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GUARAGUAO
Revista de Cultura Latinoamericana
HISTORIAS AMERICANAS
Los cuentos de Guaraguao
CECAL
Biblioteca para el diálogo
GUARAGUAO
Revista de Cultura Latinoamericana
Biblioteca para el diálogo
© de los cuentos: los autores o herederos
© de la fotografía de portada: Ismael Llopis
© de Literatura plural, mundo plural: Francisco Marín
GUARAGUAO es una publicación del Centro de Estudios y Cooperación para América Latina
(CECAL)
Dirección: Pisuerga, 2, 1º 3ª, Barcelona, 08028. España
Página web: http://www.revistaguaraguao.org
Depósito legal: B-45.842-1996
ISSN: 1137-2354
Puntos de Venta en América:
México: Librerías del Fondo de Cultura Económica y Librerías Gandhi
Argentina: Librería Prometeo
GUARAGUAO es miembro de la Asociación de Revistas Culturales de España (ARCE)
GUARAGUAO es miembro de la Federación Iberoamericana de Revistas Culturales (FIRC)
Maquetación: Carolina Hernández Terrazas
Impresión: INO Reproducciones
“Esta revista ha recibido una ayuda de la Dirección General
de Archivos y Bibliotecas para su difusión en bibliotecas,
centros culturales y universidades de España”.
Índice
Literatura plural, mundo plural
5
Cuentos
7
El Guaraguao
Joaquín Gallegos Lara
8
Una aventura literaria
Roberto Bolaño
12
Sombras por castigo real
Enrique Rosas Paravicino
22
Hipertenso
Horacio Castellanos Moya
26
El Gran Mongol
Mempo Giardinelli
35
El Chef
Rodrigo Rey Rosa
40
Algunas cosas que recuerdo de aquel viaje
Rodrigo Fresán
43
Verónica Weddigen, la del ramito en el pie
Roberto Castillo
52
La vida es compleja
Francisco Hinojosa
64
Um dia na vida de dois pactários /
Un día en la vida de dos presidiarios.
Rubem Fonseca
75
Bumerán
Gilda Holst
79
Cada piedra es un deseo
Daniel Sada
88
Una experiencia teatral
Marcelo Birmajer
100
La aventura
Fernando Ampuero
123
Merzapoyera
Élmer Mendoza
134
El día de San Juan
Guillermo Fadanelli
140
La barricada
Edmundo Paz Soldan
145
Medea
Liliana Miraglia
149
La bella que olía mal
Rogelio Saunders
153
Literatura plural, mundo plural
Francisco Marín
Una de las razones básicas que ha nutrido el espíritu de Guaraguao desde su nacimiento ha sido servir de eco a la nueva realidad creativa de América Latina y, al tiempo, avanzarse a ella. Ese doble objetivo, no divergente o
contradictorio, sino complementario, se justifica en el convencimiento, hoy
ya universalmente admitido, de que una década atrás la literatura latinoamericana estaba virando hacia una multiplicidad de caminos que anunciaban
la ruptura, por fin, con los padres del boom. No deja de ser una coincidencia
feliz y significativa que en el año en que se celebran cuatro décadas justas
de la aparición de Cien años de soledad, la novela que representó el disparo
de salida a un movimiento que cambió la forma de leer de, cuando menos,
dos generaciones de lectores, Guaraguao pueda agrupar una selección de
relatos que demuestra cuán lejos y cuán cerca a la vez se encuentran las preocupaciones de los actuales narradores de quienes protagonizaron el primer
levantamiento cultural del continente realizado con éxito.
¿Qué ha ocurrido en Argentina, México, Perú, Cuba, en Latinoamérica en general después Gabo, de Vargas Llosa, de Rulfo, de Cortázar, de
Onetti, de Edwards, de Lezama...? La respuesta, parcial, insatisfactoria,
incitadora, reside en Historias americanas. Los cuentos de Guaraguao, una
obra que, inscrita en la perspectiva de los últimos cuarenta años, indica
hasta qué punto se ha doblado un cabo que se resistía.
La colección de relatos que aquí se presenta no pretende, sin embargo,
hacer un bobo elogio de la novedad. La edad de los narradores recogidos,
afortunadamente, se mueve entre los ochenta años (Fonseca) y los treinta y
pocos. Y si hay una cifra que predomina sobre las otras, son los cuarenta y
tantos. La narrativa latinoamericana de ahora mismo ni es joven ni es vanguardia y algunos de sus mejores valores cronológicamente se solaparon con
el boom. Es algo mucho mejor que eso; es definitivamente plural. Emana
de ella una diversidad que bebe del pasado tanto como bebe del presente,
y esa razón justifica que junto a los autores que presentan una obra por hacer (o una obra dramáticamente truncada: caso de Roberto Bolaño) se haya
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incluido un texto referencial para una revista que con toda justicia la eligió
como título: El Guaraguao, de Joaquín Gallegos Lara. El relato breve del
escritor de Guayaquil conserva intacto un atrevimiento vigente por encima
de las generaciones y los ismos. Ese es el valor que querría ilustrar este libro.
Hace ya veinte años, cuando era una herejía hacerlo, el barcelonés y apátrida
Juan Goytisolo abominó de “los cien mil hijos de García Márquez” surgidos al
amparo del realismo mágico; y aunque en proporciones menores la misma
frase podría aplicarse a los hijos de Cortázar, de Borges, etcétera. Han sido
necesarios veinte años más para descubrir que había vida después del boom.
En esta vida nueva se reúnen mimbres de cualidades distintas filtrados
por el tamiz necesario de la calidad. Los autores que se recopilan no representan por sí mismos a nada que no sea su propia voz. Y la nómina es la
mejor prueba de ello: Rey Rosa, Bolaño, Sada, Fresán, Fadanelli, Castellanos Moya, Sanders, Ampuero... Un cóctel hecho a base de lo que cualquier
lector avezado y avisado entenderá como ingredientes incompatibles. No
existe un sentido de movimiento, ni siquiera a nivel de país o región específica, como tampoco hay, ni dentro ni fuera de los aquí seleccionados, un
nombre que sirva de banderín de enganche a una estética o una ética de
carácter general. Hubo quien, hace apenas un lustro, intentó asignar ese
papel a Bolaño. Cuatro años después de su muerte, el chileno sigue siendo
lo que él cuidadosamente eligió ser: un gran solitario.
Los temas que tratan los relatos son diversos y se afrontan con técnicas y visiones diferentes. El mito de la literatura entendida como verdad y reflejo de una
realidad articulada parece haberse hundido de manera definitiva. Y ese tránsito,
que pasando por la posmodernidad en tantos otros lugares ha desembocado en
las recetas de cocina, acá más bien parece alumbrar algo próximo a la multiplicidad del archipiélago. No simbolizan nada y el único requisito que se les exige es el
de ser coherentes con la búsqueda que proclama su obra más o menos extensa.
La revista Guaraguao no presume de dar lecciones de excelencia; no obstante, su prioridad sí es la excelencia. Mantener ese requisito le ha permitido
agrupar un fondo notable de relatos que iluminan lo que hoy es ser creador
y latinoamericano. Buena parte de los textos aquí publicados han sido solicitados, discutidos y analizados con un rigor rayano en la crueldad. Y su
publicación ha sido, en todos los casos, un acto de fe en la literatura. Si se
parte del hecho de que tal cosa se haya conseguido en tiempos en los que
narrativa ha desplazado sus intereses hacia la estandarización y la facilidad,
renunciando a mejores objetivos, el resultado conforta.
Historias americanas.
Los cuentos de Guaraguao
El Guaraguao
Joaquín Gallegos Lara
9
Era una especie de hombre. Huraño, solo. No solo: con una escopeta
de cargar por la boca y un guaraguao.
Un guaraguao de roja cresta, pico férreo, cuello aguarico, grandes uñas
y plumaje negro. Del porte de un pavo chico.
Un guaraguao es, naturalmente, un capitán de gallinazos. Es el que huele
de más lejos la podredumbre de las bestias muertas para dirigir el enjambre.
Pero este guaraguao iba volando alrededor o posado en el cañón de la
escopeta de nuestra especie de hombre.
Cazaban garzas. El hombre las tiraba y el guaraguao volaba y desde
media poza las traía en las garras como un gerifalte.
Iban solamente a comprar pólvora y municiones a los pueblos.
Ya vender las plumas conseguidas. Allá le decían «chancho-rengo».
–Ej er diablo er muy pícaro pero siace el Chancho-rengo...
Cuando reunía siquiera dos libras de plumas se las iba a vender a los
chinos dueños de pulperías.
Ellos le daban quince o veinte sucres por lo que valía lo menos cien.
Chancho-rengo lo sabía. Pero le daba pereza disputar. Además no necesitaba mucho para su vida. Vestía andrajos. Vagaba en el monte..
Era un negro de finas facciones y labios sonrientes que hablaban poco.
Suponíase que había venido de Esmeraldas. Al preguntarle sobre el guaraguao decía:
–Lo recogí de puro fregao...Luei criao dende chiquito, er nombre ej
Arfonso.
–¿Por qué Arfonso?
–Porque así me nació ponesle.
Una vez trajo al pueblo cuatro libras de plumas en vez de dos. Los chinos le dieron cincuenta sucres.
Los Sánchez lo vieron entrar con tanta pluma que supusieron que sacaría lo menos doscientos Los Sánchez eran dos hermanos.
Medio peones de un rico, medio sus esbirros y «guardaespaldas».
Y, cuando gastados ya diez de los cincuenta sueces, Chancho-rengo se
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 9-11
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iba a su monte, lo acecharon.
Era oscuro. Con la escopeta al hombro y en ella parado el guaraguao,
caminaba No tuvo tiempo de defenderse. Ni de gritar. Los machetes cayeron sobre él de todos lados. Saltó por un lado la escopeta y con ella el
guaraguao.
Los asesinos se agacharon sobre el caído. Reían suavemente. Cogieron
el fajo de billetes que creían copioso.
De pronto, Serafín, el mayor de los hermanos, chilló:
–¡...Ayayay! Naño, ¡me ha picao una lechuza!
Pedro, el otro, sintió el aleteo casi en la cara. Algo alado estaba allí. En
la sombra. Algo que defendía al muerto.
Tuvieron miedo. Huyeron.
Toda la noche estuvo Chancho-rengo arrojado en la hojarazca. No estaba muerto: se moría.
Nada iguala la crueldad de lo ciego y el machete meneando ciegamente
le dejó un mechoncillo de hilachas de vida.
El frío de la madrugada. Una cosa pesaba en su pecho. Movió –casi no
podía– la mano. Tocó algo áspero y entreabrió los ojos.
El alba tloreaba de violetas los huecos del follaje que hacía encima un
techo.
Le parecía un cuarto. El cuarto de un velorio. Con raras cortinas azules
y negras.
Lo que tenía en el pecho era el guaraguao.
– Aj á, ¿ e r e s vo s, Ar fo n s o? N o. .. N o... m e c o m a s... un...
hijo. ..no.. .muesde.. .ar.. .padre.. .loj...otros...
El día acabó de llegar. Cantaron los gallos de monte. Un vuelo de chocotas muy bajo; muchísimas. Otro de chiques más alto.
Una banda de micos de rama en rama en rama cruzó chillando.
Un gallinazo pasó arribísima.
Debía haber visto.
Empezó a trazar amplios círculos en su vuelo. Apareció otro y comenzó
la ronda negra.
Vinieron más. Como moscas. Cerraron los círculos.
Cayeron en loopings. Iniciaron la bajada de la hoja seca.
Estaban alegres y lo tenían seguro.
¿Se retardarían cazando nubes?
Joaquín Gallegos Lara • El Guaraguao
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Uno se posó tímido en la bierba, a poca distancia.
El hombre es temible aún después de muerto. Grave como un obispo,
tendió su cabeza morada. Y vio al guaraguao.
La tomaría por un avanzado. Se halló más seguro y adelantóse. Vinieron
más y se aproximaron aleteando. Bullicio de los preparativos del banquete.
Y pasó algo extraño.
El guaraguao como gallo en su gallinero atacó, espoleó, atropelló. Resentidos se separaron, volando a medias, todos los gallinazos. A cierta distancia parecieron conferenciar: ¡qué egoísta! ¡Lo quería para él solo!
Encendía la mañana. Todos los intentos fueron rechazados. Un chorro
verde de loros pasó metiendo bulla. Los gallinazos volaron cobardemente
más lejos.
Al medio día de sangre del cadáver estaba cubierta de moscas y apestaba.
Las heridas, la boca, los ojos, amoratados.
El olor incitaba el apetito de los viudos. Vino otro guaraguao. Alfonso,
el de Chacho-rengo, lo esperó, cuadrándose. Sin ring. Sin cancha. No eran
ni boxeadores ni gallos. Encarnizadamente pelearon.
Alfonso perdió el ojo derecho pero mató a su enemigo de un espolazo
en el cráneo. Y prosiguió espantando a sus congéneres.
Vol vió la noche a sentarse sobre la sábana.
Fue así como...
Ocho días tarde encontraron el cadáver de Chancho-rengo. Podrido y
con un guaraguao terriblemente flaco –hueso y pluma– muerto a su lado.
Estaba comido de gusanos y de honnigas y no tenía la huella de un solo
picotazo.
***
Publicado en Guaraguao no. 1, primavera 1996
Joaquín Gallegos Lara (Guayaquil 1911-1947), fue novelista y ensayista. Gallegos fue una figura
destacada del “Grupo de Guayaquil”, y uno de los intelectuales que polemizó y animó los debates
de su tiempo. Publicó entre otras novelas: Las cruces sobre el agua (1946); Los guandos -coautor(1982). En cuento va a publicar: Los que se van -coautor- (1930); La última erranza (1947); Cuentos
completos (1956). Y en ensayo: Biografía del pueblo indio (1952); Escritos literarios y políticos (1995).
Además, consta en diversas antologías como Los mejores cuentos ecuatorianos (1948); Antología del
cuento hispanoamericano contemporáneo (1958); Narrativa andina (Lima, 1972); Así en la tierra como
en los sueños (Quito, 1991); Cuento contigo (Guayaquil, 1993); Antología básica del cuento ecuatoriano
(Quito, 1998).
Una aventura literaria
Roberto Bolaño
B escribe un libro en donde se burla, bajo máscaras diversas, de ciertos
escritores aunque más ajustado sería decir de ciertos arquetipos de escritores.
En uno de los relatos aborda la figura de A, un autor de su misma edad pero
que a diferencia de él es famoso, tiene dinero, es leído, las mayores ambiciones (y en ese orden) a las que pude aspirar un hombre de letras. B no es
famoso ni tiene dinero y sus poemas se imprimen en revistas minoritarias.
Sin embargo entre A y B no todo son diferencias. Ambos provienen de familias de la pequeña burguesía o de un proletariado más o menos acomodado.
Ambos son de izquierdas, comparten una parecida curiosidad intelectual,
las mismas carencias educativas. La meteórica carrera de A, sin embargo, ha
dado a sus escritos un aire de gazmoñería que a B, lector ávido, le parece insoportable. A, al principio desde los periódicos pero cada vez más a menudo
desde las páginas de sus nuevos libros, pontifica sobre todo lo existente, humano o divino, con pesadez académica, con el talante de quien se ha servido
de la literatura para alcanzar una posición social, una respetabilidad, y desde
su torre de nuevo rico dispara sobre todo aquello que pudiera empañar el
espejo en el que ahora se contempla, en el que ahora contempla el mundo.
Para B, en resumen, A se ha convertido en un meapilas.
B, decíamos, escribe un libro y en uno de los capítulos se burla de A. La
burla no es cruenta (sobre todo teniendo en cuenta que se trata sólo de un
capítulo de un libro más o menos extenso). Crea un personaje, Alvaro Medina Mena, escritor de éxito, y lo hace expresar las mismas opiniones que
A. Cambian los escenarios: en donde A despotrica contra la pornografía,
Medina Mena lo hace contra la violencia, en donde A argumenta contra el
mercantilismo en el arte contemporáneo, Medina Mena se llena de razones
que esgrimir contra la pornografía. La historia de Medina Mena no sobresale entre el resto de historias, la mayoría mejores (si no mejor escritas, sí
mejor organizadas). El libro de B se publica –es la primera vez que B publica en una editorial grande– y comienza a recibir críticas. Al principio su
libro pasa desapercibido. Luego, en uno de los principales periódicos del
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 13-21
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país, A publica una reseña absolutamente elogiosa, entusiasta, que arrastra
a los demás críticos y convierte el libro de B en un discreto éxito de ventas.
B, por supuesto, se siente incómodo. Al menos eso es lo que siente al principio, luego, como suele suceder, encuentra natural (o al menos lógico) que
A alabara su libro; éste, sin duda, es notable en más de un aspecto y A, sin
duda, en el fondo no es un mal crítico.
Pero al cabo de dos meses, en una entrevista aparecida en otro periódico
(no tan importante como aquel en donde publicó su reseña), A menciona
una vez más el libro de B, de forma por demás elogiosa, tachándolo de altamente recomendable: “un espejo que no se empaña”. En el tono de A, sin
embargo, B cree descubrir algo, un mensaje entre líneas, como si el escritor
famoso le dijera: no creas que me has engañado, sé que me retrataste, sé
que te burlaste de mí. Ensalza mi libro, piensa B, para después dejado caer.
O bien ensalza mi libro para que nadie lo identifique con el personaje de
Medina Mena. O bien no se ha dado cuenta de nada y nuestro encuentro
escritor-lector ha sido un encuentro feliz. Todas las posibilidades le parecen
nefastas. B no cree en los encuentros felices (es decir inocentes, es decir
simples) y comienza a hacer todo lo posible para conocer personalmente a
A. En su fuero interno sabe que A se ha visto retratado en el personaje de
Medina Mena. Al menos tiene la razonable convicción de que A ha leído
todo su libro y que lo ha leído tal como a él le gustaría que lo leyeran. ¿Pero
entonces por qué se ha referido a él de esa manera? ¿Por qué elogiar algo en
donde se burlan –y ahora B cree que la burla, además de desmesurada, tal
vez ha sido un poco injustificada– de ti? No encuentra explicación. La única plausible es que A no se haya dado cuenta de la sátira, probabilidad nada
despreciable dado que A cada vez es más imbécil (B lee todos sus artículos,
todos los que han aparecido después de la reseña elogiosa y hay mañanas en
que, si pudiera, machacaría a puñetazos su cara, la cara de A cada vez más
pacata, más imbuida por la santa verdad y por la santa impaciencia, como
si A se creyera la reencarnación de Unamuno o algo parecido).
Así que hace todo lo posible por conocerlo, pero no tiene éxito. Viven
en ciudades diferentes. A viaja mucho y no siempre es seguro encontrarlo
en su casa. Su teléfono casi siempre marca ocupado o es el contestador automático el que recibe la llamada y cuando esto sucede B cuelga en el acto
pues le aterrorizan los contestadores automáticos.
Roberto Bolaño • Una aventura literaria
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Al cabo de un tiempo B decide que jamás se pondrá en contacto con A.
Intenta olvidar el asunto, casi lo consigue. Escribe un nuevo libro. Cuando
se publica A es el primero en reseñarlo. Su velocidad es tan grande que
desafía cualquier disciplina de lectura, piensa B. El libro ha sido enviado
a los críticos un jueves y el sábado aparece la reseña de A, por lo menos
cinco folios, en donde demuestra, además, que su lectura es profunda y
razonable, una lectura lúcida, clarificadora incluso para el propió B, que
observa aspectos de su libro que antes había pasado por alto. Al principio B
se siente agradecido, halagado. Después se siente aterrorizado. Comprende, de golpe, que es imposible que A leyera el libro entre el día en que la
editorial lo envió a los críticos y el día en que lo publicó el periódico: un
libro enviado el jueves, tal como va el correo en España, en el mejor de los
casos llegaría el lunes de la semana siguiente. La primera posibilidad que
a B se le ocurre es que A escribiera la reseña sin haber leído su libro, pero
rápidamente rechaza esta idea. A, es innegable, ha leído y muy bien leído
el libro. La segunda posibilidad es más factible: que A obtuviera el libro
directamente de la editorial. B telefonea a la editorial, habla con la gerente
de ventas, le pregunta cómo es posible que A ya haya leído su libro. La
gerente no tiene ni idea (aunque ha leído la reseña y está contenta) y le
promete averiguarlo. B, casi de rodillas, si es que alguien se puede poner de
rodillas telefónicamente, le suplica que lo llame esa misma noche. El resto
del día, como no podía ser menos, lo pasa imaginando historias, cada una
más disparatada que la anterior. A las nueve de la noche, desde su casa,
lo telefonea la gerente de ventas. No hay ningún misterio, por supuesto,
A estuvo en la editorial días antes y se fue con un ejemplar del libro de B
con el tiempo suficiente como para leerlo con calma y escribir la reseña.
La noticia devuelve la serenidad a B. Intenta preparar la cena pero no tiene nada en la nevera y decide salir a comer fuera. Se lleva el periódico en
donde está la reseña. Al principio camina sin rumbo por calles desiertas,
luego encuentra una fonda abierta en donde nunca ha estado antes y entra.
Todas las mesas están desocupadas. B se sienta junto a la ventana, en un
rincón apartado de la chimenea que débilmente calienta el comedor. Una
muchacha le pregunta qué quiere. B dice que quiere comer. La muchacha
es muy hermosa y tiene el pelo largo y despeinado, como si se acabara de
levantar. B pide una sopa y después un plato de verduras con carne. Mientras espera vuelve a leer la reseña. Tengo que ver a A, piensa. Tengo que decirle que estoy arrepentido, que no quise jugar a esto, piensa. La reseña, sin
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embargo, es inofensiva: no dice nada que más tarde no vayan a decir otros
reseñistas, si acaso está mejor escrita (A sabe escribir, piensa B con desgana,
tal vez con resignación). La comida le sabe a tierra, a materias putrefactas,
a sangre. El frío del restaurante lo cala hasta los huesos. Esa noche enferma
del estómago y a la mañana siguiente se arrastra como puede hasta el ambulatorio. La doctora que lo atiende le receta antibióticos y una dieta suave
durante una semana. Acostado, sin ganas de salir de casa, B decide llamar
a un amigo y contarle toda la historia. Al principio duda a quien llamar.
¿Y si llamo a A y se lo cuento a él?, piensa. Pero no, A, en el mejor de los
casos, lo achacaría todo a una coincidencia y acto seguido se dedicaría a
leer bajo otra luz los textos de B para posteriormente proceder a demolerlo.
En el peor, se haría el desentendido. Al final, B no llama a nadie y muy
pronto un miedo de otra naturaleza crece en su interior: el de que alguien,
un lector anónimo, se hubiera dado cuenta de que Alvaro Medina Mena es
un trasunto de A. La situación, tal como ya está, le parece horrenda. Con
más de dos personas en el secreto, cavila, puede llegar a ser insoportable.
¿Pero quiénes son los potenciales lectores capaces de percibir la identidad
de Alvaro Medina Mena? En teoría los tres mil quinientos de la primera
edición de su libro, en la práctica sólo unos pocos, los lectores devotos de
A, los jugadores de crucigramas, los que, como él, estaban hartos de tanta
moralina y catequesis de final de milenio. ¿Pero qué puede hacer B para
que nadie más se dé cuenta? No lo sabe. Baraja varias posibilidades, desde
escribir una reseña elogiosa en grado extremo del próximo libro de A hasta
escribir un pequeño libro sobre toda la obra de A (incluidos sus malhadados
artículos de periódico); desde llamarlo por teléfono y poner las cartas boca
arriba (¿pero qué cartas?) hasta visitarlo una noche, acorralarlo en el zaguán
de su piso, obligarlo por la fuerza a que confiese cuál es su propósito, qué
pretende al pegarse como lapa a su obra, qué reparaciones son las que de
manera implícita está exigiendo con tal actitud.
Finalmente B no hace nada.
Su nuevo libro obtiene buenas críticas pero escaso éxito de público. A
nadie le parece extraño que A apueste por él. De hecho, A, cuando no está
de lleno en el papel de Catón de las letras (y de la política) españolas, es
bastante generoso con los nuevos escritores que saltan a la palestra. Al cabo
de un tiempo B olvida todo el asunto. Posiblemente, se consuela, producto
Roberto Bolaño • Una aventura literaria
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de su imaginación desbordada por la publicación de dos libros en editoriales
de prestigio, producto de sus miedos desconocidos, producto de un sistema
nervioso desgastado por tantos años de trabajo y de anonimato. Así que se
olvida de todo y al cabo de un tiempo, en efecto, el incidente es tan sólo una
anécdota algo desmesurada en el interior de su memoria. Un día, sin embargo, lo invitan a un coloquio sobre nueva literatura a celebrarse en Madrid.
B acude encantado de la vida. Está apunto de terminar otro libro y el
coloquio, piensa, le servirá como plataforma para su futuro lanzamiento.
El viaje y la estancia en el hotel, por supuesto, están pagados y B quiere
aprovechar los pocos días de estadía en la capital para visitar museos y
descansar. El coloquio dura dos días y B participa en la jornada inaugural y
asiste como espectador a la última. Al finalizar ésta, los literatos, en masa,
son conducidos a la casa de la condesa de Bahamontes, letraherida y mecenas de múltiples eventos culturales, entre los que destacan una revista de
poesía, tal vez la mejor de las que aparecen en la capital, y una beca para
escritores que lleva su nombre. B, que en Madrid no conoce a nadie, está
en el grupo que acude a cerrar la velada a casa de la condesa. La fiesta,
precedida por una cena ligera pero deliciosa y bien regada con vinos de
cosecha propia, se alarga hasta altas horas de la madrugada. Al principio,
los participantes no son más de quince pero con el paso de las horas se van
sumando al convite una variopinta galería de artistas en donde no faltan
escritores pero en donde es dable encontrar, también, a cineastas, actores,
pintores, presentadores de televisión, toreros.
En determinado momento, B tiene el privilegio de ser presentado a la
condesa y el honor de que ésta se lo lleve aparte, a un rincón de la terraza
desde la que se domina el jardín. Allá abajo lo espera un amigo, dice la
condesa con una sonrisa y señalando con el mentón una glorieta de madera rodeada de plátanos, palmeras, pinos. B la contempla sin entender. La
condesa, piensa, en alguna remota época de su vida debió ser bonita pero
ahora es un amasijo de carne y cartílagos movedizos. B no se atreve a preguntar por la identidad del “amigo”. Asiente, asegura que bajará de inmediato, pero no se mueve. La condesa tampoco se mueve y por un instante
ambos permanecen en silencio, mirándose a la cara, como si se hubieran
conocido (y amado u odiado) en otra vida. Pero pronto a la condesa la
reclaman sus otros invitados y B se queda solo, contemplando temeroso el
GUARAGUAO
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jardín y la glorieta en donde, al cabo de un rato, distingue a una persona
o el movimiento fugaz de una sombra. Debe ser A, piensa, y acto seguido,
conclusión lógica: debe estar armado.
Al principio B piensa en huir. No tarda en comprender quce la única
salida que conoce pasa cerca de la glorieta, por lo que la mejor manera de
huir sería permanecer en alguna de las innumerables habitaciones de la
casa y esperar que amanezca. Pero tal vez no sea A, piensa B, tal vez se trate
del director de una revista, de un editor, de algún escritor o escritora que
dcsea conocerme. Casi sin darse cuenta B abandona la terraza, consigue
una copa, comienza a bajar las escaleras y sale al jardín. Allí enciende un
cigarrillo y se aproxima sin prisas a la glorieta. Al llegar no encuentra a
nadie, pero tiene la certeza de que alguien ha estado allí y decide esperar.
Al cabo de una hora, aburrido y cansado, vuelve a la casa. Pregunta a los
escasos invitados que deambulan como sonámbulos o como actores de
una pieza teatral excesivamente lenta, por la condesa y nadie sale darle una
respuesta coherente. Un camarero (que lo mismo puede estar al servicio de
la condesa o haber sido invitado por ésta a la fiesta) le dice que la dueña de
casa seguramente se ha retirado a sus habitaciones, tal como acostumbra,
la edad, ya se sabe. B asiente y piensa que, en efecto, la edad ya no permite
muchos excesos. Después se despide del camarero, se dan la mano y vuelve
caminando al hotel. En la travesía invierte más de dos horas.
Al día siguiente, en vez de tomar el avión de regreso a su ciudad, B dedica
la mañana a trasladarse a un hotel más barato en donde se instala como si
planeara quedarse a vivir mucho tiempo en la capital y luego se pasa toda la
tarde llamando por teléfono a casa de A. En las primeras llamadas sólo escucha el contestador automático. Es la voz de A y de una mujer que dicen, uno
después del otro y con un tono festivo, que no están, que volverán dentro
de un rato, que dejen el mensaje y que si es algo importante dejen también
un teléfono al que ellos puedan llamar. Al cabo de varias llamadas (sin dejar
mensaje) B se ha hecho algunas ideas respecto a A y a su compañera, a la
entidad desconocida que ambos componen. Primero, la voz de la mujer. Es
una mujer joven, mucho más joven que él y que A, posiblemente enérgica,
dispuesta a hacerse un lugar en la vida de A y a hacer respetar su lugar. Pobre
idiota, piensa a. Después, la voz de A. Un arquetipo de serenidad, la voz de
Catón. Este tipo, piensa a, tiene un año menos que yo pero parece como
Roberto Bolaño • Una aventura literaria
19
si me llevara quince o veinte. Finalmente, el mensaje: ¿por qué el tono de
alegría?, ¿por qué piensan que si es algo importante el que llama va a dejar
de intentarlo y se va a contentar con dejar su número de teléfono?, ¿por qué
hablan como si interpretaran una obra de teatro, para dejar claro que allí viven dos personas o para explicitar la felicidad que los embarga como pareja?
Por supuesto, ninguna de las preguntas que a se hace obtiene respuesta. Pero
sigue llamando, una vez cada media hora, aproximadamente, y a las diez de
la noche, desde la cabina de un restaurante económico, le contesta una voz
de mujer. Al principio, sorprendido, a no sabe qué decir. Quién es, pregunta
la mujer. Lo repite varias veces y luego guarda silencio, pero sin colgar, como
si le diera a a la ocasión de decidirse a hablar. Después, en un gesto que se
adivina lento y reflexivo, la mujer cuelga. Media hora más tarde, desde un
teléfono de la calle, a vuelve a llamar. Nuevamente es la mujer la que descuelga el teléfono, la que pregunta, la que espera una respuesta. Quiero ver
a A, dice B. Debería haber dicho: quiero hablar con A. Al menos, la mujer
lo entiende así y se lo hace notar. B no contesta, pide perdón, insiste en que
quiere ver a A. De parte de quién, dice la mujer. Soy B, dice B. La mujer
duda unos segundos, como si pensara quién es B y al cabo dice muy bien,
espere un momento. Su tono de voz no ha cambiado, piensa a, no trasluce
ningún temor ni ninguna amenaza. Por el teléfono, que la mujer ha dejado
seguramente sobre una mesilla o sillón o colgando de la pared de la cocina,
oye voces. Las voces, ciertamente ininteligibles, son de un hombre y una
mujer, A y su joven compañera, piensa B, pero luego se une a esas voces la de
una tercera persona, un hombre, alguien con la voz mucho más grave. En un
primer momento parece que conversan, que A es incapaz de no prolongar
aunque sólo sea un instante una conversación interesante en grado sumo.
Después, B cree que más bien están discutiendo. O que tardan en ponerse
de acuerdo sobre algo de extrema importancia antes de que A coja de una
vez por todas el teléfono. Y en la espera o en la incertidumbre alguien grita,
tal vez A. Después se hace un silencio repentino, como si una mujer invisible
taponara con cera los oídos de B. Y después (después de varias monedas de
un duro) alguien cuelga silenciosamente, piadosamente, el teléfono.
Esa noche B no puede dormir. Se reprocha todo lo que no hizo. Primero pensó en insistir pero decidió llevado por una superstición cambiar de
cabina. Los dos siguientes teléfonos que encontró estaban estropeados (la
capital era una ciudad descuidada, incluso sucia) y cuando por fin encontró
GUARAGUAO
20
uno en condiciones, al meter las monedas se dio cuenta que las manos le
temblaban como si hubiera sufrido un ataque. La visión de sus manos lo
desconsoló tanto que estuvo a punto de echarse a llorar. Razonablemente,
pensó que lo mejor era acopiar fuerzas y que para eso nada mejor que un bar.
Así que se puso a caminar y al cabo de un rato, después de haber desechado
varios bares por motivos diversos y en ocasiones contradictorios, entró en un
establecimiento pequeño e iluminado en exceso en donde se hacinaban más
de treinta personas. El ambiente del bar, como no tardó en notar, era de una
camadería indiscriminada y bulliciosa. De pronto se encontró hablando con
personas que no conocía de nada y que normalmente (en su ciudad, en su
vida cotidiana) hubiera mantenido a distancia. Se celebraba una despedida
de soltero o la victoria de uno de los dos equipos de fútbol locales. Volvió al
hotel de madrugada, sintiéndose vagamente avergonzado.
Al día siguiente, en lugar de buscar un sitio donde comer (descubrió sin
asombro que era incapaz de probar bocado), B se instala en la primera cabina
que encuentra, en una calle bastante ruidosa, y telefonea a A. Una vez más,
contesta la mujer. Contra lo que B esperaba, es reconocido de inmediato. A
no está, dice la mujer, pero quiere verte. Y tras un silencio: sentimos mucho
lo que pasó ayer. ¿Qué pasó ayer?, dice B sinceramente. Te tuvimos esperando y luego colgamos. Es decir, colgué yo. A quería hablar contigo, pero a mi
me pareció que no era oportuno. ¿Por qué no era oportuno?, dice B, perdido
ya cualquier atisbo de discreción. Por varias razones, dice la mujer... A no se
encuentra muy bien de salud... Cuando habla por teléfono se excita demasiado... Estaba trabajando y no es conveniente interrumpirlo... A B la voz de la
mujer ya no “le parece tan juvenil. Ciertamente está mintiendo: ni siquiera
se toma el trabajo de buscar mentiras convincentes, además no menciona al
hombre de la voz grave. Pese a todo, a B le parece encantadora. Miente como
una niña mimada y sabe de antemano que yo perdonaré sus mentiras. Por
otra parte, su manera de proteger a A de alguna forma es como si realzara
su propia belleza. ¿Cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?, dice la mujer.
Sólo hasta que vea a A, luego me iré, dice B. Ya, ya, ya, dice la mujer (a B se
le ponen los pelos de punta) y reflexiona en silencio durante un rato. Esos
segundos o esos minutos B los emplea en imaginar su rostro. El resultado,
aunque vacilante, es turbador. Lo mejor será que vengas esta noche, dice la
mujer, ¿tienes la dirección? Sí, dice B. Muy bien, te esperamos a cenar a las
ocho. De acuerdo, dice B con un hilo de voz y cuelga.
Roberto Bolaño • Una aventura literaria
21
El resto del día B se lo pasa caminando de un sitio a otro, como un
vagabundo o como un enfermo mental. Por supuesto, no visita ni un solo
museo aunque sí entra a un par de librerías en donde compra el último
libro de A. Se instala en un parque y lo lee. El libro es fascinante, aunque
cada página rezuma tristeza. Qué buen escritor es A, piensa B. Considera
su propia obra, maculada por la sátira y la rabia y la compara desfavorablemente con la obra de A. Después se queda dormido al sol y cuando despierta el parque está lleno de mendigos y yanquis que a primera vista dan
la impresión de movimiento pero que en realidad no se mueven, aunque
tampoco pueda afirmarse con propiedad que están quietos.
B vuelve a su hotel, se baña, se afeita, se pone la ropa que usó durante el
primer día de estancia en la ciudad y que es la más limpia que tiene, y luego
vuelve a salir a la calle. A vive en el centro, en un viejo edificio de cinco
plantas. Llama por el portero automático y una voz de mujer le pregunta
quién es. Soy B, dice B. Pasa, dice la mujer y el zumbido de la puerta que
se abre dura hasta que B alcanza el ascensor. E incluso mientras el ascensor
lo sube al piso de A, B cree oír el zumbido, como si tras sí arrastrara una
larga cola de lagartija o de serpiente.
En el rellano, junto a la puerta abierta, A lo está esperando. Es alto,
pálido, un poco más gordo que en las fotos. Sonríe con algo de timidez. B
siente por un momento que toda la fuerza que le ha servido para llegar a
casa de A se evapora en un segundo. Se repone, intenta una sonrisa, alarga
la mano. Sobre todo, piensa, evitar escenas violentas, sobre todo evitar el
melodrama. Por fin, dice A cómo estás. Muy bien, dice B.
***
Publicado en Guaraguao no. 3, invierno 1996
Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953 - Barcelona, 2003), su primer libro publicado fue Consejos
de un discípulo de Morrínson a un fanático de Joyce (Barcelona, 1984), escrito con Antoni García Porta,
al que seguirían La pista de hielo (Alcalá de Henares, 1993), La senda de los elefantes (1994), (Monsieur
Pain, Anagrama, 1999), La literatura nazi en América (Seix Barral, Barcelona, 1995) Estrella distante
(Anagrama, Barcelona, 1996) y Llamadas telefónicas. La publicación de Los detectives salvajes (Premio
Herralde y Rómulo Gallegos, 1998) le consagró como uno de los autores clásicos de la literatura latinoamericana. Después publicó Amuleto, Putas Asesinas y los poemarios: Reinventar el amor (México
D.F., 1976), Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego (México D.F., 1979), Fragmentos de la universidad desconocida (1993), Los perros románticos (1995) y Tres (El Acantilado, 2000). Póstumamente se
publicaron los relatos de El gaucho insufrible (Anagrama, 2004) los ensayos de Entre paréntesis (Anagrama, 2004), la novela 2666 (Anagrama, 2004) y El secreto del mal (Anagrama, 2007).
Sombras por castigo real
Enrique Rosas Paravicino
A esta hora Madrid es un horno de cielo recalentado, pero tú transpiras
de frío porque has entrado al Muspahay Tiempo, que es el tiempo del delirio, el camino más recto a los abrevaderos de la memoria.
1798: Año de Carlos IV; rey de litorales y difuntos. Afuera es agosto a
todo dar, pero aquí adentro el calendario no sirve para más. Da igual que
sea verano o que las campanas toquen al ángelus.
Tú estás en el Ñak’arispa Samay, el tiempo de la dolorosa agonía. Clarito ves la plaza de Pampamarca. Cielo de gaviotas arriba y cuadrillas de
bailarinas abajo.
Entonces tienes cinco años y estás sobre el caballo, en brazos de tu padre.
Miras bailar a los magiqueros de Pichigua –con atuendos de plumas y máscaras de yeso–, a los tributarios de Carabaya ya estos tucumanos de Velille.
Tu cuerpo está tendido en el catre, pero tu memoria es una estrella
constante que recupera todos los tramos de tu infancia.
Ahí la tienes alumbrado otro paraje de los Andes.
Es Tungasuca, tu pueblo natal. Y ese joven es Mariano, tu hermano, encinchando al tordillo en el que le dará alcance a tu padre que vuelve de Potosí.
Miras al cielo. Y el cielo está sangriado de celajes.
Presientes que el rayo se anida allá arriba, tras esa nubecita oscura. “Ah,
señor”, exclama alguien detrás tuyo. Volteas. Es tu tío Juan Bautista, que
también contempla el presagio. “¿Qué es tío?”, preguntas. “Algo grave
será”, te contesta, “como cataclismo o como juicio final, quien sabe.”
Y ese algo llega cuando tienes doce años.
De repente nomás el rayo rompe su placenta, con un gran ruido, y se
desentosca como culebra sobre la tierra.
“¡¡Es Inkari!!”, grita arrebatado el gentío, “¡es el Apu Inca que vuelve
con su cuerpo ya completo!”
El médico que te asiste pide que te calmes.
Y tú ahora estas calmado, con la mirada ya en otra plaza.
Tu padre, vestido con su mejor traje, arenga ronco a los alzados. Cerca
está el cadalso, todavía caliente por el cuerpo recién bajado del Corregidor.
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 23-25
GUARAGUAO
24
Tú quieres ponerte a la diestra de tu padre. Pero no. El catre aún te aprisiona, te sujeta fuerte a Madrid, esta ciudad escarchada de lágrimas para ser
la estación final de tu destierro.
Ves arremolinarse la tormenta en los cielos del Sur.
Es de día en la corte del Rey, pero en el cacicazgo de tu padre ya es
medianoche.
Por la puna avanzan miles de hombres a pie y a caballo. Van al encuentro del enemigo que se apresta a pernoctar en Sangarará. Entonces es Ayaraymi, mes de los finados, la época más propicia para pedirle una victoria
a los antepasados.
Comienza la batalla aún bajo las estrellas. Ves a los tuyos arremeter a
degüello en la oscuridad. Escupen las armas su candela tronadora. Pronto
la plaza se llena de pólvora. Oyes a tu padre dirigir a sus huestes, con autoridad de caudillo. Lo sientes por aquí y por allá, con su acción brava que
refuerza los flancos.
El amanecer es un solo incendio. Arde la iglesia del pueblo, repleta de
cadáveres de soldados.
Pero el incendio creció más. Tanto que llegó a rebasar los límites del trueno.
Eso le llevó a tu madre –ya gobernadora– a decirles otro día: “Ustedes
volverán a ser nobles, mis hijos. Vivirán en el Cuzco, en las casas de vuestros abuelos, los incas”.
¿Príncipe tú?
Aquella vez te ilusionabas con ser arriero como tu padre. Hubieras sido
venturoso con veinte recuas de mulas, llevando azogue a las minas y trayendo talabarterías de Jujuy.
Pero el rayo te descalabró temprano.
Te secó el corazón como a un árbol de vida achacosa y te convirtió en eso
que eres: una sombra. Una sombra de indio con el corazón rojo apuñalado.
¿Príncipe tú? Hoy te considerarías feliz con ser castrador de chanchos,
pero en tu tierra.
Aunque sí, todo eso estaba señalado.
Estaba escrito, en el celaje y el pedernal, tu caída por los aventaderos
del infierno.
Lo leyó en su magia el viejo Benito Pucutuni, alto misa de Lauramarca
y arreador de difuntos desvariados.
Pucutuni, que era como un auki, vio en la coca y en el viento al sol apagarse. Percibió en una estampida de pájaros la batalla de Tinta y vuestra captura en
Enrique Rosas Paravicino • Sombras por castigo real
25
los caminos de Langui. Distinguió en la borra del amanecer el espectáculo de
tu familia, cargada de cadenas, conducida penosamente a la Ciudad Sagrada.
Leyó en las entrañas de zorro la desdicha de tus padres, de tu hermano Hipólito y de otros capitanes, al enfrentar el patíbulo. Vio a Inkari suspendido en
el aire, tironeado por cuatro caballos en una plaza cercada de rejones y bocas
de fuego. Divisó, clarito, otra caravana de prisioneros que avanzaba apenas a
Lima. Hizo un pago a la Pachamama y te reconoció entre los reos que iban a
ser desterrados en los navíos de guerra. Te vio de pasajero triste en el San Pedro
de Alcántara y después como náufrago en las aguas de Peniche. Sacó del resuello del búho el gozne nocturno de tu larga prisión en España, tu voz quebrada
pidiendo clemencia a Carlos III. Por último, te percibió entrando en este hospicio de la Caridad, así pobre, mendicante, enfermo, abrumado por el peso del
destierro... diecisiete años después de las ejecuciones en la plaza.
Vivir como sombra, ¿acaso no resulta igual que la forma más afrentosa
de cadalso?
A esta hora Madrid sigue siendo un horno...
No importa. Tú estás ya en una región distinta, aunque aún enrevesada
para tu discernimiento.
Por fin has logrado trasponer el Ayaq Punku, la puerta total al misterio.
Estás viendo salir otro sol bajo un cielo antiguo. Y por tus ojos inunda
ese arco iris que pronto te secará la sangre.
Se abre un cordillera, traspasada de grandes varas de luz.
Otros hombres, recién llegados, escuchan contigo un pausado batir de alas.
No te importa saber ya de tu acta de defunción:
“Fernando Túpac
Amaru...treinta
años...melancolía
hipocondríaca...”
***
Publicado en Guaraguao no. 7, invierno 1998
Enrique Rosas Paravicino (Cuzco, Perú, 1948), profesor de la Universidad Nacional del Cusco y
Secretario en el Perú de JALL (Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana). Formó la AJEAC
(Agrupación de Jóvenes Escritores y Artistas del Cusco), es uno de los impulsores del lMAPIMUSPO
(festival de todas o casi todas las artes) y uno de los fundadores del taller de narrativa Qoyllurit’i. Miembro del Consejo Editorial de la revista Sieteculebras. Revista de Cultura Andina. Ha publicado en poesía:
Ubicación del Hombre (1970) y Los Dioses Testarudos (1973). Su narrativa comprende un libro de relatos, Al filo del rayo (Lima, Lluvia Editores, 1988) y las novelas El gran Señor (Cuzco, Municipalidad de
Qosqo, 1994), Ciudad apocalíptica (Lima, Librovero editores, 1998), La edad de Leviatán, 2004. Con
dos cuentos de Al filo del rayo ha sido finalista de la Bienal de Cuento COPE (Petroperú): “Al filo del
rayo”, en 1985, y “Temporal en la cuesta de los difuntos”, en 1987. Y publicó el estudio Fuego del sur:
tres narradores cusqueños (1990).
Hipertenso
Horacio Castellanos Moya
Soy hipertenso. Sufrí un ataque severo. Fue una noche en que abusé del
brandy: antes de dormirme sentí que mi cuerpo se inflamaba como si fuese
a estallar; también padecí una angustia tremenda. Acabé en el hospital,
con suero y calmantes. El médico ordenó que me abstuviera de beber licor
durante un par de meses, que hiciera por lo menos una hora de ejercicios
diariamente y me recetó pastillas para antes del desayuno y después de la
cena. Mi madre, con quien vivo luego de mi divorcio, culpó a la bebida por
el deterioro de mi salud. No quise discutir.
Soy periodista. Trabajo en la sección financiera del diario Ocho Columnas. Durante un par de años fui editor de noticias internacionales, pero
precisamente pocos días antes de sufrir el ataque de hipertensión, el director ejecutivo del periódico me informó que la Junta Directiva había
acordado nombrarme jefe de la sección financiera. En vez de regocijo, sentí
angustia.
No debe extrañar mi comportamiento. Odio las responsabilidades. Por
eso me separé de Irma, mi exmujer, por su insistencia en tener un hijo.
No cuento esto por impudicia, sino para explicar la razones de mi hipertensión. Tener a mi cargo a ese grupo de reporteros y redactores, y verme
obligado a responder ante los dueños por todo aquello que se publicara en
la sección, era algo fuera de mis previsiones. Pero mi ascenso, más que un
ofrecimiento, era una orden.
No tuve problemas para abstenerme de beber licor, cumplir la dieta e
ingerir los medicamentos; con los ejercicios fue otra historia. Nunca he
practicado deportes; carezco de disciplina para la gimnasia. Así se lo dije
al médico, pero él insistió en que no me recuperaría si no hacía ejercicios.
Descarté la idea de salir a correr alrededor de la colina; también descarté la
sugerencia de inscribirme en un gimnasio. El hecho de verme obligado a
sudar de esa manera resultaba suficientemente desagradable como para hacerlo en público. Opté, pues, por comprar una bicicleta fija y la ubiqué en
el minúsculo patio de la casa de mi madre. Todas las mañanas, muy temprano, antes de ducharme y salir hacia el periódico, me subía a la bicicleta. Pero
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 27-34
GUARAGUAO
28
apenas alcanzaba a pedalear diez minutos; nunca rebasé ese periodo, no
por agotamiento, sino por incapacidad de concentración. Me explicaré.
No encontraba qué hacer con mis pensamientos mientras pedaleaba en
ese minúsculo patio. La cercanía de las paredes, la dificultad de ver el cielo
(lo intenté pero de inmediato comprendí que me exponía a una tortícolis),
la ausencia de cualquier paisaje, me causaba desasosiego. Deseaba que el
tiempo pasara lo más rápidamente posible. Si bien mis piernas se movían
a un ritmo uniforme, mis pensamientos rebotaban en un ping pong desordenado, absurdo. No soy claustrofóbico: en el periódico he pasado horas
encerrado en mi pequeño cubículo, frente a la computadora, revisando
cables, editando, leyendo colaboraciones o lo que fuera. Pero encaramado
en la bicicleta no encontraba nada en qué fijar la atención. Y en cuanto recordaba mis tareas pendientes en el periódico, dejaba de pedalear y bajaba
del aparato. Pero lo hacía con remordimiento: no recuperaría mi salud y, lo
que era peor, tenía que reconocer mi carencia de voluntad.
Intenté alrededor de un mes con aquella bicicleta. Al principio diariamente, pero en las últimas semanas con menor frecuencia. Me acicateaba
el hecho de haber invertido mi dinero en ese aparato. Probé distintos mecanismos para controlar mis pensamientos. Cerraba los ojos e imaginaba
que recorría las calles de la ciudad, limpia de los criminales autobuses y de
autos, pero a los pocos momentos mis pensamientos ya habían vuelto al
trabajo, a las insufribles colaboraciones de los economistas, a la obsesiva fijación del jefe de redacción contra El Gráfico, nuestra competencia. Intentaba de otra manera: imaginaba que conducía plácidamente mi bicicleta
en medio de un valle de tulipanes, en la campiña holandesa, tal como la
he visto en alguna película. Pero tampoco funcionaba. Pronto mis piernas
disminuían el ritmo de pedaleo, mi voluntad flaqueaba y en seguida descendía del aparato.
Sufrí otro inconveniente: en cierta posición, mientras pedaleaba, mis
muslos rozaban mis órganos genitales. Fue sorprendente. De pronto me vi
encaramado en la bicicleta con una erección. La incomodidad, y el rumbo
que llevaban mis pensamientos, me obligaban a detener la marcha. Un
hombre divorciado, que vive en casa de su anciana madre, no debe dar
rienda suelta a sus fantasías sexuales.
El hecho es que abandoné la bicicleta fija. Pero semanas más tarde
volví donde el médico. Mi presión no había mejorado, dijo. Y en seguida preguntó cuánto tiempo de ejercicio hacía diariamente. Le relaté mis
Horacio Castellanos Moya • Hipertenso
29
desventuras con la bicicleta fija. Me preguntó por qué no ingresaba a un
gimnasio. Le expliqué que mis horarios no me lo permitían. Insistió en
que al menos debía caminar una media hora alrededor de la manzana donde vivía. Imposible, dije: la colina era extremadamente peligrosa, con una
zona marginal a un lado, plagada de ladrones y criminales, por eso no
había comprado una bicicleta normal, porque a las primeras de cambio me
la hubieran robado. El médico se encogió de hombros, apuntó la receta y
repitió que sin ejercicio mi mal persistiría.
Me preocupé. Padecer de hipertensión a los 36 años de edad ya no es
tan extraño en estos agitados tiempos, pero yo estaba consciente de que
mi dinámica de vida sólo podía agudizar mi mal. Mi madre me recordó,
además, que mi padre había padecido la misma enfermedad, la cual contribuyó a la afección renal que lo mató. Y lo inevitable: cada vez me sentía
peor, cansado, con dolor de cabeza, una presión en el pecho, el zumbido
en los oídos.
Volví a la bicicleta fija. Compré unos walkman. Pensé que un poco de
música me ayudaría. Escogí mis casetes favoritos. Pero la situación apenas
mejoró. Mientras mantenía los ojos cerrados, olvidaba el hecho de que estaba pedaleando como energúmeno en ese minúsculo patio, me deleitaba
con mis canciones favoritas y hasta tarareaba; pero si por cualquier motivo
abría los ojos, y volvía en mí, me atacaba de inmediato el ansia de bajarme
de la bicicleta.
Entonces guardé la bicicleta y tomé la decisión de trotar en las mañanas, muy temprano, antes de que los ladrones salieran de sus guaridas. Mi
madre me dijo que me cuidara, que no me alejara mucho de casa. Vivíamos en El Retiro, una pequeña colina de clase media enquistada entre el
cuartel de infantería y una populosa zona marginal llamada El Hoyo. La
casa de mi madre estaba ubicada exactamente sobre la calle que separaba la
colina del borde de la barranca donde comenzaba El Hoyo.
Salí por primera vez a las cinco de la mañana de un lunes. Comenzaba
diciembre; los amaneceres eran fríos. Me propuse dar tres vueltas alrededor
de la colina. La calle estaba desolada, la penumbra neblinosa. Radios sonaban dentro de las casuchas del borde de la barranca. Empecé a trotar a paso
lento, alerta. Mis pisadas resonaban sobre el pavimento. Encontré uno que
otro transeúnte: salían por veredas de El Hoyo, con mochilas y el pelo húmedo; caminaban de prisa, como si ya los estuviesen esperando en un empleo del otro lado de la ciudad. Me miraban de reojo. El aire frío golpeaba
GUARAGUAO
30
mi rostro; mis sentidos estaban extremadamente despiertos. Mantuve la
marcha mientras enfilaba hacia el otro lado de la colina, colindante con el
cuartel de infantería. Empezaba a clarear. Terminé la primera vuelta. Los
ruidos de El Hoyo habían crecido. Probé acelerar la marcha. Mis pulmones respondieron perfectamente. Cuando concluí la tercera vuelta habían
pasado veinticinco minutos.
Ese lunes mi ánimo fue estupendo. Lo atribuí al ejercicio matutino. El
trote no me produjo ansiedad, a diferencia de la bicicleta fija, sino que lo
disfruté y estimuló mis pensamientos. La experiencia fue igual de positiva
el martes, y también el miércoles: mis malestares cedieron y una sensación
de bienestar, reafirmada por el hecho de estar cumpliendo con la prescripción médica, me acompañó a lo largo de esos días. Los reporteros y
redactores de la sección comentaron que se me notaba más cómodo en la
jefatura.
La mañana del jueves salí a la misma hora. Percibí más niebla que
los días anteriores; no parecía que estuviese a punto de amanecer, sino la
noche profunda y silenciosa. Comencé a trotar. Tuve una inquietud. La
calle estaba absolutamente vacía: ninguno de los pobladores de El Hoyo
salía madrugador hacia sus labores. Di la primera vuelta con creciente
aprensión. Pasé frente a la casa de mi madre. Me desconcertó no escuchar
ningún radio en las casuchas del borde la barranca. Algo raro sucedía,
pero mis piernas continuaron el trote. En las cercanías del cuartel de infantería crucé al fin con dos transeúntes; me miraron furtivamente. Me
dije que lo mejor era quedarme en casa al terminar esa segunda vuelta,
pero mi necedad se impuso: no me dejaría amedrentar por mis fantasías.
Pasé de largo. Fue entonces cuando de entre la bruma apareció el perro, agresivo, gruñendo, con los dientes al acecho. Instintivamente hice
el gesto de quien está a punto de lanzar una piedra. Pero el perro no
se inmutó; empezó a correr tras de mí, sin ladrar. Temí que diera una
tarascada. Me detuve, sin darle la espalda, buscando ansiosamente una
piedra sobre el pavimento. La vi. Me agaché a recogerla. Iba a lanzársela
cuando descubrí que había al menos media docena de perros a punto de
abalanzarse sobre mí. Me aterroricé. Blandí de nuevo la piedra, pero los
perros me rodeaban, a menos de un metro de distancia. Tiré la piedra
con todas mis fuerzas sobre el animal más cercano y corrí a todo lo que
me daban mis piernas. Los perros fueron tras de mí, gruñendo, pero sin
ladrar, un par de ellos cerrándome el camino. Despavorido, me vi de
Horacio Castellanos Moya • Hipertenso
31
pronto bajando por una de las veredas de El Hoyo, en un laberinto de
casuchas, adivinando entre la penumbra, a punto de perder el equilibrio
en esa ladera terrosa y llena de piedras.
En seguida los perros me acorralaron. No tuve más opción que irrumpir
en una de las casuchas, empujando la puerta destartalada con el impulso de
mi cuerpo. No alcancé a caer al suelo: un brazo me sujetó por el cuello.
–Bienvenido –masculló el tipo a mi oído.
Era una sola pieza, atiborrada de muebles y enseres eléctricos; apestaba
a humedad y encierro. La luz venía de una potente lámpara ubicada sobre
una mesa: dos hombres y una mujer estaban sentados a su alrededor. El
tipo que me había sujetado por el cuello me empujó hacia ellos. Trastabillé
antes de apoyarme en la mesa.
–Sentate –me dijo un sujeto de lentes, cara redonda y un grotesco bulto
en la mejilla izquierda.
–Te estábamos esperando –dijo el otro, triguefío, de nariz afilada; su
tono era de burla.
–Disculpen. Unos perros me venían siguiendo... –dije. Y volteé a ver
hacia la puerta; el tipo que me había sujetado por el cuello ya no estaba.
–Sentate –repitió el sujeto de lentes, acercándome una silla.
La muchacha guardaba silencio.
Les dije que no era mi propósito interrumpirlos, que nada más quería
cerciorarme de que los perros hubieran desaparecido para regresar a mi
casa. Pero entonces descubrí las armas sobre la mesa: las pistolas lustrosas y
varias granadas. Quedé boquiabierto.
–Te digo que te sentés –insistió el sujeto de lentes.
–¿Cuál es la prisa? –habó la muchacha, de cabello corto y un rostro con
espinillas, más bien masculino.
Tuve ganas de salir corriendo.
–No tengas miedo, no te vamos a comer –dijo el trigueño, siempre
guasón, con modales afeminados.
Me senté.
Les expliqué lo que había sucedido: yo hacía mis ejercicios matinales,
recomendados por el médico para superar mis problemas de hipertensión,
cuando una jauría de perros me atacó en plena calle, por lo que huí en
busca de protección.
–Yo soy Calamandraca –dijo el tipo de lentes–. Este es el Beto y ella la
Yina. Ya sabemos quién sos vos.
GUARAGUAO
32
Tragué saliva. Estaba frito: esa banda de delincuentes no me dejaría salir
de ahí con vida. Les dije que yo era periodista, que trabajaba en el Ocho
Columnas...
–Ya sabemos todo sobre vos, cariño... –me interrumpió el trigueño. En
eso, por la puerta, asomó el tipo que me había sujetado por el cuello.
–Acaban de llegar –anunció, excitado.
Los tres se espabilaron. Con prontitud tomaron las armas, se pusieron.
de pie y me indicaron que los siguiera.
El primer perro, el que me había acosado en la calle, acababa de entrar.
–¿Qué pasa? –dije.
–Vení con nosotros –me indicó Yina, mientras Calamandraca encendía
su radiotransmisor y hablaba en un código incomprensible. Ella me tomó
por el brazo y me condujo a la parte trasera de la casucha. Quise protestar,
pero de pronto me empujaron a través de una puerta falsa que, en vez de
desembocar en la ladera, era la entrada de un túnel. Me paré en seco.
–Apurate –me urgi6 Yina.
–¿Qué les pasa? ¿Adónde me llevan? –protesté.
Beto, portando una potente lámpara, con el mismo tono insinuante,
burlón, me dijo:
–No le tengas miedo a la oscuridad, papito, que aquí vamos contigo.
Calamandraca ordenó que pasáramos primero. El perro se adelantó sin
hacerme ningún caso. Aquello, por su dimensión, más que túnel parecía una
cueva. Caminábamos encorvados, en una pendiente, pero subiendo, como
si fuésemos a salir a la calle. Beto iba adelante, con la lámpara, junto al perro;
Yina no había soltado mi brazo. En aquel silencio oscuro lo que más percibía
eran mis palpitaciones, intensas; temí otro ataque de hipertensión.
–Sufro de la presión –murmuré, tímidamente.
–Ya vamos a llegar –me dijo Yina, presionando mi brazo–. No te preocupés.
Beto se detuvo; el perro olisqueaba. Me pareció que habíamos llegado
a una bifurcación.
–Hacia la derecha –ordenó Calamandraca, en un murmullo, desde mis
espaldas.
Me faltaba el aire. Seguimos avanzando. Vi hacia el ramal izquierdo del
túnel: pequeñas luces se agitaban al fondo, me pareció que lejísimos, como
si fuesen antorchas, y un murmullo apagado de multitud procedía de ese
lado, como si decenas de personas hubiesen estado concentradas allí, a la
espera de algo. Quise preguntar, pero Yina y Calamandraca me obligaron a
Horacio Castellanos Moya • Hipertenso
33
apurar el paso. Al poco rato Beto volvió a detenerse: habíamos topado con
una pared; ahí acababa el túnel. Entonces el perro se puso a olisquear en un
punto, agitando la cola. Beto palpó la pared y presionó: otra puerta falsa se
abrió. Entramos a una típica habitación de servidumbre: minúscula, donde apenas cabían el catre y una tabla para planchar. Era una casa similar a
la de mi madre. Pensé que incluso estaríamos en la misma manzana.
–Quedate aquí con él –le indicó Calamandraca a Yina, señalándome. y
cerró la puerta falsa.
En seguida, él, Beto y el perro se fueron por el patio.
Yina me dijo que si quería podía acostarme en el catre, a descansar un
rato, mientras todo pasaba. Portaba la pistola en la cintura. Vestía unos
shorts que dejaban ver sus piernas sin rasurar.
Me senté en el catre y le dije que no entendía nada; me parecía estar
soñando.
–Mejor –dijo ella.
Esperaba escuchar en cualquier momento las explosiones. Seguramente
la policía o una banda rival había irrumpido en la casucha donde estos tres
cabecillas tenían su cuartel general. Y ahora yo me había visto involucrado en
su huída a través de ese túnel diseñado para las retiradas de emergencia.
–Debo regresar a mi casa –dije, apelando a que ella se había mostrado
más comprensiva que los otros–. Si no tomo mis pastillas a esta hora voy a
sufrir un ataque de hipertensión.
Parecía no escucharme, alerta, atenta a cualquier señal que viniera desde el patio.
–Y tengo que ir al periódico –supliqué.
Beto entró en la habitación.
–Dice el jefe que llevemos a esta preciosura –dijo.
Ya había amanecido.
La sala era semejante a la de la casa de mi madre.
–Vas a salir a dar una vuelta, trotando, como si nada hubiera pasado
–me ordenó Calamandraca, sin voltearse a ver, espiando por la ventana–.
Y luego regresarás a contamos lo que veás a la entrada de El Hoyo. Poné
atención. Y no te las vayás a llevar de listo...
Beto abrió la puerta. De pronto me vi nuevamente en la calle, junto al
perro, el culpable de mi desventura. Me orienté: estaba en uno de los pasajes
laterales, a pocos metros de la calle de la casa de mi madre. Empecé a trotar,
cautelosamente. El perro iba tras de mí, pero ahora sin agresividad, como si
GUARAGUAO
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se tratara de mi mascota. Llegué a la bocacalle. Enfilé hacía la entrada de El
Hoyo. La situación parecía normal, como un día cualquiera. Busqué policías o gente armada, pero no había más que hombres y mujeres que salen
hacia sus labores cotidianas. Seguí trotando, con el perro al lado. Pronto
estuve frente a la casa de mi madre. En ese instante, ella abría la puerta,
quizá para indagar por qué me había tardado tanto. El perro no alcanzó a
reaccionar. Entré en estampida y tiré la puerta a mis espaldas. Consternada,
mi madre preguntó qué sucedía. Me fui de paso hacia el chinero, a tomar
mis pastillas. “Nada”, mascullé luego de empinarme un vaso con agua. No
quise acercarme a la ventana, sino que me dirigí a mi habitación, tomé la
bicicleta fija, la llevé al pequeño patio y me encaramé a pedalear.
***
Publicado en Guaraguao no. 7, invierno 1998
Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, Honduras, 1957), hijo de padre salvadoreño y madre
hondureña. Muy pronto fue trasladado a San Salvador, donde vivió hasta 1979. Posteriormente radicó
en Canadá y en Costa Rica. A partir de septiembre de 1981 se estableció en México, donde ejerció el
periodismo. Fue jefe de redacción de la Agencia Salvadoreña de Prensa (Salpress), corresponsal de la
revista Cuadernos del tercer mundo, editor de la revista Voices of Mexico (publicada por la Universidad
Nacional Autónoma de México) y editor de la Agencia Latinoamericana de Servicios Especial de Información (Aleset). También fue articulista del semanario político Proceso y escribió regularmente el diario
La Opinión de Los Ángeles. Regresó a vivir a San Salvador en mayo de 1991, unos meses antes del fin
de la guerra civil. En esta ciudad fue cofundador y subdirector de la revista Tendencias, cofundador y
director del periódico Primera Plana, y director de la revista Cultura. También colaboró en el periódico
semanal Journal do Pais y Cuadernos del tercer mundo (Río de Janeiro) y en los diarios El día, Excélsior y
Milenio en México. Ha publicado los libros de relatos: ¿Qué signo es usted, niña Berta? (1981), Perfil de
prófugo (1987), El gran masturbador (1993) y Con la congoja de la pasada tormenta (1995), El pozo en
el pecho (1997); las novelas: La diáspora (1989, ganadora del Premio Universidad Centroamericana),
Baile con serpientes (1996), El asco/ Thomas Bernhard en San Salvador (1997), La diabla en el espejo
(2000, finalista del premio internacional Rómulo Gallegos 2001), El arma en el hombro (2001), Donde
no estén ustedes (2004), Insentatez (2004) y Desmoronamiento (2006). También ha publicado una recopilación de ensayos titulada Recuento de incertidumbres: Cultura y transición en El Salvador (1993).
El Gran Mongol
Mempo Giardinelli
Para Si/via Hopenhayn
Sueña que va a comprar botones. Azules, cuadraditos, forrados. Alguien le informa que sólo podrá encontrados en El Gran Mongol, que es
una casa importante. Cree haberla visto; pero no sabe exactamente dónde
queda.
Camina, extraviado, por una extraña ciudad que no reconoce. Hasta
que en el cruce de dos grandes avenidas, descubre la enorme tienda luego
de un efecto que le parece cinematográfico: como, si la lente de la cámara
que son sus propios ojos se hubiese abierto por completo. Pero enseguida el
efecto cambia nuevamente, y ante sus ojos comienzan a aparecer fotografías que narran una historia que protagoniza él mismo. Son fotos sucesivas,
como los cuadraditos de una historieta, y contienen acciones, colores y
movimientos internos, fragmentarios.
En la primera, está entrando a la tienda en busca de los botones y en
un escaparate los ve. Los pide a una vendedora y separa los que más le gustan. Los alza y los mira a contraluz, contento como un niño. De pronto,
inexplicablemente, se pincha un dedo con una aguja. Brinca desmesuradamente hacia atrás, pisa a un hombre que pasa, y se produce un alboroto.
Pide disculpas, zafa de la situación y, nervioso, se dirige a la Caja a pagar
los botones.
Foto dos: La cajera es una belleza, idéntica Xuxa. O acaso es Xuxa, no
lo sabe, en los sueños pasan esas cosas increíbles. Debe pagar un peso con
cuarenta y cinco centavos, pero sólo tiene un billete de cien dólares que
ella agarra mientras le dice que no puede aceptarlos. Pero él le explica que
peso y dólar en ese país, ahora valen lo mismo porque la convertibilidad,
etcétera. La chica atiende a otros clientes: a todos les da sus productos y
ellos pagan y se van.
Mientras espera, observa el sitio. Es la tercera foto, panorámica: hay
como un corral cuadrado, de fórmica, en el medio de un gigantesco salón.
Parece Harrod’s, o Macy’s, o alguna de esas grandes tiendas del Primer
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 36-39
Mempo Giardinelli • El Gran Mongol
37
Mundo. Hay un McDonald’s al fondo, varias joyerías, un sector de góndolas y escaparates de perfumerías de marcas conocidas, pasillos, gente, luces.
Al cabo se impacienta y reclama. Foto número cuatro: Ya va, ya va, le dice
Xuxa, y empieza a sobrarlo, a burlarse de él. Qué nariz más ridícula, dice,
yesos botoncitos, un hombre grande. Él insiste en su protesta, cada vez de
modo más altisonante. Siente su adrenalina, la presión que le sube. Pero
ella ni le da el cambio ni le devuelve los cien dólares. Fúrico, golpea contra
el mostrador y a los gritos pide por un supervisor. Xuxa, como si no lo
oyera, despacha a otro cliente, sale de la caja y atraviesa el salón.
En la quinta foto, la sigue y la toma del brazo, escúcheme señorita,
pero ella quita esa mano como con asco y le dice hubiera sido más político,
señor, más diplomático, y él quien es el gerente general de la casa, quiero
hablar con el gerente general. Aquél de bigotes, dice ella, y además es mi
novio, y se aparta rumbo al baño de damas. Entonces él se dirige al tipo
(foto seis), que cuando es interpelado o mira como preguntándose quién
es este loco y le dice yo no trabajo aquí, no tengo nada que ver, sólo vine a
comprar unas zapatillas, camino por el shopping, no me fastidie.
Decidido a buscar al gerente, se mete en un salón donde hay un montón de mujeres que juegan a la canasta. Séptima foto: en una mesa, unas
ancianas toman té con masitas, y en otra, muy larga, hay unos viejitos
que visten ternos con flores en las solapas y aplauden a un tipo parecido
a Leopoldo Lugones. Sale de allí y centra en un pasillo larguísimo (es la
foto número ocho) a cuyos costados sólo hay escaparates iluminados pero
vacías, y puertas de vidrio cerradas cada no se sabe cuántos metros.
El Gran Mongol, se da cuenta, es como una caja de Pandora, un laberinto, pero sigue por el pasillo, que hace una curva extrañamente peraltada,
y al final desemboca (foto nueve) en un enorme patio, entre andaluz y griego, perimetrado por altas paredes blancas y con una docena de columnas
allá arriba, sobre los murallones de piedra, lanzadas al cielo como si tuvieran que sostener un techo imaginario. Allí ha habido una fiesta de bodas
o algo así: hay muchas cosas tiradas en el suelo y los meseros van y vienen
limpiando las mesas de restos de comidas, y levantando papeles, servilletas,
puchos, patas de pollo, botellas vacías.
En la foto diez hay un tipo muy gordo, un obeso enorme con pinta
de patriarca, que está sentado en un banquito de cocina a un costado del
patio. Un mozo lo señala con un dedo mugriento: es Don Anemio, dice,
GUARAGUAO
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el patrón. Está enfundado en un traje negro y usa corbata de moño. No
parece ni mongol ni gallego. Habla con una chiquilina a la que da órdenes
perentorias. Su tonada es litoraleña, acaso de entrerriano del norte. Sontíe
todo el tiempo.
En la once se dirige hacia el gordo, se para frente a él, y le explica todo,
especialmente su furia contra la cajera que se quedó con sus cien dólares.
El gordo asiente con una sontisa y enseguida alza una mano que deja suspendida en el aire, como para que se calle y espere, y con una voz suave
llama a un mozo, que se acerca con trote marcial y se queda trotando en el
aire, dando saltitos suspendido sobre un mismo lugar. Decile a Teresa que
me vaya preparando un guisito de arroz, ordena, y su vista queda clavada
melancólicamente en una de las columnas que están allá arriba, como para
no escuchar al que sueña, que está desesperado y no cesa de hablar porque
necesita que se atienda su situación, su desagrado, quiere sus cien dólares.
Pero en eso viene otro mozo (foto doce, una instantánea) y le pregunta
qué vino va a querer tomar y el gordo dice eligeme un torrontés del año
pasado, o sino un Rincón Famoso del 84, el que cuadre.
En la número trece, como el ofendido insiste en hablar del episodio y
su indignación aumenta, el obeso sigue asintiendo pero con una sonrisa
del poder, que es también una mueca de intolerancia, mientras saca un
cigarrillo y busca fuego, y otro mesero que pasa se lo enciende con unos
fósforos Fragata, y al final dice me tienen harto no hay derecho, y lo dice
suavemente aunque hay algo amenazante en su voz.
La foto catorce es un primer plano, desencajado, del que sueña: Cómo
que no hay derecho, usted también se va a hacer el burro, gordo de mierda,
y entonces todos se ríen, la foto se abre como tomada con un gran angular,
un distorsionante eye fish que se llena de caras y bocas y dientes, y todo se
vuelve grotesco como en las películas de Fellini, hay enanos y payasos en
el patio, y gorda de grandes tetas, y querubines y vírgenes y demonios a la
manera de los cuadros de Rubens, y el soñante empieza a retirarse lentamente, humillado y vencido, expulsado por El Gran Mongol.
Ahora está saliendo de la enorme tienda: en la foto quince ve, en la
puerta, a la cajera rubia con los cien dólares en la mano, que se dirige hacia
él Y le tiende el billete con desprecio: se lo manda Don Artemio, dice, para
Mempo Giardinelli • El Gran Mongol
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que no friegue. Y se da vuelta y se va, y él, con doble humillación, camina
de regreso a su casa, a su sueño.
Cuando se despierta tiene ante sí, clavada con chinches sobre la pared,
una foto en blanco y negro en la que él, de niño, viste un trajecito de marinero: pantalón corto y saco cruzado de botones que él recuerda perfectamente que eran azules, cuadraditos, forrados.
Coghlan, abril-junio de 1992.
***
Publicado en Guaraguao no. 7, invierno 1998
Mempo Giardinelli (Resistencia, Chaco, Argentina,1947), realizó estudios de leyes y de literatura.
En 1976 se ve obligado a exiliarse a México, en donde permanece diez años. Allí estudia en el Instituto
Nacional de Bellas Artes. Funda la revista Puro Cuento, de la cual fue el director entre 1986 y 1992.
Responsable del Foro Internacional del Libro y la Lectura que organiza la Universidad del Nordeste,
que este año cumplió su tercera edición con una panicipación de 2.500 asistentes. Dicta cursos en la
Universidad de Virginia. Su obra ha sido traducida al alemán, francés, portugués. holandés e italiano.
Ha escrito las siguientes novelas: La revolución en bicicleta (1980), El cielo en las manos (1981), ¿Por qué
prohibieron el circo? (1983), Luna caliente, Premio Nacional de Novela de México, (1983), Qué solos se
quedan los muertos (1985), Santo oficio de la memoria (1992), Imposible equilibrio (1995), Fin de novela
en Patagonia (2000), Visitas después de hora (2003). Sus libros de cuentos son Vidas ejemplares (1982),
La entrevista (1986), Cuentos. Antología personal (1987), Luli, la viajera, cuentos para niños (1986), El
castigo de Dios (1993), colección a la que pertenece “El Gran Mongol”, La noche del tren y otros cuentos
(2007). Cultivó el ensayo en los siguientes títulos: El género negro (1984), Dictadura y el artista en el
exilio (1986), Así se escribe un cuento (1992) y El país de las maravillas (1997).
El Chef
Rodrigo Rey Rosa
Durante tres años vivió debajo de Manhattan Bridge, en una covacha
al borde del terraplén sobre el río, solía pasar buena parte de sus noches
mirando por un ventanuco la telaraña de luces del vasto puente tendido
sobre el East River, los faros de los automóviles que iban y venían. Cuando
estaba decaído o perezoso, se alimentaba con los desperdicios de comida
que encontraba en los basureros de los restaurantes de Chinatown y Litde
Italy, por donde deambulaba por las tardes y el amanecer. Cuando se sentía
más emprendedor, atrapaba mirlos o una especie de codorniz que a veces,
en el invierno, venían a refugiarse en los parques de la ciudad. Los mirlos
eran fáciles de atrapar, con cebo de miga de pan y cuerdas de pescar. También los cazaba con una cerbatana de aluminio, que él mismo fabricó con
los restos de una vieja antena de televisión, armada de dardos hechos con
agujas hipodérmicas, las que solía cargar con pequeñas dosis de veneno
o sedantes obtenidos en los vertederos del Beth Israel o el Bellevue, los
grandes hospitales. Las codornices requerían más paciencia e ingenio. Para
ellas construía trampas con cajas de plástico, elásticos usados y varillas de
madera o de metal. Sea como fuere, si tenía un poco de suerte, volvía a
su covacha bajo el puente con sus presas y hada una pequeña fogata para
cocinar.
Le llamaban el Chef porque sabía preparar varias salsas, y era enormemente popular por los pequeños banquetes que celebraba. Entre sus
visitantes se encontraban las chicas vagabundas más atractivas, y uno que
otro chico, dispuestos a todo por un buen manjar.
Celoso porque su compañera iba a cenar con el Chef muy a menudo,
un malhumorado vagabundo a quien llamaban Kentucky Matt, le partió
el cráneo al Chef mientras dormía. (Dormía cobijado con cartones, porque era pleno invierno, y parece que, para ahogar los ruidos del tránsito
del puente, se había acostado con su walkman y escuchaba, cuando fue
muerto, una fuga de Bach.)
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 41-42
GUARAGUAO
42
La chica denunció el crimen, pero Kentucky Matt no fue capturado.
Huyó de la ciudad-dicen- como polizón en un vagón de ferrocarril.
***
Publicado en Guaraguao no. 7, invierno 1998
Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958), donde realizó sus estudios. Residió luego en Nueva York y tras
vivir varios años en Marruecos reside hoy nuevamente en Guatemala. Su obra narrativa ha sido traducida al inglés (por Paul Bowles), al francés y al alemán. Sus títulos son: Cárcel de árboles/ El salvador de
buques (1992); El cuchillo del mendigo/ El agua quieta (1992); Lo que soñó Sebastián (1994, la que hizo
filmografía en el 2004); El cojo bueno (1996), Con cinco barajas: antología personal (1996), Que me
maten si... (1997), Ningún lugar sagrado (1998), La orilla africana (1999), Piedras ecantadas (2001), El
tren a Travancore (Cartas indias) (2001), Caballeriza (2006) y Otro zoo (2007). Fue premio nacional
de literatura de Guatemala en el 2004.
Algunas cosas que recuerdo de aquel viaje
Rodrigo Fresán
There are really two kinds of life.
There is, as Viri says,
the one that people believe you’re living,
and there is the other.
lt is this the other that causes the trouble,
this other we long to see.
James Salter, Light Years
Todo esto sucedió hace mucho tiempo, le cuento a ella. Sucedió en El
Extranjero, esa región imprecisa donde todos los mapas son uno y el Idioma es lo que menos importa cuando uno ha quemado su guía (se necesitan
demasiados fósforos y bastante tiempo) y ha arrojado su brújula por las
cañerías internacionales de un baño de aeropuerto.
Todo esto sucedió –yo era, ah, tan joven– antes de que entrara al ahora
extinto servicio militar obligatorio de mi ahora inexistente país de origen
y rompiera todo los récords del regimiento a la hora de armar y desarmar
rifles y pistolas con los ojos vendados. Yo era un héroe; y los cabos y los
sargentos apostaban a mi favor en competencias ilegales entre las diferentes compañías. Competencias de medianoche, luz de linternas, círculos
de soldados a mi alrededor. Podía sentir los nervios de su respiración y
la ansiedad en la economía de sus movimientos. Gané siempre, casi sin
proponérmelo y, no entiendo muy bien por qué, pero un sentimiento
perturbadoramente parecido al orgullo define aquellos días más o menos
terribles, definitivamente ridículos pero poderosamente didácticos en la
uniformidad de los uniformes. El servicio militar obligatorio quizá sea uno
de los sitios más extranjeros en los que jamás haya estado y uno aprende
más y mejor y más rápido en El Extranjero. Recuerdo un graffitti en los
baños? que decía “El regimiento es como el circo: los payasos se quedan y el
público se va”. Yo era parte del público pero –paradójicamente– actuaba y
ganaba dinero para los payasos.
Yo nunca nabía sido bueno con mis manos hasta entonces. Nunca volví
a serlo.
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 44-51
Rodrigo Fresán • Algunas cosas que recuerdo de aquel viaje
45
Escribir, por más que así lo parezca, es algo que no se hace con las manos, le explico a ella.
Todo esto sucedió hace mucho tiempo.
Todo esto sucedió después de haber sido secuestrado por una banda de
punk rock en Belfast, Irlanda del Norte. La banda de punk rock se llamaba
The Farting Nuns y eran tres. Dos guitarras y un bajo. El baterista se había
escapado o había desaparecido, no me acuerdo. Yo estaba esperando un
tren de media noche en una estación sin trenes cuando los vi llegar. Yo no
tenía mucho equipaje. Un viejo bolso de caza y una bolsa de dormir, nada
muy pesado a la hora de la posible huida. Pero estaba tan cansado.
Los tres punks se acercaron a mí con los movimientos artificialmente
peligrosos de los punks de entonces, de los ingenuos y primeros y verdaderos punks. Me dijeron que necesitaban a un baterista. Urgente. Tenían que
tocar en un pub esa noche. Era imprescindible que fuera con ellos. Les dije
que jamás había tocado la batería y que mi sentido del ritmo nunca había
sido de los más saludables. Me dijeron que me parecía mucho a Ringo Starr
y eso, suponían, bastaba para acabar con toda posibilidad de resistencia de
parte mía. Me dijeron que la situación era clara: o me convertía en baterista
de The Farting Nuns por una noche o me molían a patadas. Ringo Starr
siempre fue mi beatle favorito y así fue como me convertí en el baterista de
los Farting Nuns por una noche. Me cortaron el pelo al rape (después de
todo necesitaba el corte de pelo) pero me negué a que me pintaran un cruz
esvástica en la frente. Un tío abuelo había muerto en Auschwitz, expliqué.
Lo entendieron sin problemas. Uno de ellos me pidió disculpas con cara
de no entender del todo por qué lo estaba haciendo.
No la pasé tan mal a no ser por las escupidas y las botellas que arrojaba
el público.
Al día siguiente –luego de rechazar una y otra vez la oferta de los Farting Nuns de acompañarlos hasta la gloria– tomé mi tren y me subí a mi
ferry y llegué a mi habitación en París y le dije a mi flamante novia texana
que no, no nos íbamos a casar. Nos miramos con el inconfesable y triste
alivio de quienes comprenden, recién después de haber tomado una decisión más o menos terrible, que han hecho lo correcto. Recuerdo que yo
era feliz, que ella también y, pensé entonces –sin poder dejar de mover las
manos, el recuerdo fresco de los palillos en ellas– en cuántas oportunidades
tiene uno en la vida de descubrir que no es tan mal baterista después de
GUARAGUAO
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todo. Cuando salí a la calle, llovía una de esas lluvias francesas y yo dejé
París por el solo placer de volver a París más tarde.
Todo esto sucedió hace mucho tiempo.
Todo esto sucedió camino a Grecia. Llegué a Atenas varios días después
de haber dejado Venecia a bordo de un Mercedes Benz conducido por una
viuda octogenaria y aventurera con un apellido lleno de consonantes y la
boca llena de dientes de oro. Recuerdo haber pensado que, en una vida
anterior, esta mujer sin duda había sido un pirata. Recuerdo que la mujer
repetía una y otra vez, con la constancia de un loro educado en los mejores
colegios, que ella no iba a ningún lado sin que la acompañara su marido.
Fue entonces cuando reparé en la esfera de acero dorado montada sobre el
capot del auto en lugar del célebre isotipo, la estrella de tres puntas. “Es una
urna funeraria, ahí viajan las cenizas de mi querido Paolo”, me explicó.
Me despedí de ella y de Paolo en Salzburgo. No tenía dinero y acepté el ofrecimiento de un inglés fanático de Julie Andrews. Necesitaba mi
ayuda para filmar “algo”, me explicó, “para cumplir un viejo sueño”. Yo me
haría cargo de la cámara a cambio de unos cuantos dólares, ofreció. Le dije
que mi pulso era pésimo y que era zurdo y que la cámara estaba diseñada
para diestros. Me dijo que no importaba, que yo era la persona indicada,
que “podía sentir que así era”. Subimos hasta el prado donde se filmó la
secuencia de los títulos de La novicia rebelde con Julie Andrews girando
como un derviche en celo. El sitio estaba igual. El inglés –Brett o Sinclair,
se lIamaba– presionó el play de un enorme radio-grabador, el aire se llenó
con la voz de Julie Andrews cantando que “The hills are alive with the
sound of music...”, Everett o Sinclair gritó “Action!” y comenzó a girar con
la pasión y la entrega de un derviche. Apenas llegó a dar dos o tres giros
cuando cayó como fulminado por el relámpago de un ataque cardíaco,
se derrumbó en una perfecta vertical descendente, gritando como si se lo
estuviera tragando la tierra. Dejé la cámara sobre el césped y me acerqué
a ver qué le ocurría. Fractura de fémur, creo. El hueso expuesto, de una
blancura casi imposible. Un espectáculo desagradable. Lo bajaron despacio
y atado a una camilla. Yo lo acompañé al hospital. Recién entonces le dije
que siempre había detestado a Julie Andrews. Everett o Sinclair me miró
como si yo fuera el culpable de todo. No hace falta decir que no esperaba
que me pagara. No lo hizo. Fui a la casa donde había nacido Mozart y estaba cerrada por remodelaciones. Decidí –cortesía de mi tarjeta de Eurailpass
Rodrigo Fresán • Algunas cosas que recuerdo de aquel viaje
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cuidadosamente falsificada– dejar Salzburgo en el primer tren. Nunca viajé
tanto en tren como durante ese año. 1983. Casi no he vuelto a subirme a
un tren desde entonces.
Me desperté en Atenas sin entender muy bien cómo; pero cuando se
lleva viajando demasiado tiempo sin mapa, como era mi caso, uno se acostumbra a despertarse en cualquier parte seguro de que, al fin y al cabo,
cualquier parte siempre queda en el mismo planeta y todo el planeta es un
único sitio llamado, sí, El Extranjero.
Todo esto sucedió hace mucho tiempo.
Yo me acordaba de todo, pero Atenas se empeñaba en olvidarse de sus
cada vez más lejanos días de gloria, y yo no podía ayudada en eso. Yo
había sido un fanático precoz de la mitología griega y a los diez años podía recitar sin problemas todas y cada una de las demasiadas ramas del
demasiado frondoso árbol genealógico de Zeus (nunca Júpiter) haciendo
mía la misma precisión con que mis compañeros de escuela, con voz entre
reverencial y zombie, repetían la formación de equipos de fútbol de los que
yo no sabía ni quería saber nada. No demoré en comprender que Atenas
era como una de esas casas después de una bestial fiesta de milenios. Todo
había sido arrasado, los invitados se habían ido para no volver. Los vasos
rotos, los ceniceros llenos hasta los bordes. La fiesta, de seguir, iba a continuar en otra parte donde los dioses pudieran seguir fecundando a vírgenes
mortales. A los dioses griegos ya no les gustaban las griegas. Yo era feliz lo
mismo, yo nunca necesité de mucho para ser feliz, mucho menos entonces.
Yo era y sigo siendo un extranjero. Yo soy el tipo de persona que extraña El
Extranjero como patria verdadera, le explico a ella ahora, en algún lugar de
El Extranjero. Las frutillas y las cerezas eran muy baratas, conseguí sitio en
una pensión donde las camas se tendían y se des tendían en la terraza con la
noche como único techo. La Acrópolis al mediodía estaba llena de turistas
japoneses. Decidí volver cuando cayera el sol y los turistas japoneses regresaran a ese sitio a donde se esconden los turistas japoneses cuando llega la
oscuridad. Alguien me dijo que no era seguro, que podía ser peligroso. No
me importó y preferí no darle importancia a los Iwligrus siempre vigentes
de los sitios sagrados ni a la desgracia de Everett o Sinclair en Salzburgo.
Yo tenía que ir a la Acrópolis y no pensé en que el sentido de ciertos santuarios reside en no ser nunca alcanzados. Unas semanas atrás, el día de mi
vigésimo cumpleaños, había escalado la pirámide de Keops. Debí haberme
GUARAGUAO
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conformado con eso, leer menos Kerouac, buscar menos satoris y, en todo
caso, darles tiempo para que los satoris vinieran a mí. Pero satori era una
de mis palabras favoritas y la había aprendido a partir del título de un libro
triste de Jack Kerouac: Salori in París. La otra era epifanía y me había sido
revelada por el Stephen fleme, de James ]oyce. No son palabras saludables o
que predispongan a la cautela o al sentido común, le explico a ella ahora, en
la cima de otra pirámide, en otra parte de El Extranjero, tanto tiempo después pero habiendo recuperado la misma felicidad de entonces. Le cuento
que, al anochecer, la Acrópolis estaba desierta y parecía nueva y yo era feliz.
Hacía frío. Caminé sin prisa, comí más frutillas y más cerezas. El gigante
salió de atrás de una columna. El gigante tenía el aspecto de una mutación
radioactiva del sueño de Acuario. Un hippie olvidado por la historia. Me
habían advertido acerca de este tipo de individuos. Satélites, náufragos de
sí mismos, restos de los años 60 que habían quedado orbitando alrededor
del agujero negro de su utopía vencida, flotando para siempre en el espacio
exterior de las ciudades más baratas y menos seguras del continente. Europa
por US$ 5 y todo eso. El gigante se acercó a los gritos. Hablaba un idioma
que no se parecía a ninguno y a todos. Le dije que estaba todo bien. Le
ofrecí dinero. Él negó con la cabeza y grito más y se acercó a mí hasta arrinconarme contra una columna. Sacó un cuchillo, me agarró de las solapas,
me golpeó la cabeza contra la columna, hundió su cuchillo en mi pecho.
Entonces me morí.
Me desperté en el cielo con el terror feliz de descubrir que había vida
después de la muerte y que el paraíso se correspondía bastante con aquel
que mostraban las ilustraciones bíblicas de Gustave Doré. Estaba en el
piso, cubierto de sangre, el mango de la navaja asomando en mi pecho
como una versión jíbara y pocket de Excalibur. Nada me dolía salvo la
cabeza. Me dolía mucho. Supe que no estaba muerto porque no es lógico
morirse y que a uno le siga doliendo la cabeza. No sería justo. El paraíso
se parecía, también, demasiado a la Acrópolis. Llevé mi mano a la navaja
pensando qué hacer. Extraerla tal vez equivaldría a despertar a un géiser
rojo, me dije, a morir desangrado. Me arriesgué a hacerla, no tenía nada
que perder. Descubrí con cierta inexplicable desilusión que la navaja había
sido interceptada por un libro en el bolsillo interno de mi chaqueta.
Me había salvado el primer tomo de Sherlock Holmes: The Complete
Novels and Stories, lo que me pareció poéticamente correcto, pero también
–yo quería ser escritor, yo ya me consideraba un escritor por más que no
Rodrigo Fresán • Algunas cosas que recuerdo de aquel viaje
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hubiera publicado nada– un poco forzado desde el punto de vista estrictamente argumental. Salvado por Sherlock Holmes.
Toda esa sangre había salido de un tajo superficial en mi cabeza producido por el golpe. Bajé corriendo por la ladera hasta la estación de tren. Me
desinfectaron la herida en una dependencia de primeros auxilios instalada
en una locomotora fuera de servicio y subí a un tren que iba al puerto de
Patras para, desde ahí, tomar el ferry hasta Brindisi, en el sur de Italia.
Dormí todo el viaje sin problemas. No era la primera vez que me moría y
no iba a ser la última.
Todo esto sucedió hace mucho tiempo.
Todo esto sucedió en un barco cuyo nombre no recuerdo. Un ferry cruzando con la paciencia de un pincel cargado del color gris Egeo. Le cuento
a ella que la tormenta nos alcanzó a mitad de viaje, en alta mar.
Viajábamos sobre cubierta –el pasaje más barato– y éramos unos doscientos fugitivos de la nada. El cielo nos regalaba relámpagos y nosotros
los aceptábamos alzando nuestras botellas de ouzo. Brindamos demasiadas
veces por cualquier cosa bajo la lluvia torrencial. Alguien dijo que lo mejor
era buscar refugio. Varios empezaron a vomitar con el mismo entusiasmo
con que otros comen. Intentamos entrar a las áreas comunes del ferry pero
fuimos rechazados: nuestros pasajes sólo nos permitían movernos por el
área de cubierta. El capitán en persona nos lo dijo como si recitara un
parlamento que hubiera esperado años para decir. Estaba claro que era su
gran momento. Nos quejamos. Motín a bordo. Cerraron las puertas con
trabas del lado de adentro. A un australiano se le ocurrió que abriéramos
los tambores de plástico que contenían los botes salvavidas. Se inflaban
automáticamente. Eran de color naranja. Usamos varios, los utilizamos
como refugios de la lluvia. Corrimos y chocamos debajo de los botes y las
carcajadas eran más fuertes que los truenos. No era correcto. El capitán, furioso, envió a los hombres más intimidantes de su tripulación. Nos expulsaron del barco, nos hicieron desembarcar en una pequeña isla poblada por
pastores y mujercs vestidas siempre de negro. Varios de nosotros llegaron
dormidos de ouzo a la playa y allí se despertaron al amanecer convencidos
de que habíamos naufragado y nos habíamos salvado por milagro o por
casualidad, daba igual. Muchos se abrazaban llorando.
Muchos nos reíamos. El día se pasó intentando conseguir comida de
los pobladores de la isla que no entendían qué había ocurrido ni quiénes
GUARAGUAO
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eran todos esos salvajes que hablaban un idioma extraño. Los pobladores
se encerraron en sus casas. Nos arrojaban pan y queso por las ventanas
como si fuéramos animales. Al anochecer, otro barco nos recogió y nos
llevó hasta Italia.
El tren para Roma partía a medianoche. Conseguí un compartimento
vacío que no demoró en ser ocupado por una numerosa familia italiana
cuya bestial autenticidad la acercaba al cliché de una mala película norteamericana de los años 30 con italianos interpretados por norteamericanos.
El abuelo se sentó a mi lado y comenzó a roncar. Roncaba fuerte. Recé Con
todas mis fuerzas para que dejara de hacerlo. En algún momento –todavía
hoy no puedo entender cómo– me quedé dormido. A la mañana siguiente
me despertaron los gritos de la abuela y de los hijos y los nietos.
Me gritaban a mí y me señalaban Con desesperación. Nonno! Nonnino!,
gritaban. No demoré en comprender que, en realidad, señalaban el cadáver
fresco del abuelo, sentado junto a mí. Me puse de pie y me lancé del tren en
movimiento aprovechando una curva cerrada y lenta. No sabía dónde estaba entonces, no sabía dónde estoy ahora. Los verdaderos extranjeros no se
preocupan de esas Cosas. Los verdaderos extranjeros nunca son turistas.
Tal vez por eso –otra vez feliz, otra vez extranjero en El Extranjero,
tantos años más tarde– la necesidad impostergable de Contárselo a ella
pero no de ponerlo por escrito. Yo soy y no soy el que era entonces porque
pasaron años y cosas y qué será lo que más nos modifica: ¿el paso universal
del tiempo o el paso privado de nuestras vidas?
Le Cuento que entonces, afuera del tren, llovía más que en la Biblia, que
entré a una cabina telefónica buscando refugio, y que entonces el mundo
me pareció, de improviso, repleto de infinitas posibilidades.
Primero el relámpago, luego el trueno, después yo.
En ocasiones –como aquella, le cuento– uno es consciente de estar experimentando algo importante en el mismo momento en que está ocurriendo; otras veces –como ahora– esos grandes momentos se nos vuelven
claros y comprensibles recién cuando los contemplamos desde los andenes
del futuro junto a la persona indicada. La naturaleza de un viaje y lo que
se recuerda de ese viaje acaban siendo lo mismo que uno opta por recordar
de una vida, aquella pequeña y efímera parte de una vida que acaba pareciéndose tanto a la inmortalidad.
Le cuento a ella que esa era una mañana perfecta de lluvia perfecta –una
mañana casi tan perfecta como esta mañana perfecta de perfecto sol–, que
Rodrigo Fresán • Algunas cosas que recuerdo de aquel viaje
51
caminé un par de horas y que llegué a un pueblo italiano cuyo nombre
nunca supe ni quise saber.
Sólo sabía –como sé ahora– que, con los años y con un poco de suerte,
alguna vez todo eso iba a haber sucedido hacía mucho tiempo.
Y que yo iba a esperar a conocerla para poder contado y contárselo.
Y que estaría bien que así fuera.
***
Publicado en Guaraguao no. 9, invierno 1999
Rodrigo Fresán (Buenos Aires, Argentina, 1963), desde 1984 trabaja como periodista en diferentes
medios entre los que se cuentan Clarín, Sur, Cuisine & Vins, Diners, Pelo, Babel, Estación 90, Puertitas,
etc. En la actualidad, es columnista habitual y corresponsal extranjero en España para el diario Página/12, así como jefe de redacción del mensuario Página/3D. Su primer libro de ficción, Historia argentina, (Planeta-Argentina) estuvo durante más de seis meses en las listas de best sellers, posteriormente
se publicó en España. Varios de sus relatos han sido introducidos en antologías de Argentina, España,
Chile, México, Venezuela, Inglaterra, Estados Unidos, Suecia y Bosnia, entre las que se encuentra
The Picador Book oi Latinamerican Short-Stories a cargo de Carlos Fuentes y Julio Ortega. También es
autor de otro libro de ficciones, Vidas de santos (1993), de uno de miscelánea narrativa y periodística,
Trabajos manuales (1994), y de la novela Esperanto (1995), adquirida por la editorial Gallimard (1999)
con el título de L’Homme du Bord Extérieur. Posteriormente publicó La Velocidad de las Cosas (1998).
Le siguen lsa novelas Mantra (2001) y Jardines de Kensington (2003). También estuvo a cargo de la
selección, prólogo y notas de La geometría del amor (2002) de John Cheever. Desde 1999 vive en
Barcelona.
Verónica Weddigen, la del ramito en el pie
Roberto Castillo
Verónica no llegó sola esa vez. Nunca salía sola. Se presentó acompañada
de sus padres. La ceremonia de bajarse del automóvil fue lo más gracioso
que había visto en mi vida. Cargada de anillos y pulseras, envuelta en una
estola verde que se enlodó en una de las ruedas, yo jamás la pude imaginar
vestida de otra manera. Se hubiera creído que era una pianista de altos vuelos, la esposa de algún embajador oriental o tal vez la reina de Tananarve.
Además de los padres, la prima Margarita también era inseparable.
Me invitaron especialmente para que nos conociéramos. Le habían hablado tanto de mí con verbo exaltado, que me atribuía una importancia
que yo estaba muy lejos de tener.
La reunión fue un éxito y el público quedó altamente impresionado.
Estuve sentado a su lado todo el tiempo. Entre nosotros dos nació una simpatía espontánea, una especie de complicidad ingenua que cada quien, ¡ay
dolor!, interpretó de distinta manera. Al despedimos, sin que yo supiera
nunca cómo, depositó en el bolsillo de mi americana una tarjeta suya sobre
la que escribió:
Gracias por tu presencia aquí esta noche.
Love.
Verónica.
Fue la primera de una serie interminable de notas que terminaban
siempre en love o en au revoir.
Esa noche no pude dormir para nada, pensando no tanto en lo que
había oído durante la sesión como en la mano helada y temblorosa de
Verónica, que se había agarrado de mí varias veces para adquirir seguridad.
Otro más sensato hubiera creído que era una mano angustiada por algún
desconocido terror. Yo creí que era el mensaje apasionado de un ser asustado que no quería ser cogido in fraganti.
El vetusto y húmedo edificio de la compañía naviera, que nos servía de
oficina y vivienda a la vez, casi se cae dos días más tarde. Fue en la mañana,
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 53-63
GUARAGUAO
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cuando yo salí a buscar el pan para mi tía Armida. Justo en el buzón de la
entrada estaba otra nota. La letra era bellísima, bien dibujada y escrita con
tinta azul claro:
No tienes que esperar otra sesión como la de aquella noche para que decidas
venir a verme.
Love,
Verónica.
Ese “love” me aplastó la cabeza todo el día. Salí de la oficina a las cinco en punto y tomé el tranvía. Era una tarde lluviosa y me empapé todo.
Aunque iba algo nervioso, toqué la puerta con decisión. Su madre –que,
preciso es decíroslo, era algo pariente mía– me abrió.
–¡Qué bueno que viniste! Verónica no hace más que hablar de ti, desde
aquella noche. Y le has traído flores. ¡Qué galante!
No sólo yo estaba hecho un saco de emociones que luchaban por escaparse hacia cualquier parte. Verónica también fue sacudida violentamente.
Desde la salita del fondo se dejó venir, completamente ruborizada, y me
abrazó. No se imaginaba que yo iba a llegar. Vino a mí en una carrera precipitada y graciosa. El ramito se le cayó junto con la pequeña banda de seda
que lo sujetaba. No se dio cuenta y se paró sobre él cuando volvió sobre sus
pasos, del brazo conmigo. Me hizo marchar rápido, casi a trote, hacia donde
estaba tomando té con Ester, Coralia y Lucrecia, sus amigas, bastante mayores que ella y coetáneas mías. Como no me habían visto nunca, les dijo:
–Les tengo una sorpresa. Quiero presentarles a mi novio.
Las tres saltaron asustadas. Se lo creyeron. Me saludaron formalmente
y yo me sentí comprometido.
Debo una aclaración. Verónica solamente tenía trece años. Era niña
precoz en todas sus actuaciones. Siempre andaba vestida de verde. Eso le
daba un aire agradable que matizaba bien sus audacias, infantiles todavía.
Como después de presentarme a título de novio no les aclaró nada, las
tres quedaron con la idea de que yo era un prometido oficial que llevaba
las cosas muy discretamente, a causa de la diferencia de edad. Me trataron
como si mi cometido fuera más educativo que amoroso. Entendí el juego
desde el primer momento y me gustó. Tal vez fue por los beneficios que
permitía, porque era la única manera de poder tomar, de cuando en cuando, sus manos. Ella parecía encantada.
Roberto Castillo • Verónica Weddigen, la del ramito en el pie
55
Siempre me llevé bien con toda la familia y especialmente con los padres. Casi bien, quiero decir. Porque si la madre ejercía sobre mí una especie de alcahuetazgo inocente y esperanzador, al padre no le caí nada bien
desde el primer momento.
La del ramito en el pie. Así era llamada esta extraña joven que traía desconcertada a media Nueva Orleans. Por cierto, se cree que ella fue la que
inspiró esta moda que unos diez años más tarde impactaría tanto entre la alta
sociedad de Nueva York. Sólo que Verónica fue absolutamente fiel a su manera de amarrárselo en el caño del pie: siempre con una cinta de seda verde.
Contra lo que sostiene Geraldine G. Wells1, ella fue conocida mucho
más allá del pequeño círculo de curiosos y devotos que se daban cita los
viernes por la noche para oírla hablar. Curiosos, antes que nada. El único
devoto, en realidad, era yo.
A medida que se esfumaba el interés por la niña prodigio, la curiosidad
se fue volcando crecientemente hacia mí. La ciudad empezó a preguntarse
quién era ese hombre de aspecto tan solemne que la acompañaba. ¿Su
empresario? ¿Su asistente? Me atribuyeron poderes indescriptibles y, peor
aún, empezaron a exigir que yo satisficiera las ansias de misterio que la
niña solamente había despertado. Las actuaciones de ella eran aplaudidas
frenéticamente, pero las miradas se desviaban hacia mí, en espera de que
yo tomara las riendas en cualquier momento. Ya no tuve ningún instante
de tranquilidad. La gente se dejó de fijar en Verónica y dirigió toda su
atención hacia la mía persona. Al principio quise ser indiferente al interés
inusitado que estaba despertando, pero fue imposible. Caballeros a quienes
jamás había visto en mi vida se descubrían al verme pasar o me cedían el
centro de la acera. Un día, en el restaurante Jack’s Treasures, fui aplaudido
mientras entraba; y luego fue que, a medida que las mesas se iban desocupando, los clientes pasaban a saludarme respetuosa y deferentemente. Al
asistir al teatro una noche, los actores hicieron una graciosa pantomima en
mi honor y el público la calorizó con su aplauso. Claro que tanta admiración tenía su reverso. Un domingo por la mañana, mientras yo salía de la
iglesia, me persiguió una turba que me gritaba “explotador”, “estafador” y
“holgazán sinvergüenza”. Mi traducción de los términos ingleses al castellano ha sido muy cuidadosa para no lastimar la sensibilidad de los lectores,
especialmente los del bello sexo.
Una tarde Verónica me mandó una nota con el boy que limpiaba las
ventanas de su casa. Con letra temblorosa había escrito:
GUARAGUAO
56
Tienes que venir ya. No puedo esperar más.
Love,
Verónica.
Me dejé ir corriendo, poseído por un presentimiento de lo más extraño. Algo me hacía creer que Verónica estaba en peligro mortal y, al mismo
tiempo, me animaba la esperanza en que el “no puedo esperar más” me
pudiera convertir en un centro insustituible. Toqué la puerta de la casa. Su
madre me sacó de la duda que estaba a punto de aniquilarme:
–¡Quién entiende a Verónica! Tres veces seguidas se ha negado a que le
celebremos el cumpleaños. Hoy no ha dejado de patalear y de llorar, reclamando que tú ya debías estar aquí. Dice que quiere festejarlo solamente
contigo. Es un milagro de Dios que hayas venido.
La palabra “cumpleaños” me sonó a explosión interior. Yo me alegré de
que no le hubiera pasado nada malo y a la vez me confundí, porque nunca
se me había ocurrido que podría cumplir años un día, cualquier día...
No me reponía del todo cuando ella salió del fondo, hecha un manojo
de nervios gozosos. Me abrazó tan cariñosa y tan inocentemente que yo,
conmovido y apenado por no llevar regalo, me puse la mano en el costado
izquierdo. Suerte la mía. Recordé que allí lo tenía, en la bolsa interior del
saco; y a la manera de un prestidigitador, saqué el pañuelo hindú de seda
verde que había comprado en una exhibición.
–Es para la reina del color verde –dije, sacudiéndolo en el aire–. No
quise que lo envolvieran, porque hubiera perdido su magia.
–¡No puede ser para mí tanta belleza! ¡No puede ser que lo hayas traído
para mí! ¡Sólo sé lo bueno que puedes ser!
Cuando la oí hablar así me quedé helado. Verónica sólo existía como
descubrimiento mío.
Partimos el pastel. Me tomé, junto con su madre, una copa de vino a
la salud de la cumpleañera. El padre, apenas notó que yo estaba en casa, se
fue de paseo.
La prima Margarita era violoncelista. Se puso a tocar. Verónica me cogió la mano y me dijo que bailáramos. Yo me puse más tieso que una
pared, pero agarrado a ella disfruté como nunca de la música. Jamás había
visto que alguien bailara en forma tan espiritual. Nadie más se daba cuenta
de lo que estaba pasando, de que bailaba conmigo. Lo confirmaba: Verónica sólo existía como descubrimiento mío.
Roberto Castillo • Verónica Weddigen, la del ramito en el pie
57
No os he dicho dónde tenía puestos los ojos mientras bailaba. No creáis
que en el aire o en el vacío. No. Seguía con ellos el movimiento del ramito
en el pie.
Mis visitas fueron cada vez más frecuentes. Más frecuentes también las
salidas a misa, los domingos; y casi siempre, después de misa, a las kermeses.
En ellas me aburría a más no poder, porque Verónica era sólo la más grande
entre una chiquillería que me utilizaba para todo lo que le daba la gana: desde bajar un gato del tejado hasta recoger las pelotas que caían en los zanjas.
Ella estaba cada día más ilusionada. Yo no decía nada. Sólo me dejaba
llevar. La ciudad ya me había encontrado la colocación adecuada: yo era
el ser bondadoso y desinteresado que consagraba generosamente su vida al
cuidado de esta niña encantadora.
Las cosas estaban en esta especie de embobamiento mutuo cuando apareció mi prima Claribel. Tenía loca a media Nueva Orleans con su idea,
genial según ella misma, de que las luces difusas que arroja el oro enterrado se pueden someter a pruebas fotográficas e indican por esta vía el sitio
preciso del entierro. Dueña de una capacidad indiscutible, fue la inventora
del crisoscopio2, aparato que patentó y puso de moda en el sur de Estados
Unidos durante la primera década del siglo.
Es cierto que al principio se vendieron bastantes crisoscopios, pero mi
prima apenas pudo con la inversión inicial. No obtuvo ganancias fabulosas, como se dijo después3; su vida, en cambio, fue totalmente transformada por el invento.
El crisoscopio fue el arma creativa con que mi prima se enfrentó al
Imperio Británico. Su largo pleito –a través de las instancias judiciales de
Honduras Británica– contra el Departamento de Recuperación de Tesoros de Ultramar, dependiente de la mismísima Foreign Office, se había
empantanado sin arrojar nada en concreto.
Todo empezó con un sueño de Claribel, seis años atrás. Nuestro abuelo,
ministro de la Iglesia de Inglaterra en la ciudad de Belice, se le apareció
a media noche. Permaneció parado en la habitación, como una sombra
coloreada y bien iluminada. Claribel era tan astuta que al solo verlo supo
que estaba muerto. Quiso ponerle conversación y él no le contestó nada.
Al rato habló y le dijo que en su casa de Belice, a cinco metros del pozo de
agua que él mismo había abierto junto a un cocotero, estaba enterrado un
bonito tesoro consistente en tres mil doscientas esterlinas de oro. Habló
muy claro: todo eso será tuyo si mientras vivas haces que se oficie una misa
GUARAGUAO
58
diaria en mi memoria, tanto en la Iglesia de Inglaterra como en la Romana.
Y si demuestras habilidad en rescatarlo, te iré señalando más tesoros a través
de otros sueños.
La casa había sido repartida entre varios herederos. La construcción de madera se cayó a los dos años, al paso de un huracán, y los nuevos dueños decidimos tirar líneas divisorias sobre el terreno. Todas partían del cocotero. Claribel
estaba que se moría por adivinar en qué parcela había quedado el tesoro.
Lo del sueño lo mantuvo en secreto. Yo me enteré muchos años después, cuando leí por casualidad su diario.
Primero me quiso convencer a mí de que le vendiera mi parte. Y como
yo me negara, se alió con Rosa, la madre de Verónica. Rosa fue la única que
supo lo del sueño de boca de Claribel. Ambas estaban convencidas de que
el tesoro había quedado enterrado en mi parcela.
Las primeras misas fueron en una capilla de muchos linos blancos,
arreglada permanentemente con abundancia de flores, en el Convento de
las Ursulinas de Chartres Street por el Vieux Carré. Pero unos dos años
después, tanto Claribel como los otros parientes desistieron de financiar
empresa tan costosa. Se limitaron a poner el nombre del abuelo en la larga
lista de personas por cuyas almas se pedía diariamente en la Catedral.
Walter, el marido de Rosa, fue un verdadero talento de análisis financiero al servicio de la Steamers & TroPical Fruits Co., dueña de un extenso
imperio comercial a través de los puertos del Caribe y enemigo principal
para las actividades de Samuel Zemurray y los hermanos Vaccaro. Se dice
que Zemurray hizo hundir tres barcos, de pura felicidad, el día que supo
de la quiebra de esta empresa.
Todos los años la familia tomaba vacaciones en las villas que la Steamers
poseía en Veracruz. Yo fui invitado a pasar con ellos una vez. Claribel también. Para mi desgracia y lamento, Verónica se quedó en Nueva Orleans.
Yo me aburría letalmente en aquel lugar, entre mediocres y simplonas
gentes de negocios. Me encerré a leer sin parar. Había llevado dos cajas de
libros que devoré con apetito insaciable. También avancé en la biografía de
Agustín de Iturbide, comenzada ocho meses antes. Pero a pesar del contento espiritual que esto me producía, mi prima Claribel vivía preocupada
por el desasosiego que veía en mí. Un día, atolondrada como es, entró
haciendo un gran escándalo.
–¿Sabes quién ha llegado al puerto? ¡No te imaginas! Me lo ha dicho
nuestro amigo el poeta Matías Oviedo, a quien encontré esta mañana.
Roberto Castillo • Verónica Weddigen, la del ramito en el pie
59
Yo abrí desmesuradamente los ojos y respondí:
–¡No puede ser!
–¡Sí puede ser!
Parecía mentira que Rubén Darío estuviera en Veracruz. Mientras hacía
el viaje desde España, cayó el gobierno de Nicaragua que lo había acreditado ante el de México. Los mexicanos no sabían qué hacer con tan
ilustre visitante. Por un lado había quedado desautorizado; por otro, era el
poeta del idioma. En espera de que se resolviera el impasse, media humanidad en el puerto se ocupó de atenderlo y festejarlo. Fue así como mi prima
concibió otra de sus genialidades:
–La próxima semana lo invitaremos a cenar y tú podrás tertuliar con él
toda la noche. Ya hablé con Matías Oviedo para que concierte la cita y me
ha dicho que está de acuerdo. Será una fecha inolvidable.
Pero todo se volvió en mi contra, por la falta de discreción de mi prima,
y me quedé sin conocer a Rubén Darío. Ella se afanó durante todos esos
días en reunir los ingredientes para la que, aseguraba, sería la más exquisita
cena salida de sus manos. Hizo traer de los estanques de la Villa dos hermosos cisnes y se jactó públicamente de que haría comer Cigne a l’Orange
al grande poeta. No sé si fue que Darío se enteró de tan descabellado y
antiestético propósito, y le pidió a Matías Oviedo deshacer el compromiso;
o si fue éste quien se adelantó, para evitarle un disgusto. Dos días antes de
la fecha convenida para la cena, Oviedo vino a verme.
–Darío les agradece encarecidamente la invitación. Pero no podrá
acompañarles, porque se ha marchado a Xalapa, donde tiene que atender
asuntos urgentes. Me ha pedido darles un gran abrazo de su parte.
Fue muy amable al llevamos el recado. Se pasó varias horas conmigo, tomando whisky and soda y contándome el más sabroso anecdotario dariano.
Poco después regresamos a Nueva Orleans y mi prima siguió haciendo
planes ambiciosos para su crisoscopio. Ella sola le daba alimento a su poderosa fantasía, sobre todo cuando le llegaban noticias frescas de Centroamérica, pues al parecer el aparato había llegado a convertirse allí en el instrumento favorito de los saqueadores de tumbas.
Pero donde el invento se demostró como completo fracaso fue en Belice. Claribel, como dije antes, pretendió en algún momento que la Corona
Británica la autorizase a disponer libremente del tesoro del abuelo, en caso
de encontrarlo. Alegaba que había pertenecido al ministro de una iglesia
de la cual Su Majestad, el Rey, era la cabeza terrenal, e invocó múltiples
GUARAGUAO
60
precedentes coloniales. La Corte dejó sin lugar esta reclamación y mi prima
decidió que no iba a rendirse. Nos convenció a Rosa y a mí, lo mismo que a
Ramiro Antonio, y decidimos todos trasladamos a Belice para realizar una
operación relámpago. El único que no se dejó encasquetar fue Walter. Furioso, nos dijo que ya era tiempo de que pensáramos en usar la cabeza para
actividades un poco más serias que la búsqueda de tesoros. Yo no atendí sus
advertencias porque estaba encandilado con la posibilidad de que Verónica
viniera también. Así me había hecho creer una nota enigmática:
En Belice hace tanto calor como en Nueva Orleans. Un lugar puede ser
tan aburrido como el otro. ¿Sabes?
Love,
Verónica.
Mientras hacíamos todos los preparativos del viaje, me fui aficionando
cada vez más al whisky and soda. Era mi terrible demonio que tanto podía crispar mis nervios como llevarme a un estado de abandono delicioso.
Verónica nunca me había visto oficiando el culto de Dionisos. En el cumpleaños de la prima Margarita me serví varios whiskies. Verónica quiso que
bailara con ella. Se estremeció cuando notó que yo me tambaleaba y volvió
a ver con ojos incrédulos mi semblante enrojecido; luego respiró con fuerza
para cerciorarse de que el aliento cargado había salido de mí. Allí se marcaron dos mundos y dos edades, la suya y la mía. Al día siguiente, esta nota
me enterneció tanto que me puse a tomar, de pena:
Ayer, en el cumpleaños de Margarita, olías a tabaco, alcohol y hombre.
Love,
Verónica.
Había comenzado a crearse una distancia que yo –torpe de mí– no
medí a tiempo. Seguí pensando que el mundo de Verónica estaba encerrado en el mío, y todo porque siempre me llegaban sus notas cargadas de
love y de au revoir.
A bordo de la goleta me di cuenta de que Verónica no vendría a Belice.
Ese no venir tenía un significado muy grande: nuestros sistemas planetarios se habían separado y cada quien gravitaba en tomo a su propio sol. Su
ausencia se me hizo insufrible durante la travesía. Mi prima Claribel y Rosa
Roberto Castillo • Verónica Weddigen, la del ramito en el pie
61
hicieron hasta lo imposible por convencer al capitán para que siguiera la
ruta de La Habana; pero él, a la postre, decidió adentrarse en la parte más
agitada del Golfo de México, para bordear después la costa de Yucatán y
caer finalmente en Belice. Fue un viaje de todos los diablos, donde estuvimos a punto de perder la vida en cada minuto de navegación. Yo sólo pude
sobreponerme a los peligros y a la pena bebiendo desaforadamente.
En Belice nos alcanzó Ramiro Antonio. De todos los que yo vi manejar e
interpretar el crisoscopio, él fue quien mejor lo hizo. Era tan hábil que descubrió un antiguo cementerio y desenterró varias cadenas de oro, atadas al cuello
de dos esqueletos de mujer. Fue el único éxito que obtuvimos con el aparato.
Como la operación que realizábamos era ilegal, y como mi prima había
quedado descalificada ante la Corte, Ramiro Antonio se hizo pasar por
topógrafo. El crisoscopio, afortunadamente, tenía aspecto de teodolito.
Claribel realizó los trámites que la acreditaban como futura constructora
de un edificio.
Ante los resultados negativos de la crisoscopización del terreno, terminamos por desesperarnos. Cavamos zanjas y cruzamos con ellas todos los
puntos posibles, sin encontrar nada. Fue una operación febril que nos mantuvo ocupados hasta altas horas de la noche. Según nosotros, nadie nos veía
y cavábamos en el más completo sigilo. Pero un grupo de negros estuvo cantando y palmeando mientras trabajábamos. Yo creí que lo hacían para damos
ánimo. Claribel pensó que invocaban, a su manera, el espíritu del abuelo.
Ramiro Antonio sostuvo que se burlaban de nosotros porque nos veían excavar donde otras manos más rápidas ya habían dado con el tesoro.
Al día siguiente, extenuados, dormimos sudando a chorros bajo un calor insoportable. Cuando refrescó, con la llegada de la noche, quisimos iniciar otra vez las excavaciones. Pero apenas nos pusimos a la tarea, un grupo de hombres portadores de antorchas se hizo sentir como a doscientas
yardas. Estaban en completo silencio, observándonos nada más. A todos
nos entró tanto miedo que dejamos las herramientas tiradas y nos fuimos
directamente a la goleta. Allí nos sentimos a salvo. Zarpamos hacia Nueva
Orleans al amanecer4.
Mi reencuentro con Verónica puso las cosas en su verdadera dimensión.
Estaba muy cambiada física y espiritualmente. Ya no tenía el cuerpo aniñado que yo le conocía y su psique había adquirido ciertas actitudes de satiresa. Aunque, obviamente, yo no era el objeto de sus nacientes audacias.
Dos cosas, sin embargo, contribuyeron a que mi engaño fuera completo
GUARAGUAO
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y a que tomara la determinación que habría de resultarme fatal. Una fue
que Verónica seguía llevando el ramito de violetas en el pie. La otra, que
continuó enviándome sus mismas notas. La primera que recibí, el mismo
día que desembarcamos, decía:
Nueva Orleans deja de ser un lugar muerto y aburrido. Se llena de vida
cuando desembarca el Príncipe de la Alegría.
Love,
Verónica.
Sólo un nefelíbata como yo pudo tomarse esto en serio y llegar a creer,
únicamente porque ella lo había escrito, que era un ser alegre y lleno de
entusiasmo.
Fue así como esta nota y la contemplación del ramito en el pie (que me
había hecho a olvidar la luz del sol, como a los condenados de la caverna)
me llevaron a un final desdichado. Quise hacer de Verónica una ofrenda a
mis dioses en el altar del amor humano. Decidí declararle mis intenciones.
Le envié una postal diciéndole que me esperase esa tarde. Me puse el
mejor de mis trajes y me fui al encuentro decisivo. Como nunca le había
enviado una nota en la que yo también me despidiera con lave, conseguí a
través de torpeza tan elemental que ella se diera cuenta de todo y estuviera
completamente a la defensiva. Ya no llevaba el ramito en el pie. Me recibió
con un saludo seco. Era otra. Rosa no hallaba qué hacer. Estaba tan nerviosa que se fue a costurar. Se llevó consigo a Coralia, la única de las amigas
que se encontraba en casa.
Cuando comencé mi exposición de motivos me supe derrotado. Verónica
sólo me miraba y escuchaba. Para colmo de males, yo fui histriónico a más no
poder. No hablé con palabras propias, sino con un lirismo tomado en incómodo préstamo que la alejó más de mí. Me dijo, como único comentario:
-Qué raro que ya no hablas como antes.
Yo estaba hecho una estatua de hielo. Un silencio de muerte abría un
abismo oscuro entre nosotros dos, abismo que se extendería para siempre.
Sólo era roto por los cuchicheos de Rosa y Coralia. Entre puntada y puntada, seguían desde otra sala el desarrollo de nuestra conversación.
No me acompañó hasta la puerta. Se quedó sentada, inmóvil. Por toda
despedida, incliné un poco la cabeza mientras tomaba mi sombrero. Ella
hizo una reverencia profunda y tan extraña en persona joven que, de no
Roberto Castillo • Verónica Weddigen, la del ramito en el pie
63
conocerla bien, yo hubiera pensado que se burlaba de mí, de ella misma o
de ambos a la vez. Agarré valor para cruzar el vestíbulo y encarar por última
vez a la madre. Fue una gran suerte que Walter no estuviera en casa, porque
con toda seguridad le hubiera dado otro de sus ataques. Las dos se pararon
a despedirme. Coralia no podía ocultar el allegra vivace de una malicia que
se dibujaba en su cara.
–Hace calor otra vez –dije, disimulando.
–¡Hace calor otra vez! –repitieron al unísono.
Le di la mano a Coralia y un beso en la frente a Rosa. Mientras bajaba
las gradas, me dijo:
–¡Vuelve cuando quieras!
Yo sólo agité las dos manos en el vacío. Y me fui caminando por la calle
mal iluminada, en busca del tranvía. No era cierto que estuviera haciendo
calor en Nueva Orleans. Al contrario, había un viento persistente cargado
de agua empapándome y calándome hasta los huesos, que me dolieron
mucho esa noche.
***
Aparecido en el no. 10 de Guaraguao, verano 2000
Notas
1
Wells, Geraldine G., The New Century in Our Spleruiid City. Among Interesting People of New Orleans,
1900-1920, New Orleans, Imperatrix Mundi Press, 1925.
2
Del griego
(oro) y
(mirar, observar).
3
Es falsa la tesis que sostiene John Wilmer Thomas. Según este glosador de aventuras, la señora Claribel
]enkins persuadió al político hondureño Manuel Bonilla para que ocultara las armas que transportaba
el Hornet detrás de un cargamento de crisoscopios, que más tarde fueron vendidos a magnífico precio
en los países de América Central. Gracias a este camuflage, Bonilla logró engañar a las autoridades costeras. Thomas ignora que el criscopio fue lanzado al mercado en 1906 y después de ese año no se volvió
a ver ninguno de estos aparatos. El viaje del Hornet fue en 1911. Thomas, John Wilmer, Adventures in
the Caribbean and Central America, New Orleans, Michael House, 1937.
4
Puedo dar fe de que solamente vimos antorchas y unas figuras silenciosas, oscuras y algo amenazantes
que probablemente eran hombres. Las declaraciones dadas por mi prima Claribel, pocos meses después, a The New Orleans Herald, según las cuales huimos de Belice a causa de haber sido rodeados por
un grupo de gurkhas que ya habían desenvainado sus cuchillos, son completamente sensacionalistas.
Roberto Castillo (Honduras, 1950), impartió clases de filosofía durante muchos años en la Unviersidad Autónoma de Honduras. a publicado cuento: Subida al cielo, Figuras de agradable demencia,
Traficante de ángeles y Anita, la cazadora de insectos (cuento, ensayo literario y guión cinematográfico
y que posterirmente Hispano Durón la dirigió en película). Ha publicado en novela; El corneta y La
guerra mortal de los sentidos y el libro de ensayos: Filosofía y pensamiento hondureño. Ha obtenido en
1984 el Premio Plural de cuento de México; en 1991, el Premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa”
(Honduras) y en el 2002, Premio “Centenario de José Carlos Lisboa” (género ensayo, categoría de
temas libres), Academia Mineira de Letras, Brasil, por Del siglo que se fue.
La vida es compleja
Francisco Hinojosa
1. Lope se hizo a una simple pregunta: ¿Cómo habré de terminar mis
días?
2. Desayunó fruta (pera, ciruela y melón), jugó un poco de tenis con
el vecino y se bañó a las diez con Lara, su esposa. Se fue a trabajar.
Tenía un auto nuevo. Su secretaria se llamaba Wanda.
3. Don Sonio, su asistente de contabilidad, no acudió a la chamba. Más
tarde, hacia las dos y cuarenta de la tarde, se enteró de su muerte:
había sido testigo del asalto a una farmacia. Víctima. No supo más.
4. Por la noche lo velaron. Supo que don Sonio había fallecido por
azar: fue a conseguir una ampolleta y una jeringa (iba a hacerla
con éxito) cuando los maleantes se introdujeron en el negocio. Su
viuda se lo contó. Su único varón. La nuera. El jefe de recursos
humanos. Wanda. Un testigo que acudió a la funeraria para contar
su versión de los hechos.
5. Era de noche y llovía. Morir es un acto cotidiano, sacó en claro
de todo lo que había escuchado. Cenó sopa de pescado en una
fondita, solo. Y más tarde, en su casa, se quedó dormido. Soñó.
6. A la mañana siguiente no lograba recordar lo que había soñado: algo
con una montaña a la que se subía y de la cual no podía bajar (temía
a las alturas) y algo con una locomotora (detestaba la velocidad).
7. Esa mañana no hubo desayuno ni baño: Lara tuvo una junta en la
escuela o una reunión con su grupo de voluntarias o fue al súper.
Salió disparada antes de que él tratara de recordar su sueño.
8. En el trabajo todos los empleados hablaban de don Sonio y su
triste desventura. La comedida Martita –secretaria bilingüe– le dijo
a Peláez –mensajero– que el destino (y no la banda de ladrones)
había segado la vida del asistente de contabilidad.
9. ¿Qué es el destino?, preguntó uno. Dicen que es la muerte que
tenías asignada desde el día en que naciste, contestó Wanda.
10. Una hora más tarde, Martita se fracturó el fémur al bajar hacia la
cafetería. El doctor de guardia de la empresa se encargó de llevarla
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 65-74
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a un hospital para que fuera atendida. Tenía seguro médico.
Prestación de la empresa.
11. Lope tuvo un compromiso para cenar con e! diputado Martín de la
Gema. Él invitó. Según dijo, tenía gastos de representación.
12. Al día siguiente, jueves, se enteró por los periódicos acerca de la devaluación de la moneda. Los políticos se echaban la culpa, de partido a
partido. El líder de los comerciantes declaró: Si las autoridades hubieran
pensado en otras alternativas, esta crisis alcanzaría a ser menos severa
de lo que se siente avecinar. El diputado Martín de la Gema dijo no
saber nada acerca del suceso (la devaluación).
13. Lara le reclamó a Lope (viernes): ¿Por qué no hacemos el amor? ¿Tienes
una amante? ¿Eres homosexual acaso? ¿Has tenido relaciones amorosas
con tu secretaria Wanda o con las empleadas de la limpieza? ¿Martita?
¿Sientes que tú eres el único en esta casa?, etcétera: ¿ya no te gusto?,
etcétera.
14. No sé cómo voy a morir, respondió Lope, y se metió a la regadera con
la esperanza de que Lara lo siguiera. Se bañó solo. El champú se había
acabado. Volvió a soñar por la noche.
15. Insoportable el calor del sábado. Igualmente insoportables los parientes
de su esposa que fueron a comer a casa (mole, ron, helado de vainilla).
Hablaron de carreras de autos, del costo de la vida, de la conveniencia
de tener seguros.
16. Hacia las nueve de la mañana del domingo a Lara se le estranguló
una hernia o el apéndice. El doctor Ramoncito de la Llata –quien la
intervino– le dijo a Lope, luego de la operación, que su esposa se había
salvado de milagro. Pudo haberse ido.
17. Durmió con ella en el hospital. Vieron videos. Lara cenó gelatina,
un pan blando y té; Lope se consiguió una torta de milanesa y una
botellita de brandy.
18. Al día siguiente, él mismo le inyectó a su esposa convaleciente una sustancia de pronóstico dividido: no recomendable (para el doctor Ramoncito de la Llata), conveniente (para la enfermera Dora Dantana).
19. La dulce Lara falleció. Se ahogó en su propia sangre.
20. Era una tragedia.
21. Una semana después Lope relevó la Odisea. Se siguió con Swift y luego
con Shakespeare.
22. Al terminar Sueño de una noche de verano se preguntó acerca del
Francisco Hinojosa • La vida es compleja
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porqué se habían encadenado tantos hechos de lamentar en tan reducido
tiempo: la azarosa muerte de don Sonio por atropellamiento, la fractura
de la comedida Martita, el fatal fin de su esposa. Soledad y abandono.
23. Pensó en varias posibilidades para terminar sus días: cáncer, leucemia,
atropellamiento, choque (accidente carretero), riña, terremoto, erupción, asalto con violencia, falla cardíaca, derrame, sobredosis.
24. Desechó la sobredosis: si de algo se preciaba era de no abusar.
25. Desechó también el suicidio: a pesar de la muerte de Lara y de que
entonces se dijo para sus adentros que se quería morir, no creía que
él pudiera atentar contra sí mismo.
26. Desechó la leucemia y el derrame por estadística.
27. ¿Qué pensar de la vida? A veces frágil: don Sonio, Lara. A veces una
muralla firme: la comedida Martita, el niño aquél que sobrevivió
a la granada de mano que le arrojó un soldado israelí. Etcétera: la
muerte de Camus, de Poe y de Schopenhauer.
28. Sin embargo, la gente muere porque debe morir o porque se equivocó,
sin saber que se equivocaba, al dar un simple paso (don Sonio).
29. Seis meses después se revaluó la moneda momentáneamente. Sintió
un fuerte alivio. Pero regresó el abismo (la crisis) muy pronto. Y
quebró.
30. Fue difícil asumir el fracaso, liquidar a medias a sus trabajadores y
vender el activo de la empresa, así como su casa, el auto, el estéreo
y el terreno de Metepec.
31. Un primo suyo le ofreció dar clases de inglés en su escuela de
periodismo y puso a su disposición un cuarto de servicio. No era
desagradable. Tenía una vista hermosa de la ciudad.
32. ¿Habría aceptado vivir esta vida que hoy empiezo a vivir con Lara?,
se dijo. No supo qué responderse.
33. A su manera eran ricos: comían en restaurantes, viajaban a las
playas, tenían sábanas caras, jugaban tenis con los vecinos. Hacía
dos años habían estado en España y se habían-comprado recuerdos
en Toledo y en Barcelona. Lara usaba ropa de marca y él bebía
coñac. Tenían un cuadro original de Atl y una lavadora de trastes
súper moderna. Su aparato (el que vendió) no le pedía nada al que
presumía Martín de la Gema en sus tertulias de los sábados.
34. En su curso de inglés conoció a Eleonor, una muchacha aplicada,
con el cabello rubio, las piernas delgadas y sin mucha elegancia.
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Había vivido en Quito, en Roma y en Berlín porque su padre era
diplomático (paraguayo). Conducía su auto a gran velocidad.
35. Se besaron al término de un clase. Ella le hizo una “o” con la boca,
un vacío. Él pensó que era así su manera de besar.
36. El día de fin de cursos rompieron. A la mañana siguiente se
reconciliaron. Y una semana después ella llevó todas sus cosas a la casa
(el cuarto) de él. Su ropa, sus libros, muchos zapatos, un tocadiscos
y diversos adornos (conchas de mar, cajitas, ceniceros y collares).
37. Al hacer el amor, ese día, también hizo el vacío con la boca, la “o”,
el hoyo: se quitó (ella) la cobija, la sábana blanca; se deshizo del
short, la camiseta; desarropó a Lope de sus pants; tanteó durante
un rato, y al fin le plantó la hueca “o” el redondo cero, en la boca.
38. Eleonor, al cabo de dos meses, se sintió incómoda en el cuarto aquél
y le pidió a su amado Lope que se fueran a vivir a Checoslovaquia
o a Japón. Él dijo que el problema no era el lugar, sino el sitio. Le
explicó lo que quería decir “lugar” y lo que queda decir “sitio”. Le
habló acerca de las dificultades que había en Praga y de lo exótico
que le resultaba Tokyo. Le recitó algo de un poeta griego.
39. Al fin la convenció de cambiar de domicilio a la casa de su tía
Romaria (de ella) que ya estaba sorda y vieja. Artritis, migraña e
insomnio. Un mal cardíaco. Otitis.
40. En la casa de Romaria tuvieron todo a su disposición: techo,
comida, trabajo, biblioteca y actividad sexual independiente. En el
baño había toallitas húmedas todas las mañanas y panquecitos para
el desayuno.
41. Eleonor y Lope sufrieron, poco después, la pérdida de la tía
Romaria. Ella pidió que le llevaran su fruta mañanera (guayaba,
melón y kiwi) y justo cuando llegaron con el encargo se les fue. Un
hilito de baba salía de su boca. Si acaso dijo sus últimas palabras,
nadie las escuchó.
42. La heredera universal, Eleonor, le pidió a Lope que dirigiera la
fábrica de cosméticos de su extinta tía. Era una fábrica modesta. Él
se rehusó. Quería ser libre. Escribir tratados. Hacer óleos.
43. Lo haré yo, dijo Eleonor, aunque seguiré intentando ser diplomática.
Como mi padre.
44. Esa noche Lope se puso a pensar: ¿Qué es la vida? ¿Un andar por
el mundo tratando de hacer algo relevante? ¿Un lento morir? ¿Una
Francisco Hinojosa • La vida es compleja
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pifia? ¿Un gran momento? ¿Una ilusión? ¿Qué es la muerte? ¿Un
largo día de espera? ¿Un acto vegetal? ¿Una degradación? ¿Un
instante de la continuidad? Volvió a soñar en la montaña.
45. Eleonor le dijo que ya habían procreado. Que sería varón. Que
una nueva vida comenzaba. Que dejaría momentáneamente todo
lo relacionado con el servicio exterior y con la fábrica de cosméticos
para dedicarse de alma entera al fruto de su vientre.
46. Nació muerto.
47. Al respecto él no supo cómo orquestar sus encontrados sentimientos.
Ella no quiso manifestar su desazón. Él no encontró palabras de
consuelo y/o esperanza para el futuro próximo. Ella quiso ligarse.
Él no opinó. Ella se inscribió en una terapia de grupo. Él valoró su
autoestima.
48. Desayunaron huevos. (Desayunar huevos significaba, para ellos,
caer en la rutina de la vida.) Y luego tomaron varias copas de
brandy. Eleonor le plantó una “o” mayúscula en la boca.
49. Aunque el precio de la moneda seguía estable, el barril de petróleo
había alcanzado su mínimo nivel histórico. El secuestro del líder
de los ferrocarrileros, Goyito Mendoza, pesaba cada día más en
la tranquilidad de la nación. Se contagió de paperas durante su
cautiverio.
50. Lope se hizo a la mar un quince de octubre. Haría escala en
Acapulco y luego en San Diego antes de cruzar el Pacífico hacia un
dónde incierto. La comedida Martita le consiguió sitio en el yate.
51. Mar adentro, la embarcación se bamboleaba gracias a una tormenta
vespertina. Mis últimos instantes de vida, se dijo, observados por
los peces ciegos, por los corales, por un gran gusano marino nunca
antes visto por ser humano.
52. Emplayó en un lugar llamado Puerta del Mar. Allí lo esperaba
Eleonor para hablar de las cosas de ambos: Pude haber muerto. He
tenido migraña. La mar es admirable. Podríamos adoptar. ¿Hay
que traer niños a este mundo? Gerarda me contó que su nieta no
quiere tener al bebé, ¿me explico? ¿Vale la pena? Sólo un intento.
¿Tienes hambre? Ensalada. “O”.
53. Años después, Lope, Eleonor y Gregory, su hijo (hijo de Gerarda),
fueron a Las Azucenas (un balneario) a disfrutar del día (caluroso,
húmedo). Inflaron su lancha, comieron lo que ella había preparado
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(coctel de camarón, pepinos con sal y chile, huevos duros) y se
pusieron a hablar.
54. ¿Estás bien? Sí, no sé por qué lo preguntas. No eres el mismo de
siempre. ¿Debo comportarme todos los días igual? Es un decir. Estoy
bien. ¿Lo dices en serio? No entiendo a dónde quieres llevarme. No,
simplemente te noto raro, ¿de verdad estás bien? ¿Qué puede tener
de raro que esté aquí sentado comiendo pepinos? No sé. Entonces
no preguntes incoherencias. ¿De qué hablan? Mamá y papá están
hablando. ¿De qué? ¿Ya no te gusta tu lancha?
55. Al salir de Las Azucenas sucedieron tres cosas: a Gregory se le cayó
un diente (hubo festejo), Eleonor vomitó y Lope no hizo caso de
una señal (un cruce de caminos): impactaron su auto contra una
camioneta verde.
56. En la ambulancia le arreglaron la mano a Gregory (aunque más tarde
la perdió). En el Hospital de Emergencias operaron a Eleonor del cerebro,
al niño de su manita y a Lope de las costillas, la mandíbula y un dedo.
57. De regreso a su casa, una semana después, Lope habló con Gregory: de
ahora en adelante habremos de trabajar en equipo para hacer un hogar.
Un hogar dulce, limpio, agradable. Pero en equipo, ¿comprendes?
58. La fábrica de cosméticos dejaba lo suficiente para vivir con holgura. El
niño iba a la escuela, lavaba los platos del desayuno y la comida, tendía
las camas y trataba de no quejarse de su prótesis. Lope administraba la
fábrica, despedía empleados e invitaba a su hijo a los juegos mecánicos
de vez en cuando.
59. A su manera, los tres eran felices, pues Eleonor, desde su silla de ruedas,
descerebrada, incontinente, vegetativa, babeante, al menos no decía
nada.
60. Una visita inesperada de la comedida Martita llegó a romper el orden
imperante. Ella dijo: don Lope: me quedan tres meses de vida. ¿Y cómo
ha sido eso, Martita? Encontraron un tumor. ¿Maligno? De sobra. ¿Tres
meses? Parece que no más. ¿Ya probó las radiaciones? De sobra. Ay, Martita. Es que no hay que confiarse nunca. Si lo sé. Acuérdese de don
Sonio. Don Sonio. Su muerte tan accidentada, ¿no cree? De sobra.
61. Casi no hubo quorum en el velorio: la comedida Martita era una mujer
de escasos amigos y pocos parientes. En el entierro Gregory cantó una
canción infantil: muy triste: hablaba acerca de la muerte de una borreguita negra. Por su parte, Wanda lloró y rezó a su manera.
Francisco Hinojosa • La vida es compleja
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62. Más inesperado fue el regreso a casa: Eleonor había dejado su silla
de ruedas y caminaba a su albedrío por la cocina. No debes hacer
eso. ¡Mamita! No creo que el doctor esté de acuerdo en lo que estás
haciendo. ¡Mami! Creo que ya no soy parapléjica o inhabilitada. Creo.
¡Mamá!
63. Para enfrentar la vida volvieron los tres a Las Azucenas. Gregory había
cumplido ya doce años, Eleonor había retomado el mando de la fábrica
de cosméticos y Lope se hizo escritor de canciones. Acamparon allí, asaron salchichas y recordaron el choque que años atrás los había dejado
colapsados.
64. Al cumplir los trece, Gregory optó por las drogas. La pinza de su
prótesis le ayudaba a preparar con más eficacia sus cuotas diarias.
Eleonor, en cuanto se dio cuenta, lo acusó con Gerarda, su madre
biológica. Lope, en cambio, se hizo el desentendido.
65. La muerte por sobredosis de Gregory sumió a Lope en la mayor de las
depresiones que había sufrido.
66. Tanta tragedia acumulada, se dijo, tanto horror vivido, tanta desgracia
en no tan pocos años. Continua. Me sigue por los caminos que ando.
Tantas lágrimas. Tanto dolor. Y yo: ¿cómo habré de terminar mis días?
67. Daría la vida por no morir, se dijo.
68. Midió las opciones que tenía: el escepticismo, la resurrección, el eterno
retorno, la fuente de la juventud, los avances de la ciencia, la herbolaria.
69. Eleonor dejó de comer. Decía que le daban asco las sopas, el pescado y
los ravioles. El yogurt, la sandía y el epazote. El arroz, las tostadas y el
germinado. El cake de chocolate. Los camarones para pelar.
70. El doctor Ramoncito de la Llata aseguró que se trataba de depresión,
anorexia o carencia de litio. Recetó psicoanálisis, vitaminas y litio
intravenoso.
71. Día a día, Eleonor y Lope perdían peso y salud. Los vecinos hablaban
acerca de ella y de él. Tan delgada y enfermiza la una, tan triste y
anémico el otro. Tan guapa que era, tan educado en su trato. Una
dama en serio, todo un señor. Con una infusión de canela y rabo de
chivo se cura. Para él, mejor uña de gato y pelos de elote. Etcétera.
72. La natación no tiene pierde. Montar a caballo. Conozco a un joven
con escaso litio. La mandarina es excelente. Hay que dejarse llevar
por la vida. Todo tiene que ver con la cabeza. Jugo de naranja por las
mañanas y dormir sin almohada. No creen en Dios.
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73. El martes siguiente Eleonor dejó al fin de sufrir.
74. Ese mismo día, como a las dos de la tarde, resucitó la comedida
Martita. Al enterarse, aún embalsamada, decidió presentarse al velorio.
En la cafetería le dijo a Lope que no sabía cómo le había hecho para
regresar.
75. ¿Recuerdas algo de allá? ¿Hay restaurantes? ¿Hay parques, palomas, helados, piscinas? ¿Viste a Shakespeare o a Milton o a Lara o a Gregory?
76. Quizás a Shakespeare. No recuerdo gran cosa. Perdón. Creo que vi a
Ramoncito de La Llata. Imposible: él no ha muerto. Por eso dije que
creo. ¿Viste a Eleonor? No. Quizás se cruzaron.
77. Al menos dime si allá es agradable, si se vive con preocupaciones, si
se le teme a algo. La verdad es que allá es otra cosa, no es como aquí,
respondió la ex-occisa.
78. Cenaron en un restaurante cercano a la funeraria. Sopa de médula
(ella), rabo encendido (él). Bebieron cerveza yagua de horchata. Lope
la ayudó a desembalsamarse; Martita a que no se entristeciera con la
ausencia de la finada Eleonor.
79. El uno para la otra, decidieron amasiarse por la tarde sin protocolos ni
difusión.
80. ¿Y si Eleonor regresa? Creo que no es algo muy común: ¿conoces a
alguien que haya regresado? Tú. Además de yo. No. ¿Entonces? Sólo
pienso. No hay que adelantarse a los acontecimientos. La vida es
compleja. ¡Cómo no lo será la muerte!
81. Aunque hubo algunos problemas con el testamento, al fin Lope logró
tomar el mando de la fábrica de cosméticos de las finadas Romaria y
Eleonor. La comedida Martita se hizo cargo de los recursos humanos,
materiales y financieros.
82. Una crisis severa, quizás debida a los malos manejos de Martín de la
Gema, ya como secretario de finanzas del gobierno, los obligó a vender
la fábrica a un precio muy por debajo de su valor real y afectivo. El
desempleo y la delincuencia, dijo el locutor del noticiero, han crecido
como gemelos.
83. Ambas cosas, desempleados y delincuentes, Lope y la comedida Martita
se las ingeniaban para arriesgar lo menos posible en su empresa por no
vivir mal. Hacia mediados de año el secretario Martín de la Gema los
ayudó a salir de un lío con la justicia. Se lo agradecieron, a pesar de
que también le echaban la culpa de su bancarrota.
Francisco Hinojosa • La vida es compleja
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84. Ni pensar en hijos, biológicos o adoptados.
85. No pasó la crisis: se atenuó. Los índices de desempleo bajaron al
tiempo que el PIE tuvo una ligera mejoría. La delincuencia organizada
se sofisticó y la Bolsa rebasó su nivel histórico. Hubo una transmisión
de poderes pacífica. A Wanda le hicieron una lobotomía. El concierto
de los Kinks arrojó varios heridos.
86. Fue un buen concierto, hasta que la policía pidió a los presentes que
desalojaran tranquilamente el estadio. La convalecencia de la comedida
Martita fue corta: una semana (contracturas, hematomas, una oreja).
La de Lope duró más: dos meses (fractura de rótula y pulgar derecho,
quemaduras de segundo grado en tórax y hombros, lesión severa en la
clavícula).
87. Los amasios le llevaron cigarros y naranjas inyectadas con vodka a
Martín de la Gema. Apenas pudo recibirlos un momento en la cárcel:
tenía muchas visitas, muchos cigarros y mucho vodka en botella.
88. En la cama, deprimido y deprimida, cada uno a su manera, se preguntaban para sus adentros: ¿cómo habré de terminar mis días?, ¿cuál será
mi segundo fin? Luego dialogaron acerca del amor que los unía, de
Gregory, de la libertad privada, de una familia que había ido a visitar
a su hijo en la cárcel: ladrón de museos.
89. Lope volvió a soñar en la montaña. Estaba nevada. Él se lanzaba cuesta
abajo en un trineo. Era algo olímpico. La nieve era roja. Cuando la
velocidad del trineo llegó a los 400 kilómetros por hora se despertó.
90. ¿Y tú qué soñaste? Creo que será mejor que no te lo cuente. Soy
un hombre adulto, tengo mis sueños, sé lo que es eso. Soñé en una
locomotora. Ah, ya sé de lo que trata. ¿No quieres saber lo que pasó?
Ya he soñado con locomotoras.
91. A la mañana siguiente, juntas, llegaron Lara y Eleonor. Con sorpresa fingida, Martita las invitó a pasar, les ofreció galletitas y café. Al salir de la
regadera, Lope fue informado. Tomó fuerza y las enfrentó en la sala. Lara
le dijo que había hecho mal al inyectarle la sustancia no recomendada
por Ramoncito de la LIata. Eleonor le ofreció la hueca “o”.
92. Te tenemos un mensaje, dijeron. ¿Por qué no vino Gregory? Al rato
llega, viene con don Sonio. ¿Pueden esperar a mañana para darme el
mensaje? Creo que podemos.
93. ¿Recuerdan algo de aquel lado? ¿Hay restaurantes? ¿Hay parques, palomas, helados, piscinas? ¿Vieron a Milton o a Shakespeare?
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94. Yo vi a Milton. Es un hombre tierno, amable, amoroso. No conocí a
Shakespeare, pero sí a Quevedo: hace el amor como tú. ¿Están seguras
de lo que dicen? No. La verdad es que allá es otra cosa, no es como
aquí. Te lo dije, agregó la comedida.
95. ¿Martita y tú se casaron? No, sólo somos amasios. Hubieran esperado
al menos unos meses. Es cierto, Lope, se vieron mal. Es que nos
entendimos. Nunca pensé que regresaran para reclamarme. No es eso.
96. Por la noche llegaron Gregory, don Sonio, Ramoncito de la Llata y
Wanda. A despedirse.
97. Lope tomó todo con calma. Lo único que les pido es que me digan
cómo.
98. Es mejor que no sepas. ¿Será desagradable? Parece. ¿Cuándo? Al rato.
99. Pero regresaré, al menos. Quién sabe.
100. Quiso rebelarse: se llevó el revólver a la sien. Iba a disparar cuando lo
sorprendió la primera convulsión.
Fin
***
Aparecido en el no. 10 de Guaraguao, verano 2000
Francisco Hinojosa (México, D. F, 1954), estudió lengua y literaturas hispánicas en la UNAM.
Ha publicado Tres poemas (1981) y Robinson perseguido y otros poemas (1988) (poesía); Informe negro
(1987), Memorias segadas de un hombre en el fondo bueno y otros cuentos hueros (1995), Cuentos héticos
(1996) (traducido al inglés en 1998) y Héticos, hueros, negros (1999) (narrativa); Un taxi en L. A.
(1995) y Mexican Chicago (1999) (crónica); El sol. la luna y las estrellas (adaptación de leyendas de
la creación) (1981), La vieja que comía gente (adaptación de leyendas de espantos) (1981), A golpe de
calcetín (1982), Cuando los ratones se daban la gran vida (1986), Joaquín y Maclovia se quieren casar
(en coautoría con Alicia Meza) (1987), Aníbal y Melquiades (1991), Una semana en Lugano (1992), La
peor señora del mundo (1992), La fórmula del doctor Funes (1993), Amadís de anís, Amadís de codorniz
(1993), Repugnante pajarraco y otros regalos (1996), Un pueblo lleno de bestias (1997), Las orejas de
Urbano (1997), Yanka, yanka (1998), El cocodrilo no sirve, es dragón (1998), A Pior Mulher do Mundo
(1998), Buscalacranes (en prensa) (libros para niños). Realizó las siguientes antologías: León de Greiff
(s/f.), Carrito de paletas (1994), Ana ¿verdad? (2000), Un tipo de cuidado (2000), Mi hermana quiere ser
una sirena (2001) Camarón (2006) y Hoja de papel (2006). También ha realizado libros de textos. Ha
recibido los siguiente premios y reconocimientos: Premio IBBY por La vieja que comía gente, Chipre,
1984; Beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1991-1992; Premio Nacional de
Cuento, San Luis Potosí, 1993; Sistema Nacional de Creadores, Fondo Nacional para la Cultura y las
Artes, 1993-2000; Apoyo del Fideicomiso para la Cultura México/Estados Unidos, CNCA, Bancomer,
Fundación Rockefeller, 1996-1997.
Um dia na vida de dois pactáros /
Un día en la vida de dos presidiarios
Rubem Fonseca
Chegamos na porta do cinema e ela perguntou
Se eu queria mesmo ficar dentro do cinema
Três horas e quarenta minutos vendo um filme
sobre mafiosos.
Ela tivera um ou dois namorados que só fodiam
Quando nâo tinham outra coisa para fazer
¿Por que foder hoje de tarde se podiam foder de noite,
Por que foder de noite se podiam foder
amanhâ de manhâ,
E por que foder no dia seguinte se podiam foder
no sábado,
E por que foder no sábado se podiam foder
na outra semana,
No feriado ou no dia do aniversario dele ou dela?
Mas ela sabia que comigo –com nós dois,
Pois na verdad e nâo era apenas eu que fazia
Tudo ficar diferente–
era outra coisa.
E caminhamos apressados debaixo do sol
Pois nâo queríamos perder tempo, tínhamos depois
De voltar para nossas prisôes e aguardar
O novo encontro, e fomos
Para o primeiro lugar mais perto, um apartamento sem
Nenhum móvel, e ficamos agarrados lá dentro,
A maior parte do tempo en em cima dela
Com os joelhos apoiados no châo, e meus joelhos
ficaram lacerados,
E o meu pau esfolado, e ela com a carne ardendo, e um
Dente meu da frente rachado e um dente dela da frente
Rachado, e marcas vermelhas
Apareceram ao lado de antigas manchas roxas e nossas
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 76-78
Rubem Fonseca • Un día en la vida de dos presidiarios
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Olheiras se tornaram ainda mais escuras, mas nâo me
Queixei nem ela se queixou. Era um pacto de incêndio,
Contra esse espaço de rotina cinzenta entre
O nascimento e a morte que chamam
vida.
***
Llegamos a la puerta del cine y ella me preguntó
Si de veras quería que pasáramos dentro del cine
Tres horas y cuarenta minutos viendo una película
sobre mafiosos.
Ella había tenido uno o dos novios que sólo cogían
Cuando no tenían otra cosa que hacer.
¿Por qué coger hoy en la tarde si podían coger en la noche,
Por qué coger en la noche si podían coger
mañana por la mañana,
Y por qué coger al día siguiente si podían coger
el sábado,
Y por qué coger el sábado si podían coger
la otra semana,
El día festivo o el día del cumpleaños de él o de ella?
Pero ella sabía que conmigo –con nosotros dos,
Pues en realidad no era sólo yo quien hacía
Que todo fuera diferente–
era otra cosa.
Y caminamos apresurados bajo el sol
Pues no queríamos perder tiempo, teníamos después
Que volver a nuestras prisiones y aguardar
El nuevo encuentro, y fuimos
Al primer lugar más cercano, un departamento sin
Ningún mueble, y permanecimos agarrados ahí dentro,
La mayor parte del tiempo yo encima de ella
Con las rodillas apoyadas en el piso, y mis rodillas
quedaron lastimadas,
Y mi palo desollado, y ella con la carne ardiendo, y un
Diente mío de enfrente astillado y un diente de ella de enfrente
GUARAGUAO
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Astillado, y marcas rojas
Aparecieron al lado de las antiguas manchas rojas y nuestras
Ojeras se volvieron aun más oscuras, pero no me
Quejé ni ella se quejó. Era un pacto de incendio,
Contra ese espacio de rutina grisáceo entre
El nacimiento y la muerte que llaman
vida.
***
Traducción de Romeo Te/lo
Publicado en Guaraguao no. 11, invierno 2000
Rubem Fonseca (Mina Gerais, Brasil. 1925), reside en Río de Janeiro desde los siete años. Terminó la
carrera de Derecho en 1948, especializándose en Derecho Criminal. Estudió en la Universidad de Boston, en la de Nueva York y en la Fundación Getulio Vargas. Fue profesor, periodista y crítico de cine.
Comenzó su carrera literaria a los 38 años con el libro Os prisioneros (cuentos, 1963), que continuó
con A coleira do Câo (cuentos, 1965); Lúcia McCartney (cuentos, 1967); O caso Morel (novela, 1973);
Feliz Ano Novo (cuentos, 1975/76); O cobrador (cuentos, 1979); A grande arte (novela, 1983); Bufo
& Spallanzani (novela, 1986); Vasta emoçoes e pensamentos imperfeitos (novela, 1988); Agosto (novela,
1990); Romance negro e outras historias (cuentos, 1992); O selvagem da ópera (novela, 1994); O buraco
na parede (cuentos, 1995); Histórias de amor (cuentos, 1995); E do meio do mundo prostituto só amores
guardei ao meu charuto (novela, 1997) y A confraria dos espadas (cuentos, 1998), libro al que pertenece
el cuento “Um dia na vida de dois pactários”, que se encontraba inédito hasta ahora en español. Sus
obras han sido traducidas, aparte de al español, al inglés, alemán, francés, italiano, danés, holandés,
búlgaro, checo, sueco, polaco, croata y catalán. También ha publicado El enfermo Molière (novela,
2000), Secreciones, Exreciones y Desatinos (cuentos, 2001), Pequeñas criaturas (cuentos, 2002), Diario
de un libertino (cuentos, 2003), 64 Cuentos de Rubem Fonseca (cuentos, 2004), Mandrake, la Bíblia y la
Bengala (novela, 2005). Ha realizado los guiones cinematográficos de Uma garota de programas (1971);
Relatorio de un homen casado (1974); A extorsao (1975); Stelinha (1990) y A grande Arte (1992). Ha
recibido diversos premios como la Lechuza de oro por el guión de Relato de un hombre casado, película
dirigida por Flávio Tambellini; Kikito de oro del Festival de Gramado, guión de Stelinha, dirigido por
Miguel Faria; Premio de la Asociación Paulista de Críticos de Arte, guión de El Gran Arte, película
dirigida por Walter Salles Jr..
Bumerán
Gilda Holst
Entre mi madre que me pregunta siempre: “¿Qué hay de nuevo?”, mi
hija que me exige que le conteste: “¿Cuál es el problema?”, mi esposo, que
exclama: “¿En qué país estamos?”, y Esteban, que me pidió que lo metiera en
algún cuento, transcurre más o menos mi vida y el tiempo de este cuento.
Pobre Esteban, que no sabe en qué historia se ha metido ni cómo va a
terminar. Él es amigo de mi hija y no lo conozco mucho, mejor dicho, casi
nada. Sé que desde la orilla le enseñó más o menos a surfear porque tenía
un problema en los oídos o una fuerte alergia. Sé que esa temporada de
vacaciones se quedó un poco afónico, pero jugaron mucho cuarenta y sé
que mi hija estuvo medio entusiasmada por él, por profesor, por la orilla,
y por las caídas y limpias. Ahora son buenos amigos, inclusive, mi hija le
hizo el play con su amiga Lucía (no sé como se diga ahora, en todo caso,
supe que no fue un long play), así que, creo que cuando de vez en cuando
se reúnen o hablan por teléfono, conversan de la vida en general porque mi
hija tiene otros entusiasmos.
Esto de transcurrir más o menos es, en verdad, una vaina, pero eso no
lo saben todavía ni Iván, ni mi hija, ni el otro entusiasmo. Por ejemplo, no
comprenderían la increíble vez que se cayó el árbol de eucalipto, sembrado
por los antiguos dueños de esta casa, y yo aguardé feliz y sentada y con gran
paciencia al pie del teléfono, la llamada de mi mamá. Tampoco comprenderían que no se lo conté de una, sino que ante la pregunta “¿qué hay de
nuevo?”, le hablé de Gladys que me la había encontrado en el supermercado
y que no la veía hacía años. “¿Gladys, qué?”, me preguntó. “Peñaherrera”, le
contesté, “No la conozco”, dijo y tampoco, por suerte, a nadie de su apellido. Entonces, hice tiempo y le recordé del escándalo que fue Gladys en mis
tiempos de colegiala, de su maternidad y soltería, pero nada, todo olvidado.
Nos quedamos un rato en silencio y cuando ¡por fin! preguntó nuevamente
“¿qué hay de nuevo?”, le dije “Mami, cuando los árboles se caen, gritan”.
Y le conté del gran estruendo que no se sabía de dónde provenía, una
especie de chillido espantoso, espantoso por indeterminado, por desconocido, luego otra vez el estruendo que ya estaba ubicado en el frente de la
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casa, del quejido, del mirar, correr, encontrar el árbol caído y atravesado en
el garaje, destruida parte del muro, a un milímetro del carro. Le seguí contando, que tuvimos que contratar hombres, sierra, camión, que estuvimos
todo el día atrapados con el carro en el garaje, de lo carísimo, del abuso,
de la pelea para que me dejen trozos de árbol para hacer mesitas para el
jardín, que las tazas de café se van a caer porque fueron incapaces –una
cosa tan simple–, de hacer un buen corte, que ya me estaba pareciendo a
mi marido en sus críticas sobre la ineficiencia, la inoperancia y la ineptitud
de la gente, pero que no importaba, porque esta vez era cierto. Mi mamá
me interrumpió para decirme que los eucaliptos son astillosos, no sé si para
explicar lo del grito o porque su madera no sirve para mesitas de jardín,
y enseguida me volvió a preguntar “¿qué hay de nuevo?” y yo le contesté
derrotada “Ahí, mami, nada, lo de siempre”.
La percepción que mi hija tiene de la vida, más o menos sin ningún
problema, la rastreo cuando ella jugando rompía sin querer algún adorno y
yo decía “no hay problema, no fue nada”. Recogía los pedazos y los botaba
en la basura. Creo que debí poner cara triste, por lo menos, por algún ratito, porque se quebraba un recuerdo, algo que me gustaba o que me traía
suerte. Sí, no debí leer al Dr. Spock, pero bueno, tampoco es que lo seguí
al pie de la letra, porque nalgaditas sí le di.
No sé si el haber venido de una generación en donde me he prohibido
prohibir y me he abstenido de abstenerme, tenga que ver con el problema que
mi hija no ve. Nunca los ha visto. Qué problema puede haber en ir a las discotecas, si todo el mundo lo hace, o entre regresar a las tres y no a las dos de la
mañana, o manejar el carro de noche cuando ya lo hace de día, o irse un fin de
semana a Montañita para aprender bien a surfear, que es un gran deporte.
Creo que grité un poco cuando mi hija me habló sobre su otro entusiasmo. Jovencito y ya con tanta historia atrás, y ella, más jovencita todavía,
aunque diga que ya no es una niña, con su historia familiar a cuestas, como
todos, y su futuro.
Así que, entre mi madre que me cree una fuente de novedad, y mi hija,
una de problemas, que en apariencia o en definitiva, no existen, yo escribo ficciones novedosamente problemáticas de mi vida y del cuento, por supuesto.
En este momento, Esteban, camino a su trabajo, se suspende en la canción que le gusta y que han puesto en la radio, deja de pensar en cómo
hacer dinero y deja de quejarse de las mujeres. Me gustaría que cumplir
deseos sea tan fácil como éste que le estoy realizando a Esteban. Quizás,
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tal como Esteban todavía no imagina, nosotros tampoco imaginamos los
deseos que otros nos están cumpliendo.
Mahuad, por ejemplo, con semejante discurso inaugural, ojalá que
cumpla. Me impresionó lo de las armonías y la oración de los Alcohólicos
Anónimos: dame la fuerza para cambiar lo que puedo, y resignación para
lo que no puedo, o algo así.
Cuando mi esposo exclama “¡¿En qué país estamos?!”, “¿Brasil?”, le pregunto, porque es un lugar al que me gustaría ir, que me hablen en portugués porque me excita, y que me canten una samba, pero no, parece que
el atraco fue a la vuelta de la esquina, a plena luz del día. Otras veces, en
afirmación o en pregunta, digo que en Malasia, “segurísimo que estamos
en Malasia” o “¿Zimbabue?”, “Estados Unidos”, “¿Holanda?”, pero no, las
violaciones a mujeres son en los buses interprovinciales, la organización
mafiosa de robo sistemático es de gente muy ejecutiva y respetable, muy
banquera y estatal que, el otro día, hasta saludaron de carro a carro; las
muertes por descuido, alguien que no cumplió, que no cuidó, como las
malas prácticas médicas y de tránsito que ocurrieron en Quito y en Manta,
y la mutilación de los árboles es aquí, en esta ciudad, que se la foresta, en
cambio, con carteles gigantescos y horribles. En algún momento voy a tener que decirle que estamos en el Ecuador, porque ya se me están acabando
los países del mundo. ¡Uy, cuando se entere! Mientras tanto le digo, cuando habla de los guayaquileños en tercera persona, que se incluya, por lo
menos en eso de hablar en tercera persona, en la indignación y la queja.
Este cuento ya pudo haber terminado. Sé que resultará un mal cuento,
probablemente hasta Esteban me reclame por él, porque al continuarlo
me ha parecido que lo único que escribo son, según yo, muy buenos comienzos y finales, principalmente finales, como por ejemplo éste que se me
ocurrió hace poco: “Si esto es un problema generacional, lo que no sería
en absoluto, una novedad histórica, me toca decir que no tengo ningún
entusiasmo, excepto por esta vida que es la de siempre”.
De haber sido este el final escogido le hubiera dado al cuento un toque
de elegancia emocional, la perspectiva del tan mentado estado de “la lucidez sin ilusiones” mezclado con “el amor por la vida” que aspiraría cualquier final de análisis, final de cuento o de algo. Lo cierto es que yo quiero
que termine –y pronto–, el motivo de este cuento, pero no acaba.
“Sin depredar, me acojo a un desarrollo sustentable”, podría haber sido
también, un buen final.
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Ninguna objeción sirvió con mi hija, y mi mamá, después de contarle
la novedad del enamoramiento de su nieta y de que el apellido me parece
que es igual al de un escritor argentino que no recuerdo, que ella no conoce
porque es nuevo, que no, que no es Ingenieros, ¡cielos!, ni Cortázar y ella,
lanzó irritada su pregunta de siempre, aunque borgeana en esta ocasión;
posiblemente, me quiso decir que me dejara de alaracas, o que perder un
poco el equilibrio es común en casos como estos.
Pero lo que estoy sospechando recién ahora, es que todavía no establezco con claridad el caso o el cuento.
Como lo dejé a Esteban suspendido en una canción, le dije a mi hija
que lo llamara y le preguntara qué canción le gustaba y contestó que Bumerán, de José Luis Rodríguez. Según el diccionario, bumerán quiere decir,
además de arma australiana, acto de hostilidad que perjudica a su autor. Es
increíble la expresión “quiere decir”, es como si finalmente no se dijera lo
que se quiere, un silencio, como si en el querer decir, saliera otra cosa.
No entiendo por qué a Esteban le gusta esa canción, no entiendo. Primero, no se llama “Bumerán” sino “Pavo real”, y segundo, la palabra no es
bumerán sino numerar. Voy a tener que escribirle a un amigo venezolano,
que me encanta que haya nacido en el delta del Orinoco, para preguntarle
si numerar quiere decir algo más por allá. “Viva la numeración”, dice la
letra, ¿cómo puede alguien vivar la numeración? Yo también nací en un
delta, el delta del Guayas, pero no suena igual.
Pero la canción tiene gran ritmo para bailar. Esto es fundamental, disfrutar del ritmo sin necesariamente saber la letra, aunque algo terrible también, se parece al dicho ese, de que uno no sabe para quién trabaja o quien
lo trabaja a uno.
¿Es la letra que anda muda y el ritmo suelto por allí?, ¿o es al revés? Al
ritmo se lo ataja en el movimiento de una cadera, en una interpretación
de brazos y hombros, en el gesto de una boca, o en los dedos de Iván que
tamborilean el volante de su carro, repitiendo el estribillo –casi lo único que
escucha de la letra–,que dice “qué chévere, qué chévere”, porque en la noche
se va a ver con María Rosa en Café Club, donde tal vez hasta pueda llegar a
bailar un bolero con ella, “qué chévere, qué chévere”, siguen tamborileando
los dedos de Esteban, ahora con palmas y movimiento de hombros.
Y la señora que va camino a las compras semanales del supermercado, mira
a Esteban desde el otro carro aprovechando la luz roja del semáforo, sonríe y
recuerda una frase en francés de la época que ella iba a la Alianza Francesa: “Si
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jeunesse savait, si vieille-sse pouvait”. Esteban también ha visto a la señora,
pero como en ese momento se siente un pavo real, obviamente no le importa, se mueve con más ahínco y canta en voz alta “bumerán, bumerán”.
Volviendo a la letra, la canción habla de un tipo que se quiere casar y
que ofrece “cuatro casas por capital: manicomio, cárcel y hospital”. El matrimonio es la cuarta, claro, pero no la nombra, y luego dice que si no cumple lo ofrecido, se pueden divorciar, “para eso existen las leyes, que suelen
todo arreglar”. Según este ofrecimiento, un matrimonio normal y exitoso,
implicaría aportar locura, encierro y enfermedad, y al no cumplir con eso,
habría causal de divorcio. ¿Será por eso que el estribillo dice: “¿Quién ha
visto un matrimonio, sin cordial amonestación?”
La canción sigue un poco contradictoria, un poco sin sentido. Viene
una advertencia a un joven sobre su vecina la menor, “que es más pura que
un convento” y le dice “no me la venga a tantear, no es radio en demostración, ni instrumento de tocar”. Indigna un poco la intervención en la vida
de su vecina. Por lo general, nadie quiere ser estación de radio para nadie,
ni simple objeto, ni suma en una cama, pero ¿y si ella quiere tantear a ver si
le gusta? ¿Por qué se arroga el derecho de intervenir?, ¿ porque es hombre,
porque es mayor? “Pavo real, pavo real, uh”, dice la canción. Numerar,
¿por qué no? 95.3, una estación preferida, pero que se puede cambiar,
93.7, 98.5, 102.3. Estación joven de vida de mi hija. Yo ya estoy en otra.
El mundo no ha cambiado como pensé que cambiaría, para colmo, creo
que está peor, aunque no sé si digo esto porque estoy más vieja o más madre. Parece que sí hay que advertir, y lo digo porque soy mujer.
Una sombra ya pronto serás, se llama una de las novelas del autor argentino que todavía no recuerdo su nombre. Caminito recorrido, mi hija borra
el problema, mi mami, la novedad, y mi marido el país entero. Sombra
que ya eres. Se borran los entusiasmos también. A decir verdad, a mí nunca
me han gustado los tangos, sólo los de comer, los de La Universal, y las
delicias, ¿hay alguien aquí que se acuerde de las delicias, de cómo originalmente sabían? ¡Cielos!, creo que estoy más vieja que madre, y eso que he
engordado muy bien.
Por último, a nivel de consejo dirigido “a todo negro presente”, se celebra la mezcla: “que combine los colores, que la raza es natural, que un
negro con una negra, es como noche sin luna, y un blanco con una blanca,
es como leche con espuma”, y que “todo negro pelo recio, con rubia se ha
de casar, para que vengan los hijos, con plumas de pavo real”. ¿Qué puedo
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decir? No hay objeción. Aunque la afirmación “toda raza es natural”, es
chocante, que sea necesario todavía decirlo ante los que piensan que hay
razas artificiales o antinaturales.
Debo aclarar que amonestación, además de reproche o reprimenda, viene de “correr las amonestaciones”, que consistía en publicar en la iglesia los
nombres de los que querían contraer matrimonio u ordenarse. Pido disculpas por no haber buscado antes la palabra en el diccionario. Probablemente
el verso de la canción es “¿quién ha visto un matrimonio, sin correr amonestación?” y no “cordial amonestación”, como oí. Con este descubrimiento
la canción se aclara bastante, más que nada, la posición de la voz lírica, ahí,
mandón, entre casamentero y alcahuete, entre consejero y tentador.
Salvando las distancias, se parece a la posición de Juan Ruiz, escritor renacentista, al que quería acogerme en esta turbulencia, quien en todo su libro
del buen y del loco amor, jamás menciona, nombra o alude, al cuerdo amor
o a los malos amores. Lacan también dice que todo esto es bien irracional.
Pero en ambos casos, la voz se dirige a una audiencia masculina. Cuando
leí al Arcipreste hace ya fu, confeccioné un responso por eso de creer que
el mundo estaba cambiando. “Y la lluvia caerá, luego vendrá el sereno”, ¿se
acuerdan? Nada, el sereno no llegó, nunca llega, así que hay que insistir.
SEMIRESPONSO A JUAN RUIZ
Si un día a un hombre quisieses conocer
Y quién sabe de él hacerte querer,
Averíguale primero si sabe coser,
Que hombre que hilvana, también sabe arder.
Si el pecho descubre al tercer botón,
Te interrumpe cinco veces en conversación,
Y encima sólo habla de droga y de ron.
Es seguro que en la cama, se olvide del son.
Si una noche a un hombre quisieses probar,
Recorrer su cuerpo, su boca besar,
A una tortuga recuerda y su morosidad,
No dilatar el tiempo, es una imbecilidad.
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La lectura de una piel, pasos previos necesita,
El juego, las palabras, el proceso facilita,
Al hombre hay que tratar, como agua gratuita,
Caricias sedientas, manos expeditas.
Así, mis lectores, entended el romance,
Que ya estamos hartas de tan poco alcance,
De que siempre detrás de cada percance,
No hay palabra ni obra, que nos lance en el trance.
Del trance se ha hablado ya en muchos idiomas.
Unos lo olvidan y no hay peor maroma,
Otros lo sitúan en una sola loma,
Los chinos ya lo han dicho, eso es una bloma.
Si queréis hacer caso de estos consejos,
Muy seguras en cama y en la vida os dejo,
Que aquellas que actúan por sólo reflejo,
Un día en la tarde, quedarán perplejos.
Creo que me he lucido. ¿Lucideces o estupideces de Peace and Love?
Lucideces. Aunque las lucideces no evitan la angustia, antes bien, la aumentan. No actúo con fuerzas, no cuido bien, no prohíbo lo suficiente, no
organizo un viaje, escribo, narciseo, alaraqueo, me resigno, confío, respeto,
cruzo los dedos y, finalmente, puedo estar equivocada.
El único que no está equivocado en esta historia es Esteban. Tenía razón en pretender un bolero con María Rosa porque, por el momento, ella
está bastante inclinada por él. Ella ha tenido sus crisis, ha dudado, por
ejemplo, de su capacidad de establecer buenas relaciones con los chicos,
porque no han sido muy exitosos sus enamoramientos anteriores, siempre
ha habido como malos entendidos; no está segura de que Turismo sea la
carrera que ella desea de por vida, las clases son aburridas, no todas, pero
a veces parecen totalmente inútiles y desconectadas, sus amigas de colegio
están en otro patín, y las nuevas de la universidad, las siente dispersas y discontinuas como ella, siente a ratos, que nada la llena, ni las discotecas, ni
el proyecto de Recuperación del Salado, ni la universidad, ni los chicos, ni
las amigas, porque en Guayaquil, como que no hay nada que hacer, pero es
Gilda Host • Bumerán
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deliciosa la mirada de Esteban que la integra. Ella también integra a Esteban mientras lo abraza bailando “Amor narcótico”, que no es bolero, pero
que lo están pausando como tal, lo que lo torna serio y rico, y qué decir, del
piquito que se ha dado cuando Esteban la fue a dejar a su casa, después del
interminable tiempo de cuatro paradas en las casas de las amigas de ella.
Pero es esta historia la que se está haciendo interminable. El final guardado, definitivamente escogido, ya no lo quiero poner. “Con todo, creo
que en los últimos tiempos estoy un poco de-caída”, no representa ni sorpresa para ustedes, ni gran problema para mí, al menos, en este momento
que escribo que no lo quiero poner.
Lo que ha pasado en los últimos tiempos, además o en verdad, es que
Esteban se pasa escuchando y tratando de descifrar la letra de “Amor narcótico”, ya ni siquiera le interesa las vicisitudes de este cuento donde él sabe
que está metido. El Entusiasmo me mandó a regalar un sonajero de chamán, todavía no sé si para decirme que estoy chocha, para alejar los malos
espíritus cada vez que lo suene, o porque cree –como casi todo joven–, que
los problemas se solucionan mágicamente. Todo un manifiesto posmoderno. Aquí, en casa, sigo entre preguntas, aunque algo han variado: “¡¿Hasta
dónde vamos a llegar?!” (¡Séptimo puesto en corrupción!) Ese fue mi marido y yo. “El problema, ¿cuál es? Esa es mi hija. Y mi madre, realmente
una revelación, me dice ahora: “¿Y?, de la vida, ¿qué tal?”.
***
Publicado en Guaraguao no. 12, verano 2001
Gilda Holst (Guayaquil, 1952), en los ochenta integró el Taller de Literatura del Banco Central del
Ecuador de Guayaquil que dirigió el novelista Miguel Donoso Pareja. Es autora de los libros de cuentos, Más sin nombre que nunca (1989), Turba de signos (1995) y Bumerán (2006). De novela: Dar con
ella (2001). Es profesora de literatura hispanoamericana en la Universidad Católica de Guayaquil. Ha
sido traducida al francés, al inglés y sus cuentos han aparecido, entre otras, en las siguientes antologías:
El muro y la intemperie; El nuevo cuento hispanoamericano (Hanover, 1989) y Las horas y Las hordas.
Cuento latinoamericano del siglo XXI (México, 1997), ambos de Julio Ortega; Adán visto por Eva. Relatos de narradoras latinoamericanas, de Poli Délano (Buenos Aires, 1995); Dos veces buenos # 2. Más
cuentos brevísimos latinoamericanos, de Raúl Brasca, Buenos Aires, 1997. Cruel fictions, cruel realities.
Short stories by latinamerican women, de Kathy Leonard, Pittsburgh, 1997; 40 cuentos ecuatorianos
(Guayaquil, 1997); Antología básica del cuento ecuatoriano (Quito, 1998); Cuento ecuatoriano de finales
del siglo XX (Quito, 1999); Cuento ecuatoriano contemporáneo (México, 2001).
Cada piedra es un deseo
Daniel Sada
A Jesús Malverde no lo enterraron. No al menos como todo el mundo
lo concibe: en una fosa y –lo más común y propio– en un panteón. Lo peor
y lo mejor de esa leyenda arrancada del cielo, y corregida cientos de veces
por el imaginario colectivo, comenzó el 3 de mayo de 1909. La fecha es
señera porque es el día de la Santa Cruz y además el día sacramental de los
albañiles. Aquella vez, los “rurales” arrestaron al preclaro ladrón colocándole una soga al cuello para enseguida colgado de la rama de un mezquite.
El gobernador de Sinaloa, Francisco Cañedo, decretó la pena de muerte a
quien osara darle la consabida sepultura. De modo que el cadáver permaneció a la buena de los vientos durante... ¡vaya usted a saber!, el caso es que
a causa de la pudrición se fue cayendo lentamente a pedazos, y cuando ya
los restos mortales estaban de medio a medio espacidos sobre el polvo, pasó
por allí un lechero en busca de su vaca. Por mera ocurrencia el susodicho
arrojó una piedra sobre aquella masa corrupta y se hizo el milagro: la vaca
apareció casi de inmediato.
No se sabe bien a bien si aquel lechero estaba enterado de las hazañas
miríficas que Malverde realizó en vida, lo que sí es seguro es que ni tardo ni
perezoso difundió la noticia y el rumor culiche se encargó de lo demás. No
fueron pocos los crédulos que acudieron al lugar del siniestro para arrojarle
una piedra a la tan singular masa y pedirle un deseo. Cierto es que los milagros se suscitaron, unos al vapor, cual rosario de maravillas; otros al cabo de
días o semanas; pero la mayoría sólo quedó en una buena intención, pues
el deseo había que pedirlo, asegún, con verdadero fervor. Otra conjetura,
acaso más sintomática, es que toda vez recibida la gracia, la gente le llevaba
piedras, o sea: al “dando y dando”, a conveniencia, como si se tratara de un
trueque común y corriente. Pronto el procedimiento se volvió costumbre y
luego la imaginación popular lo llevó a un límite inaudito: abundan ciertos
decires relativos a que, como Malverde era ladrón, se le robaba una piedra, y
hasta que tuviese a bien conceder el milagro le sería devuelta. Pero sea como
fuere, la masa corrupta ya era casi santa, casi sagrada, aun cuando se tratara
de un bandolero generoso que le robaba dinero a los ricos para dárselo a
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 89-99
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los pobres; ese mismo que durante veinte años no se tentó el corazón para
dejar en la ruina a familias enteras de adinerados regionales: nómbrense a los
Martínez de Castro, a los Redo, a los De la Rocha, a los Fernández, amén de
todos aquellos godeños a los que se les conocía por explotadores; el mismo
que incluso, haciendo gala de quién sabe qué poderío sobrenatural, libraba
las más sofisticadas vigilancias para introducirse en las haciendas y robarse
considerables pilas de oro y plata; aquel que nunca mató a nadie y que jamás
se quedó con un céntimo en la bolsa de cuanto se agenciaba. Ese héroe, empero, tan apócrifo como la leyenda, o ese asaltante insólito, o ese santo subversivo, también fue considerado por muchos, y lo es hasta la fecha, como
un demonio culiche todopoderoso, sobre todo por aquellos a quienes no les
hubo cumplido un solo deseo. ¿Será porque eran afanes absurdos?
El primer promotor de Malverde, Roberto González Mata, tuvo el
acierto de que la leyenda contara, casi desde su origen, con un símbolo
radiante: ni más ni menos que la categórica imagen del ahorcado, una
imagen a la vez amable y patética, porque siempre se le dibujó sin el más
mínimo empeño mórbido: una cara serena de galán rancheril y, lo más
importante, sus ojos abiertos, grandotes, y su bigotito estilo Pedro Infante,
¿o será al revés?, ¿el cantante se lo copió?, ¿sí?.. Acaso por ser más evidente,
aunque inanimado, el montón de piedras jamás llegó a ser un símbolo y
todavía a nadie se le ha ocurrido dibujarlo. Está claro que no representa un
atractivo visual y sí, en cambio, expresa mal que bien el montón de deseos
que tiempo ha cubrió por entero las cenizas del ilustrísimo bandido, aun
cuando resulte lógico que no se tenga idea de la cuantía de las piedras robadas y jamás devueltas.
Sin embargo, durante los primeros años subsecuentes al siniestro, el
montón creció con rapidez, desde luego no al grado de formar una montaña, ya que Malverde –y la gente lo sabe– nunca fue tan pródigo en el reparto de milagros. A todo esto se agrega una razón más dogmática: la gente
prefirió rezarle, caminar de rodillas con rosario en la mano o valerse de una
larga imploración hecha a base de jaculatorias, novenas, salmos, antífonas
y demás; o sea: una fe más estricta, quiérase arrodillada, y con un apego
asaz propincuo a los usos y costumbres del catolicismo. Si la mezcolanza
ya era inevitable, pronto el acopio de agradecimientos se manifestó: las
piedras tuvieron encima adornos tales como flores vivas y de papel, cruces
hechas de monedas, cartas, muletas, por ahí un zapato ortopédico, alguna
trenza de pelo natural, y ve ladoras , ¡muchas veladoras!
Daniel Sada • Cada piedra es un deseo
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Pero la malevolencia tenía que presentarse. Al tiempo que el mito se
ensanchaba mediante un fervor cada vez más fortalecido, no faltó el incrédulo que intentara profanar la tumba sólo para ver si había adentro
algo putrefacto, entonces ¡a darle!, puesto que aquel montículo no despedía tufos. Pero aquellos tres o cuatro catasalsas fracasaron. Pudieron, en
efecto, mover una piedra, incluso dos, eso era lo normal, o hasta tres, o,
bueno... un poco más, pero ¡una docena!, o toda la panoplia para comprobar ¡¿qué?!... A quienes rebasaron la cantidad prohibida no les quedó más
remedio que arrepentirse; horrendo arrepentimiento de veras inesperado,
atroz o por el estilo; pues una fuerza superior los echó hacia atrás, y feo, al
grado de hacedos sentir bastante mal, tan mal que sin pensado dos veces se
volvieron devotos del santón.
Alguna vez –como lo narra Eligio González, el actual promotor de Malverde–, cuando fue construido el nuevo Palacio de Gobierno, allá por los
setenta, y curiosamente cerca de la tumba sui géneris, en lo que significó el
primer intento serio de remoción el gobierno usó una motoconformadora
que a las primeras de cambio ¡zas!, que se quiebra, como también se quebraron algunos cristales de casas y edificios contiguos y algunas piedras del
sepulcro saltaron –hasta eso no muy alto– ¿en señal de protesta? Sin resignación alguna esa misma vez las autoridades mandaron traer otra máquina,
ya al anochecer, que nomás no sirvió para nada. Dice don Eligio que todo
Culiacán lo supo. El ánima de Malverde se defendía con creces. Empero
se dejó vencer cuando se presentó la tercera ocasión. Fue un día después y
bajo un chipichipi fastidioso cuando una tercera motoconformadora pudo
al fin arrasar de pe a pa con la plétora de creencias materializadas. Lo malo
es que el ajusticiamiento sobrevino: el conductor de la máquina murió al
tercer día de un infarto. Muchos dijeron que él no deseaba hacer esa labor,
pero la obligación era –¡y es!– la obligación. Así que ¡pobrecito!
Ahora bien, nadie tiene certeza de que los restos del santo bandido se
los llevara en su arrastre la máquina triunfal. Serían huesos o serían cenizas, pero todavía hay mucha niebla sobre ese asunto, habida cuenta que
la claridad se evidenció tan sólo con aquellos primeros efectos: la gente
recuerda que no fue a la primera sino a la tercera cuando... ¿se deduce? Y
la consecuencia fue incierta: quedó un llano grandísimo lleno de tenebras
y vibraciones, que va desde La Canasta hasta el bulevar Zapata, listo para
la construcción del flamante Palacio de Gobierno, por lo que aún no se
sabe con exactitud en dónde estuvo la tumba de Malverde. No obstante,
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la gente no dejó de arrojar piedras. De súbito se hizo otro montón, desde
luego al garete, pero los devotos pensaron que ya no era lo mismo.
A raíz de esa remoción la fama de Malverde se acrecentó. Su milagrería
tuvo resonancia estatal y poco a poco alcanzó todo el noroeste de México.
Llegaban procesiones nayaritas, duranguenses, sonorenses, bajacalifornianas y hasta arizonenses –sin descontar las de Sinaloa– a visitar la tumba,
esa reinventada, y hasta cierto punto inmerecida, y ¡claro!, todo por culpa
de las autoridades estatales. En ese entonces se vislumbraba la posibilidad
de liquidar el mito. Bastaba con trasladar la tumba a otra zona de la ciudad
para desvanecer a poco la figura del ídolo pagano. A través de los diarios
locales algunos sacerdotes se pronunciaron a favor de esa medida, a sabiendas de que tendrían el apoyo de la burguesía católica. Casi estuvieron
a punto de conseguido, pero ¡ojo! Malverde entró al quite. Se necesitaba
un milagro supremo, un milagroso parteaguas urgente, el cual se suscitó
mediante una chispa de ingenio: Roberto González Mata creó de la noche
a la mañana la Orden de los Caballeros Custodios de la tumba de Malverde. Fue talla avalancha fervorosa desbordada en mítines zumbadores
y alharaquientos que el gobierno, viéndose presionado, no tuvo de otra
que colaborar en la construcción de una capilla. En 1980 se redondeó el
proyecto. La ermita, como le dicen en Culiacán, se ubica a unos pasos de la
tumba mendaz. Es modesta pero no de mal gusto. No es ni alta ni chaparra
y su estructura metálica es lo suficientemente fuerte como para que ni los
chiflonazos ni los ciclones hayan logrado des techada. Cierto es que desde
su fundación no ha sufrido grandes cambios. Blanqueadas y pinturreos por
aquí y por allá, pero nada digno de una extravagancia alarmante. Debido
a su importancia mítica se ha vuelto una referencia ineludible de la iconografía culiche: la ermita semeja un molino incesante que a diario recibe y
expulsa a creyentes de todo tipo: desde los más atónitos admiradores hasta,
digamos, ciertos papanatas, ciertos misticones y gran cantidad de turistas
morbosos, aunque... ¿por qué tanto turista?
Muchos dicen que Malverde es el patrono del narcotráfico y de la delincuencia, y de ahí su fama; al respecto puede haber dudas o evasiones
hipócritas –la religiosidad de los pillos, sobre todo del narco, siempre será
excitante–, pues como lo demuestra el cuento de B. Traven “Los cómplices”, “todo ladrón necesita de un santo ladrón”, y si no lo inventa, o en
el último de los casos la nigromancia pueblerina se encargará de darle los
suficientes poderes para elevarlo al rango de “santo milagroso”. De suyos,
Daniel Sada • Cada piedra es un deseo
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son pocos los creyentes que se obstinan en negar esa verdad tan palmaria,
y acaso sean pocos los que sí tienen un argumento más o menos de paso:
“Dios no tiene por qué dade alas al demonio y, además, si una persona
hace el bien no tiene por qué ser mala; al contrario: hace milagros. Robar
para hacer el bien no es pecado, jamás podrá serio.” Así lo dijo un creyente
que entrevisté a las afueras de la capilla. Y por supuesto, según lo afirmó,
había varios devotos que comulgaban con esas ideas desarregladas, es decir, con las de ese interpelado. En consecuencia: ¡qué gran reborujo!, ¡qué
venial contradicción!, ya estábamos entrando en lo que en mi tierra se le
llama “un enredo de los mil judas” y fue por eso que dejé de hacerle preguntas, mismas que para él no tenían sentido. Sin embargo, minutos más
tarde entrevisté a otro creyente que me expresó justamente la antítesis de
lo antes expuesto: “Si a Malverde le rezas con fe te hace el milagro, pero
si le dejas de rezar luego del beneficio, entonces sí te lo cobra bien gacho:
se te aparece en sueños y te pide que le entregues a un pariente o a un
amigo para ahorcarlo. Sí, porque a él lo ahorcaron y se volvió santo.” ¿Más
ambigüedad sobre ambigüedad? Confieso que para mí era suicida hacerle
una pregunta más. Sus ojos eran los de la muerte y no se diga su vibra de
rufián, así que “muchas gracias” y “adiós”. Lo bueno fue que la síntesis de
esa dilogía, siendo aún materia borrosa de la verdad, me la dio más de rato
Eligio González: “Malverde es el patrono de los necesitados, por lo tanto,
quien no tenga necesidades que no venga a rezarle, porque nuestro santo
no es un juguetito.” ¡Claro que no!, pero tal razón me sirvió para arremeter
no sin temblor: “¿Y qué me dice de los narcos, de los delincuentes, o de
todos aquellos que no deambulan por el camino del bien?” Sin inmutarse
don Eligio se mantuvo montado en su macho y me repitió casi lo mismo,
aunque ya en un tono más airado. Fue la última pregunta que le hice.
Durante las poco más de tres horas que conversé con él no sentí el más mínimo encrespamiento, pero nomás mencioné a los narcos y ¡puf!: le salió lo
gallón y, bueno, yo tuve miedo... Miedo de permanecer allí como si nada.
Sobre Malverde hay escasa investigación documental. Al parecer el
mito, con todo su cuadrivio de secuelas, inhibe tanto a historiadores como
a sociólogos. Hasta antes de la década de los ochenta, a pesar de haber
transcurrido tantos años de hazañería, era un lugar común que la leyenda
corriera de boca en boca sólo para ser deformada o reformada o transformada y cada quien pusiera su grano de arena sin atreverse a llevarlo al
papel... Todavía a la fecha, tampoco los novelistas han querido morder por
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ahí -nunca fue manda ni lo será–, y sólo ha habido menudeo de intentos
tras intentos derivados en temor tras más temor, o muchísimo respeto a la
verdad de la verdad, que tal vez sea mentira. Y es que se trata de un asunto
no sujeto a demostraciones ni comprobaciones contundentes, habiendo,
eso sí (aunque al dos por tres), exégetas del mito que no le permitirán a
ningún narrador extrapolar las constantes simbólicas mediante ficciones
superlativas o modificadoras. A contracurso de esa suerte de codificación
vocinglera, todavía se presupone que por mucho acercamiento que haya a
la figura de Malverde, jamás habrá absoluta fidelidad. Ningún historiador
que se respete está dispuesto a basarse sólo en la tradición oral, lo que
deja traslucir que la leyenda es un mero correlato expuesto a mil y una
tergiversaciones que, sin embargo, no deben alterar lo esencial: Malverde
fue un ratero prodigioso que tuvo la fortuna de convertirse en un ánima
favorecedora, y se diga lo que se diga su milagrería ya rebasa un siglo. Por lo
demás, sólo quedan las alabanzas cancioneras que Los Jilgueritos de Malverde y Los Halcones de Malverde le tributan sin cesar. Son puros corridos
bien sentimentales, porque sin más ni más esa era la música que al bandido
sinaloense siempre le gustó.
Al margen de reticencias y respetuosidades, en los últimos veinte años
ha habido aportes sesgados en algunos diarios de Culiacán, en la obra de
teatro El jinete de la Divina Providencia, de Óscar Liera, y en un trabajo,
tal vez el más completo, intitulado El ladrón generoso, del sociólogo y actor
Sergio López. Basados en la oralidad, tanto Liera como López –creadores
al fin– arrojan datos, cual piedras en el aire, sobre la magnitud del fenómeno y sus plausibles repercusiones. Liera lanza una fecha tentativa, la
del nacimiento del rufián: el 6 de junio de 1878, acaso con el objeto de
supeditarla a la especulación popular. Sin duda va a fondo cuando en boca
de uno de los personajes de la obra en mención asegura que “esa fue la
fecha que eligió el diablo para volver a la tierra”. El trasunto ya aporta un
cambio de luces totalmente radical; Liera recoge otro sentir culiche: Malverde es el diablo. ¡Aguas! El catolicismo así lo tilda, y ay de aquel... Aun
así la variante no es un despropósito, en virtud de que también Malverde se
convirtió en un ánima vengativa, insolente con aquellos que no le rezaban
a menudo, o sea ¿a diario?.. En su momento Eligio González me lo aclaró:
“Si Malverde te concede un milagro, hay que rezarle por lo menos una
vez al mes, estés donde estés; pero hay que venir a la ermita por lo menos
una vez al año.” De haber sido así el santo bandido habría impuesto una
Daniel Sada • Cada piedra es un deseo
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condición bastante problemática, sobre todo para los adq)tos que tiene en
Colombia (dedúzcase el porqué) o en Estados Unidos o en Centroamérica,
ya no se diga en Chiapas o en Oaxaca. Por fortuna, los devotos lejanos
superaron la dificultad con una idea medio descabellada, pero eficaz (y
con la abierta aprobación de la sede): ya existen sucursales de Malverde en
Cali, Colombia; en Tijuana; en Badiraguato; en Los Ángeles, California,
que son las más conocidas, no sin que la especulación popular aventure
que hay otras, siete en total, o a lo mejor más... Ahora bien, haciendo a
un lado tales o cuales lejanías, es un hecho que luego de haber obtenido el
milagro, los campesinos de la región le llevan en un frasco el primer arroz
de la cosecha. También le llevan fríjol, espigas de trigo, habas o un tomate,
que es lo que más se da. Si la pesca de camarón fue buena, pues hay que
llevarle varios ejemplares sumergidos en formal. Sin embargo, como no
está bien visto llevarle ofrendas de coca o mota, cualquier capo agradecido
se da el lujo de llevarle piedras de oro y plata y, para darle más molde a la
buena fe, una selección bien afinada de música norteña, si es instrumental
mejor, o si no corridos de alabanza.
Cualquier sinaloense conocedor del mito sabe que Malverde es un sobrenombre. Se le decía así porque siempre se envolvía en hojas de plátano
para hacer sus trastadas, además el forro le hubo de servir, en principio,
para esconderse ente matorros y chiribitales. Aquella masa humana, ¡y vegetal!, era el ¡Malverde!, algo así como un estigma demoníaco que por ahí
venía, por allá iba, en fin, que se escabullía con la rapidez de un ánima estantigua; aunque es de suponer que dejaba sus manos libres para aperingar
dinero y, claro, para correr como se debe.
Acerca de su apellido verdadero hay todavía desacuerdos. Algunos dicen que era Meza; otros García, como el héroe de Nacozari, y se suman
unos siete u ocho apellidos muy sonados que hacen más difícil el acierto,
mismo que no se presta a equívocos en cuanto a su primer nombre: nadie
discute que tuvo el de Dios en la tierra, o sea: el del Mesías, o sea: ¿para
quédade vueltas? Tampoco la fecha de su nacimiento es precisa; se deduce
al tiento por el aspecto juvenil que tenía cuando lo ahorcaron: un ahorcado treintón, fresco, con su carga obvia de ilusiones genuinas, que tuvo
la gloria de morir joven para darle más anchura al mito y a su vez experimentar la mudanza inmaculada de ser héroe del pueblo, como lo han sido
otros bandoleros del noroeste de México. En este sentido, la leyenda de
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Malverde encuentra correspon.dencia con esa tradición sintomática emanada del porfiriato, esto es: la del “ladrón generoso”: así Juan Soldado, en
Tijuana; Chucho el Roto, en la Ciudad de México; Teresa Urrea; la Santa
de Caborca, en Sonora; amén de la de Heraclio Bernal, también sinaloense, cuyas hazañas son harto parecidas a las del susodicho, sólo que a Bernal
no se le atribuyen milagros, acaso porque no murió tan joven. No obstante, al respecto hay un parangón exacto: al menos en el noroeste todos estos
personajes murieron en forma violenta.
Para colmo de alegatos, perviven otros estira y afloja en cuanto al lugar
de nacimiento del héroe de marras. El recio novelista Elmer Mendoza,
culiche de cepa, asegura que nació en La Redonda, un barrio bravo de
aquel Culiacán, donde abundaba la delincuencia y donde ningún policía,
por valiente que fuera, llegó a ser jamás azote de los vagos. Hay quienes
aseguran, empero, que nació en Mocorito –¿le cuadraría a Malverde el
nombrecito?–, no faltando los que sostienen que fue en Sanalona ni los
que alardean que fue en Bamoa. Otro colmo es que al santón le han surgido más y más parientes en casi todos los rincones del estado; la paradoja es
por demás folclórica, aunque en definitiva a nadie afecta y sí complace de
todas-todas al pópulo.
Enseguida se enumeran tres datos que casi ningún sinaloense somete
a discusión: 1. Los padres de Malverde murieron de hambre, los patrones
hacendados nomás no se decidieron a dades de comer, lo que generó en
el joven Jesús un rencor implacable. 2. Desde muy pequeño Malverde se
dedicó a la albañilería, aunque se sabe que hizo otras labores, como trabajar en la construcción del Ferrocarril Occidental de México y también
en el Ferrocarril Sud Pacífico, que llegó del norte a Culiacán en 1905. 3.
Malverde nunca se casó, pero luego de muerto le sobraron las novias, entre
ellas una devota rarísima a quien le decían La Lupita. A esta mujer, que
de joven tenía lo suyo, la dejaron vestida de blanco y toda alborotada en
la puerta de la iglesia. Pobrecita, se volvió loca, porque terca como era se
quedó vestida de novia para el resto de sus días, que fueron muchos. Siendo mujer de antes, de esas que decían “con ése o con nadie”, se enamoró
perdidamente de Malverde, o mejor dicho, del busto de Malverde, y en
una boda simbólica llevada a cabo en la ermita, los casaron y punto. La
Lupita ya murió, o sea que en el cielo, pues, caray... quién sabe qué esté
pasando. Fuera de los datos citados todo lo que rodea al mito del santón
sufre constantes modificaciones. Incluso se ha llegado a decir que ese señor
Daniel Sada • Cada piedra es un deseo
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del bigotito, que luce en el busto con su camisa vaquera, no es el verdadero
Malverde, que el de verdad era, por decir, no mucho menos guapo, sino
bastante feo, quedando como contrarresto la grandeza de su alma y sus
sentimientos en flor.
Tan de quedo, aunque a la segura, la fama nacional e internacional de
Jesús Malverde no habría sido tan contada sin la promoción eficaz que ha
hecho el mito Eligio González. Otro refuerzo decisivo es la divulgación
grosera, tan a derechas, emanada de la creencia de que el santón es el patrono del narcotráfico. Sin esa cuota de extravagancia tal vez Malverde habría
sido un ánima favorecedora del montón, siendo que abundan santones
demasiado parcos, cuando no pudibundos. Pero si al bandido sinaloense se
le acepta como una mezcla a pospelo entre lo sacro y lo demoniaco, o entre
el servicio y la venganza, sin duda se debe a que don Eligio ha aprovechado
tal peculiaridad a las mil maravillas. A diferencia del primer promotor, que
era en extremo beligerante, don Eligio se ha preocupado por no andarse
peleando con la sociedad, y mucho menos con la Iglesia. Del gobierno sólo
obtiene favores, esto es: una muy mexicana tolerancia que a la postre le ha
servido para endilgarse la figura de benefactor, y lo es de corazón, tanto que
muchos lo consideran como un Malverde de carne y hueso.
El parangón se extrapola tras los decires que pululan de ocultis. Se afirma con cabales movimientos de cabeza que don Eligio se parece a Jesús
Malverde, pero al verdadero, al feo, al bueno, que no al del busto: ese
pedroinfantesco obvio; y todavía más: muchos aseguran que es la reencarnación de aquél, sólo que don Eligio se pasa de prudente. Lo que sí que
a fuerza de paralelismos el actual promotor también fue atacado violentamente. Corría el año de 1973 cuando recibió cuatro balazos que lo dejaron
muy mal herido. Estuvo a punto de que la muerte le sonriera, pero sólo
le hizo un guiño, porque gracias a que invocó a Malverde volvió a la vida
sano y salvo para hacer el bien.
Y el bien consistió, por principio de cuentas, en hacer aún más expansivo el mito de Malverde. Poco antes de la construcción de la capilla, don
Eligio relevó como promotor al beligerante Roberto González Mata, de
quien no se sabe si está vivo o muerto, pues huyó de Culiacán haciendo
rabietas y nunca se supo más de él. En cambio don Eligio, siendo albañil
de los buenos, como Malverde, se encargó de poner el techo de la capilla, desde luego sin cobrar un peso. De suyo, se solaza sonrisudamente al
decir que, con el dinero recabado de las limosnas, ha hecho la donación
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de setecientas sillas de ruedas y por si fuera poco ha sufragado los gastos de
7,800 sepelios a la gente de las rancherías de Sinaloa, incluidos ataúdes, cirios, arreglos florales y coronas mortuorias. Todo lo cual es –a decir de Sergio
López– “una especie de Seguro Social alternativo” para la clase pobre-baja.
A fuerza de esas virtudes a tutiplén, don Eligio González es un hombre
querido por propios y extraños. En veinte años de promoción nadie ha
coartado su labor, ni siquiera de labios para afuera o, sería lo peor, a través
de los medios de comunicación locales. Se le ve, en cambio, como a un
hombre bienintencionado que además tiene el privilegio de ser poeta rural,
ya que cuenta con el estro de la lírica como para componer corridos y más
corridos, todos en honor a Malverde. No es músico, ¡caray!, porque pues
ya sería mucho, pero cuenta con la inspiración ranchera de Los Jilgueritos
y Los Halcones, que han sido bastante duchos para musicalizar sus letras.
Duchos, ergo: comerciales, porque sus canciones han llegado (sin problemas) directo al alma del grueso de los crédulos. Por ahí andan en venta los
casets píos. Recuérdese: uno es de Los Jilgueritos y el otro de Los Halcones. Y la avalancha sigue, aunque según lo asevera el obispo de Culiacán,
Benjamín Jiménez, ha venido decayendo desde principios de los noventa.
Durante aquellos años la Iglesia se vio en la necesidad de hacer pública una
Carta Pastoral, no para condenar a los devotos de Malverde, sino para conminar a todos los creyentes católicos a seguir la fe verdadera. “En ningún
sermón –advierte el obispo– se menciona el nombre de Malverde. Queda
claro que no queremos hacerle publicidad.” Y agrega que el surgimiento de
ídolos falsos en esa zona del país se debe a la ignorancia religiosa, misma
que deviene desde la expulsión de los jesuitas, en el año de 1767: una autoritaria –¿por valentona y miope?– iniciativa que hizo más difícil el proceso
de evangelización en México, y más aún en el noroeste, “donde ni antes
ni ahora es común que surjan vocaciones, ya que casi todos los sacerdotes
provienen del sur”. A lo anterior hay que añadir que Eligio González ha
tenido la astucia de incorporar al mito de Malverde figuras sacras como
San Judas Tadeo, la Virgen de Guadalupe y el Sagrado Corazón, tanto así
que en los escapularios, las veladoras, los llaveros y las camisetas que se venden en la capilla aparece el santo bandido aliado de cualesquiera de estas
imágenes como si tuviese la misma jerarquía, y ni qué discutir, porque ya
encaminada la fe nadie se fija en jarifos, rangos o funciones.
En Culiacán existe un grupo de la iglesia Mariano Trinitaria que suele
ponerse en contacto con muertos ilustres. Hay consensos entre los crédulos
Daniel Sada • Cada piedra es un deseo
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para argumentar con quién y por qué, y son los medium quienes, a través
de un ritual esperpéntico, hacen oír la voz de talo cual elegido. Según el
escritor culiche César Ibarra, los marianos trinitarios han logrado escuchar la voz de personajes como Miguel Hidalgo y Costilla, Jesús García,
Pancho Villa, Luis Donaldo Colosio y desde luego Jesús Malverde. Todos
ellos sólo han emitido frases sueltas. Hidalgo, por ejemplo, se refirió a la
importancia que los mexicanos deben darle a la Independencia de México,
esto es: que nunca pierda valor. Desgraciadamente el héroe de Nacozari
sólo ha servido como interlocutor de Pancho Villa y de Colosio; el primero
habló también acerca de la importancia que los mexicanos deben darle a la
Revolución Mexicana, y la dolorosa cantaleta: “que nunca pierda valor”, o
sea: ¡dale con lo mismo!, en tanto que Colosio dijo que en México “jamás
habrá democracia”, pues ¡qué lástima!, porque viniendo de ultratumba uno
esperaría mejores predicciones. Y por lo que respecta a Malverde sólo ha
dicho que “todos me piden, pero nadie pide por mí”, ¿estará en el Infierno
o en dónde? Sin duda es trágico su reclamo y se presta a confusión, por lo
que no me quedó de otra que hacerle una pregunta mañosa a César lbarra: “¿Malverde hablaba con voz de norteño?”, a lo que él me dijo: “No,
pues no, hablaba con la voz de la sabiduría, es decir, sin acento de ningún
lado.” De ser real la protesta del santón, todos sus devotos deberían estar
enterados de lo que dijo, ya que tal vez no le pedirían como le piden; ¿para
qué cantarle o para qué rezarle si Malverde habla con la gente? He aquí
una clave de fervor al santo bandido. Una clave lanzada como piedra al
montón apócrifo. Acaso una clave más en tanto el símbolo siga palpitando.
Así sea.
***
Publicado en Guaraguao no. 13, invierno 2001
Daniel Sada (Mexicali, Baja California, México, 1953), estudió periodismo y la carrera de Letras Hispánicas. Ha sido catedrático en la Universidad Autónoma de Zacatecas, en la Escuela de Periodismo
Carlos Septién García y en la Academia Hispano-Americana de San Miguel de Allende. Es autor de
las novelas Lampa Vida (1980), Albeldrío (1990), Una de dos (1994) y Porque parece mentira la verdad
nunca se sabe (1999), Todo y la recompensa (2003) y Ritmo Delta (2005); de los libros de relatos Un rato
(1984), Juguete de nadie (1985), Tres historias (1991) y Registro de cansantes (Premio Xavier Vilaurrutia,
1992), así como el poemario Los lugares (1997) y la miscelánea El límite (1997).
Una experiencia teatral
Marcelo Birmajer
Esta historia debería haberla contado hace muchos años. Pero supe de
ella hace apenas unos meses. Sin embargo, es tal el peso de la época en este
suceso, al menos esa es mi sensación, que no puedo dejar de temer resultar
anacrónico. La historia sucedió en los primeros años ochenta, esos años de
alegría, euforia y estupidez posteriores a la dictadura militar. Más de una vez
he dicho que esos fueron para mí los mejores años de la Argentina, también
aquellos en los que conocí a la gente más estúpida. Sin embargo, siento otra
vez la necesidad, antes de pasar a contar la anécdota que me convoca, de
reafirmar mi cariño por esos años de libertad y esperanza que siguieron a la
peor dictadura que haya conocido este país. Ojalá alguna vez se repitan.
El penoso suceso que voy a relatarles sucedió en el año 84, pero recién
me enteré el invierno pasado, dieciséis años después. Yo estaba caminando
por Corrientes, desde la calle Uruguay hacia mi estudio, en Valentín Gómez y Anchorena. Me habían hecho un reportaje en una radio ignota a las
cuatro de la tarde. La nota había durado diez minutos y me quedó tiempo
para visitar a una señorita sin tener que buscar explicaciones para mi esposa. Yo conozco ciertas mujeres que nunca me dicen que no un domingo
por la tarde. Una de esas mujeres que, por el contrario, me dicen que no
siempre que se les antoja, me confesó que guardaba en una agenda una
hoja con una cierta cantidad de nombres masculinos para, con los ojos cerrados, dejar caer su dedo índice y elegir al azar, los domingos por la tarde.
Un domingo resulté favorecido, recuerdo el llamado, pero tuve que decir
que no porque había prometido llevar a la familia al cine. Cuando la llamé
el lunes, ni siquiera recordaba haberme llamado. Pero aquel domingo de
este invierno, ni el amor ni el dinero lograban arrancarme de la depresión
que me invadía por el día en sí, por estar caminando la calle Corrientes y
porque los diarios más importantes del país no habían siquiera registrado
la aparición de mi último libro. Tenía los bolsillos llenos de dinero gracias
a las buenas ventas de varios de mis libros, pero me entristecía porque la
prensa no me reconocía. Yo estaba hecho un imbécil. Ni siquiera el haber
gozado de una mujer madura y cálida, generosa con su carne, me levantaba
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 101-122
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el ánimo. Cavaba una melancolía a mi medida, sin motivos, para sumergirme porque la crítica no me celebraba. Sin duda, yo estaba olvidando el
credo de la humildad que con tanta sabiduría habían predicado mis ancestros: todo es vanidad y correr tras el viento. ¿Por qué me quejaba, si tenía
todo lo que deseaba en la vida: el sagrado dinero y los agujeros vivos de una
mujer opulenta? No sabía. Para rematar mi ingratitud, vi al rengo Miguel
Ángel Frassini acodado en una de las ventanas del bar La Ópera, en Callao
y Corrientes. Si había algún modo de faltarle el respeto al destino por la
cortesía con que me estaba tratando, era eso: divisar al rengo Frassini. Sé
que no era mi culpa encontrármelo de casualidad, pero se me antojaba el
resultado de haber decidido penar por el silencio de la prensa antes que
festejar por mi buena suerte. Por medio de mi melancolía injustificada, yo
había materializado al rengo Frassini en un bar en el que me había prometido, hacía precisamente dieciséis años, no volver a entrar nunca más. El
rengo no era rengo: le decíamos rengo porque caminaba mal, bamboleándose. Era un decano de los militantes del Partido Intransigente. Nunca
había alcanzado ningún puesto de importancia dentro de ese partido, y
tampoco alguna de las pocas mujeres bellas que se acercaron a esa organización entre el 82 y el 85. Le gustaba que le dijeran “el rengo”; era al menos
una cuota de singularidad en su por otra parte inadvertida existencia. Lo
recuerdo con un poncho en uno de los locales sin muebles, fríos, donde se
celebraban reuniones insensatas, aunque, debemos reconocerlo, también
inocuas. Yo había prometido no entrar nunca más al bar La Ópera, dieciséis años atrás, porque una mujer muy bella me había dejado plantado.
No recordaba si ella era una de esas pocas mujeres hermosas que se habían
acercado al Partido Intransigente (¡qué nombre!) –y me olvidé, finalmente,
de preguntárselo al rengo–. pero sí que era de una belleza irrefrenable y
que “hacía”, estudiaba, ejecutaba, Teatro. Se llamaba Jimena pero le decían
Yolanda, porque un novio, al que había abandonado, le cantaba una y otra
vez, con guitarra y voz de pito, una canción horrible de Pablo Milanés que
repetía: “Yolanda, Yolanda...”. Ese mismo novio, Yuri (hijo de militantes
del Partido Comunista), le había dicho una vez a Jimena/Yolanda: “Vos sos
la Maga...” refiriéndose al personaje de Cortázar.
A lo largo de mi vida he logrado fornicar con al menos 20 mujeres a
las que sus novios les dijeron: “Sos la Maga”, y uno de los pocos elementos
favorables de mi ser en aquella época es que ya lograba considerar tal declaración como nauseabunda. Pero no nos dispersemos. Aunque es tan difícil
Marcelo Birmajer • Una experiencia teatral
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no dispersarse... esos ochenta están tan llenos de imbecilidad, de inofensiva
insensatez... de ridículo... que a cada tramo de mi historia se me aparece una
idiotez ineludible para contar. No se trataba de esos guerrilleros fanáticos,
aunque algunos de ellos lo habían sido y ahora militaban con las armas
depuestas, bien por resignación, bien por real convencimiento. Éramos los
militantes de la democracia: pacíficos, bien intencionados y pueriles hasta la
burla. Que quede claro, de todos modos, por milésima vez, que toda nuestra estupidez me parecía infinitamente superior a cualquiera de los intentos
armados acerca de los que había leído o presenciado; no menos pueriles e
infinitamente más destructivos. ¿Pero voy a contar la historia de nuestra
querida Jimena, cuyo culo y cuyos pechos son la mejor carta de presentación
de todos aquellos años locos y perdidos, o me voy a perder en innecesarias
argumentaciones políticas, autojustificatorias o denigratorias, que no sirven
para informar acerca de la Historia ni funcionan especialmente bien dentro
de la propia historia que deseo contar? ¿Me perdonarán, por esta vez? ¿Seguirán leyendo pese a mi imposibilidad para apartarme del caudal de esa
época de modesta gloria? Jimena, en el año 1984, me había dejado plantado durante tres horas en la primera cita que logré arrancarle. En realidad,
ella me dejó plantado, a secas; yo decidí esperar tres horas. Es cierto que la
belleza de Jimena ameritaba esperarla incluso un siglo, si es que podía guardarse la esperanza de que pudiera venir; pero lo cierto es que yo entonces
hubiera esperado un siglo a cualquiera que me hubiera ofrecido una mínima
oportunidad de fornicarla: el hada Patricia o la bruja Cachavacha. Cuando
diez años después de aquel plantón le pregunté a Jimena por qué no había
concurrido al bar La Ópera y le confesé que desde entonces nunca más había
vuelto a entrar, me confesó la verdad: su profesor de teatro, quien tácitamente la había rechazado durante un año, a sabiendas de que ella debía encontrarse conmigo, le había suplicado que se quedase después de hora. Jimena
lo había elegido. Pueden pensar que sangro por la herida, que miento o que
invento, pero les voy a contar una de las pocas verdades comprobables que
leerán en este escrito: el profesor de teatro, Sebastián Robens, resultó impotente cuando llegó la hora. Impotente. Yo era capaz de atravesar el pocillo
número siete de café que me pedíen esas tres horas de espera, con sólo pensar
en ella, y el señor Robens, del teatro del absurdo y la “interacción”, no había
sido capaz de cogerla in situ. Jimena, a su manera, también era una imbécil.
Pero creo que eso yo ya lo sabía desde el inicio. Lo cierto es que para mí la
estupidez femenina siempre ha sido un poderoso afrodisíaco. Jamás le diría
GUARAGUAO
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que no a una mujer inteligente con un culo poderoso y bruto; pero lo que
realmente me solivianta es una mujer estúpida y hermosa. ¿Por qué esperé
tres horas? Quizás permanecí dos horas más para reponerme, sentado, del
dolor que me provocó la hora primera, la hora de saber que ya no vendría.
Tal vez quería meditar acerca de qué hacer. O pensé que tomar café hasta
la mañana siguiente, aprovechando el efecto euforizante y tranquilizante de
esa infusión, era el único modo de sortear el suicidio. En rigor, no sé por qué
permanecí esperando tres horas. Pero puedo asegurar que hasta el último
minuto conservé la ilusión religiosa de que finalmente atravesara la puerta
con sus tetas de diosa, su rostro moreno del lugar donde estuvo el Paraíso
y sus nalgas que parecían la respuesta a la falta de sentido del mundo en
general y de mi vida en particular. Si yo hubiera podido tener eso ese día,
creo, no me hubiera importado, dieciséis años después, que los diarios no
mencionaran mi libro. Lo hubiera tenido todo, y el resto de mi existencia lo
habría dedicado a escribir al respecto, sin más expectativas ni necesidades,
sin ansiedad ni angustia. Salí del bar, con las piernas entumecidas por las
tres horas de inactividad, con los ojos húmedos de unas lágrimas corrosivas, ofensivas, y caminando por Corrientes, hacia el Obelisco, encontré a
Periquita. Periquita era pálida, informe, blanda, y su negro pelo enrulado,
como de virulana y pegado al cráneo, siempre con caspa, le había ganado
el apodo. Usaba una boina azul, como la del poema de Neruda. Pero creo
que si Neruda la hubiese visto habría cambiado el color o la prenda, para
que su poema no tuviera la menor vinculación con aquella pobre chica, no
obstante vanidosa y pendenciera, que fatigaba la calle Corrientes en busca
de palabras, afecto, atención y sabiendo, sin lugar a dudas, que todo lo que
conseguiría sería una ración fugaz de genitales masculinos fracasados en la
búsqueda de mejores puertos. Periquita prefería eso antes que nada, y le
resultaba mucho mejor que nada. No se amilanaba. Me criticaba la ropa,
me decía que era inmaduro y se burlaba de mis propios poemas, pero no he
conocido otra mujer que supiera tratar mejor a la parte baja de los hombres.
Ninguna que haya conocido antes o después sabía meterme dentro de su
boca como si no tuviera dientes, y ninguna, tampoco, se daba vuelta con
tanta facilidad, logrando, con sus manos al abrir sus propias nalgas, que su
culo cobrara la forma que la suerte no le había deparado. Todo es cuestión de
actitud. Pueden existir mujeres deformes, pero no hay ninguna fea. Pueden
existir mujeres de belleza evidente, pero no hay una sola que no tenga la
posibilidad de soliviantar a un hombre si la inteligencia se lo permite.
Marcelo Birmajer • Una experiencia teatral
105
Incluso, conmigo, puede jugar el papel de estúpida para resultar más
atractiva. Fue llevando a Periquita en colectivo a la pieza de servicio que
ocupaba en la casa de mi madre, mientras buscaba toda clase de pretextos
para ubicar mi cara de un modo que, sin rechazada, de todos modos me
impidiera besada, que decidí que nunca más entraría al bar La Ópera. Mi
juramento duró dieciséis años. El acto sexual con Periquita, dieciséis minutos. Los vi en el reloj de pared, encima del termotanque, de la pieza que
ocupaba para no compartir el cuarto con mi hermano menor. Entonces no
era habitual llamar taxis por teléfono, de modo que bajé a la media hora
con Periquita, le regalé un billete cuya denominación ya he olvidado, y en
la esquina de la calle Tucumán donde hoy funciona un restaurante bailable boliviano le paré un taxi que la llevó, llena de semen y feliz, rumbo al
barrio de Belgrano, donde vivían sus padres ricos, que le ofrecían libertad
y, aunque preocupados, no le preguntaban de dónde venía ni qué se había
dejado hacer. Larga vida a Periquita: ojalá se haya casado, tenga hijos y me
recuerde con una sonrisa. Periquita me salvó la vida, pero el café no me
dejaba dormir. A las cuatro de la mañana, sonó el teléfono de la casa de
mi madre. Corrí a atender a Jimena, pero era Esther. Todavía no habíamos
comenzado siquiera a ser novios con Esther, sólo amigos. A mí me encantaba, me gustaba más que Jimena, en el sentido más profundo de la palabra
gustar. Pero era la novia de un amigo. Paseábamos juntos, ella y yo, incluso
íbamos al cine, y leíamos, en la mesa de un bar, un mismo libro. Pero
sabíamos que no nos podíamos tocar. Cuando escuché su voz, agradecí a
Dios por haber tenido a Periquita hacía pocos minutos y no estar obligado
por mis instintos a salir corriendo en busca de esa zorra hermosa, mi por
entonces amiga Esther, que me llamaba a las cuatro de la mañana.
–Estaba muy triste –me dijo Esther– Y estaba segura de que estabas
despierto. Te llamé porque sé que tu pieza está al lado del teléfono.
–¿Cómo sabés? –dije.
–Me lo dijo Joaquín –era el novio.
–Estaba durmiendo –mentí.
–Perdoname.
–No es nada. ¿Qué te pasa?
–Estoy tan triste que no puedo dormir.
–Yo estoy tan contento que no puedo dormir –repliqué.
–¿Y a vos qué te pasa?
–Tomé mucho café –reconocí.
GUARAGUAO
106
–Yo estoy tomando mate. Me tomé un litro.
–¿Y Joaquín?
–Se fue el fin de semana a lo del padre.
Los padres de Joaquín estaban separados. El padre de Joaquín era un
diputado chaqueño, peronista, que había vuelto de España luego de seis años
de exilio. Joaquín, a diferencia de su padre, que siempre me pareció un cretino presuntuoso, era una muy buena persona. Yo también. Me trataba con
una generosidad que yo correspondía. Si me permitieran cambiar algo de la
vida, lo primero que haría es deshacer las circunstancias que obligaron a que
el enamoramiento entre Esther y yo fuera en detrimento de los sentimientos
de Joaquín. Siempre que lo recuerdo, le pido perdón en mi memoria. ¿Pero
de qué estoy hablando? ¿Hacia dónde va este relato agujereado? Acabemos,
al menos, con el relato de esa noche, la de las tres horas en La Ópera, el juramento de que nunca volvería, Periquita y el llamado de Esther. Esa noche me
dormí con las primeras luces. Dormí bien. Amanecí totalmente deprimido.
Terminemos con esa noche, y con el día siguiente.
Regresemos entonces al pasado domingo del año 2000, dieciséis años
después: entro a La Ópera. ¿Por qué? ¿Por qué rompo mi juramento? Racionalmente, y no por eso justificadamente, puedo decir que, aunque acabo de fornicar, aunque tengo dinero, la ausencia de mi apellido en los
suplementos literarios de los diarios más importantes me sume en una
tristeza que me lleva a denigrarme, a buscar cualquier salida que me aparte
de mí mismo, como por ejemplo el retorno al pasado por medio de la
sencilla alquimia de romper un juramento. Pero sé que es mentira. No me
siento mal: estoy fingiendo que me siento mal. Los diarios ya han hablado
de mí antes, y volverán a hablar en otro momento. Si no de este libro, del
próximo. Mi vida ha marchado más o menos de acuerdo a mis intereses:
me casé con la mujer que amaba y sigo enamorado, me gusta y disfruto de
ella. Tengo un hijo bello, bueno y valiente. Y una hija apenas nacida que
me hace sentir un patriarca, un regalo de senectud. Viajo gratis y todavía
conozco diez o quince mujeres que me dejan meterme dentro suyo sin cobrarme dinero ni compromisos. Entonces, ¿por qué rompo mi juramento?
Ah, porque sé que hay una historia. Lo sé, lo puedo intuir. No es racional,
no es religioso, no es ritual, no guarda lógica alguna: pero, del mismo
modo que Aladino sabía que cada vez que frotaba la lámpara aparecía el
genio, yo sé que la conjunción de un domingo perdido, el bar La Ópera y
el rengo Frassini, provocarán, como proveniente de una gigantesca voluta
Marcelo Birmajer • Una experiencia teatral
107
de humo con forma humana, la concurrencia de una historia, de una anécdota, de una penosa aventura. Lo sé. Y las historias y las mujeres son los
dos motivos que, desde siempre, me han llevado a romper mis juramentos.
Entro al bar La Ópera, dieciséis años después. Ahora, ¿por dónde empezamos? Comencemos por Sebastián Robens, el profesor de teatro, dieciséis
años atrás, de Jimena. Robens, como yo, le decía Jimena, y no Yolanda,
como por ejemplo, el rengo Frassini. Robens tenía el pelo negro enrulado
en afro-look, cara blanca como la tiza y ojos azules como Robert Powell.
Pero mientras que en la mirada de Powell siempre me pareció encontrar
misterio e intensidad (es el único actor al que me imagino como posible
reemplazante de Peter O’Toole en Lawrence de Arabia), en la de Robens
brillaba la pretensión de ser misterioso y el halo malsano de la artificilidad. Su belleza no era femenina, pero el modo en que la llevaba sí. No era
homosexual, ni afeminado, pero le faltaba fuerza. De hecho, como ya he
dicho, fracasó frente a Jimena. Ella no le dio otra oportunidad, o él no la
quiso, pero cuando me la encontré aquella vez, diez años más tarde, me dio
a entender que no hubo más intentos con Robens. La última vez que vi a
Robens, en el bar La Ópera, él tenía 28 años y yo dieciocho. Jimena tenía
dieciocho también. Robens había regresado, hacía uno o dos meses, de
Polonia. Allí, en Varsovia, becado por una institución socialdemócrata europea, había puesto en escena una suerte de happening de su especialidad:
el teatro interactivo. Ahora es muy común utilizar la palabra “interactivo”,
que cobró súbita fama con el auge de Internet y, como ocurre con muchas
de estas palabras supuestamente “técnicas” pero no científicas, el exceso de
emisión las ha vaciado de sentido, una inflación semántica: todos la repiten
y nadie sabe bien qué significa. Pero en 1984, aunque Robens trataba de
asignarle a cada uno de sus actos y palabras una mucho mayor eminencia
de la que realmente tenían, yo entendí bien lo que quería significar con
“interactivo”: un teatro en el que el espectador participara. A mí ya por
entonces todo lo que incluyera la palabra “participativo” me parecía una
sandez. Me habían gustado mucho, por ejemplo, los capítulos, por separado, de la novela Rayuela, de Julio Cortázar, pero me parecía inadmisible
que un escritor de excelencia cayera en la perogrullada de suponer que un
lector quiere “participar” de la hechura del libro. Tampoco se me antojaba
lúcido incluir a los espectadores en la hechura del teatro. Pero eso no era
algo que le pudiera explicar al eminente Robens, símbolo sexual de todas las
Jimenas/Yolandas de la calle Corrientes, en 1984. De modo que lo escuché.
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Tenía la esperanza de que, caminando por la avenida, Jimena lo viera y se
sentara a nuestra mesa. Esto fue antes de que finalmente me dijera que sí a
la cita en la que finalmente me plantó. Robens me contó que en Polonia,
en Varsovia, había puesto en escena un “proyecto” con la “gente de la calle”.
Los transeúntes. La experiencia teatral consistía en que Robens y dos o tres
ayudantes se paraban con un camión en una de las calles principales de la
ciudad y comenzaban a repartir a los peatones chocolates de calidad. Tabletas
de chocolate de cien gramos, de una marca soviética. Si tenemos en cuenta
que por entonces el orbe soviético todo, y Polonia en especial, comenzaba a
padecer un período de especial austeridad, podemos imaginar el contento de
cada una de las personas al recibir su chocolate gratis porque sí. Sin cupones
ni explicaciones. Pero la “experiencia teatral” recién comenzaba. Robens y los
suyos, de pronto, comenzaban a discriminar. Elegían, arbitrariamente, a qué
peatón le darían chocolate y a cuál no. Allí debía aparecer la “interactividad”.
Los peatones discriminados debían reaccionar. Aunque no tuvieran ningún
derecho, ni positivo ni de ningún otro tipo, a ese chocolate, era evidente que
los “benefactores” estaban privilegiando a unos y dejando de lado a otros,
por motivos desconocidos, pero a todas luces injustos. Cuando los peatones
no incluidos en la repartija se acercaban y los increpaban en polaco, Robens
y sus secuaces, que desconocían el idioma, les hacían que no con la cabeza y
continuaban entregando chocolates a otros. Nunca entendí cómo los jerarcas soviéticos polacos permitieron a Robens semejante infamia (la cual había
realizado con igual éxito en Canadá, la campiña francesa y Nápoles), pero
sospecho que algo tendrá que ver con las buenas relaciones que por entonces
comenzaban a tejerse entre la socialdemocracia europea, una de cuyas fundaciones solventaba a este papanatas, y los europeos del Este. También a la poca
importancia que las autoridades culturales soviéticas debieron haber puesto
en un director de teatro argentino de mediados de los ochenta. No sé. Robens me describió el éxito de su operación: “Fue alucinante. Los ‘excluidos’
se juntaron en un solo grupo, atacaron la camioneta y se llevaron el canasto
con chocolates. Alucinante. Se rebelaron. Interactuaron”.
–Pero pudo haber habido violencia –dije en 1984– Te pudieron haber
pegado...
–¿Y? ¿Qué es un golpe? También es una forma de actuar.
–No era que yo no entendiera lo que decía: no tenía sentido.
–No sé –dije– Me parece ofensivo para todas las personas que participan de
eso. ¿Y qué es lo que hacés, en suma? Te construís un falso poder, engañás...
Marcelo Birmajer • Una experiencia teatral
109
Además de que yo estaba celoso por Jimena, también leía a Marcusse, no
lo entendía, y repetía algunas de las pocas palabras que me habían quedado
de “El hombre unidimensional”. Había intentado leer, con idéntica mala
suerte, a Althusser, Lukas y Gramsci. Pero no me separaba de un pequeño
libro de Sartre, El existencialismo es un humanismo, al que no sólo comprendí
sino que asentó para siempre mi teoría general de la vida: “No importa lo que
han hecho de uno, sino lo que uno hace con lo que hicieron de uno”. Pero
como nos demostrará esta penosa aventura: es necesario que al menos nos
dejen algo de “uno”, porque sino la verdad es que no se puede hacer nada.
Sentado frente a Robens, sin decirlo, me pregunté por qué las autoridades soviético-polacas no habían puesto en juego su siempre denunciada política represiva y enviado a Siberia a aquel payaso despreciable y su troupe
de inútiles. ¿Qué era eso de molestar a las personas por la calle? ¿Qué fin
perseguía con esa fantochada repudiable? Uno de los pocos posters envidriados del que nunca me desprendí, desde la casa de mi madre hasta el
final del largo periplo de hogares rotos que me depositó finalmente en mi
actual dulce hogar, es el del soldado soviético clavando la bandera roja
con la hoz y el martillo en las ruinas del Reichstag en 1945. Me pregunté
entonces, frente a Robens, por qué no surgía un nuevo héroe soviético, el
último de ellos, antes de que todo terminara, para clavar la bandera en el
pecho seguramente velludo, fatuo y desagradable del imbécil de Robens.
Pero me pedí un café. Jimena tampoco llegó en aquella ocasión, Robens
comenzó a contarme su puesta de Ionesco con “tortazos de crema” y... y
regresemos al presente, por favor.
Me senté, este domingo del año 2000, y le pregunté al rengo Frassini,
sin saludarlo, después de dieciséis años sin vemos:
–¿No está el Morsa?
–No, ¿cómo va a estar el Morsa?
El Morsa era nuestro mozo de cabecera entre 1982, año en que comenzamos a concurrir al bar, y 1984, año en que dejé de hacerla. Era igual al
coronel Cañones, el tío de Isidoro, parco pero diligente. Atendía sin ganas
pero sin pereza. Lo llamábamos el Morsa por los bigotes, aunque creo que
él nunca lo supo. No le gustaba ser mozo, eso era evidente. Más de una
vez, en mi estupidez de época, había intentado intercambiar un chiste o un
comentario que no fuera el de rigor entre mozo y comensal, con el Morsa.
Pero siempre me había respondido con gruñidos, e incluso, en una ocasión,
con cierto tono ofendido. “¿Por qué lo molestaba?”, parecía preguntarme.
GUARAGUAO
110
El era mozo y yo comensal, y la única posibilidad de hablar como si él no
fuera mozo era efectivamente no serlo. Y, por supuesto, si él no fuera mozo,
no perdería el tiempo hablando con un infeliz como yo. De modo que él
sólo hecho de que yo intentara hablarle para algo más que para pedir mi
Paso de los toros, le resultaba ya un trabajo forzado, una carga extra.
–¿Cómo estás? –preguntó el rengo– ¿A qué te dedicás?
Lo miré sorprendido. ¿Se estaba burlando? ¿No había visto ni uno de
mis artículos, de mis notas, de mis libros? Parecía que no. Además de rengo, se había vuelto ciego. Falso rengo y falso ciego: como la zorra y el gato
de Pinocha. Pero no tenía cara de estar disfrutando con mi anonimato.
Más bien parecía haber pasado congelado los últimos dieciséis años.
Había estado allí, acodado en una mesa de La Ópera, durante los últimos dieciséis años, esperando que llegara el responsable político de su
grupo, esperando que regresaran los ochenta, esperando que alguien, de ser
posible una mujer, le alcanzara su poncho un día de frío.
–Me dedico a la publicidad –le dije.
–Ah, qué bien. ¿Qué avisos hiciste?
–Marcas menores. Esa bebida Raycola, la de las pelotas de plástico Bellboll, la de las carpas Agustina... Nadie se entera. Pero vendemos.
Yo mismo me sorprendí de la cantidad de marcas inventadas y de la
fluidez con que había expresado mi falso oficio. Tal vez debiera dedicarme
realmente a la publicidad: me habían dicho que se ganaba mucha plata, y
que no te importaba si los diarios hablaban o no de vos.
–Pero lo que acá importa sos vos, rengo –le dije– ¿En qué andás, qué
fue de tu vida?
–¿Te cuento? –me preguntó.
–Por supuesto –dije entusiasmado.
El rengo Miguel Ángel Frassini no se había casado, no tenía hijos, no
tenía trabajo. Vivía de las rentas de dos departamentos que le había dejado
como herencia su abuela. Por culpa de uno de esos dos departamentos, estaba peleados con sus padres. Sus padres trabajaban, tenían una farmacia;
y Miguel Ángel Frassini, (a) el rengo, se negaba a formar parte del negocio
familiar, y mucho más aún se negaba a entregar el departamento que la abuela le había legado expresamente, para convertir la pequeña farmacia en un
verdadero local que ocupara toda la esquina de Entre Ríos y Caseros, evitando así desaparecer en el vendaval de los tiempos que corrían. Ambos padres
Frassini estaban por cumplir 77 años, y el rengo tenía cuarenta y cuatro,
Marcelo Birmajer • Una experiencia teatral
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cuarenta y cinco. Nunca me había leído. Era hijo único y estaba tramitando
la ciudadanía europea, aprovechando su ascendencia italiana. Pero los padres, que le tenían que facilitar no sé qué papeles y firmas, se negaban por el
asunto del departamento, porque el rengo no trabajaba ni los ayudaba.
–¿Y la política? –me preguntó.
Antes de que yo pudiera responderle, se lanzó.
–Yo pasé por todas las alternativas de cambio nacionales y populares
que te puedas imaginar –me dijo cambiando el tono y la postura, con
seriedad e histrionismo–. De alguna manera, nunca abandoné el Partido
Intransigente, pero cuando ganó Menem, en el 89...
–Esperá un poco –le pedí– Te quiero escuchar con calma y tengo que
llamar a Esther.
–¿Esther? –me preguntó regresando a su naturalidad– ¿Esa Esther?
–Esa Esther –dije– Nos casamos.
–¡Mirá vos! –dijo casi alegre– Te casaste con Esther. Y, eran el uno para
el otro.
–Parece que sí –dije– Pero nos costó mucho convencemos.
–Llamala, llamala y volvé.
Me dirigí al teléfono público, persistente, eterno, al fondo a la derecha
del bar La Ópera, pegado a la salida del baño de hombres en el que un día
había visto la mano de un sujeto sostener el miembro de otro mientras
orinaba, ese mismo teléfono desde el que había llamado a tantos amigos y
mujeres, desesperado o eufórico, informativo o necesitado de información,
siempre recibiendo los vahos amoníacos, ese mismo teléfono desde el que
tantas veces había llamado a Esther y desde el que ahora la volvía a llamar,
siempre enamorado, siempre desconcertado, siempre sin saber bien qué
decide, y ahora casados y con dos hijos. Le expliqué el encuentro, se sorprendió, se rió, suspiró con nostalgia y desagrado, y acordamos una hora
para mi regreso al hogar. Debía ayudarla, al menos, a bañar a los chicos.
–Te decía –siguió y concluyó el rengo–. En cada movida política, siempre busqué lo mismo, lo mismo, que comencé a buscar en el 73 cuando
voté por primera vez al PI. Porque yo te llevo unos cuantos años. Pero vos,
políticamente, en qué andás.
No respondí con mi habitual parrafada contra la izquierda y contra mi
pasado político. El país se estaba deshaciendo en las manos de los políticos que lo gobernaban: todos económicamente liberales. Y yo continuaba,
como si nada sucediera, burlándome de la izquierda. Yo no creía que fuera
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la política económica liberal lo que estaba destruyendo al país, ni que la
izquierda conociera alguna alternativa para recuperado. Pero ya no era el
momento de burlarme de una izquierda inexistente. Sólo confiaba en el
paso del tiempo.
Le dije al rengo que no estaba en nada. Me resignaba a tratar de sobrevivir como se pudiera.
– ¿Y por qué no te casaste? –le pregunté, sin crueldad.
–No soporto el compromiso –respondió–. Fijate que ni siquiera llegué
a convivir con una mina...
Preferí no seguir inquiriendo. ¿Pero de qué podíamos hablar?
El destino se encargó de ofrecer el tema.
Por la puerta del bar La Ópera, por la puerta de la calle Corrientes,
entró el pasado. De todos los disfraces que el pasado utiliza para meterse
dentro de nuestros corazones, el de mujer es el más efectivo. El pasado
disfrazado de mujer ingresa sin vaivenes: es un caballo de Troya al que le
permitimos el engaño, porque nos parece más bello que nuestro corazón.
Ya ganaste la partida con tu majestuosa apariencia, caballo de Troya, ahora
entra en la fortaleza y disfruta de creer que me engañaste: soy yo quien te
engaña; te dejo entrar porque eres hermoso.
Entró Jimena por la puerta del bar La Ópera. Jimena. Jimena. Es increíble, es inverosímil, es lo que ocurrió. Tres horas y dieciséis años después,
concurrió a la cita.
–¿Qué hacen acá? –nos gritó– ¿Volvió la democracia?
Era el pasado disfrazado: ninguna mujer real podía permanecer tan hermosa después de tanto tiempo. Tenía los pechos elevados y bruñidos, apretados en un pullover de lana recién tejido, con punto ancho, sus pechos
hacían pensar que era recién tejido. Tenía los labios gruesos, marrones,
inexplicables. Tenía labios de fruta y veneno. Estaba hecha para mí desde
siempre y yo nunca la había tenido. Tenía la voz amable pero inasible,
y el pelo nuevo, un cabello brioso, desde el que se podía deducir cómo
serían, aunque en distinta textura, los pequeños puntos depilados que encontraríamos en sus axilas (a las que yo quería chupar en ese instante) y la
pelambre áspera del vientre, también recién cortada, y las nalgas lampiñas,
morenas también, desarmables y destructoras; todo eso podíamos saber
a partir de su cabello de amazona. La invitamos a sentarse y ya desde ese
momento noté la mirada del rengo. Una extraña mirada. El rengo miró a
Jimena como si fuera ella la renga. La miró como miramos a alguien con
Marcelo Birmajer • Una experiencia teatral
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problemas, cuando evitamos mencionar el problema. La miró, en suma,
como no nos gusta que nos miren si por algún motivo estamos lisiados.
El rengo, quizás por única vez en su vida, quizás porque la ocasión era
realmente única, extemporánea, fantástica, tuvo un momento de lucidez
que coincidió por completo con mi percepción:
–Domingo, bar La Opera, me encuentro con este... tenía que aparecer
Yolanda.
Injustamente, le respondí con una advertencia:
–Es verdad. Pero si le decís otra vez Yolanda, me voy. Eso sí que no lo
voy a soportar.
–Es que ya no me acuerdo como se llama... Yolanda.
Hice el gesto de levantarme para irme. Jimena se rió.
–Jimena, se llamaba –dije.
Y ella no aclaró: “Me llamo”. Era el pasado disfrazado, y no mentía. En
cambio, dijo:
–Hay que reconocer que nos encontrábamos a otras horas. Siempre de
noche.
–No sé –repliqué–. Yo más de una vez, por la tarde, me senté acá a ver
si caía alguien.
–A ver si caía Esther –precisó Jimena.
–Puede ser –acepté.
Jimena pidió un café cortado y yo una Paso de los toros. El mozo le
preguntó al rengo que quería, y dijo que nada. Llevaba cerca de tres horas
allí sentado, con sólo un café. Le hice un gesto ínfimo, pero perceptible, de
que se pidiera algo, yo pagaba. Se pidió un capuccino.
Jimena tampoco se había casado, lo supe antes de que lo dijera. Las
mujeres casadas, incluso las divorciadas, tienen en su belleza la marca de la
estabilidad, una marca que me gusta. Se les nota que en algún momento
bajaron a tierra, supieron algo, se convencieron de sí mismas, se supieron
humanas, y aún así continuaron atractivas, deparando ganas de fornicar, de
perpetuar la especie o crear especies nuevas, las especies sin descendencia,
sin corporalidad, que se generan en las fantasías del amor sexual. Yo sentía
debilidad por las mujeres maduras no en el sentido de la edad sino de la
experiencia: que hubieran atravesado, con éxito, la odisea de casarse y tener
hijos. Pero Jimena era hermosa en su vacío. En la cara se le notaba esa falta
de cohesión consecuencia de nunca haber afrontado los trámites del amor,
la cotidianeidad del amor, la pasión por los hijos, el sexo, para mí igual de
GUARAGUAO
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gozoso, entretejido con la costumbre. A mí me gustaba fornicar con mi
esposa más que con ninguna otra mujer en el mundo; y eso que me gustaba
fornicar con casi todas. Pero Jimena nunca había sido la esposa de nadie:
no había recibido un hombre cansado por las noches, no había tirado pañales a la basura, no había tenido que sobrevivir a la vida sin dormir por
el llanto de los niños, Y se le notaba en la cara: una mezcla de juventud y
vejez, por separado; que es lo opuesto de la madurez, donde se cohesionan
la juventud y el paso del tiempo. Soy muy exigente, pero puedo fornicar
con cualquiera que me diga que sí. ¿Qué me diría Jimena esta vez?
La escuchamos hablar de sus éxitos. Tenía un novio funcionario de cultura. No me sorprendió escuchar el nombre: todos los poetas malditos que
conocí en mi vida, los que despotricaban contra el mercado y me acusaban
de comercial, todos, acabaron cobrando su dinero del Estado, dinero extraído a los trabajadores y a los jubilados, todos: un cargo como funcionarios
del gobierno radical, o un premio municipal, o una beca de la Nación. Lo
que fuera. Todos los sabandijas que a lo largo de veinte años se llamaban a sí
mismo marginales, que me llamaban para que diera charlas gratis desde sus
puestos asalariados. Y ahora uno de ellos, además, se fornicaba a Jimena. El
mundo, por primera vez desde el fin de la segunda guerra mundial, se estaba
volviendo injusto. Jimena trabajaba como subgerenta en un supermercado,
puesto al que había ascendido luego de comenzar trabajando como asesora
de los gerentes de toda el área latinoamericana en “marketing y negociación”,
coordinando, desde la epistemología del teatro, talleres de oratoria, de “postura”, de “inflexión de voz”. Era cierto que en los noventa semejantes dislates
resultaban un oficio rentable, pero yo suponía que el órgano sexual de alguno de los responsables mayores de la cadena en la Argentina no había sido
del todo ajeno a la consecución del trabajo, y ahora del puesto, por parte de
Jimena. Sin embargo, lo que realmente importaba era que Jimena acababa
de conseguir su primer papel teatral destacado: protagonista femenina de El
caso Dora, obra que se había estrenado recientemente en un teatro escondido
en San Telmo. Y entonces, palmeándome la frente, recordé que había visto
los posters de una mujer muy atractiva, realmente despampanante, con una
teta al aire y cara de puta, anunciando el estreno. ¡Era Jimena! No la había
asociado con “mi” Jimena. Lo que pensé, cuando la vi en el poster, fue, sin
más: “¿Quién se la garcha, el productor o el director?”. Hablamos. Y el rengo continuaba mirándola con aquella mezcla de lástima y recato. El rengo
apenas le habló. Y cuando en un momento ella se levantó para ir al baño,
Marcelo Birmajer • Una experiencia teatral
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hizo algo increíble, se levantó él también, como si ella fuera una dama, una
princesa o una directora de colegio. O como quien ve pasar a un muerto y
se pone el sombrero contra el pecho. Por la destartalada manera en que se
puso de pie, supe que el apodo de “rengo” continuaba cuajándole. Cuando
vi desaparecer a Jimena en el baño, me animé a preguntarle al rengo:
–Che, ¿me parece a mí o vos la mirás raro? ¿Te pasa algo?
–Claro que me pasa algo –dijo– ¿Vos no sabes nada?
–No –dije– ¿Qué pasa?
–Después te cuento –intentó callarme el rengo.
Jimena recién había entrado al baño.
–Contame ahora.
–Ahora no –dijo el rengo con autoridad.
–¿Y cuándo me vas a contar? Si no nos vemos nunca...
–Pero esto ya lo debes saber.
–Te juro que no.
–Los judíos no juran –dijo el rengo con una sonrisa.
–Rengo, contame, por favor.
Mientras el rengo agitaba su cabeza en una negativa silenciosa, Jimena
salió del baño.
Ahora éramos dos mirándola raro: el rengo porque sabía algo, yo porque
no lo sabía. Tomó asiento en una silla distinta a la que había abandonado;
ahora quedó al lado mío. Acababa de bañarse y exhalaba esa mezcla de aromas agradables: a pelo todavía mojado, piel húmeda y perfumes que venían
en su sangre. Yo me había preocupado por no tener de qué hablar con el
rengo hasta que ella irrumpió como una respuesta, pero todas las respuestas
verdaderas confluyen en el mismo punto final: el silencio. No sabía qué decir
y lo que sabía no podía decirlo: “Quiero volver atrás el tiempo. Quiero tener
otra vez 19 años y esperarte y que llegues. Quiero saber cómo hubiera sido
mi vida de haber vos llegado ese día. Quiero acostarme con vos ahora y que
me diga que tengo 19 años y que acabás de llegar, que se te hizo un poco
tarde porque te bañaste, porque querías llegar recién bañada para mí”.
También tenía ganas de decirle que un encuentro entre el rengo Frassini, ella y yo en el bar La Ópera no podía ser sino un sueño y que, como en
mis sueños, ella debía aferrarse a una de las mesas individuales redondas,
sacarse la ropa y dejarme ver cómo eran sus pechos aplastados contra el
mantel de tela rojo. Pero la dejé hablar de El caso Dora y me permití discretos comentarios. El rengo aportó su defensa del teatro de autor contra
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las grandes super-producciones aunque, como yo, no tenía la menor idea de
quién era el autor de El caso Dora. Y continuaba observando extrañamente a
Jimena. Cuando ella terminó su cortado, el rengo se lo alejó de la mano, como
se hace con las tazas en las bandejas de los enfermos. Con un recato excesivo.
Mi mente fue invadida por imágenes sexuales con Jimena y la pequeña
parte de conciencia libre se ocupó en buscar pretextos para irme de aquel
bar en su compañía. En eso estaba cuando Jimena se puso de pie. Descubrí
que había hablado una buena cantidad de minutos durante los cuales yo
asentí sin escuchada. Pero le presté atención cuando dijo, parada: “Bueno,
chicos, me tengo que ir. Me espera Mario”.
–¿Quién es Mario? –pregunté.
–El productor de la obra.
Nos saludamos con un beso en la mejilla. El rengo Frassini se puso de pie
aparatosamente, la saludó con otro beso, con esa especie de abrazo leve que
parece un apretón de manos mal dado y una caricia en el hombro. Ella se fue.
–Bueno, rengo –dije, y noté en mi voz cierta tendencia a romperse en
mil pedazos; me repuse– Ahora, contame.
El rengo se clavó la mano en la cara.
–Bueno –dijo– Te cuento.
–Esperá –pedí– No empecés, que se me va a hacer tarde. Pago y me
contás mientras caminamos.
El rengo asintió. Esperé que pusiera la moneda de su primer café. Pero
me dejó pagar todo: lo de Jimena, lo suyo y lo mío. Le pagué a un mozo
que no conocía: con todo el pelo, ágiles movimientos de manos y gesto
despreocupado.
Salimos a la calle. Caminamos por Callao hacia Lavalle, y luego por
Lavalle hacia Ayacucho. Yo acababa de mudarme y todavía no conocía los
colectivos. Ya estaba harto de tomar taxis. Caminé con el rengo, quería
escuchado. Yo caminaba, él se desplazaba con ese bamboleo incoherente.
–La petisa sufrió mucho –dijo el rengo.
–¿Quién es la petisa? –pregunté.
–Yolanda.
–Se llama Jimena –dije exasperado– Y no es petisa.
–No me dejás que le diga Yolanda, no me dejás que le diga “petisa”.
¿Querés que te cuente o no querés que te cuente?
Parecía una película argentina protagonizada por Carlitos Balá. Yo hacía el papel serio: Palito Ortega.
Marcelo Birmajer • Una experiencia teatral
117
–Yo creo que todo fue culpa de Robens –dijo el rengo.
–¡Robens! –grité– ¿Qué fue de Robens?
–Lo último que supe fue que vivía en Paris, con una...
Me adelanté a completar la frase:
–Con una beca.
–Con una beca –repitió el rengo. Y agregó: –Eso es lo que yo quiero
cuando tenga la ciudadanía italiana.
–Robens le había dado la lata a la petisa con lo del teatro interactivo.
–Mirá, rengo –dije– No hay nada que me importe más en este momento que escucharte, de verdad. Pero me resulta físicamente imposible si le
decís “petisa”, o “Yolanda” o “negrita”...
–¡No le dije “negrita”!
–Ya sé. Pero se lo podés decir en cualquier momento. Te suplico que le
digas “Jimena” y tengamos paz.
–Jimena. Una vez le dije Jimena –dijo el rengo. Y la voz, y hasta el paso, le
cambiaron– “Robens trabajó con Jimena, en su estudio, en las clases de teatro,
distintas técnicas de teatro interactivo, como ese famoso asunto de los chocolates que había hecho en Polonia. Le pasaba material, ensayos, películas. El teatro
interactivo, dentro y fuera de la sala. En plazas, en cines, en bares...
“La peti... Jimena estaba entusiasmadísima. No veía la hora de salir al
ruedo. Ella quería practicar el teatro interactivo. ¿No podría llevarla Robens a
Polonia, a Francia, a Canadá? Ella, sus padres, pagarían el pasaje. Quería participar de uno de esos eventos, se desvivía por eso. Pero Robens, como todos
los gurúes de estas cosas, siempre le decía que todavía no estaba preparada”.
–Es verdad –interrumpí al rengo– Siempre que alguno de estos brujos
se arma el negocio con una chantada, lo primero que le dicen a los alumnos es que no están preparados: no estás preparado para hacer esculturas
con miga de pan, te falta oficio para recibir energía de la pirámide, todavía
sos un aprendiz del “canto en silencio”. Si, nunca nadie está preparado
salvo ellos. Pero perdoná, contame.
“Jimena, según Robens, no estaba preparada para un gran evento. No
estaba lista. Pero podía probar con algo chico. Un ensayo en vivo. Un
pequeño experimento. Una pequeña experiencia teatral. Lo que Robens le
propuso, ya lo había practicado él en Inglaterra, en Londres. Se trataba de
una pequeña experiencia teatral en un bar: desconcertar a un mozo. Los
mozos, decía Robens, no son concientes de su rol servil, de lo indigno que
es ocupar el lugar de servir eternamente a otros...”
GUARAGUAO
118
–¿Pero por qué iba Robens a La Ópera si pensaba así? –interrumpí
nuevamente, arrepentido pero incapaz de quedarme callado.
El rengo se encogió de hombros y su gesto fue mucho más inteligente
que mi pregunta. Siguió:
“Por medio de una experiencia teatral, podía señalársele al mozo que su
oficio era temporario, fugaz, y también absurdo. ¿Por qué tenía que servir a
otros? ¿No éramos acaso todos seres humanos? ¿O acaso los mozos eran de
una especie inferior? Todo eso podía ponerse en conceptos por medio de
una experiencia teatral que resaltara el absurdo de la relación entre mozo y
cliente. Igual que con lo de los chocolates, la actitud del “movilizador”, es
decir, del actor interactivo, no era contemporizadora ni compasiva, no era
la clásica lástima burguesa, que sería como dejar una propina, sino agresiva, provocadora, buscando una reacción. Luego de muchas conversaciones
y ensayos, concluyeron en que Jimena debía hacerle un pedido absurdo,
definitivamente absurdo, a un mozo en un bar. Por supuesto, Jimena eligió
La Ópera y al Morsa. Se sentía cómoda en ese bar, y le interesaba ver las
reacciones, ante el teatro interactivo, de un mozo conocido. Lo que Jimena
hizo, finalmente, fue pedirse un tostado de jamón, aceitunas y morrón”.
–Bueno –dije– Eso es raro, pero no absurdo.
–Pará, pará –me detuvo el rengo. Se paró alto como era, derecho como
nunca– No interrumpas. El Morsa le preguntó dos veces si efectivamente
quería un tostado así. Ella afirmó, repitió los ingredientes. El Morsa hizo
un gesto de “qué me importa” y gritó el pedido, como siempre.
–¿Vos estabas? –pregunté.
–Yo estaba; en otra mesa, pero estaba.
–¿Y Robens?
–No, Robens no. El Morsa regresó al rato con el tostado de jamón,
aceituna y morrón. Entonces Jimena puso el sandwich sobre el mantel, lo
abrió, le sacó las aceitunas, le sacó el morrón, los puso en el platito y le dio
el platito al Morsa. “Llévese esto, por favor”, le dijo.
“El Morsa se quedó con el platito en la mano. Mirándola. Jimena comenzó a comer lo que le había quedado de sandwich.
‘Usted se está burlando de mí’ dijo el Morsa.
‘¿Burlando?’ –dijo Jimena mordisqueando su tostado de jamón solo–
No. ¿Por qué?
‘Usted me pidió dos veces morrón y aceitunas, y ahora no lo come’.
‘Cualquier pedido es igual de absurdo’ –dijo Jimena triunfal.
Marcelo Birmajer • Una experiencia teatral
119
‘Usted se está burlando de mí’ –repitió el Morsa.
‘No me estoy burlando’ –dijo Jimena, pero ya no mordisqueó.
“La mirada del Morsa era asesina. Tenías que verlo. Los bigotes parecían
un arma mortal. La estaba taladrando con los ojos. Estaba más que furioso.
“’¿Por qué se burla de mí?’, siguió el Morsa, ‘¿si yo nunca la molesté?’
‘Si yo nunca le hice nada, ¿por qué se burla de mí?’
‘Es todo lo contrario de una burla’, dijo Jimena ya medio lacrimógena,
más culpable que asustada, ‘Es tratar de que...’
‘Yo nunca la jodí’, insistía el Morsa, ‘Ni siquiera le hablé. Siempre me mantuve en mis trece. Usted... usted... yo nunca me acerqué, siquiera. Hace dieciocho años que trabajo acá. Tengo esposa, hijo... nunca me metí con usted. ‘”
–Jimena miró para todos lados en busca de ayuda. La experiencia teatral se le había ido de las manos. Me encontró a mí, en las mesas del fondo,
cerca del baño. Me levanté y acudí en su ayuda. Estaba pálida y no hablaba. “Disculpe la”, le dije al Morsa, “Fue un error, ¿sabe? . Ella es actriz: Se
equivocó. No lo quiso molestar. Mil disculpas, por favor”. Jimena, pálida y
muda, se vino a mi mesa conmigo. La mirada asesina del Morsa no varió.
“Yo nunca la había jodido”, repitió. En la mesa, Jimena me suplicó que nos
fuéramos, y eso hicimos. Por Corrientes hacia el Obelisco, llorando, me
contó lo culpable que se sentía. Sobre todo sentía eso: culpa por haber molestado a un pobre hombre. “¿Te parece que se volvió loco?’’’, me preguntó
llorando. “No, no se puede volver loco por eso”, le respondí. Paró un taxi
con una mano y se fue a toda velocidad, desesperada, a contarle a Robens
lo que había pasado, a preguntarle qué había hecho mal...
–Pero qué es lo que esperaba ella –le pregunté al rengo como si él supiera– Quiero decir, ¿qué reacción esperaba por parte del Morsa? ¿Que
fuera un educador-educando de Paulo Freire y descubriera la pedagogía
del oprimido? ¿Que se pusiera a bailar y dijera que ser mozo era mejor bailando? ¿O que comenzara a tirar los platos por la ventana? Quiero decir, su
reacción fue bastante normal, bastante previsible, ¿no la había preparado
Robens para una reacción así? ¿Cómo siguen estos chistes? ¿O lo único que
le había enseñado Robens era lo de la aceituna y el morrón y nada más?
–La reacción no fue tan previsible –me paró el rengo– De hecho después de eso, Jimena nunca más pudo ser atendida por el Morsa, tenía que
buscar otras mesas, porque el Morsa la miraba con los ojos inyectados en
sangre, con un odio que no te puedo explicar, Y Jimena más que miedo,
sentía culpa. Estaba indignada con ella misma.
GUARAGUAO
120
–¿Y Robens?
–Robens no fue más a La Ópera. Y lo que le dijo fue que, efectivamente, ella no estaba preparada ni siquiera para esa pequeña experiencia teatral.
Todavía faltaba mucho más ensayo, ensayo y error. Pero Jimena decidió no
estudiar más con Robens.
–Menos mal –dije.
–No –dijo el rengo– Mucho mal. Mucho mal.
Estábamos hablando de algo que había ocurrido hacía dieciséis años, pero
yo lo sentía como si estuviera sucediendo mientras el rengo me lo narraba.
–El Morsa la violó –dijo imprevistamente el rengo– Soy uno de los
pocos que lo sabe. Robens no lo sabe. Ahora lo sabes vos. Una madrugada,
después de cerrar el bar, le dijo a Jimena que quería hablar con ella sobre
lo que había pasado. ¿Qué más podía querer ella que arreglar esa situación
horrible en la que había quedado entrampada? La metió en la parte de
atrás de una camioneta, le tapó la boca con la mano y la amenazó con una
navaja. Alguien manejaba, un cómplice. ¿Quizás otro mozo? Jimena nunca
lo supo. Lo último que le dijo el Morsa fue: “Yo nunca te había jodido.
Nunca te hubiese hecho nada si vos no me molestabas”. Le pegó una piña
terrible en la cara. Pero lo peor fue lo otro...
–Pará... –le pedí al rengo. Me detuve contra una parada de colectivo.
Me faltaba el aire– Pará.
El rengo me abrió los brazos. Lo abracé.
Nos separamos.
–¿Cómo pudo pasar una cosa así? –le pregunté.
Se encogió de hombros nuevamente.
–La destrozó. La dejó marcada.
–¿La embarazó? –pregunté espantado.
–No –dijo el rengo, y agregó inequívocamente: –Se lo hizo de otra
manera. Adrede con violencia: le tuvieron que dar varios puntos. La dejó
tirada en el descampado, con una hemorragia, desnuda. La habían llevado
a un descampado cerca de Parque Patricios...
–Cerca de la farmacia de tus viejos –dije con una precisión innecesaria.
El rengo asintió: –La atendieron en el Garraham. Y esa es la historia. Yo
soy uno de los pocos que lo sabe. Ahora lo sabes vos. No sé por qué, pensé
que quizás vos ya lo sabías, también.
Tomé aire.
Marcelo Birmajer • Una experiencia teatral
121
El rengo tomó aire a su vez, pero como una pausa:
–Te voy a decir una sola cosa más –dijo– Tan secreta como ésta. Yo
estuve una vez con Jimena, después de esto. Fui uno de los pocos a los que
se animó a contárselo...
Acentuó la palabra “estuve”.
–...una de las cosas que más me impresionó, fue que las primeras veces
me lo contaba como si fuera parte de la experiencia teatral. Como si después
de tanto silencio y odio reconcentrado, el Morsa por fin hubiera reaccionado
a su acto. Pero ella se volvió un poco loca. No le daba cabal significado a lo
que le había pasado: la habían violado. Creo que sólo varios años después
pudo llorar de verdad, sentir de verdad la tragedia. Los primeros meses, las
primeras veces que me lo contó, estaba como despegada de lo que le había
pasado. El Morsa estaba preso, ya no estaba en el bar, pero ella seguía contando todo como si fuera una relación entre dos personas, y no entre un
violador y su víctima. Casi nadie supo por qué el Morsa dejó de trabajar en
La Ópera. Tampoco era un gran misterio: casi todos sabíamos que odiaba su
oficio. Lo que te quiero decir es que yo me acosté una vez con Jimena.
Me detuve y palidecí. El rengo también se paró, derecho, al lado mío.
–Yo sé que a vos también te gustaba. Esos días en que me contó lo que le
había pasado, un día pudo llorar de verdad, no del todo convencida, no quedaba del todo claro, no decía que lloraba por eso, pero lloró con todo. Y yo la
consolé, en la pieza de servicio de la casa de mis viejos, y nos acostamos.
–¿En la pieza de servicio? –pregunté.
–Sí –dijo el rengo– ¿Por qué?
–No, por nada. ¿Y qué pasó, entonces, entre ustedes?
–Yo no pude hacerlo más que esa vez... Prefería... No podía –hizo un
silencio– Me daba impresión.
Un colectivo se detuvo junto a nosotros y miré en su cartel si me llevaba.
Creía que sí, pero no estaba seguro. Nadie nunca debería mudarse. El tiempo
no debería transcurrir. La vida debería ser como ese camarote de los hermanos
Marx en que las personas y las cosas podían entrar interminablemente: nunca
se saturaba, nunca implotaba. Yo había visto a Jimena hacía seis años, habíamos intercambiado apenas unas palabras, Esther me esperaba en una disquería. Jimena no se había casado, yo sí. En ese encuentro, del mismo modo que
en el encuentro con el cartel donde publicitaba su obra, no supe verla. Como
esas pinturas con dos motivos, uno aparente y el otro oculto, que inicialmente
no vemos, pero luego de percibirlo ya no podemos volver al momento en que
GUARAGUAO
122
no lo veíamos, así me parecía ver ahora el verdadero rostro de Jimena, detrás
de una cicatriz invisible, en el encuentro de hacía seis años, en el cartel y hacía unos minutos: rota, herida, imposibilitada, sin alguien que supiera cómo
curarla. Tal vez era simplemente mi dolor por no haber podido fornicar con
ella, y repetía el más viejo de los adagios conocidos para el fracaso en el amor:
las uvas están verdes. Dejé que el colectivo siguiera su curso.
–Yo creo que eso la cambió para siempre –dijo el rengo– No sé bien cómo,
pero nunca más fue la misma. No se casó ni tuvo hijos, una mina como ella.
–¿Quién sabe? –dije.
El rengo me dio la razón en silencio.
–¿Me podés prestar un peso? –me preguntó.
–¿Para qué?
–Para el colectivo.
–¿Y el que te sobró del café que te pagué yo?
–No, no tenía un centavo.
–¿Y con qué ibas a pagar el café?
–No pago. El mozo que nos atendió es muy gamba, me banca: me fía.
–¿El mozo?
–El mozo, me fía.
Le presté su peso y me abrazó nuevamente, otra vez destartalado.
–Hasta muy pronto –me dijo. Y retomó Callao.
“Hasta nunca”, pensé. Pero cada vez más “nunca” me parecía muy
pronto. Paré un taxi.
***
Publicado en Guaraguao no. 13, invierno 2001
Marcelo Birmajer (Buenos Aires, 1966), es escritor, periodista, guionista de cómics y humorista, ha
publicado las novelas El alma al diablo (1995, novela juvenil), No tan distinto, Tres mosqueteros (2001),
los libros de cuentos Fábulas salvajes (1996), El fuego más alto (1997), Ser humano y otras desgracias
(1997), Historias de hombres casados (2000), Nuevas historias de hombres casados (2001), Eso no (2003),
y Últimas historias de hombres casados (2005). Es autor de la obra de teatro Cuatro vientos y el saxo
mágico (1994) Y del guión Un día con Ángela, ganador del Concurso de Cortometraje del Instituto
Nacional de Cinematografía de Argentina en 1993. Es coautor del guión cinematográfico El abrazo
partido, ganador del premio al Guión Inédito en el Festival de Nuevo Cine Latinoamericano de La
Habana 2002 y del Oso de Plata en Berlín 2004, y seleccionado por la Academia de cine argentina para
representar al país en los Oscar; de los textos de la película Sol de noche. Ha sido colaborador y redactor
en más de cincuenta medios gráficos de habla hispana. Ha publicado artículos y cuentos en revistas
como Fierro, La Revista (del diario La Nación), Viva (del diario Clarín) o Página/30; y en los diarios
Clarín, Página/12, ABC, El País y El Mundo. Escribe semanalmente en la revista Ya, del diario chileno
El Mercurio. Es uno de los autores más consolidados y premiados en el ámbito de la literatura juvenil de
su país. Algunos de sus libros están traducidos al alemán, al italiano, al neerlandés y al portugués.
La aventura
Fernando Ampuero
La naturaleza nunca te defrauda.
Hockney
La gente alzó la mirada, optimista. Hacía una fresca y soleada mañana
y, a lo lejos, recortado entre las montañas que ascendían a la cordillera, un
cielo azul serrano consentía apenas un racimo de nubes blancas como copos de nieve. No se avistaba el menor indicio de lluvia. Sin embargo, nadie
ignoraba que, en tan apacible paisaje, anidaba el peligro. Serpenteando riscos y quebradas, el río Cañete discurría a cada momento más impetuoso y
sonoro, casi salmodiando. La brisa, a orillas de su cauce, agitaba los verdes
cañaverales, cuyos altos juncos de penachos pajizos flameaban como banderines. Pero sin duda era la misma gente, mirándose entre sí, el factor más
elocuente. Aquella gente protagonizaba la vistosa escena que promueven
las publicidades de turismo: un trajín de remos, cascos y chalecos salvavidas al interior de unos chatos y gordos botes de goma dispuestos a zarpar.
Dos eran los botes aguardando en la orilla. A bordo de uno, iban ocho
personas, hombres de mediana edad, que debían saber lo que hacían, pues
todos, sin excepción, reían de lo más confiados. Ese bote zarpó de inmediato. Alegres y vibrantes, las risas se alejaron velozmente río abajo hasta
perderse en el fragor de los rápidos.
El otro bote, en cambio, iba ligero: seis muchachos de ambos sexos,
cuatro varones y dos mujeres. Pero ellos se tomaban las cosas con calma. Si
bien charlaban animados, bromeando sobre los riesgos del paseo como lo
hicieran sus compañeros de ruta, permanecían anclados, atentos y cautos,
con el propósito de asegurarse de que no sucediese nada que pudieran
lamentar.
Motivos de preocupación sobraban. Nadie en ese bote sabía un ápice
de canotaje; nadie había tenido antes la experiencia de dejarse arrastrar y
zarandear por esa vorágine de aguas turbulentas donde el pánico y la excitación confundían sus alaridos. Veladamente los muchachos clamaban por
referencias: ¿A qué se parece esto? ¿Al vértigo ciego que encontramos en
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 124-133
Fernando Ampuero • La aventura
125
un parque de diversiones? En modo alguno, debía responder en todos el
instinto de conservación. Un juego mecánico, montado sobre rieles, lleva
a un puerto seguro; el canotaje, ajeno a ese determinismo, conduce a un
desenlace impredecible. Para decirlo de una vez, el canotaje se asemeja a la
vida: convierte a los pasajeros en tripulantes; pone remos en sus manos, los
libra a los rápidos de las corrientes, los conmina a navegar sincronizada e
incesantemente a fin de sortear los escollos del camino (pleno de hondas
caídas y enormes piedras traicioneras); los obliga, en suma, a tomar prestas
decisiones que definan el buen éxito de su destino.
Por eso mismo los muchachos del bote inmóvil en la orilla no se apresuraban. Mantenían un sosiego lleno de inquietudes. Miraban de soslayo
al instructor y se preguntaban, vacilantes: ¿Será este patita el más capo en
su oficio?
Ellos, durante la noche pasada, indagando aquí y allá, habían dedicado
mucho tiempo y paciencia a su elección: querían al más diestro, al mejor
instructor de Lunahuaná. Acudieron a bares, a tiendas de comestibles, a
recepciones de hoteles y, sobre todo, a corrillos de instructores. Uno de los
muchachos, haciéndose pasar por periodista, alegó que requería de tal información para escribir un reportaje. La encuesta arrojó dos nombres que
se repetían: Policarpio y Jonathan. El último aventajaba a su rival por tres
menciones. Se decidieron por él y, buscándolo en su casa, lo contrataron
para la mañana del día siguiente.
Era un cholo fornido, simpático, de boca grande y pómulos prominentes, cuyo rostro se iluminaba con festivas sonrisas.
Y ahora, parado en la popa, lo tenían ante ellos, oyendo sus instrucciones.
–Aseguren los broches de sus cascos –decía en ese momento–. Aseguren
igualmente sus chalecos. Y, atención, pase lo que pase, nunca suelten su
remo.
Los muchachos se veían a sí mismos perfectamente uniformados: chalecos rojos, cascos azules de ribetes amarillos, remos que repetían los colores
del casco. Por debajo, además, todos vestían ropas similares: polo, shorts y
zapatillas sin medias, en previsión del agua que solía meterse al bote.
¿Será realmente el mejor? ¿Será un instructor de veras responsable?
El río roncaba a unos palmos, oliendo a barro. Jonathan metió una
mano al agua y sonrió.
–Está fría –dijo, jovial–. Así que, por favor, traten de no caerse.
GUARAGUAO
126
¿Caerse? ¿Fue necesario decir eso? ¡Claro que sí! ¡A eso se deben precisamente las caras de pavor que todos tenemos!
–¡Guarda tus bromas, hermanito! –dijo alguien, haciendo mofa de su
angustia.
–Tranquilos, tranquilos, no se me ataranten –repuso el instructor–. Nadie va a caerse si tiene bien enganchado el pie en el seguro.
–¿Cuál seguro? –preguntó precipitadamente una de las chicas.
Se llamaba Karina. Trigueña y de bonitas piernas, ocupaba la tercera fila
de remeros, emparejando con un chico flaco, nariz aguileña y anteojos de
miope; en segunda fila, se atornillaba la otra chica, la rubiecita del grupo,
junto a un chico de zapatillas rojas, y, finalmente, en proa, primera fila y
dando el pecho a las previsibles aguas encrespadas, se sentaban los remeros
de choque: un robusto pelirrojo con nariz de boxeador y un muchachón
apuesto y musculoso de manos enormes. Ese orden se fijó al momento de
subir a bordo. Echando un vistazo al grupo, a fin de evaluar el peso y el
temperamento de su tripulación, Jonathan había designado a cada cual el
lugar que le correspondía.
–¿Hay un seguro? –se interesó el pelirrojo–. ¿Dónde está?
–A sus pies –señalando con un dedo que avanzaba, el instructor mostró
las sogas que atravesaban horizontalmente el suelo del bote. Había una
frente a cada canelón, los asientos de goma de las filas, a cosa de diez centímetros–. El seguro es esa soga tensa que tienen ahí. Metan sólo un pie por
debajo. Los sujetará en su sitio si el bote pega un gran salto.
–¿Y por qué no meter los dos?– se afanó la chica trigueña.
–No es buena idea. Si el bote se voltea, pueden quedarse atracados. Es
más fácil salir a la superficie teniendo un pie libre.
El bullicio cesó en seco. La situación figurada por el instructor se tradujo en vívidas imágenes: bote volcado, cuerpos sumergidos que golpean
contra las rocas, hileras de burbujas emergiendo, ojos desmesuradamente
abiertos y carrillos inflados, pataleos desesperados por la imposibilidad de
salir a flote y respirar.
–¿Cómo es eso de si el bote se voltea? ¿Está tan bravo el río?
–No está tan bravo, aunque está bravo –sonrió el instructor–. Grado
cuatro, por la crecida de febrero. Pero eso es lo que estaban buscando,
¿no?
Nos tocó un sádico que se divierte, pensó el flaco de las gafas.
–Un momento –se puso serio el chico de las zapatillas rojas, quien, para
Fernando Ampuero • La aventura
127
ser precisos, era más bien un chico technicolor. Fuera de los colorinches
obligatorios, el casco y el chaleco, rebosaba de colores naturales y artificiales: piel capulí, ojos verde agua, pelo pintado de lila eléctrico. Se llamaba Miguel y lo apodaban “Promedio”, pues siempre estaba calculando el
promedio de las notas de sus exámenes -. No te hemos buscado por eso.
Nosotros te dijimos desde el principio que es nuestra primera vez y que
queremos tener las máximas seguridades.
–Tienen todas las seguridades, pero no las máximas –enfrió su sonrisa
el instructor–. La máxima seguridad sería tomarnos una foto aquí, en la
orilla, y volver a tierra.
Justamente en ese momento, incorporado de su asiento, el muchachón
apuesto hacía fotos de sus compañeros.
–Así se murió la chica del Villa María - dijo Karina, la trigueña.
–¿Qué chica? –preguntó el pelirrojo.
–La chica que murió en su viaje de promoción.
–Lo recuerdo bien –comentó el flaco de los anteojos–. Fue una tragedia.
“Promedio” esbozó un gesto sombrío:
–¿Ah, sí? ¿Y qué le pasó exactamente?
–Una volcadura –explicó Karina–. El bote se atolló entre las rocas y la
chica quedó atrapada bajo el agua. Los periódicos dijeron que se ahogó
porque el instructor no llevaba un cuchillo para cortar el bote y desinflarlo
un poco, sacándolo del atollo.
–¿Ocurrió aquí?
–No. En Cusco, en el Vilcanota, el año pasado.
–¿Tú tienes cuchillo? –susurró la rubiecita.
Dándose una palmada en la cintura, el instructor replicó:
–Aquí está –dijo. Todos, aliviados, observaron la brillante empuñadura
de un cuchillo en su funda de cuero–. Y aquí también tengo mi cuerda de
seguridad –agregó levantándose el chaleco y mostrando su cintura engrosada por las sucesivas vueltas de una cuerda de nylon. Una pequeña boya
pendía del extremo de la cuerda.
–Tengo diez metros de cuerda –dijo–. Es por si alguien se cae al agua.
Era la segunda vez que hablaba de eso y, en esa oportunidad, lo había
hecho mientras el muchachón apuesto disparaba fotos. La última foto,
de hecho, captó la seriedad de sus amigos paralizados un segundo por las
minuciosas previsiones del instructor.
Acto seguido, no bien muchos tragaron saliva, se reanudó el bullicio.
GUARAGUAO
128
–¡Qué rico! –fanfarroneó el pelirrojo–. ¡Pero qué diablos hago si me
caigo!
–¡Nadas como loco pues imbécil! –le espetó Karina, súbitamente envalentonada.
–Tendrían que nadar, por supuesto –corroboró Jonathan–. Buscar la
orilla más cercana, especialmente en los remansos. Pero si están en un rápido, aténganse a una regla: agárrense de su remo como si éste fuera una baranda que tienen delante del pecho, mientras tiran los pies hacia adelante.
Pies sueltos, no rígidos. Así se podrán defender de las piedras.
Las risas del pelirrojo y el flaco de los anteojos se hicieron más ásperas
y vocingleras.
Flamantes universitarios, los muchachos procedían de barrios acomodados de Lima. Cursaban el primer año de Estudios Generales, donde se
habían conocido, y ése era su primer paseo juntos. Cariñosa, proclive a
los mohines infantiles, la rubiecita lucía muy enamorada del muchachón
apuesto a quien besuqueaba cuando éste daba un descanso a la fotografía.
A ratos, tomándolo por la cintura, lo estrechaba apasionadamente entre
sus brazos. En cuanto al resto, debían ser simples amigos: sanos y avispados, e inevitablemente laberintosos, excepto en ese momento en que el
instructor, levantando su remo, demandaba la atención de unos y otros:
–¡A ver, óiganme bien! El remo se empuña firmemente por el mango y
se lo agarra con la otra mano a la mitad de la vara –e hizo enseguida una
demostración práctica sobre la manera de coger el remo–. ¿Lo tienen claro?
Háganlo ustedes mismos, por favor.
Todos cogieron sus remos exactamente como el instructor lo había
hecho.
–Y ahora pasemos a lo importante –enfatizó–. Me refiero a lo que deben hacer para salir ilesos de aquí. Primero, es básico la colaboración general; la falla de uno afecta a todos. Con lo que estoy diciéndoles que todos
los remeros son necesarios, ¿me entienden?… Segundo, no vale cansarse –e
insistió en tono intimidatorio–. Repito: no vale cansarse.
–¡Ya estoy cansada! –se disforzó Karina.
El muchachón apuesto sonrió:
–Son los nervios –dijo–. Ahorita se te pasa.
–¿Y cuanto durará esto? –interrogó “Promedio”.
–Una media hora –Jonathan olfateó el aire por un instante–. Haremos
la ruta corta.
Fernando Ampuero • La aventura
129
El aroma a barro iba y venía con un viento que mugía levemente.
–¿Significa algo ese olor a barro? - terció el flaco de los anteojos.
Jonathan adivinó lo que su interlocutor pensaba.
–Nada grave –dijo impasible–. No se viene un huayco, si eso temes.
Huele así porque el río trae fuerza, pero las aguas vienen limpias, mírenlas.
Aguas cristalinas.
–¡Oe! –se burló el muchachón–, ya te alucinas con medio cerro encima.
–Así es –sacudió la cabeza el flaco de los anteojos–. ¿Y sabes por qué?
Porque tengo imaginación y sentido común, cosas que tú desconoces por
completo.
Haciendo un puchero, la rubiecita exclamó:
–¡Qué te pasa, huevón! ¡No te piques!
–Me pico con toda razón. He preguntado lo que pregunté porque estamos en temporada de huaycos y sencillamente debemos barajar esa posibilidad, ¿no crees?
Al instructor esa suerte de discusiones lo aburrían. Alguna gente, a su
juicio, vivía una absurda contradicción. Quería darle más emoción a su
vida, pero le costaba aceptar los riesgos. Los únicos sujetos coherentes,
paradójicamente, eran los atrevidos: los temerarios y los deportistas. Tomando las debidas precauciones, estos especímenes, guiados por un misterioso movimiento del alma, se lanzaban sin mayores recelos a enfrentar los
desafíos que se presentaran.
Pero aquí, pensó, sólo dos pertenecen a dicho linaje. El muchachón
apuesto, bolo fijo, y probablemente el pelirrojo.
Jonathan intuía que, aunque muñequeado, el pelirrojo debía ser de los
que se crecían ante la adversidad y por eso mismo lo ubicó en proa al lado
del muchachón apuesto.
–Ya es hora de partir –interrumpió la trifulca. Instalado en la popa,
sostenía su remo fuera de borda a manera de timón–. ¿Estamos listos?
Los muchachos callaron y lo miraron fijamente.
¿Quién está listo? ¿No es mejor que aclaremos algunas cosas?
–Momentito –dijo “Promedio”. Con una mano se sacó el casco y con la
otra, entreabriendo los dedos, alisó las enhiestas puntas de su corto cabello
lila bañado en gel–. Todavía no nos has dicho lo que tenemos que hacer.
Jonathan intentaba eso desde hacía un buen rato, pero el grupo se lo
impedía.
–Ahora se los digo –dijo sin inmutarse–. En primer lugar, la única voz
GUARAGUAO
130
que deben escuchar es la mía. –El silencio unánime de los muchachos fue
suficiente aprobación–. Bueno –continuó–, entonces abran bien sus oídos:
cuando yo diga ¡adelante!, todos reman hacia adelante; cuando yo diga
¡atrás!, todos reman hacia atrás; cuando diga ¡izquierda-atrás!, obedecen
sólo los remeros de la izquierda, pero los de la derecha siguen remando
hacia adelante. Si digo ¡derecha-atrás!, se hace lo contrario: reman hacia
atrás los de la derecha, pero los de la izquierda continúan hacia adelante.
Finalmente, si les digo ¡alto!, nadie rema. ¿Está claro?
Hubo reacciones diversas: asentimientos de cabezas, meneos negativos,
chiflidos e incluso la nota chirriante, todo un arrebato teatral:
–¡No, no! –estalló en gimoteos la rubiecita–. ¡Estoy confundida!
Con infinita paciencia, Jonathan extendió una mano para calmarla. Las
instrucciones se las sabía de memoria, así que, dirigiéndose a ella, las repitió más despacio, sin cambiar una palabra, y, al cabo, despejando aquellas
dudas individuales, infundió más confianza al resto.
–Haremos un ensayo.... –propuso entonces y remó en el aire, azuzándolos.
Automáticamente todo el mundo se largó a remar. Y surgió un pequeño caos, un embrollo sin orden ni concierto: unos avanzaban, otros retrocedían. Pero el que menos ya había entrado en situación, lo que alentó a
Jonathan a dar el siguiente paso:
–¡Y ahora sigan mis órdenes! –gritó–. ¡Adelante! ¡Todos adelante!
Los muchachos remaron hacia adelante.
–¡Atrás!
Los remos batieron el aire en sentido inverso.
–¡Derecha-atrás!
Como curtidos galeotes, los derechos remaron parejamente hacia atrás,
pero uno de los izquierdos, la rubiecita, acató mal la orden. No obstante, al
ver lo que hacían sus compañeros de flanco, corrigió el rumbo.
–¡Izquierda atrás!
Esta vez sí todos procedieron coordinadamente.
–¡Alto!
La tripulación en pleno colocó los remos sobre sus regazos.
–Es fácil, ¿ven?
Los muchachos aceptaron que en teoría el instructor estaba en lo cierto,
pero que otra cosa sería hacer aquello cuando estuvieran dando tumbos
sobre el caudaloso río.
Fernando Ampuero • La aventura
131
En efecto, fue otra cosa, aunque sólo en un punto que nadie había
sospechado.
Tras mirar al río a uno y otro lado, Jonathan soltó amarras y el bote
despegó de la orilla y un instante después se deslizó con suavidad sobre las
rizadas aguas del remanso.
Bajo esos pacíficos rizos, luminosos y susurrantes, corría un invisible
torrente. El bote se estremeció al ser succionado por un repentino y ondulante tobogán.
–¡Atrás, atrás!... –demandó enérgicamente el instructor–. ¡Adelante,
adelante! - Sus órdenes, cambiantes, se sucedían muy deprisa -.¡Atrás de
nuevo, atrás!
O bien, perdiendo la serenidad, desgañitábase obsesivamente:
–¡Derecha-atrás! ¡Derecha-atrás! ¡Derecha atrás! ¡Con más fuerza: derecha-atrás!... ¡No se detengan!... –para luego, en un alivio instantáneo,
rematar en tono monocorde– ¡Adelante! ¡Todos adelante!
La tensa voz de mando se acoplaba al acelerado ritmo de los corazones.
La intrépida acción de repechar una fuerza tan poderosa uniformaba los
gestos.
Llevaban apenas un minuto de travesía y faltaban más de treinta. La
alegría se extinguió. También los pensamientos. Nadie pensaba: no había
tiempo para eso. Mente y cuerpo, de pronto una conjunción indivisible,
se concentraban en cada remada. O quizá convenga decirlo de otra forma:
todos pensaban a través de sus reflejos musculares exhaustivamente afinados. Por lo cual pensar y actuar venía a ser lo mismo, pues apuntaban a una
misma idea: la supervivencia.
–¡Carajo, qué piedra más grande! –se aterró el pelirrojo.
El bote zumbaba con rumbo de colisión.
–¡Izquierda atrás! –tronó el instructor–. ¡Izquierda-atraaas!
–¡Puta madre! –chilló el flaco de los anteojos remando a todo vapor.
Todos remaban enloquecidamente, todos gritaban y remaban sin
parar.
Y entonces la piedra desapareció. Quedó atrás. Habían logrado desviar
la proa a tiempo haciendo que el flanco del bote golpeara contra la roca,
propulsando su salida. La rubiecita quiso volverse a mirar el superado escollo. No pudo hacerlo, pues en el salto de salida avistaron otro problema
esta vez ineludible: una caída de rápido.
–¡Agárrense fuerte! –gritó el instructor.
GUARAGUAO
132
Unos se aferraron a sus asientos y otros prácticamente se sentaron en el
suelo del bote.
–¡Ayyyyyyy! –aulló un coro de voces.
Cayeron a un hueco y salieron al instante.
La respuesta del río a tanta alharaca fue una encabritada ola que bañó
la proa. El chapuzón empapó de pies a cabeza al pelirrojo y al muchachón
apuesto.
–¡Adelante, todos adelante! –Jonathan asimiló sin pestañear el embate
de la ola, pendiente del siguiente escollo–. ¡Adelante!
El siguiente escollo, en todo caso, no parecía tal: no lo juzgó una amenaza. Lo observó de reojo, sin aprensión. Era un gran tronco, grueso y
pesado, firme desde hacía meses entre dos rocas. No era un problema eludirlo. El cauce del río, en cosa de diez segundos, haría pasar el bote a tres
metros del tronco. Pero de improviso todo cambió.
Un crujido estrepitoso se alzó por encima del fragor del rápido. El tronco, desprendido de las rocas, bufando, se les cruzó súbitamente por delante. Jonathan sintió un ardor en la garganta. Ese ardor era el tremolar de un
grito abortado que transportaba una orden inútil.
Fue imposible evitar el impacto. La proa embistió frontal y violentamente el tronco, y el bote, doblado ante el obstáculo, se levantó por detrás
hasta casi alcanzar una posición vertical. La tripulación se aferró a los canelones y a las sogas del suelo, pero el instructor, remo en mano y obstinado
aún en timonear el bote, salió volando por los aires hacia delante como
impulsado por una catapulta. La flexibilidad de la goma jugó esta vez en
su contra.
Lo que sucedió luego es sencillo de precisar. Sencillo, en virtud de la
extraña sencillez que asume todo aquello que, cuando nos sucede, no tenemos más remedio que aceptar.
El tronco rodó río abajo y el bote, dando tumbos pero ya estabilizado y con la tripulación completa a excepción del instructor, siguió el
mismo curso. Habían perdido dos remos, pero en ese trance daba igual:
nadie remaba. Los muchachos permanecían demudados, prendidos de
los canelones, mirando boquiabiertos a su alrededor. Jonathan debía ser
aquella mancha amarilla y azul hacia la izquierda, de la cual se alejaban
vertiginosamente.
El instructor, a su vez, los miraba a ellos. Chorreante, con la respiración agitada. Había caído al agua y, salvado de milagro, considerando su
Fernando Ampuero • La aventura
133
espectacular zambullida, logró encaramarse en una roca. Y los miraba, impotente. Sabía que los muchachos tendrían que enfrentar solos los nuevos
rápidos, el primero de los cuales ya dejaba oír su atemorizante fragor.
Bruscamente los muchachos reaccionaron, como si hubieran oído su
pensamiento. El instructor percibió una agitación, oyó gritos, vio el bote
remontando turbulencias, creyó ver algunos remos que se hundían otra
vez en las aguas y se imaginó una voz (¿o quizá realmente oyó con claridad
una voz que destacaba entre hilachas de voces que adelgazaban?), una voz
femenina, la voz de Karina, la trigueña (¿sería ella?), una voz firme, una voz
que ya estaba dando perentoriamente las órdenes.
***
Publicado en Guaraguao no. 14, verano 2002
Fernando Ampuero (Lima, 1949), estudió en el Club de Teatro y en la Universidad Católica de
Lima. Empezó su carrera literaria en la década de los setenta con la publicación del volumen de cuentos
Paren el mundo que acá me bajo (1972). Vivió en las islas Galápagos y en la selva boliviana y brasileña.
En 1975 obtuvo una beca de literatura en Budapest, donde escribió la novela Miraflores melody (1979),
y a su regreso a Perú, se volcó en el periodismo, tanto en prensa como en televisión. Gato encerrado (1987) recoge una selección de sus crónicas y reportajes. Entre sus obras destacan Malos modales
(1994), Bicho raro (1996), Cuentos escogidos (1998) y El enano, historia de una enemistad (2001), novela
que aún permanece en las listas de venta de su país, donde superó los cuarenta mil ejemplares en pocas
semanas. También publicó las novelas Caramelo verde (2002) y Puta linda (2007). En la actualidad es
Editor General de la cadena televisiva de noticias Canal N.
Merzapoyera
Élmer Mendoza
No hay plazo que no se cumpla ni fecha que no se llegue.
Arregló el suspensor, besó la medalla de la virgen de Guadalupe y se
encomendó fervorosamente.
No quiso evitar ver a Abebe Bikila negro apagado por la flama de los
colores de su país. Vedo lo remitía a un ambiente de palmeras al amanecer.
Sin embargo, su estampa de hombre subde y desnutrido era lo de menos;
bajo el amarillo de su camiseta permanecía lo importante, lo que ponía los
pelos de punta, esa maravilla que lo sostenía en el trayecto terrible de todas
sus carreras; más que los miles de kilómetros de entrenamiento, las cuarenta palpitaciones por minuto de su corazón o el mítico deseo de triunfo,
más que al amor a su mujer, a la bandera o al presidente, ahí estaba el
amuleto que le había regalado el brujo de su tribu un día que suspendió un
entrenamiento para, sin reconocerlo, ayudarlo a cruzar un río caudaloso.
El viejo, seguramente transformado en anciano, se lo obsequió en señal
de agradecimiento, diciéndole que cada vez que requiriera de su influjo,
simplemente lo tocara (eso había declarado a la prensa al llegar a la villa
olímpica) y ahora lo estaba tocando.
Bikila pasó sus dedos delgados por aquel triángulo oscuro y cerró los
ojos en espera de la señal.
Se hallaban en la línea de salida de los diez mil metros planos. Bikila
era el favorito y así lo constataban los periódicos de todo el mundo; él,
Juan Antonio Chávez, era considerado un nombre más de los dieciséis que
tomarían la salida. Y cómo no, si se decía que el africano estaba corriendo
la distancia abajo de los 26 minutos.
Pero como todos tenía su corazoncito, sabía que en ese instante la TV
estaría acercando de cuando en cuando su imagen a la patria. Infinidad de
camarógrafos pululaban a la orilla de la pista. Había logrado colarse a la
final sin esfuerzo y presentía ciertas posibilidades.
Eran muchos años de preparación.
Sólo le preocupaba Abebe y su famoso amuleto; total, él se encargaría de Abebe y la Guadalupana del amuleto. Luego hablarían de cueros y
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 135-139
GUARAGUAO
136
correas. Por lo pronto debía manejarse perfectamente. De seguro estarían
platicando de él en el continente el país su estado su ciudad su colonia su
barrio su calle su casa. Sus padres y hermanos. Los amigos y los parientes.
Indudablemente pegados a la pantalla asombrados rezando pidiendo implorando, esperando también el disparo de salida. Encendiendo la veladora
a la virgen cada vez que alguien abría la puerta.
México tenía derecho a una medalla de oro. A que el himno de
Jaime Nunó se alzara en aquellos muros húmedos. Y ahí estaba él con
la boca ligeramente seca y unas tremendas ganas de ir al baño. Caballero tigre águila serpiente. Por sus venas corría un tiempo horrendo
de abstinencias que al fin vería materializado. Sus piernas conocían de
sobra los cerros la carretera a La Palma y la pista del tecnológico de Culiacán. Tampoco desconocía los estadios del cdom y ciudad universitaria en ciudad de México donde había vencido a los amarrados. Otros
tiempos. Ahora, observaba a Bikila que tocaba de nuevo su amuleto
delicadamente como si se tratara de una flor, y acariciaba sus piernas de
ébano mientras los jueces disponían la salida.
Se persignó. Todo el Tepeyac apareció en su rostro y escuchó al juez
que hacía indicaciones con la pistola en la diestra en un idioma que
parecía pelotazos.
El disparo.
Abebe toma rápidamente la punta seguido por el checo Hradec, Mora,
de Colombia, de Kenya, Biwott; el también etíope Kuro, el norteamericano Scott y el mexicano Chávez. Primera vuelta de las 25 que suman los
diez mil.
Bikila descalzo paso largo sosegado brisa canto de sirena color de
fruta parece que no toca el tartán. El resto sigue el esfuerzo y los que van
a perder se diseminan y los que lucharán por las medallas acompañan a
Bikila precautoriamente. Chávez atento. Su respiración de pato salvaje
es una nave espacial. Su plan de carrera consiste en mantenerse en el
pelotón sin alejarse demasiado y sin que lo traicione su temperamento
latino. En la de san Silvestre empleó una estrategia similar y aunque no
ganó, el resultado fue extraordinario; además, supo que posee una enorme capacidad de recuperación, y que su fuerte es el cierre y ahí estaba
en pos del etíope que ahora brillaba incesantemente bajo el sol europeo,
y con quien, debido a una gripe, no pudo enfrentarse en el campeonato
de Helsinki. En Nueva York no estuvo Bikila. Chávez, pequeño fuerte sin
Élmer Mendoza • Merzapoyera
137
afeitarse oriundo de la Colpop barrio 33, miembro distinguido del club
Venados colapinta, a la caza mayor, perdido entre el norteamericano y Hradec. Mora se apodera del segundo lugar. Kuro al tercero, Biwott al cuarto.
Hombres que se hacen fuego
nobleza
Vuelta siete. Pelotón inicia desmembramiento. Bikila se despega.
Chávez lo observa sin amargura; conoce de sobra la fuerza del etíope
y su estilo despiadado de correr; no evita pensar en el amuleto y palpa
la Guadalupana a través de su camiseta blanca. Las posiciones no han
variado. El público parece ignorar a los atletas. De vez en cuando se
oyen aplausos pero vienen de la zona de lanzamientos. Alguien debe
estar rompiendo récords.
Chávez al séptimo lugar. Un japonés ha surgido de algún sitio. Inesperado colapso. Chávez sabe que son muy atrevidos, que no les importa quemarse con tal de intentar lo imposible. Toca la Guadalupana
y aprieta un poco. En la vuelta trece se encuentra en tercero, atrás de
Bikila y Mora; claro, malévolamente presionado por Biwott y Hradec.
Es posible construir puentes con su respiración
el estadio es un corazón gigante
hecho de papel y tabaco.
Bikila se escapa en la vuelta 15. De inmediato supera con diez metros a Mora y Chávez vuelve al sexto. Matsumoto baja estrepitosamente
de ritmo.
Bikila da la impresión de estar en la segunda vuelta; al menos eso
le parece a Chávez que a partir de la dieciocho, de acuerdo a su plan,
deberá iniciar el acoso del líder. Cuando la Memorial de Boston, él se
encontraba en lo más intrincado de Bolivia entrenando. Igual pasó en
la de Budapest.
La tibieza del momento es un tren
los nombres no existen
Chávez desdobla las curvas y pasa de inmediato al quinto lugar; pero
Hradec, que seguramente tiene su plan, no le permite demasiadas libertades e inician un escarceo donde Biwott es sorprendido y desplazado al
quinto.
Chávez pasión esfuerzo herida hidalgo morelos juárez villa madero
zapata vásquez gámiz no condesciende y finalmente en la vuelta 21 está
ubicado en el tercer lugar oliendo a bronce, pisándole los talones al colom-
GUARAGUAO
138
biano y a veinte escasos metros de Abebe Biki1a cuerpove1a remo aeroplano conquista del espacio indicando pautas ca1madamente, aparentemente
escuchando el canto prodigioso de los pájaros de su país besando la luna.
Vuelta 23.
Chávez 10 intuye; Mora, el vencedor de san Silvestre, está en el límite
del esfuerzo y Hradec únicamente desea cumplir. El agotamiento es un
nudo. Sólo Bikila, ese negrito con paso de fantasma, a quien tuvieron que
enseñar los números para que supiera cuándo debía parar, le preocupa.
Tiempo de acción
de caída de manzanas.
Faltan dos vueltas y el público al fin ha fijado su atención en la pista.
Gritos aislados de México México México y Chávez inyectado drogado
patriotero va por él. Mora pasa a tercero y quince metros. Doce, 10, sus
pies lentos como galaxia, 8. Faltan 600 metros para la meta.
Una almohada vuela
un pájaro trasnocha.
Chávez angina de pecho poliomielitis sarampión difteria tétano varicela y mexicomexicoméxico y duro duro duro. 6 metros atrás. Víbora de
casca. Virgen de Guada. Biki1a advierte y león amenazado llanura lluvia
watatanga. 3m. Disparo. Chávez Bikila doble contra sencillo méxico
etiopía américa áfrica meta a trescientos metros recta pegados juntos
unidos Bikila alas Chávez alas los sordos los mudos los minusvá1idos
última curva Chávez se repliega tras los talones de Bikila y con él casi un
país mexicoméxico méxico el público de pie la co1pop de pie bebés maravillosos echando dientes última recta escasos 80 metros Chávez caballo
de Troya Pípila al parejo Bikila Chávez chavita chavín si pudieran esos
hombres abrazarse en este instante sumarse unomasuno dos hombres
dos esfuerzos dos historias una medalla 40 metros y el empate persiste
los espectadores sin aliento los fotógrafos los jueces los periodistas jesús
mío jesucristo 20 metros mexicomexicoméxico spring la caída de las
hojas la calle el locutor diez metros diez la ley de gravedad y sus constantes la relatividad y sus variables Bikila ojos tejido punto de cruz deslave
lleva su mano blanca ardiente despampanante al amuleto de 800 kilos 5
metros al amuleto y Chávez 2 metros el listón al alcance ve siente cómo
Bikila sale disparado dejándolo sembrado, en ,
el
,
ter
,
Élmer Mendoza • Merzapoyera
139
Todo se acaba
la noche es noche por oscura.
Mientras le aplicaban oxígeno, escuchó la
ovación que recibía Bikila cuando efectuaba la vuelta olímpica.
***
Publicado en Guaraguao no. 16, verano 2003
Élmer Mendoza (Culiacán, México, 1949), además de dramaturgo es también autor de las novelas,
Un asesino solitario (1999), El amante de Janis Joplin (2002), Efecto tequila (2004), Cóbraselo caro
(2005) ; autor también de cuentos: Mucho que reconocer (1978), Trancapalanca (1989), El amor es un
perro sin dueño (1992), y de dos crónicas sobre el narcotráfico, Cada respiro que tomas (1992) y Buenos
muchachos (1995). En la actualidad es catedrático en la Universidad Autónoma de Sinaloa y un incesante promotor de la lectura y la literatura en instituciones culturales. En el 1998 fue becario del Fonca
Sinaloa y desde el 2000 forma parte del Sistema Nacional de Creadores. También ha sido galardonado
con el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares 2002. Y ha sido colaborador de importantes
revistas y periódicos de México y el extranjero.
El día de San Juan
Guillermo Fadanelli
Para Lisandro Martínez una nueva oportunidad estaba tocando a su
puerta. Gracias a una recomendación de su cuñado había sido contratado
como guardia bancario sin necesidad de realizar trámites penosos o pernoctar en humillantes hileras de desempleados. Después de varios meses
sin trabajo, agobiado por depresiones constantes, su familia podría nuevamente sentirse tranquila: Lisandro Martínez sería un guardia bancario
pese a no haber tenido jamás un arma en sus manos. El empleo sería más
sencillo de lo que había imaginado ya que, contra sus predicciones, no
portaría pistola ni tampoco un incómodo uniforme con botones dorados,
ni mucho menos quepí. Una de las primeras tareas que llevaría a cabo
Lisandro en su nueva empresa sería proteger obras de arte. Cuando le comentó a su mujer el rumbo de sus nuevas actividades ella se mostró hasta
cierto punto orgullosa, aunque no fue capaz de precisar qué significaba
exactamente una obra de arte.
–Me imagino que tendrás que cuidar monumentos en alguna avenida
–dijo no muy convencida. Era una mujer joven, menuda, de movimientos
nerviosos.
–No, mujer –intervino Lisandro–, es un museo donde guardan pinturas que tienen mucho valor.
–¿Y si tienen tanto valor por qué no te dan una pistola para protegerlas? Las vidas son más valiosas que cualquier pintura. ¿Qué vas a hacer si
alguien intenta robarlas? Al menos deberían enseñarte karate.
–Parece que el público que va a esa clase de museos no se siente bien
cuando ve policías armados.
–¿Te contrataron para ser guardia bancario o para cuidar tonterías dentro de un museo?
Aun cuando Lisandro no conocía los pormenores de su nuevo empleo,
cultivaba las mismas dudas que su mujer: ¿por qué no estar preparados
ante un inminente ataque perpetrado por los ladrones de arte? En estos
días había ladrones para casi cualquier clase de cosas. Sus dudas se despejarían sólo a medias una vez que tuvo su primera reunión de trabajo dos
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 141-144
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días antes de que la muestra se abriera a la exhibición pública. El instructor
le señaló que debía ser cortés con los visitantes, pero muy exigente en lo
concerniente a respetar las reglas: “El dinero siempre se puede reponer,
pero la mayoría de los artistas que pintaron estas obras están muertos y no
podrán repetir su trabajo”, dijo con seriedad el instructor. Como el resto de
sus compañeros, Lisandro estaría vestido de civil con un traje azul marino
bastante elegante para su opinión, aunque un poco holgado. El traje pertenecía a la institución bancaria hasta que se cumplieran los primeros tres
meses de labores: después de ese tiempo los empleados podían considerar
el traje de su propiedad. La exposición se llevaría a cabo en un palacio
colonial propiedad del banco ubicado en el centro de la ciudad. Hasta
entonces Lisandro se enteró de que los bancos poseían obras de arte, las
cuales formaban parte de su patrimonio.
–Los bancos son dueños de todo lo que hay en el mundo –sugirió su
mujer.
–Deben ser las pinturas de los deudores. Si no le pagas al banco, viene
y te quita hasta lo que no tienes. Me pregunto si también tienen estufas o
lavadoras
–Ten cuidado, Lisandro. Puede haber por allí uno que quiera recuperar
a toda costa lo que es suyo.
El edificio donde se llevaría a cabo la exhibición tenía dos pisos con
varios salones cada uno. En cada salón habría un mínimo de tres hombres
que mantendrían el orden durante el tiempo que durara la muestra. Sus
compañeros poseían experiencia suficiente en esos asuntos, pues a excepción de Lisandro todos presumían por lo menos un año de experiencia.
Alguna vez escuchó a uno de ellos decir que cuidar pinturas resultaba un
trabajo aburrido como cuidar niños o masturbarse hojeando revistas. En el
piso de cada uno de los salones se habían marcado líneas que por ningún
motivo los espectadores de las pinturas tendrían que rebasar. Nadie podía
tocar los óleos ni tampoco podrían utilizar plumas u objetos metálicos para
tomar notas: los lápices estaban permitidos siempre que fueran obsequiados a la entrada de la exposición: unos inofensivos lápices de goma que habían traído desde Europa para la ocasión. Lisandro estaba sorprendido de
que se destacaran tantos hombres para resguardar cuadros donde lo único
ausente era la belleza. Fuera de los paisajes que estaban junto a la puerta
de entrada o de unas caricaturas que le parecían divertidas, el resto no eran
más que manchas, cuerpos deformes o colores que no armonizaban entre
Guillermo Fadanelli • El día de San Juan
143
sí. Si hubiera tenido que cuidar un bote de basura no se habría sentido tan
poco indispensable.
Durante la noche que siguió a su primer día de trabajo comentó con
su esposa sus primeras impresiones. Ambos estaban sentados a la mesa,
mientras que su pequeño hijo miraba televisión en la recámara.
–Con decirte que en la muestra hay un par de cuadros pornográficos.
Por suerte no se encuentran en la sala que está a mi cuidado.
–Ni modo, Lisandro. Por el momento lo importante es salir del paso.
Ya encontraremos un empleo más decente.
–Si por lo menos cuidara dinero sabría que mi trabajo tiene sentido: yo,
Lisandro Martínez, exponiendo mi vida por pinturas que no son más que
manteles llenos de manchas.
Los días se sucedieron sin que se presentara ningún hecho extraordinario, no obstante una mañana de domingo un hombre de baja estatura se
aproximó demasiado a un cuadro que mostraba un balneario atestado de
gente. La pintura llevaba por nombre “El día de San Juan” y a Lisandro
le recordaba los fines de semana cuando su padre llevaba a toda la familia
a divertirse a las albercas de Oaxtepec, un enorme balneario en el estado
de Morelos. Qué días aquéllos cuando su padre se levantaba tan de buen
humor como para anunciar a la familia que irían todos a nadar. Lisandro se
aproximó al espectador para pedirle que no tocara con sus zapatos la línea
marcada en el piso. Intentó ser cortés, pero su consejo no fue siquiera escuchado ya que el hombre continuó hablando con una mujer que atendía
con cuidado sus palabras.
–Creo que el atributo principal de esta pintura es que, a través de un
rígido dominio de la perspectiva, el artista provoca que cada uno de los
cuerpos pintados tengan una presencia real.
Lisandro no comprendió lo que ese hombre de barba mal cuidada comunicaba a su mujer. Volvió a insistir:
–Señor, no rebase la línea que está marcada en el piso, ni se acerque
demasiado a la pintura.
–Sin duda es éste uno de los mejores cuadros de Julio Castellanos. Mira
esos rostros famélicos intentando divertirse. Son como ratas dentro de una
piscina.
Estas últimas palabras calaron en el corazón de Lisandro. ¿Así que para
estos tipos los hombres que se divertían sanamente con sus hijos dentro de
una alberca no eran más que ratas? No conforme, el hombre casi tocaba
GUARAGUAO
144
con la punta de los dedos la superficie del óleo. Era calvo pese a no ser un
viejo y tenía los labios rojos, húmedos.
..Señor, escúcheme por favor –Lisandro dio un paso para interponerse
entre la mano del espectador y la pintura–, no puede usted acercarse a la
obra.
–¿Pero, por qué? El arte nos pertenece a todos mientras no lo dañemos.
Usted no me va a enseñar cómo tratar una de estas obras –respondió el
hombre, cortante.
–Son órdenes, señor. Esta obra pertenece a la colección del banco. Puede usted tener las opiniones que quiera sobre las pinturas, pero no a menos
de un metro –Lisandro experimentó una gran satisfacción al escucharse a sí
mismo palabras tan contundentes. No se amedrentaría frente a nadie.
–Ustedes qué van a saber, carecen en absoluto de sensibilidad –esta última frase iba dirigida a su acompañante, aunque con la intención de que
no pasara inadvertida para el guardia.
–Usted podrá ser un bocón, pero no tiene más sensibilidad que yo.
Hago mi trabajo para que mi familia pueda comer. Y lo hago sin ofender a
nadie, ¿me escuchó bien?, sin ofender a nadie.
–Haga su trabajo pero no moleste a la gente.
–Entonces no rebase la línea ni toque los cuadros. Ni ofenda a la gente.
La pareja caminó lentamente hacia el siguiente cuadro ante la mirada
acechante de Lisandro. Nadie le impediría cumplir con su trabajo ni esa
noche contarle a su mujer lo sucedido. Ella estaría tan satisfecha de Lisandro que quizás lo comentaría también con las vecinas: su esposo, Lisandro,
nuevo cuidador de pinturas había puesto en su lugar a uno de esos estúpidos sabelotodo.
***
Publicado en Guaraguao no. 18, verano 2004
Guillermo Fadanelli (Ciudad de México,1960), ha publicado los libros de relatos Cuentos mejicanos (1991), El día que la vea la voy a matar (1992), Terlenka (1995), No hacemos nada malo (1996),
Barracuda (1997), Regimiento Lolita (1998) y Más alemán que Hitler (2001), así como las novelas No
te enojes, Pamela (1996), Para ella. todo suena a Franck Pourcel (1997), La otra cara de Rock Hudson
(premio IMPAC-CONARTE-ITESM de novela, 1997), ¿Te veré en el desayuno? (1999), Clarisa ya
tiene un muerto (2000), Lodo (2003), La otra cara de Rock Hudson (2004), Compraré un rifle (2004) y
Educar a los topos (2006). En 1993 realiza los vídeos Soy loca por ti, El secuestro de Montserrat, Alpura de
fresa, entre otros. Dirige la revista Moho desde 1989 y la editorial del mismo nombre.
La barricada
Edmundo Paz Soldán
Hay una persona muerta en la casa de la esquina. O al menos eso parece. Dos autos policía están en la puerta, y hay una ambulancia y un carro
bombero y muchos curiosos agolpados detrás de las cintas amarillas que
impiden –intentan impedir– el paso. Un policía fornido con un revólver en
la mano se ha subido a una escalera y atisba hacia el interior de la casa desde
una ventana. Otros de civil hablan por walkie-talkies hacia alguna central
que los ordena. Algo raro: las cámaras de televisión tardan en llegar.
Hace mucho calor en este mediodía de junio y la luz del sol relumbra
en las paredes de la casa blanca, la dota de un aura de territorio encantado.
Sin brisa, los altos árboles de la cuadra apenas mueven sus ramas. Mi hermana y yo hemos abierto la puerta de nuestra casa y nos hemos sentado en
los escalones de la entrada, la mirada dirigida hacia el lugar de los hechos,
justo al frente de nosotros. Tenemos helados de chocolate en la boca y
jugamos a adivinar quién es la persona muerta. La casa blanca es inmensa
y tiene cuatro subdivisiones: dos en el primer piso y dos en el segundo.
Yo digo que es el hombre cuya ventana da a nuestra acera en el primer
piso. Alguna vez he pasado a su lado y he sentido un olor a marihuana, a
fruta en descomposición; tiene la mirada extraviada y no parece saber que
existimos. Mi hermana, las largas pichicas cayéndole sobre los pechos, dice
que es la mujer pálida y demacrada del segundo piso, la de la gata color
ladrillo –las patas blanquísimas– que de vez en cuando aparece maullando
en nuestro porche, en busca de comida y de calor humano.
–¿Ella? Pero si no tiene ni treinta años...
–¿Y qué? ¿Acaso la gente sólo se muere después de los sesenta?
Dice que ha escuchado que es una enferma mental.
No me extrañará que se haya pegado un tiro. Los locos no son gente
normal.
Su voz tiene la autoridad de la hermana mayor, pero yo me resisto a
creerle: una vez fui a la casa de la mujer pálida, a devolverle su gata. Me
hizo pasar, y jugamos ajedrez. Aparte de que tenía reglas peculiares para
jugar –su rey se movía como la reina, sus peones eran inmortales–, de que
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 146-148
Edmundo Paz Soldán • La barricada
147
hablaba en voz muy alta (rasgo que atribuí a cierta sordera), y de que su
departamento era muy frío, no noté nada extraño.
–¿En serio? Si se enteran los papis te matan. Cuántas veces te han dicho
que no te metas con extraños.
–¿Y qué querías? ¿Que deje a la gata aquí?
–Aunque sea. Hay secuestros, hay violaciones.
–No de hombres.
–De hombres también.
En esta cuadra hay gente más extraña que la dueña de la gata.
El jubilado italiano a dos casas de la nuestra, por ejemplo; todo el día sentado en un sillón en su jardín, saludando a la gente desconocida que pasa por
la vereda y tratando de entablar una conversación en italiano. O la mujer que
tiene su casa adornada todo el año con luces de navidad; en las noches, las luces
de colores parpadean, son como el gran ojo despierto de nuestro vecindario.
La escalera ha llegado ahora al segundo piso. El policía rompe una ventana y
se mete por ella; la gente se acerca a la esquina para oficiar de curiosa y no perderse el desenlace. Mi hermana y yo terminamos los helados y hacemos lo mismo, pasamos bajo la cinta amarilla sin que nadie se moleste en decimos algo.
Escuchamos gritos y maullidos. Mi hermana le hace preguntas a un
policía obeso, uno de esos que mejor se quedan en un trabajo de oficina
porque si no, los asaltantes le pierden respeto a la ley.
–No está muerta –me susurra mi hermana, algo desilusionada–. Se ha
barricada en su habitación desde hace días. Dice que un enemigo asume
formas extrañas y quiere su muerte. Se acerca a su puerta disfrazado de
cartero, de Testigo de Jehová, de familiar, de vecino.
Pienso en la gata, confundida ante lo que ocurre en torno suyo, tratando de alcanzar al policía con uno de sus temibles rasguños. Si mi hermana
quería asustarme, lo ha logrado. Yo pude haber sido el enemigo bajo la forma de un chiquillo inocente, aquella vez que me acerqué a su puerta. Pero
ella abrió las barricadas y me dejó entrar. Acaso una sensibilidad especial le
permitía detectar quiénes venían en son de paz y quiénes no.
Al rato, el policía aparece en la puerta de la entrada con la mujer en sus
hrazos. Ella patalea, llora y grita que no le hagan daño. Trato de mirarla a la
cara; nunca he visto cómo luce una enferma mental, y quisiera memorizar
su rostro y sus gestos para reconocer a la siguiente que me toque en suerte,
así no cometo la imprudencia de ingresar a su departamento a jugar ajedrez.
Está muy pálida y ojerosa, y tiene las mejillas chupadas, pero esos datos, me
GUARAGUAO
148
temo, no son suficientes para identificar la falta de cordura en una persona.
Tampoco sus jeans rotos o su camisa blanca teñida de rosado (la lavandería
obra esas combinaciones). Deberé discurrir por el mundo sin saber si quien
se sienta a mi lado en el bus o me saluda en el club de vídeo tiene alguna
suerte de desajuste mental (la gente, además, es muy buena para disimular).
Dos enfermeros rubios le ponen un chaleco de fuerza, la amarran a una
camilla y la meten a la ambulancia. La mujer vuelve a gritar que no le hagan daño; el sonido implorante de su voz resquebraja la clara mañana; uno
de los enfermeros le asegura que nada malo le ocurrirá. Los policías se congratulan por la labor cumplida –los walkie-talkies no cesan de funcionar–,
los otros habitantes de la casa desahogan sus temores con palabras apuradas. La ambulancia parte, la gente se dispersa, mi hermana se desatiende
del asunto y se vuelve a casa, sus pichicas en continuo vaivén.
–Pensar que teníamos una loca de vecina –dice antes de irse–.
Qué miedo. Mamá querrá trasladarse.
Yo me quedo parado, sin saber qué hacer, hacia dónde ir. El sol me da
de lleno a la cara.
La gata aparece por la puerta entreabierta y se me acerca. La alzo. Está
flaca, debe tener hambre. ¿Qué sabe que yo no sé? ¿Qué vio en ese departamento que nadie más vio? Ni siquiera treinta años. Qué le habrá ocurrido,
en qué instante habrá dejado atrás un mundo extraño para perderse en otro
aún más extraño. ¿A quiénes les toca, a quiénes no, y por qué?
La mujer había querido decirme algo pero luego lo pensó mejor y no
dijo nada. Con un gesto me invitó a entrar ya sentarme a su mesa desaliñada a jugar ajedrez. Cuando le quise comer un peón, me dijo que no podía,
el tono alto y frenético. “Los peones me defienden”, dijo una y otra vez
hasta convertir la frase en un mantra. “Sin ellos, yo ya no estaría aquí”.
Acaricio el suave pelaje de la gata y me pregunto si algún día, por alguna
todavía insospechada razón, seré yo el que atraviese las fronteras y alce las
barricadas contra este mundo. Sería sorprendente. No me sorprendería.
***
Publicado en Guaraguao no. 18, verano 2004
Edmundo Paz Soldán (Bolivia, 1967), es doctor en Lenguas y Literaturas Hispánicas por la Universidad
de California, Berkeley. Actualmente es profesor de Literatura Latinoamericana en Cornell, Estados Unidos. Ha publicado las novelas Días de papel (1992), Alrededor de la torre (1997), Río Fugitivo (1998), Sueños
digitales (2000) y La materia del deseo (2001) El diario de Turing (V Premio Nacional de Novela 2002, Bolivia); los libros de cuentos Dochera (Premio de Cuento Juan Rulfo,1997), Las máscaras de la nada (1990),
Desapariciones (1994), Amores imperfectos (1998); y las antologías Simulacros (1999), Imágenes del incendio
(2005) y Lazos de familia (2007). Ha coeditado la antología de cuentos Se habla español (2002).
Medea
Liliana Miraglia
Cualquier cosa que escribimos es una imposición que le hacemos a los
lectores, al menos a los lectores que tengan la gentileza de leernos, así que ésta
es mi pequeña versión de Medea que se me ocurrió a partir de la versión de
Christa Wolf y ya me quisiera yo que ella también la leyera.
El lugar es una ciudad que no es mi ciudad pero es como cualquiera,
tal vez con una vía circular que la rodea. El hotel es un hotel que tiene una
gran escalera en la mitad del lobby. La gente del hotel hace lo de siempre,
circula por el lobby, entran y salen pasajeros con maletas, aparecen o desaparecen en el ascensor, como los actores en el escenario. El movimiento
no cesa porque es un hotel muy importante. Entra un cantante admirado
y se pierde en lo alto de la escalera, también un escritor célebre y muy cerca
del mostrador de recepción hay un gran cartel que anuncia que una famosa
compañía de ballet se va a presentar en el teatro principal de la ciudad. Somos turistas en un país extraño y comemos cosas extrañas como coco frito
y muchas alcaparras. También tortas de cebada con ají.
Aunque vemos a todos los huéspedes y su continuo movimiento frente
a nosotros, debo confesar que a los niños nunca los vi sino hasta cuando ya
estaban en plena función. Pude haberlos visto antes, a la hora del desayuno, pero yo hacía que me lo subieran a la habitación. En cambio, ahora sé
que a la nodriza sí la vi y tal vez hasta a la misma Medea, a quien Ximena
dijo que la había visto con una bata de cama en el corredor de su piso buscando hielo. También sé que vimos a Jasón que andaba con un blue jean
apretado y unas botas negras, pero ni idea de que se trataba de ellos. Por
eso a todos después, menos a los niños, los reconocí cuando ya estaban en
el escenario, cuando Jasón y Medea ejecutaron un gran baile que recuerdo
como un repique insistente no sé si de castañuelas o solamente del zapateado. La nodriza con un traje blanco y rojo con arandelas es la única que
no baila, ella sólo acompañaba a los ninos y los ubica delante de Medea,
después se los lleva y los vuelve a traer. Sin embargo, a mí me parece que los
niños están asustados y hacen que me asuste también. Comento con nuestro
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 150-152
Liliana Miraglia • Medea
151
guía, le digo que esos niños deben ser en la realidad hijos de Medea, así
como los hijos de Tani Flor son los hijos de Tani Flor que viven con ella
en el teatro, pero el guía me dice que no, que son niños actores que están
ahí después de haber pasado por un casting en el que resultaron elegidos
y que ni siquiera viajan con sus padres sino que lo hacen con una tutora,
entonces yo digo que In tutora debe ser la nodriza y el guía hace como
que no me escucha y ya no me contesta. Pero los niños sí están asustados
y creo que es porque ellos saben que los van a matar. Yo miro hacia otro
lado en el teatro porque no me gusta ver que los niños están asustados, si
tuviera seis años le pediría a mi mamá que me adelante lo que va a suceder,
como cuando le preguntaba si iban a matar a la muchacha que unos pillos
tenían acorralada, para que ella me tranquilizara diciéndome que todo es
de mentira y que sólo son actores, pero estos niños saben que no es así y
están asustados porque ya los mataron también en las otras funciones que
representaron en otras ciudades del recorrido o por último, porque así lo
hicieron ayer en el ensayo.
Volvemos al hotel y todos los días a esta hora es la hora del apagón, por
un racionamiento de electricidad, y a pesar de la poca luz que viene de las
velas, ahora sí los reconozco. Son los mismos niños a quienes finalmente
mataron, poco tiempo antes, en el escenario y veo que la mujer que los
cuidaba no era la nodriza. Ellos estaban jugando a las perseguidas y se
agarraban del vestido de la mujer y se lo jalaban para un lado a otro y ella
los reprendía, les decía que estuvieran quietos. El cantante famoso que
subió por la escalera era Juan Manuel Serrat que tenía puesta una chompa
de cuero que con las velas parece dorada, el escritor famoso es uno que se
llama como antes se llamaba Adolfo; una turista inglesa se hace la que no
es conmigo pero empieza a hablar en voz alta y dice que es el colmo que
sin electricidad haya huéspedes que hacen que les suban el desayuno a la
habitación y lo peor es que creo que Juan Manuel Serrat también la escuchó. Yo la miro con odio y espero que vuelva a decirlo porque seguro que
lo volverá a decir. Debe ser por el vino que la gente habla tanto y la falta de
extractar hace que se sienta insoportable el olor a carne asada a pesar de que
la gente ya tiene hambre. Jasón se acerca a Ximena y la invita al bar a tomar
un trago y ella dice que se va con él a pesar de lo mucho que le huelen las
axilas y se echa una carcajada. Eugenia, en cambio, desde otra ubicación,
quiere decirme con la mirada que algo de la Medea de Christa le molesta, por
decir algo dice que se la ve como si usara productos Clinique hipoalergénicos
GUARAGUAO
152
y puede que tenga razón, pero en eso se me cruza la Medea de acá y nada
más de puro mala quisiera preguntarle ¿y Clitemnestra? para ver si se hace
la que no me entiende, como si no supiera eso de que las buenas de pronto
se hacen malas y las malas buenas.
Finalmente decido no decirle nada, para qué meterme en peleas en las
que no tengo nada que ver, más si Jasón se pasea por el lobby exhibiendo su
blue jean y sus botas apretadas, tan llamativo que tardo un rato en darme
cuenta de que ha dejado botada a Ximena y cuando el apagón concluye,
todos nos reconocemos y vemos cómo son nuestras caras exactamente.
Llega el momento esperado en que nos llaman a comer y casi no hemos
terminado de sentarnos ante la mesa cuando el mozo nos pregunta si empezaremos por el cordero, pero yo no entiendo mucho la pregunta y qué
puedo haberle contestado para que él insista en lo de que son muy finas
las lascas del cordero ¿asado y bañado con salsa de menta? y yo no en ésta
todavía, sino después en otra historia, presiento que vaya recordar los dos
renglones de Italo Calvino que dicen que “el verdadero viaje es una deglución del país visitado en su fauna y flora y en su cultura, haciéndolo pasar
por los labios y el esófago”.
***
Publicado en Guaraguao no. 20, verano 2005
Liliana Miraglia (Guayaquil, 1952), es profesora de literatura y fotógrafa. En los ochentas integró
el Taller de Creación del Banco Central de Guayaquil coordinado por el escritor Miguel Donoso Pareja. Ha publicado La vida que parece (1989), Un clase up prolongado (1996) y El lugar de las palabras
(1986). Sus cuentos han aparecido también en diversas revistas y antologías como: Así en la tierra como
en los sueños (Quito, 1991); Antología de narradoras ecuatorianas (Quito, 1997); 40 cuentos ecuatorianos,
(Guayaquil, 1997); Antología básica del cuento ecuatoriano (Quito, 1998); Cuento ecuatoriano de finales
del siglo XX (Quito, 1999); Cuento ecuatoriano contemporáneo (México, 2001).
La bella que olía mal
Rogelio Saunders
Le dije a Demetrio que lo peor que podía sucedernos en aquella Oscuridad Insondable era que nos perdiéramos. Y eso fue exactamente lo que
sucedió. (Después –en ese después que está más allá de todo después, vivo
o sobrevivo– el horrendo Demetrio repetiría que no). En parte porque la
señalización era escasa o nula, y en parte porque ése era nuestro destino y
en el fondo el destino de todo lo traído de un modo imprudente a la luz y
luego abandonado (no recogido hasta el fin, sin solución de continuidad).
Yo me entiendo.
De todos modos, nos encaminábamos a una fiesta. Era así desde un
principio. Desde siempre, se podría decir. La fiesta campestre. Una fiesta
raigal. El guateque mitológico cuyas figuras centelleaban en el fondo de
nuestras retinas mucho antes de que nos hubiéramos conocido en aquel
fin de todo que nos reunió como a un montón de bolos dispersos a la orilla
de una playa meridional, llenos de cualquier cosa menos de ánimo. Era al
comienzo de un año y para nosotros el fin. Ése fue el verdadero origen de
todo (como ersatz del comienzo nunca nombrado, imposible de nombrar),
aunque nadie lo recordaría después, como quien no recuerda que tuvo un
hermano que nació muerto.
¿Por qué estaba hablando de estas cosas? Ninguna fiesta raigal. Ningún
arraigo. Una oscuridad y dispersión profundas. Un miedo seminal. El gran
terror y el terror de Demetrio, que fue quien (con su pseudoingenuidad fantástico-campesina) nos arrastró a ese Eldorado violeta, allá en el fondo, donde
se dibujan las siluetas de árboles. Y sin embargo, risas. La risa era el signo de
una alegría nueva. La risa de los perdidos, tal como suena originariamente.
Risa doble. Risa en lo oscuro. Risa de lo oscuro. Ja ja –reíamos. Ja ja.
Ahora ya no veo a nadie. Pero, ¿por qué tendría que ver a alguien? Oh,
Demetrio. No hay que precipitarse. No será tan sencillo. No será, sin duda,
cosa de coser y cantar. La discusión tuvo lugar en el espesor del tiempo
(habrían transcurrido no menos de cincuenta siglos), y versaba, ¿quién
podría ponerlo en duda?, sobre el carácter tradicional, sobre la forma que
tienen ellos de comer y de vestir, etc. etc. etc. (Los quiénes. O: ¿dónde?
GUARAGUAO · año 11, nº 25, 2007 - págs. 154-160
Rogelio Saunders • La bella que olía mal
155
Pero sobre todo: ¿cómo saberlo? Desde lo falso, desde lo oscuro, desde lo
casi entrañable). No lo desmentía nuestra propia excursión (o mejor dicho:
invitación) y el modo más bien desaconsejable (y desde luego, desapacible) en que habíamos enfilado por fin el camino amarillo. (La inquietante
–pero sórdida-alegre– carencia de señalización. De significación. El brutal
paso del calor al frío. De la demasiada luz a la muerte desmedida. Ínfimo
y desmedidamente frío revoleteo de trocitos de hielo en la franjada neblina violeta. Un cansancio sencillamente atroz). En torno se moverían
los hombres tradicionales con sus coloridos trajes como pintados al óleo.
O bien sonreirían impávidos, detenidos en un horizonte lineal alargado
ad infinitum. De modo que las cosas estarían (estaban) dispuestas de la
siguiente manera:
la mesa en herradura
los perdidos tres (o cuatro) o cinco, destinados al polvo
el mantel blanco
los corifeos campesinos, figuras principales, mujeres y
hombres
añádanse (o suprímanse) detalles
grandes sonrisas, o cejas fruncidas, el vello súbito de un
brazo: aleluya del eructo
manos hinchadas
ella, la novia vestida
la hermosa vestida-desnuda
entró, nunca
En el crepúsculo rojodorado perenne conversaban (conversan y conversarían) tales las figuras. (Yo lo sabía todo y ya incapaz de tocar su apariencia
de acontecimiento. Sólo la fuga). Visibles invisibles los bien trazados huertos. El pequeño castello imaginario. Imprescindible. Decisivo. Pero nada era
decisivo o no eso. No eso. Todavía estábamos en la playa. Todavía era imposible (y lo sería por mucho tiempo) que hubiera ninguna playa, ningún fin.
Ah: qué soberbio. Carcajada del estopado-emparedado. Gran risa detenida
pálida en la pared, no sólida sino absorta en su furioso misterio. Los siglos
congelados en el lento espaciamiento silencioso de la parafina. La hiedra
carnívora enredada a los pies del ángel. La pequeña ventana inconsciente
de su espesor allende el cuadrado azul presto a volar a la señal invisible y
GUARAGUAO
156
catastrófica. (De la catástrofe que lo había precedido todo un lapso infinito. Oíamos pero no oíamos. Yo no oía).
Era esto de lo que Demetrio nos había hablado. Era el paso antiguo
de cortejo y la gran entrada. El vestido blanco con adornos, la doble línea
paralela ondulando en el dobladillo (qué palabra) y la corona de flores.
O sin corona de flores. El óvalo, perfecto, indescriptible. Era un venir
siempre y un colorido e imperecedero sentarse. Imagen de la imagen, de
lo fantástico a lo sórdido y luego a. Etcétera. Andar perenne inmóvil. La
sal de la tierra. El trazo exquisito cuasi veneciano pero profundamente flamenco. El vientre hinchado y la cabeza en oblicuidad de espejo temporal.
El quiasmo. La inserción. El discurso también inmóvil y oscuro andante
del horrendo Demetrio. Había hablado. Él. Y todos. Vueltos en sí mismos
(en nos mismos) figuras de papel en danza de papel frente a otras figuras
(campechanas risueñas) también de papel. (De papel crujiente, de taburete
sonriente-crujiente). Al habla sin eco y sin palabra-voz. Las lomas de mazapán. El barro trasunto del azúcar. Los bien trazados huertos con su verdor
profundo como un gran fiordo de sueño. Nos reíamos todos. Cómo nos
reíamos. Éramos jóvenes y reíamos. Aún lo somos y ahora no querríamos
serlo. Nunca haberlo sido. Pero nunca (cómo callarlo y como no proclamarlo) –ese algo– ha sido. Ese infinitesimal no-sido –al sólo y no de algo,
borde– nos empujó. Hacia ella, qué duda cabe. Hacia su belleza tranquila e
inextensa y en consecuencia irreal. Hacia lo irreal infinitamente real y hacia
lo real infinitamente irreal. E (sin solución) infinitamente carnal. Carnavalesco, sí. Un último carnaval. Nunca vimos. Simplemente, apareció. Fue
ese aparecer lo que nos fascinó. No lo sabíamos, pero eso fue. Ese en realidad des-aparecer. Desaparecer de todos los rostros, de todas las imá-genes.
Nada subsistió, en medio de las probables (pero improbables) previsibles
risas. La alegría sólo posible, presta a adherirse casi carnívoramente (pero
sobre todo carnavalescamente) a un ser. Quisiera (hubiera querido) decir:
es (fue) eso. Ella en medio de todos como el todo dispuesto sin más a
desaparecer. Lo perpetuo sino en la fuga. Observaciones. Inevitables derivaciones-digresiones hijas de la mentira que es toda verdad. El viento-aire
detenido y frío cohabitando con el calor-alegría de los ojillos chispeantes.
Alcohol frotado sobre la pierna verde de frío. Ojos como restos de corteza,
ahorquillados en la rama frágil del seto. Frío terror del que intuye el mal
sueño ya desde siempre (sin cuándo) enhebrado (ya siempre inscrito: res
verbum) en lo real. El vuelo (el revuelo) de las hojas.
Rogelio Saunders • La bella que olía mal
157
Lo que nos hacía (nos hizo) contener el aliento (fascinados-retrocedidos) un instante eterno (era) (fue) el olor. Su belleza perfecta junto a la
presencia insoslayable de su olor. Un olor nuevo de tan antiguo, de tan
enterrado en el corazón, perpetuo como el circuito arcaico y polvoriento
de las venas. Infinito, sin solución de continuidad. En una palabra: el cogollito casi risueño del horror. Lo que manaba sin más en ella y por ella. Indudable. Indestructible. Insoportable. Una podredumbre desmedida junto
a (o contiguo de) el sueño especioso de una blancura sin límites. Todo lo
podrido, lo descompuesto más allá de toda descomposición estaba, ciego,
allí. En ella. Viniendo de ella. Yendo como un golpe de aire pleno hacia
ella. La belleza indescriptible junto a la afrenta del olor. No juntos, ni simultáneos. Sino únicos disimultáneos. Eso era lo que convertía los ojos en
relojes enloquecidos. Un olor irrespirable y que ya siempre estaba allí, fluyendo sin pausa de su belleza como aquello mismo que la hacía existir. Lo
imposible-posible de su belleza multitudinaria sin espacio. Sin parangón.
La abrumadora presencia, bella hasta las lágrimas, de la imposibilidad. La
blancura desmedida y la podredumbre sin fin, engendrándose una a la
otra como en la recirculación sencilla (mitológica) entre la enfermedad y el
horror. Verla y morir. Amar lo incesante y odiar en ese mismo movimiento
toda inmortalidad. (Toda posibilidad de inmortalidad. Toda muerte y toda
vida: oh fragor). Condenado a morir en el vasto cuerpo de la virgen, no
blanco sino azul (de un azul profundo, oceánico). Era ella inconcebible sin
ese olor, y al mismo tiempo era impensable en él. Nadie (menos que nadie,
Demetrio) podía pensarla allí (así). La frase salvadora que nadie pronunció: ________________. Porque nadie, oh campesinos, era (fue) capaz de
decidir. El resplandor de lo buscado en el espesor del tiempo hecho canon,
ansia indecible, fuga de las copas dormidas en su verdor profundo, en su
inapelable rechazo de todo amor. La imposibilidad de reírse, preso en el invisible borde y quiasmo de lo sagrado/profano. Detenidos incesantemente
por el pequeño triángulo. Arrinconados como colegiales traviesos en un
banco descolorido, adosadas las espaldas sudorosas a la pared de cal. Sentía
mi rostro a punto de estallar, inflamado sin límites por el agolpamiento
asfixiante de una repugnancia sin fin. Los otros (que nunca existieron) ya
no podían aspirar al paso en falso benévolo de una como si y siempre equívoca existencia. No fueron capaces (pero, ¿qué cosa hubieran debido ser?)
de subsistir en ese olor (en el vuelco sin más, el surplus insobrepasable). No
podían hablar de él, abrumados por su horror-risa. Horripilados-disueltos
GUARAGUAO
158
en el vaho purpúreo de la ola que los había traído hasta aquí y luego se
los llevó (absurdos bailarines de quebrada cintura allende el trazo siempre
indiferente del pincel). Pero tampoco podían callar, víctimas de sus manos
desligadas. Ninguno. Nadie y nada. Sólo esa belleza-olor sin límites. Sólo
esa repugnancia-atracción sin límites. Esa marea atroz que me arrojaba al
abismo de mi propia desaparición, incapaz de nombrar lo que a toda costa
(con dolorosa, atroz urgencia) necesitaba nombrar. Ni nombres ni el alivio
del reconocimiento de lo real. Sólo, implacable, la belleza. Sólo el olor. Lo
indescriptible de lo inadmisible y no nombrable. Indecible (indecidible)
mente bello. El rostro. El óvalo. La perfección sin error (hecha de herrør
puro). El resplandor mortal cegando las bocas asomadas al sórdido emparejamiento del vidrio. Y el lago lejano, la imprescindible agua estancada
con su antiguo rumor de voces sin significado, sin signo. Todos reían-callaban queriendo hacer señales invisibles. Pero era el reverso mismo lo que
devoraba los signos. Lo que diluía el trazo de las bocas y daba a los ojos la
desmedida apariencia de una visión de la que nunca hubieran sido capaces,
cegados por la urgencia (necessitas) de ver.
No podía soportarlo y no podía abandonarlo. No sé ni quiero saber
cuál es tu nombre, le dije. Pero, si lo supiera, tampoco hubiera podido hacer profesión de fe. No creo, pero creo. Y ella me dijo: Cuando ni siquiera
el polvo consiga recordar el eco más leve de tu nombre, tú todavía recordarás, Demetrio. La horrenda figura se alejó. Ella vino hacia mí. Ven. Ojalá
hubiéramos dormido allí. (En el castello, quién sabe dónde). Hubiéramos
podido acogernos a la hospitalaria falsedad y no a lo insoslayable falso
con lo que es imposible pactar por su indecible, destartajada, voluptuosa
alegría. Oh: cómo reíamos. Sombras campesinas y una ondulación señera.
Allí. En la tarde detenida. Fui hacia ella, sobrecogido por el horror. No
podía detenerme, pero tampoco conseguía hacerme con ella en alas de una
mediocre y siempre latente ansia de normalidad (no había normalidad ni
ansia). Avanzábamos en la misma dirección, soñadores confundidos por la
nostalgia de un solo instante inextenso, como si algo hubiera sido posible y
menos aún verificable. (En el fondo, era imposible todo encuentro. Sólo el
encontrarse mismo indiferente e infinito, sin posibilidad de encuentro, sin
instantaneidad ni espacio, como un espejo que se contemplase en otro espejo). No hubo verificación y sí una intensa, desgarradora verosimilitud. Una
identidad que hacía imposible toda sonrisa, toda fraternidad, toda vela de
armas. Repelidos por idéntico asco. Atraídos por la misma desmesura. Por el
Rogelio Saunders • La bella que olía mal
159
espesor sin consistencia de un deseo que desdibujaba todo deseo, desgarrado por un infinito paralelismo (sexo sin medida, colmo sin forma). Por la
fuga infinita patente y sólo obscena en el azul indescriptible del ventanuco.
Por la falsedad clamorosa de la torre. Nunca entre nosotros. En nosotros
sin nosotros pero siempre, infinitamente, viniendo de nosotros (este nonosotros, negación infinita e infinita aglomeración), como un sostenido
y nunca idéntico, soberbio desborde. Despojados de la imposibilidad de
amar por la misma ansia sin límites que nos despojaba de toda ansia y de
todo sueño. Nunca tan ajenos y sin embargo al mismo tiempo nunca tan
dueños (tan atrozmente dueños) de nosotros mismos. Riéndonos como
niños de la temeraria travesura en la sinusoide donde saltaban con eléctrico
chisporreteo los trocitos de hielo en medio de la franjada neblina violeta. Se
los dije (a Demetrio y a los otros, ya no sé cuántos), pero ninguno escuchó.
El lago-mar infinitesimal. El inexistente-imprescindible castello. El cuadrado
y su móvil-intenso-perenne-incandescente punto de fuga. Ven. El horrendo
arco iris monocorde. “Oh, tú”. Fui. Yo, el horrendo Demetrio, fui.
El banco apacible había sido subdividido al sesgo por la luz llena de fino
polvo del sol. Levanté la barbilla al leve viento de poniente cuando oí sus
pasos. Ella traía entre sus manos el viejo álbum de familia tal como yo se lo
había pedido. Se sentó con engalanada lentitud y lo abrió sobre su regazo.
En ella el gesto ceremonioso era tan natural que todo gesto natural era visto
luego como un complicado, innoble artificio. Así yo también, atraído a la
comunión de nuestro amor reciente pero imperecedero. Abrió el libro y, a
mi señal, comenzó a pasar las bien cuidadas páginas. Era para eso que habíamos venido. A lo lejos se oía el lento oleaje del mar. A veces, también, la
risa brusca de una gaviota en vuelo perdido. Fue eso o que me distraje por
un segundo en su atención exquisita, de la que todo libro querría ser digno.
Bajé la mirada y mis ojos desprevenidos cayeron sobre una fotografía. No
era una fotografía borrosa, pero sí antigua. Un segundo de ausencia pura
en el que el viento azul movió una guedeja blanquecina con gracioso movimiento de helicoide. Su mano inició un gesto sencillo, que nunca concluyó.
Debió ver en mi cara una mueca de horror, porque se levantó de un salto,
espantada. Oí caer con estrépito el libro de tapas de hule, y vi la rajadura
instantánea en la pared antigua del campanario. Y eso fue todo.
A todos los que murieron, después y ahora, al horrendo Demetrio,
vivo, sobrevivo (cuyo nombre no puedo pronunciar sin reverencia), les
digo: hay un horror más profundo que el del ojo que mira entre las líneas
GUARAGUAO
160
divergentes y el de la carcajada que se oye con mudo estruendo en el fondo
de un pozo. (La carcajada desligada de la boca presa entre las paredes sucesivas del pozo. La boca furiosa que se alarga sin pausa en su loca ansia de
encontrarse para siempre con la carcajada, maldecida por un inexplicable
y nunca surgido reverso).
El paisaje sigue siendo el mismo. Inmóvil. Bello hasta lo insoportable.
Los campesinos ondulan aún en el horizonte lineal, con sus perennes sonrisas impávidas, sentados a la mesa perpetua de su banquete colorinesco y
seglar. Podría decir que soy uno más de los lugareños, si la expresión no
tuviera una resonancia excesiva, el peso infinito de la repetición, del horror
risueño que canta en cada milímetro de la escena como la ola que baña
una playa meridional, con anodino empuje, rodeando los pies felices de los
niños y, sobre todo, autorizando la mano que retoca con maestría un tono,
que confirma la silueta mínima, casi insignificante, de un sombrero, de
una mano desvaída que ondula en el aire azul coincidiendo con el escorzo
iluminado de un ala perpetua, incesante, diagonal.
***
(Del libro Una muerte saludable, inédito)
Publicado en Guaraguao no. 23, verano 2006
Rogelio Saunders. (La Habana, 1963), es poeta, cuentista y ensayista. Ha publicado cuentos y poemas en diversas antologías. Forma parte del grupo de escritura alternativa “Diáspora(s)”, que edita en
Cuba la revista del mismo nombre. Ha escrito dos novelas: El escritor y la mujerzuela y Nouvel Observatoire; y un libro de poemas: Discanto, inéditos. En 2001 publicó el cuento de relatos El mediodía
del bufón (Ed. Aldus, México) y en 2002 otro libro igualmente de relatos titulado La cinta sin fin (Ed.
Calembé, España).
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