La voluntad en los estudios sobre la consciencia

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La voluntad en los estudios sobre la consciencia
Alberto Carreras
Universidad de Zaragoza
acaras@unizar.es
Resumen:
Esta comunicación tiene como contexto los Estudios sobre la Consciencia, que
desde hace dos décadas van constituyendo el núcleo de los debates en Filosofía de la
Mente, a su vez herederos de las más antiguos discusiones sobre el alma, sobre su
naturaleza y sus interacciones con el mundo físico.
Se recuerdan en ella las posibilidades del paradigma emergentista para dar
cuenta de la producción de la mente y de la subjetivad, pero se ve la necesidad de
completar estas explicaciones con otras sobre la acción de ese mundo mental
producido. En este nuevo problema se recuerdan las propuestas clásicas y las más
recientes sobre la interacción mente-cerebro; se señalan luego las imprecisiones y los
prejuicios en torno al término “voluntad” cuando es usado para hablar de la causación
mental; y finalmente se mencionan algunas aportaciones sobre la acción de la mente
surgidas en los estudios sobre la consciencia.
Aunque el tema de la voluntad -libre o no, deliberadora consciente o no- ha
ocupado un lugar discreto dentro de la pretendida “ciencia de la consciencia”, no ha
dejado de interesar a científicos y filósofos. Los experimentos de Libet, por ejemplo,
han dado lugar a muchas interpretaciones y reflexiones.
La mayor parte de las discusiones sobre la consciencia, sin embargo, se
centraron en un principio en el debate entre reduccionistas e irreduccionistas. Dentro de
él, el paradigma emergentista –un paradigma naturalista si los hay- ha resultado
conciliador, permitiendo pensar la consciencia como un fenómeno nuevo y original,
aunque resulte ser un producto de la actividad neuronal del cerebro.
En otras ocasiones (Carreras, 1999, 2000, Gómez Tolón y Carreras, 2003) he
presentado interesantes hipótesis para dar cuenta a) de la emergencia de lo mental, y b)
de la construcción a posteriori del “yo” como sujeto de la experiencia interna, negando
con ello cualquier yo trascendental que no sea nuestro propio organismo biológico. Por
ejemplo, lo mental podría muy bien ser el resultado de esos disparos rítmicos y
sincronizados de millones de neuronas, invocadas por Crick (1993) Llinás (1998, 2001),
Pockett (2000), McFadden (2002), Edelman (2000) y otros para explicar la consciencia.
O lo que Francisco Varela denominó “Resonant Cell Assemblies”. Estos fenómenos
pueden dar lugar a lo que yo he calificado de “melodías neuronales”. Según esta
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metáfora, los productos mentales surgirían como la sinfonía que ejecuta una orquesta,
de la cual depende, pero sin que se confundan la una con la otra.
En cuanto a la subjetividad o la intimidad personal de la mente la he
presentado como resultado de la unificación y coordinación progresiva de muchas
experiencias mentales; ordenación que crea la misma idea de un “yo” como sujeto de
tales experiencias, distinto del mundo o no-yo. Tal distinción no es innata ni previa a las
experiencias mentales (Gómez Tolón y Carreras, 2003) y. como cualquier otro
constructo, el del yo tiene unas fronteras borrosas, que se van precisando con el tiempo,
a la vez que se hacen reflexivas.
Pero aún aceptando este punto de vista, y suponiendo que efectivamente el
paradigma emergentista permita dar cuenta de la producción de la mente y de la
consciencia, es necesario reconocer que necesita ser completado. Pues, si bien puede
explicar el surgimiento o la emergencia de ese nuevo tipo de entidad que es la mental,
no nos habla de cómo dicha novedad influye en nuestra conducta. Y en este punto
topamos con la vieja pregunta sobre la interacción del alma sobre el cuerpo. ¿Existe tal
interacción? ¿O es lo mental un mero epifenómeno? ¿Es la consciencia el conductor que
va al volante (Eccles, 1989) o el platónico auriga? Y, en caso contrario, ¿cómo tomamos
las decisiones? ¿Cómo se activan las neuronas motoras o se ponen en marcha planes de
acción?
En efecto, tras explicar la emergencia, hay que abordar el tema
complementario de la inmersión, el descenso a la caverna de aquellas sutiles entidades,
las mentales, que muchos han considerado como carentes de materialidad. ¿Cómo se
trasmite su poder hasta la sala de máquinas de nuestro cuerpo? Es decir, ¿qué papel
juegan nuestros pensamientos, nuestros razonamientos y deliberaciones conscientes a la
hora de apuntarse o no a un Congreso, de seguir leyendo o dejar de hacerlo? Este es un
tema clásico en Filosofía de la Mente, que Platón y Descartes tuvieron que abordar, y
que también se ha ido tratando en los estudios de la consciencia.
Son bien conocidas las respuestas clásicas a este problema. Respuestas
variadas, que van desde los dualistas interaccionistas, como las de Descartes o Eccles,
hasta los materialistas epifenomenalistas (a partir de Huxley), pasando por las
posiciones dualistas y no interaccionistas, como Leibniz, así como por las monistas
subjetivistas de Berkeley, emulado luego por Maturana.
También algunas más
recientes, como la teoría de la identidad, el fisicalismo no reductivo o el monismo
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anómalo de Davidson. Entre todas ellas destacan las del grupo en el que se encuentran
la mayor parte de los científicos cognitivos, el emergentismo interaccionista.
Las posturas extremas, las que niegan la interacción, lo hacen desde algunos
de estos modelos mencionados. Por ejemplo, desde la teoría de la identidad, pues para
ella este problema resulta superfluo. Otro ejemplo son las teorías epifenomenalistas o
del inesencialismo de la consciencia.
Los defensores de la inesencialidad de la conciencia (Jaynes, 1990, Flanagan y
Polger, 1995, Pockett, 2004) consideran ésta como un “epifenómeno” y niegan
cualquier influencia suya sobre la conducta. Como mantienen Pauen, Staudacher y
Walter (2006), los epifenomenalistas son presa de residuos dualistas, considerando lo
mental como un fantasma en la máquina, sin corporeidad real. Para ellos el cerebro
produce la mente como una figura especular, pero ésta no influye en el resto de las
actividades cerebrales.
También niegan la interacción aquéllas teorías que defienden un paralelismo
psicofísico, hablando –a veces sin percibir sus repercusiones, como Crick- de los
“correlatos” neuronales de la consciencia o de la mente. Tal paralelismo (las paralelas
solo se juntan en el infinito) se inscribe en la tradición spinoziana del doble aspecto, del
dualismo de las propiedades, o la de los atributos diferentes de una misma sustancia. El
paralelismo puede ir acompañado -como en el caso más conocido de Chalmers y
Hameroff- por un panpsiquismo, que considera la consciencia como una propiedad
elemental y universal de la materia, presente en grados diferentes en todos sus niveles.
Un paralelismo mitigado se encuentra en el monismo anómalo de Davidson.
Frente a tales negaciones las teorías emergentistas que proponemos distinguen
diversos órdenes de materialidad y de organización con mutua interacción, ya que
dichos órdenes son inclusivos. Por ejemplo, un organismo vivo influye en el resto del
mundo físico y no sólo sobre otros organismos vivos. Del mismo modo, los fenómenos
mentales, como un subsistema organizador del mundo neuronal, no sólo influyen sobre
otros fenómenos mentales sino que modifican y son modificados por el conjunto de
nuestra actividad cerebral, y -a través de ella- por nuestras glándulas, nuestro cuerpo
entero y el resto del mundo físico.
Voluntad y metafísica
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Tradicionalmente la acción de lo mental sobre el cuerpo es conocida como la
decisión voluntaria, consciente y libre. Ello nos introduce en un territorio donde siguen
vigentes todos los prejuicios y las emociones que siempre han acompañado los debates
sobre la “voluntad libre” o “libre arbitrio”. No es extraño, pues, que las exposiciones en
libros, revistas y congresos sean en este ámbito más filosóficas que científicas; y que los
pocos debates sustentados en bases experimentales estén contaminados por el trasfondo
metafísico, ético y teológico que enmarca la cuestión de la “libertad”: esto es, por los
temas de la responsabilidad moral y jurídica, la predestinación teológica, el problema
del mal, etc.
En efecto, muchos defensores de la “libre voluntad” lo hacen por prejuicios
morales, religiosos y jurídicos. Creen que sin ella no hay posible atribución de
responsabilidad, y que su negación derrumbaría todo el edificio del derecho y de la
moral y afectaría gravemente a la religión. A su vez, muchas de las concepciones que
ponen en entredicho la libre voluntad lo hacen para deslegitimar la idea de una entidad
“sobre-natural” que escaparía a la ley universal de que todo efecto tiene sus causas
precedentes. ¿Dónde introducimos la “voluntad libre” en la cadena causal de la
actividad neuronal?
Si queremos, pues, avanzar en el conocimiento de cómo se toman las
decisiones, debemos desligar el problema metafísico de la libertad versus determinismo,
del problema de la “voluntad”. Incluso habrá que eludir la versión epistemológica de
este problema, que se ciñe a la impredictibilidad o incertidumbre de nuestra conducta.
Puesto que las matemáticas y las ciencias naturales nos muestran tantos sistemas
impredecibles, no nos merece la pena detenernos ahora en señalar que nuestra conducta
siempre podrá sorprender a los demás y sorprendernos a nosotros mismos.
Quizás deberíamos ir todavía más lejos y poner en cuarentena el mismo
concepto de “voluntad”. Pues si la consideramos como una facultad que origina nuestras
voliciones o decisiones, resulta ser un constructo meramente verbal de la antigua
psicología. Semejante a la “vis dormitiva” evocada para explicar por qué el opio hace
dormir, la voluntad es una palabra creada para dar cuenta de nuestras decisiones, sin
explicar cómo las tomamos; pues decir que hay una potencia o una facultad que las
produce -y dar un nombre a tal capacidad- no aporta ninguna explicación científica.
Como Nietzsche decía, la voluntad es una palabra popular que simplifica algo complejo,
pues esconde multitud de antagonismos y luchas internas de unas partes contra otras
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dentro de nosotros mismos, en las que hay un vencedor y unos vencidos. Y solemos
identificarnos con la parte vencedora.
Así pues, siguiendo los consejos de Churchland, podríamos eliminar el viejo
concepto de voluntad -consciente o inconsciente, reflexiva o irreflexiva- y sustituirlo
por otros más operativos y menos banales. Pero dada su difusión en el lenguaje
cotidiano, podemos conservarlo, teniendo en cuenta que con la palabra “voluntad” no
nos estamos refiriendo a una facultad conocida o una potencia misteriosa que explique
por qué y cómo tomamos las decisiones, sino que aludimos a un constructo teórico que
hace referencia al conjunto de todos los procesos que intervienen cuando tomamos tales
decisiones o ponemos en marcha planes de acción.
La voluntad y la consciencia
Aun con estas precauciones seguiremos hallando confusiones cuando se hable
de la voluntad en los estudios de la conciencia. Pues otro prejuicio tradicional es el de
atribuir a los actos voluntarios la cualidad de ser conscientes. Al hacerlo así se
contraponen los actos voluntarios (conscientes) a los automáticos o reflejos
(inconscientes).
Tal distinción oculta todo el campo de los conflictos, vacilaciones,
indecisiones, ambivalencias, rectificaciones, etc., que se desarrollan a la vez en los
niveles subconscientes y en los conscientes. Pues, aunque lo mental y consciente,
intervenga en nuestras deliberaciones y en las tomas de decisión, no es el único
componente de las mismas. Habrá que subrayar de nuevo, con Nietzsche, la
complejidad de la voluntad.
Al efecto podríamos afirmar que mayoría de los debates sobre causación física
de lo mental y lo consciente, se han centrado en mostrar la posibilidad o imposibilidad
de tal acción. Pero en realidad, este no es más que un problema preliminar, sobre el que
ya han hablado abundantemente los filósofos de la mente, antes recordados. Lo que
resulta ahora interesante, dando por supuesta la posibilidad de esta interacción, es
determinar cuáles son los mecanismos conscientes e inconscientes de la misma y cuál es
su poder relativo. Y aquí, lamentablemente, se ha avanzado todavía poco.
1. Conflictos. Una toma de decisión supone siempre un conflicto interno
previo. Se basa en la presencia de alternativas posibles: hacer esto o lo otro; hacerlo de
esta manera o de otra. Cuando no hay conflicto entre nuestros planes, los automatismos
funcionan bien y no se toman decisiones importantes. Esto no quiere decir que nuestro
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cerebro no esté constantemente eligiendo entre pequeñas alternativas para realizar todos
los movimientos del cuerpo; solo que estas computaciones las lleva a cabo sin darle
importancia, porque se ajustan a los planes generales, no afectan grandemente a nuestras
emociones, no requieren atención especial y por ello no pasan al nivel consciente.
La idea nietzscheana de que la voluntad supone competencia y lucha entre
unas partes de nosotros mismos contra otras se ha plasmado en teorías como el
darvinismo neuronal de G. Edelman (1992). Semejantes a las de “estabilización
selectiva de sinapsis” de Changeux (1993). Tales teorías se elaboraron sobre todo para
dar cuenta del aprendizaje y de la organización del conocimiento, pero también son
aplicables a las tomas de decisión.
Bastantes científicos cognitivos hablan de pequeños subsistemas cerebrales
que compiten entre sí, pequeños programas de recepción, organización y tratamiento de
la información, ya se les llame “módulos” (Gazzaniga), “simplones” (Ornstein) o
“agentes y agencias” (Minsky). Según el momento, uno de estos “simplones” –
conscientes o no- se impone sobre los otros y toma la dirección de nuestra conducta. Por
lo que algunos autores, como Ornstein (1991), proponen como programa ético el
aumento del dominio del módulo consciente.
Por otro lado, un representante conocido de la psicología cognitiva, Aaron
Beck, pretende que la agresión no es una respuesta inmediata, sino que antes de que la
persona violenta pase a la acción tienen lugar dentro de él fenómenos cognitivos
variados, como percepciones, valoraciones, emociones, que pasan desapercibidos
habitualmente pero sobre los que puede llegar a hablar si presta atención a su interior.
2. El enfoque conexionista -con sus tesis sobre la “información distribuida” y
el “procesamiento en paralelo” de la misma- coincidirá con la anterior perspectiva en
negar una jerarquía entre los módulos de la mente; pues se hallen o no en conflicto y
competencia entre ellos, estos módulos son autónomos; el flujo neuronal puede
canalizarse por cualquiera de ellos y ninguno –en nuestro tema, el consciente- está por
encima de los demás, controlándolos. Sin duda, esta visión plural, modular y no
jerárquica de la mente dista mucho del modelo platónico o de su seguidor Eccles, que
han afirmado la primacía de la consciencia. También son contrarios al primer modelo
computacional de la mente, basado en la metáfora del ordenador secuencial con un
procesador central (el de Fodor, por ejemplo).
3. Razón y emoción. En esta convivencia de módulos y caminos conscientes
con inconscientes, se inscribe el viejo antagonismo entre la razón y las pasiones.
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LeDoux, especialista en la neurología de las emociones -y base de referencia para las
teorías de Goleman sobre la “inteligencia emocional”- parte de una localización bien
conocida: la que sitúa lo mental y consciente en las regiones corticales, conectadas con
la amígdala y todo el sistema límbico, que rige nuestras emociones. Pero hace una
observación: la interconexión entre los sistemas corticales y el límbico no es simétrica,
pues hay más fibras nerviosas ascendentes desde éste hacia la corteza que descendentes,
lo cual explicaría, según LeDoux (1998), que las emociones controlan más nuestros
procesos cognitivos y decisiones que a la inversa.
4. Los engaños de la consciencia. Si los anteriores modelos coinciden todos
ellos en negar la primacía de la consciencia, esta negación es tanto mayor cuanto mas
desconfiemos de ella. En este sentido, las mismas ilusiones y engaños que son
detectadas en el campo de la percepción nos ponen en guardia sobre la poca fiabilidad
de la consciencia en el ámbito de las decisiones.
Por ejemplo, en su modelo de “borradores múltiples”, Dennett (1991) se centra
en las deformaciones y confusiones de la conciencia sensorial presentándola como un
montaje construido con diversos materiales, de los cuales unos son aportados por los
sentidos mientras que otros son imágenes e ideas preexistentes que se activan al unísono
que aquellos, mezclándose. Pero Dennett no es una excepción en los estudios sobre la
consciencia. Las deformaciones de esta consciencia constituyen patologías que son
ampliamente estudiadas en neurología, tales como la visión ciega, la heminegligencia,
las alucinaciones, las disociaciones, etc.,
Todos estos fenómenos nos hacen desconfiar también de la consciencia
volitiva, que nos engaña acerca del momento, las causas y los motivos –con su peso
relativo- de una decisión. El fenómeno de las instrucciones posthipnóticas -conocido
desde hace mucho tiempo y que iluminó en sus primeras reflexiones a Freud- es un
buen ejemplo de ello. El sujeto ejecuta una acción que le ha sido sugerida u ordenada
durante la hipnosis. Si se le ha añadido la meta-orden de que no debe recordar la
primera orden, cuando se le preguntan los motivos que le han inducido a realizar tal
acción, por inhabitual que ésta sea, declara múltiples razones, que inventa para los
demás y para sí mismo.
En estos casos, como en los experimentos de Sperry y Gazzaniga con los
enfermos a quienes se dividió el cuerpo calloso separando los dos hemisferios
cerebrales, la consciencia aparece como un supervisor, situado en el hemisferio
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izquierdo o verbal, que inventa historias para lograr que nuestras acciones parezcan
congruentes.
Ahora bien, el hecho de que la consciencia invente historias para justificar
nuestros actos no implica que todas ellas sean falsas. El mismo Gazzaniga considera
importante esta función, pues ella constituye un Conscious Mental Field (CMF) que
unifica la experiencia. Esta función organizadora de la consciencia, que resulta de la
labor de unificar y buscar la congruencia de nuestras experiencias, le otorga un peso
importante en el conjunto del procesamiento cerebral.
5. Los experimentos de Libet, por su lado, matizaron este peso. Estos
experimentos mostraron que somos conscientes de tomar una decisión algo después de
que el cerebro ya haya comenzando a ponerse en marcha para actuar, lo que fue
aprovechado por los epifenomenalistas para reafirmar la inoperancia de las decisiones
conscientes. Sin embargo, para defender aun una eficacia de la voluntad consciente,
Libet le atribuyó el poder de “detener” la acción cuando ésta comienza a ponerse en
marcha.
No se trataba sólo de que la voluntad consciente y racional pudiera detener una
acción espontánea, surgida por reflejo, impronta, costumbre u otro automatismo.
También podría detener una acción fruto de deliberación. Pues aunque tal acción se
pone en marcha unas décimas de segundo antes de que seamos conscientes de ello, en el
momento en que tomamos consciencia todavía tendríamos tiempo para pararla si nos
arrepentimos.
Conclusión: la mente y la consciencia adquieren importancia, frente a otros
módulos cerebrales, sobre todo por su papel de subrayar, organizar y socializar las
experiencias, dándoles sentido; todo ello potenciado por la comunicación y el lenguaje
que facilitan también la reflexividad. Su importante papel no parece ser, sin embargo, ni
enteramente fiable ni decisivo. Ellas no son el “conductor” que lleva el volante, como
afirmaba Eccles, sino que compiten con otros módulos inconscientes en el control de la
conducta, ya sea activándola, ya paralizándola una vez empezada. La intervención de la
conciencia en nuestras decisiones tiene lugar, sobre todo, cuando aparecen
contradicciones entre nuestros diversos planes de acción; cuando no tienen la vía
enteramente libre, originando dudas y deliberaciones. Las personas dubitantes tenemos
mucha experiencia de estos vaivenes y nos parece percibir la liviandad de la consciencia
para tomar decisiones.
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