y el concepto integrador de ideología que
encontramos en Geertz.
Con esto concluimos el resumen de los problemas de la ideología estudiados en mis
conferencias. Las conferencias sobre ideología se desarrollan en el orden siguiente.1 El punto
1
El orden indicado en este párrafo fue modificado con respecto al original proyecto de las conferencias de Ricoeur. El
orden es congruente con el que se sigue en las conferencias sobre ideología y es algún lanío diferente del orden
originalmente propuesto. Los cambios producidos en el orden de la exposición y en la elección de los pensadores son los
siguientes:
168
de partida es el papel de la ideología como deformación según está expuesto en los escritos del
joven Marx. Mi estudio se basa en secciones de la Crítica de la "Filosofía del Derecho" de Hegel, en
los Manuscritos Económicos y Filosóficos y en La Ideología Alemana. Luego estudio los escritos del
marxista francés contemporáneo Louis Althusser, los principales textos que considero son sus
libros For Marx y Lerún and Philosophy. Luego me ocupo de una porción de Ideology and Utopia
de Karl Mannheim, aunque parte de nuestra investigación sobre el libro de Mannheim queda
relegada a mi discusión de la utopía. Al considerar a Max Weber y partes de su Economy and
Society mi principal estudio se refiere al papel que desempeña la ideología en la legitimación de
sistemas de autoridad. A la discusión de Max Weber sigue la de Jürgen Habermas,
principalmente el contenido de su libro Knowledge and Human Interests. La sección de las
conferencias dedicada a la ideología termina con un análisis de la función integradora de la
ideología. Aquí me baso en Geertz, especialmente en su artículo "La ideología como sistema
cultural", y también expongo algunos comentarios míos.
A1 pasar de la ideología a la utopía,1 sólo deseo en esta primera conferencia delinear el
paisaje general y conceptual de la utopía. Como dije al comienzo de esta conferencia, parece
que no hay transición alguna desde la ideología a la utopía. Una excepción podría ser el
tratamiento de la utopía que da una sociología científica, especialmente la versión marxista
ortodoxa. Por no ser científica, la utopía es caracterizada por los marxistas como ideológica.
Sin embargo, esta reducción es atípica. Cuando se consideran fenomenológicamente la
ideología y la utopía, es decir, cuando un enfoque descriptivo tiene en cuenta la significación
de lo que se presenta, la ideología y la utopía vencen a dos géneros semánticos distintos.
La utopía se distingue particularmente por ser un género declarado; tal vez éste sea un
buen lugar para comenzar nuestra comparación de ideología y utopía; existen obras que se
llaman utopías, en tanto que ningún autor pretende que su obra es una ideología. Tomás Moro
acuñó la palabra "utopía" que es el título de su famoso libro escrito en 1516. Como sabemos,
la palabra significa lugar que no existe, ninguna parte, ningún lugar; es la isla que no está en
ninguna parte, el lugar que no existe en un lugar real. Por lo tanto en su autodescripción, la
utopía se sabe utopía y pretende ser una utopía. La utopía es una obra muy personal e
idiosincrásica, es la creación distintiva de su autor. En cambio, no se une ningún nombre
propio a la ideología como autor. Cualquier nombre unido a una ideología es anónimo, es el
Orden propuesto (en la conferencia original): la ideología como:
1) Deformación: Marx, marxistas alemanes (Horkheimer, Habermas), marxistas franceses (Althusser), Mannheim.
2) Integración: Geertz, Erikson, Runciman.
3) Legitimación: Weber Orden actual: La ideología como:
281 Deformación: Marx, Althusser, Mannheim.
282 Legitimación: Weber, Habermas.
283 Integración: Geertz.
Horkheimer, Erikson y Runciman quedan eliminados como figuras centrales en las presentes conferencias. (En la
conferencia introductoria original se hacía referencia al capítulo sobre ideología d tldentily: Youth and Crisis de Erikson
y a Social Theory andPoii- tical Practice de Runciman.) Se menciona a Horkheimer de nuevo sólo tangenciaimen- te;
sólo dos o tres veces hay breves referencias a Erikson, y Runciman no es mencionado nuevamente.
El lector podrá observar que la presentación introductoria de la ideología en es La primera conferencia —un movimiento
que va desde la deformación a la integración y a la legitimación— sigue el orden original mente propuesto para las
restantes conferencias sobre ideología.
1 La relativa diferencia que hay en el espacio dedicado al tratamiento de la ideología y de la utopía en esta primera
conferencia coteja paralela con la diferencia de número de las conferencias en general. De las 18 conferencias, sólo tres
tratan la utopía; una se refiere a Mannheim otra a Saint-Simón y la tercera a Foucault.
169
amorfo "ellos", es simplemente das Man. Ello no obstante, me pregunto si no podemos
estructurar el problema di; la utopía exactamente como estructuramos el problema de la
ideología. En tres palabras, ¿no podemos partir desde un concepto casi patológico de utopía y
ahondar luego hasta encontrar alguna función comparable precisamente con la función
integradora de la ideología? A mi juicio, esta función se cumple exactamente en virtud de la
noción de "ningún lugar". Quizás una estructura fundamental de la reflexividad que podemos
aplicar a nuestros papeles sociales sea la capacidad de concebir un lugar vacío desde el cual
podamos echar una mirada sobre nosotros mismos.
Pero para desenterrar esta estructura funcional de la utopía debemos ir más allá de los
contenidos específicos de las utopías particulares. Las utopías hablan de tantos temas
divergentes -—la condición de la familia, el consumo de bienes, la propiedad de cosas, la
organización de la vida pública, el papel de la religión, etc.— que resulta extremadamente
difícil hacerlas encajar dentro de un simple marco. En realidad, sí consideramos las utopías de
acuerdo con sus contenidos encontramos utopías opuestas. Tocante a la familia, por ejemplo,
algunas utopías legitiman toda clase de comercio sexual, en tanto que otras propician una vida
monástica. En lo que se refiere al consumo, algunas utopías propugnan el ascetismo en tanto
que otras promueven un estilo de vida suntuoso. De manera que no podemos definir las
utopías de una manera común por sus contenidos. Faltando la unidad temática de las utopías,
debemos buscar la unidad en su función.
De manera que propongo que vayamos más allá de los contenidos temáticos de la
utopía para llegar a su estructura funcional. Sugiero que partamos de la idea central de "ningún
lugar", implícita en la misma palabra "utopía" y en las descripciones de Tomás Moro: un lugar
que no existe en un lugar real, una ciudad espectral, un río que no tiene agua, un príncipe sin
pueblo, etc. Aquello en lo que debemos hacer hincapié es el provecho de esta especial
extraterritorialidad. Desde ese "ningún lugar" puede echarse una mirada al exterior, a nuestra
realidad, que súbitamente parece extraña, que ya no puede darse por descontada. Así, el
campo de lo posible queda abierto más allá de lo actual; es pues un campo de otras maneras
posibles de vivir.
Este desarrollo de nuevas perspectivas posibles define la función más importante de la
utopía. ¿No podemos decir entonces que la imaginación misma —por obra de su función
utópica-— tiene un papel constitutivo en cuanto a ayudamos a repensar la naturaleza de nuestra
vida social? ¿No es la utopía el modo en que repensamos radicalmente lo que sea la familia, lo
que sea el consumo, lo que sea la autoridad, lo que sea la religión, etc.? ¿No representa la
fantasía de otra sociedad posible exteriorizada en "ningún lugar" uno de los más formidables
repudios de lo que es? Si quisiéramos comparar esta estructura de la utopía con un temu de la
filosofía de la imaginación (que precisamente estoy estudiando ahora en otro lugar),1 yo diría
que es como las variaciones imaginativas respecto de una esencia, como diría Husserl. La
utopía introduce variaciones imaginativas en cuestiones tales como la sociedad, el poder, el
gobierno, la familia, la religión. En la utopía trabaja ese tipo de neutralización que constituye la
imaginación entendida como ficción. Propongo pues que la utopía, tomada en su nivel radical
como la función del "ningún lugar" en la constitución de la acción social o simbólica, sea la
1
Véase la nota 2.
170
contrapartida de nuestro primer concepto de ideología. Podemos decir que no hay integración
social sin subversión social. La reflexividad del proceso de integración se da mediante el
proceso de subversión. El concepto de "ningún lugar" pone a distancia el sistema cultural;
vemos nuestro sistema cultural desde afuera gracias precisamente a ese "ningún lugar".
Lo que confirma esta hipótesis de que la función más radical de la utopía es
inseparable de la función más radical de la ideología es el hecho de que el punto decisivo de
ambas está efectivamente en el mismo lugar, es decir, en el problema de la autoridad. Si toda
ideología tiende, en última instancia, a legitimar un sistema de autoridad, ¿no intenta toda
utopía afrontar el problema del poder mismo? Lo que en definitiva entra en juego en la utopía
es no tanto el consumo, la familia o la religión como la utilización del poder en todas estas
instituciones. ¿No se debe acaso a que existe una brecha de credibilidad en todos los sistemas
de legitimación de la autoridad el que exista también un lugar para la utopía? En otras
palabras, ¿no es función de la utopía exponer la brecha de credibilidad presente en lodos los
sistemas de autoridad que, según dije antes, exceden nuestra confianza en ellos y nuestra
creencia en su legitimidad? Es muy posible entonces que el punto en el que la ideología pasa
de su función integradora a su función deformadora sea también el punto de cambio en el
sistema utópico. De manera que presto mucha atención a la función que tienen el poder, la
autoridad y el dominio en la utopía; pregunto quién posee el poder en una utopía dada y cómo
el problema del poder es subvertido por la utopía.
Aunque se trata de una hipótesis más insegura, es también posible que la ideología la
utopía se hagan patológicas en el mismo punto, es decir, en el sentido de que la patología de la
ideología es disimulo en tanto que la patología de la utopía es evasión. El "ningún lugar" de la
utopía puede llegar a ser un pretexto de evasión, una manera de escapar a las contradicciones y
ambigüedades del uso del poder y del ejercicio de la autoridad en una situación dada. Esta
posibilidad de evasión que ofrece la utopía corresponde a una lógica de todo o nada. No existe
ningún punto de conexión entre el "aquí" de la realidad social y el "otro lugar" de la utopía.
Esta disyunción permite que la utopía evite cualquier obligación de afrontar las reales
dificultades de una sociedad dada. Todas las tendencias regresivas tan a menudo denunciadas
en los pensadores utópicos —como por ejemplo la nostalgia por el pasado, la nostalgia de
algún paraíso perdido— proceden de esta inicial desviación de! "ningún lugar" respecto del
aquí y del ahora. De modo que mi problemática, que no deseo anticipar más ahora, es la
siguiente: ¿No implica la función excéntrica de la imaginación entendida como la posibilidad
del "ningún lugar" todas las paradojas de la utopía?; y, ¿no es esta excentricidad de la
imaginación utópica al mismo tiempo la cura de la patología del pensamiento ideológico que
tiene su ceguera y estrechez precisamente en su incapacidad para concebir un "ningún lugar"?
La próxima conferencia comienza tratando al joven Marx y discutiendo pasajes de la
Crítica de la "Filosofía del Derecho" de Hegel y de los Manuscritos económicos y filosóficos. Al comenzar
esta sección de conferencias sobre ideología me interesa principalmente examinar la oposición
entre ideología y praxis en el joven Marx, oposición que precede a la oposición predominante
en el marxismo posterior entre ideología y ciencia.
171
Tzvetan Todorov. (Sofía, 1939) Crítico francés de origen búlgaro. Cursó estudios en la Universidad de
Sofía, y en 1963 se trasladó a París, donde sostuvo una tesis de doctorado sobre Las amistades peligrosas de
Choderlos de Laclos (publicada con el título Literatura y significación, 1967) bajo la dirección de Roland Barthes. Es
autor, entre otros ensayos, de Introducción a la literatura fantástica (1970), Poética de la prosa (1971), Teorías del símbolo
(1977), Los géneros del discurso (1978) y Mijaíl Bajtin y el principio dialógico (1981). Desde 1982 se ha consagrado al
estudio de fenómenos históricos y de aspectos de la filosofía moral: La conquista de América (1982), Nosotros y los
otros (1989), Las moralejas de la historia (1991). Posteriormente publicó La vida en común (1996), El hombre desplazado
(1997) y El jardín imperfecto (1999).
Todorov, Tzvetan. La conquista de América: el problema del otro. Madrid. Siglo XXI. 1998.
Epílogo.
Epilogo
LA PROFECÍA DE LAS CASAS
Al final de su vida, Las Casas escribe en su testamento: “E creo que por estas impías y
celerosas e ignominiosas obras tan injusta, tiránica y barbáricamente hechos en ellas y contra
ellas. Dios ha de derramar sobre España su furor e ira, porque toda ella ha comunicado y
participado poco que mucho en las sangrientas riquezas robadas y tan usurpadas y mal
habidas, y con tantos estragos e acabamientos de aquellas gentes”.
Estas palabras, a medias entre la profecía y la maldición, establecen la responsabilidad
colectiva de los españoles, y no sólo de los conquistadores; para los tiempos futuros, no sólo
para el presente. Y anuncian que el crimen será castigado, que el pecado será expiado.
Estamos en buena situación hoy en día para juzgar si la visión de Las Casas fue
acertada o no. Se puede introducir una ligera corrección a la extensión de su profecía, y
sustituir "España" por "Europa occidental": incluso si España tiene el papel principal en el
movimiento de colonización y destrucción de los afros, no está sola: portugueses, franceses,
ingleses, holandeses, la siguen muy de cerca, Y serán alcanzados más tarde por los belgas,
italianos y alemanes. Y si bien los españoles hacen más que otras naciones europeas en materia
de destrucción, no es porque éstas no hayan tratado de igualarlos o de superarlos. Leamos
pues "Dios ha de derramar sobre Europa su furor e ira", si eso puede hacernos sentir más
directamente involucrados.
¿Se cumplió la profecía? Cada cual contestará esta pregunta según su juicio. En lo que
a mí concierne, consciente de la parte de arbitrariedad que hay en toda apreciación del
presente, cuando la memoria colectiva todavía no ha hecho su selección, y consciente también
de la elección ideológica que eso implica, prefiero asumir abiertamente mi visión de las cosas
sin disfrazar la descripción de las cosas mismas Al hacer esto escojo en el presente los
elementos que me parecen más característicos, que por consiguiente contienen en germen el
futuro —o deberían contenerlo. Como debe ser, estas observaciones serán totalmente
elípticas.
Claro que numerosos acontecimientos de la historia reciente parecen dar razón a Las
Casas. La esclavitud fue abolida hace unos cien años, y el colonialismo a la antigua (a la
española) hace unos veinte. Se han ejercido, y siguen ejerciéndose, numerosas venganzas
172
contra ciudadanos de las antiguas potencias coloniales, cuyo único crimen personal es a
menudo su pertenencia a la nación en cuestión; los ingleses, los norteamericanos, los franceses
son considerados colectivamente responsables por sus antiguos colonizados. No sé si haya
que ver en eso el efecto del furor y la ira de Dios, pero pienso que dos reacciones se imponen
a aquel que ha tomado conocimiento de la historia ejemplar de la conquista de América:
primero, que actos como ésos nunca lograrán equilibrar la balanza de los crímenes perpetrados
por los europeos (y que en ese sentido son excusables); luego, que esos actos sólo llegan a
reproducir lo más condenable de lo que hicieron los europeos, y nada es mas triste que ver
repetirse la historia —justamente cuando sé trata de la historia de una destrucción. El que
Europa fuera colonizada a su vez por los pueblos de África, Asia o América Latina (ya sé que
estamos lejos de eso) quizás fuera una "hermosa revancha", pero no podría constituir mi ideal.
Una mujer maya murió devorada por los perros. Su historia, reducida a unas cuantas
líneas, concentra una de las versiones extremas de la relación con el otro. Ya su marido, de
quien es el "Otro interior", no le deja ninguna posibilidad de afirmarse en cuanto sujeto libre:
el marido, que teme morir en la guerra, quiere conjurar el peligro privando a la mujer de su
voluntad: la guerra no será sólo una historia de hombres: aun muerto él, su mujer debe seguir
perteneciéndole. Cuando llega el conquistador español, esa mujer ya no es más que el lugar
donde se enfrentan los deseos y las voluntades de dos hombres. Matar a los hombres, violar a
las mujeres: éstas son al mismo tiempo pruebas de que un hombre detenta el poder, y sus
recompensas. La mujer elige obedecer a su marido y a las reglas de su propia sociedad; pone
todo lo que le queda de voluntad personal en inhibir la violencia de la que ha sido objeto.
Pero, justamente, la exterioridad cultural determina el desenlace de este pequeño drama: no es
violada, como hubiera podido serio una española en tiempos de guerra, sino que la echan a los
perros, porque es al mismo tiempo india y mujer que niega su consentimiento, famas ha sido
más trágico el destino del otro.
Escribo este libro para tratar de lograr que no se olvide este relato, ni mil otros
semejantes. Creo en la necesidad de "buscar la verdad" y en la obligación de hacerla conocer;
se que la función de información existe, y que el efecto de la información puede ser poderoso.
Lo que deseo no es que las mujeres mayas hagan devorar por los perros a los europeos con
que se encuentran (suposición absurda, naturalmente), sino que se recuerde qué es lo que
podría producirse si no se logra descubrir al otro.
Porque el otro está por descubrir. El asunto es digno de asombro, pues el hombre
nunca está solo, y no sería lo que es sin su dimensión social. Y sin embargo así es: para el niño
que acaba de nacer, su mundo es el mundo, y el crecimiento es un aprendizaje de la
exterioridad y de la socialidad; se podría decir un poco a la ligera que la vida humana está
encerrada entre esos dos extremos, aquel en que el yo invade al mundo, y aquel en que el
mundo acaba por absorber al yo, en forma de cadáver o de cenizas. Y como el descubrimiento
del otro tiene vanos grados, desde el otro corno objeto, confundido con el mundo que lo
rodea, hasta el otro como sujeto, igual al yo, pero diferente de el con un infinito número de
matices intermedios, bien podemos pasarnos la vida sin terminar nunca el descubrimiento
pleno del otro (suponiendo que se pueda dar). Cada uno de nosotros debe volverlo a iniciar a
su vez, las experiencias anteriores no nos dispensan de ello, pero pueden enseñarnos cuáles
son los efectos del desconocimiento.
173
Sin embargo, aun si el descubrimiento del otro debe ser asumido por cada individuo, y
vuelve a empezar eternamente, también tiene una historia, formas social y culturalmente
determinadas. La historia de la conquista de América me hace creer que se produjo (o más
bien se reveló) un gran cambio en los albores del siglo XV: digamos cutre Colón y Cortés; se
puede observar una diferencia semejante (claro que no en los detalles) entre Moctezuma y
Cortés; opera entonces canto en el tiempo como en el espacio, y si me he detenido más en el
contraste espacial que en el contraste temporal, es porque este último se confunde en infinitas;
transiciones, mientras que aquél, con la ayuda de los océanos, tiene toda la nitidez que se
pudiera desear. Desde aquella época, y durante casi trescientos cincuenta años, Europa
occidental se ha esforzado por asimilar al otro, por hacer desaparecer su alteridad exterior, y
en gran medida lo ha logrado. Su modo de vida y sus valores se han extendido al mundo
entero; como quería Colón, los colonizados adoptaron nuestras costumbres y se vistieron.
Este éxito extraordinario se debe, entre otros, a un rasgo específico de la civilización
occidental, que durante mucho tiempo se había tomado como un rasgo humano general, lo
cual hacía que su florecimiento entre los occidentales se volviera entonces la prueba de su
superioridad natural; es, paradójicamente, la capacidad de los europeos para entender a los
otros. Cortés tíos da un buen ejemplo de ello, y estaba consciente de que el arte de la
adaptación y de la improvisación regía su conducta. Podríamos decir esquemáticamente que
ésta se organiza en dos etapas. La primera es la del interés por el otro, incluso al precio de
cierta empatía, o identificación provisional. Cortes se mete en su piel, pero en forma
metafórica y ya no literal: la diferencia es considerable. Se asegura así de la comprensión de la
lengua del conocimiento de la política (de ahí su interés por las disensiones internas de los
aztecas), y hasta domina la emisión de los mensajes en un código apropiado: vemos cómo se
hace pasar por Quetzalcóatl, que ha regresado a la tierra. Pero, al hacer esto, nunca abandona
su sentimiento de superioridad; hasta ocurre lo contrario, su capacidad de comprender al otro
la confirma. Viene entonces la segunda etapa, durante la cual no se conforma con reafirmar su
propia identidad (que nunca ha dejado verdaderamente), sino que procede a asimilar a los
nidios a su propio mundo. Recordamos -que los frailes franciscanos adoptan en la misma
forma las costumbres de los indios (ropa, comida) para convertirlos mejor a la religión
cristiana. Los europeos dan prueba de notables cualidades de flexibilidad e improvisación que
les permiten imponer mejor en todas partes su propio modo de vida. Claro que esta capacidad
de adaptación y de absorción al mismo tiempo no es en modo alguno un valor universal, y trae
consigo su otra cara, que se aprecia mucho menos. El igualitarismo, una de cuyas versiones es
característica de la religión cristiana (occidental) y también de la ideología de los estados
capitalistas modernos, sirve igualmente a la expansión colonial; esta es otra lección, un poco
sorprendente, de nuestra historia ejemplar.
Al mismo tiempo que obliteraba la extrañeza del otro exterior, la civilización
occidental encontraba que tenía otro interior. Desde la época clásica hasta el final del
romanticismo (es decir hasta nuestros días), los escritores y los moralistas no han dejado de
descubrir que la persona no es una, o incluso que no es nada, que yo es otro, o una simple
cámara de ecos. Ya no creemos en los hombres-bestias del bosque, pero hemos descubierto a
la bestia en el hombre, “ese misterioso elemento del alma que no parece reconocer ninguna
174
jurisdicción humana pero que a pesar de la inocencia del individuo al que habita, sueña sueños
horribles y murmura los pensamientos mas prohibidos”.
Es que esta vez ese período de la historia está llegando a su fin. Los representantes de
la civilización occidental ya no creen tan ingenuamente en su superioridad, y por aquí el
movimiento de asimilación se está quedando sin aliento, aun si los países, nuevos o antiguos,
del Tercer Mundo todavía quieren vivir como los europeos. Por lo menos en el plano
ideológico, tratamos de combinar lo que nos parece mejor en los dos términos de la
alternativa; queremos igualdad sin que implique necesariamente identidad, pero también
diferencia, sin que ésta degenere en superioridad/inferioridad: esperamos cosechar las
ganancias del modelo igualitarista y del modelo jerárquico; aspiramos a volver a encontrar el
sentido de lo social sin perder la cualidad de lo individual. El socialista ruso Alesander Herzcn
escribe, a mediados del siglo XIX: "Comprender toda la amplitud, la realidad y la sacralidad de
los derechos de la persona sin destruir a la sociedad, sin fraccionarla en átomos: ése es el
objetivo social más difícil." Hoy en día seguimos diciéndonos lo mismo.
Vivir la diferencia en la igualdad: se dice más fácilmente de lo que se hace. Sin
embargo, varios personajes de mi historia ejemplar se acercan a esa meta, de diferentes
maneras. En el plano axiológico. Las Casas logra, en la vejez, amar y estimar a los indios no en
función de su propio ideal, sino del de ellos: es un amor no unificador, podríamos decir que
"neutro", para emplear el término de Blanchot v de Barthes. En el plano de la acción, de la
asimilación del otro o de la identificación con él. Cabeza de Vaca también alcanza un punto
neutro, no porque fuera indiferente a las dos culturas, sino porque las había vivido ambas
desde el interior; de repente, a su alrededor ya no había más que "ellos"; sin volverse indio.
Cabeza de Vaca ya no era totalmente español. Su experiencia simboliza y anuncia la del
exiliado moderno, el cual personifica a su vez una tendencia propia de nuestra sociedad: ese
ser que ha perdido su patria sin adquirir otra, que vive en la doble exterioridad. El exiliado es
el que mejor encarna hoy en día, desviándolo de su sentido original, el ideal de Hugo de San
Víctor, que éste formulaba de la manera siguiente en el siglo XII: "El hombre que encuentra
que su patria es dulce no es más que un tierno principiante: aquel para quien cada suelo es
como el suyo propio ya es fuerte, pero sólo es perfecto aquel para quien el mundo entero es
como un país extranjero'' (yo que soy un búlgaro que tuve en Francia, tomo esta cita de
Edouard Saïd, palestino que vive en los Estados Unidos, el cual a su vez la había encontrado
en Erich Auerbach, alemán exiliado en Turquía).
Por último, en el plano del conocimiento, un Duran y un Sahagún anuncian, sin
realizarlo plenamente, el diálogo de culturas que caracteriza a nuestro tiempo, y que encarna a
nuestros ojos la etnología, a la vez hija del colonialismo y prueba de su agonía: un diálogo en
que nadie tiene la última palabra, en que ninguna de las voces reduce a la otra al estado de
simple objeto, y en que uno saca ventajas de su exterioridad respecto al otro; Duran y
Sahagún, símbolos ambiguos, por ser espíritus medievales; quizás esa misma exterioridad
respecto a la cultura ele su tiempo sea la responsable de su modernidad. A través de estos
diferentes ejemplos se afirma una misma propiedad: una nueva exotopía (para hablar como
Bajtsn), una afirmación de la exterioridad del otro que corre parejas con su reconocimiento en
tanto sujeto. Quizás haya en eso no sólo una nueva manera de vivir la alteridad, sino también
un rasgo característico de nuestro tiempo, como lo eran el individualismo o el autotelismo
175
para la época cuyo fin empezamos a vislumbrar. Así pensaría un optimista corno Levinas:
"Nuestra época no se define por el triunfo de la técnica por la técnica, como no se define por
el arte por el arte, como no se define por el nihilismo. Es acción para un mundo que Viene,
superación de su época —superación de sí que requiere la epifanía del Otro."
¿Ilustra este libro esa nueva actitud trente al otro, por medio de mi relación con los
autores y los personajes del siglo XVI: Sólo puedo dar testimonio de mis intenciones, no del
electo que producen. He querido evitar dos extremos. El primero es la tentación de hacer oír
la voz de esos personajes tal como es en sí; de tratar de desaparecer yo para servir mejor al
otro. El segundo es someter a los otros a uno mismo, convertirlos en marionetas cuyos hilos
están enteramente bajo nuestro control. No busqué entre los dos un terreno de compromiso,
sino la vía del diálogo. Interpelo esos textos, los traspongo, los interpreto, pero también los
dejo hablar (de ahí la cantidad de citas), y defenderse. Esos personajes, de Colón a Sahagún,
no hablaban mi lenguaje, pero dejar al otro intacto no es hacerlo vivir, como tampoco lo es el
obliterar enteramente su voz. Cercanos y lejanos al mismo tiempo he querido verlos como
uno de los interlocutores de nuestro diálogo.
Pero nuestra época también se define por una experiencia en cierta forma caricaturesca
de esos mismos rasgos; sin duda es inevitable. Esta experiencia a menudo oculta el rasgo
nuevo por su abundancia, y a veces hasta lo antecede, pues la parodia vive muy bien sin su
modelo. El amor "neutro", la justicia "distributiva" de Las Casas son parodiados, vaciados de
sentido, en un relativismo generalizado, donde todo vale lo mismo, con tal de elegir el punto
ele vista apropiado; el perspectivismo lleva a la indiferencia y a la renuncia a todo valor. El
descubrimiento por parte del "yo" de los "ellos" que lo habitan va acompañado por la
afirmación mucho más aterradora de la desaparición del "yo" en el "nosotros", característica
de los regímenes totalitarios. El exilio es fecundo si uno pertenece a dos culturas a la vez, sin
identificarse con ninguna; pero si la sociedad entera está hecha de exiliados, el diálogo de las
culturas cesa; se ve sustituido por el eclecticismo y el comparatismo, por la capacidad de gustar
un poco de todo, de simpatizar blandamente con todas las opciones sin adoptar manca
ninguna. La heterología, que hace oír la diferencia de las voces, es necesaria; la polilogía es
desabrida. La posición del etnólogo, por último, es fecunda; lo es mucho menos la del turista
al que la curiosidad de conocer las costumbres extranjeras lleva hasta la isla de Bali o los
suburbios de Babia, pero que encierra la experiencia de lo heterogéneo dentro del espacio de
sus vacaciones pagadas. Cierto que, a diferencia del etnólogo, paga sus vacaciones con su
propio dinero.
La historia ejemplar de la conquista de América nos enseña que la civilización
occidental ha vencido, entre otras cosas, gracias a su superioridad en la comunicación humana,
pero también que esa superioridad se ha afirmado a expensas de la comunicación con el mundo. Habiendo salido del período colonial, sentimos contusamente la necesidad de revalorar
esta comunicación con el mundo; pero aquí también parece que la parodia antecede a la
versión en seno. Los hippies norteamericanos de los años sesenta, al negarse a adoptar el ideal
de su país que bombardeaba a Vietnam, trataron ele volver a encontrar la vida del buen
salvaje. Algo así como los indios de las descripciones de Sepúlveda, querían prescindir del
dinero, olvidar los libros y la escritura, mostrar su indiferencia por el vestido, y renunciar al
uso de las máquinas, para hacerlo todo ellos solos. Pero esas comunidades estaban
176
evidentemente destinadas al fracaso, puesto que plantaban esos rasgos primitivos sobre una
mentalidad individualista perfectamente moderna. El "Club Méditerranée", por su parte, le
permite a uno vivir esta zambullida en el mundo primitivo (ausencia de dinero, de libros y a
veces de ropa) sin poner en duda la continuidad de su vida de "civilizado''; el éxito comercial
de esta idea es bien conocido. Los retornos a las religiones antiguas y nuevas son incontables;
dan prueba de la fuerza que tiene esa tendencia, pero creo yo que no pueden encarnarla: el
regreso al pasado es imposible. Sabemos que ya no queremos la moral (la amoral) del "todo
vale", pues ya hemos experimentado sus consecuencias; pero hay que encontrar nuevas
interdicciones, o una nueva motivación para las antiguas, a fin de poder percibir su sentido. La
capacidad de improvisación y de identificación instantánea busca equilibrarse con una
valoración del ritual y de la identidad, pero podemos dudar de que el regreso al terruño sea
suficiente.
Al relatar y analizar la historia de la conquista de América, me he visto llevado a dos
conclusiones aparentemente contradictorias Para hablar de las tomas y de las especies de
comunicación, me coloque primero en una perspectiva tipológica: los indios favorecen el
intercambio con el mundo, los europeos, el intercambio con los seres humanos: ninguno de
los dos es intrínsecamente superior al otro, y siempre necesitamos los dos a la vez: si ganamos
en mi plano perdernos necesariamente en el otro. Pero al mismo tiempo, fui llevado a
comprobar una evolución en la "tecnología" del simbolismo; para simplificar, esta evolución
se puede reducir a la aparición de la escritura. Ahora bien, la presencia de la escritura favorece
la improvisación a expensas del ritual, como también ocurre con la concepción lineal del
tiempo o, de otra manera, con la percepción del otro. ¿Habrá también una evolución entre la
comunicación con el mundo y la comunicación entre los hombres? En términos más
generales, es que hay evolución, ¿no vuelve a encontrar el concepto de barbarie un sentido no
relativo?
Para mi la solución de esta aporía no consiste en abandonar una de las dos
afirmaciones, sino más bien en reconocer, para cada evento múltiples determinaciones, que
condenan al fracaso toda tentativa de sistematizar la historia. Esto es lo que explica que el
progreso tecnológico, cosa que sabemos demasiado bien hoy en día no implique superioridad
en el plano de los valores morales y sociales (ni tampoco una inferioridad). Las sociedades con
escritura son más avanzadas que las sociedades sin escritura; pero se puede dudar si hay que
escoger entre sociedades con sacrificio y sociedades con matanza .
En otro plano, la experiencia reciente es desalentadora: el deseo de superar el
individualismo de la sociedad igualitaria y de llegar a la sociedad propia de las sociedades
jerárquicas se encuentra, entre otros, en los estados totalitarios. Estos se parecen al niño
monstruoso al que temía Bernard Shaw, presentido, según parece, por Isadoro Duncan: tan
feo como aquel y tan tonto como ésta. Esos estados ciertamente modernos en tanto que no se
les puede asimilar ni a las sociedades con sacrificio ni a las sociedades con matanza, reúnen sin
embargo ciertos rasgos de las dos y merecerían la creación de una "palabra-valija": son
sociedades con sacrifitanza. Como en las primeras, se profesa una religión de estado: como en
las segundas, el comportamiento está bandado en el principio karamazoviano del todo vale;
Como en el sacrificio, se mata primero en casa: como en el caso de las matanzas, se disimula y
se niega la existencia de esas muertes. Como en aquél se elige individualmente a las víctimas-
177
como en estas, se las extermina sin ninguna idea de ritual. El tercer término existe, pero es
peor que los dos anteriores ¿qué hacer?
La forma de discurso que se impuso a mí para este libro la historia ejemplar, resulta
también del deseo de trascender los límites de la escritura sistemática sin "regresar" por ello al
mito puro. Al comparar a Colón con Cortés, a Cortés con Moctezuma, tomo conciencia de
que las normas de la comunicación, tanto producción como interpretación, aun si son
universales y eternas, no se ofrecen a la libre elección del escritor, sino que están
correlacionadas con las ideologías en vigor, y por eso mismo pueden volverse su signo. Pero
¿cual es el discurso apropiado para la mentalidad heterológica? En la civilización europea, el
logos ha vencido al mythos; o más bien en lugar del discurso polimorfo, se impusieron dos
géneros homogéneos: la ciencia y todo lo que está emparentado con ella está en relación con
el discurso sistemático; la literatura y sus avatares practican el discurso narrativo. Pero este
último campo se ve estrechando día con día; hasta los mitos se reducen a cuadros con entrada
doble, la misión misma es sustituida por el análisis sistemático, y las novelas luchan a brazo
partido contra el desarrollo temporal, en pro de la forma espacial, y tienden a la matriz
inmóvil. Yo no podía separarme de la visión de los "vencedores" sin renunciar al mismo
tiempo a la forma discursiva de la que éstos se habían apropiado. Siento la necesidad (y no veo
en ello nada de individual, por eso lo escribo) de quedarme con el relato que mas bien
propone que impone; de volver a encontrar en el interior de un solo texto, la
complementariedad del discurso narrativo y del discurso sistemático; de tal manera que mi
“historia” quizás se parezca más, en cuanto al género, y haciendo abstracción de toda
consideración de valor, a la de Herodoto que al ideal de muhos hisotriadores contemporáneos.
Algunos de los hechos que relato llevan a afirmaciones generales; otros (u otros aspectos de
los mismos hechos) no. Al lado de los relatos que someto a análisis quedan otros insumisos. Y
si, en este mismo momento, “saco la moraleja” de mi historia, de ninguna manera es porque
piense revelar y fijar su sentido; un relato no es reductible a una máxima pero es porque me
parece más franco formular algunas de las impresiones que deja en mí, puesto que yo también
soy uno de sus lectores.
La historia ejemplar ha existido en el pasado, pero el término ya no tiene el mismo
sentido ahora que entonces. Desde Cicerón se repite el dicho que reza Historia magistra vitae, su
sentido es que el destino del hombre no se puede cambiar, y que uno puede modelar su conducta presente siguiendo a los héroes del pasado. Esta concepción de la historia y del destino
pereció con la aparición de la ideología individualista moderna, puesto que con ella se prefiere
creer que la vida de un hombre le pertenece, y que no tiene nada que ver con la de otro. No
pienso que el relato de la conquista de América sea ejemplar en el sentido de que podría
representar una imagen fiel de nuestra relación con el otro; no sólo Cortés no es igual a Colón,
sino que nosotros ya no somos iguales a Cortés. Dice el dicho que si se ignora la historia se
corre el riesgo de repetirla; pero no por conocerla se sabe qué es lo que se debe hacer. Nos
parecemos a los conquistadores y somos diferentes de ellos: su ejemplo es instructivo, pero
nunca estaremos seguros de que, al no comportarnos como ellos, no estamos precisamente
imitándolos, puesto que nos adaptamos a las nuevas circunstancias. Pero su historia puede ser
ejemplar para nosotros porque nos permite reflexionar sobre nosotros mismos, descubrir
178
tanto las semejanzas como las diferencias: una vez más, el conocimiento de uno mismo pasa
por el conocimiento del otro.
Para Cortés, la conquista del saber lleva a la del poder. Conservo de él la conquista del
saber, aun si es para resistir al poder. Hay cierta ligereza en conformarse con condenar a los
conquistadores malos y añorar a los indios buenos, como si bastara con identificar al mal para
combatirlo. Reconocer la superioridad de los conquistadores en tal o cual punto no significa
que se les elogie; es necesario analizar las armas de la conquista si queremos poder detenerla
algún día. Porque las conquistas no pertenecen sólo al pasado.
No creo que la historia obedezca a un sistema, ni que sus supuestas "leyes" permitan
deducir las formas sociales futuras, o siquiera presentes. Creo más bien que el hacerse
consciente de la relatividad, y por lo tanto de lo arbitrario, de un rasgo de nuestra cultura ya es
desplazarlo un poco, y que la historia (no la ciencia, sino su objeto) no es más que una serie
de esos desplazamientos imperceptibles.
179
DARDO SCAVINO nació en Buenos Aires en 1964. Estudió Letras y Filosofía en la Universidad de
Buenos Aires, donde ejerció la docencia hasta 1993. Desde entonces reside en Burdeos, Francia. Publicó Barcos
sobre la pampa (1993), Recherches autour du genre policier dans la littérature argentine (1998), La filosofía actual (1999), La era
de la desolación (1999) y Saer y los nombres (2004), además de dos libros escritos en colaboración con Miguel
Benasayag: Le pari amoureux (1995) y Pour une nouvelle radicalité (1997). Actualmente enseña literatura
latinoamericana en la Universidad de Versalles.
Dardo Scavino, “Simón Bolívar, 1815”, “Nosotros, Vosotros y ellos” y ¿América
poscolonial?, en Narraciones de la Independencia, arqueología de un fervor contradictorio. Buenos Aires.
Eterna Cadencia. 2010.
Simón Bolívar, 1815
Hacía tres meses que el general había desembarcado discretamente en una rada de
Kingston con el objetivo de conseguir el financiamiento inglés para una nueva expedición
revolucionaria en Venezuela. Pero el gobierno británico desconfiaba de este presunto patriota.
Algunos lo acusaban de haber traicionado a un viejo aliado de Gran Bretaña, Francisco de
Miranda, a cambio de un salvoconducto que le permitió librarse del fusilamiento. Sus
adversarios aseguraban además que un año antes había capitulado vergonzosamente ante otro
capitán realista, José Boves, traicionando esta vez a toda Venezuela. Es cierto que Camilo
Torres Tenorio le había confiado a continuación las tropas que ocuparon con éxito la región
de Cundinamarca y la anexaron a las Provincias Unidas de Nueva Granada. Todo parecía
indicar, no obstante, que las ambiciones del general caraqueño no habían sido del gusto de los
neo- granadinos porque a mediados de mayo de 1815 un navío francés, La Découverte, ya
estaba sacándolo de ese país para depositarlo sin ruido en las costas de Jamaica.
El general esperaba desde entonces en su residencia de Princess Street la respuesta que
no iba a llegar nunca. Solo un residente inglés de la isla, Henry Cullen, le había hecho llegar el
29 de agosto una misiva en la cual manifestaba su más viva simpatía por los revolucionarios
sudamericanos y le pedía su opinión acerca de la situación política en aquellos territorios.
Como este vecino le recordaba "las barbaridades que los españoles cometieron en el grande
hemisferio de Colón", Bolívar se apresuró a tomar la pluma para corroborar esta opinión:
"Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a
la perversidad humana, y jamás serían creídas por los críticos modernos si constantes y
repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades"1. Entre estos documentos se
encontraba la Brevísima relación sobre la destrucción de las Indias, del dominico
Bartolomé de las Casas que había sido reimpresa tres años antes por un editor bogotano.
"Todos los imparciales", proseguía general, "han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de
aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y
contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario"2. Porque durante
1
2
Simón Bolívar, Doctrina del Libertador (ed. de Augusto Mijares), Caracas, Biblipteca Ayacucho, 1984, p. 48.
ídem.
180
ninguna guerra europea se habían cometido crímenes tan abominables y ningún ocupante le
infligió a otro pueblo los ultrajes que los españoles les prodigaron a los indios» Repitiendo una
acusación que se remontaba al siglo XVI, cuando juristas como Francisco de Vitoria, Fray
Domingo de Soto o Alonso de Vera Cruz cuestionaron la legitimidad de la conquista, el
Libertador sugería que estas guerras de ocupación no respetaron ese jus gentium que los
reinos europeos habían honrado desde tiempos medievales. Cuando Cullen denuncia entonces
la "felonía con que Bonaparte prendió a Carlos IV y a Fernando VI", Bolívar le replica que el
tratamiento brindado por el emperador francés a los monarcas españoles rio tiene punto de
comparación con el que habían recibido Moctezuma o Atahualpa en manos de Cortés y
Pizarro:
Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y los reyes americanos, que
no admite comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin
recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos y los
vilipendios más vergonzosos.1
Henry Cullen espera sinceramente en su misiva "que los sucesos que siguieron
entonces a las armas españolas acompañen ahora a la de sus contrarios, los muy oprimidos
americanos meridionales". Y el general toma "esta esperanza por una predicción": "el suceso",
le responde, "coronará nuestros esfuerzos"2. Este "suceso" no sería sino la inversión simétrica
de la derrota sufrida por esos mismos "americanos" en tiempos de la conquista, cuando los
españoles desembarcaron en este continente para sojuzgar a ese pueblo a lo largo de trescientos años. De estas declaraciones se infiere que el adjetivo posesivo "nuestros" incluye no
solo a quienes estaban llevando a cabo las campañas de liberación de las colonias españolas
sino también a quienes habían perdido esa libertad tres siglos antes en manos de los invasores
europeos.
Bolívar le estaba ofreciendo a Cullen una narración muy sucinta de la historia
americana. Los habitantes de las Indias, según este relato, habían sido vencidos y dominados
por el Imperio español tras el desembarco de Colón, de modo que las revolucionas revertirían
esta situación derrotando a los opresores y emancipando a los oprimidos. "Nosotros", los
"americanos meridionales", fuimos dominados por los españoles y ahora estamos a punto de
liberarnos. Bolívar no juzga necesario destacar, a esta altura de su carta, el hecho de que el
conjunto de esos "americanos meridionales" esté compuesto, entre otras minorías, por los
descendientes de los indios conquistados pero también por los herederos de los
conquistadores españoles. De modo que el general caraqueño no tiene empacho en incluir
bajo esa misma primera persona del plural a todos los individuos que nacieron en tierras de
Indias sin importar la sangre que corriera por sus venas ni el estatus que tuvieran en la
sociedad virreinal.
Ahora bien, después de informar al caballero británico acerca de los progresos de los
movimientos revolucionarios desde Buenos Aires hasta México, Bolívar comenzaba por desmentir esa identidad americana que él mismo había establecido procediendo a una restricción
considerable del círculo trazado por la primera persona del plural: "... no somos ni indios ni
europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores
1
2
Ibíd., p. 51.
Ibíd., p. 48.
181
españoles..."1. El venezolano pareciera estar admitiendo, con esta declaración, que los
revolucionarios son fundamentalmente criollos y que combaten la usurpación de los españoles
aunque desciendan de los propios usurpadores, esto es: aunque no tengan un auténtico
derecho de posesión sobre estas tierras, derecho que solo podría reconocérseles si tenemos en
cuenta su encendida denuncia de la conquista, á las poblaciones amerindias. "Nos hallamos en
el caso más extraordinario y complicado", le explica el Libertador a Cullen, ya que "siendo
nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar
estos a los del país y mantenernos en él contra la invasión de los invasores"2. Los criollos se
hallaban, es verdad, en esa situación extraordinaria: hacían valer ante los indígenas el derecho
de conquista pero a su vez se oponían a la nación conquistadora.
Una vez abreviada la extensión de esa primera persona del plural, hasta no admitir en
su interior más que a los colonos blancos, y establecida así la diferencia entre los criollos e indios, Bolívar cambia repentinamente de relato y empieza a quejarse de las discriminaciones
sufridas por los miembros de su clan en las administraciones virreinales, para concluir su
informe invocando aquel "principio de prelación" que debería, por el contrario, beneficiar solo
a los criollos como herederos de los conquistadores:
El emperador Carlos v formó un pacto con los descubridores, conquistadores y
pobladores de América, que como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de
España convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo,
prohibiéndosele hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen
señores de la tierra, que organizasen la administración y ejercitasen la judicatura en apelación,
con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El Rey se comprometió a
no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que la
del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores
para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen casi
exclusivamente a los naturales del país originarios de España en cuanto a los empleos civiles,
eclesiásticos y de rentas. Por manera que, con una violación manifiesta de las leyes y de los
pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que
les daba su código.3
El alegato de Bolívar tampoco deja lugar a duda alguna. Aquellas "leyes expresas" y
"aquellos pactos subsistentes" le concedían "a los naturales del país originarios de España" que
fuesen "señores de la tierra" y les prometían "no enajenar jamás las provincias americanas".
Las revoluciones de la independencia sje proponen reparar el incumplimiento de estos pactos
-incumplimiento que en ese momento se traduce, sobre todo, en una discriminación de los
criollos en la administración colonial y en el monopolio comercial impuesto por la monarquíay restablecer la "autoridad constitucional" de la minoría en los territorios de ultramar.
En su célebre "Carta de Jamaica" Bolívar reúne dos narraciones antitéticas acerca de la
historia americana. En la primera, los criollos y los indios aparecen peleando codo con codo
contra la opresión española, mientras que en la segunda esos mismos criollos reclaman los
privilegios que les habían concedido a sus ancestros los Reyes Católicos y Carlos v en
Ibíd., P. 53.
ídem.
3 Ibíd., p. 55.
1
2
182
recompensé por haber contribuido a la anexión de esos territorios al Imperio y por haber
favorecido la opresión de todos sus habitantes (cualquiera sabe que no se conquistan las tierras
sino los súbditos capaces de trabajarla). En la primera, la conquista se presenta como una
usurpación y un crimen abominable; en la segunda, como una proeza cuya recompensa
habrían sido las "capitulaciones", es decir, para Bolívar: "nuestro contrato social". La conquista
fue, en un caso, una violación del derecho de gentes y, en el otro, la carta fundamental de "los
naturales del país originarios de España"1.
Muchos políticos discrepaban, por ese entonces, con Bolívar, empezando por los
realistas españoles y terminando por los federales venezolanos, por razones muy distintas e
incluso opuestas. Pero lo interesante en su "Carta de Jamaica" es hasta qué punto Bolívar
discrepaba con Bolívar, el americano -por Hartarlo así- con el criollo, el natural de las Indias
con el oriundo de España, el aliado de los conquistados con el descendiente de
conquistadores, el paladín de la igualdad con el abogado de la superioridad blanca, el que
denuncia la violación del jusgentium cometida por los invasores ibéricos y el que eleva las
capitulaciones al rango de carta magna de la América española. Porque Bolívar no heredó de
sus predecesores una narración u otra, sino las dos, apareadas, lo que vale tanto como decir
que heredó una discrepancia.
Esta discrepancia, aun así, no debería asombrarnos ya que la existencia de un mismo
individuo no significa la existencia de una misma identidad. Bolívar tenía, por lo menos, dos, y
ambas se encontraban en conflicto a propósito de ciertos puntos importantes como la
legitimidad de la conquista o el estatuto político de los movimientos revolucionarios. Y no es
raro que así fuera. Cada una de esas identidades contaba y, a su vez, protagonizaba un relato
diferente: el americano defendía su tierra natal contra la invasión española mientras que el
criollo defendía su linaje, o su clan, contra la administración peninsular. Ambos coincidían, es
cierto, en ese punto preciso: el enemigo era, a grandes rasgos, la monarquía española y sus
representantes locales. Pero quizá fuese el único punto de convergencia entre ambos. Y por
eso la desaparición de ese enemigo común, una vez consumada la independencia, terminaría
sellando el divorcio de estas dos identidades (por lo menos hasta que otros imperios vinieran a
ocupar ese lugar, lo que no tardaría mucho en producirse).
Aquello que vale para Bolívar, vale también para otros patriotas de los movimientos de
la independencia. No basta con que un texto haya sido firmado por Camilo Henríquez, Servando Teresa de Mier, Francisco de Miranda o Juan Pablo Vis- cardo y Guzmán, para dar por
sentado que un mismo sujeto se pronuncia a lo largo de sus líneas. Hay que constatar, en cada
oportunidad, quién está hablando, si el americano o el hijo de españoles, si el nacido en
América o el oriundo de Europa, si 'quien defiende su tierra o quien venera a sus ancestros,
sabiendo, desde luego, que tanto el uno como el otro no son tanto U causa como el efecto de
la narración que están contando. De hecho, no solo es importante quién habla sino también a
quién se dirige y acerca de quién está hablando. Cada una de estas variables va a introducir una
inflexión en las narraciones de la independencia, con sus puntos sobresalientes y sus
omisiones. Si en un caso, por tomar solo un ejemplo, las masacres y la servidumbre de los
indios se explicaban por la codicia y la sed del oro, un afán de riquezas semejante va a traer
1
Cf. Beatriz Pastor, Discursos narrativos de la conquista: mitificación y emergencia, Hanover, Ediciones del Norte, 1988.
183
aparejado, en el otro, la prosperidad de la región. Y si en un relato los conquistadores
españoles se enriquecieron gracias a las inenarrables fatigas de los nativos explotados, las fatigas de los conquistadores solventaron, en el otro, los lujos exuberantes de la corte madrileña.
Este doble sentido antitético de ese episodio primigenio va a caracterizar a las narraciones de
la independencia hispanoamericana.
NOSOTROS, VOSOTROS, ELLOS
Quien sé interese por los discursos políticos, no debería pasar por alto una curiosa
propiedad de los pronombres, adjetivos posesivos y conjugaciones verbales de primera
persona del plural en muchas lenguas europeas. Estos excluyen a veces a los interlocutores
("Nosotros os ordenamos...") mientras que en otras ocasiones los incluyen ("Vamos
compañeros..."). El pronombre nosotros tiene la ambivalente virtud de reunir tanto a nosotros, los
destinadores, como a vosotros o ustedes, los destinatarios, y por eso algunas lenguas -como el
quechua cuzqueño, casualmente- resuelven semejante ambigüedad estableciendo una
distinción entre dos pronombres o dos conjugaciones verbales diferentes.
Reencontramos así el mismo problema al que Laclau hacía alusión a propósito de la
hegemonía: nosotros puede ser tanto la parte (el destinador) como el todo (destinador y destinatario). Cuando el destinatario y el destinador son dos sujetos singulares, tú y yo, la primera
persona del plural suele traer aparejada una confusión: puede tratarse de tú y yo o de él y yo
("Vamos a casarnos", le dice la joven a un muchacho sin que este sepa muy bien si ella le está
haciendo una propuesta de matrimonio o anunciándole su boda con otro). Cuando se trata de
dos sujetos colectivos, estos malentendidos entre la primera persona del plural inclusiva y la
exclusiva no cesan de multiplicarse. Estas confusiones afectan entonces, y por sobre todo, a
ese dominio de la palabra en el cual ambos sujetos son, casi por definición, colectivos: el
discurso político! Supongamos, en efecto, que los miembros de un congreso les enviaran un
mensaje a los pobladores de alguna región. Habría que determinar en cada caso si el
pronombre nosotros incluye solamente a los congresales o también a los pobladores. Y si el
congreso representa a esos pobladores, como suele suceder, nos encontramos con que el
nosotros puede reunir a los representantes y los representados o solamente a los representantes.
Pero tal vez un caso concreto nos ayude a comprender mejor esta cuestión. En 1822 el
"Congreso Constituyente del Perú" le dirige a "los indios de las provincias interiores" un
mensaje redactado, según parece, por José Faustino Sánchez Carrión, el mismo que había
escrito la oda para Joseph Baquíjeno y elaborado el primer proyecto de constitución peruana.
En esta misiva los congresales les anuncian a los indios que, a partir de ahora, ellos decidieron
representarlos:
Nobles hijos del sol, amados hermanos, a vosotros virtuosos indios, os dirigimos la
palabra, y no os asombre que os llamemos hermanos; lo somos en verdad, descendemos de
unos mismos padres; formamos una sola familia y con el suelo que nos pertenece, hemos
recuperado también nuestra dignidad y nuestros derechos. Hemos pasado más de trescientos
184
años de esclavitud en la humillación más degradante y nuestro sufrimiento movió al fin a nuestro
Dios a que nos mirase con ojos de misericordia. Él nos inspiró el sentimiento de libertad y Él
mismo nos ha dado la fuerza para arrollar a los injustos usurpadores que, sobre quitarnos
nuestra plata y nuestro oro, se posesionaron de nuestros pueblos, os impusieron tributos, nos
recargaron de pensiones y nos vendían nuestro pan y nuestra agua. Ya rompimos los grillos y este
prodigio es el resultado de vuestras lágrimas y de nuestros esfuerzos. Al Ejército Libertador que
os entregará esta carta, lo enviamos con el designio de destrozar la última argolla de la cadena
que OÍ oprime. Marcha a salvaros y a protegeros. El os dirá y hará entender que están
constituidos, que hemos formado todos los hijos de Lima, Cuzco, Arequipa, Trujillo, Puno,
Huamanga y Huancavelica, un Congreso de los más honrados y sabios vecinos de esas mismas
provincias. Este Congreso tiene la misma y aún, mayor soberanía que la de nuestros amados
Incas. Él, a nombre de todos los pueblos, y de vosotros mismos, va a dictar leyes que van a
gobernarnos, muy distantes de las que nos dictaron los injustos reyes de España. Vosotros,
indios, sois el primer objeto de nuestros cuidados1.
La carta; es, como suele decirse, un mensaje de fraternidad, y por eso apostrofa a sus
destinatarios con el título de “hermanos”. Hasta el primer punto y coma, no obstante, los
congresales establecen una distinción clara entre nosotros, los destinadores, y vosotros, los
destinatarios de la misiva política. Solo á continuación la segunda persona del plural se
extiende a ambos: "... hermanos-, lo somos en verdad, descendemos de unos mismos padres;
formamos una sola familia..." Ese padre, se supone, sería esa divinidad llamada, poco después,
"nuestro Dios", mientras que la figura de la madre representaría ¡aquí a la tierra, como solía
suceder en otros textos de ese entonces ("... y con el suelo que nos pertenece..."). Estos
hermanos son- entonces coterráneos y correligionarios pero también aliados ante un enemigo
común, ese "usurpador" que los humilló a unos y otros (aunque por diferentes razones) a lo
largo de tres siglos: "hemos pasado más de trescientos años de esclavitud en la humillación más
degradante...".
A partir de ese momento, Sánchez Carrión opera una distribución muy peculiar de los
pronombres y los adjetivos posesivos. "Sobre quitarnos -escribe- nuestra plata y nuestro oro, se
posesionaron [ellos] de nuestros pueblos, os impusieron tributos, nos recargaron de pensiones...".
La distinción que el abogado hace entre los pronombres os y nos parece insinuar que los
destinadores de la carta son, a diferencia de los destinatarios, criollos. Cuando se trata de la
plata y el oro -que el derecho de posesión invocado implícitamente por el propio texto les
reservaría exclusivamente a las poblaciones usurpadas-, el constitucionalista peruano recurre a
los posesivos nuestra y nuestro, como si los herederos de los conquistadores pudiesen reclamar
las mismas prerrogativas que los indios conquistados sobre esas cuantiosas riquezas. Los
criollos tenían que resolver este problema, ¿cómo condenar la conquista, diferenciarse de los
indios y a la vez reclamar el derecho de propiedad sobre los bienes de este continente? Bolívar
lo había dicho en varias oportunidades:"... no somos ni indios ni europeos, sino una especie
media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles...".
1
Augusto Tamayo Vargas y César Pacheco Vélez (ed.),José Faustino Sánchez Carrión, Lima, Colección documental de
la independencia del Perú, 1974, p. 94.
185
La primera persona del plural abarca en el mensaje de los congresales a los criollos y a
los indios indistintamente cuando ambos ¡aparecen como aliados en el antagonismo con un
mismo adversario: los usurpadores, los españoles, ellos. La oposición entre nosotros y ellos,
justamente, caracteriza al discurso político, o por lo menos al momento antagónico de este
discurso (nosotros, los proletarios, ellos, los explotadores; nosotros, los nacionales, y ellos, los
extranjeros, etc.). Cuando el discurso político se orienta hacia la cuestión de la representación,
o cuando destinadores y destinatarios ocupan los lugares del representante y el representado,
esa primera persona incluyente desaparece y reaparece la segunda persona del plural (ya no hay
solamente nosotros sino nosotros y vosotros). Al Ejército Libertador, les explican los congresistas a
los indios, "lo enviamos con el designio de destrozar la cadena que os oprime". Y más
adelante:" Vosotros, indios, sois el primer objeto de nuestros cuidados". Esto nos permitiría
entender entonces por qué los destinadores se atribuyen a sí mismos un papel activo en el
proceso revolucionario ("nuestros esfuerzos..."), y le reservan a los indios un papel pasivo
reduciéndolos al estatuto de puras víctimas ("vuestras lágrimas...").
Concentrémonos entonces en un problema muy preciso. Cuando Sánchez Carrión
escribe: "El, a nombre de todos los pueblos, y de vosotros mismos...", está haciendo alusión al
Congreso y a su valor representativo de la totalidad, y anunciándoles a lob indios que este va a
gobernarlos y, como si esto fuera poco, eh su propio nombre. Aparece entonces una parte que
representaren un sentido parlamentario, al todo: hablan por ellos. Algunas líneas más arriba,
no obstante, la relación entre la parte y el todo, entre la fracción y el entero, tenía una naturaleza ligeramente diferente.
El texto venía hablando, si observamos bien, del Ejército que "enviamos con el
designio de destrozar la última argolla de la cadena que os oprime", lo que explica por qué a
ese Ejército se lo califica de Libertador. La primera persona del plural, en esta fíase, incluye
solamente a los congresistas. Y a esto se refiere a continuación Sánchez Carrión cuando
escribe: "hemos formado todos los hijos de Lima, Cuzco, Arequipa, Trujillo, Puno, Huamanga
y Huancavelica, un Congreso...": El verbo hemos tiene como sujeto la expresión "todos los
hijos de...", como si ésa parte de la población ("los más honrados y sabios vecinos de esas
mismas provincias") no solo representaran la totalidad sino que además fueran el todo. El
enunciado "hemos formado todos los hijos [...] un Congreso" no incluye a los destinatarios y
sin embargo incluye a "todos los hijos" de esos departamentos, esto es: a los hermanos. Ya no
nos encontramos entonces con una representación parlamentaria (los representantes hablan en
nombre de los representados) sino con una representación hegemónica (una parte vale tanto
como el todo). Los congresales representan a todos los pobladores en el primer sentido; "los
más honrados y sabios vecinos de esas mismas provincias" los representan en el segundo. Y
lejos de lo que puede suponerse, en esta expresión los adjetivos honrados y sabios -cuya
aparición sirve para otorgarle una legitimación moral a los congresales- no son tan importantes
como el sustantivo vecinos. Vecino es, en efecto, una categoría que concierne solamente a los
criollos y a los peninsulares que eventualmente residían en América. Vecino es un vocablo que
supone una proximidad espacial con el hablante que lo profiere (y que los lingüistas suelen
llamar "sujeto de la enunciación"): el que vive en nuestra vecindad. Y estas vecindades eran los
"pueblos de españoles" y no los "pueblos de indios", situados en la periferia de los primeros.
186
Vecinos, en definitiva, eran los integrantes de un mismo cabildo, esos consejos municipales
españoles en donde van a iniciarse las revoluciones de la independencia.
Aquella oscilación en la extensión de la primera persona del plural corresponde por lo
general al pasaje entre la epopeya americana y la novela familiar del criollo. Cuando un americano reproduce esta narración, se está dirigiendo a otros americanos para contarles su propia
historia. De modo que los americanos son aquí los narradores, los protagonistas y los
destinatarios -Gérard Genette los llamaría "narratarios"1- de una misma narración. El pueblo
americano va a existir, precisamente, en la medida que sus miembros sigan contando, o
contándose, esta historia. Esto significa que la primera persona del plural tiene, en un caso así,
un valor performativo: toma como referente el conjunto que establece. A pesar de las
diferencias evidentes entre los distintos grupos que integran esta unidad americana -a pesar de
sus antagonismos, incluso-, todos poseen un rasgo en común: se oponen a un mismo adversario, a ellos, a los godos. Recordemos una vez más la "oración inaugural" de Monteagudo:
Empezó nuestra revolución y en vano los mandatarios de España ocurrirán (con mano
trémula y precipitada a empuñar la espada contra nosotros: ellos erguían la cabeza y juraban
apagar con nuestra sangre la llama que empezaba a arder; pero luego se ponían pálidos al ver la
insuficiencia de sus recursos.2
En la narración criolla, en cambio, el pronombre nosotros ya no incluye a todas las
minorías sino solo a la criolla, es decir, a los presuntos descendientes de los conquistadores
ibéricos: "nosotros", como decía Sigüenza, "quienes por casualidad aquí nacimos de padres
españoles"3. Esto significa también que la extensión de los narratarios se ve notablemente
reducida. Un criollo les cuenta, en este caso, a sus congéneres la historia de su clase social y de
cómo su origen se remonta a la conquista. La citada carta de Viscardo y Guzmán, el jesuíta
amigó de Miranda, estaba dirigida "a los españoles americanos"!en ocasión de "la inmediación
al cuarto siglo del establecimiento de nuestros antepasados en el Nuevo Mundo" (y rio a los
hermanos americanos en memoria de los tres siglos de dominación española de este
continente)4.
Al igual que Camilo Torres Tenorio algunos años más tarde, el prelado peruano
recordaba el vínculo de sangre que unía a los españoles de ambas márgenes del océano:
aunque no conozcamos otra patria que esta, en la cual está fundada nuestra subsistencia,
y la de nuestra posteridad, hemos sin embargo respetado, conservado y amado cordialmente el
apego de nuestros padres a su primera patria. A ella hemos sacrificado riquezas infinitas de toda
especie, prodigado nuestro sudor, y derramado por ella con gusto nuestra sangre.5
A pesar de esto, la propia monarquía los considera "como un pueblo distinto de los
españoles europeos", de modo que solo les queda a los españoles americanos renunciar "al ri1
Gérard Genette, Figures III, París, Seuil, 1972, p. 227. Genette propone aquí una oposición entre "narrador" y "narratario"
inspirada en lá distinción entre "destinador" y "destinatario".
2 Monteagudo, Escritos políticos..., ob. cit., p. 113.
3 Citado por Leonard, ob. cit. p. 297.
4 Viscardo y Guzmán, ob. cit., p. 29.
5 Ibíd., p. 30.
187
dículo sistema de unión y de igualdad con nuestros amos y tiranos", tomo decía Viscardo, y
preferir el sistema "de unión y de igualdad" con sus siervos y vasallos, lo que implica un
incremento considerable en la extensión del pronombre personal y un deslizamiento hacia la
narración americana. A los "españoles americanos", en cambio, va a seguir digiriéndose
Bolívar cuando en el "Discurso de Angostura" repita textualmente la sentencia de la "Carta de
Jamaica": "No somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes
y los españoles", "americanos por nacimiento y europeos por derechos" o "naturales del país
originarios de España"1.
La oscilación entre ambas extensiones del pronombre personal nosotros se explicaría
por el lugar hegemónico ocupado por la minoría criolla, "representante general", en el sentido
marxista, o parte elevada a la dignidad del todo, como diría
Ernesto Laclau. Cuando Viscardo se dirigía a los criollos, tenía todavía el prurito de
llamarlos "españoles americanos", pero cuando lo hagan Mitre o Alberdi van a denominarlos,
sencillamente, "americanos". Mitre bregaba, es verdad, por la fraternidad con los indios y los
africanos, de modo que podía incluir fácilmente a estos grupos bajo la etiqueta "americanos" y
bajo la primera persona del plural llegado el caso. Alberdi, por el contrario, los excluía, y por
eso va a precisar establecer una distinción entre los americanos: indios y negros van a formar
parte, para él, de la América "salvaje" o "bárbara", por oposición a la América "europea" o
"civilizada". Esta dicotomía va a adquirir una preponderancia innegable a partir de la segunda
mitad del siglo XIX. "Ellos" ya no van a ser más los españoles peninsulares, o los
monárquicos, sino los bárbaros y todas aquellas fuerzas que se resisten a la occidentalización
de América, occidentalización iniciada con la conquista y proseguida con la revolución. Hubo
que esperar que los procesos de la independencia se acabasen para que la novela familiar del
criollo asumiera la significación revolucionaria reservada unos años antes a la epopeya popular
americana (no es casual, en este aspecto, que Alberdi haya podido criticar con tanta sagacidad
los principales componentes de ese "idioma poético y pintoresco de los símbolos", al tiempo
que reconocía que, sin ellos, la burguesía criolla nunca podría conservar la hegemonía sobre el
resto de las clases).
¿América poscolonial?
Hay quienes se preguntan en nuestros días si resulta lícito hablar de Sociedad
poscolonial a propósito de los países hispano, ibero o latinoamericanos. Cuando los argelinos
se independizaron de Francia, por ejemplo, más de un millón de pieds noirs (mote de los
colonos franceses) estuvieron obligados a abandonar el país dejando tras de sí sus casas, sus
campos o sus empresas. El proceso hispanoamericano fue, como sabemos, radicalmente
distinto: no solo los criollos siguieron viviendo en los territorios conquistados antaño por sus
ancestros sino que además fueron ellos quienes fomentaron los movimientos de
1
Doctrina..., ob. cit., p. 104.
188
emancipación. ¿Puede hablarse entonces de descolonización cuando los colonos, o sus
descendientes, siguen ocupando en esos países una posición hegemónica?
En un artículo reciente, José Antonio Mazzotti recordaba que los criollos eran
individuos que se autoconciben como parte del poder imperial, y sin embargo no se
consideran a sí mismos extranjeros en el nuevo mundo. ¿Cómo resolver este dilema? Quizás el
concepto más cercano al campo hispanoamericano de la versión de Bhabha de la teoría
(poscolonial sea el concepto ya mencionado de ambivalencia, en que las lealtades y los
rechazos duales nos pintan un sujeto ontológicamente inestable, en plano de igualdad y hasta
de superioridad frente a los españoles, y sin embargo en situación de inferioridad en cuanto a
su representación política.1
En las antiguas colonias francesas o británicas de Asia o África, la independencia vino
acompañada por una desoccidentalización de la cultura local. En las antiguas colonias
españolas, por el contrario, los revolucionarios y sus sucesores proponen acrecentar y acelerar
el proceso de occidentalización d^ las diversas minorías, y hasta aseguran que se separaron de
una potencia europea para establecer vínculos cada vez más estrechos y profundos con el
continente europeo. Tal vez la contradicción que venimos destacando entre una narración
americana y una narración criolla permita elucidar aquella "ambivalencia" de ese "sujeto
ontológicamente inestable", aunque suponga también un cuestiona- miento de esta noción de
"sujeto", ya que, por encontrarse "sujeto", no debería mostrarse "ontológicamente inestable".
El problema acaso pueda resolverse de manera más precisa si aceptamos la idea de que el
criollo obedece, o responde, a dos interpelaciones (a dos vocaciones o dos investiduras simbólicas). Si un significante es lo que representa a un sujeto para otro significante, entonces
criollo significa "europeo" para indio y "americano" para español. No hay "inestabilidad
ontológica" del sujeto sino oposición binaria de los significantes. Un sujeto, por consiguiente,
no es, y no podría ser nunca, un objeto dotado de ciertas cualidades, atributos o maneras de
ser anteriores a la interpelación que lo sitúa en un lugar social determinado. No hay que pensar
entonces las narraciones a partir de los sujetos, como si estas solo fuesen una transcripción de
la "visión del mundo" de ellos, sino los sujetos mismos a partir de las narraciones. Más que
una identidad inestable, habría, por lo menos, una doble identidad o incluso, por qué no, un
desdoblamiento de la identidad.
Esto explicaría además por qué nadie puede dedicarse a estudiar una minoría sin tener
en cuenta su relación diferencial con otras en el seno de una sociedad. Ningún grupo tiene una
identidad propia y susceptible de aislarse de las demás, como si la oposición se confundiese
con la separación o como si la diferenciación fuese una ruptura. No hay una identidad criolla,
digamos, independientemente de su oposición a indio, negro o español, como tampoco hay
una identidad indígena fuera de la relación diferencial con el criollo, el negro o el europeo. La
presunta identidad pura perdida no es sino un efecto retrospectivo de la sobredeterminación
estructural de una parte de la sociedad. Y los discursos poscoloniales solo pueden olvidarlo al
1
José Antonio Mazzotti, "El debate (pos)colonial en Hispanoamérica" en Treinta años'de estudios literarios/culturales
latinoamericanos en Estados Unidos, Pittsburg, Biblioteca de América, 2008, p. 200. Homi K. Bhabha, The Lo- cation of
Culture, London, Routledge, 1994.
189
precio de sucumbir en cualquier momento a la tentación identitaria y su gusto por los
sustantivos abstractos ("indianidad", "negritud", etc.)1.
1
Esta sobredeterminación de las identidades no se confunde con las nociones de "hibridación" o de "mestizaje" tal como
las exponen Néstor García Canclini (Culturas híbridas, Buenos Aires, Paidós, 2001) y Serge Gruzinski CLa pensée
métisse, París, Fayard, 1999).
190
Rodolfo Kusch (1922 – 1979): nació y falleció en la ciudad de Buenos Aires, Argentina,. En la
Universidad Nacional de Buenos Aires se graduó en Filosofía y completó su formación con estudios de
antropología y psicología. Como fuente de su producción teórica, incorporó el trabajo de campo en las
provincias argentinas de Salta y Jujuy y en poblaciones quechuas y aymaras de Bolivia y Perú. Se radicó
temporalmente en Maimará, localidad de la Quebrada de Humahuaca en Jujuy, y en la Universidad Nacional
de Salta fue Director de Relaciones Latinoamericanas. Su obra fue distinguida con varios premios
importantes. América profunda, Indios, porteños y dioses, El pensamiento indígena y popular en América,
Geocultura del hombre americano, Esbozo de una antropología filosófica americana son algunos títulos de su
relevante producción, así como sus contribuciones en publicaciones periódicas y programas radiales.
Kusch, Rodolfo, Esbozo de una antropología filosófica americana, Buenos Aires,
Castañeda, 1978, Cáp. 7, págs. 101-106.
Rodolfo Kusch (1922 – 1979): nació y falleció en la ciudad de Buenos Aires,
Argentina. En la Universidad Nacional de Buenos Aires se graduó en Filosofía y completó
su formación con estudios de antropología y psicología. Como fuente de su producción
teórica, incorporó el trabajo de campo en las provincias argentinas de Salta y Jujuy y en
poblaciones quechuas y aymaras de Bolivia y Perú. Se radicó temporalmente en Maimará,
localidad de la Quebrada de Humahuaca en Jujuy, y en la Universidad Nacional de Salta fue
Director de Relaciones Latinoamericanas. Su obra fue distinguida con varios premios
importantes. América profunda, Indios, porteños y dioses, El pensamiento indígena y popular en
América, Geocultura del hombre americano, Esbozo de una antropología filosófica americana son
algunos títulos de su relevante producción, así como sus contribuciones en publicaciones
periódicas y programas radiales.
Si pregunto por lo humano en América inquiero por la posibilidad de una
antropología. Se trata de ver cómo se desenvuelve el hombre en un lugar geográfico
limitado como es América. En cierto modo pregunto por el episodio local de ser hombre.
Pero la antropología tomada en general se refiere a lo que se dice en la ciudad
imperial sobre qué ocurre con el hombre en la colonia. Es inquirir por las características
que tiene un quechua o un aymara, pero también un habitante de Buenos Aires, como si
fueran la deformación de un modelo. Esto implica el prejuicio de ya saber qué pasa con el
hombre, y medir desde ahí la deformación accidental que sufre el hombre en tanto
habitante de América.
Pero si invertimos el problema y, en vez de medir la deformación, pensamos en qué
medida el quechua, el aymara o el porteño participan también de lo humano, nuestra
pregunta se abre en un sentido filosófico. Ya no se trata de medir deformaciones, sino de
reconstituir todo lo humano a partir de la deformación misma. Mejor dicho, desaparece la
deformación y la convicción de saber cuál es el modelo, y asoma la duda sobre qué es lo
humano, y se inicia la indagación sobre lo humano mismo a partir de lo popular.
En este punto ya no interesa si la reflexión se hace en América o en África, porque
la duda nos lleva a aferrarnos a lo que está dado, ya que eso que está dado ha de constituir
191
lo humano en general. Es más, podría ser que lo que habíamos concebido como modelo
sea ci episodio del supuesto accidente de ser hombre en América.
Pero si se inicia esta senda especulativa, habrá que modificar el instrumental. Quizá
haya que elaborar una fenomenología del pensamiento popular. Pero corre el riesgo de
reiterar lo que ya se ha dicho sobre el tema, que siempre incurre en la asepsia necesaria y no
llega al escándalo filosófico de suponer que lo humano se da en su plenitud también en una
aldea quechua, en los suburbios de Buenos Aires, y no totalmente en la capital del imperio.
Más aún, detrás de una indagación de esta índole no podría darse un simple fin académico.
Y es que no se trata de lograr un panorama analítico de lo que piensa el pueblo, sino de
asumir desde un principio el pensamiento popular en toda su profundidad como propuesta
para un pensar.
¿Pero cómo instrumentar un análisis filosófico a partir del pensamiento popular?
Esto pareciera totalmente exterior al filosofar mismo. El filosofar, en tanto es un quehacer
formal, supone un cierto apriorismo que desecha cualquier propuesta exterior o, por decir
así, propuesta real o proveniente de la realidad sensible. Pero lo real tomado como la dura
realidad que debe ser considerada seriamente, tal como se nos viene proponiendo desde la
época de Kant, no pasa de ser un prejuicio del imperio. Podría ser que entre nosotros lo
real no sea tan serio, o mejor que la seriedad hay que ponerla en otras cosas. Además,
considerar lo popular como lo exterior ya señala una actitud de dominio y segregación que
tampoco es propio de la filosofía. En la indagación por lo humano, el quechua, el porteño y
uno mismo, albergamos el apriorismo necesario para hacer filosofía. En este sentido pensar
lo humano en América es partir desde la total interioridad del problema, aun cuando ésta
sea vista como exterior por el pensamiento imperial.
Tomar en cuenta lo popular implica renovar la polémica entre Heidegger y Scheler.
Si bien el primero rechaza una antropología filosófica puramente enumerativa de las
cualidades del hombre sostenida por Scheler, sin embargo nos queda la duda de que ni el
uno ni el otro, quizás por no ser americanos, logran captar toda la esencialidad del hombre.
Una antropología enumerativa como la denuncia Heidegger dispersa lo esencial del
hombre, porque se limita a una enumeración de sus características y además ya supone qué
es el hombre. Sin embargo ¿por qué la intuición de Scheler conviene a nuestro planteo?
Haber puesto lo humano en toda su exterioridad para instrumentar desde ahí un
pensamiento pretendidamente interior constituye una manifiesta contradicción, pero
precisamente por su carácter apodíctico resulta de una evidente sugestión. ¿No será que el
momento histórico en que acaece la polémica, o sea el siglo XX europeo, se produce en
medio de una saturación analítica sobre qué pasa con el hombre, que los lleva a oponer a
los dos autores cuando en realidad tendrían que haberse complementado?
El momento de América es, desde el punto de vista histórico, el de su pueblo, y
decir esto no supone que debemos iniciar un pensamiento sin analítica, sino que recién
ahora se inicia una analítica de lo que realmente nos ocurre, y para eso habrá que sortear las
contradicciones que los otros nos plantean.
Ante todo no se trata de averiguar en América, por ejemplo, un nuevo puesto del
hombre en el cosmos, porque el problema del cosmos como entes que rodean al hombre
responde a una sospechosa preocupación propia de la cultura occidental. Se trata por eso
de lo humano propiamente dicho, o peor aún, lo humano obvio que necesitamos recuperar
para que nos sirva de punto de partida. Para ello es preciso descubrir lo realmente universal
192
que se da en lo particular y empírico de un hecho folklórico. No se entendería un ritual si
no se diera previamente lo humano con su verdadero contenido apriorístico que
condiciona a su vez el ritual. A partir de aquí no cabe entonces una inferencia o una
inducción, sino un descubrimiento de lo humano a partir de su propio acontecer.
Pero de nada vale el hecho folklórico si no se plantea una voluntad filosofante, por
no decir un talento para pensar. Dicha voluntad necesita su orientación y ésta no puede
surgir sino de esos hechos que nos afectan. El pueblo en América nos afecta pero no como
algo exterior, sino también porque somos todos un pueblo afectado. En la distorsión surge
la necesidad de un sentido.
Quizás será preciso antes hacer una diferencia entre filosofar y pensar. Filosofar
supone una actividad profesional con las reglas de juego dictaminadas por un código
acuñado por una actitud en cierto modo cientificista y académica. El pensar en cambio se
refiere a la totalidad, implica una toma de conciencia que forzosamente habrá de ser
asistemática. Pero el pensar contiene al filosofar, y este último queda a la zaga del pensar
mismo enredado en lo puramente entitativo.
Y es por el lado del puro pensar donde toma validez el pensamiento popular. En lo
que sigue se parte de la hipótesis de que podría ser que el pensar popular responda a un
modelo que hace al pensar humano en general, en tanto aquél es un pensar sin
prevenciones que se apoya en áreas no filosofadas, donde rigen los símbolos con toda su
carga semántica y que, por eso mismo, sugiere elementos genuinos para una filosofía.
Es el caso del concepto de invalidez encontrado en el discurso de una informante
de Salta. La invalidez como decíamos respondía al concepto de una ontología del pobre. El
ser pobre supone ontológicamente una invalidez universal que se extiende a lo humano en
general. ¿Qué diferencia habría entre esta intuición de la invalidez y la antropología de la
finitud? Entre la invalidez y la finitud media la pérdida de una carga semántica y un mayor
grado de abstracción en este último, que hace que el concepto de finitud sea más adecuado
para un pensamiento filosófico. Pero aquí cabe pensar si en el concepto de finitud no se da
también una semántica cargada de dramatismo dentro de la cultura occidental.
Si partimos del concepto de invalidez, lo humano se torna más concreto y pareciera
localizarse espacialmente en el sentido de adquirir la connotación del lugar. Esto lleva al
problema de la relación entre lo que llamé el suelo y la filosofía. En otras palabras ¿cabe
una filosofía sin suelo? Invalidez implica la condena a una caída, la imposibilidad física y
espacial del movimiento, en cierto modo el estar tocado por los dioses, condenado a ser
puramente un ente, lo que pareciera hacer referencia a la gravidez del suelo y a una
deformación. Pero esto no excluye que el pensar mismo, en tanto éste exige la totalidad,
compense la gravidez. Y no importa tampoco que esta compensación no termine en la
infinitud del ser, dicho esto en términos filosóficos, sino en la plenitud de los dioses, o sea
pudiera derivar en una teología.
Por este lado sólo cabe detectar lo impensable que completa el pensamiento en la
misma medida que el pensar de cosas se completa en el pensar de la anti-cosa, el área que
como dijimos trasciende a la así llamada realidad contundente y contractual. Esta vasija, por
ejemplo, responde a un contrato sobre las necesidades, porque sirve para beber, pero
trasciende hacia el mundo de lo divino a través de la decoración y los ritos de sacralización.
El mundo de las cosas es compensado entonces por el apoyo del pensamiento en las
rugosidades simbólicas que asoman manifiestamente a través del tacto existencial.
193
En esto cabe retomar el concepto de la doble vectorialidad del pensamiento. La
distancia que media entre una conciencia mítica y una conciencia de lo real es cubierta por
el aislamiento del pensamiento mítico que se compartimenta frente al mundo de las cosas.
Pero como esto no es excluyente ya que el pensar popular juega constantemente entre lo
mítico y lo real, hace que insistamos en que el pensar popular responde a un modelo del
pensar humano en general.
Es más, no es difícil ubicar las variantes ocurridas en la historia de la filosofía
occidental dentro de la estructura proporcionada por el pensar popular. Por ejemplo, la
transición de San Agustín a Suárez, en la cual se da progresivamente el concepto de
individuación, la urgencia de fundamentar el pensamiento inductivo, el problema de una
teoría del conocimiento que gira en torno al problema de lo empírico, todo ello implicaría
un alejamiento progresivo de un pensar natural hacia un pensar distorsionado que pierde
los límites de su totalidad. Se da en todo esto una creciente importancia a lo objetual, pero
se subvierte progresivamente el concepto de caída e invalidez que hace a lo puramente
antropológico. Esto da que pensar. ¿No será el filosofar en sí una puesta en el mercado de
un pensar total, un convertir en moneda corriente lo que en el fondo es difícil de connotar,
como ser la totalidad del asunto del pensar? Es más, en vez de haber un progreso en el
pensar en sí, se da una regresión, lo cual incide en la paulatina desaparición de lo humano.
Por eso pareciera ser que Hegel hace referencia a esto cuando en su historia de la filosofía
hace una distinción entre el pensar de los domingos y el pensar del día de semana. ¿No
denuncia con ello la posibilidad de un pensar en totalidad que rebasa su propio quehacer
como filósofo?
¿Será entonces más genuino un pensamiento mítico que un pensamiento racional?
El pensamiento mítico fue descubierto por la filosofía hace poco tiempo. Y la manera
como es esgrimido pareciera hacer referencia a una compensación encubierta para un
pensar que fue devorado por las cosas. Aun no se han dicho todas las implicancias de dicho
pensamiento, ni aun cuál será su verdadera ubicación dentro de un pensar científico.
Mientras no se encuentre esto seguirá siendo un casillero despreciado pero que contiene
elementos fundantes para un pensar total.
Sumirse en el pensamiento popular supone además asumir una tradición elaborada
por una masa anónima en medio de la cual andamos nosotros cotidianamente. Es
comprender el gesto o el lenguaje de todos los días, pero que son también nuestros gestos y
nuestra lengua, pero que también significa el sentido que hace a todos y que por eso mismo
contiene el sentido de una filosofía. Ya no se tratará de la madurez de juicios sino que
podría ser la explicitación de una potencialidad filosófica como un principio ordenador que
dona sentido. Una filosofía así no sería una culminación, sino una dinámica. Sería el buceo
constante sobre el sentido que nos rodea. No es el búho que levanta vuelo al anochecer,
sino la propuesta que asoma con el nuevo día. Entonces filosofía tampoco sería un
quehacer de élite o profesional que se vuelca en procesos fina1es No será tampoco un
quehacer que se desempeñe sobre la seguridad racional del juicio, sino sobre la inseguridad
de una propuesta que se siente al fin como propia.
Asumir el pensamiento popular supone regresar además a la conciencia natural y,
por consiguiente, implica un nuevo comienzo. Pero si esto da inseguridad será porque se
nos resquebraja lo que pensábamos sobre lo que el imperio nos decía sobre qué era el
hombre. En este punto se impone la necesidad de una antropología filosófica, pero
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pensada a partir de América, o mejor dicho, sin América, en el sentido de que sólo aquí
podemos ahora pensar qué pasa con el hombre en general.
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