Johann Baptist Metz DIOS Y EL TIEMPO Gott und die Zeit. Theologie und Metaphysik an den Grenzen der Modernität, Stimmen der Zeit 125 (2000) 147-159 La preparación de este texto se vio interrumpida por una encuesta sobre las exigencias históricas de la teología, en relación al pasado y al futuro. Mencioné la historia de catástrofes de nuestro siglo que culminaron en Auschwitz. ¿Ha quedado la teología realmente marcada por ellas? En su discurso sobre Dios, ¿ha experimentado aquel “shock” que -después de Auschwitz- le prohíbe todo idealismo teológico como metafísica de salvación, al margen de la situación y de la memoria? ¿Se ha convertido la teodicea en el centro de la teología? ¿Un segundo nominalismo? Durante más de dos decenios he transmitido a mis alumnos este criterio para el estudio de la teología: no se puede estudiar una teología que permanezca intacta después de Auschwitz. El discurso de la teología, representante de lo general y universal, debería ser puesto a prueba por lo singular y contingente de una catástrofe histórica. Pero ¿no se ponía así todo al revés? ¿No se abandonaba la mediación entre lo general y lo particular, transmitida por la historia de la teología y de la metafísica? Fijémonos en el nominalismo que supuso la desintegración de la mediación entre lo general y lo particular, transmitida por los grandes sistemas escolásticos medievales y los elementos de la metafísica griega, sobre todo aristotélica, que aquellos habían heredado. La teología ha valorado negativamente este nominalismo y su “débil” mundo conceptual, prestando poca atención al cambio de cosmovisión que se anunciaba en él y a la nueva comprensión de la singularidad y de la particularidad histórica, que empezaba a abrirse paso y no podía expresarse en el esquema clásico de lo general y lo particular. Nos encontramos actualmente en una situación en la que la relación de lo general y lo particular exige un nuevo tratamiento en la teología y en la metafísica. La reciente investigación sobre el nominalismo considera que éste no es la historia final y decadente del “gran” sistema de la Edad Media, sino la protohistoria de lo moderno, umbral de la irrupción de la subjetividad moderna. Jürgen Goldstein sostiene que el nominalismo teológico de Guillermo de Ockham no es una “radical puesta en cuestión de la racionalidad humana mediante la descomposición de las constantes racionales bajo la presión de un poder divino omnímodo y arbitrario, sino su nueva definición”. Dicho de otro modo, se trata de un experimento para definir la racionalidad humana no desde lo general abstracto, sino desde lo singular. He intentado descubrir las primeras huellas de esta “opción nominalista” ya en Tomás de Aquino. La conexión entre las premisas pensantes del discurso específicamente cristiano sobre Dios y la ruptura nominalista de la teología y metafísica tradicionales es decisiva. Según Goldstein, Ockham “en base a su doctrina sobre Dios, se opone a toda subordinación idealista del ser concreto, contingente e individual a una generalidad metafísica. El es decididamente crítico ante la metafísica, sin querer por ello negar del todo su posibilidad”. El carácter teológico del nominalismo supone (no sin las comprensibles turbulencias) un cambio en la historia del pensamiento. Quien pretenda reflexionar sobre el discurso del Dios bíblico (no sobre el motor inmóvil de Aristóteles, sino el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios de la creación y de la escatología), debe tener en cuenta esta “fractura nominalista” de la metafísica clásica. Debe revisar las supuestas seguridades metafísicas que se expresan en la supremacía ideológica de lo general frente a lo particular Y, finalmente, debe valorar de manera nueva lo singular y desarrollar una racionalidad sensible a lo contingente, frente a un concepto del ser y de la identidad propios de la metafísica greco-helenística, que deja inerme lo contingente, no conoce ningún comienzo del mundo ni ningún final del tiempo y ha marcado la filosofía cristiana de la religión, desde el platonismo medieval y la influencia de Plotino hasta el idealismo alemán. En las fronteras de la modernidad hay dos cuestiones que hacen presente a la teología y a la metafísica esta situación de nominalismo secundario. Primera: ¿ha sufrido la teología cristiana, a lo largo de la historia de catástrofes de este siglo (Auschwitz), aquel “shock” que le impide hablar de Dios con conceptos abstractos, mirando por encima la concreta historia humana de sufrimiento? Segunda: ¿cómo puede la teología formular y mantener la pretensión de verdad de su discurso sobre Dios frente al pluralismo ineludible de mundos culturales y religiosos, que se oponen en su dignidad singular a la mediación abstracta de lo general y lo particular, transmitida por la metafísica tradicional? Este “compromiso nominalista” por lo contingente y lo singular, por lo que va más allá de lo conceptual, no renuncia al pensamiento. No es ningún estímulo para la teología leer la famosa distinción de Pascal (“el Dios de Abraham…no el de los filósofos”) en el sentido de que el Dios bíblico es la negación del pensamiento y del espíritu, un Dios antimetafísico. No se trata de rechazar la metafísica, sino de un cambio de comprensión: se trata de percatarse, en la fundamentación del discurso sobre Dios, del carácter temporal de la metafísica para tener en cuenta la singularidad de los acontecimientos históricos y el horror de la contingencia. Sólo así funciona la analogía en el nominalismo histórico. Pretende que la teología contemporánea se pregunte hasta qué punto tiene en cuenta en su discurso aquella postura del espíritu y del pensamiento, enraizada en las tradiciones bíblicas, y en qué medida esta postura es útil a la teología en su intento de afrontar productivamente las exigencias presentes en las fronteras de la modernidad. Me refiero al pensamiento bíblico sobre el tiempo, cuyo a priori es el sufrimiento. El instrumento de este pensamiento, que pretende tener el cuenta el carácter temporal en todas las formas de fundamentación, es la “memoria passionis”. El mensaje de Dios como mensaje del tiempo El mensaje del Dios de las tradiciones bíblicas quiere ser escuchado como mensaje de un tiempo al que se le ha puesto un plazo. Todas sus manifestaciones dirigidas a Dios llevan la marca de un tiempo que se acaba. Este mensaje divino descansa en la más elemental estructura del tiempo, mediante la memoria del sufrimiento, en la que se narra y se da testimonio del nombre de Dios como salvador y fin del tiempo. Este tiempo con final, que no forma parte del acerbo cultural greco-mediterráneo ni del Oriente Próximo, es la raíz de la comprensión del mundo como historia y el preludio de la conciencia histórica que marcará eficazmente el espíritu de la modernidad europea, aun cuando esta modernidad, secularizada y crítica con la religión, se revuelve contra los contenidos metafísicos y teológicos de esta concepción del tiempo. Actualmente, en esta época de atmósfera nietzscheana, ya no hay ningún tiempo con final, ni siquiera un “final en la nada” (Nietzsche). Vuelve el primitivo mito griego de la eternidad del tiempo, en los neognósticos, en Michel Foucault, en Martin Heidegger –no con su pregunta por el “Ser y el Tiempo”, sino con su intento de respuesta en la línea de una ontología neopagana y vacía de humanidad, de probable origen presocrático, y en la línea de un antihumanismo derivado de ella, promulgado después de Auschwitz (1946), al que no menciona para nada. Pocas son las voces en contra, como la de J.F.Lyotard, quien afirma: “el sufrimiento por la carencia de una finalidad constituye la crisis de la situación posmoderna del pensamiento”. Todo aquel que, ante la historia de sufrimiento de la humanidad, se niega a acusar recibo de la “falta de finalidad” para refugiarse en la estética, quizá sea receptivo, en las fronteras de la modernidad, a la propuesta de la concepción bíblica del tiempo. Esta propuesta exige una renovada aproximación al género apocalíptico. En sentido estricto, la apocalíptica designa un género literario del judaísmo primitivo, que tiene su Sitz im Leben en las situaciones de sufrimiento agudo de la comunidad judía. Esto nos permite deducir dos características de la apocalíptica que atraviesan las tradiciones bíblicas como una constante. Por una parte, no se trata de una mentalidad catastrofista, sino de un comienzo de temporalización del mundo en el horizonte de un tiempo con plazo señalado. Esta apocalíptica no consiste en una especulación alejada de la historia ni en fantasías pesimistas sobre la decadencia. Consiste, más bien, en el comentario dramático e imaginativo de la esencia final de este mundo temporal. En lenguaje apocalíptico, Dios es el misterio todavía pendiente del tiempo (cf. Is 21,11s). Por otra parte, “apocalipsis” implica “descubrir” los rostros de las víctimas frente a la amnesia inmisericorde del vencedor. Es un “desvelar” lo que “es” contra los encubrimientos de la historia humana de dolor y de infelicidad en el mundo, en que las víctimas son invisibles y los lamentos, inaudibles. El Israel bíblico parece incapaz de levantarse por encima de los abismos de la historia del sufrimiento humano a base de mitos o idealizaciones. A este pueblo le queda tan lejos tanto el consuelo del mito como el de la metafísica clásica. Camina siempre en una “tierra de lamentos”. Esta concepción apocalíptica del tiempo, con su a priori de sufrimiento, atraviesa todo el mensaje bíblico, por más que haya sido traicionada con una gnosis dualista y su axioma de la “falta de salvación” del tiempo y de la “falta de tiempo” de la salvación, para proteger así el mensaje salvífico cristiano de los abismos de la historia de dolor de la humanidad y ahorrarle la inquietud apocalíptica de la pregunta acerca de Dios. Esta mentalidad temporal, sensible a la teodicea y agudizada por la contingencia, que prefiere callarse metafísicamente antes que apoyarse en una metafísica que pasa de largo ante la historia del sufrimiento humano, no conoce ninguna confianza en el ser, hecha de olvido del sufrimiento y de sueños míticos, y debería establecerse en el logos de la teología en las fronteras de la modernidad. Razón metafísica y sufrimiento humano Una de las tareas más importantes de la teología contemporánea sigue siendo la confrontación de su tradición metafísica con el pensamiento sobre el tiempo de las tradiciones bíblicas. Esto impediría que, en unos intentos de fundamentación en primera o última instancia, la teología se situara por encima del recuerdo histórico del sufrimiento humano, aun cuando esto pudiera sonar a nuevo nominalismo, que insistiría esta vez en la contingencia del mundo de la historia. En definitiva, el discurso cristiano sobre Dios y su Cristo no descansa en una metafísica de salvación, ciega ante la situación y carente de recuerdos. Su pretensión de verdad (y su universalismo) sólo se realiza a través de una razón dotada de memoria, que considera el sufrimiento como un a priori que hay que tener en cuenta. Desde hace años vengo caracterizando esta razón como anamnética (es decir, razón que recuerda). No pocas posiciones filosóficas y sociológicas consideran hoy que la razón guiada por el recuerdo se opone a la ilustración y es incompatible con la modernidad. En la configuración de la razón que han desarrollado y que hoy predomina, la ilustración no ha podido superar el prejuicio contra el recuerdo. Dicha configuración fomenta el discurso y el consenso, e infravalora la fuerza inteligible del recuerdo y, por tanto, la racionalidad anamnética (racionalidad dotada de memoria). ¿Puede ser la razón marcada por el recuerdo el instrumento de la comprensión y de la paz? Con esta caracterización de la razón, ¿no se habrá herido uno de los principales logros de la Ilustración política? ¿No son los recuerdos, enraizados en la historia y en la cultura, los que entorpecen la comprensión mutua y originan las enemistades dramáticas que alimentan las guerras civiles, latentes o declaradas, de finales del siglo pasado? La razón anamnética, es decir, la razón que recuerda, obtiene su carácter ilustrado y su legítima universalidad precisamente por saberse llevada no por el recuerdo del dolor propio (¡raíz de todos los conflictos!) sino del dolor del otro. Este a priori, con su universalismo negativo, dirige la pretensión de universalidad y verdad de la razón en tiempos del nominalismo secundario. La razón, que quiere aportar a los procesos de entendimiento criterios capaces de llegar a la verdad, no puede orientarse sólo por el aspecto lingüístico de la comprensión. El a priori de comprensión de una razón comunicativa sigue remitido al a priori de la razón anamnética. “Dejar hablar al dolor es condición de toda verdad (Adorno). Aquí se formula una pretensión de la razón que, por una parte, va más allá de la renuncia de tipo metodológico y racional a pretensiones de validez y, por otra, declara incapaces de llegar a la verdad a todas las razones de validez que se sitúan fuera o por encima de la historia humana del sufrimiento. Jürgen Habermas sostuvo que el espíritu anamnético de la mentalidad bíblica hace tiempo que se introdujo en el pensamiento racional de la filosofía europea. ¿Es esto realmente así? Yo sigo planteándole mi escéptica pregunta a Habermas. Ciertamente, él ha sido el intelectual alemán que más ha reaccionado ante la catástrofe de Auschwitz. Por esto me sorprende que en sus escritos fundamentales sobre la razón comunicativa no aparezca ni la más mínima referencia a Auschwitz. ¿No se refleja en la división de sus escritos -por una parte, lo histórico y particular en los escritos políticos y, por otra, lo general y normativo en los escritos filosóficos- el miedo oculto al nominalismo? En sus escritos políticos afirma que Auschwitz ha roto totalmente el lazo de comunicación que existe entre todo lo que lleva rostro humano. ¿No significa esto nada para una teoría de la comunicación o de la razón comunicativa? ¿O es que la teoría de la comunicación cura todas las heridas? ¿Cómo podría hablarse, de un modo que pudiera ser susceptible de ser generalizado, de lo que sigue siendo falta de salvación? Quizá todo esto no es incumbencia de la razón y, en todo caso, es expresión de una razón rígida y escrupulosa que quiere acordarse de demasiadas cosas y corre el peligro de no recordar nada que se pueda razonablemente defender. Sin embargo, la razón debe recordar que no sólo hay una historia superficial del género humano, sino también una historia profunda, y vulnerable. ¿Acaso Auschwitz no ha hecho más profundas las fronteras metafísicas y morales de la vergüenza entre hombre y hombre? ¿Acaso las orgías de poder y de violencia del presente (anteayer Auschwitz, ayer Ruanda y Bosnia, hoy Kosovo y Timor Oriental) no ganan para nosotros inconscientemente algo del poder resignado y seductor de lo fáctico, destruyendo bajo el escudo del olvido la confianza civilizadora fundamental y las reservas morales y culturales en las que se funda la humanidad del hombre? ¿No será una de las tareas prioritarias de la razón agudizar la memoria y oponerse a un pensamiento que se afianza a si mismo para asegurar su obligatoriedad universal por encima o más allá de la historia humana de catástrofes? Y esta obligatoriedad no está más allá de las competencias de la razón, sino que la obliga a recordar y la dota de armas contra el olvido. Finalmente un segundo ejemplo que muestra lo pertinente de la razón anamnética es su relación con la teodicea. Si esta pregunta es caracterizada como sin respuesta e imposible de olvidar, uno se ve expuesto a un principio clásico de la razón humana, el principio del ahorro. Los seres no se han de multiplicar sin necesidad (Ockham). Dicho de otra manera: por razones de la razón hay que olvidar una pregunta que no tiene respuesta. Pero ¿qué pasará cuando los hombres sólo puedan construir su felicidad sobre el olvido inmisericorde de las víctimas pues, al fin y al cabo, el tiempo cura todas las heridas (incluso la de Auschwitz)? ¿De qué se va a alimentar la rebeldía contra la falta de sentido del dolor en el mundo? ¿En qué se inspirará la atención al dolor ajeno y la visión de una mayor justicia? ¿Qué va a quedar si esta amnesia cultural se realiza del todo? ¿El hombre? ¿Qué hombre? Una apelación a la autoconservación de lo humano me parece demasiado abstracta, pues se corresponde con una antropología para la que la cuestión del mal y la perspectiva de la teodicea han desparecido hace tiempo en la historia de la humanidad y olvida que no sólo el individuo humano, sino también la “idea” del hombre es vulnerable y destructible. Consecuencias ¿Qué consecuencias tiene asumir la razón anamnética, la razón que recuerda, agudizada por el dolor, para la relación de la teología con el mundo de la ciencia, con la sociedad, con los mundos de la religión y de la cultura y con la Iglesia? 1. En lo referente a la relación de la teología con el mundo científico de nuestros días. La racionalidad anamnética, irrenunciable para la teología, que hace del sufrimiento un a priori, apunta a la forma de conocimiento que “echa de menos”. Cuando no se echa nada de menos en lo que la ciencia moderna sabe sobre el hombre, el discurso sobre “el hombre” se convierte en un antropomorfismo. Ya no se refiere al “hombre”, sino a la naturaleza, es decir, al hombre como naturaleza carente de recuerdo y de sujeto, en la medida en que es una pieza de la naturaleza sobre la que todavía no se ha experimentado hasta el final, biotécnicamente o, como hoy se dice, “antropotécnicamente”. Por ello la forma de saber de la teología, dotada de memoria, apoya el sentido propio del espíritu de las llamadas ciencias del espíritu, mientras éstas no se disuelvan en un sistema lingüístico que cada vez se vuelve más carente de sujeto y más propio del mundo de la técnica, al mismo tiempo que conciben al hombre sólo como experimento y ya no como memoria de sí mismo. Habrá que defender este punto de vista de vista con coraje civil metafísico. La teología necesitará este coraje, no para autoafirmarse, sino para defenderse del hecho de que nuestro mundo futuro se encuentra absolutamente determinado por la ciencia y por la técnica, con todo lo que esto conlleva de una estructura de saber y temporal condicionada por la tecnología. La teología tendrá que obtener los recursos espirituales necesarios para esta resistencia, no del mundo de las ideas de Atenas, sino de la cultura anamnética de Jerusalén. 2. Con el a priori del sufrimiento propio de la razón anamnética, la teología se dirige a los modelos y teorías “profanos” de la vida social y cultural y les pregunta críticamente si nuestras sociedades del discurso posttradicionales, liberadas del a priori del recuerdo del dolor, han ido más allá de una lógica de mercado, o si se dejan llevar de una responsabilidad de uno para con los otros en toda relación de intercambio y concurrencia, o si en política defienden todavía relaciones asimétricas de reconocimiento, como dedicación de los unos a los otros, amenazados o sacrificados. Así, la teología, desde la razón anamnética, participa en la discusión pública sobre los fundamentos de la convivencia humana. 3. En las fronteras de la modernidad, la situación se halla claramente marcada por el pluralismo constitucional de los mundos de la religión y de la cultura. Con su racionalidad, espoleada por el dolor, la teología se pregunta si todavía existe un criterio de entendimiento universal en la diversidad de culturas y religiones, capaz de ser verdadero, más allá del universalismo en vigor de la pura racionalidad del comportamiento. Como universalismo del sufrimiento, el universalismo contenido en el a priori del sufrimiento de la razón anamnética es claramente negativo y puede defenderse al margen de toda ideología, incluso en condiciones de pluralidad. Este a priori del sufrimiento conduce a la razón ante una autoridad que no puede obviarse ni religiosa ni culturalmente: la autoridad de los que sufren. El reconocimiento de dicha autoridad puede exigirse a los hombres de todas las religiones y culturas y orientar el discurso religioso y cultural en unas relaciones globalizadas. En este sentido, puede hablarse de una “ecumene de la compasión”. 4. La teología, con su racionalidad agudizada por el sufrimiento, no está por encima o fuera de la memoria de la Iglesia (como observadora imparcial). No puede renunciar a la base religiosa de su discurso sobre Dios o sustituirlo especulativamente. La teología obtiene su libertad crítica irrenunciable en la iglesia, comunidad de la memoria, a base de interrogar continuamente a la memoria de Dios, representada por la iglesia, si, y en qué medida, se convierte en “memoria passionis” comunitaria; si, y en qué medida, el recuerdo dogmático de la iglesia no se ha distanciado mucho del recuerdo del sufrimiento de los hombres. Teología y teodicea ¿Qué consecuencias tiene la inclusión de la razón anamnética con su a priori sobre el sufrimiento para la teología? Por una parte, sitúa el discurso sobre Dios en la tensión fundamental entre el recuerdo y el olvido y obliga a tener en cuenta el tiempo en la lógica de la fundamentación teológica. Nuestro pensar a Dios hunde sus raíces en la memoria de Dios, y nuestro concepto sobre Dios, en el recuerdo que Dios tiene. Y no a la inversa. La idea de Dios ya no puede explicarse como condición trascendental de posibilidad del conocimiento humano. Mediante su inmersión en el tiempo, la misma idea de Dios se encuentra amenazada por la oscuridad de la historia humana del sufrimiento. En esta inclusión del tiempo en la lógica teológica se ha relativizado la dicotomía entre teología natural y teología de la revelación. Por otra parte la razón anamnética deroga todas las fundamentaciones metafísicas y las seguridades del discurso sobre Dios que operan fuera o por encima de la historia humana del sufrimiento, evitando la confrontación del discurso sobre Dios con la cuestión de la teodicea. El reproche nominalista que se gana por su negativa admitir una “universalidad superior” entre Dios y el hombre lo soporta con calma y confianza. La cuestión de la teodicea ha pasado a ser “la” cuestión teológica, el centro de todo discurso sobre Dios. Si la teología intentase abandonar la no identidad de su discurso sobre Dios, a la que le obliga la cuestión de la teodicea, no tendría en cuenta la diferencia escatológica entre el concepto teológico de Dios y Dios mismo. La teología no puede “solucionar” la cuestión de la teodicea. La lleva consigo como si fuera una pregunta que se le plantea otra vez a Dios para que en su día El mismo se “justifique” ante esta historia de sufrimiento. En esto la teología no puede reivindicar ningún fundamento último: sólo es un fundamento penúltimo en el ámbito de una lógica teológica de un tiempo que tiene plazo fijo. Esta teodicea escatológica atraviesa todas las esferas de la teología, por ejemplo, la cristología. Una cristología que pretenda formularse al margen o por encima de esta teodicea escatológica, ¿no cae en el mito del vencedor? Tampoco la cristología suprime la forma fundamental del “echar de menos” a Dios, sino que la agudiza. La biografía del Israel bíblico y la del cristianismo primitivo acaba con un grito apocalíptico, con un grito agudizado ahora cristológicamente. Aquí la teología, que en todo trata de Dios, toca la sustancia de la religión. Sabe que siempre es un “actus secundus” y que nunca puede sustituir a esta religión ni convertir en superfluos la esperanza, el grito, el pedir a Dios por Dios, sino que sólo puede esclarecerlos en esta época de plena crisis de Dios. Tradujo y condensó: LLUIS TUÑI